Revista Cultura Urbana

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Bird Bird. JozĂŠ Daniel


UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE LA CIUDAD DE MÉXICO

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE LA CIUDAD DE MÉXICO Nada humano me es ajeno RECTOR Manuel Pérez Rocha

Vlady

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CULTURA URBANA • REVISTA DE LA UACM DIRECTOR Juan José Reyes

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Jozé Daniel

Diseño Juan Pablo de la Colina CONSEJO DE REDACCIÓN Ernesto Aréchiga, Sergio Raúl Arroyo, Silvia Bolos, Óscar de la Borbolla, Ana García Bergua, Fernando García Ramírez, Iván Gomezcésar, Luis Felipe González, Bárbara Jacobs, José Agustín, Eduardo Langagne, Mónica Lavín, Vicente Leñero, Emiliano Pérez Cruz.

Juan Pablo de la Colina

VENTA: Sanborn’s, Educal, librerías La Jornada, FCE y Gandhi Achar CULTURA URBANA invita a los miembros de la comunidad de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y a los lectores en general a enviar a la redacción colaboraciones y comenta­ rios. Asimismo, se reserva el derecho de elegir el material que publicará en sus páginas. Coordinación de Difusión Cultural y Extensión Universitaria: División del Norte 906, Octavo piso, Colonia Narvarte, Delegación Benito Juárez, C.P. 03100, Ciu­ dad de México y culturaurbana00@yahoo.com.mx

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Daniel Alva

Reserva del título: 04-2004-100113432600-102 ISSN: 1870-1817 Impresa en los talleres de la UACM, a cargo de Felipe García, ubicados en Av. San Lorenzo 290, Colonia Del Valle, Delegación Benito Juárez, C.P. 03100

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¡Amárrate las agujetas! La niñez y sus mundos AÑO 4 • NUM. 28-29

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¡A huevo Kuala Lumpur! Jorge López Páez

11

Cri-Cri o la fiesta del mundo José de la Colina

23

121 1 25

Niña y pensamientos de luz 129

El jardín de la infancia

Espronceda y mi padre

133

Pedazo de alas

Escritura de dos poemas orales

137

En los 50 años de la muerte de Alfonso Reyes Vitalidad y diversidad del español

Hugo Gutiérrez Vega 32

Ricardo Castillo 36

Vista del amanecer en la ciudad Blanca Luz Pulido

43

Día del niño

Juan José Reyes 50

Los Dibujos infantiles y juveniles de Vlady Víctor Salomón

52

De paseo con los niños

Selección de textos de Jaime Zentella 91

Darle de vivir a la muerte con la lengua -¿o no será mejor?De lingua omnia de morte

¡Manos arriba, mi hijo! Agustín Monsreal

30

BEF

Rei Berroa

Guillermo Samperio 27

El pasillo del azúcar

Feministas de 14 años en Facebook

Leo Mendoza Kelly Aro

Nicolás Mora 139 151

Discurso por la lengua Alfonso Reyes

Mosem

Gabriel Hurtado

155

Por el mundo de Mafalda

158

A una belleza joven

Fernando Martín W.B.Yeats

Magali Tercero 101

La primera belleza

95

Salvador Beltrán 105

Cinco poemas

María Auxiliadora Álvarez 107 1 13

110

Dos cafés de la ciudad

Urbanidades Niños somos Rowena Bali

1 60

Resonancia Eden Bernal

¡Quiero más!

Eugenio Echeverría 1 19

Javier Escalera

Dos poemas Waldo Leyva

Segundo Piso Miedos de los niños

1 62

Librario

Alejandra García

Isaí Moreno

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El poder de lo grande. Armando Haro Mรกrquez.

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¡A huevo Kuala Lumpur! Jorge López Páez

De nombre entre popular y exótico, la más reciente novela del autor (ganador del Premio Nacional de Literatura en 2008) posee las cualidades que distinguen a toda la vasta y brillante obra narrativa de Jorge López Páez: un humor travieso e inteligente, una asombrosa fluidez en su despliegue, una bienvenida dosis de vene­ no en contra de las buenas conciencias, una natural audacia erótica. Presentamos aquí un adelanto de lo que será sin duda un nuevo gran éxito editorial

En los anteriores fines de semana al ir a disfrutarlos con Leonorcita del Pino me acompañaba su sobrino, el señor Eduardo Limón, y éste aprovechaba la ocasión para quedarse a merendar –nunca empleó el término cenar. Cuando fuimos después de la tormenta encontramos muy atareada y nerviosa a Leonorcita. El cuarto donde solía dormir se había inundado, así como el de la muchacha, y no sabía dónde iría yo a pasar la noche, si en la sala o en el cuarto del escritorio. El señor Limón, ufano, recomendó que yo estaba presto, tanto física como in­ telectualmente, a disfrutar del departamento junto a la alberca; orgu­ lloso le relató mi conducta durante la reciente tormenta en la escuela. Me llenó de satisfacción el que Leonorcita, con su mirada inquieta, al aprobar yo la sugerencia, propusiera que en caso de necesitarlo yo tenía a mi disposición un timbre especial, así como el teléfono para comunicarme con ella, y, además, la puerta que permitía pasar al de­ partamento estaría abierta. Cuando partió el señor Limón, Leonorcita, en compañía de Ton­ chita, y yo fuimos al departamento a revisar si no me faltaba nada.

Leonorcita, incrédula de mi valentía, me recomendó que no estuvie­ ra con el ‘ojo abierto’, expresión que usó. Había en el refrigerador leche bronca, hervida, la cual era una gran ayuda para conciliar el sueño. Una vez que se despidieron me instalé en la terraza del de­ partamento, esto es, arrimé junto a la puerta un camastro. Apenas puse mi cabeza sobre el cojín cuando ya estaba dormido. Mi previ­ sión resultó cierta; cuando empezaba a salir el sol puse el camastro en su lugar (por fortuna tenía ruedas) y me recosté satisfecho en la cama que me había señalado Leonorcita. Pisaba el comedor a la mañana siguiente cuando Leonorcita relataba mi hazaña, valiéndose del teléfono. No me acerqué a ella para darle mi beso mañanero hasta que su fuente de adjetivos acer­ ca de mí había dejado de manar. Después me pidió que fuera con ella a mi nuevo lugar, o sea el departamento, con Tonchita; a ésta le pidió que siempre que yo estuviera en el departamento, debería ella tener el florero lleno, así como otro que estaba en la mesa cercana a la alberca.

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¡A huevo Kuala Lumpur!

Jorge López Páez

—Yo soy una burra, muchacho. Por consejos de algunas de mis amigas alquilé este departamento, dizque para que me ayudara a solventar los gastos, lo que ocasionó que siempre que vinimos al puerto tuviéramos que alojarnos en algún hotel o en las casas de nuestras amigas. A lo hecho, pecho. Pero lo lamento, y ahora más que te tengo cerca. No creas que soy malagradecida con Eduardo Limón; él tiene un pero, en todo momento está enseñando, aunque sea un buen maestro, y con eso marca una distancia. Contigo no su­ cede lo mismo, quizá porque más que la amiga de tu tía he querido

ser tu amiga. Lo mismo me ha pasado con Víctor Zaragoza Limón, a quien vas a conocer pronto. Me prometió que vendría a nadar si se desocupaba. En este aspecto no es de fiar; con esto quiero decir que es impuntual, lo que es un pequeño defecto que se olvida pronto y más si lo tiene una enfrente. No te voy a decir sus virtu­ des, las que has de saber por tu tía Lidia, porque no cesa de hablar de él, quizá te haya tocado oírla. Desde que estoy él ha venido tres o cuatro veces, y de aquí en adelante ten la seguridad que aquí lo tendremos Él tiene junto a tu recámara la suya en el departamento.

El progreso. Armando Haro Márquez.

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¡A huevo Kuala Lumpur!

Ya me dirás tu opinión. Para que lo comprendas tienes que saber que es un muchacho inquieto, le interesa la política y muchas cosas más, como dice un conocido tiene una gran curiosidad intelectual, yo de tonta no sabía calificarlo. Y ya que estoy aquí te voy a enseñar la puerta secreta, la que mandó hacer el diputado al que le renté esta casa –la que por cierto me quería comprar. Fuimos a la cocina, a la que no había prestado atención. Leo­ norcita, traviesa, dejó que la examinara; hice el esfuerzo y no hallé nada en especial. Ella pasó a mi lado, retiró una cortina cercana al refrigerador y ahí estaba la puertecilla secreta con un marco de acero que la limitaba; el resto de ella parecía ser del mismo color y material del de las paredes de la cocina. Leonorcita abrió el refrigerador, sacó una caja de madera, que después supe que se utiliza para empacar el queso Camembert; tomó una llave, la cual antes de introducirla en la cerradura secó con cuidado con un trapo de cocina. La puerta daba a la parte tra­ sera de la casa, de la que formaba parte el departamento. La sepa­ raba de la calle un espacio estrecho con un seto. —Cuando venga Víctor Zaragoza Limón la puerta la vamos a dejar sin el seguro. No me sigas pelando tus grandes ojos, te tengo que explicar que Víctor mi sobrino aceptó mi ofrecimiento de que se viniera a alojar aquí, porque le enseñé la puerta; de este modo, por lo gentil que es, no me perturbaría, y no tendría que entrar por la puerta principal. Pero de cualquier modo me debería avisar, para que yo no fuera a creer que estaba en este departamento un extra­ ño, y como comprenderás tú siempre estarás enterado si va a llegar. La vas a pasar bien, aprenderás muchas cosas de él, las que quizá yo no pueda explicarte. Y ahora te dejo a que termines tu tarea y a finalizar si no ha llegado él puedes ir al centro a hacer tus compras. Te recuerdo, Víctor no es puntual. Al oír el timbre nos miramos. “Así es Víctor Zaragoza, impre­ decible e inexplicable y no sé qué más.” Escuchamos unos rápidos pasos. Se abrió la puerta, una cabeza se asomó y vimos un brazo con un ramo de rosas pachiches, como decimos en México. “Queri­ da tía, dispensa las flores, son las únicas que encontré en el camino. Si hubiera ido a buscar de las que te gustan, claro, porque puedes pagarlas, me habría encontrado a algún conocido y ahorita estaría en algún hotel popofón tomándome una copa. ¿Adivina cuál?”

Jorge López Páez

—Desde niña nunca me gustaron las adivinanzas, quizá por­ que no sabía la respuesta o mi cacumen no me daba para resol­ verlas, y ahora me preguntas por las copas. Qué voy a saber con mi ignorancia mundana; lo mismo me podría pasar si me interrogas cuáles mujeres le gustan a tu primo Enrique, al que, por si no lo sabes, le hacen los mandados las tempestades, y si éstas son movi­ dosas es capaz de acostarse con ellas. Leonorcita, con su mirada en mis ojos, se rió, lo que me hizo sentir que mis mejillas iban a explotar, y yo que simulaba ingenuidad por el recién llegado; éste me dio unas palmadas en la espalda. “No te apenes, muchacho. Hubiera sido peor que mencionara que les tienes miedo a las tempestades y te escondes debajo de la cama.” Se dirigió a Leonorcita, que inquieta posaba su mirada en su so­ brino y en mí. “Mi querida tía, de una vez te anuncio que me voy a quedar a comer, y tal vez vuelva en la noche. Eso sí, espero que me ofrezcas mis platillos favoritos. Hay tiempo, porque voy a nadar en la alberca del departamento hasta que me canse, y así aprovecharé el tiempo para conocer a tu sobrino espurio.” Leonorcita respondió de inmediato: “Los espero después de las dos. Mi secretaria les traerá lo que quieran, y espero, Víctor, que no le ofrezcas a mi sobrino postizo lo que no debe tomar.” Me quedé parado sin saber qué hacer, hecho un verdadero bobo. Oí detrás de mí la voz de Víctor: “¿No te vas a poner tu traje de baño? A mí no me importa verte como te echó tu madre al mundo, pero… a lo mejor nos mandan unas ‘picaditas’ o viene nuestra tía en persona”. No le contesté. Subí a trancos a mi cuarto a vestirme, como si estuviera muy atrasado en cumplir una orden. Me encontré a Víctor nadando de crawl, como si se estuviera preparando para los Juegos Olímpicos, era tal su maestría. Desconcertado me acomodé en un camastro. Las voces de Leonorcita y de su secretaria me desperta­ ron, me levanté y, como si estuviera cometiendo un desacato, corrí a recibirlas a la puerta. Las dos portaban sendas charolas que des­ pedían excitantes olores. Entonces me di cuenta de que Víctor venía bajando por la esca­ lera. Vestía de blanco. Al verme me advirtió: “A la tía no le gusta que hagamos las comidas en traje de baño”. Cuando regresé estaban instalados alrededor de una mesa bien puesta. En medio un flore­

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¡A huevo Kuala Lumpur!

Jorge López Páez

ro. Me dijo Leonorcita: “Aquí tienes tu Campari preparado, especial para muchachos de tu edad, no quiero que te pase lo que a Félix, mi otro sobrino espurio, como los llama Víctor. Casi estoy segura que a su edad Félix no ha probado ni un vaso de vino, tú te has dado cuenta que tu tío Roberto, como buen hipócrita que es, le tiene pro­ hibido hasta que vea una botella. Es un ridículo. Todo lo contrario a la actitud que Lidia tiene de liberal y abierta. Perdona Víctor, yo ahora estoy hablando como vieja chismosa y murmuradora. Ahora tú, Víctor, si se puede saber tus planes, yo soy toda oídos…”. —Querida Leonorcita, te voy a decepcionar. Así que no es ne­ cesario que te tapes los oídos. De lo único que te puedo contar es del mucho trabajo que tengo y que debo hacer. No te extrañe que veas luz en mi cuarto en la madrugada. —Pues querido sobrino, lamento que no quieras platicar. Por mí no te preocupes, mi otro sobrino postizo, repito, no espurio, dejará la otra puerta abierta sin doble llave y sin seguro, y si tú, desconsidera­ do, haces ruidos excesivos para entrar, tú que tienes poderes abrirás las puertas del cielo para que te acompañe una buena tormenta a tu llegada y no despiertes a Enrique. La conversación entre Leonorcita y su sobrino siguió en el mis­ mo tono, yo no me di cuenta de que me había terminado mi Campari, ni de que la secretaria de Leonorcita me había servido otro. Al bos­ tezar me sentí ligeramente mareado. Al ver la mirada de Leonorcita sobre mí, avergonzado, apuré otro trago de mi bebida. De repente yo estaba subiendo la escalera del brazo de Leonorcita, y a sugeren­ cia de ella nos echamos en los camastros de la terraza del depar­ tamento, precisamente en uno de los que había gozado la tormenta con el señor Limón. Ya había anochecido cuando desperté; obedecí la advertencia de Víctor, esto es, me puse un short y una playera, y me rocié en exceso con una loción, que supuse que era de Víctor. Antes de que pudiera saludar, Leonorcita me dijo en un tono retozón: “No cometiste ningu­ na falta, mi única recomendación es ésta: no te apresures a tomar ninguna copa, chiquiteátelas, si tienes sed bebe agua, el licor sirve para muchas cosas buenas y malas; pon atención, los tragos dulces o semidulces pueden ser fatales para los primerizos y como tú eres uno de ellos, supongo, me permito darte algunas advertencias. No te alar­ mes, no te las daré todas de sopetón, y como no quiero darme aires

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de sabihonda como el maestro Limón, sólo cuando sea estrictamente necesario te las daré”. Luego de cenar nos fuimos al jardín, nos sentamos en un colum­ pio amplio con cupo para dos personas como si fuera un love seat; una bocina oculta nos llevaba el ritmo de los danzones, muy del gusto de Leonorcita. Ella no me preguntó mi opinión sobre su sobrino Víc­ tor Zaragoza Limón. La secretaria estaba muy bien entrenada; con discretas señas me preguntó si quería café y después de traerle un brandy a Leonorcita, me ignoró. Cuando vino la acompañante de Leonorcita consulté mi reloj. Ella me dijo: “Mi querido sobrino, a mí me gusta que me arrullen los danzo­ nes, hasta dormida me alegran. Esta niña antes de que nos acostemos tiene instrucciones de poner dos discos con danzones, así cuando el tiempo lo permite lo hace. Espero que no te incomoden, se oyen mejor si te acuestas en uno de los camastros junto a la alberca. Toma nota de los discos y puedes pedirle que ponga uno a esta gran compañe­ ra, que es Tonchita. Quiero que nada te vaya a perturbar”. Al darle su beso su aliento delataba que se había tomado más de un trago. Para ese entonces había visto cruzar el cielo a cuarenta y tres estrellas fu­ gaces, oí el caudaloso río del tránsito del puerto. Tirado en el camastro, seguí viendo las estrellas. Me quedé dor­ mido. El cosquilleó del roce de una barba me despertó; entreví a Víctor Zaragoza, pude ver que estaba frente a mí con su pecho des­ cubierto. Me hacía señas, esto es, colocó el dedo índice de una de sus manos sobre sus labios, se inclinó y como si yo no hubiera en­ tendido su lenguaje de sordomudo, acercó su barba a mi oído. Mis músculos se tensaron, para luego aflojarse. La sensación era inédita, placentera en extremo. Me dijo en mi oído, casi su lengua en él: “Todo lo haremos en silencio, desde este momento está prohibido hablar”. Intenté levantarme; con brusca seña me ordenó que siguiera como estaba. Lo vi quitarse con calma su traje de baño, que dejó tirado en el suelo; se acercó a la pared, abrió una especie de alacena de la que extrajo muchas toallas blancas. Aquel blancor parecía irradiar la luz de la luna, y más al extenderlas, como si preparara un lecho. Yo en ese momento, sentado en el camastro, seguía atento sus maniobras. Vino hacia mí, sin quitarse el dedo índice de la mano derecha sobre sus labios. Me tomó la mano derecha, descendimos a la alberca; al cesar el oleaje de ésta al sumergirnos, colocó su mano izquierda


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sobre mi espalda, se inclinó hacia mí y me dio un beso prolongado, que me tuvo en trance. Me paré para aguardarlo, no fuera a alejarse. Volvió a tomar mi mano para conducirme, y la soltó cuando nos incli­ namos sobre las capas de las toallas blancas. A todas sus demandas obedecí con gran atención, con la actitud de un esclavo frente a su dueño. Mi pensamiento me hizo notar que yo debía asegurar una cita, de sólo pensar que nos separaríamos se me

Jorge López Páez

contraían los músculos, como si esperara otro delicioso descubrimiento. Él era una enciclopedia, después de uno venía otro asombro. Ahora al recordarlo quedo estupefacto. ¿De dónde saqué esos recursos áureos? Yo era una mina. A pesar de los excesos y de una especie de duermeve­ la, estaba consciente de que él se iría y como el famoso cuento no deja­ ría un reguero de piedritas blancas que me permitiera verlo de nuevo. Al despedirse algo dijo que mi fatiga no permitió que registrara.

Jorge López Páez. Ha obtenido los premios Xavier Villaurrutia y Mazatlán de Literatura, es autor de El solitario Atlántico, Los invitados de piedra, De Jalisco las tapatías y El nuevo embajador y otros cuentos, entre otras novelas y relatos.

La dificultad inicial. Armando Haro Márquez.

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Cri-Cri o la fiesta del mundo José de la Colina

Más bien reticente a presentar su figura ante el público, Francisco Gabilondo Soler halló tiempo para crear dos géneros en México: el de la literatura y el de la música para niños. Ambas cosas, diferentes entre ellas, se funden en una obra llena de ingenio, imaginación, un buen sentido del idioma, un indeclinable ánimo de juego y una actitud adversa a los convencionalismos al uso. Cri-Cri fue un rey en la radio, cuando la radio no había sido avasallada por la televisión, los posteriores y estragados gustos musicales y los opinadores políticos. Contribuyó felizmente a la educación estética y sentimental de tres o cuatro generaciones de mexicanos, con gracia y el calor de una voz amiga, más que familiar. En estas líneas ofrecemos a los lectores un texto es­ pléndido de uno de nuestros grandes escritores acerca de aquel personaje y de aquella obra

1.- De Gabilondo al Grillo Cantor En el recuerdo, en los años cuarenta, en la ciudad de México, que aún no era la ciudad de Smógico, al comenzar el anochecer, cuando en los campos entonces no distantes los grillos empezaban a estri­ dular (este verbo existe), los aparatos de radio encendidos en toda la república mexicana, sintonizados en la estación XEW, emitían la rúbrica musical a modo de convocatoria:

—¿Quién es el que anda ahí? —¡Es Cri-Cri! ¡Es Cri-Cri! —¿Y quién es ese señor? —¡El grillo cantoooooor!

Y entre los anuncios comerciales y los breves cuentos de in­ troducción a las canciones, dichos por el locutor Manuel Bernal, surgía otra voz, cálida y empastada, con un tono familiar, muy dis­ tinto al de los locutores, poniendo en el aire una fantasía a la vez fastuosa y casera.

Para los niños, para nuestra agradecida memoria y la colectiva mitología mexicana del siglo XX, Cri-Cri, el Grillo Cantor, “nació” el 15 de octubre de 1934 a las 1:15 pm, ante los micrófonos de la estación de radio fundada apenas cuatro años antes: la XEW, que pronto se convertiría en una extraoficial Secretaría de Educación Pública senti­ mental y comercial, en un imperio primordialmente aéreo y sonoro: la autoproclamada Voz de la América Latina desde México. El personaje propuesto por el cantaautor (aún no existía esta alarmante palabra) aparecía ya armado de una figura verde, de la pegajosa rúbrica musi­ cal y de la onomatopeya de origen animal que a Alfonso Reyes, en su ensayo sobre las jitanjáforas, le parece evidente y definitiva: “Nadie disputa el cri-cri del grillo”: aunque ya sobre la grafía, el color y la ono­ matopeya del ortóptero, disentía desde el siglo XVIII el Diccionario de Autoridades de la Real Academia Española: GRYLLO. Insecto de color negro muy lustroso, más pequeño que el escarabajo. Críase entre los sembrados, y tiene dos cuernecillos muy sutiles, y las alas de color dorado muy agradables y vistosas, con las cuales forma un sonido o estridor en que parece dice ‘gry, gry’.

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Cri-Cri o la fiesta del mundo

José de la Colina

Sale del latino gryllus, por cuya razón se debe escribir con y, aunque muchos la escriben sin ella. Trabajos de erudición perdidos: la negrura siempre ha tenido muy mala prensa, así que el grillo familiar y radiofónico mejor se hizo verde que te quiero verde. Pero ¿por qué no Gry-Gry, según las ancestrales autoridades? Pues porque el inventor y bautizador de Cri-Cri, nacido en una orizabeña familia de clase media, en las postrimerías del afrancesado Porfiriato, prefería la onomatopeya francesa, según Gabilondo soler reconocería ante Elena Poniatows­ ka: “quise que fueran aventuras de algún animalito, un pájaro, un perrito, un gatito, y sugerí: —¿Por qué no un grillito? —Pues muy sencillo, como en francés: Cri-Cri, le grillon.” Y verde fue Cri-Cri en aquellas estampas de pegar en álbum, aquellos “larines” coloridos y con la letra de una canción al reverso que venían envolviendo los caramelos de Larín. Pero, aunque dotado de estampa, el personaje quiso ser más audible que visible: nunca

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llegó a la obsesionante propagación visual de los dibujos animados de Disney, pero reinó en los dominios mexicanos de lo audible. Y para quienes lo oímos desde nuestra infancia (el Grillo había nacido a la radio seis meses después de quien esto escribe) el personaje ha existido sólo por su voz y primordialmente por el nom d’artiste. Gabilondo Soler no sería nada sin el adjunto seudónimo Cri-Cri. (Pues a final de cuentas el nombre y el apellido nos fueron impuestos: con ellos nuestros padres y el registro civil nos nacieron. Por lo contra­ rio, ese otro rostro verbal, el seudónimo, lo elegimos nosotros, es el nombre con el que decidimos nacernos por cuenta propia.) Grillo o gryllo o la cigarra de la fábula (de la que se hablará más adelante), al oírle a Francisco Gabilondo Soler aquella voz cálida y cordial, algo flemática, que casi más hablaba que cantaba sobre el fondo musical de un modesto pero suficiente conjunto (en el que participaba como pianista), no lográbamos imaginarlo con el míni­ mo cuerpo del ortóptero, ni sabíamos de la corporeidad alta, fuerte


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y ancha que la constancia fotográfica habría de adjudicarle muchos años después a dos Franciscos: en los años cuarenta un joven rubio y robusto, con aire vasco, de pelotari; en los años ochenta, una es­ pecie de viejo lobo de mar, con largas patillas blancas, gafas como fondos de botella y blando andar osuno: un abuelo informal y a la vez el intemporal bardo de una pequeña, alegre mitología. La pobreza de detalles biográficos satisfacía en los años cua­ renta la nebulosidad del mito. El señor Gabilondo Soler era, se decía, un profesional serio: un astrónomo, o un matemático, o un oficial de la marina, o las tres cosas compactadas en un solo individuo que dedicaba sus ratos de ocio a pergeñar canciones infantiles, aunque

José de la Colina

(pero eso por el momento no lo sabíamos) había sido, como Agustín Lara, piano player, trepado al tapanco de un cabaret de la capital mexicana, y luego, ya en la XEW, y poco antes de dedicarse al públi­ co infantil, un chansonnier pícaro apodado El Guasón del Teclado. Cierto malicioso susurro nunca autorizado quería entenebrar la le­ yenda haciéndola bipersonal, desenmascarar detrás del grillo Jekyll a Gabilondo mister Hyde: ¿Qué creen? ¡El juglar de los niños detes­ taba a los niños!

La realidad era otra, o no era del todo así. Don Pancho había

ganado en las mocedades un campeonato de natación en Veracruz y competiciones de box en ese mismo estado y en la Ciudad de México;

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Cri-Cri o la fiesta del mundo

José de la Colina

debutado como novillero en la Plaza de Toros de Tacuba; ejercido de calculista eventual, sin sueldo, en el Observatorio de Tacubaya; escri­ to artículos de divulgación astronómica para la revista El Universo; construido en su jardín de Tultepec un completo observatorio para su solo placer (y para años después donar una parte a la Sociedad Astronómica de México); adquirido por correspondencia un título de capitán de corbeta, y poseído y pilotado un yate (que no tardó en ven­ der porque le robaba tiempo a sus ocupaciones de cantautor); y todo eso, declaraba él, lo había hecho como aficionado o meritorio. Gua­ són del Teclado sí lo había sido ante el micrófono radiofónico, cuando aún no descubría su público y su mercado naturales. En cuanto a su infantofobia, si detestaba a los niños correctos y pedantes, minifacsí­ miles de los adultos, simpatizaba con los que llamaba niños-niños, los pisacharcos. De modo que si por los mismos tiempos el cine mexicano postulaba ya una demasiado frecuente abuelita nacional que nunca interesó al público infantil: Sara García, a Gabilondo Soler la máscara del grillo lo salvó de verse instituido en el abuelito nacional. No era una presencia paternalista y tutelar, sino amiga y divertida. Las “cancioncitas”, aunque dizque hechas como en un hobby, habrían de ser la profesión, la industria, la fortuna de Gabilondo Soler: fueron radiadas a todo el territorio nacional y aun más allá, pasando de la radio a la televisión, al cine, a los discos LP o compactos (cerca de ocho millones de ejemplares vendidos entre 1963 y 1994). Las canciones de Cri-Cri instalan y pueblan un rico paisaje ima­ ginario, integran una de las pocas obras de gran literatura infantil, si no la única, que haya dado la lengua española. Aquí, hongo inquie­ tante, brota la extrañeza. Nuestras literaturas, al mar­gen del anóni­ mo y magnifico cancionero folclórico hispano e hispanoamericano, no poseen equivalentes de los cuentos de Andersen y Perrault, de Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll, de La isla del Tesoro y Un jardín de versos para niños de Stevenson, del Peter Pan de Barrie, del Pinocho de Collodi, o siquiera de la Mary Poppins de Travers o El mago de Oz de Baum (y olvidemos piadosamente el demasiado filosofante Principito de Saint-Exúpery). Los escasos intentos de nuestros autores en ese sentido son pobres o son otra cosa: las aleccionadoras fábulas de Iriarte y Samaniego, si de chiripa tienen alguna gracia, están mar­ cadas por la moraleja alevosamente incluida como la purga dentro del caramelo; los cuentos de Calleja fueron de una época y reciclaban o

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recombinaban, acaso con habilidad pero sin inventiva, el acervo mun­ dial del género: el hermoso Platero y yo de Juan Ramón Jiménez habla a la niñez, no desde ella: su autor dijo desear que los adultos lo leyeran a los niños, no que los niños lo leyeran por iniciativa propia. Gabilondo Soler, entonces, ha sido (guardadas las proporcio­ nes, si quieren ustedes) nuestro Andersen, nuestro Carroll, nuestro Collodi. Cantador de cuentos, el hombre que quiso ser grillo revitali­ zaba los asuntos de la literatura maravillosa y del cuento de hadas tradicional con primores o asperezas de lo vulgar y motivos de la vida moderna, cotidiana, frecuentemente mexicana: en el mundo de Cri-Cri, el gato con botas es un micifuz de barriada mexicana o un tocador de tango; el ratón de campo nos encara con el atuendo y la fanfarroneríaa de un cowboy pistolero; hay hondos, nostálgi­ cos roperos de la abuelita, palacios áureos y de caramelo, veleros soñados, hadas y fantasmas, pero también neurotizantes teléfonos, urgidos trenes, humeantes automóviles (carcachas), impresentables borrachos y amarillentos usureros. La heroína paradigmática de una de las canciones más célebres, la patita con canasta y rebozo de bolita, para dar de comer a los patitos emprende su heroico periplo cotidiano yendo al mercado, y cuenta angustiada los centavos como cualquier ama de casa, mientras allá duerme el esposo, “un pato sinvergüenza y perezoso”, y sin duda muy macho… (He oído que alguna vez la Secretaría de Educación censuró o amonestó al autor por ese inedificante personaje secundario. Si non é vero, é ben trovato, pero me pregunto si causaría una reacción semejante la canción El borrachito, en la cual el protagonista, tan socialmente incorrecto, está visto con tolerancia y hasta con ternura.) Pero Cri-Cri mismo ¿quién es? Salvo en la rúbrica del programa y en algunas cuantas de sus canciones, Cri-Cri no se autorretrata. Podemos intuirlo en el yo que aparece a veces para cantar a una linda burrita o consolar a la negrita Cucurumbé. Pero él contadas veces se autobiografía en el cancionero, y de éste resulta el perso­ naje más misterioso. ¿Personaje sin personalidad? Un citadísimo párrafo de Jorge Luis Borges supone que un hombre, queriendo dibujar el vasto y vario mundo, trazó paisa­ jes y seres y cosas y finalmente descubrió que había dibujado su propio rostro. A Cri-Cri tal vez lo vislumbremos tras el inventario de su mundo.


Cri-Cri o la fiesta del mundo

2.- Apuntes para un inventario de Cri-Cri AGUA. Con este elemento natural, el más frecuente en su can­ cionero, sea en forma de lluvia o río o estanque o mar, Gabilondo Soler expresa de muchas maneras la pasión que lo hizo yatchman y capitán de corbeta, y que, ya viejo, le haría contestar a Elena Ponia­ towska su gusto de chapotear en los charcos, ¡splash, splash!, para escándalo posible de los adultos de política correcta. En las cancio­ nes Acuarela, ¡Al agua, todos!, El chorrito, Excursión mojada, Lago de cristal, Llueve, El molino, El riachuelo, Solfeo de los patos, Tarde de lluvia, y otras, ese elemento, que en principio sería incoloro, inodoro e insípido (sólo faltaría que los diccionarios, además de ciegos, faltos de oído, añadieran silencioso), resulta siempre vivo, alegre, musical, y celebrado de diversos modos: placer de bañarse, de nadar, de na­ vegar, de darse chapuzones, de seguir el curso de las corrientes, de oír y ver el canto y la danza del surtidor. En El chorrito, el agua repi­ te un ciclo: sube y baja del cielo a la tierra, es sucesivamente nube y vapor y gotas cristalinas y nieve y surtidor, y recomienza la cíclica metamorfosis en una danza “al compás de esta canción”.

José de la Colina

AMOR (Y OTRAS TERNURAS). Cuando, situación infrecuente, Cri-Cri deja los espacios terrenales para visitar el paisaje celeste, los cupidos van disparando sus flechas invisibles, y “al dar en el blanco, / brota el amor”, que florecerá en muchas otras canciones del Grillo con diversos y aun contrarios desenlaces. Los hay felices: el suplicante rey Bombón, tras algunas desdichas, obtiene el sí de la princesa Caramelo; los palomos, ya ellos mismos emblemas del amor, se casan apoteóticamente, hasta con misa en latín macarró­ nico. Pero también hay inconclusiones, idilios puestos en suspenso: Fulanita y Zutanito, tan tiernos en el columpio, no podrán casarse, amenazados por el garrote de un pariente celoso; la frívola gatita Tutú tan sólo coquetea con los vecinos y con el bongosero gato que la piropea. No escasean los finales tristes: el sapo ardoroso sólo se gana un garrotazo asestado por el padre de la requerida rana; la burrita rechaza al enamorado grillo, pasando de los ariscos mono­ sílabos a los furiosos rebuznos; la guacamaya escapa y se esconde del perico ciego de amor; y la desesperada, suplicante, Chonita, en vano emite apasionadas misivas a un indiferente y burlón cotorro.

