Argonautas- La Revista de Argos Cultural- La Plata

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ARGONAUTAS LA REVISTA DE ARGOS CULTURAL OCTUBRE 2020 Aร O 1

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Get to know eight twenty- something writers who will capture our literary hearts

LEEMOS A CHEEVER Y MAIRAL


EDITORIAL

El tiempo, más allá de ser un tema que ha fascinado a la humanidad, ya que su percepción es un rasgo que la distingue, tiene su sitial privilegiado en la literatura. Tanto como conflicto en sí mismo (y pienso en algunas variantes de la ciencia ficción, pasando por las reflexiones acerca de las edades humanas y las posibilidades de la memoria), cuanto como procedimiento que habilita la enunciación. ¿Cómo podría haber palabra si no hay tiempo? Y ese manejo particular de la voz que narra en diacronía y sin embargo se puede remitir al pasado y anticipar el futuro, ha llevado a los escritores a las más diversas experimentaciones. Dice Pedro Mairal en su cuento “Hoy temprano”: “Los años pasan hacia atrás cada vez más rápido”. Su narrador viaja en la luneta del Peugeot 404 de su padre hacia la quinta de fin de semana, un viaje en loop que cambia cada vez que se ejecuta y durante el cual deviene adulto, amargado y fóbico. El cuento trabaja el tiempo como un continuum, una cinta de moebius que te deja de cabeza sin haber abandonado nunca la misma superficie. Es indudable el homenaje de Mairal a John Cheever y su nadador de los suburbios que decide recorrer un sinfín de piscinas hasta su casa, 13 kilómetros al sur.El tiempo en Mairal parece acelerarse con el ritmo de lo narrado y concentrarse en esos viajes a la quinta de fin de semana. El tiempo de “El nadador”, en cambio pasa para los demás, aunque no para el protagonista que ha quedado suspendido en el presente de su acción repetida.

Desde los talleres de escritura que coordino en Argos Cultural, nos propusimos el ejercicio de manipular el tiempo a la manera de Mairal y de Cheever, y de encontrar tal vez, en este juego de imitación, una forma propia de contar una historia. Este es el primer número de Argonautas, una revista que cree que lo único que nos salva en esta vida, es la pulsión creativa, en cualquier forma artística que esta encuentre para manifestarse. En el mar huracanado que la pandemia del coronavirus nos obligó a transitar, sacamos nuestras ideas, nuestro coraje y nuestro talento, para navegar esta tormenta y conseguir una vez más el vellocino de oro. Quiero agradecerle de corazón a Patricia Guzmán, quien diseñó esta revista y acompaña la aventura de la nave siempre con vientos propicios.

Evangelina Caro Betelú

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El número 1 de Argonautas está dedicado a Patricia Irene Chabat que hoy es una estrella más de aquel Argos que los dioses elevaron al cielo del hemisferio sur en forma de constelación.

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DEVOCIONES Amanda Zamuner

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a hora de la merienda, todos sentaditos a la mesa del comedor, quietitos y callados porque comienza un nuevo capítulo de La familia Ingalls, a ver qué pasa hoy con Charles, Caroline y las chicas, que son como una versión de Mujercitas pero camino al oeste, sobre una carreta y “con más problemas que los Pérez García” como suele comentar mamá aunque yo no entienda la referencia televisiva. ¡Ojalá que no aparezca la maldita raya blanca en el Philips, que no nos deja ver bien! Papá nos dice que es por mirar tanta tele… pero no le creo. Nos cautiva volver a ver la serie como Dios manda, con los colores originales que corresponden, lástima que Bernardo tiene que subirse muchas veces al techo porque la antena se mueve demasiado con el viento y hay que reorientarla. Desde abajo le gritamos a la que está en la terraza y ella le retransmite a Bernardo para que la gire hasta lograr el perfecto ajuste y, así, bien sentaditos, seguimos acompañando a Laura (que tanto me recuerda

© alexbakerer

a mi querida compañera, la Tala, con sus trenzas y su sonrisa de dientes chuecos) que siempre es la “Pequeña” para Charles. Esa palabra no me termina de cerrar, algo no está bien en esa forma de llamarla… Y ahora que tenemos cable hasta papá – enemigo acérrimo de lo sentimental y novelesco– se anima a ver la serie de la ejemplar familia pionera con nosotros, medio adictos confesos, con su carga de problemas (ya no hablamos de los Pérez García) y tribulaciones. Siempre que se queda a compartirla nos comenta a los que quedamos de remanente todavía viviendo en la casa paterna, lo importante que es estar juntos y en familia para enfrentar problemas. Unidos es mejor. Cuidar chicos requiere de paciencia y los nenes de los hermanos mayores que trabajan largas horas nos rompen los kinotos. Pobrecitos, no entienden que, mientras sea el horario de los Ingalls, no se hace ruido, tienen

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que aprenderlo rápido. Mamá siempre encuentra buenas excusas para no atenderlos y termino perdiendo yo. Hay que entretenerlos y que no hagan demasiado lío, queremos escuchar bien. Entreveo cuando puedo y me dejan estos diablitos (poco y nada) y advierto qué episodio están dando, entonces sé sí me pierdo uno de los memorables, de esos de llorar a mares, o de los graciosos con la intrigante Sra. Oleson, la mala de Nelly o los del Sr. Edwards… ¡los chicos mandan! Como sigo con la intriga de cómo la llama Charles a Laura, y en la Facu no me animo a preguntarle a la titular de Literatura de los Estados Unidos (creo que no estará dentro de los autores canónicos que maneja la Profesora Monner Sans), ya me escribí con alguien de intercambio en Estados Unidos a ver si puede conseguirme los libros de la serie. No se llaman “La familia Ingalls”, sino como le dicen en España, “La casita de las praderas” y, como era de esperar, el original está en inglés (Little House on the Prairie). Acá, por supuesto, por varias razones, no se consiguen ni en la librería Kel ni en el Ateneo de Capital y encima los sentimientos después de la breve pero dolorosa guerra de Malvinas hicieron más que sospechoso cualquier libro en inglés, aunque sea de Estados Unidos. No llegan, no importan.Cualquier cosa que huela a inglés está mal, ¡viva la cultura literaria en idioma nacional! Los capítulos por la tele me siguen dando pistas por la dicción de los actores que no se corresponde tan bien con el doblaje, pero no llego a descifrarlos porque no puedo verlos en idioma original y los guiones son imposibles de obtener. Mientras preparo los exámenes para las comisiones de Capacitación de Inglés y termino de rendir las tres materias del traductorado que vengo arrastrando, me divierte pensar a veces lo que nadie adivinaría: detrás de los eruditos artículos de Hatim y Mason, de Lawrence Venuti y Mona Baker sobre la traducción literaria y los alcances y límites de laa traductología, del apasionado debate entre fidelidad, literalidad o libertad para traducir, etc., se me cuela por ahí la aplicación de tantos elevados y rigurosos conceptos teóricos a los primeros cuatro libros de la serie escrita por Laura (y editada por Rose, su hija) que voy leyendo de a uncapítulo por día como si fuera una novena.Se sorprenderían las grandes mentes que lidian con insignes obras como la Biblia o el Corán con mi humilde ejemplo literario y, sin embargo, en mi sentimiento, son tan importantes como los otros libros.

Ahora que controlo mi propio televisor de pantalla plana y con una resolución de pixeles de calidad en mi departamento, puedo correlacionar mejor los episodios de la serie con los capítulos de los libros. No coinciden tanto como pensaba, ahora que presté atención y entiendo los títulos de la serie de TV dice claramente “Basados en la serie de libros La casita de la pradera de Laura Ingalls Wilder”, porque Laura se casó con Almanzo (¡qué bombón me sigue resultando el actor!). Y después de todos mis esfuerzos por captar lo inefable, terminó siendo una decepción lo de “Pequeña” porque Charles en el libro y en la serie la llama “Half pint” (literalmente, "media pinta”, pero que es un término de cariño que equivale a “Pequeña”),detalle que mis alumnos de Traducción Literaria encuentran extraño pero adecuado como equivalencia en cuanto “traducción cultural” (cf. Venuti 1995) acercando al lector y no causándole extrañeza.Igual, en la discusión que normalmente sigue a semejante descubrimiento no les cabe que se los llame Charles y Caroline a los padres y que, de las hermanas, Laura se pronuncie bien en castellano pero a la mayor –la que se queda cieguita, pobre–se la llame Mary y se pronuncie en inglés… toda una incoherencia del doblaje (¡y recién ahora se da cuenta la mayoría!), pero eso lo dejamos para otra clase. Menos mal que llegué con tiempo hoy, ya estamos listas y bien dispuestas. De pronto suena el fijo de mamá y ella se enoja porque alguien pretende requerir su atención justo ahora, minutos antes de las cinco. No los va a atender, jura, y su mirada me da a entender “¡Vade retro!”, sea mi hermano desde Estambul o el otro desde Bahía o la monjita desde Capital o que le avisen que se ganó el pozo vacante del Quini6: nada ni nadie interfiere el momento sagrado de la merienda junto Charles, Caroline y las chicas en su casita de la pradera. ¡Excomunión para los herejes!

Me llamo Amanda Zamuner. Soy una soñadora empedernida, de metas por conquistar, creyente y crédula de la bondad de la gente; sigo apostando a creer y crecer. Me encanta el cine (mido los dramas en pluviómetro) disfruto de las series serias; la música que mueve el corazón me puede y los amigos/hermanos de camino que me regaló la vida y la familia son lo mejor que tengo.

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TEJIDO

Eugenia Mosquera

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ra cuadrada de paredes grises y ventanas descascaradas, al borde de una calle angosta y de tierra. Nos habíamos mudado el veintidós de marzo. Una mañana de sol, el tilo de la vereda con algunas hojas amarillas. Caminé, recorrí la casa y me resultó ajena. Me miré en el espejo del botiquín del baño con mi bebé en brazos, lo único que sentía propio en ese lugar. Los hongos en el techo del baño, el piso de baldosas negras y el olor a encierro me hicieron correr al patio y tocar el pasto. Dos días después el golpe de estado. El invierno llegó rápido y muy frío. Los cuchillos del viento en cada esquina. Las sirenas retumbando en la noches de diagonal 73 y 32. El soldado apuntando, mis manos en el techo del 4L. Alaridos metálicos cargados de preguntas, respuestas empapadas de miedo. Adentro la estufa a kerosene, con el tarro de agua con hojas de eucalipto, el bebé llorando, siempre llorando, síndrome de mala absorción decía el pediatra. Y la garrafa, cuidar la garrafa, que no se me terminara un domingo , tampoco el

papel higiénico porque no había un puto almacén en diez cuadras a la redonda. Los brotes de geranios peleaban contra las heladas. La muerte andaba suelta acorralando a la vida, violencia cruda y estado de sitio. Madres buscando a sus hijos, caminaban los mismos pasillos y descubrieron sus mismos códigos secretos en las miradas de las otras madres. Locas les decían, las empujaban y las golpeaban. Ellas tejían y en el ovillo guardaban información y la fecha del próximo encuentro. La casa de a poco se transformó en mi hogar. De paredes blancas y el sol de la primavera se recostó en las camas cuchetas de color turquesa, las muñecas y los autitos en todos los rincones. Gas natural, en la cocina siempre prendida, ensayé un millón de sabores. En el jardín geranios, malvones, el limonero y las hamacas. Los dos hermanos, como hermanos jugaban y peleaban. Entre mocos, tierra y lágrimas decían mamaaaaaaaaáa, me sacó, me tiró, me pegó, me rompió, me duele.

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Las madres, en su primera peregrinación a Luján, para poder distinguirse y encontrarse usaron un pañal en la cabeza, rezaron y rogaron. Rezaron en las comisarías y en la Plaza. El pañuelo blanco, el Ave María y el abismo. El grito de gol tapó la tortura, la muerte y la apropiación. La censura bloqueó oídos,cerebros y corazones. La Santa Rita llegaba al techo, en las paredes blancas flotaban sus hojas verdes. Horarios que cubrían todo el día, el auto (esa especie de casa rodante). Ir y venir, trabajo, escuela, entrenamiento de básquet, futbol, vóley y destrezas. Sumé amigas de la puerta de la escuela y de los deportes de mis hijos, de Simón y de Lucía. El primer mundo en la Commodore y en la video casetera. Un verano lluvioso. La plata no alcanzaba, mi ingenio de cocinera llegaba en panqueques rellenos de adivinanzas, en croquetas de papas a las que había que encontrarles algún parecido con un objeto o en huevos duros decorados. Vacaciones en pileta Pelopincho. Una democracia frágil. Los pañuelos blancos rodearon la Plaza en el sentido contrario a las agujas del reloj. El juicio a la Junta. Seguir la búsqueda. Mudanza, más espacio, música, novios, Banana Pueyrredón, Soda Stereo, fiestas, puchos, exámenes. Nuevos trabajos. Geranios, malvones. Mis horas enredadas en el tiempo de la adolescen-

cia. Cuotas de viajes de egresados. Definiciones, encuentros y desencuentros. Una pecera de peces rojos que se morían antes de tiempo. Antes de que el miedo las paralizara, convirtieron la Plaza en útero. Desde entonces no ha dejado de parir. Reconocen las huellas, bordean el tajo en la piedra, se hunden en la oscuridad luminosa. Nunca más. Memoria, Verdad y Justicia.

Soy Eugenia Mosquera Drago. Crecí rodeada de flores simples. Las recuperé viéndolas crecer junto a mis hijos en cada una de las casas en que viví. El rojo de los malvones y las carnosas hojas de los geranios habitan en el mundo sensorial de mis palabras.

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NAVEGAR Graciela Susana Fernández

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bien sé que no está bien mentir…ya me lo dijeron en las clases de catecismo que antes se llamaba Historia Sagrada pero claro, una cosa es que yo mienta y no le cuente ni a Mamá ni a Papá que el cura me pregunta si tuve pensamientos impuros y yo le conteste que no, mientras él me toca las rodillas y bastante más arriba y a pesar de que luego juegue al doctor con mi vecinito Osvaldo. Después de todo recién cumplimos diez años. Además no había nenas en ese barrio de puras quintas y él me lo pedía por favor. No me importaba que a lo mejor fueran actos impuros. De todos modos mi casa inmensa de Carlos Paz con el jardín plagado de alverjillas y aromos se me va dibujando en el corazón mientras escucho la radio y Guerrero Marthineiz me relata los mejores cuentos de mi vida aunque me asusten y los vuelvo a oír, justo ahora, en la casa de la Tía China, cuatro pisos, tres terrazas, Villa Crespo. Voy a una escuela de judíos, se ríen de mí porque estoy re morocha por el sol de Córdoba y ellos son todos amarillentos. ¿Como las estrellas que

les ponían en la guerra? Igual tengo una amiga libanesa y cristiana. Como yo, no, Papá me dice que ojo con el racismo y nada de religión que me acuerde del cura. Por eso, justo ahora, archivo el Hava Nagila especialmente porque estoy usando la cintita verde de laica…la violeta es una basura, la cinta, no la planta, que el que quiere a dios que vaya a la Iglesia y se deje de joder en la escuela y que la Universidad es para todos y no para los ricos. Por eso: pública y gratuita. Igual ni Mamá ni Papá pusieron un mango para el traje de mi primera comunión y la abuela me pagó el vestido de piqué en la ceremonia de la iglesia del cura tocador. Papá dejó la facultad de Medicina por vagancia y no por falta de dinero pero me bancó las faltas de casi un mes a la escuela. Voy a mi primera marcha por el laicismo y sigo escuchando a Martinehiz contándome “El entierro prematuro” y pienso que si hay una tumba podría llevarle las flores. Y justo muere un pibe con la cabeza partida por una bomba de gas lacrimógeno.

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Ahora mientras me envuelvo con la bandera argentina para taparme la cara voy al Congreso para vivar a Allende y se me confunde el llanto con la masacre de Trelew y me parece que el velorio de Enrique, acá en La Plata, a él lo mató la Triple A, puede ser el nuestro por vender el diario, por pintar paredes, por correr cuando vemos un Falcón Verde,la imbécil de mi hermana, se compró uno este mes. Le pido a mi novio que larguemos el comunismo. Agustín me dice que Ghioldi el supuesto socialista es embajador durante la dictadura o sea en este tiempo y que Sábato almuerza con Videla.

Tiro a la mierda El Túnel. Entonces por no parecerme a los fachos sigo con Agustín en el Partido que no es el la Rusia de Kruschev y nos casamos. A los chicos no los bautizamos ni por puta. Papá llegó a conocerlos y Mamá también y a pesar de sus muertes creo que están en el Cielo juntos y separados como en la vida real y que Papá está tomando mate con Palacios y Mamá con Perón. Mientras le preparo la torta de los quince a mi hija Juliana siento el sabor de la que me hizo la Abuela Rosa pagadora de vestidos cuando me fui a Carlos Paz y me pone alegre y melancólica poder navegar. Salgo al jardín y junto un ramo enorme de alverjillas.

©Tania Lissova

Soy Graciela Susana Fernández. Cuando era chica, bien chica, mi Papá me contaba las historias de Julio Verne y yo noche a noche navegaba en el Nautilus y me parece que también me enamoraba del Tigre de Mompracem porque me sentía tan hermosa como la Perla de Labuán... Mamá, en cambio, que se acercaba más a la Historia que a la Literatura me hablaba de Aníbal y sus elefantes. Será por eso que tarde pero muy tarde supe de los cuentos de hadas y princesas. Ahora después de amores y desencantos leo para encontrar la esencia de la Vida en aquello que escribe el Otro.

