Revista Cultura Urbana

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Cabeza. Juan Pablo de la Colina


UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE LA CIUDAD DE MÉXICO

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Juan Pablo de la Colina

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GALERÍA DE AUTOR

Armando Haro Márquez y Armando Haro Rodríguez

Reserva del título: 04-2004-100113432600-102 ISSN: 1870-1817 Impresa en los talleres de la UACM, a cargo de Felipe García, ubicados en Av. San Lorenzo 290, Colonia Del Valle, Delegación Benito Juárez, C.P. 03100

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AÑO 4 • NUM. 30

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Herido de amor, herido

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Dos cartas Carta I Agua

AGUA

Vicente Leñero

Torgny Lindgren 33

Hacia una nueva cultura del agua

61

El mar y los espejos

68

Caballito de mar

77

La ruta de los naufragios

81

Elogio de la bicicleta

83

Persona dormida con gatos

87

El poder del automóvil

94

Tres fragmentos contra la espesura

97

Péndulo

101

La importancia del objeto en la narración de Kafka

José Hernández Vázquez Pablo Raphael

Francisco Magaña Víctor Sampayo

Salvador Beltrán

Paola Jauffred Gorostiza Jaime Zentella Rei Berroa

67

Javier Escalera 71

III

Daniela Camacho

Urbanidades Utopías, diversidades babelianas Rowena Bali

Adán Echeverría 90

Y si una dama del mundo… De Pizzas, Pitufos y Polis Kelly A.K.

Guadalupe Beltrán 105

Segundo Piso Imágenes del agua

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Librario

Alejandra García

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Herido de amor, herido Vicente Leñero

Es este un fragmento inédito de una novela del admirado escritor y periodista. Una muchacha escurridiza y alegre es el objeto de amor de dos contrincantes. Uno de ellos es un gran hombre, nada menos que José María Morelos, mostrando su humanidad a través del puño y la mente de Vicente Leñero, en esta novela histórica que va más allá del héroe y sus mujeres

A Pedro Ángel Palou

1 Desde la ventana del cobertizo donde se atareaba con sumas y restas, cuentas por cobrar, entradas y salidas, José María alcanzó a divisar a la Francisca. Era una chica risa y risa, pizpireta. Traía el cabello revuelto, como a propósito, y una enagua y una blusa azul que le aliviaba el palomar de los pechos con la rejilla del escote ape­nas abierta. Arriba de sus ojos negrísimos, las cejas bigotonas le subrayaban la frente. No estaba sola, por desgracia. Había apoyado su espalda contra las redilas de un carretón, luego de que Matías Carranco terminó de cargarlo con costales y botes lecheros que recogía cada jueves ahí, en Los Arroyos. De ojos saltones como de pez, Matías trabajaba en la tienda de Tepecacuilco –instalada en la casona de La Condesa de la Maturana– y sus viajes a Los Arroyos le permitían echar la plati­

cada con la Francisca. Eso le molestaba a José María a pesar de que él y Matías eran amigos; casi hermanos, le dijo alguna vez el tendero cuando bebió de más en el zaguán de don Nepo. Hermanos o no, parecía palmario que el avorazado amigo trataba de hincar el diente a la palomita a sabiendas de que José María fue el primero en preten­ derla, de hacía cuatro meses a la fecha. Y ella lo aceptó entrompando su boquita, con los ojos bailándole de parpadeos. Canijo aprovechado, pensó José María mientras se olvidaba de la contabilidad para concentrar su atención en la escena enmarcada por la ventana. Matías se había colocado enfrente de la Francisca, y al tender el brazo izquierdo hasta las redilas del carretón, su cuerpo quedó a una cuarta de la muchacha. Luego, cuando la pinza de la otra mano trató de prensar un mechón del cabello femenino que se anillaba en la fren­

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te, Francisca se le escurrió ladeando el cuerpo y evitando así lo que podría convertirse en un abrazo abusivo. Hasta José María llegó la risa de la muchacha a revoloteando lejos de Matías. Éste replicó algo que no se alcanzaba oír a la distancia, y al rato ya iba desapareciendo en su carreta con la mercancía quince­ nal para la tienda. El polvo que el armatoste levantaba por el camino terminó borrándolo por completo. En el gallinero encontró José María a su Francisca. –Qué pasa contigo y con ése –preguntó el muchacho con el en­ trecejo arrugado. –Con quién. –Ya sabes de quién hablo. –Nada, es mi amigo. También tuyo, ¿no? Las gallinas se amontonaban como una plaga mientras Fran­ cisca se abría paso esparciéndoles granos de maíz. –Así como lo tratas parece que te gusta. –¿Estás celoso? –Te estoy preguntando. –Y yo te estoy diciendo que estás celoso. – Lo miró de frente, con la boca entreabierta como invitándolo a un beso. José María avanzó dos pasos y tendió su mano para tocarle un seno, pero la muchacha, igual que había hecho un rato antes con Matías Carranco, se le escapó entre el cacareo de las gallinas. 2 De niño, mientras cuidaba rebaños y llevaba a pastar las vacas de un establo de Valladolid, José María aprendió a leer y a escribir con una letra enroscada y diagonal. Luego, recomendado por un tío, trabajó de arriero con Don Benito. Éste era un viejo sabio, barbón, que le re­ lataba con detalles novelescos los maltratos sufridos por él y por los purépechas de la región a costillas de los encomenderos españoles. Vivían en la esclavitud. Pagaban con el látigo o con la vida sus rezon­ gos. Acumulaban resentimientos. Legaban el odio a sus hijos. Con don Benito, José María recorrió los caminos de la tierra calien­te, hasta Acapulco. Cargaban sus mulas con la mercancía de los galeones llegados de la China –sedas, especias, muebles talla­ dos, chucherías– y emprendían el fatigoso regreso a Valladolid o rumbo a la Ciudad de México.

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Cuando don Benito murió de viejo, José María ya conocía la ruta y el negocio. No le iba mal. Con lo ganado mantenía generosamente a su madre Juana. Cerca de Acapulco, en pleno trajín, conoció una noche de tragos a los hermanos Galeana. Tenían fama de piratas e incluso se cubrían la cabeza con el singular paliacate de los hombres del legendario Drake. En realidad eran sólo intrépidos asaltantes que saqueaban las naos orientales cuando estaban a punto de llegar al puerto o cuando ya habían anclado. Con uno de los Galeana, un tal Herme­ negildo valiente y fortachón, amistó y negoció José María para que parte de la mercancía expropiada no fuera hacia Valladolid sino a las cuevas donde los forajidos se escondían: verdaderos refugios de piratas de quienes José María recibió no sólo buena paga sino el trofeo de un paliacate como el de ellos. Se lo enredaron en la cabe­ za para cubrirle una herida sangrante a consecuencia de una caída del caballo, y él la aceptó como una honrosa distinción. –Ya eres de los nuestros –le dijo Hermenegildo con una carca­ jada. José María no dilató mucho tiempo trabajando para los hermanos Galeana. Decidió dejar la arriada y encalló en Los Arroyos, una hacien­ da propiedad de Antonio Gómez Ortiz cercana a Tepecacuilco. Desde los primeros días, don Antonio miró con buenos ojos al muchacho. Además de ser hábil para arriar al ganado y conducir la caballada a buenos pastos, le intelegía a los números y resultó muy eficaz en lo de llevar la contabilidad de la hacienda. En eso, y en ena­morar a Francisca, la sobrina de don Antonio, concentró todo su tiem­po José María. Su único estorbo era el mentado Matías Carran­ co: una pulga en la oreja, como decía don Benito; una mosca zum­ bando sobre el delicioso pastel. 3 –Me lo hubieras dicho, hermano, caray. Yo no sabía que tú y Pachita andaban noviando. –Con la venia de don Antonio, para que te enteres. –Yo no sabía. –Pues ya lo sabes. Era sábado. Pulqueaban en el zaguán de don Nepo, en Tepe­ cacuilco. Llevaban horas discutiendo de esto y de aquello y de lo


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demás allá, hasta que José María se atrevió a enfrentarlo sin pelos en la lengua. Que la Francisca es mi niña del alma. Que no te metes donde no te llaman. Que voy a seguir con ella hasta el casorio. –Está bueno. Ya. Te dejo el campo libre –dijo en tono de buena fe Matías Carranco. –Si no es por las buenas será por las malas –tronó José María envalentonado por el pulque. –Lo que importa es nuestra amistad –lo calmó el tendero. –Qué bien que lo entiendas. –Para mí los amigos valen más que las hembras, hermano, te lo juro. Contigo hasta la muerte. –De acuerdo, no se hable más. –Salud –dijo Matías y levantó el tarro de pulque. –Salud –replicó el muchacho.

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4 Pero sucedió que un domingo por la tarde se organizó en Ahuaca­ titlán, en una hacienda cercana a la de don Antonio, una jubilosa merienda con el pretexto de ir a recoger nanches al día siguiente y echar un baile entre la muchachada picuda de la región. Francisca fue la primera en apuntarse porque bailar representaba para ella el mayor de los placeres, según le dijo equívoca, coqueteando, al bueno de José María el único día en que se besaron boca a boca en el brocal del pozo. Él hubiera querido estar en la bailada con Francisca pero no pudo ir. Andaba en Valladolid. Su madre enferma, machacada por las jaquecas, lo había llamado con urgencia. Quien sí se presentó en Ahuacatitlán fue Matías Carranco, ya avanzada la tarde. De acuerdo con lo que luego contaron a José María, se le vio bailar un par de charangas con Francisca, aunque

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pronto desapareció. Regresó en la noche, cuando el festejo ago­ nizaba. Venía montado en un alazán árabe y de repente, sin que lo advirtieran los danzantes, arrebató del patio a la Francisca, la trepó en su caballo y se largó con ella cabalgando en la oscuridad. Si fue un rapto o una fuga convenida de antemano era una cuestión que los testigos no lograron esclarecer, primero ante don Antonio –quien reaccionó con furia descomunal–, y luego ante José María al regresar a la hacienda cuatro días después. A la contrariedad por su madre enferma se agregó el dolor de la puñalada que le significó la desaparición de Francisca. Y la rabia. Una rabia apenas domeñada cuando la cocinera de la hacienda le dijo, con la experiencia de sus años: –No te hagas tonto, José María, ella se fue por su propia voluntad. Don Antonio, en cambio, lo retó: –Yo en tu lugar me iba ahora mismo a arrancarla de las pezuñas de ese rufián. Y lo castraba a machetazos. José María dudó por unos instantes entre los dos consejos, y lo que terminó haciendo fue renunciar a los trabajos en la hacienda. Regresó a Valladolid con su madre enferma. 5 El té de tila y azahar que le recetó el curandero y los imprescindibles chiqueadores en las sienes habían atemperado por fin las jaquecas a Juana Pavón. Más pronto terminaría de aliviarse con la noticia de que su hijo regresaba para siempre a su casa. –¿Vas a volver a la arriada? –le preguntó su madre, apenas lo vio. –Voy a buscar a don Justo. Con suerte me contrata como ad­ ministrador de su hacienda. –¿Y qué pasó con lo de estudiar para cura? Me lo prometiste una vez, ¿te acuerdas? No era cierto. Nunca se lo había prometido. Era Juana quien se lo pidió desde niño. Soñaba con tener un hijo sacerdote, no sólo por lo que representaba como reputación social, sino por la maldita capellanía que el abuelo de la mujer había dejado en herencia a sus descendientes, y de la que ella no lograba conseguir la asignación luego de trámites y más trámites. Ni ella ni José María olvidaban lo dicho por el juez de Valladolid: que con un cura en la familia, la tal asignación –tasada en doscientos pesos anuales– llegaría sin más

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trámite que una firma del obispo en el legajo retenido durante años por el juez. –Le harías un favor a Dios y a mí. –Yo nací para vivir con mujer –replicó José María–. Tú lo sabes. –Las mujeres sólo traemos problemas –dijo Juana. –En eso tienes razón –admitió José María. La noche de esa platicada, luego de cenar un par de sopes y beber jarro tras jarro de charanda hasta que su madre dijo ¡ya basta!, el muchacho salió a la calle pensando en la maldita Fran­ cisca. Quería saberla inocente. Quería convencerse de que ella no se había largado por su voluntad con el amigo traidor. Él se la llevó a la fuerza, y a la fuerza la desvirgó a la orilla de la barranca, entre forcejeos y gritos de su niña del alma. Quería que esa fuera la ver­ dad, pero seguramente no sucedió así porque Francisca no era dócil, ni dejada, ni débil. De resistirse como una mujer valiente se habría tirado del caballo o emprendido su defensa a puñetazos y mordidas. No. Se fue porque quiso. Porque Matías le pintó de colo­ res un amor que el muy canalla no era capaz de sentir. La embriagó de palabras. Le prometió el oro y el moro. La engatusó el hijo de su mala madre. De la fuente de la plazuela cruzó hacia el colegio de San Nico­ lás donde estudiaban los seminaristas y adonde su madre quería in­ gresarlo, pobrecita, siempre pensando en el dinero de la capellanía. Se alejó calle arriba, hasta las afueras, y en el angostillo de El Refugio encontró el rebaño de suripantas en oferta. Eligió una de senos inflados aunque resultó demasiado obesa para su gusto. Uno de sus pechos –qué extraño– no tenía pezón. Apestaba a letrina y masticaba hojas de mastuerzo durante la cópula en aquel camas­ tro de un cuartucho húmedo, horrible, invadido de moscas. Pero la gorda se movía bien. No era la primera vez que José María volcaba en el sexo su frenesí. En sus tiempos de arriero tuvo encuentros frecuentes con indias y mulatas que le salían al paso, y en compañía del pirata Hermenegildo visitó lupanares de Acapulco donde abundaba el vino y el aguardiente antes y después del comercio carnal. En esta ocasión, con la mujerzuela del callejón de El Refugio, mientras oprimía los párpados para pensar en Francisca, se dejó ir como si lo hiciera por última vez.

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Al día siguiente ya había tomado una decisión. Apenas se alzó de la cama fue a buscar a su madre. La encontró barriendo y le dijo que sí, que estaba bien, que no necesitaba implorar más a la Gua­ dalupana: entraría en el seminario. Tenía veinticinco años cumplidos. 6 Dedicado durante siete, casi ocho años al estudio de la filosofía, de la teología, del latín y de la historia, José María fue un estudiante ejemplar en el seminario. De su maestro don Miguel –quien fungía como rector del Colegio de San Nicolás– recibió enseñanzas que jamás olvidaría. No sólo sobre las verdades del dogma y la historia del cristianismo, sino sobre la realidad inmediata de aquel mundo colonial que sojuzgaba a los naturales de la América. Mientras José María recibía por fin las órdenes sacerdotales por conducto del obispo Fray Antonio de San Miguel, su madre continuaba realizando infructuosas gestiones para recibir el dinero de la capella­ nía heredada. Murió antes de conseguirlo, cuando José María fue en­ viado al curato de Churumuco y luego al de Carácuaro y Necupétaro. Se convirtió en un cura valiente, de sermones incendiarios. –Dios no ayuda si no lo obligamos a que nos ayude –predicó un domingo en el templo de Carácuaro–. El gran pecado de nuestro tiem­po es la injusticia y la única manera de aliviarlo es la lucha con­ tra los poderosos. Apenas se enteró de aquellos sermones subversivos, el obispo De San Miguel lo mandó llamar para amenazarlo con un castigo in­ quisitorial porque sembraba en sus humildes fieles, dijo, ideas con­ trarias a los principios de la santa madre iglesia. Lo de cajón: –El pecado es el sexo, el crimen, la rebeldía contra nuestras autoridades que son los representantes de Dios en la tierra. –Y re­ mató el obispo: –O te enderezas o te quiebro, José María, así como lo oyes. El nuevo cura amainó el tono de sus sermones, pero no consi­ guió contener sus impulsos sexuales. Se enredó pronto con Brígida Almonte, una chiquilla de catorce años sobrina del gobernador de la comunidad, Mariano Melchor de los Reyes. No se enamoró de ella, como lo seguía estando de la añorada Francisca; era solamente la

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respuesta a aquella necesidad confesada a su madre: No puedo vivir sin mujer. Cuando la situación se hizo pública en Carácuaro, buena parte de sus fieles se hicieron sordos al chismerío. El cura tenía virtudes más trascendentes que sus deslices: atendía a los necesitados, aliviaba sus cargas, los convencía de la urgencia de cambiar aquí, ahora, la realidad, en lugar de esperar con resignación el tránsito a la vida eterna. Brígida parió por fin al primer hijo de José María y él mismo, con una jícara de Olinalá, derramó el agua bendita sobre la frente del pequeño varón bautizado con el nombre de Juan Nepomuceno Al­ monte. 7 A trece años de que fue enviado al curato de Carácuaro, a veinte de que abandonó la hacienda de don Antonio, José María volvió a saber de Francisca Ortiz. Era otra persona José María, no en balde los cuatro lustros trans­ curridos. La explosión revolucionaria desatada por su maestro don Miguel tuvo en el cura su más entusiasta seguidor. Lo dejó todo para convertirse en insurgente, pronto en general en jefe de la división del sur. Empezó con un ejército de dos mil voluntarios, a los que se su­ maron los hermanos Galeana –aquellos piratas de Acapulco–, y con miles más que se agregaban tras cada batalla mantuvo el fuego libe­ rador que los realistas de Félix María Calleja creían haber extinguido cuando don Miguel y sus generales fueron ajusticiados. Hermenegildo Galeana era el único enterado de la legendaria historia de amor entre José María y Francisca. Se la relató el propio José María una noche de las setenta y dos soportadas con hambres y desabasto en Cuautla durante el sitio que Calleja infringió al ejér­ cito insurgente. Le habló de Francisca y de Matías Carranco. De la herida de amor que no cicatrizaba. De su afán de venganza. –Fue un amor de chavales, carajo. Ésos se tiran a la barranca y se acabó –le replicó Hermenegildo, confianzudo como siempre–. Ya pasaron veinte años, ¿no dices? –Pasarán otros veinte y yo seguiré pensando en ella –respondió José María, no como el hombre de guerra en que se había convertido,


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feroz frente al enemigo, implacable en las batallas, cruel con los pri­ sioneros, sino como un chamaco indefenso a punto de las lágrimas. –¿Sabes algo de ella? –Que vivía en Yestla con ese mal nacido. –Veinte años juntos parece mucho. Se habrán enamorado. –Eso no borra la traición. Luego de roto el sitio de Cuautla en una hazaña militar en la que deslumbró el arrojo de Hermenegildo, el viejo pirata –preocupado en todo momento por las jaquecas amorosas de su jefe amigo– decidió investigar sobre el paradero de Francisca. Con tal motivo envió a dos asistentes, Tomás del Moral y Manuel Luján, a que fueran a Tepeca­ cuilco para obtener información de don Antonio Gómez Ortiz. Estaban cerca. El ejército insurgente marchaba hacia Chilpan­cingo y Acapulco, y en Iguala los alcanzaron los enviados de Hermenegildo para dar cuenta de su misión. Desgraciadamente era cierto: Francisca

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seguía viviendo con Matías Carranco, pero no en Yestla sino ahí, muy cerca, en Chichihualco, según les hizo saber don Antonio. La noticia, transmitida a José María por Hermenegildo Galeana, irritó a José María tanto como lo irritaban los empecinados acosos de Calleja, su odiado rival en la guerra. El otro rival, más íntimo, clavado en el corazón como un disparo de mosquete, era Matías Carranco. –Don Antonio le dijo a Lujan que Carranco se incorporó a la insurgencia –informó Hermenegildo–. Anda con Juan Zavala, de la gente de Ignacio Rayón en el Bajío, pero va y viene a Chichihualco. Ahora está ahí. –¿En Chichihualco? –Se puede ir y volver en dos días. –Tú y yo solos, ¿me acompañas? Hermenegildo asintió.

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8 A solas, a la mera orilla de un arroyuelo que sangraba apenas al río Teleoloapan, Matías Carranco daba de beber a su caballo. Se había anchado de hombros, encanecido prematuramente el cabello ensortijado, pero su bigote espeso seguía subrayando, en los mo­ mentos del parloteo, el filo de su maldita ironía. Estaba de espaldas, en cuclillas. Se irguió y se dio la vuelta al oír cómo se quebraba la hierba anunciando la presencia del par de jinetes que surgió de entre los matorrales. Descubrió pronto a José María y no pudo disimular su asombro: se abrieron como monedas de plata sus ojos de pez. José María desmontó. Llevaba la cabeza envuelta con un palia­ cate grana y también se había anchado de hombros y endurecido. Era ya el general de los ejércitos insurgentes. El guerrero mentado con temor y respeto en toda la región. –Caramba, ¡quién está aquí! –exclamó Carranco y de inmediato se defendió con el gesto sardónico que le tensó los labios–. El afa­ mado general. Hermenegildo curveó la pierna derecha para desmontar con lentitud: los ojos puestos en el rival que obsesionaba a su amigo. Era la primera vez que lo veía. –Qué bien que me recuerdas –dijo José María–. Vine por ti. –¿Para que vaya a pelear contigo? –Para matarte. José María desenfundó el machete mientras Hermenegildo se aproximaba. –No juegue con eso, general. Estoy con los tuyos, con Juan Zavala. –Y Francisca qué. ¿Te cansó y la botaste? –Está aquí en Chichihualco –dijo Matías señalando con la mano abierta hacia el rumbo donde se hallaba el pueblo–. No me la robé como te dijeron. Pachita se vino conmigo por sus propias ganas. Con el machete empuñado José María avanzó dos pasos nada más. Retrocedió Carranco pero tomó alientos para añadir: –Ya pasó mucho tiempo de eso, José María, ya qué. Te hiciste cura, ¿no dicen? Ahora lo que importa es la insurgencia.

–No vine a discutir. Defiéndete. –Estoy desarmado.

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José María hizo un gesto de entendimiento a Hermenegildo. Éste extrajo su machete de la funda y lo arrojó hacia Matías Carranco. Carranco no mostró intenciones de levantarlo. Sonrió, pero no con su risita cínica sino con un grave gesto de aprensión. –Vamos hablando, Chema, como en los viejos tiempos, con un aguardiente de por medio. La respuesta de José María fue un amago con el machete agita­ do al aire que desbalanceó a Carranco. Éste agarró por fin el arma que le había arrojado Hermenegildo y abrió las piernas para asen­ tarse, dispuesto al duelo. La pendencia duró segundos. El primer embate de José María hizo sonar el metal que empuñaba Carranco y se lo arrancó de la mano. El machete salió volando de manera que el rival quedó des­ armado. Sus párpados abrían y cerraban nerviosamente los ojos de pez. Quiso huir hacia el arroyo pero José María lo derribó de un patadón. Con otro lo lanzó hasta la orilla y fue a él para encajarle el machete en el pecho. Hermenegildo pensó que lo degollaría sin piedad. Tal era el gesto de José María que le hizo recordar la reciente batalla de Cuautla, cuan­ do vencieron a un ejército tres veces mayor. Ahí lo vio batirse con una ferocidad que nada tenía que ver con aquel párroco de Carácuaro compasivo y generoso. José María detuvo su impulso mientras Carranco suplicaba, aterrado: –Yo no te traicioné, fue Pachita. No me mates. Por Diosito, no me mates. La respuesta de José María sorprendió a Hermenegildo. –Lárgate, vete con Zavala. Deja en paz a Francisca. Pero si te vuelvo a ver, lo juro por la salvación de mi madre, te degüello como a un cerdo. Con el rostro escurrido de lágrimas, chapoteando desorientado en el arroyo, Matías Carranco regresó a su caballo y en él salió dis­ parado entre la maleza en sentido contrario al camino por donde se llegaba a Chichihualco. –A los traidores se les ejecuta sin piedad –dijo tranquilamente Hermenegildo–. Tú me lo enseñaste, es la ley de la guerra. –Ésta es una guerra personal, nada tiene que ver con la nuestra –respondió José María. Por primera vez, el gesto contrariado de Hermenegildo pareció reprobar a su general.

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9 La encontró ovillada en el camastro, con una trenza que le colgaba más abajo de los hombros. El calor le había hecho deshacerse de la manta y un batón largo le cubría hasta los tobillos. –Francisca. Aunque el cuerpo había inflado sus curvas y los pies desnudos parecían los de una anciana, el rostro de piel exquisita continuaba siendo el de su niña del alma. –Francisca. Creyó despertar de un sueño o seguir sufriendo una pesadilla porque delante de ella, de pie en el quicio de la puerta, se hallaba un hombre que le recordó a José María. Era él. Era José María. Más grande, más fuerte. Enojado, pensó. Dispuesto a extender las manazas para estrangular su cuello. –Francisca –oyó la voz que la despertaba cuando la mañana se metía por la ventana donde un pajarraco revoloteó asustado. Ella no pudo proferir el nombre del intruso hasta que la bola de metal desahogó su garganta: –Yo no fui. Yo no quise. Matías me robó –gemía quebrada por el llanto como si lo de aquella maldita merienda en Ahuacatitlán hubie­ ra ocurrido el día anterior. El culatazo de una cachetada la hizo caer de espaldas sobre el camastro. –A ti te he querido siempre, siempre, a ti, solamente a ti –reco­ braba el aliento mientras José María se desarmaba de sus trapos y se tendía encima de ella, no para degollarla sino para prenderla en un abrazo que pareció devolver al insurgente los años jóvenes de su pasión. Entre jadeo y jadeo ella no dejaba de llorar: –Me convirtió en su esclava. Me maltrató siempre. Me hizo lo peor que se le puede hacer a una mujer. –¡Cállate con un carajo! –gritó José María y se acabaron de una vez por todas las palabras y el llanto. Una hora después, Francisca terminó de vestirse, de desen­re­ dar­se el cabello y de liar un atado de ropa. Con el atado salió co­ rrien­do hasta donde la esperaba José María en el corral de aquella casa desvencijada y pobre, indigna de la mujer más bella de la región.