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Cri-Cri o la fiesta del mundo

José de la Colina

El cariño, la forma quizá más civilizada, si no más intensa, del amor, se encuentra tanto en la solidaridad afectiva de humildes animales y objetos caseros en torno a la triste muñeca fea como en la tierna canción del indito a su mamá. Y confesaré que al oír hoy La cocada, cuyo argumento manifiesto es la querella por una golosina, sucede que, gracias al parecido de la canción con los pícaramente ingenuos cuplés del teatro de revista de la Bella Época (por ejemplo aquellos que cuando Gabilondo Soler estaba aún pollo cantaba y mimaba María Conesa en El Principal), a detalles tan carnales como esos “rechupetes de mano y dedos”, y a la palabra cocada (que bastaría reemplazar en el texto por puntos suspensivos, o, al cantarla, sus­

CRUCERO

Me gusta cuando llega el invierno

tituirla por un reiterado mmmhhhh, para que la romanza adquiriese un sesgo atrevido), creo percibir un argumento latente menos can­ doroso: el de un tímido, gentil acoso erótico. BAILE. Si la canción es la fiesta de la voz, para Cri-Cri el baile es la fiesta del cuerpo y un baile sin fin por el planeta: bailan los inditos con su guitarra y tololoche, bailan las moscas aun si están presas de patas en el pastel, bailan los zapatos y los juguetes, baila el negrito de cuerda, baila jota el banquito de cuatro patas, la araña en sus hilos baila tango, hasta los fantasmas bailan la jota, y finalmente, pero sólo para recomenzar, danzan las estrellas y la danza se vuelve cósmica.

Ilán Sánchez

Me gusta que las hojas de los árboles se pongan doradas y que cuando llegue el viento se me vengan todas encima, como monedas muy ligeras, y se me atoren en la ropa. Me gusta cuando hace frío, porque mi mamá me lleva una cobija y me gusta sentir el calor. Me gusta que vengan los Santos Reyes y siempre vienen en invierno. Me gusta que mis papás me lleven a pasear en coche, y casi siempre en invierno, antes o después de que lleguen los Santos Reyes mis papás me llevan a pasear en coche. Sí soy una niña feliz. Dicen mis papás que soy muy inteligente. Un día mi papá me recogió el fleco de la frente y me dijo que yo era una niña muy inteligente.

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Cri-Cri o la fiesta del mundo

COCINA, COMIDA. Asuntos recurrentes en el cancionero de Gabilondo Soler. Hay que recordar que con frecuencia Cri-Cri fue patrocinado por empresas de alimentos infantiles y de golosinas. Pero repasando esas canciones se siente a veces desasosiego y hasta algún malestar, u poco como el que nos causa, divirtiéndo­ nos, el filme La grande bouffe de Marco Ferreri, epopeya tragicó­ mica de la gula. El tema puede sugerirle al cantautor motivos de pesadilla: se intuye que, por el solo hecho de que papá Elefante al sentarse a comer se afloje los tirantes y se desabroche el cinturón sobre un vientre enorme, el plato de sopa debe de ser de dimen­ siones gargantuescas y la cocada que la niña come con obscenos chupeteos de mano y dedos provoca que el niño, en su antojo y quizá su hambre, haga alucinantes “gestos con las quijadas”. En algunas canciones infantiles se infiltran variantes del mito del rey Midas: Bombón I habría convertido en golosina todo su reino, el interlocutor del conejo turista posee incomibles lechugas de oro y plata, y todo es materia empalagosa en la Rapsodia en almíbar. El tema no siempre resulta apacible en la lírica del Grillo Cantor: no

José de la Colina

sólo hay conflicto en el comedor cuando la sirvienta trae al niño la leche fría o demasiado caliente o cuando el elefantito se niega a tomar la sopa, sino que además, en el fogón, el comal y la olla viven en asidua rencilla. COSMOPOLITISMO (Y EXOTISMO). El cancionero del Grillo acoge personajes, motivos y pastiches musicales de todas las regiones del globo: Che… Araña (un cabaret presumiblemente bonaerense), La cotorra viajera (que se va a París), Cuadro apache (que además de narrar un baile de banlieue concluye con una cuarteta cabalmente en francés), La despedida (una familia de conejos parte a Europa), El fantasma (un castillo en España), Jorobita (un camello en Arabia), y, títulos cantan, Gallegada, Moruna, Mustafá, Rusiana… De la tipología “exótica”, CriCri privilegia a los negros y a los chinos, o preferentemente a negritas y chinitas, pero unos y otras siempre acariciados por sus diminutivos. FÁBULA. Sospecho que en la escuela el párvulo Gabilondo habrá odiado aquella fábula “ejemplar” en que la grave hormiga condenaba a la alivianada cigarra a la muerte por hambre en la vejez y el invierno. Esas ejemplarizantes inclemencias no las to­

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Cri-Cri o la fiesta del mundo

José de la Colina

lera el cancionero del Grillo. Cuando tiene la debilidad de usar el género, Cri-Cri le cercena la moraleja, ese error estético, o tal vez horror ético. Caso muy ilustrativo: en Rapsodia en almíbar, para­ fraseando y contradiciendo aquello de

A un panal de rica miel dos mil moscas acudieron que por golosas murieron presas de patas en él.

la voluntad gabilondiana del happy end determina que las mos­ cas, aunque “agarradas de las patas” en el pegajoso dulce, se pongan a bailar. FIESTA. No sólo el Cri-Cri radiofónico era en sí mismo una fies­ ta. Hay además en su cancionero muchas fiestas, como anuncian los títulos Los enanos toreros, Fiesta de los zapatos, Merienda campestre, Nochebuena… En busca de cualquier clase de festejo, la inspiración de Cri-Cri no desdeñaba ir a buscar su canción a caba­ rets, aun si eran fondos de barril desvencijado, tugurios de rompe y rasga: Che… Araña, Cuadro apache.

JUEGO. Predomina en el cancionero del Grillo el espíritu de juego. El cantautor juega con las cosas, a las que suele convertir en persona­ jes; juega con los seres, a los que a veces mira como a cosas; y juega con las palabras o las meras sílabas usándolas como seres o cosas o piezas de un meccano gozoso. Oíganse, por ejemplo, el idioma “chino” o “gringo” o “árabe” que Gabilondo Soler inventa en algunas cancio­ nes por el gusto infantil del silabeo y de la irresponsable, placente­ ra jitanjáfora. Antes de escribir para los niños. Don Francisco cantaba desde el niño Panchito que, sospechamos, seguía siendo. MELODRAMA. Tan frecuente en los cuentos ad usum Delphini, es tenue en el cancionero del Grillo. Cuando, en una pequeña obra maes­ tra (que para el poeta Eduardo Lizalde es un verdadero lieder), la pobre muñeca fea llora escondida por los rincones, encontrará, si no la felicidad, sí la ternura, la solidaridad y el consuelo de los humildes objetos y bichos del hogar (entre ellos la araña, a la que el catálogo del lugar común suele registrar como dañina y de mal agüero). METÁFOERAS (Y ALGO DE EUFONÍA). Las canciones del Grillo suelen ejercer el lirismo narrativo antes que la analogía, los símiles, las metáforas, pero algunas piezas incurren brillantemente en la greguería a lo Gómez de la Serna y el haikú a lo Tablada: El perro, para quitarse las pulgas, […] ahí se está rascando, como una guitarra, su pelaje blanco. … [La luna llena] al salir me parece yema de huevo frito. … Y luego hasta atrás llegó la U, como la cuerda con que saltas tú.

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Cri-Cri o la fiesta del mundo

José de la Colina

Y además de la música de las melodías mismas, las palabras tienen la suya, como por ejemplo, en

… Un barquito de cáscara de nuez adornado con velas de papel se hizo hoy a la mar para lejos llevar gotitas doradas de miel.

Esa luna de nácar, redonda maraca que sale del mar,

donde es admirable no sólo que los tres versos repitan aes y erres suaves, sino que además el sustantivo maraca tenga en la primera sílaba, como un eco anticipado, el sustantivo mar. Moral. Nunca es una moral del premio y el castigo. Si el rey pier­ de la corona no es por haber pecado, sino sólo por jugar; ningun rayo cae sobre la egoísta niña rica que no convida de su cocada al niño pobre; ni se juzga severamente a patos sinvergüenzas y perezosos, lobos que devoran cabritos, niños latosos, zigzagueantes borrachi­ tos. La moral de Cri-Cri es la tolerancia, una amplia aceptación de lo existente que no es exactamente conformismo, sino el responder a lo difícil y duro del mundo con el heroísmo de la alegría:

Y si viene negra tempestad, remar, reír y cantar.

… ¡Cuántas cosas pasan y cuántas pasarán mientras el calendario se siente adelgazar! … Quisiera ser mandarín con bigotes de tallarín, un vestido rico, trenza y abanico y chinelas de Pekín.

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Cri-Cri o la fiesta del mundo

José de la Colina

MÚSICA. Decía Pedro Miret que la música no silbable, esto es: no recordable y no interpretable en silbidos, no podía ser gran mú­ sica. Ocurrencias aparte, ignoro lo que valdrá Gabilondo Soler como músico, eso díganlo losmúsicos y musicólogos. Lo cierto, lo fácil de comprobar, es que sus piezas son silbables en el mejor sentido de la palabra y que mostraban variedad de recursos y gran habilidad para pasar por los géneros pastichándolos con gracia: valses, polcas, jazz, jotas, cuplés, corridos, tangos, minúes, rusadas, mexicanazas, espa­ ñoladas, chinerías… NATURALEZA. Gabilondo Soler en una canción ecologista, Los arbolitos, llega hasta nuestra actualidad: Mas mejor será que esos muchachos machos, con alarde de valiente pundonor, defiendan los pequeños arbolitos y que las calles se cubran de verdor. ¡Y que las calles se cubran de verdor! En Mi bandera, en lugar de traducir el motivo a motivos patrió­ ticos, prefiere la plástica, desplegando los tres colores de la enseña nacional en un paisaje: el blanco la nieve de los volcanes, el verde los bosques y el rojo el resplandor de una fogata. SOCIOLOGÍA (Y ECONOMÍA). Algunas canciones anotan circuns­ tancias materiales y sociales: un cochinito sueña con trabajar para ayudar a su pobre mamá; la patita va al mercado contando los centa­ vos; en vano el niño pobre pide a la niña rica el convite de la cocada;

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y el jicote aguamielero, al solicitar la mano de la abeja reina, invoca airadamente la igualdad social postulada en la Constitución (la mexi­ cana, se sobrentiende). Incluso hay una canción hermana del poema de Ezra Pound contra la usura: Don Usufructo. VOZ. La de Cri-Cri casi solamente hablaba lo que cantaba, pero con un tono íntimo y amigo, el hondo tono Gabilondo, que se pierde cada vez que se ha querido encopetar sus canciones encomendán­ doselas a chansonniers de gran show y hasta a cantantes operáticos. Ni las candilejas ni el escenario monumental le van bien al amigable grillo del hogar. A Cri-Cri consúmasele en su salsa, es decir: óigasele en su voz. ZOOLOGÍA. El bestiario de Cri-Cri abarca casi todas las espe­ cies, quizás porque el autor pensaba, sin ánimo de ofender, que la humanidad del niño es la más cercana al animal. Sus bestias sue­ len ser presencias benéficas, o siquiera simpáticas; por ejemplo la araña, que, convencionalmente odiosa y temible en los sueños y en los bestiarios simbólicos, ahora acompaña a la muñeca desdichada y es una graciosa aprendiz de tango: Tres… pasitos arrastraditos pa’ delante y para atrás. Pero Gabilondo Soler no sólo contraviene los lugares comunes lite­ rarios; también altera las jerarquías de la ley de la selva, dándole al siempre huidizo conejo la oportunidad de ser quien cace al lobo.


Cri-Cri o la fiesta del mundo

José de la Colina

LA ACERA DEL FRENTE Fiera infancia y otros años Ricardo Garibay Caminábamos las calles de San Pedro. Eran anchas, arboladas, no sé por qué regadas invariablemente, o por qué las recuerdo así. En ellas estaba la fiesta de la vida. No he caminado las calles de ninguna parte, ¡tantas calles del mundo caminado!, con aquel ir haciendo nada, pensando nada, sólo caminando, ir espiando patios y alcobas por puertas y ventanas, ir tentando grecas y salientes, esperando de un momento a otro el aguacero para seguir el paso, ya casi sin ver ni oír más que los hilos de agua, el granizo que rebotaba en la cabeza, en la espalda, en los hombros, en el pecho, como enjambres de avispas ardorosas. Extrañamente solas aquellas calles, siempre. Se anegaban, formaban fuertes arroyos. La escuela tenía techo de láminas de zinc. Eso nos gustaba porque la granizada sonaba a mil tambores mientras el maestro explicaba el género gramatical; ni quien lo oyera; podíamos conversar casi a gritos. —¿Trajiste tu palo? —Yo le puse un clavo en la punta, mira. —Nos vamos a bajada de la 12 o de la 5. Por allí se vienen dando vueltas. Ratas, ¿De dónde? ¿De dónde las sacaba el agua? Dando vueltas como rehiletes en la violencia del agua que bajaba de las lomas, venían. Seguro ratas de campo. Las lomas, peladas en los veinte, colinas cubiertas apenas de pasto amarillo, entrando los treinta eran ya bosques de eucaliptos, truenos, álamos, abetos, fresnos. De allí venían las ratas, gordas, pardas, ahogándose. Llegando a la 1º de Mayo se equilibraban nadando angustiosamente hacia el borde de piedra de las aceras. Allí las esperábamos para matarlas a palos. La gente grande nos aplaudía, corría con nosotros, nos llamaban: acá van tres juntas, muchachos, acá van. La gente grande: carniceros, placeros, carboneros, merengueros, mozos de tendejón. Nadaban ellas sacando la cabeza como si fueran paradas sobre las patas traseras, muy asustados los ojillos, abierto el hocico, sus enormes dientecillos tarascando el aire… (1982)

Y 3, ¿Quién? Cri-Cri y sus canciones nacieron en un ámbito de entretenimiento familiar anterior a la televisión y señoreado por la radio. Se ha dicho que más que la vista, el oído propicia la imaginación. Para el oído y la imaginación Cri-Cri ofrecía un mundo fantástico no enteramente acabado: un mundo en cuya hechura debía colaborar el radioescu­ cha, el múltiple niño que, terminada la tarea escolar para la casa, daba vuelta a un botón de aquellos radios que tenían la forma de cajas de zapatos o de pequeñas capillas ojivales y, viendo encen­ derse la ventanilla en que estaban señaladas las estaciones, espe­

raba la rúbrica, la entrada, la pregunta que requería la voz amiga, al personaje anunciado por aquella canción saltarina:

—¿Quién es el que anda aquí? —¡Es Cri-Cri! ¡Es Cri-Cri! —¿Y quién es ese señor? —¡El grillo cantoooooor!

Río Mixcoac, 16 de septiembre de 1998

José de la Colina. Notabilísimo narrador y ensayista español. Ha colaborado en innumerables publicaciones de primera importancia y ha sido calificado como una de las mejores voces de la literatura escrita en México. Entre su amplia producción literaria destacan: Álbum de Lilith, Aunque es de noche, Portarrelatos y La tumba india. CULTURA URBANA 21


Sin título. Emir Guerrero.

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Niña y pensamientos de luz Guillermo Samperio

Es este un bello relato sobre una niña de pelos de colores y texturas variables, que supo escuchar con atención las enseñanzas de su abuelo y aprendió a vivir y a ver la muerte con buen sentido del humor, entre otras muchas cosas

Una niña de cabello dorado, de mirada de humedad sana, tenía en los ojos el color de la hojarasca que mitiga las preocupaciones y en sus pupilas se encuentra la solución del lirio magenta que explota en la corteza de un joven ahuehuete. A la infanta le llo­ vían fragmentos violeta-azulencos de un árbol que se enredaba con otro y, aunque fueran dos, la gente del pueblo ondulado le llamaban la jacaranda. La niña no sabía si los pétalos azules eran de uno de ellos o los violetas del otro. Estaba segura, eso sí, de que al caerle las flores diminutas en el cabello, una luz lila se encendía en su pensamiento. Cuando hablaba, sus palabras iban coloreadas de un tono inexplorado, pero lo que llegó a preo­ cuparle fue que la gente podía leer sus pensamientos, como se aspira el hueledenoche sin tener que aspirar. Su cabello tenía la desenvoltura propia de amanecer un día pelirrojo, o castaño, o rubio, o negro, o con rayos dorados y canela, a veces lacio, o

esponjado, con rulos, o volado, o casi a ras de cabeza, o de otros colores como azul, rojo, violeta, morado o simplemente con los pelos parados. Pero al notar que su pensamientos se podía leer como lumíni­ cos globos de comics, eligió esconderse en un sótano, cubriéndose la mirada con mechones de pelo, pero uno de sus pensamientos lumi­ nosos, como de luz de neón cárdena, le dijo: “Cada uno se preocupe de lo suyo: el árbol de su arboreidad, la roca de su mineralidad, el au­ tonombrado homo sapiens de su homosapiensidad”. La niña estuvo, durante el ocaso, meditando en aquella idea que le vino sin que ella tuviera la voluntad de pensar y, apenas había caído la bola anaranjada tras los montes azul oscuro y grises, se puso de pie y se reacomodó el pelo de tal forma que se notaba a la perfección su cara oval en torno a sus chinitos. De inmediato, se desarrugó su vestido de lino sepia y salió a deslumbrarse con una enorme luna llena.

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Niña y pensamientos de luz

Guillermo Samperio

Recordó la historia de Gung-thang, el maestro tibetano del siglo dieciocho, contada por su abuelo: “Cuando le preguntaron al maestre el motivo por el que había dejado de leer libros, respondía que seguía leyendo, pero ahora el silencio de las flores, el de los zorros que pa­ saban por su casa a pedirle agua con un movimiento de cola, los ojos de los discípulos que habían estado con él, los pies de las mujeres que caminaban descalzas; que había aprendido mucho de los árbo­ les y de las palabras invisibles que surgían cuando los nenúfares se abrían. Que por más que alguien quisiera no se podía saber todo y él, después de haber leído tantos libros sagrados o mundanos, se había dedicado a lectura de las cosas del mundo y el cielo”. El abuelo fumaba su pipa y, aunque se hubiera acabado el taba­ co, él seguía fumando y la infanta no entendía cómo era posible que el viejo lanzara volutas de nube blanquísimas si la pipa se encontra­ ba apagada. Golpeaba la pipa contra una de sus botas y proseguía la misma historia: “Por ejemplo, Gung-thang decía con verdad que un árbol nunca era el mismo de un día para otro, aunque por cos­ tumbre las personas así lo creyeran. Una jacaranda, dijo, siempre es otra al amanecer, como las personas. Pero la gente se ve al espejo desde temprana edad y ve a diario una misma cara, hasta que un día la enfermedad le muestra, de golpe, los cambios que se fueron juntando día con día durante tantas décadas y se sorprende. No se dan cuenta de que desperdiciaron la oportunidad de verse distintos cada mañana y se quejan e insultan a los que habitan arriba de las nubes; la desgracia no es que se mueran, hija mía, sino que fallecen siendo los mismos que vieron por primera vez en el espejo. Ahora mismo leo lo que me dice ese hueledenoche que no huele porque es de día, pero leo el silencio de su aroma”. El abuelo seguía lanzando volutas de humo inexistentes y con­ cluía: “Si te paras a pensar, muchacha, los autonombrados seres humanos, que mueren sin leerse cada día, terminan siendo homos non sapiens. Eso lo digo yo”, afirmó el abuelo, “pero algún día habrá un suceso maravilloso que, más tarde que temprano, los hará pensar sin que se esfuercen en pensar. Algunos tienen una mente tan activa, que a veces desean dejarla, por las noches, en el buró, como yo dejo mi dentadura postiza dentro de un vaso de agua con violeta de genciana. Pero prefieren volar con sus pensamientos, que hacer una lectura de sí mismos a diario”.

A la infanta nunca se le olvidó aquel regalo del abuelo y, al mirar la luz intensa de la luna, entendió al fin aquellas palabras que poco o nada había comprendido la primera vez. Desde que salió del sótano y sus ojos empezaron a leer las cosas, o vestigios de cosas, que habían cedido sus antepasados más antepasados, em­ pezó a haber gente que se preocupaba por los otros, pero también pusieron atención en lo que pensaba en tecnicolor la niña. Otros agradecían los pensamientos luminosos y empezaban a encargarse de sí mismos aunque les costara mucho trabajo descubrir los cam­ bios que había en ellos a diario, pero no tardaron demasiado en empezar a leerse día con día. La niña de pelo rojizo enchinado pen­ saba, cuando descubría a alguien leyéndose en su espejito, que la persona estaba recuperando su homosapiensidad. “Lo más importante”, le había dicho el abuelo, “es que si logran la lectura de sí mismos, su forma de proceder cambiará y, en lugar de andarle diciendo a todo mundo qué debe hacer, los lectores de sí mis­ mos hablarán más con sus actos que con sus bocotas. Y entonces”, afirmaba el abuelo, arropado en humo incoloro, “se transformarán en personas atractivas para los demás, pues dirán de manera silen­ ciosa su humildad, su amor, su dicha y la utilidad de su vida para con los otros. Con su obrar y su hacer, no con discursos ni escaleras inú­ tiles de lenguaje, morirán en silencio, sin lamentaciones, sin insultar a nadie de arriba ni de abajo. Pero morirán en el momento oportuno que ellos leerán en sus ojos, para tener tiempo de despedirse y de perdonar. Sus más cercanos los llorarán pero con sosiego, harán el luto pero con agrado, algo así como una tristeza feliz, ¿por qué no? Ya llegará el milagro, muchacha”. La infanta recordó la muerte del abuelo y cómo se fue despi­ diendo; hasta le dio el perdón a don Fermín que le había dado un balazo en la madurez por un problema de tierras. Mucha gente de la familia no entendió el funeral que su abuelo quería. Aunque todo dios iba y venía, se desmayaba y se des-desmayaba, entre lamen­ tos y chillidos vergonzosos, ella se asomó a la ventanita del féretro y, sin que nadie se diera cuenta, descubrió una media sonrisa en el anciano, quien le guiñó un ojo a su nieta desde el lado de la muerte viva, como la niña pensó. Ella se abandonó a una congoja plácida; ahora lo reconoce aunque dos años atrás esa actitud de tristeza feliz la hubiera avergonzado.

Guillermo Samperio. Entre otros, ha ganado el Premio Casa de las Américas, el Premio Nacional de Periodismo y el Premio Juan Rulfo. Algunos de sus libros: Cualquier día sábado, Gente de la ciudad, Anteojos para la abstracción, Miedo ambiente, Ventriloquia inalámbrica y Tribulaciones para el siglo XXI 24 CULTURA URBANA


Carruaje. Emir Guerrero.

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Pedos en la cola. Jozé Daniel

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¡Manos arriba, mi hijo! Agustín Monsreal

Doña Oriflama, mamá cuervo, se desvive en atenciones con las visitas. Es una dama educadísima a la que el arte no se le ha dado. Sin embargo está convencida de la ge­ nialidad de su hijo. Es este relato divertido, un juego desternillante, que retrata a una madre amorosa hasta el empalago

Doña Oriflama abre la puerta y los brazos del corazón bienvenidos a ésta su humilde morada pasen ustedes y nosotros damas y caballe­ ros tomen asiento por favor, con blandura en las facciones, con fra­ gancias de generosidad, ¿desean un cafecito un tecito una copita de licor de zarzamora hecho con una antigua receta familiar?, muchas gracias señora no se moleste muy amable, no es ninguna molestia encantada usted y yo estamos en nuestra casa, de veras, y uno y los demás agradecen sonrisueños y cohibidos tantas atenciones y ella se mueve y ademanea como en un escenario o mejor como en la pista de un circo, es un honor un genuino placer recibir personas tan finas tan bien educadas de tan excelente cuna, ímpetu almibarado y dentadura al aire, modulación actricienta, al contrario señora la honra y el gozo son míos y de todos con una de azúcar si es tan gentil, niños vengan a saludar cantarinea doña Oriflama y dos gentecitas de apariencia cir­ cunspecta y recelosa se acercan como a rastras o más bien como em­ pujadas con agujas realizando venias y ofreciéndonos unas manitas medio gelatinosas mucho gusto señor medio atemblorinadas mucho

gusto señora y luego se repliegan en un rincón cual dos sombritas en espera de que el mundo se les caiga encima. Silencio calculado y ufano. Reflector sobre los críos. Doña Ori­ flama los contempla como si tuviesen alitas en las espaldas. Mamá cuervo, piensan los integrantes de la concurrencia acechándonos unos a otros, actitud entre imbécil y condescendiente, qué monada de criaturas, ¿no? —Bueno, miren –anuncia la dueña de casa, suspirando ilíci­ tamente, con solvencia, con jactancia de maestra de ceremonias, con indudable pericia en el manejo de la estafa moral–, ustedes no me lo van a creer y por eso quiero que lo vean con sus propios ojos, que lo constaten con sus propios sentidos: ¡Mi Goliardito es un artista de cuerpo entero! Un artista, y discúlpenme la inmodes­ tia, con-su-ma-do. Ooh de benigna admiración generalizada, aah casi impúdico de agradable consternación, de sincerísimo asombro, y mamá vana­ gloriada engolosinada nos repasa ávida a usted y al resto de los

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¡Manos arriba, mi hijo!

Agustín Monsreal

Sad cumpleaños. Jozé Daniel

espectadores y continúa, aparatosamente frívola, con voluntad in­ sobornable: —La verdad, ignoro de dónde sacó este don, esta virtud, por­que ni en mi familia ni en la de Gandulfo ha existido nunca nadie dedicado al arte, y ello lo hace más fantástico y meritorio todavía. Tal vez ustedes supondrán que está mal que sea yo quien lo diga (por favor señora por favor), van a juzgar que es amor de madre (ni por asomo), o demasía de vanidad (eso jamás), pero no es así, les juro por lo más sagrado que no es así de ninguna ma­nera, qué va, mi Goliardito de veras es un genio, ¿y a que no saben para qué?, para la recitación (vaya esto sí que es una sor­ presa), y esto no lo afirmo sólo yo, no no no, todos cuantos lo han oído lo dicen, auténtico. -Y enorgullecida, empalagosa, destiladora de melaza, lanza trinos, gorjeítos adulcedumbrados-: A ver, Goli, ven acá, diles una recitación aquí a los señores, a las señoras, aquella de la flor que lloraba porque se le había caído un petalito, ¿te acuerdas?, ésa te sale preciosa, mi cielo, anda, acércate, aquí en el centro, no tengas miedo, mi rey, tú ya sabes que la dices di­ vino, vamos, ven acá...

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Y Goliardito dientes apretados pantalón corto rigidez de trágame tierra nomás se le queda viendo con expresión famélica, afligido y rencoroso, como desconsolado para siempre, como en­ vilecido ilimitadamente por la alevosía, por el abuso, hosco y nada que se mueve, terco y nada que se aproxima, si quieres hacer el ridículo pues hazlo tú muy tu gusto yo por qué, parece decir desde su lividez, desde la querencia arisca de su silencio, yo qué tengo que ver con tus paparruchadas tus presuntuosidades tus pedantismos, y entonces ustedes y yo son testigos de cómo a mamá enfadada ofendida se le desfigura su cara de fraude, cómo se le chorrean en muecas las comisuras de la boca, cómo le salta la ira en las venas del cuello, y cómo, sin embargo, no descompone la elegancia y pide, encubierta, contenida: —Vamos, mi rey, qué van a decir de ti estas damas, estos ca­ balleros (por nosotros no se apure doña nosotros entendemos), que eres un rancherito, y ya sabes que los rancheritos son muy feos, án­ dale, sé buenito con mami y recita para nuestras amistades. Pero por qué si maldita la gracia que me hace, parece insis­ tir el niño con su quietismo, con su mudez, con sus ojitos saltones de animalito menesteroso, sin atreverse siquiera a mirarnos a los invitados perplejos que interceden déjelo señora déjelo a lo mejor no tiene ganas. Y mamá hiena relampagueándolo con sus pupilas al indefenso: —¡Ándale, Goliardo! ¡La de la flor! Y Goliardo, sin la menor ilusión, aplicándose una pobre son­ risa en los labios, minúsculo, vencidísimo, adelanta unos pasos, se coloca en posición de firmes y, semejante en fervor a un titerito al que manipulan chueco los hilos, nos derrama a ustedes y a mí su recitado: Había una vez una flor tan bella que más que flor parecía una estrella... Eso es, doña Oriflama resopla, rejuvenecida, resplandeciente, enfiestada, cariciosa, entrecruza manos maternales sobre regazo maternal y contempla al pequeño ruiseñor de sus entrañas igual que si admirase, sentada a la diestra del Todopoderoso, la crea­ción del universo. Usted y los demás, mientras tanto, consternados por la angustia impiadosa que acomete al chiquillo, idiotamente enterneci­ dos, modelan rostros aprobatorios gesticulaciones de beneplácito


¡Manos arriba, mi hijo!

qué bien eh qué maravilla qué encanto, y cuando acaba por fin el indefendible recitadero aplauden más que la actuación el valor amus­ tiado del ejecutante, quien recibe nuestra efusiva salva de zalamerías congratulaciones lisonjas como justificándose, como disculpándose yo qué culpa tengo si me obligan si yo no lo quiero hacer pero me obligan ustedes y nosotros lo vieron que fue a la fuerza, y mamá ver­ dugo unciosa, justiciera sin límites: —¿Verdad que tiene vena artística? Díganlo sinceramente, ¿verdad que es todo un artista mi Goli? Y los de la visita, redentores acaramelados, carisonrisas como de pésame, impostores acorralados en su propia hipocresía pues sí es muy cierto en efecto posee un talento extraordinario excep­ cional una sensibilidad fuera de serie una vocecita de lo más bien modulada un comportamiento corporal de lo más expresivo, qué asco ustedes y nosotros, de plano, qué ansias de vomitar nomás de verlos cómo nos escudriñamos unos a los demás y cómo se solapan la falsedad, la canallería, estirando muequitas estúpidas de com­ placencia, y cuando suspiramos confiados en que bueno ya pasó el trago amargo, lo peor ya quedó atrás, de repente la dueña de casa, inmoderada, maligna, exclama: —Y bien, ustedes quizá piensen que es un exceso de mi parte, pero ya que estamos aquí reunidos y todos con la disposición de apreciar las bondades del arte fidedigno, los voy a invitar, de la mane­ra más cordial, a que escuchen a mi Jofainita tocar la flauta (ah ella también), es una verdadera niña prodigio (oh), a pesar de que todavía no cumple siquiera los nueve años. ¿Quieren ustedes hacer el favor de oírla? Y los convidados, remordiéndose las uñas y jalándonos los pelos de los adentros, con el alma entripada pero llena de dobleces, se resignan qué remedio y declaramos con amabilidad perfecta, postiza­ mente entusiasmados claro que sí doña Oriflama por supuesto es una distinción con que nos favorece un nuevo e inmerecido privilegio, y nos volvemos hacia la figura arredrada, la apariencia amazapanada de Jofainita que aferra la flauta escolar entre sus dedos y luce un sem­ blante desamoldado como el de su hermano menor, triste y equívoco para siempre como el de su hermanito, y aunque en un principio da la inaguantable impresión de que duda, reniega internamente, de que se va a romper en llanto hasta deshacerse, hasta no quedar de ella

Agustín Monsreal

sino una gotita, una lagrimita de niña, acaba por obedecer y ejecutar, con una ansiedad titubeante, con desesperanzada aplicación, algunos compases que le son manifiestamente elogiados por las amistades de mamá bruja atareada de gozo, enfebrecida, radiante: —¿Verdad que son un primor mis pequeños? A veces yo misma me pregunto de dónde me salieron tan artistas, si como les platico ni en mi familia ni en la de Gandulfo hay el menor antece­ dente, pero así son los misterios de la vida, ¿no es cierto? Y ellos en soledad completa, cogiditos de la mano en una leve alianza sin derroteros, avergonzados de su admirable precocidad senil, y mirándonos a ustedes y a nosotros, espiando sus impudores de bufones a las amistades de mamá que quién sabe cómo aguan­ tamos en la cara tanta farsantería, tanta felicidad.