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EL JARDÍN Valentina Yutzis

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ien temprano en la mañana me despierto en los brazos de mamá y salimos al jardín de casa a regar la huerta. Yo juego con la regadera naranja por todo el patio, mientras ella me cuenta qué es cada cosa. Algunos pocos años después llega mi hermano y aprendemos a jugar juntos cerca de los pequeños tomates y unos cuantos brotes verdes que están naciendo. Cuando se acerca mi cumpleaños y voy a cumplir un número que ya no se puede contar con una sola mano, papá y mamá plantan un limonero para mí. El árbol tiene mi misma estatura, me mira leer, jugar y llorar. Soy abanderada en cuarto grado, gran despliegue familiar, zapatitos de gamuza, medias can-can y una chomba blanca con vivos verdes. Cuando llegamos a casa mamá se pone, otra vez, a juntar unos tomates rojos muy grandes y una calabaza que dio por primera vez la planta. Me mira orgullosa, después de todo, los tomates, la calabaza y yo, somos una creación suya. El limonero está tan alto que me tengo que subir a un banco para bajar algunos limones bien amarillos que crecen en lo más alto, siempre que puedo corto algunos y les llevo a mis abuelos, tienen un olor que se impregna en las manos y no se va. Es el olor de mis primeros años de secundaria de mis primeras

amigas y de los primeros amores. El color de mi colegio es igual al de los limones de mi árbol. Mis amigas y yo crecemos juntas como las plantas de mamá en el jardín y el primer corazón roto lo veo reflejado en las hojas del jazmín comidas por las hormigas. Mi abuela muere junto a su propio limonero, sus historias y su amor. Con mamá la visitamos cada tanto, en la tumba hay muchas plantas que crecen y crecen, son el pelo de mamá, me dice y de nuevo lloramos y reímos. Algunas de esas plantas las trajimos a casa, para sentirla cerca cuando necesitamos. Están plantadas bien cerca de mi limonero y muy seguido nos regalan unas flores amarillas y naranjas hermosas. Una separación me atraviesa, con calma pero llena de incertidumbre y lágrimas las plantas me escuchan, las hojas en blanco me acunan, la música me tranquiliza. Veo morir varias plantas por un error con el veneno para las hormigas, mamá se enoja y al borde del llanto me lleva a pasear por el patio para decirme el nombre de cada una. Todo nace y todo muere, pero no todo llega a crecer tanto como pensaba. Cada planta es una anécdota, cada ser querido una flor. La primavera me sorprende con reencuentros y el

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jardín está más florecido que nunca.Camino descalza en el pasto, hundo los dedos sobre la tierra y miro al cielo.A mi lado él hace lo mismo,camina conmigo, miramos los cimientos de la casa y suspiramos anhelando el futuro que supimos sentir tan lejano.

Mis caderas se ensanchan, mi panza crece,mis papás se ponen grandes. Planto en casa un pequeño jazmín, un limonero y sueño con una regadera naranja y chupetes. Algún día van a crecer y a cambio de amor y dedicación me van a regalar una flor o un limón.

Soy Valentina Yutzis. De chica jugaba con libros, árboles y muñecas. Crecí y todo aquello se convirtió en historias y cuentos. Hoy palabras abrazan mis recuerdos.

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EL TIEMPO ES VELOZ Cecilia Durán

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ixfhell Aar tiene una infancia agitada. No sabe quiénes son sus padres. Vive en una pequeña comunidad de un planetésimo de la nube de Oort llamado Oortin16. Está muy lejos de la Tierra, pero dentro del Sistema Solar. Esta población ha implementado el sistema de crianza de los niños adoptado ancestralmente en los kibutz terrestres, según puede leerse en los archivos de hace miles de años que relatan los orígenes de la civilización humana. A pesar de haber pasado tanto tiempo desde que el homo sapiens abandonó la Tierra, en el planetésimo no alteraron el cálculo de las horas,días, semanas, meses y años. Precisamente, entre los cientos de plantetésimos aptos para ser colonizados en la nube de Oort, hallaron uno cuyo movimiento de rotación coincide con el de la Tierra. Pero, dada la amplitud de su órbita traslacional, el cómputo de los años hubo de consensuarse. Ningún homo viviría lo suficiente para cumplir siquiera un año oortino. De modo que el cálculo se volvió irrelevante y decidieron conservar el que conocían.

Six, como le llaman, no es muy sociable. Quiere crecer rápido y salir de ese corralito de niños hacendosos y ayas molestas. Es deportista, eso le ayudó a combatir la osteoporosis que todos sufren en Oortin16 por la disminución de la fuerza de gravedad. Y es estudioso. Quiere ser astronauta e historiador. Siempre lo invade una tristeza como premonitoria de una derrota. Llora mucho y no sabe por qué. Lo logró. Lo entrenaron para desempeñarse como astronauta. Su novia, Grebva, está tan orgullosa que le hace colocar el escudo de la Federación Astronáutica en su gorro cada vez que salen a pasear. El clima es tan frío en el exterior que a pesar de contar con ropa térmicoinsufladora, hay que usar gorro y guantes encima de ella cuando se sale. Porque la vida subterránea causa depresión, hay que subir de tanto en tanto a la superficie y caminar con esas botas de clavos agarradores para no salir volando. Más adelante, su esposa y los dos niños le dicen

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que no, que no acepte la misión. Él no puede negarse, está rebosante de alegría y en su mejor momento, tiene 27 saludables años. Es el mejor preparado, por eso lo eligieron. Va a capitanear la primera expedición ida-vuelta a Próximo Primo C (PPC), el único planeta habitable de la estrella Próxima Centauri del sistema triestelar de Alfa Centauri que está situado a 4,22 años luz del Sistema Solar. El estatorreactor de Bussard le permitirá llegar en poco más de 4 años, deberá completar la misión en la base de PPC en un año y regresar. Una travesía de 9 años en total. Viajará casi a la velocidad de la luz. Ya está probado que se puede pues en PPC hay una base habitada desde hace mucho tiempo. Pero nadie ha regresado desde allí. Sixfhell Aar acepta la misión a causa de un impulso irrefrenable por conocer, por viajar a través del espacio exterior, cosa que solo han realizado una decena de personas hasta hoy. Además, prácticamente lo obligan pues la conquista espacial es una obligación moral: la del mandato de supervivencia de la especie. El Sol se apagará algún día y PPC será la nueva morada de los humanos. Pero no puede dejar de constatar que la tristeza premonitoria de su infancia encierra, como un capullo de rosa, esta flor envenenada. El último mes antes de partir, toda la familia es preparada por médicos expertos para la separación. Medicamentos y terapias hacen milagros. Logran que la familia pierda la noción de la magnitud de lo que sucederá. Viven ese mes como borrachos, zombis, pobres seres hipnotizados por las medicinas del olvido. Six fantasea con que recién un mes después de la partida, todos abandonaron la medicación y lloraron durante mucho tiempo. Grebva y los adolescentes Api y Cudfe harán el duelo juntos. Pero Six se lame las lágrimas solo como un perro herido. Se aturde con el trabajo. La melancolía supera el nivel de medicación que le suministran.

Más tarde disfruta como un nene el atravesar el espacio interestelar. El resto es cuestión de ser eficiente con la aparatología de la misión. Nueve años y medio pasan desde la partida de Six. Todo Oortin16 recibe a la tripulación completa e intacta, con vítores y banderines. Sorprendido, Six advierte que ahora todos viven en la superficie. Es más, han colocado unos satélites artificiales que, alimentados por el hidrógeno espacial, han calentado un poco la superficie. Ahora hay lagos visibles que han atravesado la capa de hielo. En su casa lo reciben su hijo menor, de 112 años, sus dos nietos y una bisnieta, adultos todos. Las cenizas de su esposa orbitan el planetésimo, junto con las de su otro hijo. Sus nietos han asimilado que su abuelo sea más joven que su bisnieta. Six tiene 36 años. Le proporcionan un reloj con GPS que le permite localizar en la pantalla dónde está la cápsula que orbita alrededor del planetésimo con los restos de su esposa. Llora el mismo llanto que de niño.

©NASA/JPL-Caltech

Soy Cecilia Durán. De chica aprendí a leer. De grande sigo aprendiendo. Anduve por aquí y por allá con mi esposo y mis chicos a cuestas. Estudié Filosofía. De a ratos, hago bailar a las letras.

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ENSAYO Ignacio Flores

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e duele el cuello porque la corbata me aprieta. No me ponen corbata ni en el colegio, pero Tía Susan me dice que tengo que usarla, porque todos las usan en estos momentos. Tía Susan me miente, vi a un hombre que vino temprano y no tenía puesta ninguna corbata. Él, como el resto de la gente que vino a casa, también estaba vestido de negro, pero no tenía corbata. Me meto los dedos en el cuello y tiro para que me deje de ahogar. Hace calor, Nat vino con los padres. La saludo, Hola Nat. Hola, me dice levantando una mano, lamento lo de tu mamá.Los padres la dejan conmigo en el hall y van hacia el salón donde están los demás ¿Quieres jugar con el gramófono? le pregunto, y la agarro de la mano que no le transpira tanto como la mía.Cruzo la puerta del comedor y una vez allí siento que mi mano ya no está mojada y que mi cuello está más libre porque ya no tengo puesta la camisa sino una remera gris

©Libby & Stephen of Henrietta's Eye.

clara. Desde un rincón del comedor Tía Susan me señala la banqueta del piano y me pide que me siente.A ver Pip, ¿dónde habíamos quedado? Ah sí, La bemol, Sol, Do. A la una, a las dos y a las tres. Levanto la cabeza para hacer creer a Tía Susan que leo la partitura pero en realidad toco sin verla. Algunas partes me las acuerdo, otras no tanto. Tengo miedo de errar,porque Tía Susan cuando hago las cosas mal siempre me dice ¿Es este el Pip que hubiese querido ver su madre? O si no: A Dios gracias que mi hermana no vive para ver esto. Después de practicar le pregunto a Tía Susan si ya puedo retirarme. Me levanto y voy hacia la cocina. Allí, a oscuras, Nat se asoma desde un costado del nuevo refrigerador, con sus pechos de mujer madura coquetea y hace que no me mira. La sujeto de sus caderas. Me gusta la textura de esos pantalones que tiene la osadía de ponerse y la beso, como si el mundo estuviese

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por acabarse, me dice, Oye Pip. Shh, le digo, No hables fuerte que la bruja de Tía Susan puede estar vieja pero es capaz de escucharnos, y la aprieto contra mí. ¿Quieres tomar algo?, le pregunto, ella me saca la mano de sus caderas y cuando cruzamos el umbral de la puerta que nos lleva al comedor me dice que va a ver cómo está la niña. La sujeto de la mano, esa mano suave, cálida, que se desprende de la mía cuando vemos a la niña llorar desde el moisés que dejamos habitualmente a un costado del piano en el que compongo mis canciones. La niña se calma cuando Nat la alza, tiene sus ojos pero también algo mío que no sé qué es. Me alejo, desde el hall escucho el grito de Nat, ¿Otra vez te vas? Evito volver a mentirle, tanto ella como yo sabemos que esta noche no me juntaré con la banda a ensayar. Mi gran amigo Paul, el mejor bajista del condado ya no puede servirme de coartada, su esposa se hizo amiga de Nat y me dejó sin excusas. Abro la puerta del frente y en el porche les doy la bienvenida a los invitados, me gusta que la casa esté llena, creo que heredé eso de mi fallecida Tía Susan, quizá también la casa disfrute de estar ocupada, y de mirarnos en silencio mientras la atravesamos. Toda esta gente me felicita. Estuviste increíble hoy, Pip, ¡vamos!, ¿el City Hall lleno? Y aplauden, me hago paso entre ellos para subir la escalera. En el descanso está mi amante que en secreto me susurra algo al oído y me acaricia el lateral del pantalón al pasar. Subo despacio, disfrutando todavía el eco de las voces que me halagan. Levanto la vista y al final de la escalera está Nat con los brazos cruzados. Me dice que me vaya, que estoy ebrio y con olor a prostíbulo. La corro a un lado y cierro detrás de mí la puerta de la habitación de la niña. Me tiro sobre el suelo en el sitio donde debería estar la alfombra que evitaba que la niña se golpeara fuerte tras alguna caída. La alfombra ya no

está y la habitación sin la alfombra, sin la niña ni sus juguetes me parece enorme. La habitación enorme, la casa enorme, que me mira y me habla, de mí y de tía Susan a veces. Escucho voces en el piso de abajo. Chequeo que mi aliento no huela a licor, y estiro mi saco negro para que no se note que me queda corto. Me agarro fuerte de la baranda para no tropezar. En el descanso me espera mi viejo amigo Paul, el mejor bajista del condado, de música de veras, no de la porquería que se escucha hoy. Me sostiene del brazo tembloroso y me ayuda a descender el último peldaño. En el hall hay mucha gente, vestida de un negro elegante. Comen y hablan con las bocas abiertas hasta que alguien nota mi presencia y abren paso. En el salón dispusieron de sillas con sus respaldos sobre las paredes. En el centro del salón está esperándome la niña, está acompañada de su marido. Me acaricia la cara cuando me acerco, le sostengo la mano, cálida, suave como la de su madre.Esboza una sonrisa piadosa y también se acerca para darme una mano y me guía la pierna hacia el otro lado de la madera para poder entrar al cajón. Me recuesto. Un grupo de manos ponen la tapa del féretro hasta que adentro ya no queda un hilo de luz. Cierro los ojos. Escucho que alguien toca el piano en mi honor.

©Manuel Breva Colmeiro/Getty Images

Soy Nacho Flores. Me gusta escribir sobre la nueva mitología que componen los robots, los zombies, los alienígenas y tantos otros universos. Historias de géneros que conviven con nuestra realidad, aunque a veces nos cueste asimilarlo. En un mundo que apenas conocemos.

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EL PUENTE SOBRE EL RÍO KWAI Luján Firpo

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espués de pasar una semana tirada en la cama mirando cómo una cucaracha muerta juntaba más y más pelusa, me voy. No debería irme, o sí. Mi mamá no está de acuerdo. Mi papá dice que no sirvo para nada. Y no debo servir. Mis amigas sirven. Estudian, salen con chicos, se enamoran. Les pasan cosas. Peleo. Peleo mucho porque es la única forma de comunicarme en esta casa. O la única que aprendí. Peleo. Grito mientras pongo en la mochila algo de ropa, aunque no sé bien qué poner. Muchas bombachas, todas. Las bombachas se manifiestan como una medición del tiempo que voy a pasar fuera. Tal vez no vuelva nunca. El cepillo de dientes. Los documentos, los ahorros y la palabra nunca que resuena en mi cabeza y me hace girar y mirar mi habitación porque no sé cuándo la volveré a ver, cuándo volveré a dormir en esta cama, cuándo volveré a pasar una noche escuchando “El Subte” hasta las seis de la mañana. Tal vez nunca. — Me voy, no los aguanto más —les anuncio. Lloro y me limpio los mocos y la cara con la manga del pulover. — Vos no te vas a ningún lado —me dice mi mamá—. ¡Afrontá la vida! Así cualquiera…Hay que hacerle frente a los problemas, darles la cara.

— ¿Qué te pensás, que la vida es joda? —agrega mi papá—. Sólo sirve para vaguear… para joder — le dice a mi mamá. Salgo con mi mochila al hombro, mi mamá me sigue hasta la reja de la entrada, al salir me dice: — Fíjate bien lo que estás haciendo. — Me fijo —le respondo. Y salgo. En la eesquina de casa espero el 273, me tiemblan las piernas. Quiero repasar las cosas que puse en la mochila pero no sé, no recuerdo. Tengo ahorros como para una semana. En la terminal me siento perdida. Miro los carteles, las empresas, los destinos. Via Bariloche, JetMar, Flechabus, General Urquiza, El Cóndor… Me siento en un banco de la terminal. Hay olor a pancho, al agua de pancho estancada, hirviendo hace días, agua de pancho sin cambiar. Me duele la panza. El suelo está pintado de cagadas de palomas. Un señor se empina la caja de Termidor y le chorrea vino por el cuello, está sentado contra una columna con la mirada extraviada, harapiento. Una chica más chica que yo se sienta a mi lado con un bebé que llora, ella lo mueve y se lo cambia de brazo y la cabeza del bebé se gira por un segundo hacia abajo, pienso que se le va a caer. Aprieto los dientes. Decido que mejor me

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voy a pasar la noche a casa de Malvi y mañana vuelvo a casa. Mañana todo estará mejor. En casa de Malvi me reciben con un plato puesto en la mesa, cenamos, miramos “Atreverse” todos juntos tomando café y luego nos ponemos a jugar un juego de mesa y escuchamos música. Reímos. Malvi me abraza, dormimos juntas y el mundo es un lugar seguro. A la mañana la mamá nos despierta con mates y tostadas en la cama y luego de desayunar me dice: —Yo estoy chocha de que estés acá pero me preocupa que tus papás estén enojados, tal vez deberías volver en un ratito —me acaricia la cara y se me cae una lágrima al sentir esa caricia. Camino feliz de vuelta a casa. Siento que llegué tarde al reparto de madres, de padres, de hermanos, de familia, de felicidad. Imagino una larga cola donde ya quedamos pocos y un señor vestido de blanco y con una prominente barba canosa grita los nombres con una voz apenas audible. Los que quedamos nos miramos con preocupación, sabemos que somos los últimos, y no tenemos buenas chances, pero recién llegamos, nos enteramos tarde. Queremos reclamar, y cuando empiezo a expresar la injusticia que siento , el señor levanta su brazo derecho y con el dedo índice apunta hacia mi boca y de golpe hablo pero sale silencio. Me enmudeció. Ahí me llama, me hace pasar al frente y me dice: —Lo siento, hago lo mejor que puedo pero usted llegó tarde, procure la próxima llegar a horario. Y entonces aparezco saliendo del cuerpo de mi madre toda peluda, ensangrentada y llorando a mares mi mala suerte. Le pido el auto prestado a mi papá que duda en dármelo, mira a mi mamá y ella le dice: — No sé, Enrique fíjate vos. Entonces desde algún lugar de la casa se escucha a mi hermano que grita: — Estás loco, ni se te ocurra darle el auto a la pendeja. Salgo en el auto a encontrarme con un chico que conocí. No sé si me gusta, no sé si le gusto, me dice cosas lindas pero no le creo nada. No me debe gustar porque no se me mueve un pelo. — ¿Qué te pasa? — me dice mientras siento su saliva en mi cuello. No encuentro palabras para decirle que no me pasa nada. Porque además no sé qué debería pasarme si nunca antes me pasó nada con nadie. No sé qué debo sentir. ¿La gente encuentra placer en tocarse y besarse? No entiendo. Me canso, se me cansa la lengua. Lo que más me gustaba de él era el perfume pero ahora todo huele a saliva. Me toca y siento cosquillas. Me río.