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Ambos salieron de Chichihualco en el caballo de José María, entre las miradas espionas de los vecinos y las murmuraciones que se tejieron después en torno a cómo la casquivana de Francisca se largaba ahora, así como así, con el mayor descaro, con un cura convertido en insurgente que, bueno, sí, salvaría a todos de los ga­ chupines pero era un cura al fin y al cabo. –¡Ave María purísima! –¡Dios nos aguarde en su gloria! 10 A Hermenegildo nunca le gustó la Francisca Ortiz. No sólo porque no le creía su amor por el general, sino porque lo distraía de sus deberes militares. Era hipócrita, convenenciera, presumida por ser la soldadera del jefe, y hasta coqueta con el recién incorporado Nicolás Bravo. Eso pensaba el brazo derecho de José María pero nunca se atrevió a decírselo de frente a pesar de ser su principal interlocutor. José María y Francisca se ayuntaban a todas horas, en donde fuera, casi a vistas de la soldadesca: después de una batalla, du­ rante las noches de acampamento; no había fatiga ni preocupación que los contuviera. Por culpa de ella, porque José María se distrajo con sus calentu­ ras, el general estuvo a punto de caer prisionero de los realistas en Tepeaca, durante su tercera campaña por el sur. Cuando los insurgentes salieron rumbo a Chilpancingo, Fran­ cisca ya llevaba cinco meses de embarazo. –No podemos seguir peleando con ella –le dijo por fin Herme­ negildo. –Quiero que mi hijo nazca durante nuestras campañas. –¿A mitad de una batalla? –A mitad de una batalla, como se alivian las mujeres de nues­ tros soldados. –Por favor, José María, entiende. Hermenegildo terminó convenciéndolo, y José María llamó a Tomás del Moral y a Manuel Lujan para que se llevaran a Francisca a Tepecacuilco, a la hacienda de don Antonio Gómez Ortiz. Ahí nació el varón que engendró José María en el vientre de Francisca.


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11 Lo que tardaría en saber José María fueron las andanzas corridas por Matías Carranco desde que perdió a la mujer. Combatió ciertamente con Juan Zavala. Luego en el sur, con un destacamento acampado en Pie de la Cuesta y el Bejuco, pero una vez convencido de que los ejér­ citos virreinales terminarían venciendo a los rebeldes y harto sobre todo de la fama alcanzada por su rival en amores –a quien el con­ greso de Chilpancingo nombraría generalísimo de los ejércitos, alteza serenísima– decidió renunciar a la causa insurgente. Matías estaba al tanto de todo lo relacionado con su Pachita: Que durante meses había sido mujer de José María. Que éste había conseguido lo que él nunca pudo: engendrarle un hijo. Que vivía ahora en Tepecacuilco con la criatura, en la hacienda Los Arroyos.

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Y para Tepecacuilco tomó rumbo Matías Carranco luego de de­ sertar del ejército insurgente. Le resultó difícil trasponer la entrada de la hacienda protegida por don Antonio Gómez Ortiz. El viejo hacendado le impedía entre­ vistarse con su sobrina, de la que se había convertido en celoso guardián. Tuvo que ser la propia Francisca quien venciera la resis­ tencia de su tío porque era su voluntad, su empeño, su urgencia, hablar con Matías. Los testigos de esta historia, Tomás del Moral y Manuel Luján, no lograron averiguar el tono y el contenido de ésa y otras entre­ vistas que sostuvieron los viejos amantes. Pudieron deducirlo, sin embargo, por los acontecimientos que se desencadenaron después, en unos cuantos días.

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Herido de amor, herido

Vicente Leñero

Matías Carranco encontró a Pachita convertida en una mujer ven­ cida donde las huellas de la edad se manifestaban en su cuerpo fofo, en su rostro herido de arrugas, en su desaliño. Vivía decepcionada de José María porque nada había hecho por comunicarse con ella. Ni siquiera se tomó la molestia de enviarle recados o misivas pre­ guntando por el hijo. El general vivía obsesionado por la causa insur­ gente. Era lo único importante para él, lloró Francisca: sus batallas, su congreso de Chilpancingo, sus sentimientos de la nación. Quizá no por amor sino por vengarse de su rival y ganar la última partida de ese juego de cartas que significó la disputa por Francis­ ca, Ma­tías Carranco ofreció enderezarle la vida, rescatarla de la mala fa­ma generada en Tepecacuilco como madre del hijo de un cura. Le propuso hacerla nuevamente su mujer y bautizar a su hijo como si fuera propio con el nombre de José Vicente Carranco. Del Moral y Luján certificaron la legalización del hijo bastardo –realizada con la abierta oposición de don Antonio Gómez Ortiz–

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en una pormenorizada relación de los hechos que enviaron de inme­ diato a Hermenegildo Galeana. El valiente Hermenegildo no se hallaba entonces al lado de José María porque el ejército rebelde se había divido en varios frentes para dispersar los acosos de Calleja. Hermenegildo peleaba cerca de Coyuca, y al recibir los informes de Luján y Del Moral mandó un jinete pronto con una carta para José María. La cólera infló al general. Acampaba esa noche con sus hombres en las barrancas de un cerro chaparrón, entre biznagas y huiza­ ches, iguanas, víboras, nubes de mosquitos chupasangre. Ardía una fogata. Chisporroteaban los leños. Más se acrecentó la luz naranja por momentos cuando cayó sobre ellos el papel encarrujado cuya última línea se alcanzaba a leer, con la letra atrabancada de Herme­ negildo: Debiste matarlo aquella vez. José María se alejó del grupo de soldados que compartían el fuego y se encaminó hacia la noche densa, negrísima.


Herido de amor, herido

Alguien llamó su atención: –Generalísimo… Pero José María aceleró el paso hasta un peñasco, se arrancó el paliacate como si se arrancara todos los recuerdos que lo unían a Francisca, y se soltó a llorar. Pocas horas después recibió otra puñalada. Hermenegildo Ga­ leana, su brazo derecho, su confidente, su amigo pirata de la ju­ ventud había sido derrotado en El Veladero. Trató de escapar, pero al hacerlo su caballo tropezó con la rama de una ceiba. Cayó incons­ciente y un soldado realista lo remató con un disparo en el pecho. Se iniciaba el declive. 12 Más que una batalla fue un despeñadero de hombres en fuga. José María había dividido a su ejército para proteger la columna que conducía a los miembros del Congreso de Chilpancingo y para atraer con sus soldados a los realistas. Tras él salieron las fuerzas del teniente Manuel de la Concha apostadas en Tezmalaca cuyas órdenes eran, cueste lo que cueste, atrapar vivo al jefe de los re­ beldes. En la escaramuza, éste se quedó con unos cuantos que los realistas emboscaron fácilmente. Cuando José María desmontó de su caballo herido, los ojos de los mosquetes enemigos lo acosaron entre el herbazal. Un militar se aproximó bajo el resplandor de una luna que brillaba allá arriba, como una hostia consagrada. –Volvemos a encontrarnos, general. José María mantenía la cabeza gacha. La levantó para mirar a quien le hablaba. Los ojos de pez y la sonrisa sardónica bajo el bigote espeso identificaron de inmediato a Matías Carranco. –Tú. Se oían gritos de júbilo de la soldadesca por la proeza alcan­ zada. Ruido de caballos caracoleando. Disparos lejanos. Luego apareció Manuel de la Concha y sus órdenes movilizaron a la gente. Desarmaron a José María. Le ataron las manos. Lo montaron a una mula cuya cuerda era tirada por el caballo de Carranco. Así

Vicente Leñero

llegó, cruzando las barrancas y el lomerío, hasta el pueblo más cer­ cano: Tepecacuilco. Después de que lo metieron a empujones en un cuartucho y le quitaron la venda de los ojos, apareció de nuevo Matías Carranco. –¿Sabes dónde estamos? En Tepecacuilco. Ésta es la Casa de la Maturana, donde estaba la tienda en la que yo trabajaba, ¿te acuer­ das? Ya no existe. Tampoco existe el zaguán de don Nepo, el de los curados de piña y de tuna. Regresamos al principio, mira qué casua­ lidad. José María inclinó la cabeza para no mirarlo. –Terminaste perdiendo, José María. El último as lo tenía yo. Aquí vivo ahora, cerca de Los Arroyos, con Pachita, ¿sabías? Tu hijo lleva mi apellido. Lo adopté. El silencio de José María se prolongó mientras Carranco le desa­ taba las manos. –¿Necesitas algo? –Quisiera ver a Francisca –se atrevió por fin José María. Se torció la boca de Matías Carranco, sonrió con sorna: –Eso sólo puede autorizarlo el teniente Concha. Y no sé si ella quiera. –Es un favor. –¿Qué vas a decirle? –Verla nada más, por última vez. Salió Carranco y hora después le llevaron un plato de frijoles, torti­ llas, un jarro de café humeante. Otra hora, otras dos horas quizás, y la puerta se volvió a abrir. No era Francisca. Era don Antonio Gómez Ortiz; cojeaba por la gota, explicó. Se trenzaron en un abrazo largo. Al apartarse, don Antonio se limpió con el dorso de la mano un grumo de lágrimas. –Pedí ver a Francisca –dijo José María. –No quiso verte. Vine yo. Meneó contrito la cabeza el prisionero: –Es el fin, don Antonio. Hasta aquí llegué. Me van a matar. –No pienses en eso. Hay mucho que se puede negociar todavía con Calleja. –Morir es nada cuando se muere por la patria –dijo José María al volver los ojos hacia el ventanuco por donde ya no se alcanzaba a ver la hostia consagrada.

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Herido de amor, herido

Vicente Leñero

Epílogo Después de ser degradado como sacerdote y enjuiciado por un tri­ bunal militar, José María fue muerto por un pelotón de fusilamiento en Ecatepec, un poblado cercano a la ciudad de México, el 22 de diciembre de 1815. Tenía cincuenta años de edad. Francisca Ortiz regresó a vivir a la hacienda Los Arroyos con su tío don Antonio Gómez Ortiz y murió de paludismo en 1819. Matías Carranco fue ascendido a teniente por la captura de José María en Tezmalaca. Siguió militando en el ejército realista hasta la negociación de la independencia. En ningún documento público se

consigna la fecha de su muerte. José Vicente, el hijo de José María y Francisca a quien Matías Carranco registró con su apellido, sufrió numerosos atropellos por su origen. Cuando se asumió como hijo de José María, el sacerdote Narciso Orihuela lo deturpó inquisitoriamente por ser hijo de un cura excomulgado. Cuando decidió conservar el apellido Carranco de su registro bautismal para huir de las descalificaciones ecle­ siásticas, los admiradores de la causa insurgente arremetieron contra él por ser “hijo” del traidor que capturó al héroe de la pa­ tria. Biografía mínima: Carranco Cardoso, Leopoldo y otros, El siervo de la nación y sus descendientes, Fimax Publicistas, Morelia, 1984 / Timons, H. Gilbert, Morelos: sacerdote, soldado, estadista, Fondo de Cultura Económica, México, 1987 / Palou, Pedro Ángel, Morelos: morir es nada, Planeta, México, 2007.

Vicente Leñero. Novelista, periodista, guionista, y dramaturgo. Obtuvo los Premio Xavier Villaurrutia y el Premio Nacional de Ciencias y Artes de México en literatura y lingüística. Entre su nume­ rosa obra destacan las novelas Los albañiles, La polvareda, La voz adolorida, el guión cinematográfico El crimen del padre Amaro y la adaptación teatral de Los Hijos de Sánchez de Óscar Lewis.

CRUCERO

El agua en la literatura grecolatina

Ramón Teja Casuso

(Ponencia realizada en la Universidad de Cantabria) Las tres primeras palabras que se nos han conservado de la obra poética de Píndaro son estas: “lo mejor, el agua”. Se trata de la primera oda Olímpica dedicada a ensalzar al tirano Hierón de Siracusa por su victoria en la carrera ecuestre de la Olimpiada del 467 a.C. con su famoso caballo Ferenico, “portador de la victoria”. “Lo mejor, el agua”, pero me preguntareis qué relación podía tener el agua con una victoria ecuestre en Olimpia. La explicación es poética. Píndaro comienza su canto realzando la excelencia de una victoria en Olimpia respecto a la victoria en otros juegos y para ello ofrece una triple comparación: con el agua, el más im­ portante de los elementos; con el oro, que sobresale entre las riquezas, y con el sol, que resalta entre los astros: “Lo mejor el agua. Y el oro como fuego incandescente se destaca de noche sobre la soberbia riqueza. Mas si es cantar unos juegos lo que anhelas, no busques ya de día con tu mirada por el cielo desierto un astro esplendoroso más ardiente que sol, y no podremos hablar de certamen más ilustre que el de Olimpia” (Olímpica I,1). Con seguridad, no es posible expresar con menos palabras la estima que los griegos sentían por el agua, fuente de riqueza sólo comparable con el oro y el sol. Las palabras de Píndaro, uno de los más grandes poetas de Grecia, fueron recogidas y evo­ cadas casi un siglo después por Platón, el más grande de los filósofos: “Efectivamente, Eutidemo; lo que es escaso, es precioso. El agua, en cambio, no cuesta nada, a pesar de ser lo mejor, como dice Píndaro” (Eutidemo 304 b). De hecho, en toda la literatura griega y latina aparece y reaparece una y otra vez el elogio del agua. Como ha escrito una arqueólo­ ga del agua en el Mundo Antiguo, “muchas de las creaciones literarias o poéticas en que el agua y sus características se revelan a 18 CULTURA URBANA

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Coladera. Juan Pablo de la Colina.

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Dos cartas Carta I Agua Torgny Lindgren Muchos tipos de agua conocen quienes la han tenido en abundancia y quienes han carecido de ella. Muchos hechos se han arremolinado en ella, vidas en la sequía o vidas bajo el rumor perenne del agua

A la Diputación provincial de Ume.

Hay agua que es fría y densa como la piedra, no puedes beberla, y hay agua que es tan ligera y floja que no sirve de nada beberla, y hay agua que palpita cuando la bebes provocando escalofríos, y hay agua que es amarga y que sabe a sudor, y algunas aguas están, por así decirlo, como muertas, las arañas de agua se hunden en ellas como si fuesen aire. Sí, las aguas son casi como las arenas de la playa, son incontables. Por lo tanto ese papel que ustedes nos han mandado de la Diputación para que les contemos cómo andamos de agua, no vale para nada, el agua no cabe en dos líneas, si uno ha vivido setenta años como yo he vivido sabe tanto sobre el agua que la Diputación quedaría ahogada bajo tanto conocimiento. Así es que no cuento todo. Cuando nos mudamos aquí a Kläppmyrliden, le compramos la casa a Isak Grundström, tenía seis hijos y le parecía demasiado pequeña, nosotros, Teresia y yo, no teníamos hijos, llevábamos cin­ co años de casados, Isak Grundström se iba a mudar a Bjurträsk a trabajar en el aserradero, entonces nos engañó en lo tocante al agua. Estuvimos aquí en marzo viendo la casa y preguntamos: Cómo está lo del agua.

Bien, dijo Isak Grundström. Siempre hemos tenido agua. Y fuimos con él hasta el pozo, por el sendero que había en la nieve, detrás del cobertizo, y echó el pozal al pozo, era bastante pro­ fundo, veinticinco pies dijo, y se oyó cuando el pozal dio en el agua y luego Grundström movió la cadena para que el pozal se llenase bien y luego lo subió y era un agua clara aunque ligeramente amarillenta. Y cogí el cazo y la probé. Bien, dije. Aunque casi tiene como un olor a humo y un sabor a aire. Yo diría que me recuerda el sabor del agua del deshielo. Y entonces él cogió el cazo y bebió. Sabe a roca, dijo. Se nota que es agua de pozo. Sí, dije. O agua de deshielo. No, dijo. Agua de pozo. Pero por qué ponernos a discutir sobre el agua, en todo caso era agua, entonces dije: El agua nunca les sabe igual a dos personas. Aquí en Kläppmyrliden nadie se ha quejado nunca del agua, dijo. Es como una costumbre esto del agua, dije. Cuando uno ha be­ bido un agua cierto tiempo entonces tiene el cuerpo como lleno de esa agua. Y después uno ya no siente su sabor.

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Dos cartas Carta I Agua

Torgny Lindgren

Así es que compramos Kläppmyrliden. Pero el primer invierno que vivimos aquí, hacia la Candelaria, el pozo se secó. Y preguntamos a la gente, a los vecinos, cómo podía ser que el pozo se hubiese quedado vacío. El año pasado cuando estuvimos aquí para ver la casa había agua. Y además Isak Grundström nos dijo que nunca se secaba. Ese pozo se seca todos los inviernos, dijeron los vecinos, Y al­ gunos veranos secos. Y hasta nos dijeron: Por eso se marchó Isak Grndström. Por el agua. Pues el año pasado tenía agua, dije. Qué va, dijeron. Pero Isak Grundström sabía que le ibais a pre­ guntar por el agua. Así es que llenaron el pozo antes de que vinie­ seis, fundieron nieve en el caldero de la colada, tres días estuvieron trajinando con el agua, la llevaron en cubos hasta el pozo, Isak, Agda y los seis hijos. Así es que llenaron el pozo de agua de nieve derretida, dije. Sí. Así nos engañaron. Aunque en realidad yo comprendía a Isak Grundström, nunca hu­ biese podido vender Kläppmyrliden si hubiese dicho que tenía el peque­ ño pero de que el pozo se secaba en febrero, y así fue de milagro que logró venderla. Y a nosotros nos bastaba, sólo éramos Teresia y yo. Primero lo intenté en el manantial de Kapläppkallkällan, está en el bosque a sólo un kilómetro, pensé que podríamos llevar el agua hasta casa, y perforé el hielo con un pico, pero el hielo terminaba en fango, el manantial no era más que una capa de fango helado hasta el fondo. Después no nos quedó otro remedio que coger nieve y fundirla en el caldero de la colada. Era un agua algo amarillenta, y tenía como olor a humo y sabor a aire. Y dije: En el verano cavaré algún pie más en el pozo. Y así lo hice. En mayo volvimos a tener agua, antes de San Juan vaciamos el pozo sacando el agua con pozales y me fabriqué una escalera de veinticinco pies para poder bajar y seguir cavando, se­ guro que cavé más de dos pies, y Teresia me ayudaba subiendo con

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el pozal lo que yo cavaba, era arena arcillosa, y manó agua, tanta que casi no podía seguir cavando. Y dije: Ya nunca nos quedaremos sin agua. Y ese invierno nos las arreglamos hasta el domingo de ayuno. Pero luego se secó. Así es que seguimos derritiendo nieve hasta la Semana Santa, entonces llegó el agua del deshielo. Por cierto que era un agua buena, el agua del pozo, era clara auque quizá un poco dulzona. Y cuando llegó el verano, volví a cavar. No era muy difícil de cavar, bastaba con el pico y la pala. Y pasó lo mismo que el verano anterior, manó de tal manera que tuve que trabajar chapoteando en el agua todo el tiempo y eso que Teresia la sacaba a pozales sin parar. Pero no había cavado más de un pie cuando llegué a la roca primigenia. Y pensé: No puedo seguir, esta vez se acabó. Pero voy a continuar cavando hasta dejarlo limpio, hasta dejar la roca limpia de forma que el pozo tenga el fondo como el suelo de un salón, y limpié con las manos para que no quedase ni un puñado de tierra o de barro, y cuando lo estaba haciendo sentía la roca en las manos como si fuese hielo, debía de haber un agujero en algún sitio, había una grieta en la roca exactamente igual que suele haber en el hielo que cubre los lagos, y tuve la mala suerte de abrir esa grieta, y el agua que se había acumulado alrededor de los pies desapareció, el pozo se secó en un instante, fue como si la roca absorbiese ávida­ mente el agua, hasta se oyó un chasquido como cuando se descor­ cha una botella, no quedó ni siquiera el rastro que puede dejar el rocío. Pero Teresia dijo: No puedes hacer más, no es culpa tuya. En lo tocante a la pro­ fundidad no hay persona que pueda saber que es lo adecuado. Dónde hay que parar de cavar. Así es que después nos quedamos completamente sin agua. Y no tuve más tiempo de cavar aquel verano. El verano es breve, como la caída de una estrella fugaz. Aquel invierno traíamos el agua de Kläppkallkällan y cuando el fondo se quedó helado derretimos nieve en el caldero de la colada. Y yo le hice una especie de yugo a Teresia para que pudiese traer dos pozales a la vez, le di la forma de la nuca y los hombros


Dos cartas Carta I Agua

para que no le hiciese daño innecesariamente, ni rozaduras, y Tere­ sia me dijo que aquello era como una bendición, el yugo. Si hubiésemos tenido hijos ellos podrían haber acarreado el agua. Pero ninguno de nosotros dijimos nada sobre ello, no podíamos tener hijos, el yugo de la esterilidad es algo muy duro de soportar. Más pesado aún para Teresia. Cuando volvió a ser verano cavé junto a la leñera, Teresia sacaba los pozales de tierra, cavé dieciocho pies, entonces llegué a la roca, y ni una gota de agua, ni siquiera estaba húmeda la tierra. Y le dije a Teresia: Esta ladera es todo roca, un montón de tierra seca, es como el desierto de Sin. Aunque allí en las Escrituras dice algo sobre los manantiales de las grandes profundidades, dijo Teresia. Sí, le dije, pero hay que encontrarlas. Sí, dijo ella. Las fuentes de las grandes profundidades están es­ condidas, eso dicen también las Escrituras.

Torgny Lindgren

Me va a matar, esto del agua, dije. No es el agua, dijo entonces Teresia, es todo lo contrario. Pero en el verano volveré a cavar, dije, cavaré junto a los viejos pozos, seguro que allí habrá agua. Sí, dijo Teresia. Porque en algún lugar tiene que estar el agua. Sólo que está escondida como el buen vino en las bodas de Caná. Y sí que había agua, insensatamente demasiada agua. Era la primera semana de junio cuando cavé, y al tercer día ya no podía­ mos sacar el agua en pozales, no dábamos abasto, Teresia estaba completamente agotada, yo había dado con una veta de agua, en la arena, y dijimos: Ahora sí que por lo menos tendremos agua mientras vivamos, este pozo no se secará nunca. Por lo menos tendremos agua. Y no eran más que diez pies. Pero el agua necesita tiempo para aclararse, siempre está tur­ bia cuando se ha acabado de cavar, barro, fango y tierra, el pozo necesita un par de días, pero después nunca estaremos sin agua,

Agua podrida. Juan Pablo de la Colina.

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Dos cartas Carta I Agua

Torgny Lindgren

Caño. Juan Pablo de la Colina

dijimos. Y le daremos las gracias a nuestro Señor por esto, lo único que, al fin, nos ha sido concedido: el agua. Aunque la probamos, claro. Y dijimos: No, todavía sabe demasiado a tierra. Pero cuando hubo pasado un semana el agua todavía no es­ taba clara, era marrón amarillenta y la superficie destellaba como el arco iris, y tuvimos que decir, no, no sabe a tierra, a lo que sabe es a hierro. Aunque servirá para los animales, dijimos. Pero no: ni siquiera las vacas se decidían a beberla, parecían como aterradas y mugían violentamente apartando la cabeza cuan­ do se la poníamos delante, así es que no me quedó más remedio que rellenar el pozo nuevo y ya no tuve más tiempo de cavar aquel vera­

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no. Recuerdo que nos había nacido un ternero muerto y que lo eché al fondo del agujero y luego lo rellené, qué ventajas saca el hombre de todas sus fatigas, quedo como un montículo sobre el terreno. Aquel invierno creímos que esta vez, sí, por fin. Teresia estaba segura en octubre, no se sentía bien, tenía náuseas y no toleraba ningún alimento excepto la cecina de cerdo, y yo dije que era como un milagro, era como cuando Moisés golpeó con su callado en la roca. Estábamos como desasosegados y nos alegramos mucho, hasta le ayudé a traer agua a pesar de que los vecinos decían: Vaya, desde cuando es eso un trabajo de hombre, el traer agua. Pero en diciembre Teresia tuvo un aborto, iba a echar la nieve en el caldero de la colada y fue como si algo se le hubiera roto en la espalda.