Bisceral. Jozé Daniel

Agustín Monsreal. Ha obtenido innumerables reconocimientos a nivel nacional. Entre su obra destacan: Los hermanos menores de los pigmeos, La banda de los enanos calvos, Perseverancias de amor y Diccionario al desnudo –no ilustrado–. En 1995 se instituyó el Premio de Cuento Agustín Monsreal en su honor. CULTURA URBANA 29


Espronceda y mi padre Hugo Gutiérrez Vega

Una vez al año llega la felicidad, y llega el júbilo, llega la sensación de estar seguro, abrigado bajo un hombro fuerte y cálido, lleno de vida, de grandeza… es la presencia de un pirata feliz que viaja lejos y no vuelve sino hasta el próximo año, a tocar el puerto de la infancia

Los versos de “La canción del pirata” de Espronceda, sitiados por el tiempo y los jejenes, abren la entrada al ruinoso, pero todavía vivo , Hotel “El Bucanero”. El mediodía de un verano con bruma y poca lluvia, incendia las calles de San Blas. Veo a mi padre en plena madurez nadar en las aguas tranquilas de la pequeña bahía. Las palmeras contaban historias del galeón de Filipinas y jugábamos a cerrar los ojos y nadar con fuerza para llegar a Mindanao y en­ contrarnos con Legazpi y sus incansables marineros, guiados por la misteriosa corriente del Pacífico. Veo a mi padre sentado en una banca del Viejo Fuerte, veo sus manos de acero apoyadas en sus poderosos muslos. Todo en él era para mi fuerte e inextricable. Lo veía una vez al año y la espera me hacía engrandecerlo. Venía de España y hablaba de su lejana Cantabría como si fuera un reino per­ dido. Yo veía el esplendor de los verdes montañeses y presentía la lluvia constante y el inquieto juego de las nubes dirigidas por el vien­ to. El Valle de Toranzo aparecía entre las palmeras y el bochorno del medio día de San Blas. Me paraba en elvestíbulo del Hotel y decía

en voz alta: “Que es mi barco mi tesoro, que es mi dios la libertad, mi ley la fuerza del viento, mi única patria la mar”. Por la tarde es­ cogíamos el lugar en el que terminaría nuestro viaje... ¿Mindanao? ¿Torrelavega? ¿El Estambul del Capitán Pirata: “Asía a un lado, al otro Europa y ahí a su frente Estambul”...? de noche completaba el viaje y regresaba en la amanecida a mi cama del hotel de nuestros milagros. La última mañana de las vacaciones me quedaba tendido bajo una palmera viendo a mi padre nadar sin descanso. Me queda­ ban unos cuantos días a su lado. No sabía si quererlo o aborrecer su abandono roto una vez al año. Sintiendo su mano fuerte en mi hombro me sabía seguro. El me llevaría a Mindanao, a Cantabría o a Estambul. Regresaba la alegría de estar vivo: “Y va el capitán pirata cantando alegre en la popa... “ Ese Capitán pirata era mi padre a quien veía solo una vez al año. Copilco el Bajo Invierno de 2009

Hugo Gutíerrez Vega. Entre sus reconocimientos destacan: el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde; Premio Nacional de Poesía Xavier Villaurrutia; entre otros. Ha publicado los libros de poesía: Buscado amor, Resistencia de particulares, Cuando el placer termine (Premio Nacional de Poesía: Joaquín Mortiz), Poemas para el perro de la carnicería, Peregrinaciones (Poesía reunida 1965-2001), Antología con dudas. Su poesía ha sido traducida al inglés, francés, italiano, ruso, rumano, portugués, griego y turco. Actualmente dirige La Jornada Semanal, es miembro del Seminario de Cultura Mexicana. 30 CULTURA URBANA


El aquietamiento. Armando Haro Mรกrquez.

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Escritura de dos poemas orales Ricardo Castillo

Recitativo –antes de dormir– Anuas luanda

Anuas luanda

anuas luanda de la dara dansha

anuas luanda de la dara dansha

anuas landa de la vera estampa

anuas luanda de la vera stampa

androshte bran yo ne marva

androshte bran yo ne marva

¡androshte bran yo ne marva¡

¡androshte bran yo ne marva¡

Endon la ruiste capró la ruisa nela dropa apudió la cutandía montarada e sotaranca aspaventó la biústera plegó la mirta biústera plegó e displayó la consensá ha ha ha haa…

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Escalera. Emir Guerrero.

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Pรกjaro. Emir Guerrero.

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Escritura de dos poemas orales

Ricardo Castillo

Recitativo –al despertar–

Do farú mevá fadám, meru fave fado dam, Damdón fava faru me, rufa vafa dondan me. Medon fadam varu fa, fadon vadam rufamé. Donfa danfa mevarú, varumé falá dandón. Aruvem afnara donfa, lavurá danaf ofnadarú Favaluma ruvelonza darufona ¡ocampa naidí! ¡ocampa naidí!

Ricardo Castillo. Autor de El pobrecito señor X y Nicolás el camaleón, La máquina del instante de formulación poética, con esta obra obtuvo el primer lugar del Premio Universidad Complutense de Madrid-Microsoft Literaturas en español del texto al Hipermedia. Trabaja en el Departamento de Estudios Literarios de la Universidad de Guadalajara. Obtuvo el Premio Carlos Pellicer. CULTURA URBANA 35


Vista del amanecer en la ciudad Blanca Luz Pulido

1. Heme aquí otra vez, ciudad, cantándote en este lado del sueño, espina de sangre que la madrugada congela entre mis sábanas. Heme aquí oyendo el estertor de la noche en tus arterias quebradas, en tus venas de piedra, en tu mirada que minuciosamente pierde la alegría, ciudad de las promesas ciegas, de los derrumbes íntimos, de las fronteras anegadas.

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Aquí estamos, ciudad, en tu aliento que cada día se levanta para sepultarnos, cuidad hermana y adversaria; territorio que no sabe entregarse sin fingir; que me ciñe en sus amargos dedos y me aleja los martes de los males que los viernes me destrozan. Somos náufragos asidos de tu tabla huérfana: ciudad de mil fragmentos –tan herida y entera–, que el país se mira en ella y tiembla.


París. Vlady

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Vista del amanecer en la ciudad

Blanca Luz Pulido

2.

3.

Ciudad elefante, oso, tigre, quetzal, engendro transido de accidentes, ingente losa sacrificial de prisioneros: estamos aquí porque la vida no nos deja latir en otra parte.

La ciudad crece en mis venas, me reconozco en cada paso ajeno y camino para que los demás encuentren en mi sombra la suya confundida. Y le pido:

Pero también ciudad gacela, acuático murmullo que nos sorprende algunas madrugadas cuando al oído dice: No te vayas, no te despidas nunca, no me dejes: no sabrías vivir sin mirar tu propia sangre suspendida en las altas ramas de la jungla de miserables que en las aceras cultivo y aniquilo. Quédate aquí, en mí, soy el espejo sumergido de tus huesos, no lo olvides, no permitas que los ríos encarcelados te alejen de mi vientre de misterios: no escuches cantos de sirenas enemigas, no te enamores del mar: cuídame, guárdame, protégeme.

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No me hagas padecer, ciudad, en tus arterias rotas, clavada entre el sur, el este, el norte y el oeste, en medio del intangible centro que no he de conocer. Líbrame de la peste negra del asfalto, de morir bajo ruedas, de prisa y sin resuello, de olvidar que a veces es necesario mirar hacia lo alto aunque desde atrás sintamos siempre la marea de los demás llamando, tirando hacia abajo, a tus entrañas, no me sumerjas en el taconeo de las mujeres rotas, en la indómita lascivia lacerante, en la multitud violenta, enferma. No me dejes olvidar tus antiguas fuentes, tus cántaros, tu acento.


Vista del amanecer en la ciudad

Blanca Luz Pulido

Y de vez en cuando, ciudad Ă­ntima y dispersa, hazme olvidar lo que te debo, las cuentas no saldadas con tus muertos, el pan amargo con que a veces te visto y alimento.

Orenburgo. Vlady

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Vista del amanecer en la ciudad

Blanca Luz Pulido

4. Ampárame, ciudad. Guarda en tu centro de obsidiana los años, muchos, pocos, que han de transitar mis huesos a la sombra de tus gentes y tus muros, en tus avenidas, parques, muladares, en medio del temor y del encuentro, de la cerrazón y la muerte, de la levedad y el secreto; de la belleza, sí, y el asco, de este circo de perros amaestrados y payasos fúnebres que es pasaporte y boleto sin regreso a todas partes, a ninguna. Guardiana de imágenes y voces, centinela del polvo, enemiga que salva: devuélveme tu voz, que es la mía, perdida por buscarte en otros cautiverios.

He de volver a tus entrañas siempre, desde antes de irme he regresado a ti, ciudad: culebra, conejo de la luna, sortilegio, laberinto, serpentina, garra del monstruo que me alcanzará para devorarme sonriente encima de una piedra y a la mitad de un lago de cemento. Mientras tanto, en la batalla, al lado de muertos próximos, distantes, te vigilo, ciudad, los pasos y el aliento y cada amanecer ensayo un obstinado, un tenaz grito de guerra para lanzarme en ti a navegar la vida.

Blanca Luz Pulido. Fue miembro del Tercer Programa para la Formación de Traductores del Colegio de México. Ha publicado traducciones, ensayos y poemas en diversos suplementos literarios y revistas; las plaquettes Fundaciones, Ensayo de un árbol, Raíz de sombras (FCE); Estación del alba y Reino del sueño y Cambiar de cielo. 40 CULTURA URBANA


El cortejo. Armando Haro Mรกrquez.

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La complacencia. Armando Haro Mรกrquez. 42 CULTURA URBANA


Día del Niño Juan José Reyes

Una madre puede jugar malas tretas a sus hijos, no todas las mamás son dulces, cariñosas y desinteresadas. Una madre ambiciosa puede convertir una fecha feliz en un “evento” molesto y ridículo, en el cual los últimos en disfrutar son los pe­ queños. La niña de esta historia nos cuenta sobre como festejó un día feliz, junto a un buen amigo, y de paso le dio una lección a su madre

Mi madre estaba más rara que nunca. Era un sábado y como todos los sábados ella y mi padre se despertaron tarde. Yo tenía prohibi­ do hacer ruido y veía la tele casi muda. Quiero decir que yo no decía palabra, ¿a quién?, y que de la pantalla casi no entendía nada, de tan bajito que la modulaba. Mi padre se había dado cuenta de eso y las noches de los viernes arrimaba a la mesita de junto a mi cama un libro. Quería que leyera, pero el primer rato estaba yo realmente adormilada y no podía poner atención más que en las caricaturas. Aquella mañana, en cambio, me desperté antes de lo acostumbrado y me puse a leer. Tenía mucho sueño pero estaba muy contenta. El día anterior cumplí 10 años y merendaron en la casa mis primas, mis tíos Ángela y Luis y mi abuela Evelia. Todos estuvimos de muy buen humor y mi abuela me regaló un suéter rojo precioso. Cuando hizo que lo sacara de la caja, volteé a ver a mi madre y vi que hizo una mueca. Unos segundos después me pidió que le diera las gracias a mi abuela, lo que quería decir que le diera un abrazo y un beso. Eso hice. Y mi abuela me llenó de besos, me dio como veinte. De inmediato tomó su bolsa, sacó el monedero y me entregó medio a escondidas un billete de 200 pesos. “Éste es tu pilón”, me dijo en voz bajita.

No pasamos a la mesa sino que comimos unas hamburguesas, compradas, en la sala. A mí no me gustaba hacerlo así, porque siem­ pre tenía que estar pendiente de no ensuciar nada; y aquella noche peor, pues tenía que echar ojo también para que mis primas no pu­ sieran sus dedos llenos de mostaza y de catsup sobre los sofás recién retapizados. No dejé de tener varias servilletas a la mano. Al final, pedí partir el pastel en la pequeña mesa, con todos sentados. Mi madre, como era mi cumpleaños y apagaría yo las velitas, dijo que estaba bien. Esto último lo pensé hasta el día siguiente, aquel sábado. Luego de leer unas páginas, me levanté y le pedí a Inés, la muchacha de la casa, que prendiera el bóiler. Alcancé a ver sobre la mesita de la cocina un trozo de hamburguesa, y lo agarré. Iba a zampármelo cuando recordé la advertencia que mi madre me había repetido no sé cuántas veces: “Te puedes morir si te bañas después de comer”. Aquella frase no sólo había quedado en mi recuerdo, sino que llegó a hacerse famosa. Mi padre, que siempre fue un hombre tranquilo, a la tercera o cuarta vez que le oyó decir a mi madre la idea, dijo un día, enojado: “Eso no es cierto, por Dios. Si comes mucho y te metes

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Día del Niño

Juan José Reyes

al mar o a una alberca, a lo mejor algo te pasa. Pero no si comes unas quesadillas y luego te das un regaderazo”. Pero la muerte es la muerte, y aunque yo estaba segura de que mi padre tenía razón el eco de mi madre no me abandonaba a veces. Entonces le dije a Inés que si había probado la cena. Le ofrecí la mitad de lo que que­ daba. Devoré mi parte y cinco minutos después me estaba bañando. Seguía contenta, más ahora recordando los ojos alegres de Inés. Como a las 10 tocó a la puerta de mi cuarto mi padre. No podía ser más que él, porque lo hacía con suavidad, con el puño cerra­ do, dos golpecitos, y además porque mi madre seguiría dormida, y nunca tocaba. Ella entraba sin avisar, casi siempre revisando de un vistazo toda la habitación, sin falta dándome una orden, apurándo­ me, sobre todo cuando se le había hecho tarde. Inés nunca iba al cuarto si no sabía que ya estaba yo levantada. Esperaba a que yo apareciera en la cocina y me comiera algo a escondidas. A mi padre le sorprendió encontrarme bañada y vestida, “hasta parece que vas a una fiesta”, me dijo mientras se acercaba a be­ sarme. Comenzaba a abrazarlo y de pronto me hice para atrás, me senté en la cama y lo miré. No pude decirle nada con rapidez. “¿Qué te pasa, mija?, ¿no te sientes bien?”, me dijo, un poco nervioso. —Hoy es cumpleaños de Enrique, ¿no te acuerdas? –le dije extrañada, temerosa ya. —Ah, claro. Si cumple un día después que tú, y hoy es el Día del Niño. Se me olvidó, y como no llamó Adriana, pues… —Mi tía Adriana habló el sábado pasado, papá. Yo le contesté. Me felicitó por mi cumple y me dijo que nos veríamos hoy. Después me pidió hablar con mamá. Yo adoraba a mi tía Adriana. Me gustaba todo de ella. Desde su nombre. A mí me hubiera gustado llamarme así, Adriana, y no Érika, como se llaman casi la mitad de las del salón. Era alegre, simpática. Todo lo que contaba era de interés, según mi padre porque Adriana conocía a medio mundo y según yo por cómo lo contaba. Sonrien­ te, podía decir las cosas más terribles. Viajaba mucho. Nunca sola, siempre en grupos de trabajo. “Vete a saber cuánto hay de trabajo en esos viajes”, le dijo una mañana mi madre a mi padre. Las dos, mi madre y Adriana, fueron las mejores amigas. Y las dos se casaron con dos que eran entre ellos los mejores amigos, mi padre y Alfredo. Las dos parejas se casaron casi al mismo tiempo, con una

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diferencia de unos meses. Adriana un poco antes, y quién sabe por qué mi primo Enrique no era poquito mayor que yo, según oí decir a mi tía Ángela un día con una risita que no entendí. Mi padre y Alfredo eran economistas, trabajaron juntos un buen tiempo y juntos se “me­ tieron a la política”. Alfredo se hizo muy rico y mi padre no, y volvió a trabajar por su cuenta. Alfredo le encargaba muy seguido trabajos, hasta que dejó de hacerlo cuando se peleó con Adriana. No supe entonces por qué se pelearon, pero sí me di cuenta de que aquello fue un verdadero drama para mi madre. Apenas se en­ contraba a alguien conocido, mi madre sacaba el tema. “Y la pobrecita de Adriana… ¡Y con la secretaria!” Cuando alguien le preguntaba por Enrique, mi madre respondía siempre igual: “¡Cómo quieres que esté, el pobrecito! ¡Y con lo inteligente, lo sensible que es!” Me puso triste dejar de ver a mis tíos y mis primos juntos en su casa y en la mía, pero para mí era una fiesta cada vez que Adriana y Enrique se aparecían, sin aviso, siempre con un regalo (un disco, un libro, unos chocolates con vino que desde entonces me encantaban). “Qué raro que mamá no me dijo nada”, me dijo mi padre, aun­ que bien sabía que yo no iba a creerle. No tenía nada de raro que mi madre se hubiera quedado con el secreto de la invitación. Y no pude decírselo a mi padre, aunque, como siempre, él adivinó lo que yo estaba pensando. “De seguro no sabe si quiere ir o no”, expre­ só en voz bajita. Yo lo miraba con ojos suplicantes. Me parecía que no todo estaba perdido y que una sola palabra suya bastaría para salvar la situación. Una sola frase, por ejemplo: “Apúrate, que te­ nemos que ir al cumpleaños de Enrique”. Pero mi padre se quedó allí, sentado, en los pies de mi cama. Se distrajo unos segundos mirando unas fotos de cuando yo tenía dos años. Era entonces una niña güerita, con un fleco bonito sobre la frente y siempre andaba descalza. Me acordé de que, en el largo pasillo del departamento en que vivíamos, me clavaba astillas todo el tiempo. Mi madre se deses­peraba, hacía caras y pegaba un grito: “Trae el alcohol, que esta niña otra vez se lastimó”. Aquel silencio de mi padre se me hizo eterno. Vinieron a rom­ perlo los suaves toquidos de la mano de Inés sobre la puerta. Me di cuenta de que Inés tocaba esa madera igual que mi padre: con una fuerza dulce, suficiente para que yo oyera sin tener que dejar de hacer de repente lo que estuviera haciendo. Inés hablaba tam­


Teddy Bear y Chibig贸n II. Armando Haro M谩rquez.

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Cartel del film Metr贸polis de Fritz Lang. Archivo del CBC.

Teddy Bear y Chibig贸n I. Armando Haro M谩rquez.

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Día del Niño

bién bajito pero nunca dejé de escuchar con claridad todo lo que me decía. Un mediodía en que la vi leer con anteojos un recetario de mi abuela, sentada en el banco de metal de la cocina, se me hizo que Inés podía ser algo así como la hermana chica de mi padre. ¿Mi tía? Me mataría mi madre si conociera estas ocurrencias. Estaba segura de que la quería, y entonces comencé a ver en Inés a una hermana mayor (otra, distinta a la que “perdió” mi madre antes de que yo naciera, porque yo nací “de milagro”, tras un parto “dificilísimo”). “Está listo el desayuno”, nos dijo Inés. Había sobrado otra hamburguesa, que Inés había guardado, y me la comí. Mi padre desayunó lo de siempre, desde que tuvo aquel “preinfarto” que tanto angustió a mi madre: fruta y dos panes tos­ tados. Los dos tomamos café, para mi gusto. Me hacía pensar que ya era yo una niña mayor tomar café y no un vaso de leche con chocolate. Estábamos a la mitad del desayuno cuando vimos venir desde el fondo del pasillo a mi madre. Traía una bata floreada y se había dado dos o tres cepilladas en su pelo largo. Mi madre era bonita. Me gustaba sobre todo así, sin pinturas y con la mirada to­ davía medio perdida. Usaba siempre unas sandalias lindas, de color naranja o violeta. Se sentó sin decir palabra, lo que aumentó mi tur­ bación. Mi padre hizo un comentario acerca de algo de política que ella esquivó con un gesto que quería decir: “Todo eso es pura ton­ tería pero te escucho, si eso te sirve”. De puros nervios, me levanté y fui a la cocina. Miré a Inés, tan tranquila como siempre ella, y le pregunté si había más pastel. Inés me vio con incredulidad. Luego, de inmediato, buscó en mis ojos una seña, un signo de complicidad. ¿En qué quería que me ayudara? Por lo pronto, sonrió y con la mi­ rada señaló hacia el refrigerador: había reservado ese último trozo de pastel. Lo sacó del refri y, para mi sorpresa, le puso una velita que extrajo de su delantal. La encendió y me hizo que la apagara. “Pero, antes, pide un deseo. Se te concederá.” Pensé entonces que Inés sabía a la perfección lo que me atribula­ ba. Y casi en voz alta formulé mi deseo: “Que vaya a la fiesta de Enri­ que”. Luego Inés me dio un beso en la frente y pude salir contenta de la cocina. Yo la abracé fuerte, muy fuerte. En el comedor nada había cambiado, o, mejor dicho, seguían mis padres sin abrir el pico. Ahora cada uno leía algo. Mi madre una de esas revistas de escándalos polí­ ticos que tanto le gustaban y mi padre la sección de Deportes del pe­

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riódico. Volví a sentarme y miré de frente a mi padre. Mi mirada era un ruego. Mi padre, temeroso delante de mi madre pero más aún ante la posibilidad de yo sufriera, me miró pidiéndome clemencia. O más bien, tiempo. “Pérame unos minutitos”, casi pude oír. Comenzó entonces el dolor de cabeza de mi madre. A mí me aterraba, porque siempre aparecía antes de una pelea entre ella y mi padre o de un regaño y un castigo contra mí. Como si tuviéra­ mos la culpa. La tenían loca las estúpidas de su oficina, repetía. Yo no conocía a ninguna más que de nombre, Yolanda y Clementina. Y la verdad ninguna me caía bien. Me las imaginaba con grandes pei­ nados, a las dos muy altas, flacas y de largas piernas. Me caía mal que hicieran ver menos a mi madre, a la que tanto me parecía, y que era chaparrita y redondeada (y a la que le chocaba la palabra ‘gorda’). Pero a veces las compadecía, a las pobres, sufriendo con una jefa tan exigente, tan perfecta. Todo lo que no era en la casa, según ella lo era en aquella oficina de relaciones públicas que ahora estaba mejorando la imagen de un político amigo de mi tío Alfredo, el ex esposo de mi tía Adriana. “Si consiguen levantar a ese fulano, que es un cadáver, van a hacer un milagro”, había dicho mi padre unos días antes. Y ahora, al desayunar, a mí también me dio por ver a aquel señor muerto, en un caja, rodeado por mi madre y sus asis­ tentes, llorosas y buscando quién les pagara la cuenta. “Olvídate de todo eso, y arréglate para ir a la casa de Adriana. Es cumpleaños de Enrique” dijo como de improviso mi padre, qui­ tándole importancia a las cosas del trabajo. Lo que no sabía es que a esa fiesta irían mi tío Alfredo y el político, lo que era natural en el caso de mi tío pero muy raro en el del señor aquel. Mi padre expre­ só su sorpresa. “¿Para qué lo va a llevar Alfredo?” Mi madre empe­ zó entonces a contar una historia fastidiosa, que era una idea suya. Se le había ocurrido hacer del cumpleaños de Enrique un “evento”. A final de cuentas era el Día del Niño, y “hay que sacarle jugo”. Lo dijo así, como si cualquier cosa. Y no voy a olvidar sobre todo que dijo “evento” porque en ese momento mi padre dio un manotazo en la mesa. No muy fuerte, claro, pero todo un manotazo. De inmediato el dolor de cabeza de mi madre reapareció, según dejaron ver las manos de ella, que apretaron sus sienes. “¿Y ahora que te pasa a ti?”, preguntó mi madre, como si le hablara a Yolanda o a Clementi­ na, pensé. Y se levantó de pronto. Mi padre hizo lo mismo y comen­

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Día del Niño

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zó a seguirla por el pasillo, luego de prender un cigarro. Estaban a punto de pelearse. Seguí sentada unos minutos. Habían decidido discutir sin gritos. Me acerqué a la puerta de su cuarto y escuché a mi padre expli­ carse. No soportaba que la gente dijera “evento” cuando quería decir un “acto”. Mi madre le echó en cara entonces algo que llamó “corrección” y otra cosa con la que siempre lo lastimaba: “Tú y tus fracasos. Ya date cuenta de que no fuiste escritor”. “Un simple eco­ nomista”, eso era mi padre. Salió del cuarto vencido. Eso decía su gesto, y apenas con una sonrisa triste me miró en busca de perdón o de consuelo. En ese momento yo era incapaz de sonreír o de cualquier cosa. Me fui a mi cuarto y me tiré sobre la cama. Puse el disco que me regalaron la última vez mi tía Adriana y Enrique. Todo lo que escuché me pareció una babosada. En ese momento sonó el teléfono. Aquel ring me daba miedo o me tranquilizaba. O servía para que arreciara la bronca o servía para que amainara. Entonces me dio temor. Como si lo adivinara, Inés corrió a contestar. Habló más quedito que de costumbre y, al­ cancé a oír, “Orita te la paso”. ¿A quién tuteaba Inés? Me miró luego y con los ojos me dijo que me hablaban. Yo debo haber puesto cara de tonta pues ella casi levantó la voz para decir “Pues Enrique, ¿quién va a ser?” Según mi madre Enrique era igualito a mi tío Alfredo. Y sí se parecía, claro. Todavía muy chico, era ya alto, el más alto del salón, y era bueno para todos los pleitos, aunque no a golpes sino de pa­ labra. Le encantaba discutir, y siempre ganaba. Era el mejor de la clase en todo, en aprovechamiento y en deportes, sobre todo en el básquet y en carreras. Se burlaba de los que jugaban futbol, aun­ que cuando intervenía en algún partido siempre metía chorros de goles. Yo lo adoraba. Conmigo platicaba como con nadie más. Me decía cosas de grandes, no groseras sino inesperadas, como “Eres muy guapa, Érika”. La mayor de sus flores fue cuando me soltó un “Mira, qué inteligente”. Siguen a la fecha retumbando esas palabras adentro de mis orejas. Como yo, tenía el pelo lacio, y los dos lo usá­ bamos igual de largo, lo que enojaba a mi tío Alberto, le daba risa a Adriana y a mi padre y era motivo de burla de parte de mi madre: “Con esos pelos, ya no sé de pronto cuál es mi hija”. Mi madre no

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se daba cuenta de que mentía claramente. Yo era chaparrita y ya en la primaria me comenzaron a crecer los senos. En realidad Enrique se parecía a su madre. Para mí eso era tan cierto como que la Tierra da de vueltas alrededor del Sol. Tenía el mismo aire de que sólo las cosas que hacía eran las importantes, la misma seguridad y las mismas ganas de reírse cuando todo pa­ recía ponerse color de hormiga, como decía mi abuela Evelia. Le encantaba platicar, mucho más que jugar, o muchas veces platicaba jugando, hasta cuando decía cosas serias. Leonor, mi única amiga, decía que yo no podía ser novia de Enrique porque éramos primos. Cuando lo decía frente a él, Enrique me abrazaba y me llenaba de besos. Yo, muerta de la risa, me dejaba feliz, y lo besaba. Pero a solas ni un beso de saludo ni uno de adiós nos dábamos. Como si tuviéramos un pacto, los dos pensábamos que esas tonterías eran para los grandes, y no para nosotros, a quienes nos bastaba saber que estábamos juntos para estar bien. “¿Ya sabes lo que está haciendo tu mamá?” fue lo primero que me dijo por el teléfono. “¿Y ora qué hacemos?” respondí. Se quedó en silencio unos segundos, y agregué “¿Ya lo sabe mi tía?” Luego luego me di cuenta de que claro que mi tía Adriana estaba al tanto de todo. Ni modo de que su ex esposo no se lo hubiera dicho. Lo importante era lo que pensaba ella. ¿Haría algo? Me puse triste al pensar que lo más lógico era que estuviera de acuerdo. Cómo no iba a estarlo; si no, todo se echaría a perder, y era cosa de trabajo. “En la mañana hablaron de un periódico pa’ preguntar si aquí era la di­ rección, y la hora y mi nombre completo. También oí que mi papá dijo que van a venir un chorro de niños hijos de quién sabe quién” me contó Enrique. Me dieron ganas de decirle que se hiciera el enfermo, pero no: le hablarían al doctor y hasta le pondrían una inyección, y ya. Entonces me preguntó que a qué hora iba yo a llegar. Cuando le conté lo que pasaba en mi casa, volvió a quedarse callado. Inés seguía mirándome. Tenía los brazos formando una ele sobre su pecho grande y hermoso, y sobre la mano de arriba, la que tocaba su hombro, caía uno de sus mechones negros. Sus ojos no expresaban sorpresa y sí disgusto. “De modo que volvió a hacer de las suyas”, pensé que estaba pensando, en referencia a mi madre. Se me acercó y me acarició la cabeza con una fuerza extraña, deli­ cada pero poderosa. Me pasó una mano por encima del suéter que


Día del Niño

me acababa de regalar mi abuela Evelia, sus dedos tibios sobre mis clavículas. Me hizo una señal para que colgara. La vi entonces sin entender bien qué quería. Insistió. Le dije entonces a Ernesto que al ratito le hablaba. Enrique, cosa rara, me dijo que estaba bien y colgó. Inés y yo nos abrazamos, y ella me dijo al oído “ay, chiquita, no sabes cuánto te quiero”. Nos separamos pronto. Nada se oía en la casa. Salí de la cocina y caminé rumbo al cuarto de mis padres. Empujé tantito la puerta, que estaba entreabierta, y pude ver a mi padre asomado en su cló­ set. Buscaba su chamarra nueva, de seguro. Mi madre mientras se pintaba en el baño, y alcancé a ver que se pesaba en la pequeña báscula que acababa de comprar. Siempre lo hacía los días que iba a estrenar un vestido. Y sobre la cama había uno, sí, que yo nunca había visto. Una prenda roja, brillante. Al pie de la cama un par de zapatos de un tacón altísimo, como siempre usaba cuando no que­ ría verse tan chaparrita. Como pasaba casi siempre, ella se había dado cuenta de que yo andaba por ahí, “husmeando”, como le en­ cantaba decir en tono de regaño. Y sin voltear, viendo por el espejo, dijo “Érika, se hace tarde. Ponte tu vestido blanco”, No respondí y me fui a mi cuarto. Ahí me esperaba Inés.

Juan José Reyes

“No vas a ir a casa de Enrique” me dijo, de sopetón. “Vas a fin­ gir, vas a decir que te duele la panza de tanta hamburguesa y de tanto pastel… Pero dilo hasta el último, ya cuando estén yéndose. Así no les darás tiempo de nada”. No supe qué pensar. Y pensé sólo en Ernesto. ¿Cómo dejarlo solo? Inés sabía bien lo que me pasaba y rápidamente y con calma me dijo “Acabo de hablar con Ernesto. Le conté nuestro plan. Le dije que sin ti la fiesta no iba a tener chiste, que tu mamá no va a poder lucirse.” Aquel día Enrique me sorprendió más que nunca. Se le ocurrió pedirle a mi tía Adriana que lo trajera a verme, en cuanto llegaron mis padres a su casa y les contaron mi malestar. Mi tía, en medio de tanta gente desconocida, fastidiada por la presencia de Alfredo y de mi madre y del “menso, tu me perdonarás, mijita, de tu padre”, desapareció de pronto a bordo de su último modelo. Dejó a todos en su casa, en plena fiesta. Unas horas después, al volver, sola y tan tranquila, recibió la mirada rabiosa de mi madre, injurias de su ex esposo y una sonrisa tenue de mi padre. En la casa Inés, Enrique y yo pasamos horas felices, hasta que oímos duros claxonazos en la puerta. Enrique se ocultó en el patio. Yo me metí en la cama e Inés, sentada junto a mí, se puso a ver la tele.

Juan José Reyes. Es crítico literario. Su libro más reciente es acerca de dos filósofos mexicanos del siglo XX: El péndulo y el pozo. Ha publicado un incontable número de ensayos y textos críticos en los medios más importantes del país.

CRUCERO

Soy sólo un niño que habla como adulto

Emilio Zomzet

Soy sólo un niño y soy más débil que tú, eso es claro. Soy una cosa menor, una responsabilidad tuya. Sí quieres házmelo entender aun mejor, métemelo a palos. Soy un ente que se puede patear y apedrear, lo mismo que a un inocente perro, que a un pinche perro. Si quieres sigue haciendo lo que haces ¿qué más da?, asumirás los daños algún día. Porque yo me volveré igual que tú y tendré todo el aprendizaje para martirizarte, como tú hiciste con­ migo, guardaré el rencor que tú guardaste. La herencia que dejaste me la gastaré en golpes para ti, por ti, por tu bien. Sígueme haciendo lo que me haces y déjame matarte algún día.

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El Sena. Vlady.

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Mi habitaci贸n. Vlady.

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Los Dibujos infantiles y juveniles de Vlady Víctor Salomón

Vladimir Kibalchich Russakov, mejor conocido en el mundo artístico e intelectual como Vlady, nació en Rusia en 1920 y murió en Cuernavaca, Morelos en 2005. Hijo del afamado escritor y revolucionario Víctor Serge, Vlady recordaba que sus primeros dibujos habían sido realizados alrededor de la edad de siete años, cuando sus padres, en una casa culta, llena de libros, incunables y mapas, lo fueron crian­ do. Su madre Liuba Russakov, era secretaria personal de algunos de los más importantes dirigentes de la naciente revolución rusa. De hecho, es conocida la anécdota en la que Vlady bebé, mientras éste lo cargaba, orinó a Lenin. Su padre, un intelectual de fama internacional, amigo de las mayores inteligencias de ese momento, tanto en Rusia como en el resto de Europa, como Gide, Breton, Istrati, y un sinfín de etcéteras, también gustaba del dibujo. Vlady contaba que cuando le dijo a su padre: “papá quiero dibu­ jar”, este le dijo: “muy bien, mientras yo este escribiendo en la mesa, tu estarás dibujando a mi lado”, pero con una exigencia estricta. Vlady pensaba que probablemente otro niño hubiera abandonado en muy poco tiempo el gusto, pero que para él fue fascinante. Dibujaba todo: la casa, la mesa, a los amigos de su padre que iban de visita, a las personas que pasaban por la calle, al espejo, los edificios vecinos, etc, y que esta afición se convirtió en hábito, el cual conservó hasta el final de su vida, convirtiéndose en uno de los mejores dibujantes del siglo XX. Ante las presiones stalinistas, su padre fue encarcelado y parte de su familia castigada severamente con prisión e incluso la muerte. Aunado a otros factores, su madre perdió la razón y Vlady comenta­ ba que su mejor fuga a esos momentos de tanto dolor, era ir a refugiarse al museo del Ermitage, que se encontraba a pocas cuadras de su casa y en donde veía las pinturas de los grandes maestros y que eso le daba la fuerza necesaria para volver a su difícil cotidianeidad. Cuando Víctor Serge es deportado a Orenburgo, antesala de Siberia, Vlady lo acompañó y sufrieron hambres, fríos y enfermedades. Ac­ tualmente existe un museo dedicado a Víctor Serge y a los dibujos de Vlady rea­lizados en esta época en dicha ciudad. Después de que gracias a la intervención de importantes intelectuales de toda Europa, ambos pueden salir de Rusia, viajan por varios países, donde Vlady compartió la militancia política –se relaciona, por ejemplo, con el POUM de España– con su amor por el arte y el dibujo. En 1937 su padre le recomendó que visitara la exposición internacional donde conoce la pintura de Van Gogh que lo deslum­ bra. Tiene poco contacto con las vanguardias, aunque crea amistades con Wilfrido Lamm o con Maillol, aunque en ese momento Picasso no le impresiona. Siendo apátridas y en plena segunda guerra mundial, Víctor Serge y Vlady llegan a México en 1941, donde muere Serge en 1947 y Vlady adoptó la nacionalidad mexicana de la que siempre estuvo orgulloso. El historiador Claudio Albertani ha escrito un interesante libro titulado “Los camaradas eternos” en el que los dibujos infantiles y juveniles de Vlady son la guía para conocer ese mundo intelectual que le tocó vivir, al lado de sus padres, los primeros años de su vida. Dibujos de un niño-joven que ya demuestran la sensibilidad del futuro gran maestro. El Centro Vlady de la UACM cuenta en su acervo con algunos de estos dibujos, ya que la mayoría se perdieron durante la segunda guerra mundial, y es con ellos que ahora ilustramos estas páginas. Centro Vlady de la UACM Goya 63, col. Insurgentes-Mixcoac. 5611-7678 / 5611-7691

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De paseo con los niños

/ Jaime Zentella

De paseo con los niños Diego Rivera descubre la pintura Alfonso Reyes

Cuando Diego Rivera era pequeño, solían vestirlo con un traje negro los domingos y días de ceremonia. Un día, el niño puso la mano en una pared recién enjalbegada, y luego se plantó la mano en el pecho. La palma y los cinco dedos quedaron estampados. —¿Qué haces? —le gritó su tía.— Blanco con negro ¡cómo se pondrá! La frase, y la idea, se le quedaron al niño en la mente, y varios días estuvo canturreando para sí: —Blanco con blanco no se pondrá. Negro con negro no se pondrá. Blanco con negro ¡cómo se pondrá! Allá cuando los comienzos de la guerra europea, solía contarme Diego esta anécdota, asegurándome que ésta había sido su primera noción de pintura. —¿Y la segunda? —¿La segunda? El ver que la lavandera, para mejor blanquear la ropa, la teñía de azul, le daba añil.