—¿De qué te reís? —me dice. —Me hacés cosquillas. Pero pone cara de disgusto. La gente se ríe en las películas cuando están juntos haciendo el amor o besándose, pero parece ser que le molesta que me ría. Lo más lindo es que lo único que siento son cosquillas. —Así no vamos a poder nada —me dice y sale del auto—.Te llamo ¿sí? Cierra la puerta fuerte, demostrando su fastidio, haciéndome sentir culpable. Llego a casa dos horas más tarde y mi mamá está enojada porque no estaba donde dije que iba a estar. Y llamaron adonde dije que iba a estar. Entonces se preocuparon. —¿Se puede saber dónde estabas? Llamamos a casa de Dolo y me dijeron que no estabas ahí, me hiciste sentir como una estúpida — me dice mamá . Me encierro en el baño. No la quiero escuchar. Mi hermano abre la puerta cuando estoy sentada en el inodoro. Es una puerta corrediza, la abre con tanta fuerza que la puerta se mete entera en el hueco de la pared. —¿Qué hacés? —atino a decir. Pero me agarra de los pelos y mientras me grita puedo ver a su amigo atrás de él. Trato de taparme y de cerrar la puerta, pero la puerta está encajada. Lloro de vergüenza. Me tira de los pelos levantándome la cabeza. Creo que me voy a caer del inodoro o que él me va a tirar. Con mis manos intento taparme para que el amigo de mi hermano no me vea desnuda, y sacar su mano de mi cabeza. Me duele el pelo, el cuero cabelludo. No sé en qué momento mi hermano sintió que tenía que ocupar el lugar de mi papá. Bueno, el lugar de un padre, de un hombre, de un macho, de un cavernícola. Como si mi papá no estuviera, no existiera, como si no tuviéramos padre. Como si lo enojara el hecho de que mi papá pudiera no hacer nada ante la situación, dejarla pasar. Y mi hermano necesita hacerme entender que no puedo ir por la vida haciendo lo que se me canta. —Pendeja del orto, gorda, qué te creés que sos, quién te creés que sos, no le hacés más eso a papá y mamá, ¿entendiste? Me quedo en el baño llorando un buen rato. Luego me enjuago la cara, voy a mi cuarto a buscar monedas, me pongo la campera y le digo a mamá que voy a hablar con Malvi. — ¿A esta hora? Es tarde… Además ¿Por qué nunca te llama ella que siempre tenés que ir a llamarla vos? Que gaste plata ella también— me dice mientras hace gimnasia frente al televisor. Salgo, camino diez cuadras por el Centenario hasta la cabina de teléfono. Llamo a Malvi a Mardel. Desde que se mudó allá sólo puedo escapar diez cuadras.

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Le cuento, me pregunta cuánta plata tengo y me ordena comprar un pasaje e irme para su casa. —Bueno, mirá, ahora vas a tu casa, tranquila, respirá las diez cuadras de vuelta, vas a tu habitación, te preparás un bolsito y mañana antes de que todos se levanten te vas a la terminal y te venís para acá. Vos ahí no vivís más. Y ese flaco es un idiota, Lila. A la noche en mi cuarto escucho que papá le dice a mamá cosas como que los estoy haciendo quedar mal, que en el barrio todos conocen nuestro apellido, que nosotros no somos “unos Pérez, unos González”. — Lila no entiende —le dice. Esta vez no dije nada, dejé una nota sobre mi cama “Me fui a casa de Malvi”. Me siento al lado de la ventanilla. A mi lado se sienta una señora mayor que no logra ponerse cómoda, se levanta y saca de su bolso todo lo necesario para el viaje: la biblia, el rosario, los lentes, una manta tejida al crochet, un termo y una bolsa con un pebete de jamón y queso. —Ay hija es que me tengo que venir preparada porque son muchas horas. Le sonrío pero no le respondo. Es una de esas ocasiones que si respondo una vez voy a tener que responder siempre. Y no quiero hablar, no puedo hablar. Estoy perdida hace mucho. La señora se aferra al rosario, lo aprisiona entre sus dedos. Intento despejar mi cabeza, pensar en cosas lindas. Pero me cuesta. Lo lindo pasa en otros lugares, en otros países. Lo lindo no está acá. El asiento es incómodo pero no me importa. Yo estoy incómoda. Quiero estar en Mardel y encontrarme con Malvi. Me gusta mirar por la ventanilla. Me gusta ver el campo, los carteles publicitarios que te van preparando para disfrutar de tu destino. Es raro no saber ser feliz, darte cuenta de que no lo sos. Que tal vez nunca lo seas. No encontrarle sentido a la vida. ¿Cuántas veces dije “basta, de ahora en más voy a ser feliz”? No dura, la felicidad no dura por decretarla. Pero tampoco sé cómo buscarla. Ya en casa de Malvi me doy cuenta de que estoy triste. No me siento parte del mundo. El mundo está allá lejos y yo acá viviendo cosas pequeñas que nada valen. Empiezo a trabajar en un supermercado poniendo un precio en la etiquetadora y marcando doce paquetes de yerba Urunday, y luego la mayonesa Rika, las botellas de Cocinero, las cajas de Fragata… Siempre sucia y con las manos estropeadas. O atendiendo la fiambrería, cortando paleta, mortadela, dulce de batata, pesando galletitas. Y si no en la caja cobrando y si no, me mandan a llevar pedidos a domicilio. Y así un día tras otro. Una repetición de días iguales. Un sinfín de días idénticos, hermanados. Y a mí en

cuestiones familiares no me va bien. Necesito seguir mi camino. No sé qué camino, ni tampoco adónde. No sé qué quiero, sólo sé lo que no quiero. — Me voy Malvi, tengo que irme. — Pero sí,Lila, ¡andá a disfrutar! Me despierto de golpe con los sonidos de un señor que va a mi lado aferrado al celular jugando. Un sinsentido estridente. Cada quien abraza su fe. Y recuerdo a la señora del chal turquesa que apretaba las cuencas del rosario pidiendo vaya a saber qué cosa a vaya a saber a quién… Nunca me voy a olvidar ese viaje yendo a casa de Malvina, con todos mis miedos, con toda mi incertidumbre. Me doy cuenta de que hacía muchas horas que no dormía. Necesitaba descansar. En mi casa siempre estuvo mal visto el descanso, siempre tenías que estar haciendo algo o eras acusado de vago o de inepto. Aún hoy intento encontrar la felicidad en el descanso de un domingo por la tarde tirada en el sillón. Se largó a llover, no me gusta cuando llueve fuerte. Le temo al poder de la naturaleza, y más aquí. Me siento en crisis, otra vez. Pero mis crisis de ahora son crisis pasajeras. Nada es eterno. Me corto el pelo y extraño mi pelo largo. Miro fotos con mi pelo largo y un rostro sin las arrugas de ahora. Pero prefiero estar bien con arrugas a toda esa juventud perdida en el sufrimiento. Hace un par de semanas me sacaron de un bar dos grandotes por subirme a la barra y hacer un puente con un pucho en la boca. Cuando uno pasó la mitad de su vida persiguiendo la felicidad luego cuando la encuentra no sabe llevarla y termina desbordándose. Sonrío al recordarme haciendo el puente con el pucho, lo más gracioso fue que cuando me vinieron a levantar por los brazos los de seguridad los increpé diciéndoles que me tenían que hacer valer mi derecho a llevarme la copa de whisky que había pagado: — Es mía. Es mi derecho y es mi whisky —les grité. — Señorita, coja la copa y acomódese la camisa que tiene un seno afuera. Ya no vivo esos momentos de felicidad extrema, sino que estoy más tranquila. Llegamos a Kanchanaburi, necesitaba salir de Bangkok y terminar mi viaje conociendo algo más interesante. Aprendiendo un poco más y este sitio tiene una historia muy fuerte. Me vine en un bus de línea con la gente de acá, llegamos y camino dos kilómetros hasta el hotel. Nadie habla inglés. Me angustio cuando la comunicación es tan compleja, tan intrincada. Además no tengo derecho a enojarme, si soy yo la que no habla tailandés. Pasados los inconvenientes pido una moto taxi y me voy a comer.El lugar se llama llama Blue Rice. Me pido el plato típico de acá “Yam

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Som O”. Es una ensalada tibia con pomelo, pollo, gambas disecadas, coco y cacahuetes grillados y una salsa dulce de chilli. Pienso en Malvina, a ella le hubiera encantado esta comida. Tomo un jugo de cedrón, y un postre que se llama "Taro Ball con leche de coco", es un postre típico de Taiwán. Son como unos ñoquis de mandioca que nadan en leche de coco tibia. El hotel está lejos. Yo estoy lejos. Pero me decido, alquilo una bicicleta y voy andando veinte kilómetros hasta llegar al puente sobre el río Kwai. El Puente sobre el río Kwai es la única película que miré con mi papá. Por un momento me siento incómoda, como si estuviera fuera del mundo. Como si el mundo estuviera lejos. La bici está pinchada.

Llueve y estoy acá a orillas del río. Necesito un baño, me alejo un poco de la zona turística, pregunto en un chiringuito de comida al paso y me dejan pasar al de ellos. Voy por detrás de las cacerolas humeantes y me señalan un cuartito de madera. Hay unas gallinas por allí. En el cuartito hay una letrina, unas telas de araña en los rincones, arañas y un par de lagartijas en el techo. Me tomo tres segundos para pensar mis opciones. La lagartija podría caer sobre mi cabeza. O podría irme y hacerme pis encima, llueve y nadie se va a dar cuenta. Pero ante todo dignidad. Si ellos hacen pis acá, yo también. Como puedo me bajo los pantalones mojados, la mochila me pesa, me acuclillo, empiezo a hacer pis y levanto la mirada, allí sigue la lagartija aferrada al techo. Nos miramos, nos medimos. Algo me dice que ella también necesita tranquilidad.

Soy Luján Firpo. Nací el 14 de Mayo de 1977 pero por un descuido de mis padres me registraron en el año 83. No guardo recuerdos de esos primeros seis años de vida. Esa falta de identidad de mis inicios como persona me llevó a buscarme intensamente a lo largo de los años. Desde el teatro, la escritura, los viajes, las aventuras. Hoy en La Plata, vivo con mi perra Saigón, leo mucho, escribo menos y como si fuera un legado, continúo llegando tarde a todos mis descubrimientos.

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PUERTAS Marcela Simone

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ajo del micro de Forcella llorando. Mi hermana me mordió. Me mordió en el labio. Quiso que le diera la mitad del caramelo que me compró la señorita en el recreo en que nos toca ir al quiosco a los chicos de jardín. Yo le dije a mi hermana que no lo podía partir porque era de dulce de leche duro. Pero ella dijo que sí, que yo mordiera el caramelo por la mitad y ella mordía la otra. Junto con el caramelo me mordió el labio y tiró. Yo lloraba y Forcella la retó y mi camisa blanca del uniforme se manchó con pequeñitas gotas rojas. Entramos a casa. Me miro en el espejo de cuerpo entero y marco dorado del hall de entrada. Estoy despeinada porque mi hermana me tiró del pelo para llevar mi cabeza hacia atrás mientras mordía el caramelolabio. Me veo despeinada y herida y enojada porque Forcella nos hizo escupir el estúpido caramelo de dulce de leche que me compró la señorita en el recreo del quiosco, al que solo vamos los chicos de jardín. Me arreglo la ropa antes de pasar al comedor. Ya es tarde y están todos sentados a la mesa. Saludo y voy a

© WalkingFish dejar los libros en mi dormitorio. Papá me grita, lavate bien las manos que los pasamanos del colectivo están llenos de bichos. Ya no le explico más que vengo caminando de la casa de mi novio a donde voy todas las tardes a la salida del colegio. Me siento en mi lugar en la mesa. Mi mamá llora porque mi hermana no come, mi hermana mira inmutable el plato de comida intacto, mi papá pregunta si me lavé bien las manos. Levanto el plato, los cubiertos, el vaso y los restos de la comida que me dejó mamá preparada en una fuente de loza con tapa, sobre la mesa del comedor. Llevo todo a la cocina. En la facultad me tocó turno noche. Mamá y mi hermana duermen. Mi hermana dejó la facultad. Entro al baño a darme una ducha antes de acostarme. Me miro en el espejo del botiquín. No estoy despeinada. Tengo el pelo cortado a lo varón. Me acaricio la cicatriz del labio que me quedó de cuando mi hermana quiso la mitad de mi caramelo. El vapor borra mi imagen del espejo. Salgo del baño en toalla hasta mi

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cuarto.Duermo en el dormitorio que era de mis padres, mi hermana se quedó en el que era nuestro. Tiene la música a todo volumen y otra vez no voy a poder descansar. Me van a echar del trabajo si me sigo quedando dormida. A ella ya la echaron. Pero come tan poco que con lo que yo gano alcanza para las dos.Mi hermana escucha voces que vienen por ella.Son casi las nueve de la noche. La modista está más nerviosa que yo porque el vestido se me cae. Dice que adelgacé demasiado en los últimos días. Se pelea con la peluquera que me tira del pelo mientras trata de ajustarme el tocado con invisibles

que me clava en la cabeza y me lastima. Salgo del dormitorio arrastrando el ramo demasiado largo. Las flores tocan el piso y la modista me sigue murmurando furiosa que estoy arruinando su trabajo. Por el pasillo, miro de reojo el cuarto vacío y oscuro de mi hermana, paso por la cocina, de la cocina al comedor y del comedor al living. Antes de salir para la iglesia me detengo en el hall de entrada. Me miro en el espejo de cuerpo entero y marco dorado. Me mojo la yema del dedo índice con saliva para limpiar las pequeñitas gotas rojas de la tela blanca.

©Lindsay Docherty.

Soy Marcela Guillermina Simone. Feliz madre de dos hijos, esposa, amiga y profesional del derecho. Una mujer adulta la mayor parte del tiempo, pero no todo. Cuando me siento a escribir vuelvo a mi infancia, donde están mis libros, las revistas de historietas, los dibujitos animados a la hora de la leche, la hamaca en el árbol y los alfajores Capitán del espacio. Con ese bagaje me pongo a trabajar seriamente para no abandonar mi sueño de ser escritora cuando sea grande.

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LA ESTRELLA DEL NORTE María Cristina Vela

E

scucho el silbato, ya subimos y nos vamos alejando de Retiro. Corremos por los pasillos mientras el traqueteo del tren nos bambolea. Para mí el viaje es siempre largo. En el vagón que nos toca, tenemos un camarote al lado del otro. Me subo a la cama de arriba y Blanca se acuesta en la de abajo. Pasado un rato, mamá nos llama y salimos felices y tentadas. Nos gusta ese movimiento que exageramos de ventanilla a puerta. Seguimos así, hasta llegar al coche comedor. Las dos llevamos polleras tableadas, zapatos marrones, zoquetes y blusas blancas de mangas cortas, con alforcitas a los costados. Nos reímos solo del vaivén y mamá nos mira seria, pero claro, allí no hay ni un grito. Papá va con su traje sport,corbata y el pelo engominado como cuando va a trabajar. Mamá, tiene medias de nylon con raya y zapatos de taco, pollera angosta y una blusa estampada. Ella se sacó su sombrero, solo lo tuvo hasta Retiro. Pasado un rato, salimos para ir a cenar. Entramos en el coche comedor.

©Yuval Yairi Qué lindo salir del camarote y cambiar de lugar. Veo las mesas puestas, manteles blancos, copas y hay olor a pan caliente. Nos sentamos los cuatro. Blanca me gana la ventanilla y le hago muecas. De un lado nosotras, en frente, papá y mamá, en esos asientos que son para dos de cada lado. Me gusta el servilletero plateado que parece una pulsera. En ese ir del tren para adelante, todo lo que vemos pasa para atrás. Árboles, casas, lugares descampados y carteles de ciudades que no puedo leer hasta que llegamos a una de las paradas. Papá nos hace panes con manteca y sal a todos, mientras se toma la copa de vino. Primero nos sirven la sopa, que viene en una fuente con tapa y después el plato y el postre. Ya tengo sueño. Volvemos a los camarotes. Me acuesto en la cama de arriba. Al otro día viene mamá y nos dice que falta poco. Bajo por la escalerita y me pego a la ventanilla. Blanca se levanta rápido, me corre con el codo y después de ver campo y casas aparece el cartel

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que yo quiero: La Banda. La tierra se mete por la nariz, cubre las cejas, las pestañas y mamá nos pasa un pañuelo grande por la cara. Ella lleva el pelo cubierto. Falta poco. Nos cambiamos rápido y al rato por suerte llegamos. El cartel dice San Miguel de Tucumán. Un taxi nos lleva hasta la calle Muñecas. La casa colonial de los abuelos tiene todo para ser fresca. Es amplia, muy aireada, con un comedor muy grande. Igual, hace mucho calor. Entramos corriendo y todos nos abrazan. Salimos de Retiro y nos damos cuenta de que viajamos en Primera. Se equivocaron al sacar los pasajes. Son asientos rígidos. Mamá se sienta aparte. Blanca y yo vamos en el asiento de al lado. De a ratos miramos por la ventanilla, vamos al baño del vagón, compramos algo para comer, hablamos poco. Cada vez que pienso en papá me duele la boca del estómago. Primero mamá nos dijo que viajaba por trabajo. Después, que íbamos con él a pasar el día en un departamento chiquito y que estaban separados. Todo raro. Yo sé que ella hablaba con las amigas porque una vez escuché algo, pero nunca era clara. Yo peleaba más con ella y extrañaba a papá. Después vinieron la enfermedad de él, la vuelta a casa y mama cuidándolo. La muerte fue a los dos meses. Todavía tengo todo mezclado. Yo evitaba las preguntas de mis amigas. Recién después de su muerte, supe que mamá lo había encontrado con la mujer del hermano de él y lo había echado de casa. Él venía para los cumpleaños y la Navidad. Después cuando supo de su enfermedad, mamá le propuso volver a casa mientras duraba el tratamiento. Todo me resultó oscuro y enredado. A veces cuando salía de las fiestas de 15, papá me iba a buscar y me dejaba en casa. En el momento en que yo entraba y él se iba, sentía el mismo nudo en el estómago que siento ahora. Fui la única que me vestí toda de negro cuando él murió y así hice el curso de ingreso en la facultad. Después, mis compañeros me convencieron para que usara otra ropa. La primera vez me puse una remera azul con rayitas blancas y de a poco me fui acostumbrando. Todavía me cuesta mucho pensar que no lo puedo volver a ver. Bajan las luces, Blanca se duerme. El ruido del traqueteo del tren me amodorra. Miro a mamá, ella sigue despierta, cierro los ojos. Menos mal que vamos a ver a los primos y los tíos. Pienso en Manuel y sonrío, me parece que le gusto. A la vuelta cursamos juntos.