Dos cartas Carta I Agua

Aunque se recuperó pronto, Teresia siempre ha tenido una natura­ leza fuerte, si yo no hubiese tenido a Teresia no sé, no sé. Nadie tenía la culpa de nada, cómo iba a poder tener alguien la culpa de algo. Entonces en el invierno, en febrero, oí hablar de un proceso de Strycksele llamado Johan Lidström, solía andar con su vara de zahorí y no se equivocaba nunca, y cuando él señalaba el lugar allí cavaba, y si no salía agua nunca quería cobrar. Así es que le envié recado con Andreas Lundmark, que en todo caso iba a pasar por Strycksele camino de Vindeln, le dije lo que tenía que decirle a aquel Lidström, que no estábamos contentos con el agua en Kläppmyrliden y que no íbamos a rechazar su ayuda si le parecía que iba a tener tiempo. Y el lunes después de Pentecostés, llegó. Era alto y delgado y un poco cargado de espaldas, quizá por aquello de tanto cavar, y estaba lamentablemente seguro de sí mismo y era bastante sober­ bio, parecía que era como un médico de aguas. Y le conté lo que habíamos pasado en el asunto del agua. Ahora hace siete años que vivimos aquí, dije. Sin agua. Y he cavado de verdad, he cavado tanto que casi me he que­ dado cheposo. Quería que nos entendiésemos, que nos cayésemos bien. Tú no has hecho más que cavar a la buena de dios, dijo. Has andado como un ciego en las tinieblas. No, le dije. He cavado con la misma sensatez que cualquier otro. Tú mismo puedes ver los puntos donde he cavado. El agua es asombrosa, dijo. Es impenetrable. Es como una cien­ cia. Sí, dije. Y no se puede vivir sin ella. La gente corriente no debería tratar de meterse en esto del agua, dijo. Esos que no tienen los conocimientos necesarios. Cuando uno no tiene agua cava en plena desesperación, dije. Cavar presa de la desesperación, dijo, nunca da resultado. El agua no se preocupa de que alguien grite o se queje. Al agua no se le puede coger por sorpresa. Pero uno puede llegar a una vena de agua, dije. Como por un capricho del destino. Sí, dijo. Y eso es casi lo peor. La vena de agua es sensible como el ojo de un niño. La vena de agua es delicada como un espejismo.

Torgny Lindgren

La gente no hace más que destruir las venas de agua cavando. Pero tú, tú no te equivocas nunca, dije. A ti no te sale nunca mal lo del agua. Nunca, dijo. He aprendido a tomarme esto del agua en serio. Las corrientes de agua en el interior de la tierra son como las venas en el cuerpo humano. Y añadió: El rey y el Parlamento deberían promulgar una ley sobre el agua. Para que la gente no pudiese cavar de cualquier manera. Y el mundo va hacia adelante. Progresa. Estoy convencido, dijo, estoy convencido de que pronto o tarde se verán obligados a escribir una ley así. Hacer pozos es como traer un niño al mundo. La vida y el agua, es lo mismo. Y era realmente minucioso, se tomaba su tiempo, se pasó dos días enteros dando vueltas, sólo mirando. Observaba la hierba y levantaba los tepes y olía la tierra y llevaba la vara, era de abedul fresco, y se arrastraba a cuatro patas y tocaba la tierra con los dedos y se tumbaba sobre el vientre y se quedaba totalmente in­ móvil, sostenía que a veces hasta oía cómo chapoteaba el agua en el interior de la ladera, o hundía una barra de hierro en el agujero y luego medía. Quería que nosotros viésemos con toda claridad lo extraordinario que era esto del agua, que era ciencia y arte. Y por fin, la mañana del tercer día, dijo: Este es el sitio, aquí voy a cavar. Era detrás de la leñera, allí donde florecen las frambuesas, allí lo que más hay es gravilla y arena. Veinte pies, dijo. Veinte pies, pero luego habrá agua de por vi­da. Y para los hijos caso de tenerlos, hasta tercera o cuarta gene­ración. Yo podría cavar al principio, dije. Sólo la primera capa. Antes de llegar al agua. No quiero, ni mucho menos, estropear la vena de agua, dije. No, dijo. Cavaré yo todo. Es el principio de las cosas lo que de­ termina el final. Y era un buen pocero, conocía bien su oficio. No se movía de prisa pero era ágil y despachaba con eficacia el trabajo, yo me senté a la entrada del granero a reparar los rastrillos y de vez en cuando me daba una vuelta por su lado, era como si se hundiese en la tie­ rra, más o menos un pie por hora.

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Dos cartas Carta I Agua

Torgny Lindgren

Y cuando hubo llegado a una profundidad que no le dejaba visi­ ble más que la cabeza, cogí el pozal y la cadena para ayudarle a sacar la tierra poco a poco, era muy cuidadoso con las esquinas y cavaba en forma cuadrangular, no circular. Y se lo dije: Yo siempre he cavado pozos redondos. No cuadrados. Sí, dijo, ya lo sé. La gente suele cavar pozos redondos. Creen que hay que cavar redondo. Tuvimos que sacar un par de pedruscos con la palanca de arran­ car los tocones. Y le dije que habíamos tenido suerte de que no era roca primigenia. Lo sabía, dijo. Yo nunca cavo donde hay roca primigenia. El sábado por la tarde, había llegado a los diecisiete pies, él tenía como una plomada para medir la profundidad. El lunes, dijo, el lunes llegaremos al agua. Entonces verás lo que es un chorro. Y se pasó allí todo el domingo, se mantuvo en la proximidad del pozo pero no cavó, anduvo dando vueltas y patadas a la tierra y a ratos se sentaba en el montón de tierra que había sacado, se queda­ ba sentado pensando. Pero Teresia me dijo la noche del domingo: ¿Crees que va a encontrar agua? Sí, le dije. Parece estar muy seguro. No creo que encuentre ninguna vena de agua, dijo entonces Tere­ sia. Fanfarronea demasiado. Es todo vanidad. Si uno ha encontrado tanta agua como él, tiene derecho a sen­ tirse orgulloso, dije. Creo que el que va a encontrar agua, ese debe ser humilde, dijo Teresia. Debe sentir algo así como amor. Y pensé en cómo había cavado yo todos esos años y ni una gota. No debes ser supersticiosa, dije. O hay agua o no la hay. Y yo creo en él. A la hora de comer, el lunes, había cavado veinte pies. Y le grité preguntándole: ¿Ves agua, Lidström? Aún no, contestó. Pueden faltar unas pulgadas. Pero después de que hubimos comido y volvimos a salir y él bajó, estaba todo tan seco como cuando habíamos entrado a comer.

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Y me gritó: Voy a sacar unas paladas más. Y siguió cavando. Si ahora la Diputación quiere de verdad saber cómo hemos es­ tado en la cuestión del agua. Cuando hubo cavado veinticinco pies, era martes, lo escribí ahí en el calendario, entonces le grité por primera vez: No creo que haya agua en este lugar. Y el me gritó de vuelta: Estoy seguro de que hay agua. Yo no me doy por vencido. Así es que no había otra cosa que hacer que seguir allí en el borde del pozo y sacar los pozales de tierra que llenaba en el fondo y yo la tocaba con la mano y sólo era tierra seca. Y Teresia vino y se quedó a mi lado y yo le dije es tierra seca y nada más. Y entonces ella dijo: Creo que el que peor lo va a llevar es este Lidström. Tú y yo nos las arreglamos, no estamos mimados con esto del agua. Pero creo que él no va a aguantar una ignominia así. Así es que tú lo crees, dije. Que nunca en su vida se ha equivo­ cado en materia de agua. Sí, dijo ella. Lo creo. Pobre hombre. No tendría que estar tan seguro y ser tan arrogante, dije. Aunque suele tener suerte con el agua. Debemos tratar de encontrarle algún consuelo, dijo Teresia. Empanada de riñones. Voy a hacerle una empanada de riño­ nes. Sí, dije. Porque no va a cobrar por este pozo seco ni cinco. Y tuve que seguir añadiendo peldaños a la escalera sin parar. Y no probó la empanada de riñones, le era imposible aguantar el olor, dijo. Cuando llegó a los treinta y cinco pies, le pregunté: ¿No habrá roca pronto? Y contestó: Quedan diez pies hasta la roca. Y sobre la roca está el agua. Pero en toda caso parecía estar un poco tristón, cuando cena­ mos y tomamos café no dijo una palabra, y después de las gachas de la noche se fue inmediatamente a la cama. Dormía en el desván.


Dos cartas Carta I Agua

Torgny Lindgren

Tripulación. Juan Pablo de la Colina.

Aunque el jueves por la mañana, justo cuando iba a volver a bajar al pozo, dijo: Esto es algo serio. Los hay que cavan pozos a ojo de buen cu­ bero. Pero para mí es algo muy serio. Y se veía que era verdad. Pero cuando vi en la plomada que andábamos por los cuarenta y dos pies, le grité: Oye, Lidström, esto es totalmente inútil. Ya es hora de dejarlo. Pero contestó, aunque no se oyó muy bien, porque cuarenta y dos pies para un pozo es profundidad: Sólo una pulgada más. O algún pie. Luego el agua. Pero le contesté: Te equivocas. Te engañas a ti mismo. Esta tierra es más seca que el desierto de Sin. Y él me contestó a gritos: No seas tan tozudo. Basta con que subas los pozales.

Y yo le dije: Ya no me importa nada este pozo. ¡Que se lleve el diablo este pozo! Entonces él gritó: Quién es aquí el que en realidad entiende de agua. ¿Eres tú o soy yo? Y luego movió la cadena como señal de que el pozal estaba lleno, y lo subí. Un pie más, pensé. Y después se acabó. Después que suba él sus pozales de tierra por la escalera. Y el sábado por la mañana, pronto íbamos a descansar para to­ mar el café de la mañana, íbamos por los cuarenta y cinco pies. Lidström, grité, Lidström. Ni una pulgada más. Ni un grano de arena. Pero me contestó: Tú no tienes que mezclarte en esto. Voy a cavar tan hondo como me parezca.

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Dos cartas Carta I Agua

Torgny Lindgren

Y grité: Haz prometido cavar tres pozos más en Norsjö este verano. Sí, contestó. Pero los cavo de uno en uno. Pero yo tengo otras cosas que hacer más importantes que estar aquí subiéndote los pozales, dije. No puedo pasarme aquí todo el verano. Cuando mane el agua, entonces me estarás agradecido, gritó. Por no haberme rendido sólo porque había que cavar unas pulga­ das más de lo que habíamos pensado. Y yo oía desde arriba cómo seguía dándole a pico y pala mien­ tras hablábamos. Pero Lidström, grité, es que no entiendes lo que te digo. Es hora de dejarlo. Sube de una vez. Se ha terminado. Y entonces me gritó desde el fondo de su agujero, desde aquel pozo que tal vez era ya el pozo más profundo de Norsjö: Tú no me vas a dar órdenes. Cavo tan hondo como quiera. Tengo mi libertad. Soy un hombre libre. Y un hombre libre cava tan hondo como quiere. Y entonces fue como si ya se me hubiese agotado la paciencia, tenía la impresión de que iba a verme obligado a bajar a buscarlo y subirlo a cuestas por la escalera. Pero la ladera es mía, grité. ¡Este terreno en el que estás cavan­ do es mío! Soy yo el que decide si algún extraño puede venir aquí y ponerse a cavar profundos agujeros secos. No hay forastero que pueda venir aquí y ponerse a mandar en esta pedregosa ladera. Y di una buena patada en el suelo, así de enfadado estaba. Con el pie derecho, fuerte, en la ladera. Y entonces abajo en el pozo sonó como la lluvia en el tejado de un granero, era la pared sur del pozo que cedía, no estaba bien asegurada, y di un salto de unos pasos hacia atrás, porque los can­ tos superiores del pozo cedían también, tampoco había humedad que sujetase la tierra así es que todo se derrumbaba como la arena en el reloj de arena, era como cuando la nieve llena la huella de un pie en invierno, todo el pozo desapareció como si hubiese estado cavado en el mar y ahora el agua volviese a su sitio, del pozo no quedaba más que una pequeña depresión, del pozo de cuarenta y cinco pies.

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Y yo me sentía impotente. Y le grité a Teresia que estaba en casa y salió y nos quedamos allí un rato, ella tenía lágrimas en los ojos, y dijo: ¿Habrá sufrido? Todo fue muy rápido, dije. Hasta creo que aún debe estar de pie. Está de pie a una profundidad de cuarenta y cinco pies. Trató de hacer todo lo que podía, dijo. Era lo único que quería. Hacer lo que podía. Le dije que subiese, dije. Si hubiese hecho lo que le decía, no habría ocurrido esto. Sí, dijo. Era un cabezón. Pero quizá esos sean así. Los poceros. Y después tuve que ir a Norsjö, no sabía muy bien lo que había que hacer en un caso así. Está ahí de pie, a cuarenta y cinco pies de profundidad, le dije al cura. Y tardaría todo el verano en sacarlo. Y el cura pensó un buen rato. Luego me dijo: En el mar la bendición a los difuntos para su descanso eterno se les da inmediatamente en el lugar de la muerte. Los que pierden la vida en el mar no son pescados de las profundidades para ser luego sepultados en tierra sagrada. Y ese pocero Lidström, ese que esta de pie a cuarenta y cinco pies de profundidad, es como un marinero que se ha ahogado en su mar. Así es que me volví a casa y rellené el agujero, devolví toda la tierra, la arena y la gravilla, que quedaba de la que había sacado Lids­ tröm y lo dejé liso como estaba y planté unos frambuesos, y Teresia hizo una corona de ramas de serbal, y dos semanas después vino el cura y celebró el entierro, sí, se llamaba entierro me dijo cuando le pregunté si realmente era absolutamente necesario, de la tierra has venido, a la tierra volverás. Y él se había enterado por el cura de Vin­ deln que ese Lidström no tenía familia o allegados en Strycksele, era un lobo solitario y el cura leyó un verso de Mateo sobre el agua: Y aquel que le diere a beber un vaso de agua fresca a uno de estos pequeñuelos no dejará de percibir su recompensa. Y Teresia le dijo al cura: Sostenía que había cavado más de cien. Pero nos quedamos sin agua. Y le dije muchas veces a Teresia: Si hubiera una sola persona a la que no le importase el agua. Entonces venderíamos Kläppmyr­


Dos cartas Carta I Agua

liden a esa persona. Pero nosotros estamos atrapados en Kläpp­ myrliden. Pero Teresia dijo que cada día tiene su afán, los días pasan de uno en uno, no se necesita traer más agua desde Kläppkallkällaen o derretir más nieve de la que necesitamos para el día. Y sólo somos nosotros dos. Y sólo somos nosotros dos. Pero yo le dije:

Torgny Lindgren

Piensa en la vejez, Teresia. Quién nos traerá agua. Y derretirá nieve. Y en eso tuvo que darme la razón. Así es que aún traté de cavar en algunos lugares. Aunque sabía que era inútil. Cavaba en tierra seca y arcillosa, me sentía como obli­gado a cavar algún agujero vacío cada verano. La arena seca es como un colador para el agua, es como un cedazo y como un cubo sin fondo.

LA ACERA DEL FRENTE México, ciudad enciclopédica José Alvarado Todos amamos a la ciudad un poco dispiscentemente. Ayer, verbigracia, estaba el cielo claro a mediodía, y el sol jugaba en los aparadores de la calle de Niza y sobre los árboles de la avenida Fundición. Algunos se sintieron, durante unos segundos dichosos, habitantes de la más bella entre las ciudades del mundo y amaron a México venturosos. Pero ese mismo sol iluminaba charcos en la colonia Gertrudis Sánchez y manchas de chapopote en Santa María la Redonda… La ciudad de México es para amarse a todas horas y desde todos los sitios y para soñarla, no como imagen de otra, distante e ilustre, sino como reflejo mismo del país que preside. México es, quizá, la más original y diversa de todas las ciudades de la América Latina y ello se debe a que resume todos los Méxicos, el industrial y el agrario, el indígena y el criollo, el todavía paupérrimo y el opulento. Es, en tal sentido, una ciudad leal… Y tiene muchos defectos y son varias sus fealdades, pero ¿qué sería del mundo sin una ciudad como México, verdadero universo donde dialogan el mármol y el tezontle, el clavel y el zempazúchil, la biznaga y el durazno, la sonata y el bolero?... Y ¿qué sería de nosotros, perdidos en una megalópolis sin carácter, huérfanos de los tacos de carnitas, las quesadillas de flor de calabaza y de esa música nocturna donde una queja tiembla en un viejo danzón? Lo que no exime de considerar con seriedad los problemas de la urbe, ni de lamentar las dificultades crecientes del transporte y de la habitación. Pero… En Excélsior, “Intenciones y Crónicas”, 1968

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Fuente. Juan Pablo de la Colina

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Dos cartas Carta I Agua

Los vecinos, todos ellos tenían agua. En Lakaberg e Inreliden, y en Böle y Avabäcl y en Armträs, en todos los sitios tenían agua. Así es que nosotros vivíamos como aislados, la gente lleva muy buena cuenta de los que no tienen agua. Y nosotros éramos una pareja sin hijos que no tenía agua, así es que… Ëramos como Kläppmyrliden. Y Kläppmyrliden era como el de­ sierto de Sin. Hay una sequía incurable de la vida. Cuando ya habían pasado quince años desde el verano en que Lidström estuvo con nosotros, sí, así decíamos aunque en realidad él seguía estando con nosotros, era el decimoquinto verano, fue un verano insoportablemente seco, entonces un día estaba donde los pequeños abetos al este del granero, estaba afilando las estacas para los almiares del heno. Entonces llegó Teresia, venía de la casa, con la cesta del café, llevaba un pañuelo atado en la cabeza y el delantal grande, el delantal de repostera. Y ya no éramos jóvenes, yo tenía cincuenta y ocho y ella cin­ cuenta y siete. Y yo esto no se lo diría a cualquiera. Pero a la Diputación quiero decirle la verdad. Ya que la Diputación pregunta por el agua. Y nosotros no solíamos tener relaciones, esas relaciones que los esposos suelen tener, las fuerzas no alcanzan para todo, a uno se le agotan las fuerzas tratando de salir adelante en Kläppmyr­ liden. Y era como esfuerzo vano. Y nos sentamos en la hierba, ella había horneado un bizcocho y había traído agua fresca en una jarra, y bebí agua mirándola, que arrugada está y el cabello gris y que prominentes tiene los pómu­ los, más salidos que antes, y tenía un hombro más bajo que el otro y una especie de bulto en la nuca, seguro que era por el yugo de traer agua. Y pensé: Quizá debería sacar tiempo para hacerle otro que se adaptase a su cuerpo como un chal. Y fue como si hubiera oído mis pensamientos, porque dijo: He pensado en el agua. Puede que hayamos sido demasiado pejigueros en lo tocante al agua. Tanto que no haya encontrado salida. Tal vez si no la hubiésemos estado buscando tan desespera­ damente, habríamos tenido agua suficiente y más. Ha sido siempre tan supersticiosa en lo tocante al agua, Teresia.

Torgny Lindgren

Pero no dije eso, no se lo dije, sino que me acerqué un poco y le pasé el brazo derecho por la cintura, porque ha sido siempre como una tristeza entre nosotros lo del agua, y ella apoyó la cabeza en mi pecho y nos tumbamos en la hierba y entonces tratamos de hacer lo que no habíamos hecho en años, fue una cosa que nos vino así, espontáneamente. Fue una iluminación, una ocurrencia. Y luego, después de un rato me vi obligado a decir: No me viene. No puedo más. Entonces dijo Teresia: No importa. Hay tantas cosas que no se pueden terminar. Y yo sólo quería que probases el biscocho. Hay tantísimas cosas que no se pueden terminar. Esa paciencia de Teresia, es como una bendición. Y luego me dijo: Tengo la espalda mojada. Y entonces le dije: No es posible. Esto es tan seco como el desierto de Sin. Toca, pues, dijo sentándose. Y la toqué con la mano y estaba mojada como tras un agua­ cero. Tal vez deberías tentar a la suerte y cavar en este sitio, dijo. No, dije. Por aquí seguro he cavado diez veces. Pero si te lo pido, dijo. Entonces me vi obligado a ir por la pala y ella estaba allí mien­ tras yo cavaba, cavaba justo donde ella había estado tumbada en la hierba, la hierba estaba resplandeciente como tras el rocío, y el agua manó casi inmediatamente, no había cavado ni dos pies, era un chorro como el puño y se desbordó por encima de los bordes, era realmente una fuente de verdad. Sí, esto es lo que nos ha pasado en lo tocante al agua, es una buena fuente, ni dulce ni amarga, no sabe a agua de deshielo ni a roca, y para protegerla le he construido como un brocal, y lo terminaré el año que viene y le haré una tapa, no se hiela en invierno, y puedo pues contestarle a la Diputación que sí, que tenemos agua, tenemos agua hasta que nos muramos y dejaremos agua después de nosotros, se llama la fuente de Teresia.

Torgny Lindgren. Poeta, narrador y ensayista sueco. Su obra tiene un alto alcance y reconocimiento. Es miembro de la academia sueca de la lengua. Autor de la obras ¿Cómo sería si uno fuera Olof Palme?, Otras preguntas, ¿Te asusta el minuto?, Betsabé y El sofrito de carme, entre muchas otras. CULTURA URBANA 31


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El toque. Armando Haro Mรกrquez


Hacia una nueva cultura del agua José Hernández Vázquez

El agua está mal distribuida en la capital del país a causa de numerosos factores (como el des­ mesurado crecimiento de la población). Escasea y se desperdicia. Está en peligro permanente de contaminarse. Su provisión ha causado problemas y abusos entre vecinos y por parte de intereses políticos. A esta red de problemas se asoma con precisión informativa un experto en la materia

La escasez del agua es una realidad perceptible en México, y es cada día más preocupante. El Valle de México, con más de 20 millones de ha­ bitantes, enfrenta cotidianamente este problema de manera dramáti­ ca; de modo tan grave que inclusive pone en tela de juicio la credibili­ dad de las instituciones cuya tarea principal es dotar a la población de este líquido.​ Para el primer semestre del próximo año la escasez de agua se agudizará aún más, debido a la irregularidad de las lluvias de este 2009, que tuvo como consecuencia una baja en la captación en las presas y áreas de recarga que proveen de agua al Valle de México. Se ha empezado a enfrentar este problema con recortes de fin de semana en el suministro, y el próximo año, a la luz de la gravedad del asunto, se tiene prevista una drástica restricción en el suministro y el consumo. La situación problemática del agua es muy compleja. No exis­ te equilibrio entre la disponibilidad y la demanda del líquido, y en cam­bio no cesan el crecimiento de la población, la sobreexplota­

ción de aguas subterráneas, los problemas de contaminación, la ine­ficiencia en su uso, la depredación de los recursos naturales, el desequi­li­­brio ecológico y la falta de una cultura del agua. Ante condiciones de tal complejidad, es inaplazable la búsqueda de al­ ternativas. Es impostergable una exploración que entrañe la par­tici­ pación corres­ponsable de los diferentes actores sociales, los que, además de ex­plicarse su realidad, contribuyan en la búsqueda de solucio­­nes des­­de sus propios ámbitos de competencia. Es necesario señalar y comentar algunos de los asuntos estre­ chamente relacionados con la compleja situación del agua en el Valle de México. Por sus particularidades, estos asuntos y esta situación sugieren la puesta en marcha de una acción específica y que sirva de indicadora a las instituciones, las diversas comunidades y la población en general. Como parte de dichas tareas, de manera breve se apun­ tarán aquí algunas acciones de una nueva cultura del agua propia de una cultura ambiental.

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Hacia una nueva cultura del agua

José Hernández Vázquez

Rasgos de la problemática del agua en el Valle de México En la Ciudad de México existe una elevada demanda de agua, al tiem­­po que una deficiente infraestructura para una gestión ambien­ talmente orientada y una sobreexplotación del propio acuífero y de cuencas aledañas. El problema del agua en la capital del país tiene tres dimen­ siones: 1) La zona conurbada de la Ciudad de México consu­ me alrede­dor de 63 m3/seg. de agua, los cuales son distribuidos de manera desigual entre las diferentes delegaciones políticas, de tal forma que mientras en algunas abunda y se desperdicia, en otras escasea. 2) Este abasto proviene en un 70 por ciento del acuí­ fero de la propia ciudad, y un 30 por ciento de cuencas del Estado de México, la del Lerma y la del Cutzamala. 3) De esos 63 m3/seg. de agua que abastecen a la ciudad, alrededor del 30 por ciento, es decir, una can­ tidad equivalente a la que se traslada de las cuencas externas a la de la Ciudad de México, se desperdicia en fugas. Estos tres aspectos muestran la problemática del agua en el Distrito Federal. Por un lado se da una desigualdad en la distribución del recurso en una misma unidad urbano-ambiental, donde las zonas habitacionales de la región poniente son las más favorecidas, tanto en lo que toca al consumo de agua per cápita (350 lts./persona/día, aproximadamente) como en el precio del líquido. Al mismo tiempo, en la región oriente de la ciudad, particularmente en la Delegación Iztapalapa, (20lts./persona/día, aproximadamente) el recurso esca­ sea con frecuencia, lo que obliga a los habitantes de la zona a ad­ quirir agua en pipas a un precio mucho más alto que en las tomas domiciliarias. Por otro lado, ocurre el impacto regional de la demanda de agua de la Ciudad de México, que ha traído como consecuencia que comunidades alejadas hasta cientos de kilómetros del Distrito Fede­ ral sufran de escasez al entubarse el agua para ser llevada a la capital.