Selección de textos: Jaime Zentella Ilustraciones: Vlady CULTURA URBANA / 51

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De paseo con los niños

/ Jaime Zentella

La luna

Jaime Sabines La luna se puede tomar a cucharadas o como una cápsula cada dos horas. Es buena como hipnótico y sedante y también alivia a los que se han intoxicado de filosofía. Un pedazo de luna en el bolsillo es mejor amuleto que la pata de conejo: sirve para encontrar a quien se ama, para ser rico sin que lo sepa nadie y para alejar a los médicos y las clínicas. Se puede dar de postre a los niños cuando no se han dormido, y unas gotas de luna en los ojos de los ancianos ayudan a bien morir.

Pon una hoja tierna de la luna debajo de tu almohada y mirarás lo que quieras ver. Lleva siempre un frasquito del aire de la luna para cuando te ahogues, y dale la llave de la luna a los presos y a los desencantados. Para los condenados a muerte y para los condenados a vida no hay mejor estimulante que la luna en dosis precisas y controladas.

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De paseo con los niños

/ Jaime Zentella

La esfinge Jaime Sabines

El pobre árbol se pasó toda la noche en el patio sintiendo frío y ahora amanece la lluvia, el pinche día de México acuático, envuelto en huevo, rodeado de agua por todas partes, autobuses y gentes al trabajo, las fauces de las escuelas inmisericordes tragando niños con sueño, ateridos en la hora pluvial del día que no avanza. Sólo la gata sabe: en su pequeño, inmenso mundo de la sala, recoge con la mirada a sus hijos, los aposenta entre sus patas y se hace esfinge, tibia, inmemorial, perfecta.

El gato loco Jaime Sabines

Lo he calumniado. Le ha llamado el gato loco; he dicho que necesitaba un siquiatra. Me he burlado de él torpemente. En cuanto empieza a oscurecer, mientras la gata se acomoda en los sillones de la sala, el gato bizco comienza su ronda nocturna: da doce o quince vueltas alrededor, dentro de mi cuarto, pegado a las paredes, debajo de la cama, detrás del buró, con un itinerario fijo e insistente; luego sale al patio y se pasa toda la noche, pero toda la noche, dando vueltas y vueltas, maullando quedamente, lastimeramente, a un ritmo preciso, como buscando algo, alguien, tenazmente. El paso es veloz, su actitud alerta, inquisitiva. A las siete de la mañana, más o menos, se viene a dormir. Y así todos los días. Me preguntaba si se sentía prisionero, angustiado o qué. Hoy me he dado cuenta que sólo es un oficio: él patrulla la casa contra fantasmas, malas vibraciones y extraterrestres. De aquí en adelante le llamaré el patrullero de la noche, el vigilante del amanecer. CULTURA URBANA / 53

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De paseo con los niños

/ Jaime Zentella

Fiera infancia y otros años Ricardo Garibay

—Que va a llegar mi papá, que te metas. Ésa era la maldición. En el mejor momento, justo cuando los juegos empezaban a hacerse encarnizados y apuntaban seguras dos o tres peleas, se presentaba mi hermana mayor con la estúpida embajada. Eran tardes de vacaciones, cortas y frías, noviembre, oscurecía temprano. Rojo aún y chorreando sudor me pegaba a los vidrios de la ventana. De punta a punta la avenida de los Pinos era un mar de muchachos al galope; a los cielos subían las griterías, las oía caer como aguacero feliz en todo el mundo, y jamás después fueron los cielos tan altos, tan hondos, tan puramente azules. Entre encontronazos y carreras pasaban los carritos de elotes, los carritos de tamales, los dulceros, los canastotes del pan. En el zaguán retumbaba el portazo de mi padre. —Que vayas a lavarte, que ya viene subiendo mi papá las escaleras. Cómo anhelaba a partir de aquel retumbo la calle. Si la gritería se enmarañaba, era que ya estaban peleando. Seguro se daba Sánchez Gustavo o Jorge el Teco pero, ¿contra quién?, ¿alguno de las Lomas de Becerra?, ¿alguno de los lavaderos? Gustavo era zurdo, tranquilo, letal; el Teco se reía peleando y le encantaba tragarse la sangre de su nariz en plenos cabronazos. Mi padre estaba comiendo, y todos debíamos acompañarlo. Masticaba lentamente, sus muelas sonaban con golpecitos secos, apretados. Comía mirando la tarde en el corredor, que se iba haciendo morada. Al llegar el café encendía un cigarro y hablaba de cosas del gobierno, del precio de la madera. Del precio de la madera porque invariablemente andaba metido en ahorros para comprar un par de tablones o un polín, porque invariablemente estaba haciendo en sus ratos libres un librero, una pequeña cómoda, una reja para las gallinas. Y cuando preguntaba —aquel gesto severo, aquella espesa sombra de los ojos clavándosenos uno a uno—; “y éstos ¿qué han hecho en todo el día?”, empezaban a explotar las griterías gruesas, mucho más salvajes que las enmarañadas; ean los grandes, los de doce y catorce años, peleaban. ¡Chin! Mañana me contarán. Ya era de noche. Muchos cantaban. Se oía “Doña Blanca”. Se oía el “Matarili”. Se oía “A las estatuas de marfil”, y “Qué quieres coyotito”. El día se había perdido sin remedio. —Así que nada, nada en todo el día —qué odiosa voz ronca y dura, ha de tener un charco en la garganta, un sapo, charcos de lodo. —Dejó tirados los cuadernos, el libro de la doctrina no aparece por ningún lado, se fue retobando un montón de groserías, ni para hacer un mandado siquiera. En la calle desde que te fuiste. Entró corriendo para

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De paseo con los niños

/ Jaime Zentella

plantarse en la ventana cuando vio que ya ibas a llegar —¿cómo puede mi madre ser tan cruel, ¿no está viendo que me ahogo?, uno de los grandes es Arias, porque gritaban ¡Arias, Arias!, ha de haber sido con el Gambusino, le sonaron al Gambusino. —¿Qué? —¿Mande usted? —¡Mande usted!, no ¿qué? —Que busque el libro de la doctrina y se ponga a leer. Dentro de poco será como uno de tantos vagos de allá afuera! Allá afuera no acababa la alegría, no acabó nunca; por siempre los muchachos estuvieron encendiendo los focos de las esquinas y jugaron a la ronda, por siempre seguirán estrellándose en el alféizar de la ventana, y gritarán ¡encantado, encantado!, siguen arrebatándose a patadas la pelota hecha de trapos y pedazos de hule, cantarán “Voy a luchar con Sandino allá en Nicaragua, que quieren libertad” encaramados en los montones de tierra de las zanjas del drenaje, llega temblando en la oscuridad el ángelus de San Vicente —en casa, de hinojos, luz de velas, estaremos rezando el rosario— y la avenida de los Pinos flota transparente, sus calles de tierra, su polvo, sus álamos, sus niños inmortales y descalzos, navegante avenida desde 1930 hasta la eternidad.

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De paseo con los niños

/ Jaime Zentella

[Mi padre cerraba uno de sus párpados…] Edmundo Valadés

Mi padre cerraba uno de sus párpados. Cuidadosamente, como si con los dedos lo desentornillara, se extraía el ojo oculto y lo dejaba caer en un vaso de agua. El ojo era invisible, pero allí estaba. Observaba yo el vaso, donde reposaba el ojo verídico., separado de su cuenca, y luego el párpado, tras el cual habría un angustioso vacío. Era la edad para creerlo todo, esa fuerza inmensa que después se desmorona y nos insensibiliza. A la vuelta de la casa, como prolongación de la calle, se levantaba un imprevisto cerro. Era el límite, el muro, detrás del que se verían cosas insólitas: ciudades maravillosas o mundos mágicos. En un tiempo sin ubicación, según la leyenda hogareña, bajaban de este cerro los apaches, a cometer tropelías cuya terrorífica descripción era fascinante oyéndolas en la seguridad familiar. También en la temporada de lluvias, torrentes acuáticos que inundaban el callejón, defendido por hidráulicas banquetas. Y el primer hallazgo de la sensualidad: sentir entre las junturas de los dedos de los pies el cosquilleo extrañamente acariciador del agua y la tierra arenosa. En el balcón de la casa de enfrente, la única de dos pisos, un niño se esforzaba diariamente por introducir la cabeza entre dos de los barrotes. Una vez lo logró y no pudo ya sacarla. Sus gritos desesperados atrajeron al vecindario. No olvido esa cabeza, convertida en mueca de espanto, aprisionada como en tortura china. Llegué a creer que tendrían que cortársela y me quedé esperando el desenlace. Allí debí aprender que no ocurre siempre lo que uno espera. Debo haber sido callejero. Escapaba a las calles o casas vecinas, donde podía pasarme el día jugando con mis amigos. Tendría yo tendencia a la libertad. Mi madre me ataba a veces a su máquina de coser. Ella es una desvaída imagen, una fugacidad inconcreta, una ternura incumplida. ¿Qué me queda además de la visión irreal de su traje blanco, bordado? Puro desarraigo de mi primera infancia. Me ha dolido de siempre. […] La música, desde niño, me transportaba a la ensoñación. Había frases musicales que me seducían, que me traspasaban, que me herían dulcemente como si en ellas aleteara mi propio sentimiento, como si ellas fueran el idioma que tradujera lo más recóndito de mí y como si al tararearlas una y otra vez, estuvieran revelándome la cercanía de quien, sin identidad aún precisa, colmaría y calmaría mis ansias de caricias desconocidas, anunciándome que aparecería un ser delicado y bello que debería existir en algún sitio y al que yo habría de llegar inevitablemente para convertirse en amada parte de mí mismo. Y esa esperanza, que la música despertaba, casi me hacía llorar, por la ausencia de lo que ella empezaba a crear conmigo, 56 / CULTURA URBANA 58 CULTURA URBANA


De paseo con los niños

/ Jaime Zentella

entremezclándose con la intensa felicidad de barruntar su existencia, que mi sueño, mi imaginación, intuían como un hada que, cubierta de tersos velos, giraba como la misma frase musical que me envolvía con ternuras y transmutaba en palabras mis fibras íntimas, mi sensibilidad, mi ser. Otras veces, la música me hacía soñar en todas las posibilidades del heroísmo y me elevaba a la exaltación, pues yo realizaba las más portentosas hazañas —moría defendiendo a mi patria en una batalla decisiva, salvaba a una muchacha de los malos que la habían robado y corría sobre mi caballo, por enormes praderas o trepando por peligrosas montañas hasta rescatarla o moría por mi religión, soportando los más crueles martirios— y me veía crecer ante mí mismo y me llenaba de sedante admiración ante mi propio valor. La frase musical, entonces, era la que narraba esas proezas, y yo, oyéndola, cumplía otras en las que vencía todos los obstáculos más increíbles y, al fin, ya Cid, ya Aquiles, ya Rolando, ya como el “bueno” de las películas de vaqueros, conquistaba la fama y la gloria. Pero también la música,

otra música, otra frase musical inesperada me abrumaba al descarnarme una soledad que, imprevistamente, como un chispazo desalentador, me revelaban como aislado en una yerma isla desierta, un Robinson Crusoe que no podría salir nunca de esa penuria. Y mi sorprendida alma infantil, al contacto de la música, se ensanchaba o comprimía con los primeros goces del presentimiento del amor o con las primeras lágrimas auténticas de una supersensibilidad sin respuesta, de un carácter soñador al entrar en conflicto inmediato y fatal con una realidad en la que, la frase musical, no podía ser ni compartida ni comprendida. En esos ambientes dogmáticos en los que impera la intolerancia en sus expresiones más cerradas, el amor rara vez halla la ternura o la expansión y el amor o lo que así se cree, es como un deber sujeto a normas rígidas. No tiene palabras, ni CULTURA URBANA / 57

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De paseo con los niños

/ Jaime Zentella

signos, ni caricias. No es lo que se cultiva solo amorosamente. Tiene la voz dura que humilla o golpea. Prefiere apelar a la perdición del infierno que a la salvación del cielo. En guardia contra los demonios, se olvida de los ángeles. Y acaba por convertir a los ángeles en demonios: a un niño puro, en un “mosquita muerta”. Carecía de amor, pero lo inventaba, lo esperaba, iba en su búsqueda. En casa de unos primos jugábamos a un género curioso del escondite. Uno de nosotros esperaba afuera de un cuarto oscuro, en el que se entraba a descubrir a uno de los escondidos, en tanto llovían sobre la cabeza violentos almohadazos. Si la atrapada era una muchacha, ella —pues había “perdido” en el juego— tenía que “pagar” con un beso. Yo ansiaba mi turno de buscar —y para ello me dejaba sorprender fácilmente— porque entonces, al entrar con el corazón latiéndome bruscamente, no me equivocaba en localizar a la Mila. Ella era una muchacha mayor que yo, con un efluvio femenino que para mí era como la floración de mis sueños enteros. Veía en su rostro la imagen del amor, del amor que puede ser capaz de concebir un niño sensible de diez años. Me maravillaba de presentir o reconocer en ese rostro la identidad del hada sin rostro de mis sueños y me deslumbraban los hermosos y alegres ojos, de brillos y miradas en los que adivinaba el reflejo cálido de un mundo de ternuras. Recibir la melodía acariciadora de su risa y asociar el calor de su voz a la frase musical era extasiarme ante la seducción que emanaba de toda ella, una gracia luminosa que “pagarme” el beso, me producía una felicidad que me dejaba enervado largo tiempo, una emoción bienhechora, increíble, embriagadora, aunque no me explicara y me doliera —¡tan a lo vivo!— que ella, al tocarle buscar a alguien, coincidiera siempre en encontrar a otro de los muchachos, adolescente como ella y no al niño de diez años que la amaba de pronto con una intensidad casi de hombre, ansioso de repetir ese beso de delicia infinita. […] Empecé a escribir desde muy niño. En algunas páginas de una revista que publicaba Ricardo de Alcázar, Florisel, están recogidos algunos trozos de esos escritos a los que se les reconocía valor descriptivo y en los que el niño de doce años que los escribió, empezaba a narrar historias de desgracias e infortunios, siempre al fin resueltas con desenlaces felices y que estimulaban insaciables lecturas de folletines y novelas de la editorial Sopena —con llamativas carátulas a colores— después de que había dejado atrás los cuentos de Calleja, los de Pinocho y Chapete y la versión expurgada de Las mil y una noches. Sólo en mi padre encontré comprensión y aliento hacia esos balbuceos literarios y quien me hizo feliz con el inolvidable regalo de las Lecturas clásicas infantiles que editó Vasconcelos y quizá la más hermosa obra que hasta hoy se ha hecho para los niños mexicanos. Entre otros libros que cayó también en mi ya despierta avidez de lector, La Iliada, en la serie de clásicos editados también por el propio Vasconcelos, y que me fascinó y que leí y releí compartiendo con Aquiles —la figura que más admiré de niño— el dolor de la muerte de Patroclo. Había crecido e ingresé en la Secundaria 7, entonces en el ex Covento de San Pedro y San Pablo. Allí encontré, por primera vez, a un grupo de amigos —que fueron los más cercanos de mi juventud— interesados en la literaura y, varios de ellos, como yo, con ambiciones de llegar a ser escritores… 58 / CULTURA URBANA 60 CULTURA URBANA


De paseo con los niños

/ Jaime Zentella

Impresión de infancia. Agosto 2, 1886 Guillermo Prieto

Me complace recordarme niño, ostentando ligereza salvaje en la pelota, en la lucha en volar, en correr sobre el acueducto que atraviesa el molino en equilibrio peligroso, como plagiando los encantos del vuelo, en precipitarme de los almeares de zacate o montones de trigo despeñado con los otros muchachos, saliendo de esas expediciones casi etéreas cuando, no mal parado y contuso, con el mameluco hecho jirones, un zapato extraviado y la cachucha sin revés ni derecho, convenida en un harapo anónimo. Entre estas escenas, y desenvolviendo el lienzo, recuerdo los fervorosos rezos de la capilla; a mi hermoso padre arrodillado ante el altar entre los peones del campo; al sacerdote “conjurando la nube de granizo”, al reverberar de los relámpagos, al retumbar el trueno en medio de nuestro asombro y postraciones. Después vienen otras escenas pastoriles, los campos sedientos, el occidente orlado de nubes rojas, como cortinajes colgando sobre las lomas y el poético santuario de los Remedios blanqueando en las alturas del noroeste. A las orillas de las milpas y trigales caminaba la procesión, con los niños vestidos de blanco llevando en andas a la Virgen; las frescas muchachas vestían de pastoras y regaban flores; las mujeres, los ancianos, los peones con sus velas en las manos o CULTURA URBANA / 59

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De paseo con los niños La moda José Vasconcelos

/ Jaime Zentella

tiestos con incienso; al fin los dependientes de la casa llevando el palio y el sacerdote revestido con su sobrepelliz y su capa reverberando de blanco y oro, cantando la letanía y respondiendo el coro de voces conmovidas… Los herraderos y coleaderos; las comidas de barbacoa debajo de los árboles del Bosque de Chapultepec; las mil diversiones con pretextos de compadrazgos, posadas, rifas de santos, etcétera, no son para pormenorizarlas, porque llenaría tomos enteros. […]

¡Era mi madre tan buena!, era mi padre tan fino, tan sinceramente amigo de los pobres que le adoraban, y el nombre del amo era un nombre mágico que producía el contento, ahuyentaba las penas y que corría como perfume en aura mansa, produciendo bienestar y placer. Mi hermano, mis primos y competente número de criados, partíamos mañana a mañana a caballo del molino a México, a la escuela famosa de mi venerable maestro el señor don Manuel Calderón y Samohano, calle 2ª del Puente de la Aduana número 14. Éramos “medio pupilos”, y regresábamos en la tarde. Aquellas expediciones diarias nos hicieron jinetes consumados, saltábamos zanjas, dábamos cola a los caballos, formábamos circo en medio de las calzadas, lazábamos y corríamos atropellando transeúntes, desesperando a los criados y llevando a menudo sendos costalazos. Y fui sobresaliente jinete, y tengo en mi cuerpo cicatrices que recuerdan mis travesuras. La escuela de Calderón, 2ª del Puente de Aduanas número 14, sólo tenía por rival la de Chousal, eran las escuelas de la gente decente, los almácigos de los niños finos. Otro maestro, don Rafael Pérez, era de bastante reputación. 60 / CULTURA URBANA 62 CULTURA URBANA


De paseo con los niños / Jaime Zentella La moda José Vasconcelos

Se enseñaba con dedicación a leer y escribir, las cuatro reglas de cuentas y un poco más, y doctrina cristiana con toda perfección. Por convención particular, a algunos niños se les enseñaba dibujo por el maestro Zerralde. Pero en las escuelas mencionadas no se daba “a componer el aro” la Nochebuena para que lo volviesen lleno de monedas, ni había divisiones de Roma y Cartago para que los muchachos se discriminasen, ni castigos como el cepo y la corma, que eran verdaderos tormentos. No faltaba, por desgracia, la palmeta; figuraba la disciplina, y el encierro era el castigo más común. Por supuesto, que estaba totalmente abolido el día dedicado exclusivamente a azotar, como eran los martes en otras escuelas. La escuela estaba dividida en dos grandes secciones, o sean la sala de lectura y el salón de escritura y explicaciones. […] A las once en punto de la mañana cesaba todo trabajo y nos agolpábamos todos con verdadero placer a escuchar las explicaciones… Las explicaciones eran de moral, de urbanidad, de buenas maneras, en estilo llano pero florido y elocuente. El preceptor aprovechaba las reminiscencias de los cuentos, el atractivo de los juegos, el tiempo en que hablaba, los usos y costumbres dominantes. Sabía con finísimo tacto poner en ridículo los vicios y encaminar las almas al bien obrar.

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De paseo con los niños La moda José Vasconcelos

/ Jaime Zentella

¡Qué bonito y qué sabrosamente hablaba!, y cómo tenía palabritas que o hacen cosquillas o hacen saltar las lágrimas a los ojos, y todo sin voz hueca y sin afectación, corrido como agua clara en descenso. Era, sin saberlo yo, la gran lección oral, “hablada en niño”, penetrando sagas en el alma con el encanto de la leyenda, con la magia del cuento de hadas. Terminada la explicación, alegres, juguetones y felices nos lanzábamos a los corredores, y allí, el piso y el gigantón, la Maruca y la tuta, la pelota, los huesos del chabacano, el trompo y el diablo y la monja. Antes de las cinco de la tarde la invasión de nuestras cabalgaduras en el patio de la escuela anunciaba nuestra salida. […] Al despertar nos esperaba, si no es que iba a sorprendernos en la cama el suculento chocolate, en agua o en leche, sin que pudieran darse por excluidos los atoles, como el champurrado, el antón parado, el chile atole, ni el simple atole blanco acompañado de la panocha amelcochada o el acitrón. Almorzábase a las diez asado de carnero o de pollo, rabo de mestiza, manchamanteles, calabacitas, adobo o estofado, o uno de los muchos moles o de las muchas tortas del repertorio de la cocinera, y frijoles. Veces había que aparecía en la mesa una circular o empedernida tortilla de huevos; eran como de lance los huevos estrellados o revueltos, y los tibios solían recomendarse a los enfermos o a los caminantes. […] Las galas de hoy de gimnasio y maroma, de lujo y coquetería, eran desconocidas. El ideal de un niño consistía en que se estuviese quietecito horas enteras, en saber un buen trozo de catecismo, de memoria, en oficiar el rosario en las horas tremendas, comer con tenedor y cuchillo, dar las gracias a tiempo, besar la mano a los padres y decir que quería ser emperador, santo sacerdote, o, cuando muy menos, mártir del Japón. En cuanto a la niña, le era permitido dar sus ojitos y sus piernitas a los amigos, hacer comida con sus muñecas, ir a la iglesia con los ojos bajos, comer poco… rezar mucho y no querer jugar al merolico con sus primos, sino ser monja. Retozos, maldades, robillos, malicias, etcétera, tenían el poderoso atractivo de lo ilegítimo, y por la misma espontaneidad hacían progresos, cuidando, por supuesto, del tinte de falsedad e hipocresía indispensables para el bienestar de la familia.

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De paseo con los niños / Jaime Zentella La moda José Vasconcelos

Niña

Octavio Paz A Laura Elena Nombras el árbol, niña. Y el árbol crece, lento, alto deslumbramiento, hasta volvernos verde la mirada. Nombras el cielo, niña. Y las nubes pelean con el viento y el espacio se vuelve un transparente campo de batalla. Nombras el agua, niña. Y el agua brota, no sé dónde, brilla en las hojas, habla entre las piedras y en húmedos vapores nos convierte.

No dice nada, niña. Y la ola amarilla, la marea de sol, en su cresta nos alza, en los cuatro horizontes nos dispersa y nos devuelve, intactos, en el centro del día, a ser nosotros. ---

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De paseo con los niños La moda José Vasconcelos

/ Jaime Zentella

Pasado en claro (Fragmento) Octavio Paz Mis palabras, al hablar de la casa, se agrietan. Cuartos y cuartos, habitados sólo por fantasmas, sólo por el rencor de los mayores habitados. Familias, criaderos de alacranes: como a los perros dan con la pitanza vidrio molido, nos alimentan con sus odios y la ambición dudosa de ser alguien. También me dieron pan, me dieron tiempo, claros en los recodos de los días, remansos para estar solo conmigo. Niño entre adultos taciturnos y sus terribles niñerías, niño por los pasillos de altas puertas, habitaciones con retratos, crepusculares cofradías de los ausentes, niño sobreviviente de los espejos sin memoria y su pueblo de viento: el tiempo y sus encarnaciones resuelto en simulacros de reflejos. En mi casa los muertos eran más que los vivos. Mi madre, niña de mil años, madre del mundo, huérfana de mí, abnegada, feroz, obtusa, providente, jilguera, perra, hormiga, jabalina, carta de amor con faltas de lenguaje, mi madre: pan que yo cortaba con su propio cuchillo cada día. Los fresnos me enseñaron, bajo la lluvia, la paciencia, a cantar cara al viento vehemente.

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De paseo con los niños / Jaime Zentella La moda José Vasconcelos

Virgen somnilocua, una tía me enseñó a ver con los ojos cerrados, ver hacia dentro y a través del muro. Mi abuelo a sonreír en la caída y a repetir en los desastres: al hecho, pecho. (Esto que digo es tierra sobre tu nombre derramada: blanda te sea.) Del vómito a la sed, atado al potro del alcohol, mi padre iba y venía entre las llamas. Por los durmientes y los rieles de una estación de moscas y de polvo una tarde juntamos sus pedazos. Yo nunca puede hablar con él. Lo encuentro ahora en sueños, esa borrosa patria de los muertos. Hablamos siempre de otras cosas. Mientras la casa se desmoronaba

Jaime Zentella. Ensayista y poeta tabasqueño. Ha publicado sus trabajos en diversas revistas y publicaciones del interior de la república. Autor del libro de ensayos Licencias Fatuas y del poemario Claridad oscura.

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Boceto surrealista. JozĂŠ Daniel.

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GALERÍA DE AUTOR

Daniel Alva

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Daniel Alva Emilio Zomzet

Nace en 1983 en el D.F., realizó estudios en la Escuela Nacional de Artes Plásticas y estudios de pintura en Melbourne. En México expuso 12 puertas en el Ex Convento de Corpus Cristi. Tres eventos lo marcan para aferrarse al arte: un cartel de Obey, bajo un puente en Los Ángeles, cuando tenía 12 años (esto lo lleva a hacer su primer esténcil); una exposición retros­ pectiva de Robert Rauschenberg que lo hace revalorar todo objeto que se le atraviesa, y vagar diariamente por los asombrosos callejones del downtown de Melbourne, donde el graffiti aus­ traliano ejerce su influencia. Es, pues, evidente su obsesión por la cultura hip-hop. En las siguientes páginas verán una muestra de 19 obras escogidas de un conjunto de trabajos que Daniel Alva ha ido realizando con una absoluta libertad creativa, haciendo uso de los recursos y materiales de su tiempo para crear una gráfica llena de ironía, en la que la imaginación, el uso lúdico del color y la diversidad de temas, logra aglutinar un estilo ecléc­ tico y original, complejo y simple a la vez, más nunca carente de un claro mensaje crítico. Ha trabajado el cartel, el collage, el mural, el gran formato, el medio digital, además pinta con aerosoles y acrílicos. De un alto contenido de violencia Daniel Alva hace un alto contenido de humor. Explora en los clichés, se los apropia, los transforma en novedad. Juega, además, con el retrato de sí mismo, de los objetos propios de la sexualidad, de la mercadotecnia, de la política, de la sociedad; juega sin temor alguno. El objetivo de esta galería de autor es exhibir el trabajo gráfico de jóvenes artistas, que, como Daniel Alva, cuentan con una obra de volumen considerable y de probada calidad. Pero además mostrar el trabajo de autores reconocidos, que, en distintos tiempos, han conforma­ do la escuela de los nuevos creadores.

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Downtown Series / Johannesburgo, 2009 CULTURA URBANA 71


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Lucky 13, 2009


$ 20kg, 2009

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La Muerte Bonita, 2009


A Pain That I’m Used To, 2009

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La parvada, 2009


Chuy rifa, 2009

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Lagunilla my hood, 2009


Maleno es melancolĂ­a, 2007

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Estela, 2009


Adi贸s my love, 2009

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Ricky & Rodri, 2008


Hey tu, 2009

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Mimo y ella, 2009


Kind regards, 2009

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Verg端enza la violencia, 2009


Rey Flesh XIV, 2009

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La Revo, 2009


Color carne 1, 2008

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972. Jozé Daniel.

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Feministas de 14 años en Facebook Magali Tercero

En un barrio norteamericano en que la juventud se ve relativamente segura dentro de sus residencias vigiladas, es una práctica común el racismo y la discriminación sexual. También es conocida la ventaja que suelen extraer las mujeres estadounidenses de sus divorcios. Las jóvenes adolescentes expresan las aberraciones del sistema que las vio crecer en su muro de la red social

Tan lejos de Dios, tan cerca de Estados Unidos. Una mente de cronis­ ta activada por el incesante registro de frases y situaciones en tierra ajena, de conversaciones en torno a asuntos como los tres meses de atención siquiátrica pagados por el gobierno estadunidense a los ex combatientes de Iraq. Desde mi esquina del café de la librería Borders es imposible no escuchar la historia de un ataque de pánico sufrido ayer por un ex soldado mexicano-americano. Visto desde el nítido, so­ leado, expandido San Diego, México me está resultando absurdamen­ te inaccesible. En esta ciudad paradójica no hay cafés Internet porque todos tienen computadora. Tampoco hay autobuses suficientes por­ que todos tienen carro, y entonces debo moverme a pie, durante una hora, con mi computadora a cuestas, hasta encontrar un oasis en la sucursal de esta cadena de librerías. Todo porque, debo decirlo, ha fallado el sistema de Internet en la casa donde me alojo.

Intento decidir si comprar o no el catálogo de 2007 de Bob Dylan –algún crítico ya se prestó a tomar en serio las habilida­ des plásticas del gran crooner –, pero en mi cerebro sólo cabe la imagen del muchacho de 23 años atendido en una unidad espe­ cial para combatientes del centro psiquiátrico. Al parecer corrió aterrado por los pasillos y pidió a gritos una jarra de agua con mucho hielo. “Se contorsionaba espantosamente… vaciando la jarra sobre su cabeza”, me dijo después la enfermera, vecina de mesa, nacida en Tijuana. Prefirió no dar su nombre, pero habló sobre jóvenes locos por culpa de la guerra, sobre muchachos que comienzan a temblar y advierten al personal médico “don’t touch me, please”, pues conocen su propia violencia. “Desperté a otro ex soldado para darle su medicina y casi me golpea. Pidió una inyección de Ativán”.