Una frenada me sacude pero el tren sigue, abro los ojos. Ya es de día, qué suerte. Pasar la noche siempre es bueno para mí. Mama y Blanca están despiertas. Ya pasamos por La Banda. Vuelve la tierra que vuela y se mete en la nariz y las pestañas. Hace mucho calor y compramos agua. Mientras el tren avanza despacio en la estación, vemos que en el andén levantan las manos a lo lejos mientras nosotras nos turnamos para sacar un brazo y la cabeza por la ventanilla. Bajamos un bolso cada una y mis primos Martin y Cony nos cuentan que tenemos la casa de la calle Muñecas para nosotras solos porque los tíos que viven allí, están de viaje. Ahora voy en el tren pero en el pullman con vidrios cerrados que no dejan entrar la tierra. En este vagón no pasa nada de eso, voy con mi prima de 12 años y una amiga. Terminar la facultad me dejó rendida. Vamos a la Terminal y tomamos un ómnibus para ir a los Valles. Comenzamos la subida hasta Tafí. La llegada, aunque la conozco, siempre me deja sin palabras. Dejamos atrás el monte lleno de helechos, flores silvestres y enredaderas soñadas. Los árboles de la izquierda, parece que sostienen la ladera para que abajo corra el río, con agua siempre cristalina. Después de tanta curva ya con la cabeza medio abombada por la altura, la tierra y el cielo se abren en el valle verde clarito con casas y árboles espaciados. Mucho verde y mucho cielo. Nos quedamos dos días. Ahora otra vez el micro y pasando El Infiernillo, como dicen los que saben, se acaba la llovizna y todo es sol. Estamos en Cafayate. Las laderas son rocosas y la tierra rojiza. La montaña allí parece una sucesión de castillos esculpidos, bajo un sol que no afloja. Hay viñedos que impresionan por sus plantas verdes alineadas, que contrastan con el color de la tierra. Dos días después, pegamos la vuelta. Tomamos un micro y llegamos al llano. Allí hago dedo en el camino para ir a la casa del ingenio. Un hombre para con una camioneta. Yo voy adelante con la nena y mi amiga en la caja. Después me asusto por mi prima, que tiene solo 12 años. Tengo miedo. El tipo nos mira más a nosotras que somos más grandes, pero estoy arrepentida. Hice mal en hacer dedo. No es como en La Plata que lo hacemos para ir a trabajar en las escuelas. Nos ven con el guardapolvo

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y paran. El miedo acá es que le hagan algo a ella. Ufff, menos mal que llegamos bien las tres. Nos deja cerca y caminamos cada una con su bolso. Aquí estamos. Es la casa que tiene las puertas y ventanas pintadas de verde inglés. La tía nos abraza y pasamos por la sala. Sobre la mesa grande, veo las pilas bajas de revistas con tapas de papel brillante, que ya estaban en la casa del otro ingenio. También hay sillones y una lámpara de pie apagada. En el comedor, en la mecedora, está la abuela, con su tejido en la falda. Después de abrazos y risas de encuentro les contamos cómo llegamos y ella mueve la cabeza hacia un lado y el otro. No me dice nada pero ya sé lo que piensa. Allí no es común. Ya sé que hice mal. La tía nos acompaña a una de las habitaciones que tienen preparadas para las tres. Desde la ventana veo el recorte de los cerros en el cielo. A lo lejos la cancha de golf y la galería con una cenefa que enmarca el paisaje. Qué lindo vivir en esos lugares amplios sencillos y provincianos. Nos llaman para almorzar. La mesa está puesta y una señora que nos saluda con cariño nos trae la comida. La abuela le dice que nos sirva primero, ya sabe que el viaje es un poco largo y estamos muertas de hambre. Comemos una empanada de carne y una cazuela de locro con un poquito de picante. Para el postre no damos más, flan casero con dulce de leche. Igual lo comemos. Pasamos los días entre charlas, recuerdos, caminatas y juegos de cartas. Hablar de papá con ellos es difícil y todos lo evitamos. Me preguntan mucho por mamá y yo cuento que pronto vendrá con Blanca. Dejamos el ingenio para ir a la ciudad y nos quedamos unos días en la casa de la calle Muñecas antes de tomar el tren para volver a La Plata. Ahora viajo con Elena, mi hija menor, en avión y con seis nietos. Vamos al cumple de 70 de la prima Susi. Al llegar, tomamos dos taxis para ir al hotel. Atravesamos la ciudad camino a la Avenida Mate de Luna. El centro se ha puesto feo, muy tumultuoso, mucha gente, autos, negocios, casas de jueguitos y como siempre muchos bares donde tomar café. Me gusta ir camino al cerro. El hotel nos hizo una oferta porque somos ocho y estuve negociando. La avenida con palmeras ya me da otro aire y en el fondo sobre la inmensidad del cielo se ven los cerros. En las esquinas venden bolsas con cinco paltas por

100 pesos y en otra paramos para comprar tortillas hechas con harina y queso que todavía están tibias. Voy cortando pedacitos y todos comemos hasta llegar al hotel. Al llegar, nos dan nuestras tarjetas mientras los chicos recorren todo en un minuto. Ya nos organizamos. Cada una duerme con tres de los chicos y ellos eligen. Ya vieron que hay pileta, cancha de fútbol y metegol. Ese día cenamos sobre la avenida los famosos sándwiches de milanesa, con todas las variedades posibles. Mi prima Susi viene a cenar. Al otro día el desayuno variado del hotel les encanta. Hoy vamos a la Casa Histórica y luego a la nochecita al cumple. Pedimos dos taxis y volvemos a la ciudad. Otra vez calor y mucha gente. La Casita de Tucumán como decimos los argentinos, está bastante descuidada. Ya no está el espectáculo de luz y sonido con la voz de Norma Aleandro y Alfredo Alcón. Corre el 2019 y el país está difícil. Igual siempre me gusta sentarme un ratito a mirar los murales de Lola Mora que muestran escenas de la Gesta Histórica, mientras las flores de las estrellas federales ponen color en el patio de atrás. Miro el aljibe. Los chicos ya quieren irse. En frente, prueban las mejores empanadas que antes hacía Doña Sara. Hay una persona allí sentada en un banquito, en el mismo lugar, con su canasta, su pañuelo blanco en la cabeza y una servilleta que usa para mantener el calor. Volvemos al hotel. Esa noche es el cumpleaños de Susi. Nos arreglamos y después mucha emoción, lágrimas, risas y baile. Al otro día nos vamos en dos taxis a Villa Nougués, un paraíso donde las flores rosas le ponen color a la capilla de color gris y se mezclan con las cañas y las enredaderas de distintos verdes. De allí, a San Javier justo al atardecer para ver cómo se encienden las luces de la ciudad. Bajamos a cenar y ver a los primos, como dicen los nenes. Hamburguesas, cama elástica, música y mesa larga. Ya probaron las milanesas completas y las empanadas típicas. Tenemos que pensar en la vuelta. En la habitación, juntamos las mallas y cerramos las mochilas de cada uno. Yo dejo mi jean, mis zapatillas, medias, una remera, un buzo y un pañuelo, por si ponen el aire muy fuerte en el viaje. Los chicos preparan las zapatillas, los bermudas y una remera para viajar, un buzo para cada uno sobre el sillón y todos cerramos las mochilas.

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Dos pelean por pavadas. Van corriendo hasta la otra habitación para contar que ellos ya terminaron. Vuelven los chicos y Francisco me pregunta:

¿Se puede vivir sin perdonar? Y otra cosa: ¿Está mal hablar de chicas?

Soy María Cristina Vela y recuerdo las palabras de mi papá cuando decía: “Ya empezó a hilar fino”. Con el tiempo me convertí en Psicóloga y hace cuatro años comencé a hacerle honor a la frase de mi padre con pequeños fragmentos, de las madejas de la vida. Cuento con la gran ayuda de Evangelina Caro Betelú y otros tejedores con quienes nos acompañamos en este camino de risas, logros, frustraciones y juego.

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EL SALÓN DE CRISTAL Patricia Guzmán

E

l salón está vacío. Me tomo fuerte de la mano de papá, me gusta ir a su trabajo, pero me da miedo la oscuridad. Veo una bola en el techo. Papá me dice que es de espejos y que cuando en el salón se encienden las luces, brilla como los castillos encanta-dos de los cuentos. Hay un olor raro parecido a mi perro Sami cuando se revuelca en cualquier cosa asquerosa. Mamá, que ahora no está y no va a volver, dijo papá, pero que no llore porque ella nos ve desde el cielo, siempre me retaba a mí.El perro hace lo que quiere. Papá me arrastra hasta un lugar más oscuro. Vení a ver la cabina, me dice. Yo pienso que no es un barco. El lugar es chico, hay un tocadiscos grande y más olor que antes. Me hace picar los ojos. Papá revuelve en unas cajas, saca un montón de discos y los pone en una mesa. Son todos míos, me dice.Los llevamos a casa antes de que este desgraciado se deshaga de ellos como se deshizo de mí. La pila es enorme, papá los levanta contra su pecho, los aprieta fuerte. No me va a poder dar la mano.El vinilo no se sale del sobre. ¡Qué suerte!dice papá. Pone toda la pila arriba de la mesa y me pide que le dé el disco que rescaté. ¿Lo escuchamos?,me pregunta y, sin esperar mi respuesta, lo pone en el tocadiscos. Desde la cubierta, cuatro hombres me miran desde arriba.

Son Los Beatles, dice papá. Esta, Michelle, es la favorita de mamá. La canción es triste. Le voy a decir a papá que nos vayamos. No me ve, los ojos mojados no parpadean. El salón está oscuro. Entré por la puertita de atrás, me acordé de cuando vine con papá. Estaba abierta.Me asomo a decirles a Carlitos y Luis que pueden entrar, no hay nadie. Sin luces, el lugar parece abandonado.Nos hicimos la rata de la escuela para venir. Los convencí a los chicos de que viniéramos. Les conté sobre la bola mágica que brillaba como si fuera de día. Quisieron venir enseguida a comprobarlo. Pero sin luz, ni siquiera de una linterna (¿Cómo no se me ocurrió?) no vemos nada. Los pibes se quieren ir, yo los entusiasmo para que se queden un ratito más. Vamos, no sean flojos, vengan a explorar.A tientas cruzamos el salón, nos tomamos el uno del otro para no caernos, el piso parece un pozo profundo. Carlitos se tropieza, se cae y atrás Luis y yo encima de él. Nos reímos a carcajadas y a la vez nos tapamos las bocas. ¡Sh, Sh! Carlitos no está lastimado, nos paramos y seguimos hasta el pie de la escalera. Recuerdo que arriba está la cabina de música. Les digo a los chicos. No quieren seguir

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Subo solo, la escalera no está muy firme, me tomo fuerte del pasamanos. En la cabina consigo prender la luz. Busco en el tablero y encuentro los focos que iluminan la bola.Le doy vuelta a una perilla que hay en la bandeja pasadiscos y sale una música genial. Es de Los Carpenters, la escuché en la radio. Desde la ventana que da al salón, veo a Carlitos y Luis que miran al techo con la boca abierta. Los rayos se mueven sobre ellos y sobre las paredes. Puedo dirigir la luz para un lado y para otro, la bola se refleja en millones de chispas alrededor.Los chicos saltan, me rio. Sigo buscando efectos, Carlitos hace que baila y Luis toca air guitar. Más, más, gritan, yo sigo bajando palancas y botones. Cierro los ojos, disfruto de la música y las luces reflejando por todas partes. Carlitos grita, Luis se paraliza, miro para abajo.Un hombre viejo, el portero, los tiene agarrados por los brazos. El miedo me da fuerzas, bajo corriendo las escaleras, tomo carrera y le pego una patada enorme en los tobillos al viejo. Me putea, pero suelta a los pibes. Aprovechamos y salimos corriendo. A una cuadra paramos, nos quedamos sin aliento. Carlitos se da cuenta que nos dejamos los guardapolvos en el boliche. El salón está lleno. Entro decidido, aunque haya venido solo. Hay cosas que uno tiene que hacerlas solo. El pantalón nuevo me encanta.Sin que papá se enterara me lo mandé a hacer con la señora de la esquina. La costurera se esmeró y me hizo el mismo que tenía Travolta en la película, ajustadísimo y sin bolsillos para que no se marquen.Sólo me falta el saco, la camisa negra me la compré en cuotas. Me toco el pelo, el gel me lo mantiene alto, en su lugar.Escaneo el salón, la media luz y los destellos de la bola de cristal crean la atmósfera ideal para mi osada excursión. No veo nada ni a nadie.Recorro con

cuidado el salón por los costados, trato de no pisar ninguna mano fuera de lugar, vaso o cigarrillo encendido. El humo es infernal, hay olor a cerveza, olor a fiesta. Difícil que pueda encontrarla en la maraña de gente.Suenan los Bee Gees con su entrada triunfal a la música disco. Enloquecen todos y saltan a la pista, aunque no tengan pareja.Bailan desenfrenados al ritmo de los compases perfectos. La bola de cristal gira sin piedad y despide destellos que iluminan la pista. Ella está ahí, sola bailando sin que le importe nada ni nadie.Yo, disfrazado de Tony Manero, la miro, no hay forma de que la alcance. El pantalón me pica y la camisa me tironea de sisa. Decido irme antes de que alguien me vea. Después de barrer a fondo el salón vacío, le paso un trapo con limpiador de lavanda. Acomodo la cabina del disc jockey (no me acostumbro a decirle DJ). Me gusta repasar las bateas con vinilos. Tengo que buscar la colección que me dejó papá cuando llegue a casa, no la veo desde que me mudé. Seguro está en el escalón más alto del ropero. La voy a sacar y limpiar uno por uno todos los discos. Por suerte la rescaté antes de irme, seguro mi ex la hubiera vendido. ¿Eso es todo lo que te dejó tu viejo? Podría no haberme dejado nada, también, le iba a contestar, pero ¿para qué? ella siempre tenía la última palabra. Hasta cuando me dijo chau, andáte. La bola de espejos. Un sol nocturno, una luna eléctrica que de día está como muerta. La miro desde abajo. Difícil de limpiar.

Soy Patricia Guzmán nacida en La Plata, me escapé con mi marido a residir por varios años en la Patagonia donde nacieron nuestros hijos. Quise estudiar inglés de muy chica para poder leer el libro de Blancanieves que mi vecinito estadounidense me regaló. ¿Quién sabía que iba a nacer una vocación? Escribo y viajo, no siempre en ese orden. Cantante de rock frustrada. Esposa, madre y amante de Los Beatles. https://momentospolaroid.wordpress.com/

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FRANCO RETROCESO Ana Belhits

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ecidí pasar la cuarentena con mi ex, en la casa de él que había sido nuestra, con mis hijos, el perro y el gato. Sabía que estaba en un franco retroceso, no por mí, sino por esas cosas que traen las situaciones a destiempo. Entré a la casa, sentí olores nuevos, los muebles cambiados de lugar, un montón de ropa sucia apilada en una esquina. Nos llevábamos bien últimamente, con un trato frío y cordial, que era el único que podíamos tener, pero no iba nunca a su casa. Algo de ahí me hacía sentir triste, lo más común sería decir recuerdos, pero no, era como si entrara a un lugar cargado de resentimientos que buscan transformarse en otra cosa y no lo logran. No entendí bien por qué decidí ir. Entré y él me miró de manera extraña, con amabilidad me mostró los espacios como si no los conociera. Los chicos confundidos no querían decir ni una palabra. En un intento de naturalidad acomodé mis cosas, charlé de pavadas, me hice un poco la tonta, los chicos seguían mirando a la

©Laurent Chehere distancia con cara seria de no entender nada. Recorrí la casa sin preguntar demasiado, si había decidido ir y él acepto, tampoco tenía que pedir tanto permiso. Pasé por el escritorio, sentí un olor a leche recién hervida, me preocupé por si se había quemado, pero lo vi a mi hijo sentado con los pies que le colgaban de la silla, tratando de pasar de nivel en ese jueguito de computadora y me quedé detenida ahí. Subí la escalera lento para no hacer ruido e intranquilizar el sueño. En la habitación que era de los dos, estaba el moisés con el tul y el aire acondicionado prendido bajito, la nena dormía. No sabíamos por qué no usábamos casi nunca su nombre, le decíamos la nena. En ese momento, sentí un clima de confianza, pero todo estaba un poco vacío, tomado por las preocupaciones acerca de la beba, el bienestar, los muebles y su disposición. En la cocina me sentí desorientada acerca de qué preparar. Me decidí a hacer un tuco para la cena, el vidrio templado del horno se rompe, es la úni-

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ca de la casa que tiene cosas modernas. ¿Por qué se nos habrá ocurrido comprar esta cocina?, era la partida de cocinas falladas. Mi hijo es muy chiquito y no entiende, llora como loco. Estoy sola con él, lo llevo a Mc Donalds, se terminó la comida casera, estoy harta. Además de todo esto, se le ocurre romper una taza. La cantidad de vidrio roto en el piso me hace recordar al vértigo de aquel momento en que elegimos subirnos al juego de las sombrillas en la República de los Niños, lo preferimos antes que el de las tazas. Esos paraguas volaban a una velocidad inédita, le pedimos al señor que nos bajara, teníamos miedo de caernos, qué ridículos, pensábamos que estábamos en Disney y nos reíamos como locos, pero después nos asustamos en serio, subestimamos el juego. El señor nos hizo caso y nos bajó, sentimos el alivio de quien salva a su hijo de una catástrofe. Mientras levanto los vidrios del piso. Él vuelve de dar clases, lo espero con las noticias domésticas, hace tiempo que no hablamos de nada que nos una. Le trato de mostrar una canción que escuché y me gustó, pero prefiere escuchar la editorial de un tipo

que habla por la radio. ¿Si la escuchas después? –le pregunto-. Es que no la repiten-me contesta. Me termino acostumbrando a esa rutina de los sábados y la escucho con él.Me parece interesante, pero me deprime un poco y después no hacemos nada que me guste a mí, como cuando nos fuimos a Cuba y mezclamos todo tipo de turismo, quería volver a esa época. Pienso ¿qué es lo que me gusta? Voy al garaje, estamos los dos con las linternas en la mano y la casa a medio construir. No tenemos auto y hacemos malabares para llegar a ver los pocos metros cuadrados que podemos hacer. Nos miramos y no entendemos nada, si está bien construido, si pusieron bien las aberturas, nos reímos, él me agarra la mano para que no me caiga. Al otro día el albañil nos dice que hay que rehacer varias cosas, le decimos que sí, que lo haga. No nos importa porque nos dicen que no nos van a cobrar, que fueron errores de ellos, no es mucho tiempo más el que falta para terminar. Me siento al lado de él, escuchamos en la televisión que se va a extender la cuarentena. En ese momento, me pregunto por qué no nos reímos nunca más, como aquella noche de las linternas.