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Éste último es el caso de la región mazahua, cuyo abasto provenía de la cuenca del Cutzamala (abundante en agua), y ahora sufre escasez, lo que violenta el derecho de los pobla­ dores al agua en calidad y cantidad suficientes. La situación es aún más grave si se la relaciona con el hecho de que ese volu­ men de agua “importado” a la ciudad de cuencas aledañas, es el mismo que se desperdicia en fugas en la red de distribución y en las tomas domiciliarias: el agua que escasea en las cuencas del Lerma y el Cutzamala es la que se mal emplea en el Distri­ to Federal. Se calcula que el 43 por ciento del agua de la ciu­ dad se pierde a a causa de las constantes fugas en el sistema hidráulico. Actualmente el volumen de agua extraído de los acuíferos es mucho mayor que el que se recupera naturalmente. La ex­ pansión de la mancha urbana ha provocado la mengua de áreas naturales de infiltración que alimentan al acuífero. Se estima que cada segundo se extraen del subsuelo 45 metros cúbicos, mientras que se reponen naturalmente tan sólo 25 (de cada dos litros de agua que se extraen del acuífero de la ciudad sólo se recarga uno). Éste es un desequilibrio que ha ocasionado la deshidratación y compactación de las arci­llas que cubren el Valle y el asentamiento o el hundimiento del terreno, el cual va de 6 hasta 30 centímetros al año en zonas como Xochimilco, Tláhuac, Ecatepec, Netzahualcóyotl y Chalco. Los hundimientos también han provocado el debilitamiento de la cimentación de las cons­ trucciones, la inestabilidad de la red de drenaje y agua pota­ ble, la dislocación de tuberías, la modificación de estructuras de desa­lojo y fugas en las redes de drenaje y agua. Como ya se ha ad­vertido en otras ocasiones, vemos que al ritmo en que está extrayéndose el agua del acuífero se la está condenando técni­ camente a su colapso. Cada vez más profunda, la excavación de los pozos también ha ocasionado la alteración físico-química del agua, la cual presenta un mayor contenido de hierro y manganeso, lo que afecta su calidad y representa riesgo para la salud. Los riesgos para la salud también se han incrementado por el hecho de que los pozos se han realizado muy cerca de loa canales de aguas negras (a 30 metros de distancia) o de los depósitos de las gasolineras.


Hacia una nueva cultura del agua

José Hernández Vázquez

Conflictividad De acuerdo con información de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), “la proporción de conflictos por el agua en los que hubo de por medio acciones de presión y enfrentamiento pasó de 28 por ciento en 1990 a 76 por ciento en el 2000. Una parte de los con­ flictos que se registran en áreas urbanas, en particular en el Valle de México, tiene como motivo el acceso al agua potable y su distribución, y ocurre en época de estiaje. Aproximadamente un millón de habitantes recibe el vital líquido por el sistema denominado tandeo, esto es, que sólo lo reciben a determinadas horas y días de la semana. Para 2008 y 2009 en la Delegación de Iztapalapa se registraron enfrentamientos entre los habitantes por el abasto de agua de las pipas. Un sistema de distribución que oficialmente es gratuito pero que los choferes de las pipas cobran, con “propinas” entre 60 y 100 pesos por brindar el servicio. En el caso de particulares, éstos cobran entre 500 y 700 pesos. La Comisión de Derechos Humanos del Distrito Fede­ ral, reportó cobros de agua cuando el líquido no se recibió, y cobros elevados injustificados. En el mundo, según la Flacso, en los últimos 50 años se suscitaron un mil 831 acontecimientos de tensión por el abas­ to de agua, de los cuales 21 requirieron de la intervención militar. Suelo de conservación Como ya se comentó, otro fenómeno que agudiza la tendencia hacia la falta de recarga del acuífero y su sobreexplotación es el que tiene que ver con el crecimiento de la ciudad sobre las zonas de re­ carga, lo que origina que disminuya la infiltración al subsuelo. Este crecimiento ocurre en las inmediaciones de la ciudad, y significa que se invada el suelo de conservación. La extensión de la población crea lo que se conoce como mancha urbana, que se extiende cada día y se asienta en los bosques y cauces naturales, lo que provoca que se re­ duzcan las áreas de infiltración del agua de lluvia, pues ésta es capta­ da por las azoteas y calles, para ser conducidas hacia los colectores y drenajes. Como ya se apuntó, para abastecer de agua potable a la ciudad se extraen del subsuelo grandes volúmenes de agua superio­ res en mucho a los que se incorporan en las recargas, por lo que el acuífero de la ciudad esta siendo sobreexplotado. El enchilado. Armando Haro Márquez

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Hacia una nueva cultura del agua

José Hernández Vázquez

La recarga del acuífero del Valle de México ocurre en su mayoría en las áreas boscosas del Distrito Federal, en las delegaciones Cuaji­ malpa, Milpa Alta, Magdalena Conteras, Tlalpan y Tláhuac, en las que se concentra una región ecológica de 71, 000 hectáreas. El territorio del Distrito Federal cuenta en un 59.5 por ciento de su extensión con el suelo de conservación, el cual comprende más de 88,500 hec­ táreas, incluida la región ecológica. Esta zona está conformada por 24 subcuencas que alimentan al acuífero del Valle de México, las cuales se encuentran distribuidas de la siguiente manera: 39, 000 hectáreas corresponden a bosques, 33, 800 a zonas agrícolas, más de 1, 300 hectáreas de chinampas y cuerpos de agua, 11, 400 de pastizales y matorrales y 4, 300 hectáreas de asentamientos humanos. En la zona del Ajusco, la sierra de Guadalupe y la sierra Chichinautzin, se produce la mayor recarga del acuífero del Valle de México. Éstos son pequeños acuíferos semiconfinados y con un área de recarga de 1825 Km2 , de la que se extraen 925 M km3 al año. En este proceso están implicados factores varios: una normativi­ dad deficiente o con atribuciones confusas, el uso clientelar del suelo de conservación por parte de partidos políticos, y la acción de espe­ culadores que trafican con la tierra de manera ilegal. Es imprescindible que en el diseño de políticas públicas en­ caminadas a garantizar el abasto de agua a la Ciudad de México se considere la participación de los representantes de las comu­ nidades, de los sectores involucrados y de los potenciales bene­ ficiarios. Por una cultura del agua, por una cultura ambiental Los elementos propios de la compleja problemática del agua que se enfrenta en el Valle de México exigen que se impulse de manera in­ tensiva y urgente una cultura del agua entre sus habitantes. Se trata de establecer una nueva forma de relación de los habitantes del Valle de México con el agua, orientada hacia el desarrollo sustentable. Es un proceso en el que es crucial la participación de las instituciones de educación superior y que significa una transformación cultural que im­ plica cambios en los conocimientos, los valores y los comportamientos de la sociedad con respecto al agua. Las acciones concretas que se requiere instrumentar son las siguientes: El enchilado. Armando Haro Márquez 36 CULTURA URBANA


CRUCERO

El agua en la literatura grecolatina

Ramón Teja Casuso

Viene de la página 18

través de símbolos o imágenes, estaban tan arraigadas en la lengua griega y en sus contextos que muchas veces sólo pueden ser traducidas a otras lenguas de un modo aproximativo o citadas aisladamente”1. “En el principio era el agua”. Griegos y romanos formularon y desarrollaron esta idea con los instrumentos intelectuales que les eran más propios: el razonamiento filosófico o el mito. La filosofía naturalista jónica intentó superar la mitología plan­ teándose uno de los elementos o el conjunto de ellos como el principio del Ser. Aristóteles dice que “Tales de Mileto, el fundador de esta filosofía, sostenía que el agua es el Principio y por este motivo explicaba también que la tierra estaba puesta sobre el agua; él llegó a formular esta idea, continúa diciendo Aristóteles, porque había advertido que el alimento de todo es fluido y el calor mismo surge y extrae su energía vital de este elemento, es decir, del que es generado y es principio de todo” (Metafísica 983 b). Frente al pensamiento racional de los griegos, los romanos recurrieron al mito para explicar los orígenes de su ciudad. Así como para los judíos Moisés había sido “salvado de las aguas”, para los romanos Rómulo había sido “salvado por las aguas”. La leyenda de Rómulo establece un vínculo milagroso entre Roma y el agua dulce. Es sabido que Procas, rey de Alba Longa, tuvo dos hijos, Amulio y Numitor. El primero destronó a su hermano y mandó arrojar al Tíber a los dos gemelos que acababa de dar a luz su sobrina Rea Silvia. Según cuenta Tito Livio (1, 4), por un azar divino el río experimentaba una gran crecida extendiéndose sus aguas por las llanuras que rodeaban sus orillas. Por ello los esclavos que debían cumplir la orden depositaron la cuna con los niños en un agua estancada y, al decrecer el río, quedó varada junto a una higuera. Apareció una loba que los dio de mamar hasta que los encontró un pastor que se encargó de su cría. Ya adultos, Rómulo y Remo dieron muerte a Amulio y devolvieron el trono de Alba a su abuelo Numitor. En el lugar en que habían sido salvados por el río decidieron levantar una ciudad, Roma. Desde sus orígenes, Roma y el río han sido inseparables. Los romanos, un pueblo de campesinos, de tierra adentro, reacios al mar y a la navegación mantuvieron, sin embargo, una relación privilegiada con el agua, con el agua dulce, la de los ríos, lagos y manantiales, la que brota del suelo y lo fertiliza, la que da vida y bienestar, la que endurece el cuerpo en invierno y lo tonifica en verano. Seguramente hemos visto todos cómo uno de los espectáculos clásicos que ofrece la TV el día 1 de enero es la de un viejo romano que se zambulle en las aguas del Tíber arrojándose desde la barandilla del puente de Castel Santangelo. No se Sigue en la página 65

* En el plano de los conocimientos, se hace necesario adoptar una visión holística sobre el agua que comprenda todas las dimensiones relacionadas con el liquido, que es, a la vez, un elemento vital para el ser humano y los ecosistemas, un recurso económico, un factor político y un componente cultural. * En el campo de los valores, es subrayable la urgencia de un aprovechamiento ético del agua, que se funde en la responsabilidad y la solidaridad entre las personas y entre las comunidades, y también con vistas a la vida de las generaciones futuras, estableciendo como prioridad el derecho humano al agua, que no puede garantizarse sin la conservación de los ecosistemas. * La integración de estos nuevos valores y conocimientos implica

nuevos comportamientos que afectan a los diferentes actores socia­ les (gobierno, científicos, profesionales, los diferentes sectores de la economía y la población) que se englobarían en tres principios: aho­ rro (reducir el consumo), eficiencia (hacer más con menos) y conser­ vación (garantizar la renovación y calidad del agua). La nueva cultura del agua se fundamenta en la cooperación co­mo estrategia permanente para la resolución de conflictos inhe­ rentes al recurso agua del que participan un sinnúmero de personas y sectores económicos. De sus relaciones con la estabilidad social, vemos que ésta sólo será posible desde la sustentabilidad y la con­ servación de los ecosistemas que garanticen la disponibilidad del re­ curso hidríco.

José Hernández Vázquez. Enlace del Programa Ambiental de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, en el Plantel San Lorenzo Tezonco. CULTURA URBANA 37


GALERÍA DE AUTOR

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Armando Haro Márquez y Armando Haro Rodríguez


Armando Haro Márquez La obra expuesta en esta ocasión fue hecha hace quince años. Realizada casi en la misma época que los dibujos y grabados de Armando Haro Rodríguez, con las mismas herramientas, prensa litográfica y tórculos del Taller de Gráfica Julio Ruelas, en la Ciudad de Zacatecas. Estos trabajos plantean un mundo abigarrado de órganos y organismos ahogados en líquidos de amniótica natu­raleza; extrañas figuraciones que rayan en lo abstracto. La obra de Armando Haro Márquez establece una firme postura frente a un mundo cada vez más tecnificado, donde el estar perma­ nentemente informados es la pauta. Frente a esta banali­zación informática de la vida, los “Despo­ jos” plantean una interpretación lírica de aquélla oscura y pesimista versificación de Baudelaire en sus ya canónicas “Flores del mal”.

Armando Haro Rodríguez Muchas propuestas de artistas contemporáneos ponen de manifiesto que el arte ha sido un espa­ cio de exposición del dolor, la enfermedad y el sufrimiento. La obra de Armando Haro Rodríguez se ubica dentro de esta categoría, ya que a partir de sus personajes, objetos y ambientes nos expone a las más abigarradas parousías. Imágenes de infiernos personales que exhiben las bi­ zarras entrañas de un mundo irónico y grotesco, el cual, no está muy alejado de la realidad. Las imágenes que nos presenta aquí son el inicio de una trayectoria artística que nunca ha dejado de lado esta aspiración escatológica que sufre de una aguda esclerosis.

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El chorrito tenía calor, Armando Haro Márquez


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Epifanía, Armando Haro Márquez


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Gn贸mico, Armando Haro M谩rquez


Inhalar/exhalar, Armando Haro Mรกrquez

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Pinchando Ideologías, Armando Haro Márquez


Zona er贸gena, Armando Haro M谩rquez

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Arte Pop, Armando Haro Mรกrquez

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Asunci贸n, Armando Haro M谩rquez

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Dulcinea bajo el molino de viento, Armando Haro Mรกrquez


Gusano quemador, Armando Haro Mรกrquez

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Intrac贸lon, Armando Haro Rodr铆guez

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Espejo de justicia, Armando Haro RodrĂ­guez

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Intrac贸lon, Armando Haro Rodr铆guez

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Rosa mística, Armando Haro Rodríguez

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Sin título, Armando Haro Rodríguez

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Sin título, Armando Haro Rodríguez


Sin título, Armando Haro Rodríguez

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Sin título, Armando Haro Rodríguez


Sin título, Armando Haro Rodríguez

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Sin título, Armando Haro Rodríguez


Do re mi amor, Juan Claudio Restrepo

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El mar y los espejos Pablo Raphael

Una misión llevó a Aparicio hasta la mar, encontró la respuesta en un resquicio del agua, en un reflejo. Este reflejo diminuto dispara toda una transformación radical, de alcances brutales, en una historia entre absurda y conmovedora, tan llena de violencia como de paz. En esta narración de consecuencias insospechadas el autor desborda su alta capacidad creativa

Al principio era agua y sangre y Aparicio Piedra era el hombre. Su belleza tenía que ver con la palidez y los habitantes del puerto supu­ sieron que no había nacido en el mar porque sudaba en exceso y se sofocaba al hablar. Las primeras en hacerle caso fueron las viudas. Vieron en él no sólo al religioso que entiende el calor y el sacrificio que significa vestir las pesadas telas del luto, sino también al hom­ bre capaz de brindarles las horas de cama negadas por la muerte de sus maridos. Aparicio Piedra llegó acompañado de su hermana, que enton­ ces tendría unos nueve años y todavía no experimentaba con sales y metales. La niña se distraía en la playa y coleccionaba conchitas que más tarde utilizaría para sus experimentos de resistencia. Los her­ manos Piedra vinieron al trópico porque Aparicio estaba convencido de que le sería entregada una misión. Por eso soportaba el clima y los jejenes de las cinco de la tarde. Además, habían venido por una encomienda de su madre y, el hermano mayor, se sentía con la obli­ gación de cumplir. Se instalaron en una covacha que las viudas mandaron cons­ truir a la orilla de la playa. Al levantarse, Aparicio Piedra, pasaba un par de horas mirando el revolcadero, tratando de leer en las olas la posibilidad de futuro. “Paciencia” se repetía a sí mismo, como si

pronto fuera a llegar el día en que la inspiración se confesara con él. Para soportar el sol de la mañana, leía libros empolvados y panfle­ tos de agencias turísticas. Pero, justo a las doce, se acostaba en su hamaca para entrevistarse con las mujeres en duelo que lo amaban en silencio. Una mañana Salomé hizo una balsa para su hermano. El hom­ bre descubrió en los tablones amarrados el sacrificio que valiera el mensaje esperado y decidió tirarse a la mar en búsqueda de sus revelaciones. Creía que si dormía sobre esas olas en calma sería posible saber, de algún modo, su futuro. Se acostó en la balsa boca arriba y Salomé lo amarró a las tablas por el pecho y las piernas. Al empujarlo más allá del rompeolas le colocó en la bolsa del pan­ talón un espejito para que hiciera señas por si sentía que no podía regresar. Ella estaría al pendiente desde la orilla. Para Aparicio las revelaciones se daban en sueños, entonces decidió dormir. Aunque era muy incómodo sentir la camisa mojada y el resorte del calzón rozándole la cintura. Por eso prefirió dis­ traerse con las nubes que formaban figuras infantiles. De repente, sintió una punzada que él hubiera querido fuera en el pecho o el costado; pero que provenía del muslo. Metió la mano al pantalón y la sacó con el espejito bañado en sangre.

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El mar y los espejos

Pablo Raphael

Liberó uno de sus brazos, remojó el cristal en el agua salada y así, boca arriba, empezó a mirar los detalles de su rostro reflejado. Parecía un náufrago de siete días y apenas llevaba cuarenta minu­ tos flotando en la bajamar. Se veía los ojos muy de cerca y la piel saturada con puntos negros y su barba cerrada casi azul. Jugaba con el espejo, lo movía para encontrar más imperfecciones en el rostro cuando un pedacito de mar se coló en el reflejo. Esa, por minúscula que pareciera, era la señal. En ese momento supo por qué había venido a esta orilla del mar. Deshizo las amarras, se tiró al agua y nadó hacia la orilla. Sa­ lomé lo recibió y le curó la pierna con yodo untado en una esponja. Al día siguiente, cuando las viudas lo fueron a buscar, les relató como se daban las revelaciones. Su imaginario apocalíptico creció no por otra razón que la de seducirlas: el proyecto consistía en cons­truir la puerta del fin de la historia, donde el cielo no fuera cielo sino mar. Donde esperaríamos protegidos a las bestias oceánicas, a los cuatro jinetes y a los advenedizos que quisieran comerciar licor, camisetas y latas el día del juicio final. Debíamos preparar el reino -enfatizaba el hombre- porque aquí es el lugar por donde entrarán los ángeles para construir la ciudad de piedra jaspe y muros trans­ parentes de sal, donde no habrá maldiciones, ni noches, porque será el reino de los siglos y las luces. Será el mar en el espejo. Leyó el libro de las revelaciones de Juan y el tratado del adveni­ miento del octavo día. Estaba decidido a convertir a este puerto en la entrada del reino. Esa entrada por donde aparecerán, algún día, Dios y sus huestes. Para esto y para defenderse de los males, habría que erigir una puerta donde el mar se encontrase con el mar, donde hubie­ra un espacio suficiente para hacer prisionero al océano mismo. Sólo era cuestión de imaginar el mar frente a frente, piso a techo. Salomé escuchaba tras la puerta las conversaciones silenciosas que su hermano tenía con las viudas, cada vez más entusiasmadas por las ideas de Aparicio. La niña entendió todo, mejor que nadie, hasta que los secretos conspiratorios pasaron a las risitas excita­ das de quien es acariciado. Esa noche estuvo trabajando hasta la madrugada, mientras su hermano embestía los muslos pálidos y flácidos de las hembras enlutadas. Con láminas de barcos rescatados y un cautín, la niña mandó a hacer un laboratorio que le serviría para realizar el proyecto del

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templo. Salomé pasó tantos años embebida en experimentar con las chaquiras de los vestidos negros y sudados que las amantes de Aparicio iban dejando en la casa, que un día se sorprendió con­ vertida en un adulto virgen y jorobado. Pero no le importó, todo era por el hombre. Gastó décadas confeccionando bloques transparentes de cinco por cinco metros, con la idea de edificarlos en forma de una plataforma que iría de la boca del río a kilómetro y medio mar adentro. Según los planos, las láminas transparentes serían sujetadas por mil pilotes de hierro fundido. A veinticinco metros, sobre el piso transparente, se pondría una cúpula de espejos que reflejara al mar. De esta forma no habría más cielo como estaba escrito. Gracias a dos grúas zacatecanas, a la draga Bezallius y al tra­ bajo de los marineros retirados, la construcción de la plataforma tardó diez años en terminarse. En el transcurso de ese tiempo, Aparicio había procreado cien hijos que vestían calzones negros y jugaban con los plásticos que su tía iba tirando a la basura. Una vez terminada la primera etapa del proyecto, el hombre empezó a dar los sermones en el centro de la plataforma. El espectáculo de es­ cucharlo mientras el agua corría bajo los pies hizo que todos creye­ ran que el fin de los días sería, de verdad, en estos mares. Se tumbaron las iglesias ajenas y los jefes de familia permitie­ ron que sus hijas conocieran a Aparicio, quien las cautivó con sus palabras de ballena vieja. Mientras tanto, Salomé ya estaba maqui­ nando la construcción del capelo que cubriría la enorme plataforma. Un techo de espejos capaz de capturar al mar. Bastaron tres palabras de Aparicio para convencer al pueblo de ayudarles a edificar la cúpula de espejos. Después, fue maravilloso ver cómo el mar cubría los cielos. Las olas parecían desbordarse sobre las cabezas de los habitantes del puerto. Tenían, de nuevo, un dios que aterrorizaba. Salomé dirigió afanosamente la obra. Las familias sacaron de sus ca­sas los espejos que se iban depositando en una bodega para, de ahí, ir armando el rompecabezas. Primero construyeron el esqueleto de metales y erizos que costó el equivalente al salario de muchas décadas de trabajo para un marinero. Luego la galería fue tomando su forma en plenitud. Estaban tan convencidos de la promesa que, a pesar del dinero, siguieron trabajando incluso en las horas de la siesta.


El mar y los espejos

Al soldar el último espejo se sintió cómo el mar se descubría a sí mismo. Las olas crujían y se estampaban bajo la plataforma transparen­te y, de igual manera, lo hacía el mar que reverberaba en el techo. Cuando dieron las cinco de la tarde, el hombre pidió entrar solo. Sintió la humedad del monumental caleidoscopio y respiró su obra. Atrás, sin que él se diera cuenta, caminaba su hermana jorobada. Bien pudo maldecirlo por negarle todo crédito, pero lo amaba como a nadie, porque gracias a él, Salomé conoció el mar tantas veces descrito por su madre antes de morir. Y no sólo lo conoció, sino que también lo cautivó. La encomienda estaba cumplida. Los peces nadaban bajo sus pies y volaban por el techo. Se sentía cómo debajo de ellos se estrellaban las corrientes dulces del río con la embravecida furia salada del mar. Era un beso entre bellas y bestias.

Pablo Raphael

Cuando Aparicio llegó al centro de la plataforma, vio lo opacos que eran sus sermones en un simple piso transparente donde co­ rrían peces por abajo. Ahora, con el cielo de mareas sobre la cabeza, era necesario encontrar la razón del templo: tener un agujero en su centro que sirviera para bautizar. Cavilaba en la forma geométrica que debía tener la alberca de los iniciados cuando llegó al borde del galerón. Entonces, al sentir el golpe de la brisa en sus mejillas, se preocupó por las tormentas. A sus espaldas se escuchó la voz de Salomé: -No te apures, aquí la lluvia no pasará. Nadie puede con no­ sotros. Aparicio la miró y lleno de furia la aventó al agua. Salomé vio su rostro compungirse en el cielo marino, secuestrada por el cabrilleo de las olas que la llevaban hacia dentro de la tierra, donde estaba la madre que nunca pudo conocer el mar.

Sin título, Juan Claudio Restrepo

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El mar y los espejos

Pablo Raphael

Al salir del templo, el hombre estaba transformado por su crea­ ción. De inmediato comenzó a dar órdenes, a pedir que trazaran una alberca justo a la mitad de la plataforma, porque ahí serían los bautizos y las letanías. Ahí se consumaría el sexo con las viudas y ahí terminaría de procrear los mil hijos que debía educar para preparar el fin de los tiempos. De Salomé casi nadie se volvió a acor­dar. Sólo una hija de su hermano, Luminosa, una niña que murió descuartiza­ da por una multitud sospechosa de llevar entre sus ropas el famoso y robado espejito de la feria de Lledo. Dos generaciones fueron bautizadas con sangre de paloma. Cuando Aparicio terminaba de poner nombre a los recién nacidos, asignaba la función que debían desempeñar en la vida. Luego arro­ jaba al animal muerto al mar para que de esta forma –decía el hombre– volara y nadara al mismo tiempo. Cosa que tranquilizaba a todos, porque se sabía que las palomas se llevan lejos los peca­ dos de los niños. Al llegar al hijo número treinta, supo lo que significaba la ansie­ dad. No era capaz de completar el número cien de sus designios, así que prohibió a todo varón tener mujer. Entonces, le entregaron de buena gana sus esposas e hijas. Aparicio era el hombre y el hombre era verbo y semilla. Una mañana abofeteó a una de sus mujeres porque la había sorprendido nadando desnuda en la alberca bautismal. Nadie le dio importancia porque los habitantes del puerto ya estaban acostum­ brados a sus castigos. Pero al día siguiente, Aparicio, la degolló y bautizó a dos niños con sangre de mujer. Había, de nuevo, un hom­ bre dueño del terror. Se comía poco. Existía un bando que mandaba guardar los ali­ mentos desecados en las bodegas atuneras porque el día estaba cerca. De menos, así se creía hasta que a Adrián Matos –un viejo pescador– se le ocurrió leer algunas cosas del libro de las revela­ ciones de Juan. Adrián invitó a un grupo de marineros y pescadores a su casa y después de una cena de percebes, leyó palabras que hablaban sobre el peligro de cautivar con mentiras a los otros. Leyó también sobre la firmeza y la paciencia y los horrores del Apocalipsis; pero lo que terminó por definir la decisión de eliminar a Aparicio, fueron las advertencias finales de Juan el apóstol. Aparicio añadía pro­

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fecías al fin de los tiempos y por lo tanto estaba condenado a que las plagas de la furia fueran descargadas sobre su cabeza. Para provocar, precisamente, que la furia lo sacara de sus casi­ llas, primero se le pidió permiso para pescar en los días que él tenía decretados para ayunar. Sin embargo, la sorpresa fue que Aparicio aceptó con la condición de cobrar dos peces vela de cada cinco que se sacaran de las aguas. Este acuerdo dio de comer al pueblo y a él lo convirtió en un pez globo humano, destinado a ser el sacrificio para la pascua verdadera. Luego, y de acuerdo al plan, Adrián Matos, se robó los tratados del octavo día. En ellos se descubrió el censo personal del hombre: ochocientos hijos reconocidos, cuyo destino era evangelizar sobre la venida del hombre nuevo. A leguas se notaba quienes eran, en verdad, los hijos de Apa­ ricio Piedra. No por sus trapos negros o sus facciones apagadas. Más bien porque sudaban en exceso y se sofocaban al hablar. Una tarde de sol intenso los viejos se pusieron a contarlos. Sólo veinte después de tan intensa campaña de multiplicación. De a cuatro por cada uno de los continentes. Los demás hijos eran consecuencia de la burla. La dificultad era encontrar el momento preciso para eliminar al hombre. Por un lado se creía que la puerta del fin estaba a la orilla de esta costa y que sus pobladores eran los únicos prepara­ dos para protegerse de las tormentas de fuego y arena que traería consigo el reino. Pero también, los pescadores estaban cansados de regalar su trabajo y soportar su terrible aliento a ballena vieja en los sermones de la plataforma. Se quería fiesta y mujeres. Pero sobre todo, se quería a los hijos de vuelta en casa. Pasaron semanas sin que nadie entrara a la coraza. Aparicio lo prohibió porque era un lugar reservado para él. Los que la conocían mejor eran los niños, que a pesar de las advertencias del hombre, se echaban competencias de buceo hasta llegar a la alberca de su centro, donde algún día fueron bautizados con sangre de paloma. A nadie le maravillaba el mar reflejado. El mar sin cielo. Se veía cada vez más lejana la posibilidad de que los minutos, las horas y los días se acabaran. No se había logrado que Aparicio reventara con la co­ mida y, entonces, los habitantes del puerto decidieron matar de una vez al hombre con toda su descendencia.