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Feministas de 14 años en Facebook

Magali Tercero

¿Paranoia justificada? Tan cerca de la nada. Todo parece perfecto desde esta área resi­ dencial de clase media con su club de tres albercas y dos pistas de tenis. Pero en la escuela pública del barrio algunos estudiantes venden los pain killers de sus padres. Paracetamoles, codeínas mezcladas con analgésicos potentes, buferines y tylenoles. A tres dólares la pastilla. Aquí impera el miedo. “No abro las cortinas porque no hay bardas y tengo tres hijas, explica mi anfitriona, ha­ bitante de un barrio residencial seguro y muy vigilado. ¿Paranoia justificada como dice Frank Goldman en referencia a los guatemal­ tecos de su excelente novela La larga noche de los pollos blancos? Hace unos meses la hija mayor de esta mujer, alumna destacada en la misma escuela, escribió un “paper” o ensayo escolar sobre una obra de Shakespeare. Antes del análisis de personajes sobre dos mujeres lidiando con la cultura masculina, la muchacha de 16 años describió a su racista abuelo paterno, ella es mitad mexicana –ex­ hibiendo su convicción de “macho americano”, como define Gold­ man, reclutado hace años en las filas autoritarias de la secta de los cristianos evangélicos del born again–, de que la nieta no debe estudiar una carrera, sino concentrarse en su futuro de desperate housewife de los suburbios. A Jane, lectora insaciable, esto la ha indignado. ¿Por eso en su texto definió la cultura masculina con pa­ labras duras y exhortó a crear un mundo mejor para ambos sexos? Adolescente vehemente, está en pleito con el padre, ya divorciado de su madre, porque le impone el trato con la nueva novia, una mujer mayor y arisca, la madrastra pues, que “definitivamente no nos respeta ni a mí ni a mis hermanas”. “Si yo te disminuyo, me disminuyo a mí mismo”, sentencia San­ dra, la hermanita de 14 años, en el “muro” público de su espacio en Facebook, donde tiene decenas de amigos virtuales. “Los niños dicen ‘nsp’ (no sé porqué) tal vez porque no saben nada”. Un es­ tudiante le dice que eso no le gustó, y ella se explica: “Eso fue hace tres años. Estaba en otro momento. Es por divertirme”. En la red social, esta niña-mujer intriga a los demás con citas de Montaigne (“aquél que impone sus argumentos con ruido y órdenes demues­ tra que su razón es débil”) y de Bernard Shaw (“decir la verdad es la manera más divertida del mundo de hacer chistes”). Alguna

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conocida le pregunta, también en el muro, por qué tantas citas. “Es­ pero que la gente piense y discuta estas ideas. Las encuentro inte­ resantes y quiero compartirlas”. Otro día sube una fotografía de Michael Jackson y se declara fan de Harry Potter. Cuando su madre está presente, esta chica de genio fuerte, la mejor alumna de la escuela, exige el doble de aten­ ción que las otras dos hermanas, con la emotividad de una niña pequeña pero con la fuerza de una adolescente. Acompaño, a la madre y a las hijas, a ver la última película de Harry Potter en un cine de tercera dimensión. Un comentario que no creí que escucha­ ran, “está bien para su edad”, las hace alejarse a paso veloz. De pronto las veo, la más chica cumplió 13, al final de la avenida del centro comercial donde están los cines. Llegaron hasta allá abra­ zadas, dando brincos muy altos. Me sorprende –casi duele– com­ probar que el tema de la película no volverá a tocarse. Las noto corteses y distantes. ¡Qué pena! Venían tan entusiasmadas… Vaya edad frágil, de convalecientes diría mi madre. “Cambiar mis propias acciones no cambiará el mundo, pero es un comienzo”, cita Sandra al día siguiente en FB (¿o FBI?, muchos internautas se quejan de vigilancia y censura en esa red). En el mundo del futuro los adultos seguimos siendo unos torpes. Sectas del integrismo gringo Me es familiar la ferocidad feminista de las mujeres en Estados Uni­ dos. ¿Has oído hablar, lector, sobre las demandas de acoso sexual por una mirada o un piropo inofensivo en este país? ¿Algún “gringo” te ha contado cómo la “ex” le sacó hasta el último centavo? Las esta­ dunidenses fueron, después de las inglesas, las primeras sufragistas en la segunda mitad del siglo XIX, mientras que la mujer mexicana votó apenas a mediados del siglo XX. Vaya novedad. Pero en vivo es otra cosa. La cronista, alérgica a la intransigencia de las prime­ ras activistas que conoció en la Universidad, se pregunta por qué tal ira feminista a edad tan joven. En la fabulosa América Sandra escribe de nuevo en su muro: “Me estás pidiendo que renuncie a mi libertad, a mi amor por la vida, por una institución que falla tan frecuentemente. ¿Por qué habría de casarme contigo? Quiero decir, ¿por qué quieres casarte conmigo? Junto a un deseo de llenar un


Feministas de 14 años en Facebook

ideal que la sociedad nos ha inculcado desde los primeros tiempos, […] ¿lo que quieres es promover una agenda capitalista de consu­ mo? Esta interesante catorceañera tomó la cita de una comedia de moda, Definitely Maybe about Marriage. ¿Excesivo? Muchos alum­ nos del High School son hijos de padres separados. “Crecen solos”, me dice mi anfitriona. ¿La institución familiar está por tronar? Una amiga de Sandra comparte una desilusión con ella: “Baaah… mi corte de cabello está más corto de lo que yo quería, los flecos a los lados de mi cara se ven horribles…”. Un pedazo de vida cotidiana que tiene el buen efecto de devolver a esta lectora metiche –para eso es el FB ¿no? – a la sensación de asistir a la transformación de Sandra en adulta. También me ponía fatal que me dejaran pelona en el salón de belleza. Mientras escribo sobre estos seres jóvenes –me intrigan tanto, me evocan tanto a los adolescentes de Clarice Lispector y sus jazmi­ nes–, mientras escribo, pues, recuerdo un pasaje de Goldman sobre la nueva clase de ser humano surgido después de 30 años de represión en Guatemala: “Resueltamente callado, suspicaz, […] ruidoso en las cantinas […] con el ruido de los sofocados”. Intento definir qué nuevo ser humano tenemos en México. “El mundo cambió”, me comenta la cuarta esposa del abuelo de las niñas. Es misionera, con él, en una de las “sectas del inte­ grismo gringo”, también mencionadas por Goldman (ni modo, es el libro que me llevé al viaje, ja). Entre otros puntos convenientes de su ¿militancia?, está el hecho de que su Iglesia les consiguió un de­ partamento muy bien ubicado (junto a la iglesia). Se hace con fre­ cuencia: dar techo barato y bonito y trabajo social a los fieles. Así evangelizan con gusto. Mildred y Rolf acaban de ir a China a hacerlo. Consiguieron fondos para ello. Por supuesto, los chinos no deben saberlo. “Si te ven una Biblia vas a la cárcel”, me dice otra fan de esta ¿religión?, convencida de la salvación de las almas. En su álbum aparecen fotos donde dan clases de inglés y cultura ameri­ cana especiales de este programa foráneo de los evangélicos. “Ma­ tamos dos pájaros de un tiro, les enseñamos el idioma y les damos consuelo espiritual”, comenta alguien más, su misión está aquí en México, por el rumbo de Naucalpan, un día que me invitan para que vaya al servicio de la iglesia “aunque sólo sea por interés socioló­ gico”. Me pongo irónica. Demasiado “no verse” a sí mismos… su autoritarismo, su grosera imposición de creencias. ¿Saben que la

Magali Tercero

derecha los utiliza? No creo. Admiran a Bush hijo porque ha sabi­ do resistir las críticas por fe. Cuentan anécdotas sobre su valentía. Omiten, o descalifican, el tema de la guerra en Iraq. Pero lanzan con sentencias flamígeras, aprendidas de memoria según se ve, en con­ tra de Obama y su manejo político de la pluralidad racial y el aborto, contra las parejas que no se casan (“ni siquiera por lo civil”), de los homosexuales y sus perversiones, de las jovencitas interesadas en estudiar una carrera. Teenager secuestrada en Escondido “Aquí desaparecen las adolescentes”. Mi anfitriona no deja a sus teenagers andar solas, ni siquiera cuando van al baño en un cine. En febrero le dieron un aviso en Escondido. El hombre y la mujer le parecieron conocidos. Los vio en un noticiero. “Eran los padres. Su expresión era terrible. Con la frontera no se juega”. Sí pues... Ayer vi el cartel pegado en un poste, la foto de la muchacha nunca hallada. Desapareció igual que Mark Kilroy, el estudiante asesinado por los Narcosatánicos en el 89, una banda criminal dedicada a rea­ lizar cultos satánicos para someter a sus rivales del narco. Según me cuenta un periodista de nota roja, José Luis Durán King, el líder cubano-americano, Adolfo Constanzo de Jesús, tuvo nexos con dos asesinos seriales de los setenta: Henry Lucas y Ottis Toole, ambos miembros de la secta satánica Hand of Death (Mano de muerte), con sede en Miami, dedicada, entre otras cosas, a vender niños en las fronteras de Matamoros y Ciudad Juárez. De hecho, y aunque otra versión indica lo contrario, en apa­ riencia fue Toole quien, desde la cárcel, proporcionó la primera pista sobre sitios específicos de cultos demoníacos en Matamoros. Oooops… ahora debo oír a mi amiga Bárbara (lo que queda de la entusiasta y rebelde joven universitaria que fue), escucharla defender las acciones del ex presidente Bush en sus dos últimos periodos presidenciales. Estoy a punto de mencionarle a Lucas, el asesino serial, su entrenamiento especial en los campos para­ militares (Florida Everglades). Ya en la cárcel se hizo bautizar, lo cual pudo influir al Bush padre para suspender de última hora su ejecución, en el 79. Pero esta es otra historia… Un día la cuento con más detalle.

Magali Tercero. Cronista y editora. Autora de Frida Kahlo cyborg, Cien freeways: DF y alrededores (UACM, 2006). Está incluida en A ustedes les consta. Antología de la crónica, por Carlos Monsiváis. Obtuvo el Premio Nacional de Crónica Manuel Gutiérrez Nájera UACM 2005, así como el Premio de Excelencia 2007 de la Sociedad Interamericana de Prensa de Miami, SIP, en el ramo de la crónica. CULTURA URBANA 93


Galletas aladas 2. JozĂŠ Daniel.

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Segundo Piso

Miedos de los niños Javier Escalera

Tal vez nada peor pueda sucederle a un niño que perder el miedo pronto a todas las cosas. Los adultos se la pasan protegiéndolo, mi­mándolo, exaltando sus virtudes naturales y atribuyéndole otras meramente adivinadas o deseables. El niño va creciendo bajo un man­to pro­tector, y se piensa que, mientras más seguro esté y se sienta, más probablemente será feliz. La nuestra es una sociedad dura, colmad­a de violencia, como todos sabemos. En más de un sentido vivimos bajo una amenaza constan­ te, sorda o explícita aun, y no parecemos muy dispuestos a abandonarla o a hacer que de­sa­ parezca o que vaya menguando sus iras. Unos más, otros menos, todos nos cuidamos o sabe­ mos que deberíamos hacerlo. Con frecuenci­a que debería alarmar nos despedimos, con ape­ go al laicismo, diciéndonos “Cuídate”, recomen­ dación que ha venido a reemplazar al antiguo “Que te Dios te bendiga”. Ambas frases, en el fondo, abrigan sendas señales azarosas. Cui­ darse no es más fácil, por lo menos eso parece muy a menudo, que el improbable hecho de que nos llegue el amparo celeste. Pero a los niños los protegemos nosotro­s, personajes normalmente educados con insu­fi­ ciencia, mal preparados en casi todos los senti­ dos, endebles por naturaleza y casi por comple­ to deleznables en una comunidad encargada de brindarnos protección por medio de medidas que no dejan de ser curiosas:

–Elevando los impuestos para pagar for­ tunas a los legisladores y puedan así ordenar la creación de más cuerpos policiales y leyes más severas contra los delincuentes; –Elevando los impuestos que engordará­n las partidas que destinarán los funcionarios para que haya más policías, más patrullas y más prisiones; –Elevando los impuestos para que se tra­ ten de controlar todos los males, mientras las causas de esos males se mantienen intactas. Los niños de nuestros días, si sobrevi­ ven al hambre y en medio de condiciones don­de abundan todas las miserias, se habi­ túan con voracidad a los instrumentos y los aparatos tecnológicos. No faltan los mayores que se jactan de cuánto saben manejar las computadoras y los celulares sus pequeños maniáticos. Como ninguna otra generación, forman estos niños una monocorde comunidad de seres habituados a la violencia (aparte de su destreza en asuntos de comunicación ins­ tantánea). Los mayores se las han arreglado para construirles un triste fondo hereditario. Todo se encadena bajo un ritmo en el que prevalecen el triunfo y la devastación. Hace unos años se repetía, con asombro estéril, que en Japón ocurría el mayor núme­ ro de suicidios. El motivo: la excesiva exigen­ cia de un medio en el que a toda costa se

buscarían la perfección y la supremacía. Una com­petencia sin límite, en la que contaría más el hecho mismo de vencer a los otros que la obtención de bienes materiales (sin que ésta fuera despreciable desde luego). Si esto ocu­ rría entonces, o si pasa ahora todavía, ¿qué pensar de la sociedad japonesa? En primer término, que habrían llevado al extremo la di­ visa del capitalismo, esa gana imparable de ser reconocido y exaltado. Pero ¿no sería ése un sentimiento común en la sociedad occiden­ tal? Entiéndase aquí por ‘común’ algo que tendría valor positivo. Si no nos superamos, cada uno, ¿cómo podría progresar la sociedad? La enorme lista de libros de autoayuda se finca en este prin­ cipio: es necesaria la superación personal, es necesario competir y es necesario vencer. A los niños de hoy se les conduce por este camino. Luego de enseñarlos a no que­ marse con la estufa y los objetos calientes, a no meter mano en las conexiones electró­ nicas, a no asomarse más de la cuenta a las ventanas, a no cruzar la calle solos por nin­ gún motivo, a no cruzar palabra con desco­ nocido alguno, y a varias cosas más, se les enseña a ser triunfadores. Y en todo esto hay métodos específicos. Si una señora o un señor leyera lo que estoy diciendo me diría que exagero. Si con­ trolara su aburrimiento o su disgusto, que no

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Miedos de los niños

Javier Escalera

son excluyentes claro, agregaría que su caso es diferente. Y podría serlo, pero puede concedérse­ me que no hay padres que no piensen que la educación de sus hijos es un asunto diferen­ te. La razón es sencilla: su hijo es especial, en el mejor sentido. Y ellos, los padres, son tan inteligentes como para haber percibido (¿debería decirse ‘valorado’?) esa distin­ ción. Estos casos son de lo más previsible. Si los niños “diferentes” suelen ser insopor­ tables, sus padres justifican la existencia de los paredones. Hay casos en los que las característi­cas de los niños hacen imposible todo proyec­to

de dimensiones considerables. Son los ca­ sos en que a los padres, mesurados, no les queda más que aceptar la realidad y ape­ chugar con el hecho de que sus vástagos son nada más comunes y corrientes, es de­ cir, niños que sin ser tontos no destacan por sus luces. Todo diría que aquí el afán de conseguir seres competentes (ignoro por qué de un tiempo a esta parte irrumpió para inundar los rollos la palabra ‘competitivos’) se frustraría a las primeras de cambio. Pero resulta a la inversa.. Cuanto más normal es el niño, mayor el trauma de los padres, por lo menos de uno de los dos. La madre no encontrará más horas en la jornada diaria

para zamparle al niño clases de toda clase, de matemáticas a violín. En el fondo, numerosísimos padres tie­ nen un miedo terrible a que sus hijos vayan a salir parecidos a ellos. Las madres, en oca­ siones, no lo disimulan, y lo asumen. Si fue­ ron reventadas de los setenta o los ochenta, se ven forzadas a elegir: sus hijos, en espe­ cial sus hijas, tendrán que ser más reventa­ das (o destrampadas o liberadas, póngase el adjetivo que se quiera). Si fueron estudiantes aplicadas y de buen aprovechamiento esco­ lar, la descendencia habrá de quemarse las pestañas y emprenderá una carrera sin fin hacia un postgrado de perdida en Miami.

Brandon y las galletas aladas. Jozé Daniel.

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Miedos de los niños

Javier Escalera

Galletas aladas 3. Jozé Daniel.

En este rubro, pueden darse casos de ho­r ror. Piénsese en una madre a la que en la juventud no tan lejana le dio por hacer ver­ sos o por apreciar las películas digamos de Visconti. No será extraño que los hijos, desde la infancia, se inscriban en la nómina de mi­ litantes de candidatos a poblar los bares de la Condesa o de perdida de la Roma, ingre­ sen en una carrera de Humanidades y más pronto que tarde incurran en la creación ar­ tística. Ante esto, uno lamenta que la ense­ ñanza de las matemáticas sea tan escanda­ losamente fracasada en México. A la menor provocación, es decir a la menor dificultad de aprendizaje, pueden descubrirse vocaciones insólitas.

Si los niños fueran mejores que sus pa­ dres no habría duda: el progreso sería im­ parable. Pero quien diga que ahora se vive mejor que antes tendrá que colocar muy bien los acentos. La Historia es asunto de contrapesos, contradicciones. Antes de es­ tallar, todo parece entrar en balance, en un equilibrio frágil, siempre cercano al estallido. El poeta León Felipe escribía hacia media­ dos del siglo XX que la Historia es la misma siempre, atendiendo a esa reiterada preca­ riedad. Hoy, por ejemplo, es común pugnar por los Derechos Humanos, olvidando que lo mismo hizo el cura Morelos hace doscien­ tos años. ¿Qué se ha ganado? ¿Cuánto se ha avanzado? La esclavitud ha sido abolida

en sus versiones primitivas pero nadie un poquito sensato pensaría que de veras ha sido del todo cancelada. En fin. Todo esto, en un plano global como se dice ahora, pudo verlo Marx con toda nitidez. Donde el progreso parece indiscutible es en el campo de la ciencia y la tecnología. Se ha avanzado tanto que en ocasiones puede te­ nerse la impresión de que no falta mucho para que se dé con la fórmula de la inmortalidad. Y los niños se han trepado a este caballo. Es curioso. Tal viaje infantil no obedece, como podría pensarse, a nuevas cuestiones pedagógicas. Como bien sabemos, en Méxi­ co la educación es zona de desastre. La re­ lación entre los niños y la tecnología procede

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Miedos de los niños

Javier Escalera

en línea directa de las necesidades de lo que hasta hace poco se conocía como sociedad de consumo. Hoy el gran negocio está en la informáti­ ca. Y no dejan de conmover los padres de fami­­ lia que hacen alarde de la habilidad digital de sus chamacos frente a teclados y pantallas de todos los tamaños. “¿Verdad que ahora los niños son más inteligentes que antes?” no dejan de oír los infantes mexicanos con cierto orgullo y, es probable, alguna sospecha. ¿Qué les da a los niños su destreza tec­ nológica? No sé en qué programa de la tele vi una escena reveladora: dos pequeñas, de unos diez años cada una, estaban tumbadas en sendos sofás en una casa estadouniden­ se. Cada una tenía enfrente una laptop acti­ vada. No buscaban información ninguna, ni siquiera la de sus propios correos. Estaban chateando entre ellas. Se mandaban mensaje breves, como los que los niños, adolescen­

tes y adultos mexicanos intercambian asom­ brosamente mediante el uso de apóstrofes, de letras q y de letras k. Habían conseguido el silencio para decirse nada, en un lenguaje extraño pero seductor. Los mensajes, en especial los de las lla­ madas redes sociales (del tipo de Facebook), operan en contra de la comunicación directa y, de modo inmediato, del empleo del lenguaje en su versiones más nobles y naturales: la escrita y la hablada. La primera de ellas es puesta en sitio secundario, en favor de fotos que mues­ tran lo felices que son los habitantes de este mundo, de la infancia en adelante, y cuando es usada sin falta se la somete a considerables maltratos. La comunicación oral, por su parte, consistirá ahora, durante buenos ratos, en el registro de lo que se ha visto en la pantalla. Música, vídeo, rincones sentimentales: los niños son asaltados tramposamente por una industria de la que es imposible escapar. Si

antes se castigaba a un pequeño prohibiéndo­ le ir al parque una semana, ahora la pena se concentra en la Internet. Inclusive la televisión ha pasado a un segundo término en la carrera del progreso doméstico. De todo esto resulta que el progreso no parece ser muy útil para desasnar a una po­ blación infantil hostilizada desde varios flan­ cos: del ensalzamiento (forma del autoelogio practicada por la familia sin bastante disimulo) a la violencia que se respira en la calle y puede observarse en la computadora (en muchísi­ mos sitios, además de en los videojuegos), en la tele, en las pláticas de los mayores, en el flujo y los atorones de la vida citadina. Los niños de hoy deberían aprender a des­ confiar y a temer. Deberían ser muy cuidadosos, saber muy bien con quién se juntan y a quién creerle. Sus padres y sus profesores comenza­ rían tal vez a preocuparse cuando esto se cum­ pliera.

Javier Escalera. Ingeniero industrial, además de escritor. Ha publicado ensayo y poesía en diversas revistas del país. Es autor del libro Central de abastos.

CRUCERO

Psico Kid

Emilio Zomzet

Por si no lo sabes soy más listo que tú, está comprobado, tengo la fuerza física de un león y tengo la mente de un elefante. Mi mente no olvida, mi mente nunca se detiene. Estudio para que un día mi rencor se refine, crezca, entienda, sepa, evalúe los daños. Todo tiene sus ventajas. Gracias a ti adquirí cierta fuerza. Dicen que lo que no mata engorda, y a mi me puso en forma tu alimento. Tu bilis me hizo todo el bien que tú querías, madre mía, y ahora te devolveré el bien, como a una gallina te torceré el pescuezo.

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Surreal. Jozé Daniel.

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La espera. Armando Haro Mรกrquez.

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La primera belleza Salvador Beltrán

Los niños son como un espectáculo de la naturaleza, como el alba en el campo húme­ do, como el sol que se esconde detrás del mar, como una luna de octubre. Allí está su belleza, su radical y fugaz belleza. El cachorrito nos conmueve porque es bello, porque es inocente, porque revela, como el niño más pequeño, una parte del mundo deslum­ brante, pasajera, dolorosamente pasajera

Al llegar a la adolescencia uno tiende a desinteresarse de los niños. Resulta claro que no se les entiende, y que no sirven para mucho. Como si los únicos niños que importaran fuesen los más próximos en el recuerdo, es decir, uno mismo y los hermanos u otros allega­ dos. Pero los adolescentes no tienen mucho tiempo para recordar. Los niños tampoco, pero al menos no lo pierden fantaseando alre­ dedor de sus posibles glorias. En cambio los mayores normalmente parecen muy dispuestos a dejar enternecerse ante los pequeños. Se conmueven. En tal sen­ tido acaso podrá decirse que los niños son como un espectáculo de la naturaleza, como el alba en el campo húmedo, como el sol que se esconde detrás del mar, como una luna de octubre. Allí está su belleza, su radical y fugaz belleza. Siempre hay un misterio cautivador en la belleza que se expre­ sa en un lenguaje inarticulado, desprovisto de palabras o de mensa­ jes más o menos precisos. Bellas presencias que desde su silencio nos ponen a interpretar. A menudo resulta cómica la imagen de un adulto que acaba de descubrir la presencia de un niño. Si su reac­ ción no corresponde a una convención solamente cortés y boba, aquella persona mayor procederá a hacer una mala copia de como

cree que hablaría el pequeño. Habla entonces como tonto, con una vocecita con frecuencia grotesca, y en ocasiones ofensiva. El niño lo mira, sólo unos instantes, extrañado. A veces, también, puede son­ reírle, un momentito, con sorpresa y una generosidad insólita. Y ahí está esa belleza. El niño adormecido en brazos de su madre escucha una canción de cuna. Se mece como se meció tal vez dentro del vientre, en nido cálido. Escucha historias que de seguro no comprende, y sólo se queda con el estribillo protector. Su madre lo guarecerá siempre, alejará toda amenaza, le dará el abrigo re­ querido. ¿Es realmente bello este niño, es bella aquella niña? Nunca faltará quien diga que no o quien sencillamente pase de largo. Pero más allá de subjetividades e ignorancias, la naturaleza infantil posee una belleza apreciable necesariamente. Aquella naturaleza quiere decir aquí absoluta lejanía al mundo de la cultura. Los seres humanos se conmueven ante la inocencia y la radical armonía que ocurre entre el mundo todo y las criaturas. Después ya vendrá la sociedad, con su cultura, a alterarlo todo. Dis­ tantes ya de los brazos maternos, o de los que reemplazan a los de las madres, los niños podrán ser, más pronto que tarde, lo que

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La primera belleza

Salvador Beltrán

serán a lo largo de sus vidas. Podrán ser maliciosos o maldosos, mentirosos, o, se dan casos, bondadosos y alegres, incapaces del berrinche. Con la belleza florece la inocencia, un mundo abierto para ser llenado de sentidos que los otros adjudican. Es la inocencia del sol y la luna, del cielo y las plantas. Todos lo sabemos, o podemos sa­ berlo si revisamos nuestras reacciones delante de los cachorritos: no es lo mismo un perrito de días que un perro de tres años. Tal ob­ viedad revela algo que solemos olvidar: el cachorrito nos conmueve porque es bello, porque es inocente, porque revela, como el niño

más pequeño, una parte del mundo deslumbrante, pasajera, dolo­ rosamente pasajera. La vida enseñará que los primeros tiempos cursaron aún en aquella suerte de paraíso perdido que es el seno materno. De ahí, por ejemplo, que los niños disfruten desde el comienzo los ritmos musicales (siempre y cuando no sean agresivos, apenas es necesa­ rio decirlo). Expulsados de aquel paraíso, lloran a menudo, no dejan dormir a sus padres cansadísimos, preocupan, irritan, alteran. Han perdido su reino, y muy pronto podrán darse cuenta de que mucho hay que hacer para no salir del todo derrotados.

Salvador Beltrán. Cursa estudios de Historia y Literatura en su natal Veracruz. Publica ensayos en revistas locales.

CRUCERO

Soy el fantasma de mi abuela

Emilio Zomzet

Es fácil tener latentes los recuerdos de la infancia… siempre encontraremos a la abuela, a la que se ve como una anticuaya sostenida y nostálgica dentro del secreter. Aparece frente a nosotros como la imagen misma de la sabiduría femenina. No sé de donde salió esa idea. Yo recuerdo a una mujer más bien hosca, que detestó que le llamaran “abuelita”, como si el diminutivo le cobrara una porción a su soberbia. Mantuvo una complexión envidiable toda su vida: su cuerpo era magro, espigado y perfectamente proporcionado. Yo, que a su muerte tenía tan sólo seis años, saqué del ropero sus preciosas prendas a los 14, justo cuando mi cuerpo se espigó y floreció; todas me quedaban tan bien ajustadas que las llevé orgullosamente durante años y todavía conservo algunas. Bebía pulque –igual que yo ahora– le gustaba relacionarse profundamente con la gente del pueblo y albergaba ciertos prejuicios con la clase media, a los ricos los medía con precisión y les otorgaba su justo sitio; su clasismo era irremediable y constante, obsesivo. A mi madre la clasificó tan malamente que se hizo odiar. Mi abuela era, sin embargo, una mujer a la que admiré y de la cual aun recuerdo muchas historias –solía contar sobre su infancia, sobre todo– . Su vida había sido interesante, había conocido a personajes insospechados en sus avatares por una vida de carencias, sobre todo después de sus cuarenta. Había vividos una infancia acomodada en la que había repudiado a su propia madre, a quien recordaba fría y descarnadamente como una mujer que jamás le dio cariño, que le dio dolorosas tundas por nada. Recordaba a su padre como un hombre santo: el sexismo también era su contante. A mi madre la idolatré por su hermosura, por su cabello largo y negro y su rostro blan­ quecino y encendido y sus ojos verdes, se lo hi9ce saber de mil maneras, le di toda la veneración que puede un hijo dar, un día le dije que la amaba y me preguntó: ¿qué quieres que te compre?. Tenía –igual que la suegra a la que tanto odiaba– un sexismo inevitable y perenne, que la hacía creer que las mujeres eran serpientes y los hombres manzanas. Su clasismo era disfrazado de sentido del humor, no dejaba de recordar a las jovencitas negras, de cuerpos musculosos, que en la Habana Vieja le gritaban “Blanquita desteñía” y cada vez su rostro se llenaba de un odio pueril. A mi madre le gustaba bailar, era una mujer más cargada de sensualidad que de inteligencia. Nunca fue ninguna intelectual, yo tam­ poco. De ella heredé mi gusto por las juergas, por el alcohol y el baile. Sin embargo mi madre también tenía un apego muy fuerte por la escritura y al igual que yo pensaba que no es necesario ser un intelectual para escribir buenos libros. La diferencia más significativa entre mi abuela, mi madre y yo es el sexo, como todos ustedes saben, yo soy hombre. Yo no sé porqué se ha dado por sentado que el hombre y la mujer son diferentes, entre ellas –mi abuela y mi madre– y yo, hay nimias diferencias. Hay la diferencia que hay entre un fantasma y un ser vivo. A mi me falta esa corporeidad que a ellas les sobra, incluso ahora que están muertas. Pero por lo demás soy una réplica por duplicado de ellas: soy el resumen de dos caracteres encontrados violenta­ 102 CULTURA URBANA mente. Odio a mis dos partes, a mi fantasma duplicado. Ambas partes de mi se odian mutuamente.


Este pinche dibujo. JozĂŠ Daniel.

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La paz. Armando Haro Mรกrquez.

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Cinco poemas

María Auxiliadora Álvarez Agua sedienta ¿Cómo podría yo detenerme allí decir beber allí?

celebración flor nacida por azar en lo baldío: ¿quién celebra tu vida? ¿tu tímido olor? ¿tu color de adentro?

¿cómo podría? Si el agua quizá tenga sed y quiera también decir beber de mí

una flor dentro de otra una flor dentro de otra tiene un perfume mucho más intenso e incluso más alto que una flor grande por sola

El sonido de existir

un jardín perfecto

di tu nombre suavemente sobre el mío y repítelo cada noche antes de cada canción del sueño

debajo de

de modo que mi nombre se vaya borrando bajo el tuyo

están mutilados

la belleza mecánica del jardín

los

gri

llos

y tu voz sea el único sonido de existir

María Auxiliadora Álvarez. Realizó estudios de Maestría y Doctorado en Literatura Hispánica en la Universidad de Illinois en Urbana–Champaign y actualmente es profesora en la Miami University. Ha colaborado en distintas revistas de crítica literaria y estudios culturales, ha publicado los libros de poesía: Cuerpo, Ca(z)a, Inmóvil, Pompeya (Universidad Autónoma de Puebla), El eterno aprendiz, Resplandor, Lugar de paraje. Ha publicado dos antologías poéticas. CULTURA URBANA 105


Vámonos 1 y 2. Jozé Daniel.

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Dos poemas

Waldo Leyva

El sitio donde me detuve Si abro esta puerta, saldré al patio trasero de otra casa. Si traspaso el umbral, regresaré a una noche de 1948, y seré de nuevo el niño que se interna desnudo y asustado por la ruta sin norte de la sombra, descubriendo la caída de una estrella. Si decido salir, mi madre volverá a desmayarse cuando vea mi cuerpo quemando las oscuras parcelas del lindero. Sé que con sólo adelantar el pie, va el aire a desesperar las hojas de yagruma, caerá de rodillas otra vez mi abuelo y quedará estéril para siempre el sitio donde me detenga. La leyenda dirá que allí está el oro. Que el incendio del cuerpo al detenerme indicaba el lugar de las botijas, pero dirá también que el hueco del tesoro es la tumba del niño. Si me decido a trasponer la puerta ¿qué buscaré en esa noche perdida de la infancia? ¿El susto de mi abuelo? ¿La pequeña y falsa muerte de mi madre? ¿Los ocultos centenes? ¿La herida inevitable de la tierra o esa cinta de luz cruzando el cielo?

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Dos poemas

Waldo Leyva

A Kárel, mi hijo Todavía es un niño. Tiene la edad en que otros ya son padres, pero aún es un niño. Hay en sus ojos, en lo más hondo de sus ojos, una incurable soledad, pero es un niño, todavía es un niño. Cuando meto mis dedos en su pelo, cuando toco su rostro, se vuelve vulnerable, siente de nuevo ese hueco sin fondo de cuya memoria también me duele el pecho.

Waldo Leyva. Autor de De la ciudad y sus héroes; Desde el este de Angola, El polvo de los caminos; El rasguño en la piedra y La distancia y el tiempo, entre otros. Sus poemas han sido traducidos al inglés, alemán, francés, ruso, portugués, italiano, rumano, húngaro, serbocroata, polaco, búlgaro, árabe y otras lenguas. Actualmente dirige el Centro Iberoamericano de la Décima y el Verso Improvisado y es Presidente de la Asociación Iberoamericana de la Décima. 108 CULTURA URBANA


Duende Boy. Jozé Daniel.

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Urbanidades

Niños somos Rowena Bali Niños somos y en niños nos convertiremos. Seremos polvo, todos lo sabemos. Seremos un niño sacrificado en una frontera, seremos un cadáver colgado en una cerca, seremos una blanca pradera y una caja de madera. Seremos niños, todos lo deseamos (de una vez por todas retomar el rumor de una sola palabra, escribirla toda) Somos polvo y en pólvora nos convertiremos, seremos repatriados a la tierra de los crisantemos. Niños de ciudad, niños de humanidad, niños amarrados, niños podridos. Niños somos y en carne de cañón nos convertiremos.

Rowena Bali. Estudió Lengua y Literatura Hispánica en la UNAM y en la Universidad de Guanajuato. Es autora de seis novelas: El agente morboso, El ejército de Sodoma, La bala enamorada, Hablando de Gerzon, Tina o el misterio y Amazon party, de un libro de cuentos De vanidades y divinidades y de un poemario Voto de indecisión. 110 CULTURA URBANA


Fan Club. Jozé Daniel.

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2 personajes. Emir Guerrero.