©Laurent Chehere

Mi nombre es Ana Guillermina Belhits. De chica me gustaba todo lo que tuviera que ver con las palabras, leer, hablar, aprender, comunicar. Me enseñaron a amar el silencio y sus contradicciones. A cada contradicción le corresponde un color por asociación,así enlacé el silencio con el mundo real.De grande encontré en la escritura un mecanismo con belleza y eficacia para expresarme, exorcizar y conjurar todas las sombras que el silencio trae. Se dé o no ese resultado, logro creer que es posible y eso me hace feliz.

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DE UNA VEZ POR TODAS Florencia Butiérrez

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oco varias veces la bocina del Ami 8, impaciente, abrís tus ojos inmensos de sorpresa: - Otra vez te olvidaste la bolsita a cuadros con el cuaderno de comunicaciones, por tu culpa llego tarde, me van a matar en el trabajo, tengo que manejar a toda velocidad, ¿mirá si por tu culpa me pasa algo? Te observo enojada, mientras venís arrastrando la mochila, lentamente, como a propósito, mascando chicle despreocupada y rebelde, mirándome desganada: - ¿Tenés plata para comprarte algo en el cole? - Sí, mamá, pero para mucho no me alcanza. -Bue, cuando será el día que trabajes y tengas tu propio sueldo ¿no? Tampoco soy un banco, todo el día trabajando para que no les falte nada. Las hojas del otoño tiñen el paisaje de ocres y naranjas desgastados. Mecánicamente, te ponés los auriculares y me olvidás, soñando por la ventana del Renault 12.

El silencio será mi compañero de viaje mientras por el retrovisor distingo como acomodás el uniforme por encima de la rodilla y lo ocultás con las carpetas y los libros, sabiendo que me exaspera, al igual que tu blancura novedosa y casi transparente, esa delgadez extrema que reflota una y otra vez la culpa por mis prioridades vitales, por los reproches eternos haciéndote responsable de mis fracasos, justo a vos, a quién más he amado. Acelero, no hay viento de invierno que calme mis inéditos sofocos de calor intempestivos y entonces bajo la ventanilla del Suzuki Fun para que entre el aire fresco de la mañana hermosa. Disimulo al mirar hacia atrás, para doblar, y alcanzo a ver los arrumacos que te das con ese chico que nunca me gustó. Parece que solo tuvieras ojos para él. Todo tatuado, quién sabe de qué trabaja o si lo mantienen, cuáles son sus proyectos o si por lo menos te trata bien. Hace tiempo que no contás nada de lo que te

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pasa, como antes, que no parabas de hablar y te pedía por favor que te callaras un poco, que tenía que trabajar ¿Te acordás? Mejor prefiero que me digas que te olvidaste, amor, cuando te mandaba a dormir temprano para quedarme estudiando hasta tarde, y tenías miedo por la lluvia y te gritaba que basta, que fueras valiente, que no era nada, que durmieras de una vez por todas. Me detengo en el semáforo. ¡Qué bella la primavera, con sus colores vívidos y aromas, cómo la extrañaba! Respiro fuerte y entra íntegro el aire en los pulmones. Todo brilla más, incluso vos, que estás más contenta y con color en el rostro, la cartera de cuero apoyada sobre una panza resplandeciente que crece a la par de mis canas y arrugas. Nos miramos y te sonrío. Me sobra tiempo ahora. Te prometo por la tarde llevarte a

comprar cosas para el bebé, pero no querés, me decís que no hace falta, que irás con tus suegros, que igual gracias. Siento una fugaz punzada en el pecho y la acepto. Llegamos al fin, hace un calor abrumador y el aire acondicionado del Ford Fiesta no alcanza. Bajas apurada, él hace años que no te acompaña. Mi dulce nieta se aferra a la bolsita rosa a cuadros y pide quedarse conmigo mientras me acaricia el pelo blanco y las manos surcadas por el tiempo. Me calma, el dolor de pecho se apacigua con sus deditos suaves, te miro ansiosa y entonces la tomás, enérgica, del brazo, decís que estás cansada, gritas que deje de hacer berrinches, que no sea malcriada, llegás tarde a tu trabajo nuevo y te van a matar. Estás enojada, amor, te miro con los ojos bien abiertos, sorprendida.

Me llamo Florencia Butiérrez, de chica soñaba con la libertad, mientras miraba a través de las rejas de mi ventana con un libro como balsa salvadora. Crecí y me dediqué a estudiar esa libertad que no tuve, cómo es posible que algunos la pierdan injustamente y otros la desperdicien tan fácilmente. Pero sigue siendo a través de mil páginas y sus palabras que puedo conservar todavía el vuelo alto y sin ataduras.

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JULIA Silvia Pardini

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algo apurada de mi casa. Mi mamá se quedó dormida. Las colitas de mi pelo, que lucen lazos rosas, vuelan como mis pies pequeños. En mi bolsa cuadrillé llevo golosinas y un pañuelo blanco bordado con mi inicial. Hoy amanecí con un inesperado resfrío. Pasamos a buscar a Julia, mi amiga de la cuadra. El micro que nos lleva al jardín nos espera ronroneando. Subimos saludando a los otros niños. Me gusta sentarme del lado de la ventanilla y mirar cómo se suceden los árboles, las casas, la gente. Voy componiendo una película donde soy la protagonista. Abro la ventanilla. De tanto jugar, vuelvo despeinada del patio de la escuela primaria. Julia trata de peinarme. Es imposible. La abanderada tendrá el guardapolvo inmaculado pero el pelo atroz. Saco de mi portafolios un pañuelo floreado. Julia me improvisa una vincha. Me siento feliz. Otra vez estamos juntas mi amiga y yo, ahora en la secundaria. Compartimos sentimientos libertarios. Nos oponemos a todo. Amamos bailar y estar con los

chicos que llevan el pelo largo y la filosofía adonde vayan. Un aire frío se metió con nuestras minifaldas y el pelo de los varones. Mostrando nuestros documentos podemos subir las escaleras de la facultad. El silencio abruma. Julia conoce a Domingo. Su pollera cada vez se alarga más. Estudia sola. Me muestra una alianza, sus comisuras se niegan a convertirse en sonrisa. Me pide maquillaje en el baño de la confitería. Tiene moretones en la cara y en el cuello. Le presto mi pañuelo de seda. No quiere hablar. Volvemos las dos a la escuela, ahora sin guardapolvos. Llenas de polvillo de tizas y de pedagogía. Julia está renga. Se cayó en la casa, dice. Sin embargo, esta tarde lleva su mochila con libros y algunas ropas a mi casa. El dormitorio de mi mamá está vacío. Me deja una nota en la mesa del comedor donde dice que va a buscar unos papeles a su departamento. Tarda. Tarda mucho. Salgo a

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buscarla. Le golpeo fuerte la puerta del departamento. No contesta. Ya no me contestará nunca. Cierro la ventanilla. Me cuesta un poco, no tengo mucha fuerza.

Bajo apurada del micro. Mi hija Julia me está esperando. Saco mi pañuelo verde del morral y la última foto de mi amiga. La marcha está por comenzar.

© Flaco Perrone/ElPaís

Soy Silvia Pardini. De niña me sentaba a jugar al lado de mi madre que tejía. Cuando crecí me rodeé de números, pedagogía, pizarrones y tizas. Hoy enlazo palabras para evitar que el olvido se lleve mi infancia.

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DE PIE Sofía Geier

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o que más disfruto del pijama party es ese tetris humano que hacemos sobre los colchones, mi prima Tati, mi hermana y yo, para que cada una llegue con sus manos a los talones de la otra y pueda darle pellizquitos suaves mientras conversamos. Ellas que son más grandes charlan de chicos y yo escucho hasta que me quedo dormida. El velador se deja prendido porque cuando no duermo en casa, lo necesito. Las botas color camel que le uso a mi hermana con el permiso de mamá, me matan. Me dejan el culo más lindo pero luego de siete horas de salida nocturna, siento que me pinchan clavos en los talones. Imagino que la planta de mi pie está quebrada, deshecha. Nada une mis talones dolientes con la base de mis dedos duros, obligados por el taco a permanecer soportándolo todo, como el concreto de una autopista que sigue sosteniendo lo que la aplasta. ¿Me las volveré a poner? Quizás pruebe con las bordó de mamá. Lo pensaré más tarde, ahora solo quiero sacarme las botas, tocarme los pies, descubrir qué quedó

de ellos. No veo la hora de aprender a manejar para no volver a pisar este colectivo. Lo que pasa es que mi marido no me explica bien y se pone nervioso. ¿Hace cuánto que no barren acá adentro? Si siguiéramos viviendo en el centro podría llevar a los chicos hasta la escuela en el taxi. Me impresionan las mujeres de esta zona, que en pleno invierno usan esas chancletas, llenas de tierra como el colectivo. Tienen las uñas tan sucias que no se las distingue de la piel. Los talones marcados, en la parte de atrás, pequeños tajitos secos y en línea, como un repulgue hecho con el tenedor. Desde que compramos la cama elástica para el día del niño, los nenes de las quintas se acercan a mirar. Ya no sé con qué tapar el alambrado. Insisto en poner paredón. Cada día los soporto menos y pese a las discusiones eternas con mi marido, estoy convencida de que este barrio no es para nosotros. Al principio alejarse del cemento era un ideal en el que confié, pensando que mi niños, Juanita y León, crecerían más sanos

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entre el verde del campo. La foto en mi cabeza era de una tarde de primavera corriendo suave alrededor de los niños, con los pies descalzos sobre tréboles frescos, mi esposo nos alcanzaba a todos desde atrás con un enorme abrazo haciendo un ruido de oso que nos hacía reír. Pero con los bichos del pasto y los posibles cardos, no es viable andar con los pies desnudos. Además, no estamos solos ni tranquilos. Las quintas lindan con el barrio nuevo (que ostentaba ser más moderno que lo que resulta ser...) y lo rodean como el barro y los quinteros, sus casillas, sus perros, las gallinas, los hijos que tienen todo el tiempo y ese idioma que traen de afuera y nadie entiende. No es que me interese lo que digan, pero es notable que cuando una les habla para que se corran del medio de la calle o les pide amablemente que ayuden cuando se encaja el auto, se hacen todos los mudos. Miran para abajo y siguen caminando como si nada. Llego del Super y desde la ventana que da hacia el patio, me doy cuenta de que mi esposo ha dejado

entrar a esos chiquitos para que salten en la cama elástica con el pretexto de que Juana y León ya no la usan hace años. Por unos segundos me vuelvo loca, desquiciada. Abro la puerta que da al jardín, de golpe, con la fuerza de una fiera. La mirada que me devuelven todos me avergüenza y me calmo un poco. Reubico mi siempre esperado buen comportamiento y digo: -Vayan saliendo que tanto tiempo saltando les hace mal. Veo a mi esposo tomando el pie de uno de los chicos y con la otra mano muestra contento una espinilla que ha logrado sacarle. Todos festejan el gran momento. Yo miro el pie, que continúa dado vuelta, sobre la mano de mi esposo. El color té que define los bordes se vuelve té con leche hacia el centro. Avanzo hacia él y siento que mis tacos se hunden en el pasto. Hago fuerza hacia adelante con todos los dedos para sostenerme de pie, pero me detienen calambres punzantes sobre los empeines. Retrocedo, entro a la casa y me encierro con llave.

Soy Sofía Victoria Geier. Mi primer nombre es de color rojo zurdo y el segundo es verde, como su letra inicial lo indica. Pero este va cambiando de tonalidades junto al clima y las estaciones. Lo que explica que en invierno casi que Victoria no se ve... El once es mi número preferido porque en la salita azul me hizo ganar la rifa de los lápices de colores. Desde entonces creo en la magia y la practico, con las plantas y en mis dos o tres trabajos. En estos, intento, por un lado, crear luces con la memoria de un pasado oscuro y por el otro, fortalecer derechos con un arma de doble filo.

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LAS ALAS Agustina Castillo

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ba a la misa para escuchar cantar a los chicos del barrio. Pero no se atrevía, no podía ganarse el corazón de ninguno. Hay cosas que no están permitidas y lo peor que nunca sabemos el porqué. Una tarde de invierno, se le ocurrió cambiar el camino al volver de la iglesia. Solo para modificar algo de su rutina aburrida y aplastante, un poco extraño en una joven, pero así era su vida. Ella no estaba acostumbrada a los cambios. ¡Le gustó! ¡Le encantó! Encontró otros árboles. Otras casas, animales diferentes a los que veía siempre. Pero su nono pensó que ella era una niña, el tiempo para él se había detenido. Y la fue buscar a la misa como cuando era chiquita, no la encontró. No sabía que había hecho Fabiola, pero por las dudas la acusó. Le gritó y le insinuó que se había ido con algún chico. Ojalá, pensaba ella en silencio. Y así pasó su vida… Un día, su novio se fue con otra y ella lo esperó

llorando en la ventana. Ella esperaba. Eso le salía muy bien. Orgullosa estaba de ese primer amor. Así le pasó la vida. Creció, dueló y parió. Pero un día, al cumplir sus 40 años, no volvió al primer amor. Un día no se crucificó. Se fabricó alas con energía, como las de los aguiluchos grandes. Las alas se hicieron bien gigantes. Las fortaleció y cuando estuvo preparada voló. Fabricó puentes para que no doliera la altura. Y nunca volvió. Se sintió más fiel a ella misma. No retrocedió. Trascendió distancias inagotables. El sol la esperaba paciente. Se dejó envolver y abrió bien grande su corazón. Fue ella y su verdad. Renació. Una tarde de invierno se abrigó bien y comenzó a escalar. Subió a la cima más grande que encontró. Se acercó a las nubes. Eligió sentarse al

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sol. Su cara, sus manos, sus labios y sus ojos sintieron la sensación de bienestar. Ahí quedó. Con lágrimas de recuerdos tristes y con la alegría de lo que ya no volvería. Sintió algo nuevo en su cuerpo. Pudo unir el pasado y el presente. Las montañas la abrigaban, la envolvían y le dieron paz. Así quedó

mirando su nuevo sol y ese día comprendió por qué no se había atrevido a estar con ninguno de los chicos de la iglesia. Lloró por todo lo que no fue, pero también por todo lo que vendría.

Soy Agustina Castillo. Mi virtud más preciada es no ser amiga del mundo real. Vivo entre ilusiones e ideales que a veces puedo cumplir. Mi mundo psi no tiene límites ni fronteras. En estos tiempos sueño con llegar a la montaña más alta de Europa y allí tocar el cielo con mis manos.