El mar y los espejos

Aparicio Piedra se estaba desayunando un plato de cereal con nueces, cuando lo tomaron de los pelos y lo llevaron a empujones hasta la boca del río. Estando en la entrada de la coraza, lo maniataron igual que a sus hijos. Luego, los condujeron a la orilla de la plataforma con una cuerda, hecha con crines de caballo y mecate, que alguna viuda resentida guardó todos esos años. Era imposible que Salomé lo supiera, pero su último invento serviría para condenar a muerte al hombre que años antes la aventara al mar desde el mismo sitio. Uno por uno fueron arrojando los niños al agua. Los más gran­ des lloraban con los quejidos agudos y graves de quien le está cam­ biando la voz. Parecían graznidos de ave o chillidos de balle­nato. Los más pequeños creyeron que se trataba de un juego que consistía en enredarse en los jirones de la tela que usaban como calzones. Al cruzar por debajo de la plataforma transparente parecían palomas

Pablo Raphael

negras que se apresuraban a volar. Distraído con la muerte de sus hijos, Aparicio Piedra, trataba de descifrar la última revelación de su vida. Y vaya que tuvo tiempo. Estuvo quince días colgado por la cintura, tocando el mar con los dedos de los pies y sintiendo el bo­ chorno del sol en sus mejillas despellejadas. En el principio, Aparicio era el hombre y el hombre era semilla y cordero y víctima. Enloqueció antes de que lo tiraran al mar. Fue entonces cuando pidió que construyeran una embarcación porque el diluvio destruiría los continentes y no habría puerta, ni muralla capaz de detener la gran ola. Al momento de deshacer el nudo, la gente esperaba ver cómo su cuerpo hacía el último recorrido por el mar techado. Pero Aparicio Piedra se fue al fondo. Se hundió con el peso de sus pro­ fecías y de las maldiciones que cayeron sobre su cabeza desde el día en que llegó a esta orilla del mar.

Pablo Raphael. Ha sido colaborador de Revuelta, Confabulario y Quimera. Finalista del premio Joaquín Mortiz para primera novela y ganador del premio Viceversa de cuento. Ha sido antologado en Los mejores cuentos mexicanos; Novísimos Cuentos de la República Mexicana; Grandes hits, nueva generación de narradores mexicanos; así como para la selección Marie Ange Brillaud hiciera para la revista francesa Brèves. Su libro Agenda del Suicidio recibió el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen. Junto con Guadalupe Nettel es editor de la revista Número 0. Actualmente realiza estudios de doctorado en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, donde escribe una tesis sobre el viaje que Antonin Artaud hiciera a México en 1936.

CRUCERO

El agua en la literatura grecolatina

Ramón Teja Casuso

Viene de la página 37

trata de un chalado esnobista como tantos otros, sino que este hombre intenta mantener una vieja tradición. El 1 de enero de cada año, Séneca, el célebre filósofo y consejero político de Nerón, se daba un baño en las frías aguas de acueducto conocido como Aqua Virgo, precisamente las que todavía hoy alimentan la Fontana de Trevi. Lo recuerda el mismo Séneca en sus Cartas a Lucilio con nostalgia porque la vejez y sus achaques sólo le permitían ya los baños en agua tibia e incluso éstos estaban por ser sustituidos por el agua caliente: “Mi edad no desciende, más bien se derrumba... Yo que era tan amante de los baños fríos, que en las calendas de enero saludaba el canal (del Tíber), que inauguraba el año nuevo no sólo leyendo, escribiendo, declamando alguna pieza, sino también zambulléndome en el Agua Virgen, he trasladado mis reales a esta bañera, que, cuando estoy más vigoroso y todo se realiza con buena ley, basta el sol para templarla: no me queda mucho ya para los baños calientes” (Ep. Lucil. 83, 5). Con su chapuzón invernal el estoico senador cordobés quería poner de manifiesto cómo el vigor moral y la disciplina a que era sometido el cuerpo podían vencer los elementos naturales. Pero era también el deseo de sumergirse en las más antiguas “fuentes” de Roma, en sus orígenes míticos: cada comienzo del año Séneca, que salía del agua tembloroso y des­ nudo, evocaba al héroe salvado de las aguas, se transformaba en fundador de Roma. En realidad, el lugar que Rómulo había escogido para fundar Roma era pantanoso e insalubre, aunque contaba con la ventaja de estar rodeado de dos colinas fácilmente defendibles, el Palatino y el Capitolio, junto al lugar en que el Tíber es más fácilmente vadeable en su curso bajo gracias a la isla Tiberina. Cuando Roma se expandió desde lo alto hasta el pie de las colinas fue preciso sanear esta llanura pantanosa que después se convertiría en el corazón de Roma, el Foro. El saneamiento fue una de las más grandes obras de ingeniería civil de la antigüedad: la Cloaca Máxima, hecha construir por CULTURA URBANA 65

Sigue en la página 79


Sin título, Juan Claudio Restrepo 66 CULTURA URBANA


Segundo Piso

Imágenes del agua Javier Escalera De niño me gustaba ver correr el agua de los ríos suavemente, empujada por una fuer­ za íntima que nadie podría localizar y que no cesaría aun cuando no hubiera nada más en el mundo. Y disfrutaba yo la música leve surgida del arrastre de las hojas caídas, las ramas sueltas, abandonadas ya a su nueva suerte, y del canto de curiosos pajarillos que miraban en busca de un espejo o de un amigo. Delante del agua de los ríos puede estarse a solas, sintiendo cómo pasa el tiem­ po, cómo la luz del sol se esconde para dejar su sitio, sus dominios, a ese torrente calmo, apaciguado. Una fresca melancolía ilumina­ ba el paisaje. Sobre todo, no lo he olvidado nunca, me gustaba mirar las piedras apaci­ bles, sombreadas y brillantes de tanta agua, rotundas, macizas, como pequeños elefan­ tes atracados en la ribera o puestos en el corazón del cauce. La palabra ‘agua’, sugiere el poeta Jaime Sabines, es una palabra líquida. Al ser pronun­ ciada fluye, transcurre como en una cas­cada. Y cuando refresca nuestra boca el agua, nos mecemos en el vocablo como en una hamaca, a la sombra. Con agua también nos atragan­ tamos, en ella podemos ser alcanzados por el ahogamiento, inundada nuestra garganta por un tropel imparable de ges inclementes, im­ parables. El agua cae en cataratas, danza en el mar, salva al sediento. También es una bella palabra. Y muchos dicen que puede tornarse en vino.

Qué distintas son una de la otra el agua del campo y el agua de la ciudad. En el campo el agua es compañera, aliada, enojona a ve­ ces pero generalmente solidaria. En la urbe el agua, más que la vida, da servicios. Sirve para el regaderazo, la lavada del coche, el correcto funcionamiento de los baños. La toman ahora las muchachas para mantener el cuerpo esbel­ to y otras virtudes a la moda, mientras manejan sus autos o corren en los parques. Es una agua “civilizada”, no hay duda, que en ocasiones se alebresta y desciende con furia de los cielos, inunda caseríos, las calles de los pobres, o las vías que sólo por un tiempo, y hace mucho, fue­ ron “rápidas”. Entonces el agua se vuelve no­ ticia y propicia planes de emergencia, saca los trapitos al sol una vez más de varios funciona­ rios apegados a la inepcia y demás calamida­ des. Provoca conflictos y desastres de los que se salvan sólo los que pueden tomar el avión y whisky y pasar los días en las albercas de sus casonas de la periferia o de las playas cada vez más contaminadas. Nadar. Si de alguien, ha de tenerse envidia es de los buenos nadadores. Son como ciclis­ tas en el agua y sin artefacto alguno. Como animales. Perfectos sus movimientos todos, de­rechos sus trayectos dibujados por los com­ pases de sus brazos, trazados bajo arcos po­ derosos y veloces. Entre ellos y el agua no hay distancia alguna, viven el uno para el otro, como el corredor de cien metros y el aire que rompen su pecho y zancadas. Los nadadores

se lanzan al agua, se zambullen y entonces comienzan a vivir, con rapidez pero sin prisa, con un ritmo que a veces se acelera pero que sin falta guarda sus acordes. ¿A dónde van? Homéricos, en competencia siempre buscan el regreso, retomar el sitio de partida. Y hay los que nadan en pos de la otra orilla. Unos para salvar la vida, todos para darle un sentido que aquí, en tierra, nadie podrá alcanzar. Trampolín. Nadadores y clavadistas son seres silenciosos. Su lenguaje brota en el agua y en el aire, en el enérgico aleteo y el vuelo de eternidades repetidas, serpentino. Han vencido el miedo a la elevación y a la caída, aliados a las aves y la dócil gravedad. Un poco de tristeza, en cambio, da mirar­ los en La Quebrada, en un puerto turísti­ co, donde mercan sus audacias por unas ri­ sotadas, interjecciones asombradas y unas monedas. El mar. El poeta José Emilio Pacheco ha dicho que el mar comienza donde lo miras por primera vez, y ha de ser cierto. Comien­ za el mar en cualquier parte porque todas las ocupa, y desde que es visto nos atrapa, queda en la mirada, navegando, llevándo­ nos en sus mareas y hacia sus horizontes. La tierra en cambio tiene fines y principios, y siempre es igual en las mareas tristes que no hacen más que reiterarse. Marino es el amor, terreno el olvido; marinero el movi­ miento, de arena y yerba la quietud yerma del tiempo.

Javier Escalera. Ingeniero industrial, además de escritor. Ha publicado ensayo y poesía en diversas revistas del país. Es autor del libro Central de abastos.

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Caballito de mar Francisco Magaña Para Alejandro Albarrán

Un juguete viviente, una mascota en la pared y cabalgando, un centauro

El caballito de mar era un esqueleto cuando vivía y en la pared, pendiente de un alfiler,

del mundo submarino.

lo era;

Regresa, de un olvido de siglos, a instalarse, como lo hacen, con pudor o timidez, una vez aparecidos, los fantasmas pequeños.

lo sigue siendo; un esqueleto vivaz y travieso;

Colgado, hasta que desapareció sucio del tiempo de paredes y cajas, era, para mí, el mundo de cabeza; un pez y un colibrí, un pájaro de pie y cabalgando; la fantasía, suspendida de un alfiler y a la mano de un niño.

la agilidad, inaccesible hoy, para mis manos y mis pies, todavía capaz de hacerme nadar, cabalgar y volar hacia su gracia infantil, por mis recuerdos.

Francisco Magaña. Poeta y traductor. Miembro fundador y editor de Ediciones Monte Carmelo. Su poesía está incluida en diversas antologías, como: El salmo fugitivo. Una antología de poesía reli­ giosa latinoamericana del siglo XX, Anuario de poesía mexicana 2006 (Selección e introducción de David Huerta: FCE), y en Pulir huesos. Veintitrés poetas latinoamericanos. 68 CULTURA URBANA


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Orenburgo. Vlady

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Urbanidades

Utopías, diversidades babelianas Rowena Bali

En Londres, en 1478, nace el filósofo e ideó­ logo de la Utopía Tomás Moro, siglos antes habían nacido Platón y su República, cuyas memorias dejaron en la mente del religioso el anhelo de la tierra ideal. Vasco de Quiroga viene años después y con la Utopía de Tomás Moro aun fresca en su mente funda dos pueblos de Santa Fe, uno muy cerca de la actual Santa Fe, en la Ciudad de México, y otro en el estado de Michoacán. El otro gran influyente de la ideología utó­ pica es Charles Fourier quien después de per­ der a causa de la Revolución Francesa toda la fortuna familiar, entregó su vida a la invención de un microsistema social que fundamentó las teorías del socialismo utópico. Estos ideólogos tenían una visión impreg­ nada de luces e intenciones piadosas y la in­ fluencia de su pensamiento se ha man­tenido a flote hasta hoy. ¿Pero por qué la tierra pro­ metida nunca escapa del cons­ciente colectivo? La religión y la ideología han jugado un pa­ pel fundamental, la idea del paraíso terre­nal, el ideal socialista de supresión de la propiedad privada del modelo preeminente. ¿Pero a qué le llamamos el modelo pree­ minente? Al modelo que impulsa la propiedad privada, al modelo en que reina la injusticia, el desorden, la fealdad, al modelo con el cual el utopista se siente profundamente inconforme. Tal inconformidad lleva al utopista a formular un territorio libre, próspero, feliz, que tarde o temprano, en la mente de otro utopista nacido

varias generaciones después, habrá de for­ mularse como un territorio degradado. La in­ conformidad, así como la diversidad, son los motores de la generación de comunidades al margen de la sociedad preeminente, cuya exis­tencia se documenta desde los periodos más antiguos de la historia. El hombre es un fundador de ciudades y quizá cada una de ellas haya sido fundada con el antiguo y arraigado ideal de la tierra prometida. En la memoria histórica de todas las razas existe ese ideal. Tan recurrente como la Arcadia es la tie­rra de Utopía; la torre de Babel llegó a estar tan de moda que sus distintas represen­taciones se im­ primieron en las primeras imprentas que existie­ ron, durante varios siglos, millones de veces. La torre de Babel tiene como único rastro de existencia actualmente una zanja gigan­tesca de cimentación que simula un sartén cuadra­ do, sin embargo su construcción, des­trucción y existencia generó un gran número de mitos surgidos principalmente de la tradición hebre­a. ¿Pero porqué citamos a Babel? Porque Babel es el signo más contundente de nuestra origi­ nalidad diversa y aunque no está muy de moda ahora, pues lo ha estado en muchas épocas de la historia antigua y contemporánea. Quizá la torre de Babel fuera la primitiva representación de un mandala universal, o la representación del monte Ararat o fuera sólo un edificio desmesurado ocurrido en la pri­ mera mente egocéntrica del mundo, recinto

sagrado, lugar de combate contra los cielos o mito insertado perennemente en la memo­ ria histórica de todos los pueblos. El registro de un gran diluvio universal, según Emmanuel Anati, se encuentra en casi todas las culturas: Desde África hasta Améri­ ca, en Irlanda, en medio Oriente la cultura judeo cristiana lo difundió a través del pasa­ je de Noé, que salvó a las especies y a los hombres con quienes encalló sano y salvo en el monte Ararat. Para ocultar el miedo al cataclismo, y sortear a la divinidad capaz de provocarlo, los Asirios construyen la torre de Babel. Sobre ella descansaba –además– un recinto para perpetuar la unión de un hom­ bre –un rey– y una diosa, misma que habría de sellar un pacto de la vida humana sobre la tierra. Aquella torre de dimensiones es­ tratosféricas pretendió ser más alta que el monte más alto que alcanzara el segundo di­ luvio universal. Sobre los cimientos que fun­ damentan la Torre de Babel queda el rastro de una cultura primigenia y de una lengua y una sola raza que pecó de soberbia: que se inconformó con el orden divino. ¿Cuál era la Utopía de los Babelianos? ¿Qué quisieron los Babelianos? Una torre lo suficientemente alta como para no ser alcan­ zada por el diluvio. También un recinto interior destinado al acto carnal entre el rey y una diosa, cuya per­ petuación sellaría un pacto de preexistencia en la tierra. Pero además desearon –según

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Urbanidades

Utopías, diversidades babelianas

otro mito agregado por los hebreos– tener en ella un punto estratégico para que las lan­ zas humanas alcanzaran al cielo –el enemi­ go– contra el cual emprendieron una lucha que los llevó a la debacle total. Yahvé de inmediato –antes de ser ape­nas ligeramente herido– genera una catás­trofe; para vencer y castigar a los hombres, los diver­ sifica, los divide y este principio ge­neró la mul­

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tiplicidad lingüística que acabó por dispersar a los hombres totalmente. “Cus engendró a Nemrod, que fue quien comenzó a dominar sobre la tierra, pues era un robusto cazador ante Yahvé, fue el comienzo de su reino Babel, Ereg, Acad y Caine. En tierra de Senaad.” Este es un pasaje del génesis que ubica la creación de la torre Babel, durante el rei­

nado de Nemrod. Durante mucho tiempo se le conoció como la Torre de Nemrod. La torre de Babel ha aparecido como tema artístico y literario durante muchas eta­ pas de la historia, se le ha representado de muchas formas. Estudiosos han escarbado una y otra vez en lo que hoy es solo una zanja fangosa y saqueada para la construcción de los pequeños poblados aledaños.


Urbanidades

Los hebreos han defendido por siglos que la lengua primitiva hablada por todos era el he­ breo, a finales del Siglo XIX se creó una lengua que intentaba convertirse en lengua franca, el esperanto, actualmente tenemos una suerte de esperanto bastante más afortunado, el in­ glés, una lengua globalizadora, cuya extensión ha alcanzado a todas las etnias. Jacques Vicari comparte con otros estudiosos una irónica pregunta, ¿Estará el hombre reconstruyendo su torre de Babel, reunificando lo que dios di­ vidió en su afán globalizador? Babel era la utopía de quienes se creyeron capaces de construir un mundo mejor que el otorgado por dios: un mundo en que el diluvio no pudiera vencer a las civilizaciones. Cuando los hombres tiraron sus lanzas contra Dios –apostados en la cima de la torre de Babel– éstas regresaban bañadas en sangre. Motivo por el cual los humanos se creyeron capaces de herir a los dioses y asesinarlos. Ahora, es interesante ver como el moti­ vo de la generación de las comunidades es la diversidad y claro, la rebeldía hacia el orden establecido, -cuya sintomatología nació con la humanidad misma como hemos visto. Si hubiera una Utopía absolutamente necesa­ ria en la humanidad debería ser aquella que supie­ra respetar la diversidad, lo que se tra­ duce en una sociedad exenta de discrimi­ nación en todas sus direcciones. La diver­ sidad cultural, finalmente, es la base de la Utopía. … “he llegado a la conclusión de que si no se suprime la propiedad privada es casi imposible arbitrar un método de justicia dis­ tributiva, ni administrar acertadamente las

cosas humanas. Mientras aquella subsista, continuará pesando sobre las espaldas de la mayor y mejor parte de la humanidad el an­ gustioso, el inevitable azote de la pobreza y de la miseria” Esto dice Tomás Moro en De optimo rei­publicae statu deque nova insula Utopia, (Sobre la mejor condición del estado y sobre la nueva isla Utopía ), obra escrita en 1516. La influencia que ejerció Tomás Moro y su isla de Utopía también es notable, la tierra que no existe en sí misma, sólo en la mente, lleva en su nombre su destino disperso, nulo. Todas las utopías tienden a nos ser o a ser durante un periodo de tiempo muy corto. La obra tiene un tratamiento profundo con res­ pecto al manejo del asunto –evitable a toda costa– de las guerras, ejerce una crítica tras­ cendente de la conducta social de su tiempo y siembra una semilla ideológica de gran alcance en la filosofía de su tiempo. Vemos a Vasco de Quiroga actuar en México con­ forme al ideal de un Cristianismo productivo y caren­te de intereses mezquinos. Hemos apuntado cómo históricamente el hom­bre lleva en su consciente colecti­ vo la idea de la tierra prometida, que se traduce en utopía o en vida ideal, y tal es el arraigo que en el mundo contemporá­ neo las comunidades alternativas han sur­ gido como hongos en diversas partes del mundo. Una de las primeras comunidades mo­ der­nas fueron formadas por sectas religio­ sas en los Siglos XVIII y XIX en Norte Améri­ ca. Una de ellas, fundada por un señor de nombre Jhon H. Noyes, y de las más conoci­ das, es la de Perfeccionistas de La Oneida,

Utopías, diversidades babelianas

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se basa en la creencia de que la propiedad privada fomenta el egoísmo y la suprime. Así como suprime, quizá bajo este mismo principio, la unión de parejas estables. Sin duda la fundación de este tipo de comuni­ dades suele tener como base ideales suma­ mente extraños, extravagantes. Basándose en los principios del falanste­ rio Fourieriano, se reunió en 1840 un grupo de personas que se hizo llamar el Club Tras­ cendental. Este grupo funda la primera Fa­ lange, seis años después se incendió -antes de ser inaugurado- su “falansterio comunal”, y la comunidad se dispersó de la Granja Brooke de Boston. “Se calculará en la Armonía, que los cam­ bios de moda, las calidades defectuosas y la confección imperfecta causarían una pérdida de 500 francos anuales para el individuo, porque el más pobre de los armónicos tiene en su guarda­r ropa vestidos para todas las estaciones y usa habitualmente de muebles y útiles de trabajo y placer que son de cali­ dad fina.”… “Refutemos un extraño sofisma de los economistas que pretenden que el au­ mento ilimitado de trabajo manufacturero es un acrecentamiento de riqueza; de donde se deduce que si se consiguiese que todos los individuos gastasen anual­mente cuatro veces más trajes, el mundo social obtendría una cuádruple riqueza en trabajo manufac­ turero.” Esto lo dice Charles Fourier en El Falans­ terio, uno de los ensayos más influyentes que en el S. XIX se divulgaran dentro de la corrien­te del socialismo utópico. Fourier era un hombre que entendió las fuerzas princi­ pales de la fortuna y la desgracia. Habiendo

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Utopías, diversidades babelianas

Rowena Bali

LA ACERA DEL FRENTE perdido a su corta edad toda la fortuna here­ dada por una Francia en pleno cambio, en­ contró su camino en la ideología e imagi­nó un territorio experimental, en el cual se pusie­ ra en práctica el funcionamiento de una mi­ crosociedad donde la propiedad privada no existía, donde el concepto de dios tenía una personalidad absolutamente novedosa, pero no desprovista de sus bondades. Donde los ricos compartirían sus fortunas con los po­ bres y los pobres entregarían conocimientos profundos a los ricos, que convivirían siempre en igualdad de condiciones, en fin, una serie de bellezas. Es importante remarcar la inci­ dencia económica de este ideal socialista que llevó a la creación de sistemas de producción colectiva en el terreno agrícola como los y Koljoses soviéticos y los mismos Ejidos mexi­ canos. En Komsomolzen de Moscú en 1924 un grupo de estudiantes ocuparon un piso de un edificio y vivieron en común con el fin de no separarse al terminar sus estudios. Eran 5 hombres y 5 mujeres. La experiencia duró 2 años fluctuando el número de miem­bros hasta tener 11. Se presentó una de las pla­ gas que mas amenaza a todo tipo de co­ munas: la dejadez, la suciedad. Este mode­ lo parece repetirse al pie de la letra con los Okupas, grupos surgidos en Alemania poco antes de iniciados los ochenta. La humanidad tiende en definitiva a la degradación y tarde o temprano, estas comunidades fundadas con muy buenas intenciones quizá, tienden a caer en la oscuridad, sino en la estrafalareidad, en ciertos tabúes, en ciertos patrones de con­ ducta que asustan o escandalizan a la socie­ dad general.