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¡Quiero más! Eugenio Echeverría

El ser humano es dual y destructivo. El maltrato hacia el infante fue asunto de todos los días, pasó sin penalización durante largos siglos de la humanidad. Es este un ensayo que retrata la crudeza de esta realidad a lo largo de la historia. Realidad que viene a traer nuevas luces a partir del Siglo XX, tiempo en el cual al fin la justicia echó una mirada con­ cienzuda hacia la situación de los niños del mundo. Hay mucho por hacer

Desde Jean Piaget, con su clasificación en cuatro periodos que abar­ can desde el nacimiento hasta los temibles 12 años, hasta la teoría de los estados psicosexuales postulada por Sigmund Freud. La infancia ha sido nombrada, observada, clasificada y estudiada. Sin embargo ese interés no ha sido la norma histórica que ha caracterizado la relación entre el mundo adulto y el infantil. No es hasta finales del S. XVIII, principios del XIX que surgen las primeras disciplinas cuyo ob­ jeto de estudio es el infante: la pedagogía, la psicología del desarrollo, y la pediatría. Paralelamente ve la luz Émile o la educación de JeanJacques Rousseau, primera publicación específica que profundiza en las características sociales, emocionales e intelectuales del niño. En dicho texto el filósofo francés describía por primera vez al niño no como a un hombre en pequeño, sino como quien “tiene formas de ver, pensar y sentir propias, absurdas de ser sustituidas por las de los adultos”. Se le da la categoría de ser humano independiente. A pesar de que este planteamiento nos parezca de lo más razonable, es inte­ resante advertir que fue un postulado totalmente innovador y libera­ dor para la época siendo el punto de inflexión hacia la representación social que hoy tenemos de la infancia. En 1994 Lloyd DeMause publica La historia de la infancia libro compuesto por varios ensayos entre los cuales se encuentra el del

mismo autor quien aclara que “la historia de la infancia no ha tenido desde el punto de vista pedagógico una biografía propia” y añade que “la infancia es una pesadilla de la que hemos empezado a despertar hace muy poco. Cuánto más se retrocede en el pasado, más expuestos están los niños a la violencia, el maltrato y la muerte”. Con res­ pecto a lo anterior es muy interesante la relación que DeMause hace entre el vínculo paterno filial y las diferentes épocas históricas en las que enmarca su estudio. Según lo cual el psicohistoriador propone lo siguiente: Infanticidio: Antigüedad-Siglo IV; Abandono: Siglo IV al XVIII; Ambivalencia: Siglo XIV al XVII; Intrusión: Siglo XVIII; Socialización: Siglo XIX-mediados del XX; Ayuda: Se inicia a mediados del S. XX. Por la misma nomenclatura de las diferentes épocas podemos deducir los patrones que implican que van desde el asesinato inmune –no es hasta el año 394 D.C. que quitarle la vida a un niño se entiende como asesinato sin ser éste un punto firme en el asunto ya que en el S.XVII en Francia aparecen leyes que permiten el asesinato de los hijos no deseados– hasta el abandono, abuso sexual, maltrato físico y psíqui­ co, la explotación laboral y demás prácticas ultrajantes derivadas de entender y pensar al niño como objeto poseíble. No es difícil advertir que dichos tratos se siguen dando hasta la fecha y se seguirán dando mientras el ser humano sea dual y destructivo, es decir, siempre.

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¡Quiero más!

Eugenio Echeverría

Aun así es evidente que existe una evolución en la manera en la que el infante es entendido y como consecuencia tratado, moti­ vada a partir ciertos impulsos que promueven un cambio radical en la representación social de la infancia. A los sucesos mencionados que se desarrollaron a lo largo del S.XIX, se suma la creación de la escuela pública a partir de la Revolución Francesa, lo que genera el sentido universal de la escuela obligatoria, gratuita y laica. El Siglo XX es el siglo de oro de la infancia, en el que transcurren, al igual que en muchos otros aspectos sociales, cambios vertiginosos y muy positivos que encuentran su máximo exponente en la aprobación de la Declaración de los Derechos de los Niños el 20 de noviembre de 1959. El texto esta compuesto por 12 principios. El principio número 2 parece ser el más esencial y del que derivan todos los demas: “El niño gozará de una protección especial y dispondrá de oportunidades y servicios, dispensado todo ello por la ley y por otros medios, para que pueda desarrollarse física, mental, moral, espiritual y socialmente en forma saludable y normal, en condiciones de libertad y dignidad a fin de crecer no sólo física, sino también mental, moral y socialmente”. Esta declaración adoptada por los 192 estados miem­ bros de Naciones Unidas permite que este nuevo código ético se asiente en el inconsciente colectivo desde una postura política gene­ rando así estructuras legales que protegen al menor. Este hecho no erradica el abuso en cualquiera de sus expresiones pero sí lo hace moral y legalmente condenable, inequívocamente. Bienvenidos al Siglo XX. Phillpe Ariès en su estudio El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen enfatiza cómo la actitud de los adultos frente a la infancia ha cambiado en el curso de la historia, y sigue cambiando hoy en día de manera lenta y en ocasiones imperceptible para nosotros como contemporáneos: “Los sentimientos de adultos hacia niños no son “naturales” ni ahistóricos, sino muy al contrario, producto de procesos sociales, culturales, demográficos, y que mutan a lo largo del tiempo”. No es de extrañar pues que los cambios políticos, económicos, legislativos y éticos afecten a lo social y sean los ante­ cedentes que fomentan la evolución y el enriquecimiento de la rela­ ción adulto-niño. En las últimas décadas se han generando nuevas corrientes de pensamiento y acción al respecto: mayor consciencia de las necesidades del menor, atención y consideración por su emo­

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tividad, protagonismo de la afectividad, procuración de recursos para el pleno desarrollo físico, mental y espiritual del descendiente, políticas sociales de protección estatal al menor, ayudas públicas, creación de infraestructuras de ocio y consumo especializadas, so­ breprotección del menor, sobre estimulación del mismo, exceso de consideración a sus atenciones, incapacidad para imponer valores, falta de disciplina en la educación y un largo etcétera del que no po­ demos excluir la creación y el desarrollo de un estrato de mercado específico para los niños: producciones cinematográfica, televisivas, musicales, culturales, videojuegos, productos informáticos de hard­ ware y software, comestibles, ropa y accesorios, productos de lujo, etcétera. El capitalismo se ha encargado de que el infante no caiga en el olvido, como mínimo el infante consumidor potencial. Pregún­ tele a su hijo sobre Pokémon o revise sus pertenencias: Serie televi­ siva, película, varias generaciones de videojuegos, ropa, accesorios, material escolar, alimentos, bebidas, etcétera. Si como hemos podido observar, cambian las referencias del adulto con respecto al niño, es lógico que las referencias a la que acuden los niños en el transcurso de la creación de su porpia iden­ tidad también hayan mutado. De Heidi a 31 Miuntos. Del respeto, la toleran­cia y la empatía, retrato moralista e idílico de lo que se es­ pera de un niño, a lo políticamente incorrecto, el sentido del humor, cierto tono crítico e irreverente en relación al entorno y sus reglas, y cierta transgresión de valores inherente a la identidad de las nue­ vas generaciones. Heidi fue escrita en 1880 por la suiza Johanna Spyri. La novela recibe el nombre del personaje protagonista de la historia, una pequeña niña que vive en los Alpes suizos cercanos a la frontera con Austria. Es un libro lleno de inocencia, donde se resaltan los valores humanos y el amor hacia la naturaleza. De ahi sale la serie emitida en la década de los 70´s y 80´s en más de cien paises. 31 Minutos es un programa de televisión chileno de alcance internacional emitido en México por Nickelodeon y Canal 11. Dicha serie emula el formato convencional de noticiero y se estructura a partir de diferentes personajes con cacarterísticas humanas en el sentido más dual de la palabra: excéntricos, ignorantes, distraidos, ludópatas, comprometidos, leales, irrespetuosos, obsesivos, amisto­ sos, enamoradizos, workaholics y sobretodo reales. 31 Minutos es solo el ejemplo de un extenso y abrumador repertorio de libre circu­


¡Quiero más!

lación de información, imágenes, sonidos, ideas, valores construc­ tivos y destructivos. Desde videojuegos como Doom hasta películas como Buscando a Nemo, series como Shin Chan ó productos em­ blemáticos como McDonald´s y su payaso, hasta los personajes de Kellog´s. Todo ello suma un exceso de referentes que pocas veces han sido ideados con la intención de educar al menor, más bien te­ niendo en cuenta el marketing con las vistas puestas en el rating o el margen de utilidad del producto en cuestión. Ante todo tiene que ser comercial y seguimos sufriendo las consecuencias de anteponer dicho aspecto a todo lo demás. Algunas reflexiones planteadas por Rosa Liguori Guelfi en “Radiografía de la familia y la infancia: antiguos y nuevos saberes: En cuanto a la infancia: ¿Cómo viven los niños de hoy el impacto de estos nuevos saberes? ¿Qué produce en esta nueva generación del S. XXI el discurso de la ciencia en su versión de consumo: la técnica? ¿Qué relación tiene el niño –o el adolescente– con el ordenador, con la imagen virtual que le ofrece o anula su encuentro con el otro? ¿Cuál es el impacto del cine infantil –ya sea en su versión americana o japonesa– donde la combinación violencia-sexo o violencia-violencia, no responden a ningún mito, a ninguna critica social?” Con estas incógnitas bajo el brazo nace y crece un nuevo niño, un niño postmoderno por muchos considerado como un pequeño mons­ truito egoista, insaciable y malcriado. No en vano el niño de hoy tiene libre acceso a los medios de comunicación en el cual la información llega hacia él en la misma medida del adulto. Ya no existe una sepa­ ración entre el mundo adulto y el infantil, los estímulos son comunes y los filtros que caracterizaban la censura hacia el menor se han diluido. Ese largo proceso de “descubrimiento del mundo adulto” se ha visto fragmentado y vemos como se anticipa la adolescencia del mismo modo que se retrasa negligentemente la imprescindible entrada a la edad adulta. Los niños dejan de ser niños muy rápido aunque pode­ mos afirmar que solo unos pocos llegan a ser hombres o mujeres. No corren tiempos fáciles para el niño ni para sus padres que mo­ tivados por una nueva corriente de educación basada en el respeto a la identidad del menor, confunden lo dicho con el exceso de permi­ sividad para posteriormente encontrarse con ausencia de autoridad e incapacidad para influir en las muchas veces equivocadas decisiones de sus hijos que se muestran con exceso de confianza y una lógica

Eugenio Echeverría

falta de experiencia. Los niños juegan a sus anchas y quieren más, mucho más, de echo lo quieren todo! En una sociedad como la actual, marcada por los contrastes extremos y la búsqueda constante de la plenitud y la autosatisfacción, que en las últimas década ha generado de manera vertiginosa y violenta nuevos refe­rentes y patrones, que ha relegado valores como el sacrificio, la responsabilidad y el com­ promiso, es inevitable que se empiecen a advertir fracturas en algo tan definitorio como la educación activa y pasiva de nuestros niños. Sobrestimulados y sobreconsiderados por sus progenitores los niños son practicamente elevados a la cate­goría de pequeñas majestades que gozan de todo tipo de privilegios y consideraciones. A su vez sometido a la implacable exigencia de todo al aparato social, el niño vive un cortocircuito entre el potencial imaginario y el real. Teniendo en cuenta el trato infringido a los infantes a lo largo de la historia, es lógico que estemos ciertamente asentados en una actitud radicalmente opuesta a la tradicional. Nos movemos al son de un efecto péndulo basado en la culpa, a su vez respuesta política y social a años de despotismo que ha sido adoptada por el grueso de la sociedad. Hoy nadamos en la sobreprotección y en una implacable necesidad de ahogar al niño en todo cuanto pida. Después de la presión política, cultural, social, ¿quién se atreve a imponer disciplina sin ser considerado un déspota?, ¿quién se atreve a no regalarle a su hijo la Play Station 3 por la cual lleva berreano semanas y que además ya todos en la escuela la tienen a excepción de él?, ¿quién se atreve a decir “no” a su hijo? Nuestros niños ya han aprendido el arte de la manipulación y la poca conveniente receta de la satisfac­ ción inmediata. Será importante en este proceso histórico encontrar un término medio a partir del cual los padres y/o educadores puedan imponer valores y acciones a partir del cariño y que la plenitud del menor no pase por un ilusorio estado de felicidad permanente con­ secuencia de la acumulación de deseos concedidos. Procurar al niño este estado imposible le motivará todo lo contrario: frutsración, into­ lerancia, ansiedad, depresión y aislamiento, todas ellas consideradas las nuevas enfermedades emocionales de finales del siglo pasado. Resulta pues imprescindible encontrar el término medio a lo largo de las próximas décadas. Tal como muchas veces nos han dicho nues­ tros padres: “Te castigo porque te quiero” y aun así no es suficiente. La labor se presenta árdua.

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¡Quiero más!

Eugenio Echeverría

Curiosamente este cambio en la representación social de la figura del niño es paralelo, aunque inverso, a la del abuelo. Si en la década de los 40 el anciano era el miembro más respetado y honorable de la familia, actualmente se concibe, aunque sea en secreto, como el sujeto incómodo, dependiente e improductivo al que hay que atender por obli­gación moral. Éste es sin duda un giro radical en el modo de

enten­dernos, totalmente relacionado con la sociedad de consumo. Parece ser que el mismo reclamo del niño, esa frase pesada y tan presente, el famoso “¡Quiero más!” también esta presente en nues­ tra manera de vivir la vida y el ansiado futuro. Lo queremos todo, todo aquello que no tenemos, todo aquello que esta por llegar. Lo vivido, lo obtenido, lo gastado no nos sirve. ¡Queremos más!

Eugenio Echeverría. Estudió cinematografía. Es director del Centro Cultural Border. Guionista, ensayista y locutor de radio.

LA ACERA DEL FRENTE Fiera infancia y otros años Ricardo Garibay Íbamos y regresábamos a pie, José mi hermano y yo. Fuera por la Revolución, fuera por la 1º de Mayo, caminábamos bajo a lija incesante de las frondas. ¡Fruuuuuuuuuuh fruuussssh! El aire se enfriaba en las sienes, sonaba en la blusa, helaba las costillas. Corríamos. Larguísimas calles sólo alumbradas por algunos pórticos. Era un mundo de árboles y soledad. Y llegando a Tacubaya, y más aún, a Cartagena, los hervideros del pueblo, los aceitosos luceríos, la algazara entraisale de las piqueras y garnacherías. En Cartagena empezaba la noche. Muchas veces he recordado ese barrio como trasunto de grabados madrileños del XVI. Muchedumbres profusamente iluminadas y a la vez invadidas de sombras. Rumor de colmena claveteado de gritas vendedoras. Suripantas de a peso. Borrachos. Mendigos. Ladrones. Pandilleros. Gente con el mango del cuchillo arriba del ceñidor, bien visible a media barriga. Matorrales de pelos duros. Frentes ruines. Ojos rojizos. Policía montada. Mentadas de madre y canciones. Puestos de fritangas, de cacharros, de zapatos, de ropa, de vísceras sanguinolentas, de sombreros, de armas blancas, de pan, de juegos de azar, de libros pornográficos, de cajones de muerto, de café caliente, de rosarios, crucifijos y libros de oraciones, puestos de magia negra y de verduras y caldos de pollo. No cabía un alfiler. Centenares de perros ladraban, gruñían, peleaban, aullaban entre las patas de sangre. Lodazales en el arroyo, y en las aceras un blando piso de cáscaras podridas nauseabundamente dulzón. Oscuro todo y pardo y gargaroso y todo brillante, multicolor, estridente. Era un mundo estupendo, de los más peligrosos de la ciudad de entonces, con su diaria y considerable aportación de cadáveres y heridos para la morgue y los hospitales de Tacubaya. Humus. Selva cerrada. Comprábamos los cocoles y nos parábamos en alguna esquina. Sabíamos que a muy poco esperar seríamos testigos de pleito a muerte. Nunca vi después humanidad tan intensa…

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Enamorado dos veces. Emir Guerrero

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Peluche Majo. Armando Haro Mรกrquez.

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Dos cafés de la ciudad Isaí Moreno Un poeta explora en los cafés de la Ciudad de México. Saborea su sabor, su claridad, su negrura, su calidad, su frescura, su gente y su cultura. Nos ofrece en las siguientes lineas dos sorbos

Café La Habana1 Y bien... estamos finalmente ante la taza de café vacía. Vacía como las cuencas de nuestros ojos habrán de estarlo, ese día impro­ nunciable..., momento aquel en que nuestra calavera mire huellas de pensamientos extraviados, trazados sobre el azúcar espolvoreada en la superficie de la mesa. ¿En qué pensabas mientras bebías? Apuraste la última gota de la bebida humeante sin haberla saboreado, sí, y afirmabas que el buen café debe ser fuerte como la muerte, negro como el infierno, dulce como el amor... Bebimos juntos, yo contigo, enumerando las múltiples formas de la palabra metamorfosis, colocando la mirada en recovecos aún vírgenes, oyendo cómo las gotas de la clepsidra llenaban el cuenco del anhelo, o bien, eso tú y yo lo conocemos, vaciaban el recipiente cristalino cuyas paredes se exponían a una sed antigua. Nos atrevimos a ser tontos e ignorantes, telegrafiamos la inteli­ gencia hasta el fondo de la locura, y, a fin de cuentas, mordimos el durazno prohibido y también degustamos vidrio, todo mientras el café se terminaba, todo mientras no lo percibíamos, ni sabo­ reábamos la liquidez estimulante, ni nos entregábamos a ciencia cierta a nada. Ahora que el café se ha consumido y la taza vacía se expone ante nosotros (la tuya y la mía), las únicas palabras que nos quedan son para pedir la cuenta y, si resta alguna, pronunciar la despedida… (Morelos 62, esquina con Bucareli. Colonia Juárez. México, D.F.). 1. Este texto tiene cierta deuda con la obra ‘Wittgenstein y el psicoanálisis’, de John M. Heaton, leída en Café La Habana durante la espera de una persona.

Café Jekemir …entonces me hallaré camino a un paraje de vientos otoñales y marejadas color naranja. Mi barco -el buque de mi exilio- portará banderas negras, no de victoria, no de fracaso, sino las de una fra­ gata febril y extraviada, enferma de abandono. Izaré esta pañoleta roja a mi llegada, señal de que en mi país imaginario se ha perdido una batalla, y me deslizo entre las aguas hacia hondonadas de un cementerio marino y una estación de focas. Al final de mi vida iré, pues, tras cierta ventura en que mis ojos apagados vislumbren la luz de un mundo que despierta, y mi olfato reseco siga el aroma (cual sabueso envenenado) de manzanas po­ dridas que destilan vino sobre el pasto de un verano obsceno, inol­ vidable. Senil, envejecido, treparé a las colinas de lava del Vesubio y levantaré los brazos con los puños apretados. Diré: no estoy mu­ riendo. Diré: no hay silencio entre mis labios, porque he recorrido los ríos ignotos en una balsa de madera. Diré: soy un potro salvaje que se desboca hacia la nada. Mis brazos en alto sostendrán la pañoleta roja, desgastada pero roja… Verán, todos ustedes, una gota rodan­ do por el mapa de mi mejilla, pero una sonrisa se perfilará en mi boca y a punto estará de hervir mi sangre. Sangre: la cafeína de mis días. Diré, por último diré: sí, por cierto que mis ojos han envejecido, pero su brillo sabor a sal apenas se gesta entre las aguas. Los saludo desde mi tiniebla helada, mientras aún mi mano sostiene la taza y bebo, y ya ondulan al trueno los estandartes que me llaman. ¿Los observan? Desde este Café parto al otoño y no regreso. Beban conmigo, ustedes los mortales…

(Isabel La Católica 88. Colonia Centro. México, D.F.).

Isaí Moreno. Ha publicado dos novelas: Pisot (Premio Juan Rulfo a Primera Novela) y Adicción. Ha sido becario del programa Jóvenes Creadores del Conaculta y colaborador de diarios y revistas nacionales como La Jornada y Nexos. CULTURA URBANA 119


Mango. Jozé Daniel.

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El pasillo del azúcar BEF La maestra Insectú es una mutante, hacía tiempo que los personajes de esta historia tenían la sospecha. Pero la prueba contundente de aquella se les desveló en una escena increíble, producto de la imaginación voladora y zumbante de un joven creador mexicano

A Raquel, la real, que me avisó de la muerte de Lennon.

—La maestra Marilú es un mutante— dijo Raquel. —¿Un qué?— pregunté. —Mutante, un... un como monstruo. Sólo que peor. —¿Cómo sabes?— Raquel siempre decía palabras raras. Era la hora del recreo y sólo nosotros dos estábamos en el salón. La maestra nos había castigado por estar hablando a media clase. —Pues no es difícil darse cuenta. Basta ver su cara. Realmente la maestra Gorilú era espantosa. Pero, ¿mutante? —Yo preguntaba cómo lo descubriste. Raquel puso su cara de “tengo un secreto que no puedo decir­ te”, que incluía esa sonrisa, muy estirada pero sin abrir la boca, y esos ojos que parecían conocer de algo que yo no conocía ni imagi­ naba. Me chocaba cuando lo hacía. La maestra Marilú tenía lentes de mosca, la cara llena de granos (o cicatrices provocadas por ellos), nariz aplastada y el pelo chino, muy chino, como un jugador de básquet, sólo que ella era chaparrita. Claro, en relación con los adultos, porque era más alta que nosotros. Bueno, que Raquel no, que era la más grande de las niñas. Era la maestra más regañona. Cuando te portabas mal te cas­ tigaba, si no sabías lo que preguntaba te jalaba de las patillas o te daba coscorrones, y si estabas masticando chicle te lo pegaba en el pelo. Nunca sonreía. Todos le teníamos miedo. Mucho.

—¿Prometes no decir nada, Bernardo?— me preocupaba cuando decía eso. Siempre salía algo mal. —Prometo. —Ayer la vi en el súper—susurró Raquel. —¡¿A la maestra Monstrilú?! Si me la hubiera topado yo, esta­ ría muerto del susto. —Yo iba con mi mamá. —Eso cambia las cosas. Así nada puede pasarte. —Ella iba sola— continuó—, llevaba un carrito vacío. Eso fue lo primero que me hizo sospechar. —¿Por qué? —Pues porque en el súper todos llevan carritos llenos, tonto. —Nunca me había fijado. ¿Y luego? —Mamá estaba escogiendo la verdura. Como trabaja, siempre vamos al súper de noche, cuando no hay mucha gente. —Mi mamá también trabaja, pero no nos lleva de compras a Alfredo y a mí. Dice que damos mucha lata. —Y entonces... ¡Paf! Un balón golpeó la puerta del salón. Nos hizo brincar a los dos. “¡Niños!”, oímos gritar a alguna maestra allá afuera. A pesar de estar castigado, me parecía más interesante lo que estaba pasando adentro. Raquel se me quedó viendo con aquellos ojos que parecían muy chiquitos para su cara. Respiró profundo y dijo:

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El pasillo del azúcar

BEF

—Y entonces mi mamá me mandó por el azúcar. Me quedé viéndola. Pasó un segundo. Ella me miraba sin par­ padear. Pasó otro. Al tercero, le pregunté: —¿Y eso qué? Pareció sorprendida. —Ah, es que me adelanté. Lo que pasa es que había visto a la maestra meterse en ese pasillo. Y no se veía a nadie más por ahí. “Me­­ jor vamos juntas cuando acabes con los jitomates” le dije. Ella me miró con ojos de pistola. Quise insistir, pero con mi mamá no se juega. Ya lo sabía. La conocí una vez que fui a su casa. Regañó a Ra­ quel por una tontería y le gritó. Pensándolo bien, daba tanto miedo como la maestra. —Y allá voy, al pasillo del azúcar. Iba pensando en qué le iba a decir a la maestra cuando la viera. —Yo no sabría. —Esperé un momento para ver si la veía salir. Pero tardaba. Desde las verduras mi mamá no podía verme, pero la oí decir “Ra­ queeeeeel, apúuuuuurate”. Seguro que le gritó. Así era su mamá. —Y ahí me di cuenta de que no había nadie más en esa parte del súper. Sólo ella y yo. Raquel hizo una pausa y por un momento me pareció que todo se había quedado en silencio, pese a que en el patio seguía el re­ creo y todos los gritos de los niños parecían un solo zumbido de insecto gigante, y en la pared, arriba del pizarrón, el segundero del reloj hacía cric, cric, como un grillo. —Caminé hacia el pasillo. Iba despacito, despacito, tratando de tardarme lo más posible... La imaginé como una bailarina, con sus piernas largas, dando pasos lentos. —...pero no era tan lejos. Ella seguía ahí dentro. No enten­ día como podía tardarse tanto en escoger un paquete de azúcar. Mi corazón se empezó a acelerar, Pum Pum, pasé el pasillo de las galletas y los cereales, Pum Pum, el de las sopas y las latas, Pum Pum, la vieja no salía del de la sal y el azúcar, Pum Pum, dejé atrás el de los granos y el arroz, Pum Pum, y cuando llegué al del papel de baño, Pum Pum, me detuve, Pum Pum, me temblaban las piernas, Pum Pum, no podía seguir avanzando, Pum Pum, me

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iba a regresar, Pum Pum, cuando me gritó mi mamá, Pum Pum, “¡Raqueeeeel!”, Pum Pum, ya iba a meterme, Pum Pum, cuando oí un ruido, Pum Pum, era algo tragando, Pum Pum, o mejor dicho, atragántandose, Pum Pum, como cuando comen los perros, Pum Pum, más fuerte, Pum Pum, munch, munch, munch, Pum Pum, masticando desesperadamente, Pum Pum, “¡¡¡Raquel, caramba!!! Pum Pum, y sin pensarlo más me metí en el pasillo, Pum Pum , y lo que ví me dejó fría... ¡¡Riiiiing!! tronó la chicharra en el patio. Los demás niños en­ traron al salón gritando. Mi grupo había quedado empatado en el partido de fútbol con el grupo del salón de junto y las niñas dejaron a medias un juego de la casita. Todos se sentaron en su lugar. En medio del ruido, le pregunté a Raquel: —¿Qué viste, qué viste? —Era como un insect... Entró la maestra y todos callaron. Se le quedó viendo a Raquel, que se puso pálida. —A tu lugar— le dijo. Dio clase de matemáticas y pasó a Raquel al pizarrón a que hi­ ciera una raíz cuadrada. No supo. —Te quedas castigada después de clase— le dijo. A la hora de la salida quise acercarme a Raquel, pero la maes­ tra Marilú le puso unos ejercicios de quebrados en el pizarrón y me dijo que me fuera. Vi el terror en los ojos de mi amiga, pero tuve miedo y me salí. Iba caminando a la casa junto con mi hermanito; sentía pánico, pero había abandonado a Raquel. Podría estar en peligro. Decidí regresar. —Adelántate a la casa— le dije a Alfredo. —¿Adónde vas? —A... a... ¡A comprar una monografía! —Yo quiero ir. —No, no, voy solo. —Te quiero acompañar. —¡Que no, que voy solo! ¿Por qué los hermanos menores se ponen tan necios en situa­ ciones como éstas?


El pasillo del azúcar

—¿Por qué los hermanos mayores son tan pesados?— pre­ guntó y se fue. Cuando regresé, no había nadie en la escuela. Estaba silencio­ sa. Podías escuchar el vuelo de una mosca. Corrí hasta el salón. La puerta estaba cerrada, pero desde afuera se veían las siluetas de Raquel y la maestra. Iba a entrar cuando... Bzzzzzzt. Se oía suave, quedito... Bzzzzzzt. …un zumbido, como de abeja... Bzzzzzzt. …venía de adentro... Bzzzzzzt. …también se oían quejidos... Bzzzzzzt. ...era Raquel... Bzzzzzzt. ...me asomé... Bzzzzzzt. ...y vi la espalda de la maestra Marilú... Bzzzzzzt.

BEF

...con un par de alas transparentes y venosas sacudiéndose... Grité. No me quedé a ver más. Corrí tan rápido como pude. No me detuve hasta que llegué a casa. Iba llorando. El susto me dio dia­ rrea y no fui a la escuela al día siguiente, que era viernes. No pude contarle a mi mamá. Cuando regresé, el lunes, me acerqué a Raquel a la hora del recreo. —¡Tienes razón! ¡La maestra Insectú es un mutante! Me volteó a ver, confundida. Pero el brillo que siempre habían tenido sus ojos ya no estaba ahí. —¿Un qué?— preguntó. Parecía un zombie. —Un mutante, uno como monstruo, pero peor. Tú me dijiste. Del día que te la encontraste en el súper. —Yo nunca dije eso— y se dio media vuelta y se fue, caminan­ do como sonámbula. Me quedé aturdido, en medio del patio del colegio. No sabía qué pensar. Entonces sentí una mirada en la espalda. Volteé y vi a la maestra Marilú. En su cara, noté algo que jamás le había visto hacer: Sonreía.

Martes (Japi Cone). Jozé Daniel. Bernardo Fernández, BEF. Comiquero y escritor. Ha colaborado en Día Siete, Nexos, SUB, Chilango y Complot. Ha publicado dos libros infantiles: Error de programación y Cuento de hadas para conejos; dos compilaciones de cuentos de ciencia ficción: ¡¡Bzzzzzzt!! Ciudad Interfase y El llanto de los niños muertos; y las novelas: Tiempo de alacranes, Gel azul, Ladrón de sueños y Ojos de lagarto, entre otros. En 2008 la editorial parisina Moisson Rouge publicó la traducción al francés de Tiempo de alacranes. CULTURA URBANA 123


El perro Dolores y el Sonso de Esteban. JozĂŠ Daniel

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Darle de vivir a la muerte con la lengua –¿o no será mejor?– De lingua omnia de morte Rei Berroa Es sólo huesos la muerte. Es todo carne la lengua. Destemplada babel que llaman la sinhueso es ese diacrónico recurso que nos lleva a las ideas: la lengua. Inflexible organización que llaman esqueleto es esa instancia sincrónica que nos saca del mundo de la idea: la muerte. Toda ella es un silencio arrebatado que sabe, sin embargo, con diáfana certeza lo que hace o que deshace sigilosa: la muerte. Toda ella es un ovillo de palabras que no tiene extrañamente idea exacta de gramática, retórica u orácula: la lengua. Bajo el cielo raso de la tierra baila día y noche como loca la muerte, invencible idea que habitamos sin apenas darnos cuenta de su infinita ubicuidad ilimitada. Bajo el cielo raso de la boca se agita día y noche como loca la lengua, poderoso músculo que usamos sin apenas darnos cuenta

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Darle de vivir a la muerte con la lengua –¿o no será mejor?– De lingua omnia de morte

Rei Berroa

de sus bien delimitados avatares. Nadie se ofrece nunca para echarle una mano a la primera que todo lo detiene sin remedio cuando clava el hueco de sus ojos en la risa o la mirada del viviente.

Corazoncito. Jozé Daniel

Sin la ayuda necesaria del cerebro o del sentido, es sólo un meneo desechable la segunda que todo lo echa a andar en el oído del hablante que se oye o del oyente que le escucha, que lo mira y le sonríe. Pelos no tiene en la lengua la lengua. No tiene cómo desearse la muerte la muerte. En la punta de la lengua tenemos constante a la muerte que nos saca la lengua y se ríe de nosotros cada rato. En la punta de la muerte habitan las cenizas de una lengua que nos arranca de la muerte si bien no puede reírse ya de nadie. Aunque se lance contra el tiempo y lo congele cubriendo con su velo las ventanas de los ojos, destemplando los rojos hilos de la sangre, deteniendo en seco el pulso en el que íbamos audaces, pertinentes y a la lengua vaciándola de todo fundamento, jamás hay que temerle a la ira de la muerte, pues ella no es más que una ficción que nos hemos inventado

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Darle de vivir a la muerte con la lengua –¿o no será mejor?– De lingua omnia de morte

Rei Berroa

para darle un poco de sentido al vivir y sus efímeras sustancias. En cambio a la ira de la lengua sí que hay que temerle a cada instante, pues se aviene contra el hombre y lo condena dejando la campana del renombre reventada y a nosotros nos reduce a tanto desconcierto que hasta la muerte echa a correr muerta de miedo y llorando en las orillas de la pena por faltarle las palabras con las cuales advertir a los que viven del origen misterioso de la lengua y sus sentidos inmutables.