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ME JODISTE LA VIDA Bettina Priotti

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a mano enorme de papá aprieta la mía en medio de ese amontonamiento de gente. Me arrastra hacia algún lugar que solo él sabe. Extraño a mamá. La música se escucha muy fuerte, sobre todo tambores. Veo hebillas de cinturones, zapatos lustrados parecidos a los de papá y faldas lisas o con dibujos, piernas con medias de seda y zapatos con tacos o tacones. De pronto me toma por debajo de mis brazos y me coloca sobre sus hombros. Veo soldados vestidos de azul y dorado con sombreros altos como una olla para hervir fideos. Caminan con pasos largos todos igualitos. Ninguno se asoma fuera de la línea que trazan mis ojos. Delante de todos va uno de ellos revoleando un palo brillante que miro sorprendida. No se le cae y parece que da vueltas en el aire con un cruce de dedos. Sé que seguimos en Rosario pero el entorno es muy diferente de todos los paisajes que conocí hasta entonces. Terminan de pasar unos soldados enormes montados a caballo y papá otra vez me pone en el suelo, me arrastra entre la multitud hasta que lle-

gamos a una vereda donde hay un pirulinero.Me encanta chupar esos caramelos hasta que se hacen chiquitos y sólo queda un palo pegajoso. Como si me hubiera leído la mente me compra uno, le saca el papel y lo pone en mi mano. Le hace señas a un auto que se detiene y al que subimos atrás. Escucho que le da la dirección de casa. Volvemos a Saladillo. Mamá no está. La tía Mercedes me hace la leche. Papá se pone un sombrero y sale. Entonces le pregunto a la tía por mamá y me dice que pronto va a volver con un regalo para mí. Los días pasan y mamá no vuelve. Le pregunto por ella a la tía Nora que me hizo el desayuno. Dice que hoy a la tarde vuelve a casa. Le abrazo la cintura muy fuerte por la felicidad que me llena la panza mezclándose con el café con leche. Doy vueltas por el patio, entro al cuarto vacío del abuelo Alfonso. Hace poco lo dejamos en una casita en el cementerio. No me dejaron verlo muerto. Espero a mamá sentada al lado de la muñeca de

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porcelana, casi grande como yo. Mis tías me hicieron las trenzas. Una cada una así que están pero no me importa. No puedo dejar de mirar la puerta. Me duelen los ojos, los tengo duros, ni parpadeo. Escucho el ruido del picaporte antes de ver un haz de luz y unas sombras que caminan hacia adentro.Mamá, grito y corro hacia su sonrisa. Tiene las manos ocupadas y no me abraza.Se agacha y me dice que mire el regalo que me trajo, extendiendo un envoltorio donde veo algo que se mueve.Tiene un bebé en los brazos y dice que es mi hermanito. Sos feo y te odio, Bebu. Me arruinaste el día y vas a arruinarme muchos más. No sé de dónde habrás salido. Mamá dice que ahora que soy la mayor tengo que ayudarla a cuidarte y que vamos a ser muy felices. Llorás y mamá te da la teta, gruñís y mamá te cambia los pañales. Te hace dormir cantando el arrorró y yo me retuerzo en mi cama tapando mis orejas con ganas de devolverte a París a esa tienda de donde viniste. Recién estoy aprendiendo a leer pero te salvás porque no se escribir. Una mañana me levanto y voy a la cocina buscando a mamá. Está con vos en la teta hablando con la tía Mercedes que hace el desayuno y las tostadas. Hablan de preparar valijas, de mudanzas, de ciudades con nombres que no conozco. Tomamos un tren con papá que me lleva de la mano, vos adherido a mamá como garrapata y un señor con muchas valijas apiladas sobre un carro que empuja por el costado de un tren. La tía Mercedes, que corre porque es petisa y de piernas cortas dice que el camión con los muebles llegará al día siguiente. Hago un esfuerzo y pido un deseo: que tus piernas sean tan cortas como las de la tía y que tu nariz crezca grande como la de papá y que a mamá no le salga más leche de las tetas para que al fin tenga un poco de tiempo para mí. Pero mi conducta no deja translucir nada de esos sentimientos. Te miro y sonrío con falsedad. Ya llegará mi momento. La casa en la ciudad a la que nos mudamos se abre con una ancha puerta de hierro forjado sobre la diagonal ancha y empedrada. Tiene un jardín hermoso por los cuidados de mamá. La vecina dice que tiene manos verdes pero no sé qué quiere decir. Yo se las veo hermosas, de pianista. Por suerte crecés y te despegás de mamá aunque hacés destrozos por donde pasás. Te detesto, Bebu. Dos veces fui castigada por tu culpa y cada día me caes peor. Intenté deshacerme de vos cruzando la diagonal y dejando el cochecito sobre la vía del tranvía 8. Pero el vehículo es lento y las vecinas,unas metidas que te devolvieron a la vereda. La segunda te empujé de la silla y caíste de culo

dentro de la olla de agua hirviendo. Mamá la llevaba a su dormitorio para bañarte en el catre de goma y que no tomaras frío en el baño.Yo anhelaba sentir cómo era que ella volviera a bañarme pasando su mano por mi espalda, mis orejas, mis piernas. No tuve suerte. Terminaste en el hospital de niños internado junto a mamá una semana. Yo en lo de Porota una de sus mejores amigas y madre de Marta, también mi mejor amiga y afortunada hija única. Estaba Luis, querido por todos. Tenía una pierna coja y una notable habilidad para contar cuentos y mantener nuestra atención durante horas. Eran momentos de felicidad y armonía. Resigno mis ganas de hacerte daño cuando sacan tu cama del cuarto de nuestros padres y te traen a dormir al comedor. Ese espacio será compartido pero ahí yo pongo las reglas. Apago la luz a la noche cuando termino de leer mi revista y ni miro qué estás haciendo. Es mi territorio. Sigo sin aguantarte mucho. Te llevo de mi mano a la escuela. Estoy por dejarte en cualquier esquina abandonado. Lo descarto porque sos chico pero sé que te orientás bien en la ciudad. Por suerte la tarea será por poco tiempo. Primero y segundo grado y ya no serás cosa mía. Me siento grande. Hoy entro a la secundaria. Estoy muchas horas fuera de casa. Eso lleva un poco de tranquilidad a la tensión que me produce tu presencia. No te quiero, Bebu. Nuevas amigas y horizontes. Un mundo delicioso se abre para mí y lo disfruto. El centro de la ciudad, el cine con las amigas los domingos, enseñar el catecismo a los niños y los seminaristas que son jóvenes y atractivos en sus sotanas. Ahora empezó la competencia por las revistas que trae papá e insiste que leas. Hora Cero, El Tony. Empezás a leer casi con la misma voracidad que yo. Estoy segura de que lo hacés para molestarme. Si las encuentro antes que vos las leo y corto las dos hojas finales de las historietas que más te gustan. Papá te lleva al bar donde toma algo con sus amigos y juega a las bochas. Te invita, no a mí, a vos, Bebu y te odio. Parece que con el estreno de los pantalones largos te corresponde el privilegio. Le pido a Marta que me acompañe y nos paramos frente a la vitrina desde donde se ven algunas mesas y la larga barra. Estás ahí muy orondo sintiéndote grande,tomando una gaseosa. Nos ves y saludás con la mano. Te saco la lengua y salgo corriendo sintiéndome ridícula, con Marta a la carrera detrás de mí que grita preguntando qué pasa. Mirá que sos bobo, Bebu. Hoy a la noche cuido a Martín. Sus papás son oboístas del teatro Argentino y ensayan y actúan de noche. Ese dinero lo uso para pagar mis gastos de la facultad. Voy en bicicleta a todos lados.Espero, Bebu

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que sepas negarte al pedido de mamá. No quiero que vengas a buscarme. Soy grande, más grande que vos, aunque mi deseo de que tus piernas fueran cortas como las de la tía Mercedes no se cumplió y sos un grandote rubio y pintón. Bebu, te vi. Estás mirando a Ana como si fuera un durazno para hincarle el diente pero sos muy chico, pibe. Estamos estudiando. Tu presencia me jode. Nos somos amigos. Apenas mi hermano y es un parentesco que no pedí. Tengo novios, voy a peñas, ciclos de cine, le a Sartre, Simone de Beauvoir, Camus. Pienso, Bebu, pienso. Te encontré unos volantes en la carpeta de matemáticas y los quemé en la pileta de lavar. No

podés andar con eso. No sabés lo que pasa en el país. Sos un boludo, Bebu. Yo tuve que enterrar mis libros porque los prohibieron y vos con esos volantes que son como petardos. Y te lo digo porque me lo pidió mamá. Está muy preocupada. Pero vos hacé tu vida que ya sos grande. Podés morirte cuando quieras. Festejo mi recibida siete años tarde. Ya soy oficialmente Antropóloga. Estoy feliz. Reabrieron mi carrera y pude rendir mis últimas materias. En estos años me uní a un grupo de búsqueda e identificación de personas asesinadas durante la dictadura y aprendí mucho, Bebu. Aunque fuiste una nota desafinada en mi vida le prometí a mamá que voy a encontrarte y que podrá hacerte un entierro tan grande como el desfile en el que naciste el 17 de agosto de 1950.

@archivogranaderosacaballo

Soy Bettina Priotti. De chica me gustaba oler la tinta de todo lo que estuviera escrito. Cuando aprendí a leer comencé a viajar sin moverme de casa. Ahora cambio de vehículo cada vez que necesito alcanzar una palabra que me esquiva. A menudo atrapo otra que me acaricia y seduce.

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EL PAVIMENTO Noemí Palermo

© Paige Breithart

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is pies dan pasos rápidos, alertas. Esquivan baldosas flojas, saltan charcos, evitan resbalar en el barro. Calles de tierra y la lluvia, una combinación dañina. ¡Cuándo mierda van a pavimentar! Zona olvidada por gobiernos, por Dios, y ahora con los milicos, cartón lleno. Ay viejo, vos y tu poca visión para los negocios, comprar un lotecito en este barrio, la casa hecha a pulmón. Mis pasos se hacen más largos. El colectivo no espera, y el gerente de la fábrica no acepta justificaciones. Soy nuevo. Mis pies caminan de memoria el regreso, me devuelven a la casa ya sin el viejo, pobre viejo, no pudo ver la llegada de la democracia. Hoy tengo una sorpresa para sacarle una sonrisa a mamá, me dieron el puesto de supervisor. En unos meses, con lo que ahorre, me caso con Mariel. Las baldosas se llenan de sillas, las casas de lucecitas de colores. Los vecinos ponen música y todos salimos a festejar. El pavimento quedó perfecto. Pavimento que pagamos entre nosotros cansados de esperar. ¡Vení Mariel, trae a la nena, esto es una fiesta! Me divierte ver a mi Josefina zapatear en la calle, pisa fuerte y me mira de reojo con una sonrisa que me mata.

Me paso de parada, ¡la puta madre! Me quedé dormido, es el cansancio, las horas extras acumuladas. Tantos años viajando a Varela. Los turnos rotativos, las comidas a deshora y el dormir cuando se puede. Las baldosas reciben mis pasos descoordinados, uno largo, dos cortos, un tropiezo. Mi cabeza está en una sola cosa. La fábrica puede llegar a cerrar. Todo cierra. Todo se desmantela, trenes, pueblos, gente. Convertibilidad y privatizaciones que favorecen solo a unos pocos, ¡pobre mi País! Hay alboroto silenciado. Los sindicatos no hacen nada. Me falta tan poco para la jubilación. Los más jóvenes envían sus currículos a distintas empresas en busca de algún trabajo, cualquiera, donde quiera . Otros aceptan una indemnización desfavorable. ¿Y yo? ¿Qué voy a hacer yo? Mis pasos ahora lentos, tardan en llegar a casa. Hay que aguantar. El tan soñado 2000 llegó muy diferente de lo que pensábamos. Los autos no andan por los cielos, no hay vacaciones en la Luna y los laburantes la

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siguen yugando. Yo no me puedo quejar, pude jubilarme a tiempo. Los mates, sentado en el porche son lo diario, pero hoy no, hoy es especial, es domingo. Espero a Josefina con Leandro y Lautaro, que empezó la Facultad, un ingeniero en la familia, si lo viera el viejo, si mamá viviera se le caería la baba. Se acerca la

camioneta, le aviso a Mariel, que está en la cocina. ¡Poné los ravioles y calentá la salsa! Los chicos ya están aquí. Josefina entra a ayudar a la madre. Leandro y Lautaro se quedan conmigo. Hablamos del pavimento. Mi nieto va a ayudar a hacer la mezcla. Y los hijos y los nietos de los demás vecinos también van a ayudar. Hay que mantener el pavimento. Hay que rellenar esos baches de una vez.

© Carina Romano

Me llamo Noemí Palermo. De chica me sentaba frente al televisor a mirar el Ballet de Olga Ferri y mi sueño era ser una de esas etéreas bailarinas clásicas. Mi mamá no me mandó a estudiar porque no había ninguna academia cerca de mi casa. A los trece supe que ese sueño no se haría realidad entonces lo guardé muy adentro mío. Estudié magisterio y fui maestra de primer grado durante toda mi carrera. Y fui maga, mis alumnitos entraban sin conocer las letras y terminaban redactando cuentos. Ahora escribo, algunos de mis personajes son: detectives, amas de casa, oficinistas, ingenieros. Capaz que mañana escribo un cuento cuya protagonista sea una etérea bailarina de danzas clásicas.

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ESPEJISMO Teresita Etchegaray

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ay historias de amor que nadie cuenta porque son mínimas, imperceptibles, sin grandes acontecimientos, relevantes para los protagonistas pero irrelevantes para el resto. Simples, sin gracia, cansinas, carentes de devenires, sin llantos, ni idas ni vueltas, ningún portazo. Son historias que fluyen mansas, se maceran y florecen en pequeños capullos. En la que guardo, te miré al sentir tus ojos pegados a mi nuca, me di vuelta porque alguien tironeó mis alas de ángel. Te daba la espalda sin saber que te daba la espalda. Estaba parado en el mostrador pidiendo un helado de dulce de leche y tramontana en una heladería cualquiera de Mar del Plata, con la espalda pelada por el sol debajo de una camisa pegajosa. Me di vuelta con el cucurucho en la mano, y sin prestarle atención al helado me perdí en tus ojos marrones. Porque en las historias sencillas las mujeres tienen ojos marrones y no los del color del tiempo o el de las esmeraldas.

© Parker Fitzgerald and Amy Merrick No hubo un traspié, un copete que cae, ni risas de propaganda. Tu dentadura tiene un diente encima de otro (lo vi cuando le sonreíste a tu amiga) y mis labios son demasiado pequeños para ser un galán. Ya les dije, esta es una historia simple, de gente con caras asimétricas que no sale en revistas.Me senté en la vereda, frente a vos, en el banco que ponen para tomar helado, muy fino para mi anchura, pero lo suficientemente espacioso para disfrutar de la vista. Me digné a tomar el helado enredado en tu pollera de flores diminutas, relojeando el tuyo, con lluvia de grajeas coloridas y cintas de caramelo sobre una bocha de crema del cielo arriba de la de chocolate. Tu helado era muy distinto al mío, el tuyo era irreverente, voraz, animado; el mío, por el contrario era un helado cobarde, insulso, tímido y a medias. No me atreví a tomar los pomos de salsas exhibidos en el mostrador ni a meter la mano en el cuenco de pastillas.

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No me atreví. Te digo por lo bajo, que yo sí creo, que aunque respeto tus ideas, podríamos sacar turno en la iglesia. Que si no querés tener hijos yo te convenzo, que nada va a impedir que sigas con tu taller de pintura, y yo sigo estudiando las plantas y la fitobiología, mientras nos instalamos en la casa de mi abuela, pero va a ser provisorio, porque ella muere y nos deja la casa y un perro. “Bobby” se llama y a los chicos les encanta, porque tenemos dos, quieren ir a la universidad, pero uno se anota en una ONG y se va a salvar el mundo. A nuestros hijos les gusta la crema del cielo y el dulce de leche. Ahora tengo un lavadero de autos. No quiero que enfermes antes que yo, no soportaría las mañanas sin tus ojos de recién levantada y tu aroma a dentífrico de frutilla. Veo tus manos manchadas de acuarela acariciándome el ombligo. Mi abuela me decía que soy un hombre sensible, demasiado para las mujeres y que estaba destinado a sufrir. Pero no sufro, veo que apretás con fuerza las servilletas de papel, son esas duras que no secan nada. Te aferrás a las servilletas como yo al asiento. El papel te hace sentir segura porque te da miedo el enchastre. Nunca vas a llorar por mí. Sé que hay palabras que no te gustan y el nombre de mi enfermedad es una de ellas. Nuestros antojos carecen de sofisticación, disfrutamos de las plantas y los viajes largos en colectivo, a los dos nos asusta el avión. Jamás fuimos a visitar al hijo que se fue a recorrer el mundo, nos quedamos cuidando al que se quedó. Tan parecido a mí, come helado de crema sin grajeas ni cintas de caramelos. Das pequeños lengüetazos con sabor a tramontana. Trato de entender tus gustos por eso te convido, quiero que pruebes los míos, me permito la equivocación. Pero en las historias simples nada se confunde, tu helado es de crema del cielo y chocolate y el mío de dulce de leche y tramontana, pelado, sin nada. Clavaste tus ojos en mi camisa transpirada por una milésima de segundo, la cabeza me da vueltas como una calesita, viajás en un cisne con flores y yo me subo al caballito. La sortija no nos toca. Vamos hasta la virgen de Salta para pedir por mi salud. Estás hermosa arriba del cerro, con el viento inflando tus cachetes colorados y estirando tus labios hacia cada una de tus comisuras. Sonreís. Te veo desde abajo, estoy demasiado cansado para subir. La señora que interpreta a la virgen te habla y me señalás. Decís “sálvalo” como si se lo pidieras a

uno de los apóstoles. No puedo dejar de mirarte.Esta heladería es tradicional, te dan cucharitas de madera. Sos una mujer a la que no le gustan las de plástico. Nuestra historia es sencilla pero de ningún modo vulgar, los helados se sirven con cucharitas de madera. Remamos todos los días. En las historias simples no se rema contra la corriente ni sobre gigantes marejadas, braceamos en un río manso o nos dejamos llevar por un arroyo sibilante. A lo sumo, con el color efímero de las mariposas emitimos fugaces aleteos en el tiempo. No vamos a la velocidad de la luz pero formamos parte de las leyes físicas, una evidencia estable de que estamos, algo verdadero, universal y simple. Me di cuenta que vas acabando la crema del cielo, solo te queda el chocolate y mordisquear el cucurucho. Aún no te vas. Un hilo de caramelo se colgó de uno de tus rulos. El cabello acaracolado como mi madre. Tengo vagos recuerdos de ella, los suficientes para sentir que te parecés, y mucho. Mi corazón no resiste la enfermedad pero estás a mi lado, cuidándome. La despedida será tranquila, no quiero deprimirme. Perdón, en las historias simples nadie se deprime. Intento respirar las últimas bocanadas de aire que penetran en mi cuerpo cansado, un aire dulce que señala tu presencia. Saboreo la crema del cielo, tu crema del cielo. Con mi boca teñida de celeste te digo que no puedo imaginar mi vida sin vos. Te levantás y sacudís las migas de tu camperita de hilo. Me pongo nervioso. Sigo el contoneo de tu cadera y las flores diminutas de tu pollera que se mecen con la brisa de verano. Tu abrazo cálido hace que mis huesos no duelan tanto, voy a extrañar a los chicos y tu sonrisa de dientes encimados. Somos parte de esta historia simple, nos agitamos como un mecanismo sencillo dentro de un mundo complejo. Extiendo mis alas con un imperceptible movimiento. Voy detrás tuyo, te piso los talones, doblás en Libertad y yo sigo derecho por Independencia.