José Gorostiza Iza la flor su enseña, agua, en el prado. ¡Oh, qué mercadería de olor alado! ¡Oh, qué mercadería de tenue olor! ¡cómo inflama los aires con su rubor! ¡Qué anegado de gritos está el jardín! «¡Yo, el heliotropo, yo!» «¿Yo? El jazmín.» Ay, pero el agua, ay, si no huele a nada. Tiene la noche un árbol con frutos de ámbar; tiene una tez la tierra, ay, de esmeraldas. El tesón de la sangre anda de rojo; anda de añil el sueño; la dicha, de oro. Tiene el amor feroces galgos morados; pero también sus mieses, también sus pájaros. Ay, pero el agua, ay, si no luce a nada. Muerte sin fin

Rowena Bali. Estudió Lengua y Literatura Hispánica en la UNAM y en la Universidad de Guanajuato. Es autora de seis novelas: El agente morboso, El ejército de Sodoma, La bala enamorada, Hablando de Gerzon, Tina o el misterio y Amazon Party, de un libro de cuentos De vanidades y divinidades y de un poemario Voto de indecisión. 74 CULTURA URBANA


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Sin título, Juan Claudio Restrepo

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La ruta de los naufragios Víctor Sampayo

Una experiencia inolvidable no por el estupor sino por el encuentro repentino con las fuer­ zas de la naturaleza y el temor a ser destruido por ellas. Este relato se sube a las naves del recuerdo; los encuentros y extravíos primeros, míticos, espirituales, que tuvo la historia del hombre en la mar

Nunca olvidaré la primera vez que vi el mar. Eso fue hace muchos años, en esa parte de la infancia en la que se albergan los prime­ ros recuerdos, los más lejanos, esos que, según se dice, nos per­ seguirán a todos hasta la vejez. Llevábamos no sé cuántas horas tratando de llegar a Acapulco por la inhóspita –y hoy casi descono­ cida– carretera libre, esa que pasa por Iguala, Zumpango del Río, Tierra Colorada, y otros tantos poblados ardientes y brumosos. El calor era tan asfixiante que adhería la ropa al cuerpo, y las monta­ ñas recién ganadas daban paso a otras montañas, y éstas a su vez antecedían a otras más, y así hasta la demencia. En algún momento de la tarde, mientras descendíamos de una montaña llena de rocas blanquecinas al ritmo de “La rajita de canela”, de Mike Laure, de pronto mi padre vociferó con entonación triunfal: “Miren, chavos, ahí está el mar. Respiren hondo porque este aire es santo”, una frase que también nos arrojaba por el retrovisor cuando íbamos a su pue­ blo natal. Pese al fastidio provocado por el hambre, el sueño y el cansancio, de inmediato me incorporé para asomarme por el para­ brisas del viejo Dart, y recuerdo que tuve una confusión visual entre

el cielo y el mar, extrañamente fundidos en el horizonte. “¿Cuál es el mar?”, pregunté con mi vocecilla aún soñolienta mientras examina­ ba con atención los matices azules que se veían en la lejanía. “Ése que está allí”, dijo mi padre señalando un punto indeterminado al frente del auto, “¿Cuál?”, insistí yo sin distinguir aún, pero ya nadie me respondió, y yo me quedé mirando ese horizonte lleno de azu­ les de ensueño, en el que no lograba distinguir el cielo del agua. De cualquier forma sabía que mi curiosidad sería saciada algunas horas después, cuando estuviéramos instalados en el hotel y por fin fuéra­ mos a turistear chilangamente a una de las playas. Y así sucedió, sólo que el primer efecto que me produjo el mar, más que el febril entusiasmo que anticipé en la desvelada noche previa de la Ciudad de México, fue de un miedo agudo ante semejan­ te inmensidad: las olas furiosas, interminables, el rugido constante, la inefable acumulación de agua, las creaturas que yo sabía (gra­ cias a la Enciclopedia Salvat que solía hojear en casa hasta la exte­ nuación) se albergaban bajo su ilusoria planicie, toda esa caterva de sensaciones primigenias que Michelet aglomera en términos de

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La ruta de los naufragios

Víctor Sampayo

“estupor admirativo” cuando describe el efecto que causa el mar en el niño y el ignorante. Y no obstante el hacinamiento de gente, casi siempre citadina, disfruté de los danzantes reflejos del sol en las aguas inquietas, del maravilloso mundo apenas vislumbrado gra­ cias a un visor que no dejaba de empañarse con mi propia respira­ ción, de los toscos revolcones tras los cuales aparecían puñados de arena en los lugares más inverosímiles del bañador, y de las resacas hormigueantes que venían después de las olas y que parecían que­ rer clavarlo a uno en las movedizas arenas del mar. Una experiencia inolvidable que se repitió varias ocasiones en Acapulco, aunque cada vez con un entusiasmo más enclenque de­ bido a las horrendas aglomeraciones de gente escasamente edu­ cada, la cual convertía las playas en sórdidos escenarios para su hambre de excesos lúbricos o etílicos. Pero aun así, conforme iba creciendo, el mar se fue convirtiendo en un sueño recurrente de escape citadino, al grado de que cuando tuve la edad suficiente para no necesitar más de las avenencias paternales, decidí que re­ correría un buen trozo de la costa del Pacífico, evitando los lugares obvios para las marabuntas humanas, y sin más compañía que un par de libros, los cuales solía degustar, tumbado sobre la indolente sonrisa de una hamaca, justo en las horas de más calor. Anhelaba mantenerme cerca de ese aliento salino, escuchar las palabras que el mar profiere entre los más atroces bramidos nocturnos. De este modo supe que bañarse en sus espumosas aguas a cualquier hora del día o de la noche, sin más atavíos que la propia cabellera, en playas cuya arena sólo era hollada por los pies de algunos pesca­ dores y las garras de diversas clases de aves, tenía el sabor de una libertad que nunca antes había experimentado y de la cual ya no podría evadirme tan fácilmente, tal como sucede con ese Marini cortazariano y su insensato enamoramiento de la isla con forma de tortuga. Una libertad nacida de ciertos movimientos corporales (la risa se volvía más amplia, más fácil, los pulmones se dilataban de puro contento, e incluso el sexo parecía estar en constante acecho, como ave de presa) pero que se expandía hacia el epidérmico roce con las olas, como si al fin se cumpliera un regreso siempre espe­ rado a la maternal ductilidad de uno de los elementos primordiales. Y por supuesto, la extraña cualidad de sinécdoque del infinito y la eternidad que representa el mar con su extensión y con la manera

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en que sus olas nacen y mueren una tras otra, sin parar, tal como sucede con todas las creaturas que pueblan el planeta. Era como estar ante el interminable resuello de una enorme bestia ancestral, sometido hipnóticamente al gesto más insignificante de su poder. Pero si bien es cierto que mis primeros contactos con el mar acaecieron más por la parte lúdica y, por decirlo así, con la imagen de fondo de una postal de agencia de viajes, después de varios años habría de experimentar contemplaciones distintas: desde las alturas de un avión pude ver el mar ártico, en el que cada tanto sobresa­ lían bloques de hielo de quién sabe qué aterrador tamaño, pero que desde esa perspectiva parecían minúsculos confetis bogando en el azul infinito; y posteriormente la sensación de navegarlo por fin en sus vericuetos mediterráneos, desde el onírico traslado en barco de todo un tren para llegar a Sicilia, pasando por un breve lapso desde Sorrento a Capri, en donde esperaba escuchar los fatídicos cantos que sedujeron la curiosidad de Ulises y otros tantos, o el noctur­ no trayecto desde Brindisi para arribar a la silenciosa Igoumenitsa, hasta llegar a la travesía más larga de todas, aquélla emprendida desde el mítico Pireo, a través de más de catorce horas de aguas egeas, hasta el arribo otrora turco en la isla de Rodas. Y pese a la sangre fría que derrochaba mi semblante en todos estos trajines, no dejaba de traer a la imaginación, imperfectamente por supues­ to, aquel parrafito de Heródoto en el que narra la fatal llegada de las naves persas a tierras griegas, y cada que sentía los crujidos del barco o esa sensación semejante a cuando un automóvil ebrio no deja de caer en baches de distintos tamaños y profundidades, algo en mi interior se sobresaltaba con la fragilidad que sólo pue­ den ostentar los niños o los ancianos. Y es que ya lo ha dicho el turbio Maldoror: “Quien no haya visto hundirse un barco en medio del huracán, de la intermitencia de los relámpagos y de la obscuri­ dad más profunda, mientras los que en él van están abrumados por esa desesperación mencionada, ése no conoce los accidentes de la vida”. Pero no había para qué invocar semejantes escenas, así que en cada retumbo nocturno me decía secretamente que aquél mar, aunque legendario hasta la médula, no tenía los inopinados malhumores del Atlántico o la ironía nominal del Pacífico. Entonces, con cierta desesperación, intentaba abrir senderos distintos entre el denso follaje de mis miedos; recordé la extrañas transformaciones


La ruta de los naufragios

que sufren los personajes de Celine durante el viaje marítimo hacia el continente africano, o aquella aún más infame en la que se va desbarrancando la tripulación de la goleta Banbury en el vertiginoso relato de Gombrowicz, hasta el punto en el que el protagonista teme mencionar siquiera la palabra mujer. Y así, invadido de pronto por risas convulsas que mi acompañante nunca comprendió, observaba de modo diverso a la gente que trataba de escapar de todas esas horas de mar a través de quemantes bebidas que, al menos durante algunos minutos, imitaban el movimiento de las aguas por las que nos deslizábamos. No obstante, persistían las historias nacidas de imaginaciones medievales que hablaban de mares en los que las palabras, los gritos, los lamentos y demás sonidos producidos en invernales batallas, quedaban congelados hasta que, ya en la pri­ mavera siguiente, comenzaban a deshielarse en los oídos de otros

Víctor Sampayo

navegantes que cruzaban esas mismas aguas; y peor aún, mi mente comenzó a acariciar la escalofriante imagen del leviatán, del mons­ truo que según los antiguos residía en las profundidades del mar, tal como el propio Maldoror –otra vez ese nefando perseguidor de imaginaciones viajeras– infiere acerca de Satanás, cuya morada, si es que sus suposiciones se acercaban un poco a la verdad, ubicaba en la sima más inaccesible del océano, lo cual regocijaría su alma al saber que en verdad el infierno “se halla tan cerca del hombre”. Pero basta ya, porque los naufragios en las aguas de la me­ moria podrían ser interminables, y asimismo insufribles, sobre todo si se trenzan con la imaginación, de la cual, tarde o temprano, ter­ minan por emerger los deseos como si fueran cadáveres. A pisar, pues, la realidad, esa tierra firme que me hizo caer en la cuenta de la primera vez que estuve ante las aguas del mar.

Víctor Sampayo. Es narrador y diseñador. Ha sido becario del FONCA, y del IIFL UNAM. Ha colaborado en diversas revistas literarias de México y Latinoamérica. Es autor del libro de relatos Los días incendiados.

CRUCERO

El agua en la literatura grecolatina

Ramón Teja Casuso

Viene de la página 65

Tarquinio el Soberbio en el siglo V a.C, recogía todas las aguas desde la Suburra hasta el río. Tito Livio dice que la gran cloaca y el Circo Máximo, iniciado también por Tarquinio, son “dos empresas que difícilmente ha podido igualar nuestra magnificencia moderna” (56, 1). Plinio el Viejo, que también estaba impresionado por lo imponente de la obra, recuerda cinco siglos después anécdotas que se contaban sobre su construcción: la plebe romana trabajaba en la cloaca en jornadas agotadoras; daba la impresión de que la obra no acababa nunca y que lo que se pretendía era tener a la plebe sometida a trabajos de esclavos. Muchos se suicidaron, desesperados de ver la obra un día terminada. Tarquinio mandó crucificar sus cadáveres y exponerlos a la vista de todos. El resul­ tado final fue la gran Cloaca Máxima por cuyo interior podía pasar una carreta de bueyes y cuya boca puede apreciarse todavía en la ribera del Tíber junto al foro boario. Allí cerca se conserva la llamada “Bocca della Veritá”, la máscara de una divinidad fluvial que se ha convertido en uno de los símbolos o logototipos de Roma y que en realidad no es sino la tapadera de un imbornal. Quizá la estrecha asociación que siempre ha existido entre Roma y el agua queda reflejado en que dos de los lugares más frecuentados hoy en día por los turistas sean esta “bocca della veritá” y la Fontana de Trevi. Cicerón alude a Roma como “la Roma fangosa de Rómulo” (A Atico 2, 1, 8), aunque en otra ocasión refiriéndose al empla­ zamiento elegido por el fundador dice que “el lugar que eligió se mantenía salubre en medio de una región malsana (República 2, 6, 11). Ovidio evoca en sus Fastos la fundación de Roma con la imagen de una mujer que desciende descalza hacia el foro, como en los tiempos en que crecían los juncos y las cañas, porque le habían dicho que era “una ciénaga impracticable con los pies calzados” (Fastos 6, 395-416). Pero lo que Ovidio intentaba era resaltar el contraste con la Roma de su tiempo, con el foro en pleno esplen­ dor, el Tiber canalizado y saneado. El agua divina que en otro tiempo salvara a Rómulo discurría ahora por toda la ciudad en forma de hermosas fuentes dedicadas a las ninfas. Hacía ya mucho tiempo que el agua, antes salvaje y libre en las montañas donde nace el Aniene que alimenta sus acueductos acataba las decisiones del poder, seguía el trazado de los ingenieros, y servía a los deseos y necesidades del pueblo soberano.

CULTURA SigueURBANA en la página 79 88


Sin título, Juan Claudio Restrepo

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Elogio de la bicicleta Salvador Beltrán La importancia del ejercicio físico para el bienestar mental es un asunto bien entendido por Albert Camus. El ejercicio de la razón es la mejor circunstancia para el ser humano. La mente se fundamenta en un cuerpo, mejor si se trata de un cuerpo sano. ¿Qué mejor modo de tener una mente y un cuerpo sanos que andar en bicicleta?

Decía Albert Camus que las mejores lecciones de moral que recibió las tuvo en los estadios deportivos. El escritor nacido en Argelia y de nacionalidad y lengua francesas pensaba que el ser humano está definido por mucho más que la mera razón. Por eso disfrutó tanto Camus su época de futbolista, y por eso le gustaba recordarla. En su novela más conocida, El extranjero, el personaje no es movido por nada (la vida de los otros, y su muerte, le son indiferentes), pero goza sin duda en una situación particular: cuando nada en el mar, en compañía de una linda novia de la que ciertamente no está enamo­ rado. Camus pensaba, pues, que el ejercicio de la razón puede ser tan importante para el ser humano como el ejercicio de los múscu­ los. Disfrutar este último es tan valioso como dar con una idea clara y distinta, se diría. Y a los seres humanos, en general, les ha gustado siempre, menos o más, el ejercicio físico. De sobra sabemos el peso que tuvo entre los griegos, y en todas las culturas, el cuerpo no queda atrás de la inteli­ gencia, al menos en el campo de la teoría. No sería más que en épocas recientes, y en países castigados por la voracidad imperial en cualquiera de sus formas, que el ejer­ cicio físico pasó a ser más una cosa para admirar en los otros que para practicar personalmente. En esto como en tantas otras cosas México ha preferido sentarse a ver y no ponerse a saltar, echarse a correr, driblar con gracia al contrincante. No es extraño que en México el uso de la bicicleta haya corrido sobre todo por dos caminos: el utilitario (cada vez menos frecuente, sobre todo en virtud de la motocicleta) y el del placer, a cargo de las

clases medias o de las francamente adineradas. No es popular andar en bicicleta. No lo es no sólo porque sea peligroso lanzarse a la aventura callejera a bordo de una bici, en medio de conductores más o menos inciviles. Aquella infrecuencia obedece especialmente a que a la gente no le gusta esforzarse, aunque el esfuerzo desemboque en gozo. De ahí que se hayan hecho tan ricos en México los fabrican­ tes y los vendedores de coches. El auto es afín al principio del menor esfuerzo, y vino que ni pintado al proyecto dizque modernizador del México del siglo XX, desde los años de Porfirio Díaz, cuando comenzó a ser un signo de estatus, de distinción, hasta los momentos actuales, en que también sirve para el alarde y la prepotencia. En los años del presidente Alemán despegó el auge del automóvil, y la ciudad comen­ zó a ser una suerte de monumento al cemento. Los ciclistas, mien­ tras tanto, repartían el pan graciosamente, con una gran canasta en la cabeza mientras pedaleaban, y los albañiles, los plomeros y otros trabajadores, como los mensajeros y los carteros, iban también en sus vírulas, alegres a pesar de todo (por lo menos así nos los pintan las películas). Lo cierto es que la ciudad, trepada en automóvil, se fue dere­ chito al desastre. Había colocado en el desván de lo mal visto o de lo insignificante a la bicicleta, único medio de transporte que pudo sal­ varla. La bicicleta es una extensión, casi natural, del hombre. Andar en ella equivale a nadar o a volar o a correr. Y todo esto con belleza, la belleza del cuerpo humano que se arquea, se extiende, se tensa y se relaja, encuentra una elasticidad insólita y una energía que se renueva.

Salvador Beltrán. Cursa estudios de Historia y Literatura en su natal Veracruz. Publica ensayos en revistas locales. CULTURA URBANA 81


Jazz en reposo, Marco Zamudio

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Persona dormida con gatos Paola Jauffred Gorostiza

Como si se tratara de un óleo, Paola Jauffred Gorostiza pincela en este relato la imagen de una niña acostada en el amanecer eterno de su recá­ mara, junto a un puñado de gatos

En aquella, la primera vez que despertó, de entre las muchas veces que despertaría esa mañana, Sara logró deducir que era invierno. El frío la obligaba a meter los brazos de vuelta bajo las cobijas. Su madre, inclinada a su lado y acariciándole los cabellos, le anuncia­ ba que ya eran pasadas las seis. El uniforme de gimnasia estaba planchado y listo, extendido sobre la silla frente al escritorio. Sara entonces afirmó por primera vez en esa mañana, que no quería des­ pertarse, que pasaría el resto del día dormida, y su madre riendo le dio una nalgada. Luego salió de la habitación avisándole que iba a prepararle el desayuno, más le valía estar lista en cinco minutos. Pero antes de que pasaran los cinco minutos Sara ya se había vuel­ to a dormir. La impresión de no estar en ningún lugar, de ni siquiera ser ella misma, fue volviéndose cada vez más convincente. El mundo se había desdibujado, deshilvanado, desabrochado. Todo estaba en paz. Entonces la estremeció el salto de un gato sobre el colchón. Silencioso el gato caminó con sus cuatro patas, como cuatro picos, por encima del cuerpo de Sara. Ronroneaba buscando un al­ bergue contra el frío prensante de ese amanecer. Sara le permitió entrar bajo las cobijas, pensó que era Micha, que su madre la habría dejado entrar para que la despertara. Pero el gato también que­

ría dormir. Fue bordeando el cuerpo de Sara, reconociéndola toda, hasta que por fin se acomodó junto a su vientre. La campanita en su collar estaba helada. Palpándola, palpando las orejas y la forma en general del gato, Sara comprendió que no era Micha. ¿Qué gato era ese? Tuvo que hacer un esfuerzo, recor­ dar a todos sus gatos, para ubicar a este específico felino de orejas pequeñas y cuello ancho. Finalmente reconoció a Musi. Musi el de blancas patas. Supo entonces que no era del frío de lo que estaba huyendo, si no de la enfermera. Porque todos en esa casa, los canarios, Musi y Sara misma, compartían esa mezcla de repulsión y miedo hacia la en­ fermera. No tardaría en llegar. El chirrido blanco de sus zapatos se escucharía acercándose por el pasillo. Aún así, perturbada y todo, Sara se las arregló para continuar dormida. Poco después la voz de la enfermera resonó con un optimista “Buenos días”. ¡Ya estaba ahí, en la habitación, descorriendo las cortinas! Musi se tensó bajo las cobijas. “Arriba, arriba, el desayuno ya está listo”. Sara entonces, por segunda ocasión, dijo sin molestarse en abrir los ojos, que no que­ ría despertarse, que quería pasar el día dormida. “Pero cómo seño­ ra ¿y si vienen sus nietos?”.

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Persona dormida con gatos

Paola Jauffred Gorostiza

Sibila de plata, Marco Zamudio

Sara no respondió. Cada día era lo mismo, levantarse por si acaso venían sus nietos, pero sus nietos no venían y ella en cambio tenía que soportar la mañana y la tarde en compañía de la enfermera. Dio por terminada la conversación, le pidió con voz cortante que hiciera el favor de cerrar las cortinas y de paso la puerta en su camino de salida. La enfermera, aparentemente mansa, obedeció. Pero Sara sabía, porque esa no era una escena nueva, que correría al telé­ fono más cercano para acusarla con su hija. Ambas, su propia hija y la mujer esa que había contratado para cuidarla, consideraban que forzarla a aguantar otro día de vejez y televisión, era lo más saludable. Hizo un cálculo rápido, le quedaban por lo menos, unos cuaren­ ta minutos de sueño, el tiempo de la distancia entre la casa de su hija y la suya. Así que volvió a dormirse y Musi con ella. El sonido de la puerta abriéndose llegó como desde muy lejos. Ya los pasos de su hija se acercaban a la cama. Sara sintió su mani­ ta fría acariciándole el rostro, y aún estando dormida pudo sonreír. “Mami” dijo la niña “¿no me vas a llevar a la escuela?” La sonrisa

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de Sara desapareció. “Hoy no me voy a despertar” dijo sin mayo­ res explicaciones. Había fantaseado con hacer esto durante mucho tiempo, y ahora sucedía espontáneamente. Era justo, después de tantas mañanas de levantarse todavía a oscuras para preparar el uniforme, hacer el desayuno y luego manejar hasta la escuela. De cualquier forma ya debía ser tardísimo y no la dejarían entrar. “¿Estas enferma mami?”, comenzó a llorar la niña. Sara no contestó, giró sobre la cama y se cubrió con las cobijas hasta las orejas. Fue Musi quien respondió. Salió de entre las sábanas trans­ formado en Mangus, la de largos bigotes, y maulló. “Hola Mangus” dijo la niña entre sollozos, Mangus volvió a maullar. Quizá aquel diálogo llegó a prolongarse, Sara ya no lo supo, porque de nuevo quedó arrancada de sus circunstancias, convertida en nadie pre­ sente en ningún lugar. Hubo silencio. Luego un nuevo salto de gato sobre su cama. Esta vez se trataba de un gato grande, demasiado grande, gi­ gantesco. A cada paso la aplastaba con sus patazas. Parsimonioso el felino se reclinó sobre ella y su pelaje comenzó a asfixiarla. Sara


Persona dormida con gatos

se retorció, luchó por quitárselo de encima, por recuperar el alien­ to. Con todo el animal permanecía inmutable. En medio del forcejeo logró gritar, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones, hasta que unos pasos apurados aparecieron en la recámara. “!Fuera de ahí bicho!” gritó una voz femenina, el peso desapa­ reció. Sara pudo respirar. Una mano grande le acercó un chupón y Sara lo succionó con avidez, hasta que la impresión pasó. Sintió que la levantaban, que la llevaban por distintas habitaciones. Reconoció el olor de su padre (tabaco con vainilla), la llevaba en brazos. “Se llama Sara”, le dijo a alguien más, “Despierta Sara, deja que vean tus ojos”, pero ella lo ignoró. La acunaba torpemente, agitándola con brusquedad. Casi estuvo agradecida cuando finalmente la de­ positó en una cama de sábanas ásperas. Su padre continuó hablan­ do con la otra persona mientras la cama comenzó a moverse.

Paola Jauffred Gorostiza

Hubo puertas que se abrieron a su paso, recorría una habita­ ción tras otra, como si fuera un largo paseo. Luego de improviso la camilla se detuvo. Su hija estaba ahí, hablándole al oído. “Mamá ” decía, “despierta, te van a poner los santos óleos”. Ya moles­ ta, Sara repitió por tercera vez que no despertaría. Extrañamente nadie la interpeló. Todos se habían ido, quizá esta vez la dejarían al fin en paz. Otro gato saltó sobre su cama y se acomodó junto a sus piernas. Luego otro, Musi de nuevo, se metió bajo las cobijas. Mangus llegó y se recostó sobre su cadera. Y Juana y Benito y Toña compartieron el espació que quedaba libre en su almoha­ da. Por último el salto de Micha que se hizo ovillo pegada a su espalda. Entonces y solamente entonces Sara pudo dormir ya sin interrupciones.

Paola Jauffred Gorostiza. Gano el premio “Benemérito de América” en 2007 por su libro de cuentos Para escapar de Faustina. Fue becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Participó en el tercer laboratorio de guión impartido por el Sundance Institute en 1995 con el guión Mariana, el arcángel y el bebé.