Vincent Tomasito. Jozé Daniel

Rei Berroa. Entre su numerosa obra destacan: Libro de los fragmentos y otros poemas, Los otros y Retazos para un traje de tierra. Es articulista en revistas especializadas de Europa y América. Profesor de literatura española y del Caribe en George Mason University en Virginia y asesor literario del Teatro de la Luna en Arlington, Virginia. CULTURA URBANA 127


El carrusel. Emir Guerrero

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El jardín de la infancia Leo Mendoza

El espectáculo que más amaban los niños era el de la mujer mariposa. El mago era espléndido aunque macabro y causaba terror. La mujer araña les tejía suéteres, y el circo de pulgas los hacía gozar. Y los enanos un día, simplemente, crecieron…

Había un desvencijado carruaje donde los niños jugaban a ser Ho­ palong Cassidy o el Llanero Solitario. Llegaban de las vecindades aledañas, huyendo de las casas carcomidas que habitaban, para gozar de aquel espacio. Sóstenes iba con sus hermanos y buscaba entre los árboles algunas manzanas o guayabas para burlar al hambre. A veces, en las mesas que se encontraban bajo los arcos, había leche, galletas y frutas y devoraban todo desoyendo los consejos de sus madres que eran pobres pero honradas. Las abuelas decían que era una casa embrujada habitada por monstruos y quimeras pero ni así con­ seguían desilusionar a los niños. A ellos les gustaba acompañar a la mujer sin cabeza cuando en la cocina se preparaba el té de las mañanas ya que, cuando abría la alacena, se desenrollaban metros y metros de seda multicolor que uno de sus ex novios, un areolista que se deslizaba en las alturas envuelto por telas había olvidado ahí. La niña serpiente jugaba con ellos a las escondidas y amaba con pasión a Ramiro, el más pequeño. Los dos andaban juntos por todos lados, comían del mismo plato y alguna vez con aquella len­

gua bífida con la que hablaba de la maldición de sus padres, dijo que el pequeño parecía un ratón, un tierno animalito y Sóstenes la vio saborearse en secreto y sintió que un escalofrío le recorría la espalda pero ni siquiera así abandonaron la casa. Cuando la mujer araña estaba de visita, los niños andaban muy des­pacito para no ir a pisar alguna de sus felpudas patas. Ella les re­ galaba suéteres de altos cuellos Mao y chalecos con rombos que lucían en las fiestas de la vecindad. También tejía carpetas que su madre uti­ lizaba para atrapar a los animales que merodeaban la cocina: moscas, cucarachas y hasta ratones y una que otra rata surgida del caño. Una vez apareció un hámster al que los niños adoptaron como mascota y le enseñaron a correr dentro de una rueda de metal con la esperanza de ser, alguna vez, como sus vecinos, los cirqueros. Pero el espectáculo que más amaban los niños era el de la mujer mariposa. Casi todas las mañanas, antes de ir a la escue­ la, saltaban el muro e iban hasta el centenario roble donde ella dormía arropada por una manta de seda. Aguardaban a que la luz tocara aquel capullo para que ella extendiera sus alas y los bañara con polvo de estrellas que los hacía ir a clases felices y

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El jardín de la infancia

Leo Mendoza

brillantes. Era todo un asombro ver cómo sus ojos, enormes, se abrían entre los gritos de los niños y luego, paso a pasito, cami­ naba entre los árboles y las plantas del jardín olisqueando las flores. Sóstenes amaba la forma como sostenía las dalias entre las manos para probar su aroma. Así vivía, olisqueando petunias y siemprevivas hasta que llegaba el ocaso y de nuevo se envolvía en su frazada y se colgaba plácidamente de aquel árbol que se erguía orgulloso en el cen­ tro del patio. El mago era espléndido aunque a Sóstenes le caía mal porque algo turbio creía adivinar en su mirada y porque sus trucos siem­ pre eran oscuros y misteriosos. Los animales que surgían de la chistera huían aterrados de su presencia y las cartas que utiliza­ ba en sus trucos tenían figuras que les helaban la sangre: damas decapitadas, reyes subiendo al cadalso o sotas descuartizadas. Él les dijo que todo aquello nacía de su sangre jacobina pero nadie supo a ciencia cierta de qué hablaba. Además, le gustaba enredar a los habitantes de la casa y sus bromas desnudaban la mala entraña: una vez desapareció las alas de la mariposa; en otra rasuró a la mujer barbuda y una más partió por la mitad a la niña serpiente enamorada de Ramiro. Sóstenes pensaba que, en el fondo, no era malo, aunque, como él, estaba enamorado del lepidóptero. El jardín también estaba poblado por animales maravillosos: un loro que recordaba a Maximiliano y un caimán sin dientes al que, como a un bebé, alimentaban con papillas. Un ejército de pe­ rros saltaba entre los aros; se balanceaba sobre enormes esferas y correteaban felices por el patio. Algunas veces, burlando la vigi­ lancia del entrenador, le pedían a la yegua Centella que los ayudara con sus tareas y ella, que sabía sumar, restar, multiplicar y adivi­ naba el futuro aunque nunca fue muy lista para las divisiones y la raíz cuadrada, lo hacía de buena gana. Hay quienes afirman haber visto unicornios y quimeras, tras­ gos y gnomos ocultos en el follaje y otros más juraron ver en el aire enrarecido de la ciudad pegasos, hipogrifos y dragones aunque Sóstenes contaban que aquello era un invento, que nada de lo que pasaba en aquel interminable jardín tenía con la fantástico. Todo era real y cierto para ellos.

Lo mejor de todo era el circo de pulgas amaestradas de don Ceferino. Cuando él estaba en casa los niños se arremolinaban al­ rededor de la vidriera donde los bichos, vestidos elegantemente –ya fuera de etiqueta o con trajes folclóricos-, efectuaban todo tipo de suertes: estaba el hombre fuerte que levantaba peque­ ñas pesas policromas; la niña que en una carreta iba a sacar agua del pozo y los trapecistas, los saltimbanquis y bailarines de tango. El éxtasis de los pequeños llegaba a la hora de la co­ mida, cuando el domador abría una pequeña puerta de la vitrina y colocaba su antebrazo. Los insectos se acercaban cautelosos y, luego, se prendían a su piel hasta quedar saciados. Lamen­ tablemente don Ceferino dejó de visitar a sus amigos luego que dos de sus estre­llas se fugasen en el pelo revuelto de los chiqui­ tines. Desde entonces, las pulgas que poblaban la vecindad se hicieron extraordinariamente habilidosas: saltaban de perro en perro, de cama en cama, se escabullían de las manos expertas en el arte de espulgar. Los pequeños las admiraban y celebraban sus hazañas, y sus padres no tuvieron más remedio que raparlos y rociarlos con DDT y creolina. Así era nuestro patio vecino, nuestro jardín, hasta que la des­ gracia se coló bajo la puerta, cuando, en una de las giras, el mago intentó envenenar a la mujer mariposa. La alegría se terminó para siempre tras el arresto del culpable y la aparición, en sucesivas entregas periodísticas, de su dilatada historia criminal mediante conjuros con lo que convertía a sus novias en atracciones de feria. Lo condenaron a las Islas Marías pero en la cuerda de los presos se volvió humo. Los niños crecieron y el lote baldío que se extendía como una promesa atrás de la vecindad, en el que desde la mañana hasta la noche jugaban entre zarzas y basura, un buen día amaneció ro­ deado por un bardo y hollado por todo tipo de maquinaria pesada que abría huecos en los árboles y en las arcadas, en la casa que ellos habían construido a fuerza de soñarla. Ahí donde estaba nuestro jardín levantaron un multifamiliar de concreto. Un edificio frío y gris, con interminables ventanas, en cuyos corredores, dicen, se aparecen palomas y conejos y cae una lluvia de polvo brillante de la cual nadie –ni siquiera los ingenieros de mantenimiento– ha encontrado su lugar de procedencia.

Leo Mendoza. Periodista, narrador y guionista. Autor de los libros de cuentos Relevos australianos, Mudanzas y Borges y el Che y otras historias hechizas.

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Constanza en el bosque. Emir Guerrero.

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Sin título. Emir Guerrero.

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Pedazo de alas

Kelly Aro

¿Cómo se busca una palabra entre tanto silencio? Con la mirada de un niño se pue­ den encontrar muchas cosas, si se está soñando o si se está despierto. Puede caer a un lado nuestro una suave llovizna de plumas de avestruz. Se pueden inventar sueños con pedazos de una materia volátil como el polvo

Anoche soñé que tenía alas pero no sabía volar. Desperté. Mi espalda desnuda, el vacío compensando los sueños que tenía sobre los párpados. Desde mis ojos de niño, y hasta mi parpadear de adulto, las cosas que flotaban fascinaban mi atención, la maravilla del prodigio de aquello que debiera caer más velozmente y no lo hace, la insen­ satez de una hoja de abedul que cayó del árbol y se rehúsa a tocar el suelo. Alguna vez alguien me dijo que las palabras tenían la capacidad de flotar, y desde entonces suspiro palabras al aire, intentando en­ contrar aquella que volará y se perderá entre nubes de colores de fábulas. Tal vez tenga que ser un suspiro, o un grito elevado desde el silencio de mi respiro, no lo sé. Pero esa palabra tiene que en­ contrarse en algún lugar, y me he dedicado todos los cambios de colores que han sufrido mis ojos desde entonces para encontrar esos sonidos que al ser emitidos, no caerán. Belleza de inconsciencia infantil, alas en los sueños, pesadum­ bre en el despertar.

¿Cómo se busca una palabra entre tanto silencio? ¿Y si yo fuera a convertirme en la palabra que tanto buscaba? Decidí tener alas en la espalda para poder flotar. Si no era en mi costado, ningún otro lugar aguantaría la pesadez de mi realidad, aquella que impide el despegarme del suelo siquiera milímetros sobre los sueños. No recuerdo si fue una determinación mía, o simplemente su­ cedió, pero recuerdo que en algunos espacios de mis juegos in­ fantiles, de pronto caían plumas de avestruz a mi alrededor. Nunca supe si esas eran las que tenía destinadas y con un gran esfuerzo imaginativo las tenía que reunir, guardar, armar como rompecabe­ zas y esperar a que llegara aquél que me enseñara a pegarme mi creación sobre la espalda… yo siempre me imaginé que mis alas serían de plumas inmensas de colores, o pequeñísimas blancas, casi transparentes, pero nunca de un ave que se le olvidó volar. Alguna vez me paré en la orilla de un precipicio y le grité al re­ tumbante vacío. Tal vez debía correr y aventarme a la incertidum­ bre, cual albatros que sabe que flotará a pesar de la pesadez de

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Pedazo de alas

Kelly Aro

las alas que le impiden elevarse desde el suelo. Bello albatros, im­ posibilitado con sus inmensas alas a despegarse del suelo, siem­pre un pequeño intento de suicidio cada vez que siente la necesidad de volar. Laberinto del desencadenamiento de incongruencias. ¿Qué será más pesado, saber que únicamente arriesgando mi posibilidad de divagar en el fantaseo de mi irrealidad, puedo llegar a flotar? O, ¿qué el suelo con la seguridad del arraigue a la habitua­ lidad aparente permitiría especulaciones irrealizables? Alas, únicamente quería alas, como un ángel, como un ave, como una mariposa con plumas de esmaltes polifónicos. Quería verme en el charco que unas lágrimas habían dejado abandonado y reflejar mi espalda con protuberancias de plumas; llenar el desierto de tanta piel homogénea con protuberancias que quizás se atreverían a volar. Volar, ese era el fin último. Años y siglos e instantes en un parpadeo en el que confronto mi sueño con la realidad que me imagino me subyuga a lo inteligible.

Y si la casualidad penetrara por una ranura de mi pupila ¿hacia dónde se dirigirían esas alas inexistentes? Tantos lugares que podría abandonar, tantos paisajes en los que me camuflaría sin ser nunca parte de ellos, tantas esferas bre­ ves como una palabra nunca emitida de las que podría desaparecer sin siquiera tocar con la planta de los pies. ¿Era eso lo que buscaba entre las palabras suspiradas y las palabras susurradas?¿o simple­ mente deseaba tener alas? Crearlas con el material desechado por las ilusiones y los anhe­ los, desmenuzar los gránulos de arena que caen en silencio sobre un reloj que no marca el tiempo, chuparme los labios resecos y for­ jarlas con los ojos cerrados, con las manos atadas con estambre de araña sobre los ojos, con el cuerpo inclinado hacia las rodillas. Concebirlas en un pasaje del tiempo que jamás se concretará sobre un parpado que desea ser pétalo de amapola. Y tenerlas, pintarlas sobre mi espalda, trazo a trazo, delinearlas sin pincel ni yemas de los dedos, simplemente con el deseo de su existir. Tener alas sobre la espalda. ¿Volar? No sé… la posibilidad …

Kelly Aro. Guionista y conductora de radio y televisión. Autora de un libro de cuentos y una novela. Es becaria del FONCA.

LA ACERA DEL FRENTE Confesiones de un burgués Sándor Márai Todos los edificios de la ciudad, incluso los de alquiler, parecían casas familiares. La verdadera ciudad era casi invisible, pues se había construido hacia el interior, tras la fachada de una sola planta de la mayoría de los edificios. Si el viajero se asomaba a uno de esos portales abovedados, veía cuatro o cinco casas construidas en el patio, en las que vivían los nietos y bisnietos de los dueños; cuando algún hijo se casaba, se construía una nueva ala junto a alguna vivienda ya existente. La ciudad, pues, en los patios de sus casas. Los vecinos vivían volcados hacia el interior, escondidos, cautos y recelosos, y con el tiempo cada familia consiguió levantar un pequeño barrio propio, una pequeña manzana de casas cuya única representación oficial ante el mundo era la fachada de la casa principal. No es extraño, por tanto, que el edificio en que mis padres habían alquilado un piso a principios de siglo se considerase un auténtico rascacielos y tuviese enorme fama en toda la provincia. Aunque en realidad era uno de los más tristes edificios que se estaban construyendo a centenares en la capital: la puerta de entrada a cada piso se abría a una especie de pasillo con barandilla que “colgaba” por encima del patio, había calefacción central en todas las viviendas, y las criadas tenían sus aseos propios, apartados, cerca de las escaleras de servicio, donde estaban también los lavaderos. Hasta entonces no había visto nada parecido en nuestra ciudad…

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La preponderancia de lo pequeño. Armando Haro Márquez.

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Euforia. Jozé Daniel.

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En los 50 años de la muerte de Alfonso Reyes Vitalidad y diversidad del español Nicolás Mora

En un país en que incluso a quienes tienen la misión de enseñar les resulta difícil leer un libro es muy fácil que el nombre de un escritor se esfume de la historia, es fácil, además, que la lengua se corrompa, se disminuya, se empobrezca, es fácil, por tanto, que la propia mentalidad de la sociedad se vuelva inocua. Alfonso Reyes advirtió los peligros de la corrupción del idioma para la cultura nacional, y en 1944 insiste a los maestros en cuanto a la radical importancia de su tarea respecto a la enseñanza del castellano

No sé si en otros países suceda lo mismo pero me sorprende la fa­ cilidad con que en México olvidamos a nuestros grandes escritores. No abundan los autores de calibre universal que hayan nacido en esta tierra, y a los que forman una escasa nómina los soslayamos o los ignoramos, en ocasiones simplemente los denostamos y los exal­ tamos sin leerlos o habiéndolos leído mal o sesgadamente. Ocurre lo primero con Alfonso Reyes, poeta, narrador, ensayista, maestro de la prosa aquí y allá. Se conoce la admiración que a él tuvo Jorge Luis Borges, y se sabe que, antes de Octavio Paz, su nombre rondó los salones secretos de la Academia sueca. Se cita el título de algu­ nos de sus libros, como Visión de Anáhuac o México en una nuez, pero su lectura ha quedado como cosa de especialistas, y éstos no son muchos. Aun los mismos escritores de la actualidad suelen co­ nocer antes y mejor las obras de autores de moda en el extranjero que la obra de aquel escritor nuestro nacido en Monterrey. Tampoco veo una sola razón de peso para que esto ocurra por una presunta complejidad en la escritura de Reyes. Si la gente no lo conoce no será porque no pueda entenderlo y disfrutarlo sino sen­ cillamente porque nadie se ha ocupado de llevarla hacia sus pági­

nas. El desastre de la educación nacional no sólo puede constatarse en la inepcia para las matemáticas de numerosos educandos sino también, en un plano menos dificultoso sin duda, en el abismo que separa a la población de la lectura de libros que le gustarían y le servirían. Los motivos del lamentable estado de la lectura en México son muchos, pero es seguro que entre ellos no cuenta algo que se aduce con frecuencia: el alto precio de los libros. Costarían tanto los libros que los lectores potenciales se verían impedidos de adquirir­ los. Habría que sumar a esto otro catástrofe, la de las bibliotecas públicas. Al respecto es necesario decir que los libros son en efecto caros y que las bibliotecas son pocas y funcionan mal pero que tal cosa es más bien consecuencia de la escasez de la lectura que una de sus causas. Si en el país se leyera en una cantidad mínimamente decente es probable que los libros bajaran de precio, aunque fuera tantito, y es probable que las autoridades se vieran forzadas a hacer mínimamente eficiente el sistema de las bibliotecas. ¿Por qué no se lee en México? No tanto porque falten libros sino porque faltan ganas. Con 200 pesos puedo comprarme un buen título del Fondo de Cultura Económica, o puedo adquirir en la esquina algunas bo­

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En los 50 años de la muerte de Alfonso Reyes Vitalidad y diversidad del español

tellas o latas de cerveza para ver el futbol por la tele. Millones de mexicanos hacen lo primero y unos pocos miles van a la librería. No se lee en México porque los maestros, sobre todo los maes­ tros, no están acostumbrados a leer. No les gusta hacerlo. Les cuesta un trabajo excesivo. Aprenden de memoria sus lecciones y las repiten a sus alumnos que en casi todos los casos, cuando mucho, las repiten de memoria. Su imaginación y su ánimo de aprender y de gozar es­ téticamente declinan día tras días, cuando no están muertos sin más. Ocurre con los maestros, lo que es gravísimo, y ocurre con casi todo el mundo, es decir todo el país. Escuche el lector a los políticos y se dará cuenta sin trabajo alguno de que con trabajos cursan una lectura en voz alta apenas aceptable (y muy pocos). Un político con lecturas tiene más del camino ganado en medio de un páramo poblado de analfabetas funcionales, adiestrados en revisar estados financieros pero no a comprender una novela cualquiera. La cadena, claro, se extiende pródigamente. Llega a uno de sus núcleos poderosos: el de los comunicadores. Incluyo aquí a todos, a los periodistas de la prensa escrita y a los de radio y televisión. Pasa aquí lo mismo: los que leen en voz alta con alguna fluidez pronto destacan, y devienen en una nueva suerte de intelectuales al vapor. Entonces se ponen a elogiar sin ton ni son, y llaman “mexicano universal” a un escritor de fama aun sin haber leído tres líneas de su obra. De este desastre se va directamente al desastre de la lengua. En los días que corren suele decirse que el país va hacia el desas­

Nicolás Mora

tre, si no es que ya está bien situado en su mero centro. Pues bien, uno de los signos que con mayor claridad revelan la catástrofe es la pobreza de la lectura y del conocimiento elemental del genio de la lengua. Toda la razón tenía Alfonso Reyes al advertir de los peligros de la corrupción del idioma para la cultura nacional. El texto que aparece en la siguiente página fue escrito por don Alfonso Reyes en 1943. Lo leyó el autor en la Escuela Normal Su­ perior de México para los Maestros de Escuelas Secundarias Forá­ neas, y fue publicado por primera vez en la revista Nueva Era, de Quito, Ecuador, en 1944. Es revelador su fin inmediato: insistir a los maestros en cuanto a la radical importancia de su tarea respecto a la enseñanza del castellano. Y es importante la fecha: Reyes escri­ bió estas líneas en los años de la segunda Guerra Mundial, y de ahí la importancia que da a la demolición del concepto de raza como factor determinante de dominios o hegemonías culturales. El lector hallará aquí una serie de ricas previsiones. No hay un solo pueblo que no sea mestizo, escribe Reyes por ejemplo, adelan­ tándose a conceptos de plena actualidad en el campo de la etnología. Los avances en la comunicación lograrán pronto una suerte de uni­ formidad cultural en el mundo, dice en otra parte. Lo que él llama “po­ chismo” es un adelanto de lo que hoy conocemos como spanglish… Junto a esto, en estas líneas campean la erudición, el humor, la gracia sin par de un maestro verdadero, distante de todo alarde, disfrutable a cada palabra.

Nicolás Mora. Ha realizado estudios de historia del arte y colaborado en numerosas publicaciones del interior del país. Actualmente escribe un libro sobre la moda en la Ciudad de México.

CRUCERO

Mi amor es infinito

Emilio Zomzet

Hay un dios ¿quién dijo que no? Y ese mismo se va a encargar de hacerte pagar tus estupideces, las palabras insensatas que pronuncias. Sé que quieres llevarme por el buen camino, quieres llevarme por el camino de dios, por el camino del amor. Eres un ser sin sabor cuyo aliento me da asco. Tu presencia es el infierno, y sin embargo, santa ironía, me quieres hacer ver que dios existe. ¿Quién dijo que no? Por supuesto que hay un dios, y creó todas las cosas que ignoras en absoluto.

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Discurso por la lengua Alfonso Reyes

Hace cincuenta años murió uno de los mayores escritores de la lengua española, el mexicano Alfonso Reyes. En estas líneas se refiere centralmente a la vitalidad del idio­ ma, con singular gracia y con erudición. La lengua, sostiene don Alfonso, guarda el patrimonio cultural de un pueblo, y al desvirtuarse, se desvirtúan los pueblos. De ahí la importancia cardinal de la enseñanza buena del idioma, una enseñanza que ha de partir del conocimiento cabal y amoroso

Nuestra plática tiene por asunto la necesidad de cuidar el aseo y decoro de nuestra lengua y el recordar a los maestros de escuela que, en esta obra de salud nacional, les corresponde un deber inex­ cusable, y el primero de sus deberes, puesto que no hay educación ni enseñanza verdaderas sin la comunicación de la palabra. La tesis se demuestra con el solo enunciado, y cuantos me escuchan la com­ parten conmigo. No perderé el tiempo en construir argumentos de­ mostrativos. Simplemente, pasearé por el tema. Me dispensaré de alardes científicos, huiré de los escabrosos tecnicismos. Las eviden­ cias se defienden solas y el mucho estrago de armas más bien las perjudica. La cultura y la experiencia de mi auditorio le permitirán suplir por su cuenta aquella perspectiva de controversias, tanteos y doctrinas, que aquí ofrezco sólo en sus conclusiones. Tampoco me alargaré en el elogio retórico de nuestra lengua, para no incurrir en sentimentalidades inoportunas, yo que a su cultivo he consagrado mis más cuidadosos empeños y que, si me doy rienda, no acaba­

ría. Pues, como los verdaderos enamorados, doy por supuesto que todos participan de mi entusiasmo. Sólo declaro al comenzar que considero como un privilegio hablar en español y entender el mundo en español: lengua de síntesis y de integración histórica, donde se han juntado felizmente las formas de la razón occidental y la flui­ dez del espíritu oriental: tan ejercitada en las argucias intelectuales como en las libres explosiones del ánimo, ya en sus escolásticos o en sus místicos; lengua cuyo atletismo admite el transportar fácil­ mente las crudezas terrenas hasta el cielo de las ideas puras, o el hacer bajar los arquetipos hasta los afanes del trato diario, según se advierte, para ambos extremos, en el diálogo de Don Quijote y Sancho; lengua lo bastante elaborada para captar las regularida­ des y exactitudes, lo bastante audaz para respetar las temblorosas indecisiones del misterio; capaz de la matemática como de la lírica; valiente en la cordura y en la locura, y cabal en su registro de las posibilidades humanas; lastrada por una ironía profunda, que al par

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Discurso por la lengua

Alfonso Reyes

la defiende de la pura embriaguez abstracta y de la estéril fasci­ nación de lo inmediato, al punto que su sola práctica dicta normas para la buena conducta de la voluntad y el pensamiento; sonora sin delicuescencias que amengüen su viril reciedumbre y cuyo equilibrio fonético parece dictado por la misma economía biológica del resue­ llo. Los que viven en otra de las grandes lenguas civilizadas podrán reclamar para ella iguales excelencias, o aun otras que les parezcan superiores. Quiere decir que son igualmente privilegiados, o que se hallan tan a gusto de beber en su vaso como nosotros en el propio. Lo que importa es convencernos de que poseemos un instrumento tan bueno como cualquiera de los mejores, y nunca culpar al instru­ mento de nuestra impericia en manejarlo.

Arrojar la cara importa, que el espejo no hay por qué

Y al que nos salga con aquel engorro de que tal o cual locución extraña no puede decirse en nuestra lengua, contestémosle que también hay en español muchas locuciones intraducibles, pues en esta irreductibilidad radica la índole estilística de las lenguas. Todo pueblo tiene un alma y un cuerpo, modelados por un con­ junto de fuerzas, ideales, normas e instituciones, que determinan, a lo largo de sus vicisitudes históricas, el cuadro de su cultura. El alma, el patrimonio espiritual, se conserva en el vehículo de la len­ gua. El cuerpo, el patrimonio físico, sólo se resguarda y organiza mediante una operación de símbolo, en la lengua también. Una civi­ lización muda es inconcebible. Sólo a través de la lengua tomamos posesión de nuestra parte del mundo. En último análisis, el pueblo se vuelca y se resume en su lengua, donde hay la mención de todo su haber material y la sustentación de todo su haber moral, en cosas, en ideas, en emociones, en su respuesta ante la problemáti­ ca de la existencia y su apreciación de todos los incidentes de la jor­ nada humana, en su concepción de la vida y de la muerte. Cuando se desvirtúan las lenguas, se desvirtúan los pueblos. Sostenerlas en su vigor es sostener el progreso de lo humano sobre la naturaleza animal. Aun ha habido filósofos que, en horas críticas –y lo es la presente– , acuden al humus concentrado en la lengua como a un alimento del ser nacional.

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No hay que confundir la lengua con la raza. La lengua se refie­ re a la noción de cultura, única de validez científica. La raza es una mera descripción de superficialidades, causadas por los accidentes geográficos e históricos, como lo sabían ya los hipocráticos griegos, los antiguos sofistas –primeros maestros de la ciencia social– y los estoicos, precursores de los cristianos, para quienes la persona hu­ mana, desde el emperador Marco Aurelio hasta el esclavo Epicteto, tenía la misma dignidad. En el orden de la aptitud, sólo la diferente oportunidad de la cultura puede diversificar a los hombres, y no la pigmentación de la piel u otras pamplinas que la propaganda política arguye en excusa de sus crímenes. El primer “test” mental que conoce la literatura se encuentra en un diálogo platónico. Allí Sócrates, como si quisiera probar la uniformidad media de la especie, conduce sua­ vemente a un ingenio rudo hasta la solución de un arduo problema de geometría. ¿Y quién era este ingenio rudo? Un desheredado de la fortuna, un triste esclavo, y para colmo, un esclavo negro. Además, si la raza fuera inseparable de la lengua, no se daría el caso de adopción de una lengua nueva cuando un pueblo es incorpo­ rado a otra cultura, de que abundan ejemplos en la historia y tenemos uno dentro de casa. La determinante es la cultura y su expresión es la lengua. Cuando recibimos como lengua nacional la lengua española, con ella recibimos el acervo espiritual de España –para aquí mezclar­ lo con algunas modalidades autóctonas, aquellas y sólo aquellas que podían ser viables. Nuestra lengua es el excipiente que disuelve, con­ serva y perpetúa nuestro sentido nacional. Por último, así como la historia se distingue de la naturaleza en que ésta procede parsimoniosamente a la configuración de organi­ zaciones estables –tipos, especies– mientras aquélla se caracteriza por la mutación acelerada, de suerte que, según afirma Burckhardt, el principio de la historia es la libertad del bastardeo; así las gran­ des civilizaciones históricas siempre han resultado del hibridismo y olvidarlo es ser víctima de una ilusión óptica o, lo que es peor, poner la ciencia al servicio del fraude. Hoy por hoy, el problema ni siquiera puede plantearse. Todos los pueblos son mestizos, sin exceptuar a ciertos desdichados grupos perdidos en el fondo africano o en algún repliegue geográfico, como aquellos hurdetanos en el norte de España casualmente descubiertos por el rey don Felipe II. Y no hablemos más de razas, sino de culturas, y más todavía, de la cul­


Discurso por la lengua

tura, pues los campos históricos se han fundido a marcha creciente con la comunicación de la tierra, y el planeta se encamina a la ínte­ gra y cabal circulación de la sangre humana. Entonces, ¿puede, en vista de la uniformidad cultural, fundarse una doctrina sobre la mezcla de todas las lenguas, caso de mutua y total corrupción de unas por otras? La conclusión sería tan pueril como el pretender que los organismos diferenciados y superiores se perfeccionarán volviendo a la homogeneidad del protoplasma y de la célula única. No nos dtengamos en sueño tan monstruoso y tan contrario a los procesos de la realidad, en que ni siquiera te­ nemos voz ni voto. Si un efecto de industria supone la colaboración de oficios distintos, de acuerdo con el proloquio vulgar: “Zapatero a tus zapatos”, de parejo modo la colaboración humana supone que cada pueblo aporte lo suyo. La conservación del carácter propio no es aquí una postura salvaje de “aislacionismo” –como hoy se dice–

Alfonso Reyes

sino una garantía de plena amistad internacional. Pues a nuestros amigos y a los extraños de nada les servimos dejando de ser quie­ nes somos, sino sólo llevando al trato común nuestro valor propio, positivo e insustituible. Esta simple observación nos prepara para situar el peligro lingüístico de las fronteras. Pero, desde luego, nos conduce al problema de la lengua pura. Una lengua pura es una paradigma, una abstracción. No existe en parte alguna –y menos en el cosmopolitismo de nuestros días– como no existe un río nutrido por una sola fuente. Mil torrentes la surten, mil sustancias junta en su seno, al batirse con distintas tie­ rras y recoger los más variados acarreos por todo su lecho. Pudo, en el origen, haber una fuente principal, aunque siempre auxilia­ da por otras secundarias. Conforme el río extiende y adleanta su curso, se enriquece, evoluciona, cambia, pierde algo de su sustan­ cia y acepta otros incrementos, sin dejar de ser el mismo río. La

Margarito. Jozé Daniel.

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Discurso por la lengua

Alfonso Reyes

actual lengua hispana dista mucho del romance vulgar que aparece en los orígenes medievales, el cual muestra ya sus palpitaciones ve­ leidosas en los documentos del siglo XI, y detenido por la reforma cluniacense, se lanza luego en arremetida incontenible a partir del siglo XIII. Los mismos moldes castellanos que condujeron nuestra lengua a su madurez –a modo de invasión que se hincha, relegan­ do a los litorales de la Península todos los otros tipos lingüísticos, que han quedado allá en categoría de lenguas secundarias o de dialectos--, esos mismos moldes que siguen sirviendo de fiel con­ traste, no son estables como el mero patrón, base del sistema de­ cimal, que se custodia en un subterráneo de París. Sino que, por obra del tiempo, se ha flexibilizado en suerte de desarrollo interno, y también por efecto de los contactos coloniales e internacionales. Así, en las novelas de Pérez Galdós, gran repertorio del habla colo­ quial española, encontramos ya expresiones nacidas por acá entre nosotros, como “liar el petate”; y así, en la actualidad, nadie titubea en incorporar en nuestra lengua palabras como “estandarización” u otros términos semejantes, para sólo hablar de vocablos y no de modificaciones sintácticas, cuyo análisis es más complicado. La len­ gua hispana, siempre referida naturalmente a sus rasgos y reglas centrales, es hoy, lingüísticamente hablando, la suma de todos los modos de hablar y escribir en todas las zonas y pueblos que ella ha venido a cubrir bajo su manto. La lingüística es un concepto que corresponde a la ciencia na­ tural: registra y nota cuanto existe, sin calificarlo, sin pedirle cuen­ tas. Pero así como el lobo y el perro tienen igual derecho natural de existir, y sin embargo el hombre persigue al lobo y adopta al perro en vista de sus fines propios; así como el hombre corrige, reduce y jardina la selva virgen en nombre del derecho humano, así también nuestra cultura, por interés de la propia conservación, ins­ tituye un cuerpo preceptivo, que es la gramática, en medio del bos­ que de la filología. Ya se ve que el bosque es la materia prima de nuestra urbanización, y acabar con él sería, de paso, cerrar a ésta el porvenir. Por lo que respecta a la lengua, cosa viva y cambian­ te, ello además es imposible. No podemos estabilizarla, así como tampoco podemos trazar planes conscientes para su evolución fu­ tura. La función del educador se limita a informar sobre el cambio, sin censurarlo en principio, y a enseñar las normas relativamente

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estables y orientadoras –éstas sí, de aplicación voluntaria y cons­ ciente– que deben guiar nuestro viaje por entre las mutaciones extrañas a nuestra intervención. Sólo procurando metódicamente la conservación de un mínimo indispensable en las regularidades lingüísticas se mantiene la comunicación humana; y aun antes de que existiera la gramática propiamente tal, o antes de que se la aislara como disciplina específica, ya los hombres procedían así, por instinto y por necesidad. Durante la Edad Media sólo se escribían gramáticas de las len­ guas muertas. Cuando, con el Renacimiento, aparecen las gramáti­ cas de las lenguas vivas, la antigua definición de la gramática como “arte de hablar y escribir correctamente una lengua”, definición aceptable para el latín y el griego, se sigue usando para las lenguas en vigencia, absurdo que llega hasta nuestros días. Pues, salvo oca­ sionales consultas, nadie ha aprendido en los manuales a hablar y a escribir, correcta ni incorrectamente, su propia lengua, como nadie –según la feliz metáfora de Américo Castro– aprendió a andar en bicicleta leyendo tratados de mecánica. La gramática, en nuestro caso, es un análisis teórico que se proyecta, a posteriori, sobre la realidad de una lengua ya poseída, y ella tiene un valor normativo, pero genético. Todo esto viene a decir que hay un término de buen sentido y hasta de buen gusto en la enseñanza de los preceptos lingüísticos; que debe inculcarse una idea generosa de la pureza muy ajena al mezquino y pedantesco purismo. La frecuentación de os clásicos, de los modelos universalmente acatados, es en extremo mucho más eficaz que los manuales de gramática. Ella despierta una sensibili­ dad singular, un tacto defensivo contra las corrupciones y fealdades, tacto que, de algún modo subconsciente, nos ayuda a conservar la línea de flotación, sin negarnos al vaivén de las olas; nos educa para resistir la intrusión viciosa y para dejar venir en cambio, casi insensi­ blemente, el neologismo legítimo. Aquí no caben las reglas absolutas. Eso sí: desde el primer instante hay que grabar en la mente del edu­ cando el respeto a los hábitos cultos y auténticamente establecidos, y convencerlo de que las innovaciones personales y voluntarias son derecho exclusivo de unos cuantos y contados genios, dotados del don misterioso de la creación lingüística: Garcilaso, Góngora, Queve­ do, Gracián, Rubén Darío.


Discurso por la lengua

Todo lenguaje tiene tres notas: la comunicativa e intelectual, que es el dominio más o menos plenamente uniformado por la gramática y relacionado, pero no identificado, con la lógica; la acústica o fonética, que el estilo artístico y la poesía ponen a contribución, que nada tiene que ver con la lógica y que, en cambio, revela ya humores afectivos y se relaciona con la estética; y la expresiva, la humedad de afecto que la pretendida fijeza lógica nunca logra absorber del todo, modalidad sensitiva y patetismo en que bulle la energía vital de las lenguas, ma­ nifestada a la vez en los caprichos populares y en las excelsitudes poéticas. La lengua es como un brote biológico que se va canalizando un poco en la lógica, y un mucho en la convención y el uso idiomáticos, pues su génesis no es exclusiva y puramente racional, sino también irracional. No hay que perderlo nunca de vista. Hay que canalizar, pero sin figurarse que por eso se ciega nunca el brote de la linfa.