Me llamo Teresita, nací con sangre vasca y aire mallorquín, la poesía de los Etchegaray y el baile de los Lliteras. Crecí entre notas musicales, creando espectáculos familiares y escolares, comiendo sandías y mirando las estrellas, rodeada de papeles y bibliotecas. Adolecí entre el teatro y la danza. Fui extranjera con carnet de estudio, me convertí en abogada de causas románticas, mujer de un hombre fuera de serie y madre de un niño milagroso.

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MIÉRCOLES Y VIERNES Zulma Gasparoli

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s miércoles. Miro la calle desde la ventana sentado en la maldita silla de ruedas en la que estoy atrapado hace dos meses, después del accidente. Una mujer de pelo oscuro ondulado con un batón floreado y zapatos gastados cruza la calle empedrada con una nena de la mano. La nena tiene puesta una pollerita, remera y zapatillas bien blancas, limpias pero algo gastadas. Tendrá quizá unos nueve años. Ya frente a la cabina telefónica de bordes grises con vidrios laterales y techito verde tiene que esperar su turno, delante tiene dos personas, la nena salta y sus coletas negras con moños rojos se balancean. La madre la toca y ella para. Cuando llega su turno, pone el cospel en la ranura y marca, alguien atiende, espera y en un momento comienza a hablar, la nena mira y me ve, saluda con su mano pequeña, le respondo el saludo. Veo que la madre llora y con el brazo se seca la cara, la nena abraza su cintura, la madre cuelga y vuelven a cruzar la calle empedrada después de

esperar a que pase el micro verde que viene del norte. Es domingo. La madre con un saco liviano negro y la nena con camperita colorada cruzan la calle y se detienen en la parada de colectivos línea 6 que va al sur, llevan una canasta de mimbre, un pan largo sobresale a un costado, todo está cubierto con un repasador gastado. Suben y se van. Es miércoles. Yo sigo en la silla de ruedas enojado, no salgo nunca. Desde la ventana, como tantísimos miércoles, veo cruzar la calle, que ahora ha sido cubierta por asfalto, a la señora con su pelo atado en un rodete, no puedo imaginarme su edad, ya tiene algunas canas y su hija, que por el tiempo que llevo verla crecer, tendrá unos veinte años. Entran en la cabina, discan, las atienden, supongo, la señora habla primero, la hija después, se abrazan y salen. Es domingo. Las dos cruzan a la parada de colectivo con la misma canasta ahora deteriorada, el repasador es nuevo. La hija lleva puesto un vestido ajustado, pelo corto y los

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labios pintados. Suben y se van hacia el sur. Un miércoles más. La señora camina sobre el asfalto con algunos baches, va agachada y su paso es lento, la hija lleva puesto un vestido amplio rayado blanco y negro, está más gorda. Discan, hablan, lloran. Y se van. Es domingo. La hija pasa frente a mi ventana, va sola con su canasto viejo y un vestido amplio distinto. Cruza hacia la parada de colectivos que va al sur, cuando llega sube y se va. Miércoles triste de lluvia. La hija cruza la calle, lleva en su mano derecha un paraguas negro y en la otra abraza a un pequeño de pelo rojizo ruliento. Se acomoda dentro de la cabina que ahora parece un huevo. No sin antes cerrar el paraguas que apoya contra el vidrio. Marca, la atienden, demoran en comunicarle, se nota porque no habla. Al fin veo su boca moverse y llora mucho. Me ve y da vuelta la cara. Sale y se va, el nene tiene pañales, se nota por lo abultado de su cola, y yo también. Es domingo. La hija lleva puesto un trajecito celeste, zapatos de tacón, ha vuelto a dejarse su pelo largo y el nene de pelo colorado de unos nueve años, pantalón corto, camisa y zapatillas lleva la canasta nueva de mimbre. Van a la parada de colectivos. Esperan. Llega, suben y se van. Es miércoles. Tengo puesto los anteojos de marco negro, veo poco sin ellos. La hija cruza, pisa el asfalto

que han reparado la semana pasada. Lleva puesto un vestido floreado, zapatos de tacón y el pelo recogido. A su lado, el muchacho pelirrojo que calculo tendrá quince años, con jeans, remera blanca y zapatillas la lleva del hombro. Esperan primero a que pase el micro verde que viene del sur, en dirección contraria al que ellos toman. Llegan a la cabina que aún subsiste, muchas ya han sido retiradas, rotas y gastadas esta es un gran hongo y marcan el teclado. Hablan, ella abre la boca, está riendo y llorando a la vez, el muchacho la abraza fuerte. Es domingo. Le pido a Flora que antes de irse, vino a bañarme, me saque a la vereda. Me quedo ahí sintiendo el sol en mi cara. En mi misma vereda, la hija y el muchacho esperan en la parada de colectivos, se han equivocado, esa viene del sur pienso, es curioso. Llega el micro, para, baja un pasajero, baja el segundo, lleva un pequeño bolso, su piel es muy blanca, el pelo canoso y un saco antiguo que le queda holgado. Se queda inmóvil. Mira a la hija y el muchacho. Avanza, tira el bolso y camina hacia ellos. El abrazo es interminable. El micro verde se va. Me sueno la nariz y entro, haciendo girar las ruedas de mi silla.

Soy Zulma Gasparoli y en estos días alcancé los 70. Crecí arriba de la bici, en avenidas anchas arboladas y de tierra, al lado de una mamá que cuando podía, escribía. Leí mucho entre facultad y pañales. Hilvané historias observando pero solo las tenía en mi imaginación. Recién hace diez años que de la mano de Eva comencé a tratar de escribir y eso es lo que día a día trato de hacer mejor.

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EL NADADOR John Cheever

© Maria Svarbova

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ra uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan “Anoche bebí demasiado”. Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente. –Bebí demasiado –dijo Donald Westerhazy. –Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill. –Seguramente fue el vino –dijo Helen Westerhazy–. Bebí demasiado clarete. Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo eraexcelente. Hacia el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos desde la proa de un barco que se acercaba– que incluso hubiera podido asignársele nombre.Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte.Neddy Merrill estaba sentado al

borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la especial esbeltez de la juventud– y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua. ARGONAUTAS 47


Su vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado.Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza. Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno–dos, uno–dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin traje de baño, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto –nunca usaba la escalerilla– y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa.Los únicos mapas y planos eran los que podía recordar o sencillamente imaginar, pero eran bastante claros. Primero estaban los Graham, los Hammer, los Lear, los Howland y los Crosscup. Después, cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la propiedad de los Bunker, y después de recorrer un breve trayecto llegaba a los Levy, los Welcher y la piscina pública de Lancaster. Después estaban los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era hermoso, y que él viviera en un mundo tan generosamente abastecido de agua parecía un acto de clemencia, una suerte de beneficencia. Sentía exultante el corazón y atravesó corriendo el pasto. Volver a casa siguiendo un camino diferente le infundía la sensación de que era un peregrino, un explorador, un hombre que tenía un destino; y además sabía que a lo largo del camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las orillas del río Lucinda. Atravesó un seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la que ocupaban los Graham, caminó bajo unos manzanos floridos, dejó atrás el cobertizo que albergaba la bomba y el filtro, y salió a la piscina de los Graham. –Caramba, Neddy –dijo la señora Graham–, qué sor-

presa maravillosa. Toda la mañana he tratado de hablar con usted por teléfono. Venga, sírvase una copa. -Comprendió entonces, como les ocurre a todos los exploradores, que tendría que manejar con cautela las costumbres y tradiciones hospitalarias de los nativos si quería llegar a buen destino. No quería mentir ni mostrarse grosero con los Graham, y tampoco disponía de tiempo para demorarse allí. Nadó la piscina de un extremo al otro, se reunió con ellos al sol y pocos minutos después lo salvó la llegada de dos automóviles colmados de amigos que venían de Connecticut. Mientras todos formaban grupos bulliciosos él pudo alejarse discretamente. Descendió por la fachada de la casa de los Graham, pasó un seto espinoso y cruzó una parcela vacía para llegar a la propiedad de los Hammer. La señora Hammer apartó los ojos de sus rosas, lo vio nadar, pero no pudo identificarlo bien. Los Lear lo oyeron chapotear frente a las ventanas abiertas de su sala. Los Howland y los Crosscup no estaban en casa. Después de salir del jardín de los Howland, cruzó la calle Ditmar y comenzó a acercarse a la casa de los Bunker; aun a esa distancia podía oírse el bullicio de una fiesta. El agua refractaba el sonido de las voces y las risas y parecía suspenderlo en el aire. La piscina de los Bunker estaba sobre una elevación, y él ascendió unos peldaños y salió a una terraza, donde bebían veinticinco o treinta hombres y mujeres. La única persona que estaba en el agua era Rusty Towers, que flotaba sobre un colchón de goma. ¡Oh, qué bonitas y lujuriosas eran las orillas del río Lucinda! Hombres y mujeres prósperos se reunían alrededor de las aguas color zafiro, mientras los camareros de chaqueta blanca distribuían ginebra fría. En el cielo, un avión de Haviland, un aparato rojo de entrenamiento, describía sin cesar círculos en el cielo mostrando parte del regocijo de un niño que se mece. Ned sintió un afecto transitorio por la escena, una ternura dirigida hacia los que estaban allí reunidos, como si se tratara de algo que él pudiera tocar. Oyó a distancia el retumbo del trueno. Apenas Enid Bunker lo vio comenzó a gritar: –¡Oh, vean quién ha venido! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda me dijo que usted no podía venir, sentí que me moría. Se abrió paso entre la gente para llegar a él, y cuando terminaron de besarse lo llevó al bar, pero avanzaron con paso lento, porque ella se detuvo para besar a ocho o diez mujeres y estrechar las manos del mismo número de hombres. Un camarero sonriente a quien Neddy había visto en cien reuniones parecidas le entregó una ginebra con agua tónica, y Neddy permaneció de pie un momento frente al bar, evitando mezclarse en conversaciones que podían retrasar su viaje. Cuando temió verse envuelto, se ARGONAUTAS 48


zambulló y nadó cerca del borde, para evitar un choque con el flotador de Rusty. En el extremo opuesto de la piscina dejó atrás a los Tomlinson, a quienes dirigió una amplia sonrisa, y se alejó trotando por el sendero del jardín. La grava le lastimaba los pies, pero ese era el único motivo de desagrado. La fiesta se mantenía confinada a los terrenos contiguos a la piscina, y cuando ya estaba acercándose a la casa oyó atenuarse el sonido brillante y acuoso de las voces, oyó el ruido de un receptor de radio que provenía de la cocina de los Bunker, donde alguien estaba escuchando la retransmisión de un partido de béisbol. Una tarde de domingo. Se deslizó entre los automóviles estacionados y descendió por los límites cubiertos de pasto del sendero, en dirección a la calle Alewives. No deseaba que nadie lo viera en el camino, con su traje de baño, pero no había tránsito, y Neddy recorrió la reducida distancia que lo separaba del sendero de los Levy, donde había un letrero indicando: PROPIEDAD PRIVADA, y un buzón para The New York Times. Todas las puertas y ventanas de la espaciosa casa estaban abiertas, pero no había signos de vida, ni siquiera el ladrido de un perro. Dio la vuelta a la casa, buscando la piscina, y se dio cuenta de que los Levy habían salido poco antes. Habían dejado vasos, botellas y platitos de maníes sobre una mesa instalada hacia el fondo, donde había un vestuario o mirador adornado con farolitos japoneses. Después de atravesar a nado la piscina, consiguió un vaso y se sirvió una copa. Era la cuarta o la quinta copa, y ya había nadado casi la mitad de la longitud del río Lucinda. Se sentía cansado y limpio, y en ese momento lo complacía estar solo; en realidad, todo lo complacía. Permaneció en el jardín de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había refrescado el aire, y él temblaba . Habría tormenta. El grupo de cúmulos –esa ciudad– se había elevado y ensombrecido, y mientras estaba allí, sentado, oyó de nuevo la percusión del trueno. El avión de entrenamiento de Haviland continuaba describiendo círculos en el cielo. Ned creyó que casi podía oír la risa del piloto, complacido con la tarde, pero cuando se descargó otra cascada de truenos, reanudó la marcha hacia su hogar. Sonó el silbato de un tren, y se preguntó qué hora sería. ¿Las cuatro? ¿Las cinco? Pensó en la estación provinciana a esa hora, el lugar donde un camarero, con el traje de etiqueta disimulado por un impermeable, un enano con flores envueltas en papel de diario y una mujer que había estado llorando esperaban el tren local. De pronto comenzó a oscurecer; era el momento en que las aves de cabeza de alfiler parecen organizar su canto anunciando con un sonido agudo y reconoci-

ble del agua que caí de la copa de un roble, como si allí hubiesen abierto un grifo. Después, el ruido de fuentes se repitió en las coronas de todos los árboles altos. ¿Por qué le agradaban las tormentas? ¿Qué sentido tenía su excitación cuando la puerta se abría bruscamente y el viento de lluvia se abalanzaba impetuoso escaleras arriba? ¿Por qué la sencilla tarea de cerrar las ventanas de una vieja casa parecía apropiada y urgente? ¿Por qué las primeras notas cristalinas de un viento de tormenta tenían para él el sonido inequívoco de las buenas nuevas, una sugerencia de alegría y buen ánimo? Después, hubo una explosión, olor de cordita, y la lluvia flageló los farolitos japoneses que la señora Levy había comprado en Kioto el año anterior, ¿o quizá era incluso un año antes? Permaneció en el jardín de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había refrescado el aire, y él temblaba. La fuerza del viento había despejado de sus hojas rojas y amarillas a un arce y las había dispersado sobre el pasto y el agua. Como era mediados del verano seguramente el árbol se agostaría, sin embargo Ned sintió una extraña tristeza ante ese signo otoñal. Flexionó los hombros, vació el vaso y caminó hacia la piscina de los Welcher. Para llegar necesitaba cruzar la pista de equitación de los Lindley, y lo sorprendió descubrir que el pasto estaba alto y todas las vallas aparecían desarmadas. Se preguntó si los Lindley habían vendido sus caballos o se habían ausentado todo el verano y habían dejado en una pensión los animales. Le pareció recordar haber oído algo acerca de los Lindley y sus caballos, pero el recuerdo no era claro. Continuó caminando, descalzo sobre el pasto húmedo, hacia la casa de los Welcher, donde descubrió que la piscina estaba seca. La ausencia de este eslabón en su cadena acuática lo decepcionó de un modo absurdo, y se sintió como un explorador que busca una fuente torrencial y encuentra un arroyo seco. Se sintió desilusionado y desconcertado. Era costumbre salir durante el verano, pero nadie vaciaba nunca sus piscinas. Era evidente que los Welcher se habían marchado. Los muebles de la piscina estaban plegados, apilados y cubiertos con fundas. El vestuario estaba cerrado con llave. Todas las ventanas de la casa estaban cerradas, y cuando dio la vuelta a la vivienda en busca del sendero que conducía a la salida vio un cartel que indicaba EN VENTA clavado a un árbol. ¿Cuándo había oído hablar por última vez de los Welcher…?; es decir, ¿cuándo había sido la última vez que él y Lucinda habían rechazado una invitación a cenar con ellos? Le parecía que hacía apenas una semana, poco más o menos. ¿La memoria le estaba fallando, ola había disciplinado tanto en la representación de los hechos ingratos que había deteriorado su propio sentido de la verdad? Ahora, oyó a lo lejos el ruido de un encuenARGONAUTAS 49


tro de tenis. El hecho lo reanimó, disipó sus aprensiones y pudo mirar con indiferencia el cielo nublado y el aire frío. Era el día que Neddy Merrill atravesaba nadando el condado. ¡El mismo día! Atacó ahora el trecho más difícil. Si ese día uno hubiera salido a pasear para gozar de la tarde dominical quizá lo hubiera visto, casi desnudo, de pie al borde la Ruta 424, esperando la oportunidad de cruzar. Quizá uno se preguntaría si era la víctima de una broma pesada, si su automóvil había sufrido su desperfecto o si se trataba sencillamente de un loco. De pie, descalzo, sobre los montículos al costado de la autopista –latas de cerveza, trapos viejos y cámaras reventadas– expuesto a todas las burlas, ofrecía un espectáculo lamentable. Al comenzar, sabía que ese trecho era parte de su trayecto –había estado en sus mapas–, pero al enfrentarse a las hileras del tránsito que serpeaban a través de la luz estival, descubrió que no estaba preparado. Provocó risas y burlas, le arrojaron un envase de cerveza, y no podía afrontar la situación con dignidad ni humor. Hubiera podido regresar, volver a casa de los Westerhazy, donde Lucinda sin duda continuaba sentada al sol. No había firmado nada, jurado ni prometido nada, ni siquiera a sí mismo. ¿Por qué, creyendo, como era el caso, que todas las formas de obstinación humana eran asequibles al sentido común no podía regresar? ¿Por qué estaba decidido a terminar su viaje aunque eso amenazara su propia vida? ¿En qué momento esa travesura, esa broma, esa suerte de pirueta había cobrado gravedad? No podía volver, ni siquiera podía recordar claramente el agua verdosa de los Westerhazy, la sensación de inhalar los componentes del día, las voces amistosas y descansadas que afirmaban que ellos habían bebido demasiado. Después de más o menos una hora había recorrido una distancia que imposibilitaba el regreso. Un anciano que venía por la autopista a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar al medio de la calzada, donde había un refugio cubierto de pasto. Allí se vio expuesto a las burlas del tránsito que iba hacia el norte, pero después de diez o quince minutos pudo cruzar. Desde allí, tenía un breve trecho hasta el Centro de Recreación, que estaba a la salida del pueblo de Lancaster, donde había unas canchas de balonmano y una piscina pública. El efecto del agua en las voces, la ilusión de brillo y expectativa era lamisma que en la piscina de los Bunker, pero aquí los sonidos eran más estridentes, más ásperos y más agudos, y apenas entró en el recinto atestado tropezó con la reglamentación “TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN DARSE UNA DUCHA ANTES DE USAR LA PISCINA. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN USAR LA PLACA DE IDENTIFICACIÓN”. Se dio una ducha, se lavó los pies en una solución turbia y acre y se acercó al bor-