LA ACERA DEL FRENTE José Alvarado Y es que si hay el México de los bares de la Zona Rosa, también hay el México de las pulquerías de Xochimilco e Ixtacalco; el de los vestíbulos del Palacio de Bellas Artes y el de las galerías de los cines de barriada. Uno habitado por los mexicanos de primera A y otro superpoblado por mexicanos de tercera, de quinta y de décima a quienes, naturalmente, no llegan los efluvios de optimismo de los economistas que, cada mañana, cantan a nuestro desarrollo y estornudan de prosperidad… Porque, contra lo que suele decirse, la capital sí es un verdadero espejo del país. Todos sus contrastes, la opulencia de pocos y la miseria de muchos, la cursilería de la casta superior y la degradación de las castas ínfimas, se reflejan sobre la enorme superficie de la metrópoli. Y desde las casas con aspecto de casco de hacienda de los políticos enriquecidos, en las colonias del más alto lujo, hasta las accesorias de las vecindades inmundas y las barracas en los aledaños se ofrece el panorama de las muy pocas abundancias y de las muchas carencias. Hasta la pobre, escarnecida y humillada población indígena aparece representada en las calles capitalinas, en sucios harapos, rostros macilentos, ojos apagados y manos mendicantes… No es preciso pertenecer a la izquierda delirante para no percibir que la ciudad de México es un buen espejo del desarrollo disparejo del país y de a quienes ha beneficiado la evolución económica. Basta sólo recorrer las calles para darse clara cuenta de ello, aún sin el menor deseo de regar virus de disolución social ni de aparecer como amargado, resentido o inconforme sistemático… En Siempre!, 1967

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Motorrr, Juan Pablo de la Colina

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El poder del automóvil Jaime Zentella

Mucho han ganado las compañías de automóviles con tantas pérdidas: la ciudad perdió sus bicicletas, perdió sus transeúntes, perdió parques y áreas verdes diversas. Los ciudadanos ganamos neurosis y dolores de cabeza, ganamos mayores niveles de contaminación, más enfermedades, perdimos mucho

Es muy probable que lo primero que dio el automóvil a sus propie­ tarios fuera orgullo. Representó desde el comienzo un objeto de distinción. La velocidad extraordinaria da a las personas una recon­ fortante señal de poder, como vemos en los jinetes que aparecen en las películas, no sólo cuando van tras forajidos o en plena fuga sino, sobre todo, cuando trepados en sus enormes cuacos van diciéndo­ le, dominando a su bestia, lisonjas a las mujeres bellas que sonríen y fingen fastidios. Del mismo modo pueden verse los carruajes, y nadie dudará de que uno de los atractivos mayores de la Cenicienta haya sido el encalabazado vehículo que le allega el hada madrina. Trasladarse de un lugar a otro lejano ha representado riesgos y no deja de ser un acto que deje de sorprender. El autotransporte sorprende a los mortales desde los primeros pasos, literalmente, e inclusive uno adivina que mucho disfrutan los pequeños el mero hecho ´pde ir de acá para allá, desde que gatean. Antes de que se adueñaran del mercado los aparatos ciberné­ ticos, hace no mucho, era regalo infaltable para poner contentos a los niños una bicicleta. La bicicleta, como todos los vehículos, puede servir para fines varios. En el campo y en las ciudades de países ci­ vilizados de veras, es útil para el trabajo. Aún en los años setenta en la Ciudad de México abundaban los empleados que andaban en bici,

llevando recados o mercancías ligeras o no tanto. A principios de los cincuenta, en ¡Ay, amor, cómo me has puesto!, Tin Tan aparece con la canasta inmensa repleta de conchas, cocoles y cuernos en la cabeza dándole duro al pedal, mientras canta reiteradamente “El panadero / con el pan…”; viaja feliz por una calle citadina de aquel México en que el sufrimiento terminaba siendo una bendición según el cine. El cartero llevaba mensajes anhelados u ominosos a casas o empresas sobre su bírula, como el lechero sus botellas blancas, el enviado de la tintorería las prendas impolutas. En el campo los caballos fueron reemplazados poco a poco, antes que por el au­ tomóvil o las enormes camionetas, por bicicletas que simplemente facilitaban la vida de los pobladores que pudieron hallar en aquel artefacto una extensión natural de su propio cuerpo. La bicicleta se avino a todo paisaje, rural o urbano, primeramente porque con­ viene a la naturaleza humana, en especial a la capacidad y al ritmo de su movimiento. El ciclista corre, sin duda, marcha a velocidades insospechadas, cíclicamente sorpresivas, y acaso puede entrever el vuelo cuando rompe el aire, bajo la luz del cielo o el agua que gol­ pea sus ojos, y tal vez percibe que más que correr, en ocasiones, nada, bracea con sus piernas a todo tren mientras sus brazos se extienden hasta el manubrio helado y firme. En los años sesenta en

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El poder del automóvil

Jaime Zentella

un quiosco del Bosque de Chapultepec se alquilaban bicicletas de todas las rodadas para que los niños, cansados ya de jugar con los balones y en los columpios y los subeibajas, dieran vueltas sin parar, entre ardillas y ratas bajo los árboles añosos. Y por las calles esos niños, y muchachos, paseaban sin rumbo fijo, a solas o en parejas por parques y calles. Muchos colocaban en el rin trasero un par de diablos para que la novia o el cuate fuera en pie, acompañándolos, conductores duchos y atrevidos. A la bicicleta la sustituyó la motocicleta, aparato que no tardó en construirse una mitología. En todo hay marcas y modelos, hasta en las bicicletas, y hay ejemplares de culto. En las motos abundan los rangos y sus devociones respectivas. Las hay de lo más pode­ rosas, robustas, pesadas como vehículos bélicos. Y las hay ligeras y veloces, muy estilizadas, seductoras. En ambos casos, sus tripu­ lantes se afanan por aparecer como seres fuera de lo común. Si al­ guien tuvo la ocurrencia de llamar a las motos “caballos de acero”, hay que pensar que no del todo erró si se toma en cuenta que sus pasajeros dan la imagen de raros y modernos jinetes. Ya no El Lla­ nero Solitario con su antifaz negro sobre el brioso corcel afortuna­

CRUCERO

El agua en la literatura grecolatina

damente llamado Plata, pero sí hombres anónimos por lo común fornidos, ataviados con sus chamarras oscuras y de piel, con botas que uno adivina incómodas y que nunca faltan apenas metidas en los estribos o tocando con impaciencia el cemento neutro de las ca­ lles bajo el oro falso de sus estoperoles. Estos pilotos arquetípicos, no deja de ser curioso, a menudo olvidan el empleo del casco que imponen el sentido común y los reglamentos. El más emblemático: James Dean, y más recientemente una película que desató furores y no tardó en caer en el olvido: Nacidos para perder. En México César Costa (dolido y por tanto descarriado por el alcoholismo de su padre, un Fernando Soler en el borde del patetismo) y Fernando Luján (retando a un cura de barrio, Arturo de Córdova, menos ins­ talado en preocupaciones metafísicas que en librarse de los tanteos seductores de una Fanny Cano tan chichona como pirada) jugaron el papel de rebeldes sin causa, cumpliendo la serie de ecuaciones alrededor del uso de las motos: desintegración familiar = desfogue juvenil = miradas y voces profundas = encopetados comandos de pandillas = asomos a los despeñaderos de los enervantes = cha­ marras negras = pasión por la velocidad = comparecencias en el

Ramón Teja Casuso

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Los 10 acueductos que surtían a Roma alimentaban más de 300 termas públicas, regaban los jardines, abastecían a muchos hogares privados, llenaban las cubas de los tintoreros y bataneros, limpiaba las letrinas y volvía al río por las cloacas. ¿Cuánta agua?. En el siglo II d.C. todas las grandes ciudades del Imperio contaban con uno o varios acueductos. Los cálculos de aprovisionamiento y consumo son aproximados, pues en ningún caso se conoce la población exacta. Se ha calculado un consumo por día y habitante de 540 litros de Pompeya y 1.100 para Roma. Pero las cifras pueden ser muy engañosas por motivos fáciles de comprender. Los ro­ manos solucionaron antes los problemas de aprovisionamiento del agua que los de gestión -y me parece que en España ocurre algo similar-. En el siglo I, durante la dinastía Julio-Claudia, los romanos disponían de una enorme cantidad de agua, pero mal aprovechada y mal distribuida -el barrio del Trastévere experimentaba un sentimiento de gran injusticia-. Realizada la primera gran revolución del agua, Nerva y Trajano se propusieron la segunda gran revolución, la gestión. Trajano construyó el décimo gran acueducto, el aqua Trajana, el único que no proviene del Aniene, sino del Norte, del lago Braciano, con una longitud de 57 km y un caudal de 118.000 m3 al día. El Trastévere conoció el final de sus escaseces. Las aguas de Trajano todavía alimentan en el Janiculo el fontanone, la gran fuente de Paulo V junto a la Academia Española. Pero el gran reto era la gestión y Nerva primero y después Trajano, tras derrocar a Domiciano, encomendaron la tarea a un fun­ cionario íntegro y escrupuloso, Frontino, al que nombraron curator aquarum con el fin de definir la estrategia del nuevo régimen en este campo. El informe que elaboró Frontino, De Aquaeductu urbis Romae, se nos ha conservado íntegramente y es un documento excepcional que define las medidas técnicas, políticas y administrativas que era necesario tomar y que podrían servir de modelo a los redactores actuales del Plan Hidrológico Nacional. 88 CULTURA URBANA

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El poder del automóvil

ministerio público = caída al precipicio. Como los caballos en los westerns, las motos sirven lo mismo para acrecentar las fuerzas del mal que las del bien. Nadie olvidará a Luis Aguilar y a Pedro Infante manifestando su amistad macha una vez más y muy lucidoramente a bordo de sus aparatosas pero dóciles Harley-Davison, al servicio de un más que improbable cuerpo de tamarindos tan limpios como sus uniformes. Piruetas, suertes mortales, absoluto dominio de una especie de fieras que se acomodan a la sensibilidad de hombres re­ cios que no rompen su hermandad ni por la sonrisa de Rosita Are­ nas o las piernas de una gringa pizpireta. Hubo un tiempo en que los agentes de tránsito se establecían en los cruceros y con los brazos y las manos daban señales en cum­ plimiento elemental de sus tareas. Vista desde ahora, la Ciudad de México era entonces otra ciudad, tan distinta de la que conocemos. Una ciudad que daba lugar sin demasiadas asperezas a la utopía, al espejismo amable. Los agentes de tránsito, los tamarindos, los tamaros, podían ser tipos amables, no ajenos a la solicitud, la ayuda y acaso cierta cortesía. Será posible recordarlos en sus casetas mínimas, afanosos, en ocasiones rodeados de regalos, bienvenidos en el cada vez más increíble Día que se les dedicaba con éxito bas­ tante. Transeúntes y conductores los conocían por sus nombres o al menos por su aspecto. Eran presencias familiares, aun cuando no fueran del todo ajenos a las mordidas rigurosas. Los mejores, los de rango superior, andaban en aquellas Harley-Davison poderosas y rapidísimas, y las montaban con destreza, siempre una destreza superior a la de cualquier maleante. En ¡Esquina, bajan! ninguno de los agobios de David Silva a bordo de su camión brota a causa de alguno de aquellos mordelones motorizados o de a pie. En una ciudad grande y razonable el transporte no puede ser cosa sencilla. El número de los habitantes corresponde a la ampli­ tud de las distancias, y lo más esperable son las aglomeraciones y los atascos. Basta con un leve incidente aquí para que las conse­ cuencias se extiendan hasta varios allás. Al crecer estos incidentes, el tamaño de los problemas se torna insoportable. Los moradores de la Ciudad de México, usualmente, no pueden ir y venir al trabajo caminando. Pensar que tal cosa fuera posible sería pensar en una realidad distinta a la que vivimos. Tampoco pueden tomar el camión en la esquina para llegar a una distancia corta de la oficina, la tien­

Jaime Zentella

da, la fábrica, la escuela. El asunto tiene dimensiones sin exagera­ ción dramáticas; tanto, que no mucho se exageraría si se dijese que gobernar es asegurar un buen transporte público. Quien quiera ir en bicicleta a los sitios que necesita o le da la gana frecuentar ten­ drá que poseer arrojo y buena suerte. Y no sucede otra cosa, aun­ que tal vez aquí en menor grado, con los motociclistas. La industria de los automóviles ha salido ganando con todas estas pérdidas. En primer término, los autos se popularizaron, o más precisamente se masificaron. En otro tiempo y en otro mundo quedaron los aires con que prominentes personajes de la socie­ dad mexicana (es decir, los que por su dinero y su poder creían ser la sociedad mexicana) asistían a lujosas exhibiciones de últimos modelos en el muy fugaz Hipódromo de La Condesa. Hombres de carteras gruesas y finanzas caudalosas y oscuras, los últimos del Porfiriato y los de los largos años de la postrevolución (no extintos hoy, aquellos años) pronto cayeron en cuenta de que su mejor in­ dumentaria había dejado las telas y las había trocado en metales duros y relucientes y veloces. Los coches ganaron las calles y se apoderaron de los pro­ yectos de los políticos en turno. En vez de acortar las distancias y menguar así los agobios chilangos, los políticos las ampliaron y tendieron lo que con exceso de velocidad llamaron vías rápidas. Entubaron cauces acuosos, y no sin cierto cinismo llamaron a las iluminadas capas de cemento Río de la Piedad, Río Churubusco, etcétera. Hicieron insalvables las distancias, y, con optimismo de nuevo desbordado, se creyeron que la plebe, la masa, los nacos que vinieron a reemplazar a los léperos que campearon en el XIX, habrían de mantenerse al margen, en la inevitable condición de lastres, escenografía incómoda pero útil e irradicable. Los nacos, tercos, suelen aún caminar por las calles, sentarse en las ban­ cas de los parques o tenderse en sus prados. Su reposo sólo aparente es consecuencia de la globalización y de la política de pleno empleo. Viajan en micros, camiones breves preferidos por los asaltantes, o en el metro, donde duermen si consiguen asien­ to, leen los diarios o, sobre todo los estudiantes, libros o apuntes. Llama la atención que muchos de estos viajeros, ajenos al traque­ teo citadino, hallen refugio en la música que escuchan tarareantes gracias a sus pequeños aparatos de nueva tecnología.

Jaime Zentella. Ensayista y poeta tabasqueño. Ha publicado sus trabajos en diversas revistas y publicaciones del interior de la república. Autor del libro de ensayos Licencias Fatuas y del poe­ mario Claridad oscura. CULTURA URBANA 89


Y si una dama del mundo…

De Pizzas, Pitufos y Polis Kelly A.K. En serio, en serio, le decía con señas y un ita­ liano que provocaría que Dante abandonara a Beatriz para ir a ahogarse en la Fontana de Trevi con veinte kilos de pasta encima, ¿Cómo se llaman esos muñequitos azules, pe­queñitos que salen en la tele? Me miraba con incredulidad, la gran ba­ rriga que deseaba escaparse de esa camisa azul demasiado apretada subía y bajaba, con el escepticismo que podría causar una pre­ gunta completamente irracional e ilógica pa­ sada la media noche en la estación de policía de Nápoles. Mi italiano es prácticamente inexistente, el idioma universal de las gesticulaciones, la cultura pop y la mezcla de los otros idiomas que sí tenía en mi repertorio permitieron que repitiera la pregunta que a duras penas había logrado emitir la primera vez. Tras una semana en Roma de ruinas y gellatos, shopping y bares kitsch, habíamos decidido ir a una ciudad cercana. Éramos cua­tro en total, por lo que rentar un coche era mucho más barato que comprar boletos de tren, además de la libertad de desplaza­ miento; el último tren de vuelta salía a las 11 de la noche, no sería posible ir a la ópera, así que quedaba claro la renta era lo más provo­ cador. Llegamos tras menos de una hora, mi hermano mayor al volante, estacionamos el coche en una de las plazas públicas gigan­ tescas que parecen haber sido construidas

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por los antiguos únicamente para poder es­ tacionar miles de coches en el futuro y fuimos directamente a comer pizza. De esto ya hace muchos años, tantos que me sonrojo al confesarlos, pero recuer­ do perfectamente una calle empinada en la que habían tres pizzerías. “Esta es la mejor”, declaró M. Y como era el guía, el único que hablaba el idioma y además, el mayor de todos, le hicimos caso. Unas escalerillas de caracol y unas mesas de madera. Menús. Mi otro hermano, I. intentó pedirle dos pizzas distintas a la mujer apiñonada con cara de desencuentro amoroso y estreñimiento cons­ tante. No. ¿por qué, si eres una sola persona, pides dos pizzas? No hace sentido. Y tal cual. Una pizza por persona, no más. El olor no pudo siquiera pregonar el fu­ turo de mis papilas gustativas. La masa era suficientemente suave y crunchy, sin ser ni muy gruesa, ni galletosa, la salsa tenía una textura que al combinarse con la mozarella de mi margarita, jitomates frescos y albahaca que terminaba de embriagar mis sentidos… gran disyuntiva: devorar todo lo que descan­ sa en el plato, o paladear paulatinamente la obra de arte llamada pizza. Creo, nunca he presenciado una comida más silenciosa. Cada quien sostuvo un en­ cuentro espiritual con la pizza que se encon­ traba frente a él, descifrando la manera en la que manejar mejor el encuentro divino encar­ nado por una pizza.

Tras una media hora que realmente duró seis años o cinco instantes, nos enca­ minamos hacia los Borbones. Escoger qué museos visitar para pala­ dear una ciudad resulta ser una labor más compleja de lo que parece, M. escogió el Pa­ lacio de Capodimonte. La pizza había sido una exquisitez paliativa, pero los ojos se habían sentido ignorados, no habían disfrutado tan magníficamente, y ahora les tocaba a ellos: Caravaggio, Mantegna, el Greco, mi favorito personal Bellini, todo lo que habían traído del museo Nacional de Nápoles, incluyendo parte de la colección Farnese. Había sido el único museo abierto al público en el siglo XVIII y ahora nuestros pasos resonaban en el pala­ cio en la cima del monte. Como siempre que me encuentro en un palacio europeo, las imá­ genes que Grimm taladró en mi subconsciente infantil resurgen y no lograba luchar contra la necesidad de suspirar por un príncipe. Después de horas en la transición espa­ cio-temporal que un paseo por los parques y las pinturas provoca, fuimos a la ópera. El teatro di San Carlos es la casa de ópera en función más antigua de Europa y cada res­ quicio tiene murmullos que quieren ser es­ cuchados en los intermedios. Me encantaría recordar qué ópera fue la que dejó mis ojos llorosos, pero solamente recuerdo las voces y la escenografía, las piernas estaban cubier­ tas de espejos, por lo que los cantantes se reflejaban al infinito, creando una plétora de


Y si una dama del mundo…

bocas y voces sobre una plataforma oblicua por la que niños, vestidos de blanco, pasaban a gatas para realizar alguno de los efectos especiales requeridos para la producción. Tras cultura y música, pizza otra vez, obviamente. La expectativa del sabor recién conocido no disminuyó sus efectos ni sus de­ licias. La segunda pizza fue tanto sino más deliciosa que la primera, y me atreví a cam­ biar a margarita por un fungi.

Caminábamos por las calles alumbradas por faroles, Jerry Vale hubiera estado orgulloso, si hubiera estado ahí y si en vez de hermanos y primos fuéramos una pareja enamorada. Llegamos por el coche casi a media no­che, y con lo despistados que somos, no recordába­ mos el color de nuestro transporte por lo que pasamos la siguiente hora mirando las placas de miles de coches en la plaza que parecía se extendía hasta Sicilia.

Sin título, Juan Claudio Restrepo

De Pizzas, Pitufos y Polis

Kelly A.K.

El coche había desaparecido. Decidimos pedir ayuda, caminamos a la estación de po­ licía que se encuentra dentro de la estación de tren, cinco hombres con sobre peso nos miraron con cara de pereza y nos ignora­ ron, no hablan italiano, dijeron, y siguieron haciendo lo que hacían: rascarse y bostezar. No, no, intentábamos decirles, nuestro coche fue robado, mi hermano M. sí habla italiano, por favor escúchenlo. Parece ser que nues­ tra cara de turistas asustados pudo más que su pereza y nos hicieron caso. Que qué coche era, ah, el tal, ah, ese lo pueden abrir en menos de cinco minutos. ¿Menos de cinco minutos? Sí. Mi hermano pequeño, mi prima y yo nos quedamos en la estación de policía mientras que M. con el oficial más joven salía a buscar­ lo otra vez. Si te encuentras con 3 policías con so­bre peso pasada la media noche en una ciudad en la que la corrupción es legendaria y donde se ve que nadie quería ser interrumpido en su siesta vespertina, no queda nada que hacer que preguntar: ¿cómo se llaman esos muñe­ quitos azules, pequeños, que salen en la tele­ visión? Sí, un gato se los quiere comer, sí está un tipo llamado Gargamel. Cara de incredulidad, y de pronto, sor­ presa y sonrisa. Ah, Pufi. Sí, sí, Pufi. Bendita creación belga que rompía el hielo en ese mo­ mento de tensión. Los pufi, la pufeta, el pufo. Jajaja, risas, claro, cultura pop universal. Los pitufos también eran populares en Italia. M. volvió y no entendía de dónde surgían las risas si el coche, efectivamente, había sido vícti­ ma de un hurto. Traía pastelitos para los polis, no hay como llegar a su corazón por su barriga.

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Y si una dama del mundo…

De Pizzas, Pitufos y Polis

Ahora había que hacer la declaración para el seguro. Ah, dijo el descubridor de los pufis, pero es que no tengo la llave del cajón en donde tengo los papeles para hacer la declaración. Tendrás que ir a otra estación que está como a veinte minutos caminando. Y M. fue. No sé bien qué sucedió ahí, pero parece que el buen humor que se había logrado re­ producir entre los polis, los pufis y nosotros, no existía en la otra estación. De hecho, es­ taban bastante enojados porque estos, los

Kelly A.K.

nuestros, les habían mandado trabajo buro­ crático que no les correspondía. Llamadas telefónicas, mi hermano esperando, nunca ha vuelto a ser la encarnación de la paciencia como ese día. Finalmente, quince minutos de gritos telefónicos y el otro policía, según pa­ labras de M. saca una hoja, firma, sello y se lo da. Eso es todo. Regresa a donde estamos y espera­ mos las largas horas de la madrugada a que salga el primer tren a las seis de la mañana.

La estación de Nápoles de noche es habi­ tada por vagabundos becketianos e indigentes austerianos, por lo que los polis dejaron que estos lindos extranjeros esperáramos dentro de la estación; ser víctimas de un crimen al día es más que suficiente. Tras una noche de esas, me despedí de mi papa Pufo con un abrazo. Tren Nápoles-Roma. Directo a la agencia donde había­mos ren­­ tado el coche. Ejem, sí, nos robaron el coche, aquí está la declaración de la policía. Pero, dónde fueron. A Nápoles. Ah, pues claro.

Kelly A. K. Guionista y conductora de radio y televisión. Autora de un libro de cuentos y una novela. Es becaria del FONCA.

LA ACERA DEL FRENTE Nick Cave -¡Soy vil! ¡soy fétida! ¡El alma me apesta! –Rugía ella mientas yo me agazapaba en su puesto, detrás de la silla, y lo observaba todo por entre las ruedas. -¡Lávame!¡Lávame! –gritó. Y entonces noté que la silla de ruedas, cubierta de negro fango, se hundía medio palmo en la orilla embarrada. La inválida se quedó paralizada, allí, revoloteando en el umbral de la ablución. -¡Elías!, ¡Bautízanos!- estalló Carp Boone. Y cogido de la mano de Sadie, su esposa, se abrió paso a mi lado y se zambulló en las aguas siniestras. La turba se venció hacia delante. -¡Quiero estar limpia!¡remueve el espíritu, Bautista!- tronó Sadie, la de los ojos rosados, y un rayo hendió los cielos con una aguja de luz azul. -¡Y yo, Bautista!¡Lava mis pecados!- gritó otra de las que había desafiado la inundación. Y el asno vio al ángel

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La espera, Marco Zamudio

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Tres fragmentos contra la espesura Rei Berroa

1 Es el miedo a Soledad lo que socava a los humanos. Igual que Dios creó el mundo por un terrible pavor a quedarse para siempre al desamparo de la noche, sin poder besar a nadie a su antojo en el ombligo, en contra, como es obvio, de su cárcel de Unidad, así también, en los inicios, se dijeron los amantes: No es bueno que Dios sea soledad. Amémonos. Quizá podamos sacarle del vacío. Desde entonces, y convocada por el hombre y la mujer al desnudarse, ha venido cayendo una creciente claridad sobre lo espeso de la tierra y Dios ha consolidado su puesto y dice que es familia.

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2 Dios no nos oye no nos puede oír como se dice que lo hiciera antaño. Se echa a reír detrás de la puerta en la habitación en donde le hemos confinado y no sabemos bien por qué hemos querido tenerle allí tan ampliamente y a su aire a qué se deberá que no nos oiga que luego escape tan a gusto por entre la ventana que deje el caserón abandonado y las flores del jardín muriéndose de espanto y que se marche por ahí sin saber nosotros adónde va o por qué después de esta invención nuestra peculiar y necesaria le hayamos permitido ausentarse de la leve inconveniencia de ser como nosotros los humanos. ¿Nos odiará Dios por haberle creado a imagen y medida de nuestras pesadumbres?


Tres fragmentos contra la espesura

Rei Berroa

3 En los inicios, y siguiendo la creencia natural que tenía con respecto a lo divino, deambulaba el hombre por la vida sin saber por qué ni para qué. Pero un día, en medio de la noche, dio con otro ser que lo complementaba. Después de conocerla y descubrirse el hombre se olvidó de Dios. Cuentan que otro tanto le sucedió a ella que, por caminos muy distintos, había venido sufriendo las mismas vehemencias. Y es que sólo la carne nos libera de la divinidad.

Rei Berroa. Entre su numerosa obra destacan: Libro de los fragmentos y otros poemas, Book of Fragments; Los otros y Retazos para un traje de tierra. Es articulista en revistas especializa­ das de Europa y América. Profesor de literatura española y del Caribe en George Mason University en Virginia y asesor literario del Teatro de la Luna en Arlington, Virginia. CULTURA URBANA 95


Sin título, Juan Claudio Restrepo

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Péndulo Adán Echeverría

La tragedia marca las vidas de los personajes de este relato, la ira es el rostro fa­ miliar con que algunos de ellos se despiertan cada mañana. El deseo de felicidad no deja de latir, y ellos -pese a todo- persiguen un momento para la ternura, el di­ vertimento y la paz

El grito de Leticia permanece en la garganta creciendo en espirales sobre el cadáver que cuelga del travesaño. Se ha animado a retirar el cabello del rostro, y al hacerlo, le sobresalta el movimiento ester­ tóreo que aún recorre las piernas, y ese ronquido apenas audible del ahorcado. El cuerpo pesa. Por más que hace para descolgarlo no lo con­ sigue. A qué correr a la calle y asustar a los vecinos. Él ahí colgado, estático en el tiempo, y ella sentada en el rincón mirando el vaivén del cuerpo que pende de la soga. Y es que era insoportable la búsqueda de abandono a que su esposo se dedicaba. Leticia intentando escapar de la cotidianeidad recalcitrante y ajena. Los sueños pretéritos de esa historia que juntos decidieron ir construyendo, sepultando el dolor en ambos pechos, las traiciones, quizá nunca consumadas en lo físico pero si dentro, en el sentimien­ to, en la memoria, en la mente. Pusieron barreras infranqueables. Las palabras hiriendo los cuerpos hasta adentrarse como saetas envenenadas que ya no tendrían oportunidad de sanar la lepra que habían inoculado. Todo fue transportado a la rutina de las últimas semanas: un rostro de ira que giraba por la noche dentro de la casa, de una habi­ tación a otra, persiguiéndola. Leticia tratando de sonreír y abando­ nar la angustia en su hogar, que se paseaba por los rincones y las sábanas. No había sitio para esconderse, no quedaba espacio para

la ternura y los recuerdos del noviazgo, todo se había consumido en el fuego de las pequeñas venganzas. El mirar de ella hacia otros varones que reconocían en su ma­ ternidad a una mujer completa, y luego, al llegar la tarde, mientras sirve la cena, caer en el rostro siempre tenso de su esposo, espe­ rando arreglar las cosas, recuperar lo que se ha perdido. Leticia comenzó a ver a Edgar en casa de una tía, cerca del ce­ menterio. Se las ingenió para estar con él los jueves, durante un año, por las prohibiciones de su padre que a tantos novios le había espantado. La noche comenzó a mostrar sus frutos en los brazos de este hom­ bre, y el placer creció tanto que decidieron transitar la eternidad con la presencia de un hijo para alimentar la vida. Tuvieron que casarse. Construyeron un hogar más que cómodo, ante el escándalo de la pobreza del pueblo y sus ejidatarios. ¿Qué importaba más, si no la felicidad completa? Pero cuando el niño cumplió los siete años sucedió que Edgar no pudo asimilar la violenta muerte de su padre en una noche de pelea de gallos, y la tragedia se amarró a su cuello como un grillete de odio, y no quiso soltarle más, en cambio, apre­ taba, apretaba y el nudo era cada vez más fuerte. Edgar se hundió en una depresión que lo ponía meditabundo. Nadie del pueblo podía hablarle sin recibir improperios de su parte. Su odio le causó las llagas que ostenta en los puños.

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Péndulo

Adán Echeverría

Podía vérsele gatear por el jardín de la casa devorando hor­ migas venenosas o subir al techo a dispararle a las iguanas que tomaban el sol sobre el muro. Los ojos en blanco se hacían una visión normal para su rostro, no poder controlar el vértigo de la mirada. Y el hablar solo, tan recurrente. Solía llevar a su hijo al interior del cementerio, entre los dos se encargaban de mantener impecable la tumba del abuelo, la pinta­ ban de colores, siempre adornada con rosas y flores de la región, recogían los recuerdos por medio de fotos, que luego, juntos iban pegando en la pared del cuarto del niño, como armando un rompe­ cabezas a la muerte, una ofrenda a la memoria, con esa entrega vital que Edgar le iba enseñando. Leticia cuenta que Edgar se pasaba las horas mirándola dormir. En ocasiones cuando ella despertaba para ir al baño, Edgar estaba desnudo en la ventana con la escopeta cargada, al acecho. Muchas veces ella lo cubrió con una colcha para esconderlo del frío amane­ cer, mientras aquél permanecía acurrucado en un sillón de la terra­ za con el arma caída a un costado. Edgar dejó de hablarle a Leticia. La ausencia del abuelo había convertido la casa en un altar, y el insomnio fue tragándose la cordu­ ra de este hombre, antes acostumbrado a luchar, ahora solo lucha­ ba contra ella, contra sus salidas a trabajar, sus llegadas tarde. Se supo que Edgar decidió no separarse más de su hijo, rehu­ yendo la compañía de la esposa. Hasta se mudó al cuarto del niño, y ella los escuchaba durante las madrugadas hablando de temas intrascendentes: el color de los pájaros, la heladez del agua de los cenotes, de los eclipses que dejan caer la mitad de su luz sobre las hojas de los árboles, del sabor de la sangre de los venados, del olor de la pólvora húmeda durante la cacería, los recuerdos de una in­ fancia que Edgar quería recrear en su hijo. Leticia comenzó a sentirse sola en medio de su familia, ajena a esta historia que circulaba de los solares a la plaza, de la milpa al atrio de la iglesia. Todos pendientes de Edgar. Todos culpando a Leticia por la cordura de un hombre. Mujer hermosa, de carnes amplias acabó por inundar de celos la cabeza de Edgar, tan traba­ jador y dedicado, ahora lo miran desaliñado, con los ojos invadidos de tristezas, sumido en la pesadumbre, y ella siempre afuera: sólo Edgar se encarga de Adriancito.

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Leticia estaba sola con el recuerdo de aquella piel de su marido que ya no se acostaba en su lecho, que se la pasaba por las ma­ ñanas acompañando al niño, y por las noches como un guardián que defendía la fortaleza de su honor. Vigilándola, asustándola, y poniendo a Adriancito en su contra. El niño crecía robando la pasión de sus años. Aquel anhelo de una vida juntos se quedó escrita en el templo, la noche en que se consagró a Edgar, y ahora esas mismas fibras que tejieron su destino la asfixiaban, tenía que soltarse. ¿Cómo un ritual arcaico puede cambiar los ánimos? ¿Es acaso la muerte social una complicidad del matrimonio? El cuerpo de su esposo aún se balanceaba. Trepando sobre un banco, Leticia logró cortar la soga y el bulto cayó. Aquella mirada, la boca manando sangre, la tráquea rota, y esa marca alrededor del cuello, amoratándole la piel. Algo decía entre labios: que ella era la culpable de dejar al niño sin padre. Que importaba, si había muerto. A fin de cuentas, sólo ella lo había visto. Si él hubiera querido ver la falta que le hacía en las noches, para abrazarla y sentirse protegi­ da. ¿Porqué la culpaba si él había decidido largarse sin consultarlo con ella? Conforme los días se agrietaban, el color de la mirada de su es­ poso fue adquiriendo tonalidades amarillas y rojas, negras de odio, palpitando en su cerebro, sobre los músculos de la cara, pero para el niño la sonrisa de siempre, intacta. La casa se tapió de infierno con la desesperación de saberse vigilada, insomne a pesar de las pastillas, ignorada. Edgar jugaba y se divertía con el niño, y cuando Leticia quería acercarse, el juego o la broma terminaban. Leticia no pudo acostumbrarse a despertar con el sobresalto de ver a su marido en cuclillas sobre la cama, observándola: Soy capaz de cualquier cosa, le decía al oído mientras le tiraba del ca­ bello. Luego se levantaba y salía a la terraza, escopeta en mano, caminaba por el jardín, se arrodillaba sobre los hormigueros con la mirada perdida entre los helechos, dejaba que los hormigones hicieran una fila sobre su torso desnudo; subía a los techos, y se quedaba fijo, ahí, como una gárgola, dejando a Leticia con la gar­ ganta comprimida por el miedo.


Péndulo

Tal vez deba acabar con esta situación, le dijo en muchas oca­ siones para rematar alguna riña, y se llevaba al niño, mientras ella se encerraba en el cuarto y el llanto la aventaba sobre las paredes de su prisión. En la fiesta de cumpleaños de la madre de Leticia, se les vio bailar juntos sin despegar los cuerpos, y todos recordaron aquellos días de enamoramiento. Leticia nunca estuvo dispuesta a rendirse, había decidido no dejar pasar los ardores de su piel, quería consagrarse de nuevo a su esposo: reconquistarlo. Si pudiera saber cómo lograrlo, si pudie­ ra saber contra quién tenía que luchar. El recuerdo de su suegro, la marejada de celos, la rivalidad del niño.

Adán Echeverría

Sus pies no tocaban el piso, y en la mirada el rencor se veía puro, disecado; colgaba del travesaño de la cocina, meciéndose ante los sueños inconclusos de su esposa; los ojos fijos en el vaivén, como un péndulo que con cada movimiento arranca la amargura del rostro de Leticia y destella en los instantes próximos de la muerte. Ella siente enormes impulsos de correr atravesando el pueblo hasta perderse en las milpas. Ajena a todo y a todos. Sabe que tar­ dará en acostumbrarse a los silencios que inundarán la casa.

Durante la fiesta, Edgar tenía la mirada penetrante de siempre para ella, mirada de ojos fijos; que se iba transformando mientras se deslizaba hasta el rostro de su crío.

Ahora teme por Adriancito. En los últimos días la mirada del niño se ha vuelto amarilla-roja, negra de odio. Quizá también le rehuya y guarde esa manía de ir al cementerio a visitar la tumba de su padre y platicar con él, como Edgar lo hacía con el abuelo. Acostumbrado a su trato con la muerte, la vida podría significar solo una lamenta­ ción, una sala de espera.

Dijo que iba a la casa a darse un regaderazo. Abrazó a Adrian­ cito hasta que el niño estalló en risa, y media hora más tarde Leticia lo encontró colgado de un madero.

Tiene que evitarlo, por eso nadie debe encontrar el cadáver. Arras­tra el cuerpo hasta el baño; lo desnuda pensando en qué lugar su esposo ha guardado los serruchos.

Adán Echeverría. Ha publicado los poemarios El ropero del suicida, Delirios del hombre ave y Xenankó. Becario del FONCA. Editor de la revista Navegaciones Zur.

CRUCERO

El agua en la literatura grecolatina

Ramón Teja Casuso

Viene de la página 88

El informe de Frontino puso al descubierto el desorden y la corrupción que existía en la administración de las aguas de Roma: descubrir que muchos ribereños de los acueductos desviaban impunemente el agua para usos privados antes de que ésta llegase a Roma; que el personal empleado en aguas era utilizado en labores privadas; que por abandono e incompetencia se mezclaban aguas procedentes de diversos acueductos echando a perder así el agua de mejor calidad, como sucedía con el llamado Aqua Marcia: “Hemos descubierto que, incluso la misma Marcia, muy agradable por su frescor y claridad, suministraba su agua a baños, batanes e incluso menesteres indignos de ser mencionados” (91, 4): Los datos oficiales de que se disponía eran inexactos y llegó a descubrir que cada día se perdían en Roma entre las fuentes y la distribución 10.000 quinariae (400.000 metros cúbicos) de agua, es decir, dos quintas partes de la aportación global. No podemos detenernos aquí en describir todas las reformas de tipo técnico y administrativo que introdujo Frontino. Me limitaré a reproducir este juicio de T. González Rolán: “Frontino reclama insistentemente la prioridad del bien público sobre el privado, lucha contra la corrupción, falta de profesionalidad, negligencia y ambición de los funcionarios públicos encargados del mantenimiento y conservación de los acueductos. Está convencido de que el éxito de su programa redundará en el engrandecimiento de Roma porque, como él mismo dice, el mantenimiento de los acueductos es el principal testimonio de la grandeza de Roma”. Baste sólo constatar que los sucesores de Trajano sólo tuvieron que continuar la política iniciada por Frontino y que gracias a ello los acueductos romanos construidos entre 312 a.C. y 109 d.C. continuaron en pleno uso hasta que en el 410 fueron cortados por los bárbaros de Alarico que habían puesto sitio a Roma. CULTURA URBANA 99


Pasillo, Juan Pablo de la Colina

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La importancia del objeto en la narración de Kafka Guadalupe Beltrán

El texto a continuación es una muestra mínima del fino tejido literario que conforma la obra El proceso. Así, la joven autora de este breve ensayo, toma una muestra de laboratorio, una breve frase, y observa a través del microscopio las metáforas, las descripciones y los símbolos presentes en los objetos que habitan los sutiles escenarios de Kafka

Los objetos son significativos para el individuo y la colectividad. Se adquieren y son colocados en donde se les designa un espacio. A veces son móviles y a veces se vuelven estimables, incluso entra­ ñables tanto como símbolos. Kafka fue un visionario que observa como es el siglo veintiuno en su libro El proceso, en el cual hace una crítica social de la vida co­ tidiana laboral de todas las urbes. Se imagina en los pasillos, largos caminos de la vida, se dirige a las puertas que abren y cierran para que algún personaje comience su acto. Son objetos que se vuelven metáforas, símbolos o alguna otra figura literaria. La descripción del objeto en el espacio con el fin de crear el am­ biente es de gran importancia, pues ya lo menciona la doctora Pi­ mentel: “dada la oposición tiempo/espacio que dispara la dialéctica narrativa, la forma privilegiada para formar la ilusión del espacio es la descripción”.1 Es mayor si el objeto lleva una carga simbólica. En los siguientes textos se presenta un párrafo que fue sus­ traído de El proceso con las intenciones de analizar la obra a través del uso de los objetos. 1 Luz Aurora Pimentel. El espacio en la ficción. México: Siglo XXI, 2001, P. 8

Objetos: descripción, metáforas y símbolos La mención de objetos puede ser simple como la descripción, pero puede ir siendo más compleja conforme vuelve a aparecer, algunas veces podrán ser metáforas y otros símbolos. “Era un largo pasillo al que se abrían algunas puertas toscamente construidas que daban a las oficinas instaladas en el piso. Aunque no había ventanas por donde entrara directamente la luz, no estaba com­ pletamente a oscuras, porque algunas oficinas, en lugar de presentar un tabique que las separara del corredor, tenían enrejados de made­ra que llegaban hasta el techo, a través de los cuales se filtraba un poco de luz, y podía verse a unos cuantos funcionarios, que escribían sentados a una mesa o que, de pie junto al enrejado, miraban por sus intersticios a la gente que pasaba por el corredor. En el pasillo no se veía a mu­ chas personas a casa, seguramente, de que era domingo. Todas tenían un aspecto muy decente y estaban sentadas a intervalos a lo largo de una fila de bancos de madera dispuestos a ambos lados del corredor. Había dejadez en el vestir de aquellos hombres, aunque a juzgar por su fisonomía, sus maneras, su corte de barba y otros pequeños detalles imponderables, pertenecían obviamente a las clase­s más altas de la so­

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La importancia del objeto en la narración de Kafka

Guadalupe Beltrán

ciedad. Como en el corredor no existían perchas, habían dejado sus som­ breros sobre los bancos, siguiendo posiblemente cada uno de ellos el ejemplo de otros. Cuando los que estaban sentados cerca de la puerta vieron venir a K. y al Ujier, se pusieron de pie cortésmente, visto lo cual sus vecinos se creyeron obligados a imitarles, de modo que todo se le­ vantaban a medida que pasaban los dos hombres. Pero ninguno de ellos se ponía derecho del todo, pues quedaban con las espaldas inclinadas y las rodillas dobladas dando una sensación de ser mendigos callejeros. K. esperó que se le uniera el Ujier que marchaba tras él y el contestó: —Cuántas humillaciones se habrá visto obligada a sufrir esta gente.1” Este párrafo contiene muchos de los objetos que representa­ran figuras de pensamiento a lo largo de los textos de El Proceso. Por su­ puesto los primeros capítulos del libro, donde el señor K es visitado por extraños, donde comenta sus problemas a la señorita Bürstner y con su casera son el preludio al capitulo del cual se extrajo el párrafo, aquí como si estuviera en un gran salón, Kafka sitúa los muebles y a las per­ sonas que los ocupan, describiendo sus vestimentas y lo que parece que son ellos, para comenzar con lo que hay detrás del proceso. Una oficina sin ventanas por donde no entre la luz, es la visión del autor en su vida de oficinista, un oscuro ahogo dentro de un tra­ bajo monótono donde lo más blanco del lugar es la hoja que llena en la máquina de escribir. Un lugar sin luz lleva a la oscuridad metafóri­ ca de los que, sumidos, aceptan su cueva. En los años de la colonia referirse a lugares oscuros donde se trabajaba sin luz, era referirse más directamente a los sitios donde los esclavos hacen sus labores: las minas, los trabajos nocturnos, etc. “Había dejadez en el vestir de aquellos hombres, aunque a juz­ gar por su fisonomía, sus maneras, su corte de barba y otros peque­ ños detalles imponderables, pertenecían obviamente a las clases más altas de la sociedad.” Algo con lo que se identifica algo más: una me­ táfora de la vida diaria, identificar a alguien por cómo viste. “Como en el corredor no existían perchas, habían dejado sus sombreros sobre los bancos, siguiendo posiblemente cada uno de ellos el ejemplo de otros”. Si son banqueros, ¿por qué no tienen perchas?, dejar un objeto sobre otro en muchas ocasiones es sím­

1

Franz Kafka. El Proceso. México: Editores mexicanos, 2006. P. 81

Guadalupe Beltrán. Estudiante de la carrera de creación literaria de la de la UACM. 102 CULTURA URBANA

bolo de dominio, aquí dejan los sombreros sobre los bancos del pasillo, pertenencia del banco, que en primer lugar no es para dejar sombreros, sino para sentarse (aunque K todavía lo excusa a los banqueros diciendo, a lo mejor lo hicieron por seguir el ejemplo, algo que puede ser más grave), es el dominio de quien le pertenece el lugar, acción que se va repetir en muchas ocasiones cuando se menciona a K molesto por comer su desayuno, a la señorita Bürst­ ner molesta por cambiar de lugar sus retratos, el estudiante que se lleva a la mujer de otro, del ujier, entre muchos más ejemplos. Se trata de representar un objeto con el nombre de otro con el que tiene relación: metonimia. El objeto es un sombrero sobre la silla que tiene relación cercana con el poder, porque puede estar ahí sin que nadie lo retire. Finalmente: “Pero ninguno de ellos se ponía derecho del todo, pues quedaban con las espaldas inclinadas y las rodillas dobladas dando una sensación de ser mendigos callejeros. K. esperó que se le uniera el ujier que marchaba tras él y el contestó: “Cuántas humillaciones se habrá visto obligada a sufrir esta gente” Descripción cruel de los que permanecen bajo un mando hasta el mo­ mento de ser domesticados, entonces pierden su pose erguida a una de humillación aceptada por la conciencia de acertamiento de cualquier tipo de maltrato para conservar un empleo, que muchas veces no sólo no agrada, sino que el pago es insuficiente, pero que las personas asisten a él por una seguridad económica aceptada individualmente en sus contratos. Además aquí se presenta una comparación de esos funcionarios con los mendigos callejeros. El objeto identifica al individuo de lo real a lo imaginario y las relaciones que entre ambos mundos hay, son sueños contados que en el momento que pierden su lógica (que en muchas ocasiones será por efecto del humor), se vuelven absurdo, escena que se repite una y otra vez, cada que hay una demanda en contra de ese mundo o sueño, donde suceden los procesos. Para Sigmun Freud en La inter­ pretación de los sueños el absurdo significa: “el absurdo llega a ser de este modo uno de los medios que la representación onírica utiliza para representar la contradicción”2. Pero la misma des­cripción de ob­ jetos en un desarrollo estético es fuente de placer.

2 Sigmund Freud. La interpretación de los sueños. Madrid: Planeta, 1985. P. 441


La línea, Juan Pablo de la Colina

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Alegor铆a de la pasi贸n, Marco Zamudio

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III

Daniela Camacho

Lavarás tu cuerpo poseída por la sombra. Al primer golpe de agua, la piel arrancará de tajo un nombre a la memoria. Querrás decir Leteo, canción del tenebroso, diamela, pero estarás muda de espanto. En la espera del que tañe mirlos en el aire, te descubrirás distinta a las demás hijas de Eva y hablarás por los desnudos. Soy la que flota en el río, la despojada. Polvo de la madre extraída a su niña en trance. La desnuda dicen ellos la bestia descarriada. ¿A qué tanto ropaje si en la piel se me calcina un nombre? ¿Para qué vestir de nube, aturquesada, si de arder me estoy muriendo? Busco acordes en la niebla que apacigüen mi silencio. Me abandono en el lenguaje de las barcas. Del ciprés soñado por amantes solos nace una canción de cuna para las muchachas tristes. En las ramas del almendro, madura el corazón del oboísta.

Daniela Camacho. Poeta y ensayista. Es ingeniera industrial por el ITESM y licenciada en lengua y literaturas hispánicas por la UNAM. Publicó En la punta de la lengua, Aire sería y Plegarias para insomnes. Es miembro fundador de la revista El Puro Cuento. CULTURA URBANA 105


Sin título, Juan Claudio Restrepo

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Librario

Alejandra García POESÍA

PROSA

NARRATIVA

Ricardo Muñoz Munguía, Polvo de pabilos. K Editores, Méxi­ co, 2009, 103 pp.

Mónica Lavín, Apuntes y errancias. Universidad Autónoma de la Ciudad de México / Editorial Colofón, México, 2008, 149 pp. (Cultura Urbana Libros).

Víctor Sampayo. Los días incendiados. Editorial Mono de pie­ dra. México. 2010, 92 pp.

La curiosidad define a los grandes ensayistas, y la curiosidad es el origen, vivo a lo largo de cada una de sus páginas, de este libro de la escritora Mónica Lavín, narradora diestra también. Valida de ese don de dar con la entraña de todo lo que parece a la mano o al recuerdo o delante de los ojos, en estos apuntes la autora no deja de viajar. Sus errancias la llevan al mundo de la ópera, al de los faros que iluminan la noche marina, al de los ferrocarriles nacionales desaparecidos de pronto por uno de esos actos de inepcia gubernativa que tan bien conocemos, a tierras mexicanas y extranjeras que tienen de común sólo, y no hace falta más, el poder de suscitar nuestras sorpresas.

Los días incendiados” de Víctor Sampayo es un libro de autor, editado con sumo cuidado y amor a la literatura. La narrati­ va de este joven autor es capaz de darle a cosas aparente­ mente nimias un espacio trascendental, de impregnarlas de magia y de someterlas asimismo a un profundo escrutinio, mostrando al lector aspectos insospechados y sorprenden­ tes de aquello que consideraba irrelevante. Pero el trabajo de Víctor Sampayo no se limita a las sutilezas, también es un narrador avezado en el retrato de la extrañeza. Es capaz de lanzarnos de un ambiente cotidiano a un ambiente extraño, surreal, desconocido, incluso a la violencia y a la brutalidad, a la morbosidad.

POESÍA

NARRATIVA

ENSAYO

Feli Dávalos, Mientras menos hagas. Editorial Lenguaraz, México, 2009, 121 pp.

David Martín del Campo, Duerme conmigo / Tres novelas. Edi­ torial Axial, México, 2008, 183 pp. (Colección Tinta Nueva).

������ Paul Kennedy. Auge y caída de las grandes potencias. Edito­ rial Random House Mondadori. 2007, 1021 pp.

Feli Dávalos nació en 1982 y es desde hace ya un buen tiem­ po el poeta jovencísimo, ya no tanto, de fuste mayor en el pa­ norama mexicano. Hábil como pocos para zigzaguear en los diamantes que concibe, Dávalos hace versos que corren como serpentinas eléctricas, humeantes, que no dejan de disparar cardillos en cada cara innúmera. Sus editores han elegido estos cuatro versos ejemplares para ponerlos en la contrata­ pa del volumen delgado: “el universo / es una dona de choco­ late, / por supuesto, / dios es el centro”. No tanto habría que preguntar teniendo esta poesía delante qué es el centro sino por qué el centro ha quedado puesto en un sinfín de añicos.

Tres novelas: Todos los árboles, La Bamba y Los amantes de Kim se reúnen en este volumen que confirma al autor como un narrador eficaz, por completo dueño de su oficio, y como un consumado prosista. El amor y la libertad (pareja ideal, no siempre posible) deambulan en estas historias perfectamen­ te urdidas, en ocasiones nostálgicas, a veces atrevidas, siem­ pre originales y reconocibles por el lector, quien a no dudarlo disfrutará las andanzas de personajes que bien pueden ser como él. Razón y delirio se alternan sabiamente en la vida de estos protagonistas entrañables.

Es este extenso estudio una revisión al camino errático de la guerra. Desde el empoderamiento de la milicia a nivel inter­ nacional hasta la consecuente caída y fracaso de las naciones cuya alternativa humana de supervivencia es la violencia y no la atenta procuración de los bienes necesarios para el correcto funcionamiento de todas las capas sociales. Auge y caída de las grandes potencias, si no es una obra maes­ tra si es un referente necesario para quienes se interesan en el tema de la guerra y para quienes buscan entender el fenómeno desde una perspectiva puntual y crítica.

Una poesía en llamas y elástica, el fuego de la ve­ladora y la cera que recae. El autor da un pri­mer paso, seguro, firme, en el mundo de la poesía mexicana. Hay aquí una voz propia, grave e inteligente. Una voz que lamenta y que exalta, que dice su amor y expresa su nocturna soledad. Muñoz Munguía realiza una obra de un tono personalísimo, y lo hace con la mayor destreza: versifica magistralmente para abrir el campo de su mirada. Al fondo hay un espejo en el que se suceden rostros numerosos, llamas suaves, agua pesada. El lector ha­ llará aquí una mirada única y entrañable.

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