de del agua. Hedía a cloro y le pareció un fregadero. Un par de salvavidas apostados en un par de torrecillas tocaban silbatos policiales, aparentemente con intervalos regulares, y agredían a los bañistas por un sistema de altavoces. Neddy recordó añorante el agua color zafiro de los Bunker, y pensó que podía contaminarse –perjudicar su propio bienestar y su encanto– nadando en ese lodazal, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que se trataba sencillamente de un recodo de aguas estancadas del río Lucinda. Se zambulló, arrugando el rostro con desagrado, en el agua clorada y tuvo que nadar con la cabeza sobre el agua para evitar choques, pero aun así lo empujaron, lo salpicaron y zarandearon. Cuando llegó al extremo menos profundo, ambos salvavidas estaban gritándole: –¡Eh, usted, el que no tiene placa de identificación, salga del agua! Así lo hizo, pero no podían perseguirlo, y atravesó el hedor de aceite bronceador y cloro, dejó atrás la empalizada y fue a las pistas de balonmano. Después de cruzar el camino entró en el sector arbolado de la propiedad de los Halloran. No se había desbrozado el bosque, y el suelo fue traicionero y difícil hasta que llegó al jardín y el seto de hayas recortadas que rodeaban la piscina. Los Halloran eran amigos, y una pareja anciana muy adinerada que parecía regodearse con la sospecha de que podían ser comunistas. Eran entusiastas reformadores, pero no comunistas, y sin embargo cuandose los acusaba de subversión, como a veces ocurría, el incidente parecía complacerlos y excitarlos. El seto de hayas era amarillo, y nadie supuso que estaba agostado, como el arce de los Levy. Dijo “Hola, hola”, para avisar a los Halloran que se acercaba, para moderar su invasión de la intimidad del matrimonio. Por razones que el propio Neddy nunca había llegado a entender, los Halloran no usaban trajes de baño. A decir verdad, no eran necesarias las explicaciones. Su desnudez era un detalle de la inflexible adhesión a la reforma, y antes de pasar la abertura del seto Neddy se despojó cortésmente de su traje de baño. La señora Halloran, una mujer robusta de cabellos blancos y rostro sereno, estaba leyendo el Times. El señor Halloran estaba extrayendo del agua hojas de haya con una barredera. No parecieron sorprendidos ni desagradados de verlo. La piscina de los Halloran era quizá la más antigua de la región, un rectángulo de lajas alimentado por un arroyo. No tenía filtro ni bomba, y sus aguas mostraban el oro opaco del arroyo. –Estoy nadando a través del condado –dijo Ned. –Vaya, no sabía que era posible –exclamó la señora Halloran. –Bien, vengo de la casa de los Westerhazy –afirmó Ned–. Unos seis kilómetros. Dejó el traje de baño en el extremo más hondo, caminó hacia el extremo contrario y nadó el largo de la piscina.

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Cuando salía del agua oyó la voz de la señora Halloran que decía: –Neddy, nos dolió muchísimo enterarnos de sus desgracias. –¿Mis desgracias? –preguntó Ned–. No sé de qué habla. –Bien, oímos decir que vendió la casa y que sus pobres niñas… –No recuerdo haber vendido la casa –dijo Ned–, y las niñas están allí. –Sí –suspiró la señora Halloran–. Sí… –su voz impregnó el aire de una desagradable melancolía y Ned habló con brusquedad–. Gracias por permitirme nadar. –Bien, que tenga un buen viaje –dijo la señora Halloran. Después del seto, se puso el traje de baño y se lo ajustó. Lo sintió suelto, y se preguntó si en el curso de una tarde podía haber adelgazado. Tenía frío y estaba cansado, y los Halloran desnudos y sus aguas oscuras lo habían deprimido. El esfuerzo era excesivo para su resistencia, pero ¿cómo podía haberlo previsto cuando se deslizaba por la baranda esa mañana y estaba sentado al sol, en casa de los Westerhazy? Tenía los brazos inertes. Sentía las piernas como de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor era el frío en los huesos y la sensación de que quizá nunca volviera a sentir calor. Alrededor, caían las hojas y Ned olió en el viento el humo de leña. ¿Quién estaría quemando leña en esa época del año? Necesitaba una copa. El whisky podía calentarlo, reanimarlo, permitirle salvar la última etapa de su trayecto, renovar su idea de que atravesar nadando el condado era un acto original y valiente. Los nadadores que atravesaban el canal bebían brandy. Necesitaba un estimulante. Cruzó el prado que se extendía frente a la casa de los Halloran y descendió por un estrecho sendero hasta el lugar en que habían levantado una casa para su única hija, Helen, y su marido, Eric Sachs. La piscina de los Sachs era pequeña, y allí encontró a Helen y su marido. –Oh, Neddy –exclamó Helen–. ¿Almorzaste en casa de mamá? –En realidad, no –dijo Ned–. Pero en efecto vi a tus padres –le pareció que la explicación bastaba–. Lamento muchísimo interrumpirlos, pero tengo frío y pienso que podrían ofrecerme un trago. –Bien, me encantaría –dijo Helen–, pero después de la operación de Eric no tenemos bebidas en casa. Desde hace tres años. ¿Estaba perdiendo la memoria y quizá su talento para disimular los hechos dolorosos lo inducía a olvidar que había vendido la casa, que sus hijas estaban en dificultades y que su amigo había sufrido una enfermedad? Su vista descendió del rostro al abdomen de Eric, donde vio tres pálidas cicatrices de sutura, y dos tenían por lo menos treinta centímetros de largo.

El ombligo había desaparecido, y Neddy se preguntó qué podía hacer a las tres de la madrugada la mano errabunda que ponía a prueba nuestras cualidades amatorias, con un vientre sin ombligo, desprovisto de nexo con el nacimiento. ¿Qué podía hacer con esa brecha en la sucesión? –Estoy segura de que podrás beber algo en casa de los Biswanger –dijo Helen–. Celebran una reunión enorme. Puedes oírlos desde aquí. ¡Escucha! Ella alzó la cabeza y desde el otro lado del camino, atravesando los prados, los jardines, los bosques, los campos, él volvió a oír el sonido luminoso de las voces reflejadas en el agua. –Bien, me mojaré –dijo Ned, dominado siempre por la idea de que no tenía modo de elegir su medio de viaje. Se zambulló en el agua fría de la piscina de los Sachs y jadeante, casi ahogándose, recorrió la piscina de un extremo al otro–. Lucinda y yo deseamos muchísimo verlos –dijo por encima del hombro, la cara vuelta hacia la propiedad de los Biswanger–. Lamentamos que haya pasado tanto tiempo y los llamaremos muy pronto. Cruzó algunos campos en dirección a los Biswanger y los sonidos de la fiesta. Se sentirían honrados de ofrecerle una copa, de buena gana le darían de beber. Los Biswanger invitaban a cenar a Ned y Lucinda cuatro veces al año, con seis semanas de anticipación. Siempre se veían desairados, y sin embargo continuaban enviando sus invitaciones, renuentes a aceptar las realidades rígidas y antidemocráticas de su propia sociedad. Eran la clase de gente que discutía el precio de las cosas en los cócteles, intercambiaba datos acerca de los precios durante la cena, y después de cenar contaba chistes verdes a un público de ambos sexos. No pertenecían al grupo de Neddy, ni siquiera estaban incluidos en la lista que Lucinda utilizaba para enviar tarjetas de Navidad. Se acercó a la piscina con sentimientos de indiferencia, compasión y cierta incomodidad, pues parecía que estaba oscureciendo y eran los días más largos del año. Cuando llegó, encontró una fiesta ruidosa y con mucha gente. Grace Biswanger era el tipo de anfitriona que invitaba al dueño de la óptica, al veterinario, al negociante de bienes raíces y al dentista. Nadie estaba nadando, y la luz del crepúsculo reflejada en el agua de la piscina tenía un destello invernal. Habían montado un bar, y Ned caminó en esa dirección. Cuando Grace Biswanger lo vio se acercó a él, no afectuosamente, como él tenía derecho a esperar, sino en actitud belicosa. –Caramba, a esta fiesta viene todo el mundo –dijo en voz alta– y también los intrusos. Ella no podía perjudicarlo socialmente… eso era indudable, y él no se impresionó. –En mi carácter de intruso –preguntó cortésmente–, ¿puedo pedir una copa? –Como guste –dijo ella–. No parece que preste mucha ARGONAUTAS 51


atención a las invitaciones. Le volvió la espalda y se reunió con varios invitados, y Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El camarero le sirvió, pero lo hizo bruscamente. El suyo era un mundo en que los camareros representaban el termómetro social, y verse desairado por un camarero que trabajaba por horas significaba que había sufrido cierta pérdida de dignidad social. O quizá el hombre era nuevo y no estaba informado. Entonces, oyó a sus espaldas la voz de Grace, que decía: –Se arruinaron de la noche a la mañana. Tienen solamente lo que ganan. Y él se nos apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestásemos cinco mil dólares… Esa mujer siempre hablaba de dinero. Era peor que comer guisantes con cuchillo. Se zambulló en la piscina, nadó de un extremo al otro y se alejó. La piscina siguiente de su lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si lo habían herido en la propiedad de los Biswanger, aquí podía curarse. El amor –en realidad, el combate sexual– era el supremo elixir, el gran anestésico, la píldora de vivo color querenovaría la primavera de su andar, la alegría de la vida en su corazón. Habían tenido un asunto la semana pasada, el mes pasado, el año pasado. No lo lograba recordar. Él había interrumpido la relación, que él quien dominaba, y pasó el portón en la pared que rodeaba la piscina sin que su sentimiento fuese tan ponderado como la confianza en sí mismo.En cierto modo parecía que era su propia piscina, pues el amante, y sobre todo el amante ilícito, goza de las posesiones. La vio allí, los cabellos color de bronce, pero su figura,al borde del agua luminosa y cerúlea, no evocó en él recuerdos profundos. Pensó que había sido un asunto superficial, aunque ella había llorado cuando lo dio por terminado. Parecía confundida de verlo, y Ned se preguntó si aún estaba lastimada. ¿Quizá, Dios no lo permitiese, volvería a llorar? –¿Qué deseas? –preguntó. –Estoy nadando a través del condado. –Santo Dios. ¿Jamás crecerás? –¿Qué pasa? –Si viniste a buscar dinero –dijo–, no te daré un centavo más. –Podrías ofrecerme una bebida. –Podría, pero no lo haré. No estoy sola. –Bien, ya me voy. Se zambulló y nadó a lo largo de la piscina, pero cuando trató de alzarse con los brazos sobre el reborde descubrió que ni los brazos ni los hombros le respondían, así que chapoteó hasta la escalerilla y trepó por ella. Mirando por encima del hombro vio, en el vestuario iluminado, la figura de un joven. Cuando salió

al prado oscuro olió crisantemos y caléndulas –una tenaz fragancia otoñal– en el aire nocturno, un olor intenso como de gas. Alzó la vista y vio que habían salido las estrellas, pero ¿por qué le parecía estar viendo a Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de mitad del verano? Se echó a llorar. Probablemente era la primera vez que lloraba siendo adulto y en todo caso la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y desconcertado. No podía entender la dureza del camarero o la dureza de una amante que le había rogado de rodillas y había regado de lágrimas sus pantalones. Había nadado demasiado, había estado mucho tiempo en el agua, y ahora tenía irritadas la nariz y la garganta. Lo que necesitaba era una bebida, un poco de compañía y ropas limpias y secas, y aunque hubiera podido acortar camino directamente, a través de la calle, para llegar a su casa, siguió en dirección a la piscina de los Gilmartin. Aquí, por primera vez en su vida, no se zambulló y descendió los peldaños hasta el agua helada y nadó con una brazada irregular que quizá había aprendido cuando era niño. Se tamboleó de fatiga de camino hacia la propiedad de los Clyde, y chapoteó de un extremo al otro de la piscina, deteniéndose de tanto en tanto a descansar con la mano aferrada al borde. Había cumplido su propósito, había recorrido a nado el condado, pero estaba tan aturdido por el agotamiento que no veía claro su propio triunfo. Encorvado, aferrándose a los pilares del portón en busca de apoyo, subió por el sendero de su propia casa.El lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Las niñas habían ido a buscarla o estaban en otro lugar? ¿O habían convenido, como solían hacer el domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.

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©Sarah Harvey

John Cheever, escritor conocido como el “Chéjov de los suburbios”, nació en Quincy, Massachusetts, el 27 de mayo de 1912 y falleció en Ossinning, Nueva York, el 18 de junio de 1982. Vivió un tiempo con su hermano en Boston, durante el cual sobrevivía publicando artículos y relatos para diversos medios. Tras viajar por Europa, regresó a Estados Unidos y se afincó en Nueva York. Sirvió cuatro años como soldado de infantería en la Segunda Guerra Mundial, experiencia que se refleja en su compendio de relatos The Way Some People Live: A Book of Short Stories. Se dedicó a la docencia y a escribir guiones para televisión. Su primera novela, Crónica de los Wapshot (1964), alcanzó notoriedad y obtuvo un National Book Award. Su colección de relatos The Stories Of John Cheever (1978) consiguió el Premio Pulitzer.

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HOY TEMPRANO Pedro Mairal

S

alimos temprano. Papá tiene un Peugeot 404 bordó, recién comprado. Yo me trepo a la luneta trasera y me acuesto ahí a lo largo. Voy cómodo. Me gusta quedarme contra el vidrio de atrás porque puedo dormir. Siempre estoy contento de ir a pasar el fin de semana a la quinta, porque en el departamento del centro, durante la semana, lo único que hago es patear una pelota de

tenis en el patio del pozo de aire y luz que está sobre el garaje, un patio entre cuatro paredes medianeras altísimas y sucias por el hollín de los incineradores. Si miro para arriba, en ese patio parece que estuviera adentro de una chimenea; si grito, el grito apenas sube pero no llega hasta el cuadrado de cielo. El viaje a la quinta me saca de ese pozo.

Seguí leyendo: http://pedromairal.blogspot.com/2007/03/hoy-temprano.html

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Pedro Mairal nació en Buenos Aires en 1970. Su novela “Una noche con Sabrina Love” recibió el Premio Clarín de Novela en 1998 y fue llevada al cine en 2000. Publicó además las novelas “El año del desierto” y “Salvatierra”; un volumen de cuentos, “Hoy temprano”; y dos libros de poesía, “Tigre como los pájaros” y “Consumidor final”. Ha sido traducido y editado en Francia, Italia, España, Portugal, Polonia y Alemania. En 2007 fue incluido, por el jurado de Bogotá39, entre los mejores escritores jóvenes latinoamericanos. En 2011 condujo el programa de televisión sobre libros Impreso en Argentina. En 2013 publicó “El gran surubí”, una novela en sonetos, y “El equilibrio”, una recopilación de sus columnas. Sus artículos y crónicas están publicados en “Maniobras de evasión” (Editorial Universidad Diego Portales). En 2016 publicó la novela “La uruguaya”. http://pedromairal.com/

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CONTENIDO LA CONSIGNA FUE TRABAJADA SIMULTÁNEAMENTE EN CUATRO GRUPOS. LOS 19 CUENTOS ESTÁN ORDENADOS POR GRUPO DE PERTENENCIA ("...NO HAY DESCRIPCIÓN DEL UNIVERSO QUE NO SEA ARBITRARIA Y CONJETURAL." J. L. BORGES, "EL IDIOMA ANALÍTICO DE JOHN WILKINS") 2 EDITORIAL 3 DEDICATORIA GRUPO DE LOS MARTES: 4 DEVOCIONES - AMANDA ZAMUNER 6 TEJIDO - EUGENIA MOSQUERA 8 NAVEGAR - GRACIELA SUSANA FERNÁNDEZ 10 EL JARDÍN - VALENTINA YUTZIS GRUPO DE LOS MIÉRCOLES: 12 EL TIEMPO ES VELOZ - CECILIA DURÁN 14 ENSAYO - IGNACIO FLORES 16 EL PUENTE SOBRE EL RÍO KWAI -LUJÁN FIRPO 20 PUERTAS- MARCELA SIMONE 22 LA ESTRELLA DEL NORTE -MARÍA CRISTINA VELA 26 EL SALÓN DE CRISTAL - PATRICIA GUZMÁN GRUPO DE LOS LLUEVES (SÍ, SIEMPRE LLUEVE): 28 FRANCO RETROCESO - ANA BELHITS 30 DE UNA VEZ POR TODAS -FLORENCIA BUTIÉRREZ 32 JULIA - SILVIA PARDINI 34 DE PIE -SOFÍA GEIER GRUPO DE LOS JUEVES: 36 LAS ALAS- AGUSTINA CASTILLO 38 ME JODISTE LA VIDA -BETTINA PRIOTTI 41 EL PAVIMENTO - NOEMÍ PALERMO 43 ESPEJISMO - TERESITA ETCHEGARAY 45 MIÉRCOLES Y VIERNES- ZULMA GASPAROLI LOS QUE NOS INSPIRARON: 47 EL NADADOR - JOHN CHEEVER ©Charles Emerson.

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LAS QUE HACEMOS ARGONAUTAS

Edición y Editorial: Evangelina Caro Betelú Responsables de la publicación: Evangelina Caro Betelú y Patricia Guzmán Talleres de Escritura de Argos Cultural Argos Cultural-La Plata-Argentina argoscultura.wixsite.com/argos-cultural FB-IG @argoscultural Contacto: argosculturaladm@gmail.com


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