Alfonso Reyes

Quienes ignoran la naturaleza del lenguae, siempre están reclamando contra sus irregularidades (¡sagradas irregularidades que traen toda­ vía el aroma de la creación!), como los niños que conjugan: “Yo ero, tú eres”. ¿Por qué se dice “a pie juntillas” y no “a pie juntillos” conforme lo exigiría la gramática? ¡Señores: porque así se dice! Si consideramos ahora hasta qué punto los hábitos lingüísticos penetran en los estratos más íntimos, en las representaciones y en los estímulos psicológicos, salta a la vista la inmensa responsabili­ dad del maestro. Tiene la lengua una función trscendental y terrible, de doble efecto. Es hondo su alcance individual, por cuanto afecta a la configuración de la sociedad. Y en uno y otro casos, el efecto muestra dos fases: la una vuelta al pasado, conservación de las ex­ periencias y los tesoros hereditarios; la otra vuelta al porvenir, pre­ paración o programación de nuestras actividades futuras.

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Discurso por la lengua

Alfonso Reyes

Volvamos a la lengua española. Hay un instante en que ella cobra sentido de su dignidad clásica, aunque de momento la con­ funde con la idea imperial. La teoríaa política del imperio –aunque es de todo tiempo– se esclarece en ciertos discurso de Carlos V (Mdrid, 1528), obra que se atribuía al canciller piamontés Mercu­ rino Gatinara y hoy, por averiguaciones de mi venerado maestro don Ramón Menéndez Pidal, se atribute al célebre predicador de la corte y autor del Reloj de Príncipes, Fray Antonio de Guevara. Pero aun antes de España se entregara a este sueño ecuménico, la unificación de los reinos de Aragón y Castilla y la colonización de América habían suscitado en el espíritu de los humanistas el senti­ miento de una obligación cultural que, naturalmente, traía consigo una atención especial para la lengua. El gran sevillano Antonio de Lebrija (o Nebrija, como suele llamársele) decide por primera vez escribir una Gramática Castellana (1492). Era una hazaña revolu­ cionaria. Hasta entonces, como hemos dicho, sólo se habían escrito gramáticas de las lenguas muertas. Nebrija, para justificarse, ex­ plica los tres propósitos de su empresa: el docente, el científico, el imperial. Veámoslo rápidamente por su orden.

1. El propósito docente. Estudiar la gramática de una lengua extraña es cosa abstracta y teológica: otros hombres pudieron conformarse con ello; no un realista del Renacimiento. Es como querer dibujar el contorno de una montaña que no se ha visto: podemos aprender, claro está, a trazarlo de memoria, copiándolo de otros; pero si nunca hemos reparado previamente en los con­ tornos de las montañas próximas, de las que están al alcance de nuestros ojos, ¿qué provecho habrá en ese aprendizaje mecánico? En cambio, si previamente se nos hace apreciar y dibujar el perfil de nuestras montañas, percibiremos la relación entre el esque­ ma y el objeto, y cuando después se nos enseñe el dibujo de una montaña que aún no hemos visto, nos formaremos clara idea de ella. Dice Nebrija: “Los hombres de nuestra lengua que querrán estudiar la gramática del latín, después que sintieren bien el arte castellano no les será muy difícil; porque es sobre la lengua que ya ellos sienten; cuando pasaren al latín, no habrá cosa tan oscura”. De suerte que la gramática castellana venía a ser una introducción del latín. En cuanto a la unidad del latín –valga hoy lo que valiere–, era entonces tan indispensable como hoy lo es todavía prender la

LA ACERA DEL FRENTE Carta sobre México II. Alameda y Bucareli Guillermo Prieto …Pensando en esto como filósofo, me dirigí a la Alameda de México, y me detuve en la indagación de su origen, que se cuenta desde el gobierno de don Luis de Velasco; limitábase entonces a un cuadrado cuyos laterales llegaban a los frentes de Corpus Christi y San Juan de Dios; te diría cómo se extendió después el paseo hasta formar el cuadrilongo tal como hoy lo ves, no olvidando por supuesto la mención del foso y el cerco de piedra, que antes era de madera; en fin, abandono mi erudición para hablar más a mis anchuras. Hecho todo un petimetre, y sin otro rastro de provincialismo que la tiesura de mi ropa, aún nueva, salí el domingo con mi inseparable Espoleta, después de las cinco de la tarde para la Alameda; ¿qué pluma describiría la belleza de este sitio de recreo? Aquellas calles sombrías de fresnos y sauces que enlazan en algunas partes sus ramas frondosas, formando un dosel de esmeralda por donde apenas se desliza tímido uno que otro rayo de sol; aquella ilusión óptica de las fuentes, que se ven lejanas alzarse orgullosas como plumaje de cristales, y brillando al derramarse sus gotas diáfanas con los colores vivísimos del iris; aquellos triángulos, muchos de ellos formando un bosquecillo de mirtos y rosas, alhelíes y violetas, que perfuman el aire bajo el ramaje melancólico y abatido de los sauces llorones; allí se oyen los trinos del gorrión y el zumbido de la abeja, y revuelan las mariposas con sus matices espléndidos. ¡Qué bello es contemplar embebecido los juegos hidráulicos de la fuente principal, y al través de esa tela diáfana que se despliega en arrogantes abanicos, distinguir los árboles que se mecen en el viento, los cambios caprichosos de la luz del sol poniente, y los caballos y las carrozas rápidas que pasan por la calzada exterior!

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Sin ver ni pensar. Jozé Daniel.

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Discurso por la lengua

Alfonso Reyes

escritura a mano, que resultará acaso inútil para los hijos de nues­ tros biznietos. Además, “los vizcaínos, navarros, franceses, italianos y todos los otros que tienen algún trato en conversación en España y necesidad de nuestra lengua, si no vienen desde niños a apren­ derla por uso, pondránla más aína saber por esta mi obra”. 2. El propósito científico. Lo hemos esbozado ya. El latín había sido hasta entonces la lengua por excelencia, y el español se con­ sideraba como una corrupción del latín. A Malón de Chaide le pre­ guntaban sus amigos que cómo escribía en lengua vulgar (español) cosas religiosas y de sustancia, cuando el “vular” sólo era propio para cuentos de “hilanderuelas y mujercitas””. El propósito de rei­ vindicar la lengua vulgar es una de las formas de ese interés por las cosas populares, folklóricas, que tiene sus raíces en el Renaci­ miento. No es más que el interés por su propia fisonomía nacional. “Esencialmente al mismo espíritu –dice Castro– responde el em­

plear las lenguas nacionales para el culto protestante. La Biblia de Lutero es, además, el primer monumento del moderno alemán. La Iglesia católica, al mantener el latín para el culto, volvía la espalda al Renacimiento, y continuaba la tradición medieval”. 3. El propósito imperial. En la introducción a la “Antología de poetas hispanoamericanos, escribía Menéndez y Pelayo: “Fue privi­ legio de las lenguas que llamamos clásicas el extender su imperio por regiones muy distantes de aquellas donde tuvieron su cuna, y el sobrevivirse en cierto modo a sí mismas, persistiendo a través de los siglos en los labios de gentes y de razas traídas a la civilización por el pueblo que primeramente articuló aquellas palabras y dio a la lengua su nombre”. Y parece que al escribir así, refiriéndose al griego, al latín, al inglés y a la lengua española –exaltada ya a la ca­ tegoría de clásica en la historia –, Menéndez y Pelayo describiera el hecho presentido, en los días de su iniciación, por Nebrija, aunque

Hola/adiós. Jozé Daniel.

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éste confunda la noción clásica con la noción imperial. En efecto, decía Nebrija a la reina Isabel: “Cuando bien conmigo pienso, muy esclarecida Reina, y pongo delante los ojos el antigüedad de todas las cosas que para nuestra recordación y memoria quedaron escri­ tas, una cosa hallo y saco por conclusión muy cierta: que siempre la lengua fue compañera del imperio, y de tal manera lo siguió, que juntamente comenzaron, crecieron y florecieron, y después junta fue caída de entrambos”. Antes nación dispersa, antes lengua bár­ bara; hoy, “los miembros y pedazos de España, que estaban por muchas partes derramados, se redujeron y ayuntaron en un cuerpo y unidad de reino; hoy, pues, deben erigirse en cuerpo de doctrina los disjecta membra de la lengua. Además, “cuando en Salamanca di la muestra de aquesta obra a Vuestra Real Majestad, y me pregun­ tó que para qué podía aprovechar, el muy Reverendo Padre obispo de Ávila me arrebató la respuesta, y respondiendo por mí, dijo que después que Vuestra Alteza metiese debajo de su yugo pueblos bárbaros y naciones de peregrinas lenguas, y con el vencimiento, aquéllos tuviesen necesidad de recibir leyes que el vencedor pone al vencido, y con ellas nuestra lengua, entonces por esta mi arte po­ drían venir en el conocimiento de ella, como ahora nosotros apren­ demos el arte de la gramática latina para prender el latín”. Y con esta mayoría de edad sobrevenida en la conciencia de la lengua española, nos trasladamos a América, y particularmente a México. Al fenómeno general de la evolución ligüística se suman aquí algunos factores especiales que se aprecian por comparación con la lengua peninsular. El rasgo más característico de América es la transformación de algunos fonemas. El abandono de la “ll” castellana y su sustitución por la “y” (excepcionalmente, por una “j” francesa), o el cambio de la “z” y la “c” suave por la “s”, no son una novedad, sino una adopción de popularismos que también se notan en varias regiones peninsulares. En cuanto a la confusión de la “v” y la “b”, el matiz es menos discernible, y en España misma es una afectación el querer pronunciar la “v” a la francesa. Todo esto se consideró un tiempo una influencia típicamente andaluza sobre América; andaluza era una buena porción de los conquistadores que trajeron la lengua. Hoy se tiende a pensar que se trata más bien de popularismos es­ pañoles y no de meros andalucismos. Aun me acuerdo que Américo

Alfonso Reyes

Castro y yo encontrábamos por la vega toledana algunas formas que suelen pasar por andaluzas. Estas formas de economía, nos decía Menéndez Pidal, tal vez representen el porvenir de la lengua. Yo escribí cierta divagación sobre “El imperio dialectal del se”, que comprendería a las Vascongadas, Cataluña, Andalucía y su “mar te­ rritorial” y desde luego a América. Asturias y Santander más bien usan una “sh” francesa, el sonido de la antigua “x” que perdió la lengua castellana que deja residuo en la ortografía tradicional de “México” )”Méshico”). Verdad es que nuestra “s” se articula a la francesa, con la punta de la lengua en los dientes de arriba. Tam­ bién nuestra “j” es más delantera que la castellana, y cuando yo llegué a Madrid por 1914 –no contaminado aún– Navarro Tomás me hacía notar que yo pronunciaba “Mégico” y no “Méjico”. Y yo me ofendía diciéndole que la profunda “j” gurual es causa de que se oiga toser tanto en los teatros y en las iglesias madrileñas. En otras minucias fonéticas no podemos alargarnos aquí. Otro rasgo de nuestras tierras es el americanismo de vocabulario o de frase. A veces el americanismo es sólo aparente: es alguna forma vieja de la lengua que ha quedado entre nosotros y se ha abandonado en España, y sólo será censurable en la escuela cuando haya cobra­ do un aspecto rústico, como “truje” por “traje”; o bien el pretendido americanismo es alguna forma actual algo desusada en España y usual entre nosotros, pero perfectamente legítima, como nuestro “angos­ to”, que resulta un tanto amanerado en el habla corriente de Castilla, donde siempre dicen “estrecho”. El español usa “antes de ayer” o “an­ teayer”, y nuestro “antier” le parece una exageración grosera. Nuestra frase “Te veré en la tarde” no tiene sentido para el español, que dice siempre “Te veré a la tarde”, “por la tarde” o “de tarde”. Nuestro “sino hasta” es un mero disparate. El americanismo auténtico es una palabra que designa un objeto nuevo, americano; y cuando hace falta, no hay motivo para desterrarl­o. El Diccionario Académico le va abriendo cada vez más sus puertas. Hay mexicanismos de frase –y americanismos en general– que representan una aportación positiva al fondo psicológico de la len­ gua. Alguna vez analicé en tal sentido nuestra expresión “¡Hora que me acuerdo!”, expresión que corresponde a un cambio de régimen de la conciencia; brusca voltifacia, más de la voluntad que de la razón; rebeldía, desperezo, gana de jugarse el todo por el todo.

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Discurso por la lengua

Alfonso Reyes

José Moreno Villa, en su Cornucopia de México (“El español en la boca mexicana”), ha llamado la atención sobre fenómenos todavía más sutiles; entonación dulce y persuasiva, meticulosidad de pro­ nunciación, etc., en que cree percibir un matiz temperamental hecho de confianza y ternura. En conclusión, fuera de los barbarismos, solecismos, vulgaridades y fealdades (pues el criterio estético es inseparable de la educación), el maestro no debe considerarse obligado a tachar todo mexicanismo por el hecho de serlo. Tal actitud sería anticientífica, contraria al verda­ dero concepto de la lengua, que arriba dejamos explicado. Pero entre nosotros hay singularmente un gran peligro al que ya nos hemos referido, y es el peligro de las regiones fronterizas, donde la lengua parece pudrirse por las orillas. Figurarse que esto nos acerca al vecino es figurarse que renunciando a nuestro nom­ bre de familia somos mejor recibidos en sociedad. Que lo haga quien tenga “cola que le pisen”; no los herederos del habla hispa­ na. Lo que podemos llamar “el pochismo” es un vicio que trasciende de la lingüística a la moral. A la mayor amenaza debe correspon­ der, por parte de los educadores, el mayor cuidado. Cuando hemos oído decir “traite la basquetita que ai viene el mueble”, por “Trae la canastita que allí viene el coche”, hemos comprendido que era indispensable establecer por toda la frontera un cordón sanitario de cursos para la preservación de nuestra lengua –en que van im­ plícitos nuestro carácter nacional y nuestra decencia–, y estamos seguros de que todos nuestros amigos cultos del Norte opinan lo mismo que nosotros. Tampoco les gustaría a ellos que se estropee la lengua inglesa como lo oí hacer a cierto británico aclimatado en la Argentina. Allá dicen “agarrar a uno sin perros”, por “agarrarlo descuidado”, “sorprenderlo”, “madrugarle”. El británico, capataz en una “estancia” o hacienda, tuvo soplo de que un peón le robaba, y salió en volandas. “¿Qué le pasa?”, le pregunté, y me contestó en un lenguaje intermediario: I’m going to catch one without dogs. Por supuesto que también hay enemigos solapados en el inte­ rior. Tales son todas las fuerzas de la incultura. Y entre las más su­ brepticias y dañinas, esas que se disfrazan de amena literatura para los niños, y propagan tantas vulgaridades criminales, ajenas a las tradiciones de nuestro gusto, e innumerables dolencias lingüísticas. Aun las estaciones de radio –que, por otra parte, hacen algunas

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sesiones más o menos afortunadas de enseñanza lingüística– no siempre son cuidadosas en la elección de sus locutores, cuyos de­ fectos de pronunciación, entonación, vocabulario y sintaxis podrían a veces servir de ejercicio práctico en las escuelas. El rigor, más acentuado para los temas escritos, que deben respetar el común denominador de la lengua culta, a menos que se trate precisamente de hacer “realismo costumbrista”, debe ate­ nuarse para la lengua hablada. Con todo el respeto que merece el autor del Diálogo de la lengua, aquello de “escribo como hablo” no pasa de una jactancia peligrosa, pues ambas funciones, el escribir y el hablar, obedecen a distinto régimen. Nunca escribirá bien quien escribe como habla, y los llamados estilos espontáneos y naturales, o son un presente que los Reyes Magos no dan a todos, o son un laborioso efecto del arte, pero difícilmente coinciden con el modo de hablar corriente y moliente de los escritores en cuestión. Inversa­ mente, nunca hablará bien, sino que será un insoportable redicho y alambicado, quien hable como escriba. Era yo un muchacho de dieciocho años cuando me alejé para siempre de una compañera que vino a contarme: “Hay un árbol a dos hectómetros de mi casa”, y cuando le perdí el respeto a un pobre profesor que me dijo: “Me arde la garganta, me lastimé al deglutir el bolo alimenticio”. Y es que el tal bolo y el tal hectómetro sólo se degluten y pasan en los trata­ dos técnicos especiales, pero no en la charla. Y la charla, señores maestros, también es terreno donde la educación tiene mucho que entender. ¡Como que es la forma habitual e inmediata del encuentro entre los hombrees, y donde hacen más falta la buena condición y el enseñamiento oportuno! Sobre este y otros puntos que la retórica de los antiguos contempló siempre con suma atención, convendría releer a Quintiliano, cuya experiencia pedagógica no ha sido hasta hoy superada. El agudo preceptor de los Césares acompaña al hom­ bre parlante desde la cuna a la sepultura, e igualmente da consejos sobre la elección de la niñera y sobre los estudios de la vejez, todo con miras a la constante educación lingüística, que dura tanto como dura una vida. El secreto de la enseñanza, aquí como en todo, es el ejercicio. Los libros de recetas no hacen a los buenos cocineros, sino sólo la continua práctica en el fogón. Quédense los recetarios como guías y referencias, y multiplíquense las composiciones orales y escritas,


Discurso por la lengua

Alfonso Reyes

Aquí. Jozé Daniel.

las charlas, las discusiones sobre los casos vivos que se ofrezcan a mano. En la masa lingüística establecida por el ambiente y los in­ tereses dominantes de cada población (la agricultura, la industria, o lo que sea), allí debe comenzar el maestro. Si hemos de salir al vasto mundo, hay que cruzar antes la puerta de la casa. Para el filó­ logo la lengua tiene un pasado, una evolución y una doctrina más o menos estable. Para el educando, la lengua es un acto de vitalidad como la respiración o el movimiento de su cuerpo. Esta cosa pre­ sente y viva da la materia del primer paso en la enseñanza. Antes que nada, hay que adiestrar en la justa referencia de cada nombre a cada objeto: después viene el enriquecer el léxico; luego, la fra­

seología, y así sucesivamente, todo acompañado de la dicción. Y de modo concomitante, los análisis teóricos, cuyas especies deben irse reservando como un depósito, para llegar al final, y sólo al final, al conjunto preceptivo de la gramática. Aun las lenguas extranjeras, según Bally, sólo debieran abordarse cuando ya se ha paseado bas­ tante por la lengua propia. Y sobre todo, y antes y después de todo, la acción lingüística, sin la cual la perceptuación no tiene sentido ni aprovecha. Más vale obligar a los muchachos a vivir dentro del aula con todos los riesgos de la vida –equivocaciones, tartamudeos, re­ chiflas, burlas y todos los achaques de la incipiencia– que no el ha­ cerlos “morir según las reglas”, como dice el médico de Molière.

Alfonso Reyes. Ensayista, crítico, poeta, narrador y diplomático mexicano. Su obra es una de las más influyentes de la literatura en lengua española de todos los tiempos. Entre sus innu­ merables ensayos destacan Cuestiones gongorinas, Tránsito de Amado Nervo, La experiencia literaria, El deslinde y Los trabajos y los días. CULTURA URBANA 149


La familia. Armando Haro Mรกrquez.

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Mosem Gabriel Hurtado

Sonríe al pensar que un día lejano valorará su existencia como una sucesión un tanto necia y absurda de acontecimientos, sin ninguna importancia a fin de cuen­ tas para nadie como no sea él mismo, e idéntica a su huella, impresa en la arena, húmeda momentos antes de ser borrada por la siguiente ola, frente a ese mar que seguirá todavía ahí por siglos

Allá arriba, en lo más alto, el sol decae envuelto entre nubes que ante­ ceden lluvia y hórridas bestezuelas se precipitan sobre los pocos cadá­ veres de que han dispuesto en un mes, íntegra la avidez a que las lleva el hambre acumulada mientras rasgan pieles y tendones, un trozo tras otro hasta retirar con prontitud las capas superiores, deglutirlas, y rea­ nudar feroces su acometida hacia las blandas vísceras aún rebosantes de fluidos violáceos, con la crueldad intacta de los entes ajenos a la comprensión y necesidad, más bien humanas, de compasión. El púber avanza presuroso, sin su antigua fascinación ante aquél espectáculo, y aunque la parvada al posarse en el remate del edificio le es familiar, el sobrecogimiento que antes sólo experimen­ taba al sentir la aviesa mirada de las aves tras sus pasos, lo acom­ paña al rodear el promontorio, aproximarse a la cueva y dar gracias al creador por los primeros monzones del año, que permiten ig­ norar casi por completo el humor dominante en el ambiente. Medita

unos instantes en el anciano que aguarda, en la posible proximidad de su deceso. El viejo asiente con la cabeza, y su mujer hace una seña de apremio al muchacho para que entre al pequeño recinto, más som­ brío todavía de lo que pueda ser cualquier otra diminuta caverna desprovista de ventilación, inmersa a la mitad de matorrales es­ pesos y húmedos. Al chico le disgusta aproximarse demasiado y besarlo, presa de una repulsión que no le provoca ese hombre, a quien ama, sino su exposición directa al nauseabundo hedor que de continuo lo circunda, impregnado entre su vestimenta, su encane­ cida barba y sus manos huesudas. —Padre, me mandaste llamar, dice con la cauta entonación del que adivina el motivo y continúa fantaseando con otro distinto, orando por esa posibilidad como si bastase convocarla y ya la viera pene­trar el umbral.

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Mosem

Gabriel Hurtado

El septuagenario vuelve a confirmar, una sonrisa de santidad dibujada en el rostro, en tanto acerca al vástago la única mecedora y coloca una mano en su hombro a manera de invitación. El hijo sabe así que el asunto es serio, y debe concentrarse más de lo ha­ bitual en las palabras que salgan de su boca. Dirige la vista al piso de tierra, con la actitud de abandono y consentida sumisión apren­ dida de su madre, pues se percata de que al anciano le representa mayor desazón aún comunicar su resolución. Quiere aligerar el peso de su alma recordando los callos de sus manos, que han lavado cuidadosas miles de restos mortales y despojado del cabello, las uñas y otras excrecencias que dificulten la consumación de un rito milenario, donde la muerte sólo es otro puente, ni siquiera el último, hasta la certeza de alcanzar el juicio de las obras y la Frasho Kereti. —Siéntete complacido, hijo. Somos la estirpe de Kurosh, y nada más necesitamos para dar sentido a nuestra vida, comienza el viejo como intentando convencerse él mismo. —Entonces… no hay más qué decir -intenta sofocar su males­ tar el joven-, ni en otros mil años… —Mil fueron los años durante los que trasvasamos boca a boca la verdad sagrada antes de ser escrita sin que nada lograra desvirtuar­ la, y mil serán los de cada ciclo que reste a nuestro transcurrir… —No hay más qué decir, reitera el chico, apenado frente a sus mayores al degustar con amarga nitidez la evidente dificultad de reprimir las primeras lágrimas. —…y tu existencia, además de ser tuya, no reviste otra rele­ vancia, salvo al guiar el camino de los nuestros hasta su fin último, último fin nuestro. —¡Ay!, exclama al corroborar que para su padre ningún otro principio se antepone al fin, incluso si se trata de su único hijo que desconoce casi todo comienzo, y sólo puede percibir atemorizado la finalidad. —Es mi voluntad y espero sea la tuya, añade con mayor grave­ dad como si no oyera, resuelto con firmeza a ignorar la interjección de su vástago. —Muchos de los nuestros, por cierto, estiman indignas nues­ tras vidas, más me someto a tu voluntad como si de mi propio cora­ zón brotara, expresa por fin.

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—Distingo en esto último una duda que trata de abrirse paso con timidez, advierte con repentina suavidad el anciano, mayor su preocupación al ánimo de reprimenda. —Padre, jamás renegaré de nada que señales en mi camino, lo sabes; pero sí, una sola vacilación enreda mi pobre voluntad y la dificulta, y te imploro la aclares con el discernimiento que me falta. —Habla pues en tu derecho, y no juzgues de mayor sabiduría mis palabras que las que nazcan al amparo de tu entendimiento si la honradez las acompaña. Recuerda: pureza de pensamiento y pa­ labra, buenas obras. —¿Cómo he de confirmar, además de mi existencia y natu­ raleza, de mi obediencia obligada por el amor que te profeso, que mi destino es ser nassesalar? —De la misma forma en que sólo el pétalo de un loto puede repre­sentarse a sí mismo y nada sustituye su comprensión. De idén­ tico modo a como la brisa procedente de Kerala cae de noche, sin que haya alguna otra sensación que podamos confundir con esta, dice el viejo un poco perdido entre sus propias palabras, el vacío y una primer premonición. El chico no logra atenuar más su casi imperceptible mueca iróni­ ca: su padre olvidó su usual concreción en persa y echa mano del marathi al expresarse. El anciano ve la astucia asomarse al rostro del muchacho, al que tanto adora, y aunque la preferiría inad­vertida, sonríe para sus adentros sin abandonar una expresión solemne. —Hijo, ¿recuerdas el significado de nuestra misión? ¿Advier­ tes porqué nosotros, los carentes del privilegio de que ningún hu­ mano nos lidere, somos sin embargo los últimos líderes humanos del fin del tránsito terrenal de los nuestros? —Me lo explicaste a suficiencia. Espero comprenderlo de igual forma. Si el último hálito vital sale del hermano tras ashem-vohu y yato-ahavarie recitados por un mobed, aún éste se alejará para orar por que el drux-nassu no se apropie su cuerpo, y sólo tú y tus compañeros permanecerán con él hasta evitar que con su corrup­ ción contamine el don nutricio de Armasti. El viejo termina de escuchar admirado, complacido de saber capaz al hijo de expresarse en el más puro persa. Y se siente ben­ decido, preparado para afrontar lo que venga tras corroborar esa especie de mutuo juramento.


Mosem

—Y de nada servirá ya, para entonces, si sus manos fueron lo suficientemente grandes y dignas de sopesar los caudales de oro que por gracia de sus actos hayan contado en toda una vida ahíta, o si sus palmas sólo sostuvieron una pequeña moneda, de vez en vez y mendigando. Iremos por ellos de cualquier forma hasta su última morada terrenal, y el llanto de su familia no persuadirá de darles envoltura distinta a la de magros lienzos sin costura. Igualados así ricos con pobres, piadosos con malvados, reza. —Sí, padre, así lo entiendo y acepto hasta el último día de mi existir, murmulla el joven. —El creador increado, les regaló hasta ahí el poder del libre albedrío, procurando que por sí mismos distingan entre el Angra y el Spenta, la conveniencia. —Y esa misma libertad, que no se nos prodiga igual, queda en ti otorgarla a tu hijo. —En ese caso, el mal será azaroso e impredecible si busca aniquilarte, y el bien quedará sujeto a tu sola voluntad y la ajena y por ello mismo débil; dependerá de tu constancia alimentar su fuego y aquí en Mumbay, y entre quienes lo habitamos por derecho propio, serás mal visto siempre, si no asumes tu condición sin condiciones, advierte el anciano. —¿Y más allá, hasta donde mi propio esfuerzo y tu bendición puedan conducirme, lejos de aquí?, exclama el muchacho ante lo que a su oído parece ser, más que una retracción cruel, una clara ambivalencia. —¿Conoces, o puedes siquiera imaginar el dolor que pro­ duciría a tu madre…? Cuando menos, espero lo intuyas. —¿Y si mi propia madre te lo pide, si es ella quien, como yo mismo, te lo ruega?, dice de pronto como impelido por un impulso centrífugo, al retornar a un punto ciego e inercial. El viejo voltea, ve a su esposa y se rinde a la evidencia de que su decisión no es única ni definitiva. Reconoce con gratitud la per­ manencia constante de esa mujer a su lado, honrando a diario su voluntad como propia y bendiciéndolo con un hijo, pero también que su fidelidad no incluye a la prole cuyo destino deben cuidar, com­ partido o ausente. —Y más allá, en sentido contrario al del viento para que los dos sepamos a su arribo algo tuyo una vez te alejes, todo queda a

Gabriel Hurtado

tu libre albedrío… y con mi bendición, murmura en su intento de apagar el llanto al saber que esa puede ser la última vez que se vean. Eleva la vista para apreciar mejor el faravahar, y busca ahí la fuerza que le falta acopiar ante lo inevitable, decidido a pasar el resto del día dedicado a orar afuera y lejos de su dakhma. Su mujer entiende mejor que él y su hijo juntos la premura de ambos al pedirle auxilio en los preparativos para que éste parta y, tras despedirlo, continúa enmudecida horas después de cuando con los ojos no alcanza ya a ver nada más que los últimos rayos del sol ocultarse, atrás de la huella sinuosa del angosto sendero que con­ duce al cercano mar. Al avistar esa porción de playa hacia la carretera, sabe que el chico distingue a la perfección entre la ilusión de lo verdadero, la ilusión, y lo verdadero. El que fue hasta entonces su pequeño mundo está provisto de ambos, y le dio la última lección al per­ mitir que su vida se le revele, de repente, diferente en todo a como la aborrecía. Y ahora la amará, pues podrá reconocerla donde quiera. Sonríe al pensar que un día lejano valorará su existencia como una sucesión un tanto necia y absurda de acontecimientos, sin nin­ guna importancia a fin de cuentas para nadie como no sea él mismo, e idéntica a su huella, impresa en la arena húmeda momentos antes de ser borrada por la siguiente ola, frente a ese mar que seguirá todavía ahí por siglos. Con idéntica fe al hombre al que acompañó toda su vida, está segura de que el grano más pequeño en esa playa puede contener con facilidad y gracia todo lo ocurrido con sus existencias, cuyo valor equivale al del tiempo que les reste, como el de cualquier otra, y únicamente son decisivas, si esto es posible, por su actitud frente a lo ineludible. Conoce que por los demás, no son distintas a cualquiera: sólo rutinas repetidas cada día por todos sin librarse jamás de la atormentadora sospecha de si a final de cuentas importan, y aún así obs­tinados en replicarlas, a veces sin ningún cambio y otras rehacien­do las normas pues, de todos modos y aunque con distin­ tos efectos o resultados, entretienen, tanto como la sola ilusión de tener el control y poder persistir, pese a los cambios en la atmós­ fera, que van del sol punzando las alas de los buitres, al monzón.

Gabriel Hurtado. Es sociólogo de profesión dedicado a la publicidad. Tiene dos libros inéditos: la novela País de Canallas y las minificciones Entre líneas enemigas. CULTURA URBANA 153


Mafalda. Quino.

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Por el mundo de Mafalda Fernando Martin

Una vez, al preguntársele qué pensaba de Mafalda, el escritor argentino Julio Cortázar respondió: “Lo importante es lo que Mafalda piensa de mí”. Lo cierto es que la peque­ ña niña creada por el dibujante y humorista Quino es un personaje lleno de ideas, de buenas ideas acerca de numerosísimas cosas de la segunda mitad del siglo XX. Es una lástima que Mafalda y sus amigos no hayan llegado vivos a la era internáutica, porque de seguro tendrían mucho que decir delante de tanto avance y de tantas posibilidades de intercomunicación

Hace unos lustros Mafalda vivió su esplendor entre los lectores mexi­ canos. Como los cuentos de Cachirulo, sus cartones fueron disfruta­ dos por los niños y sus papás y los papás de estos papás. Su gracia daba una primera satisfacción: como todo buen humor, el suyo su­ ponía un grado de inteligencia superior al de la media, y muy clara­ mente al que ofrecía el mercado dominado por los más estúpidos criterios. Para desplegar esa graciosa inteligencia Quino tuvo un primer acierto: dejó en libertad a sus personajes, es decir creó un mundo en el que cada uno pudo moverse de acuerdo con un modo de ser bien definido pero no alejado de sorpresas. Incurrió desde luego, y muy principalmente, en el lugar común y al hacerlo consiguió revelar los resortes de la clase media bonaerense, que en el fondo y en la forma es tan parecida al resto de las clases medias de por lo menos toda la región sureña del continente y a la mexicana.

Aquella revelación no dejó nunca de tener un tono Light, ama­ ble, tan suavecito que no pocas veces llegaba a la ternura. Una in­ sólita ternura, que es la efectiva, por lo demás. Recuerdo ahora, por ejemplo, cómo el padre de Mafalda bajaba por las noches, como ce­ loso detective, a revisar la inmaculada estampa de su coche recién comprado, reluciente y mínimo, puesto a resguardo en una pen­ sión nocturna. Quino daba en el blanco: aquel hombre era uno más de los seres atrapados por la cultura de la propiedad privada, sin haber abandonado uno de sus orígenes: aquel auto representaba para él una suerte de lujoso, inapreciable juguete, único, intransferi­ ble, escudo contra todas las inseguridades y lanza dirigida al mundo para delimitar al menos cierto campo de poder. Realista a más no poder, el mundo de Mafalda no prescindía nunca de lo imposible. Los propios personajes habitaban en aquel mundo doble: el de la realidad clasemediera, tan atenta a los míni­

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Por el mundo de Mafalda

Fernando Martín

mos guiños de la vida en común, y el de la fantasía, si se piensa que es fantástico que un puñado de niños puedan ser modelos perfectos de ciertos valores y modos de ver el mundo. Porque Mafalda y sus compañeros (amigos, el hermanito, los padres, los otros padres) son seres en el fondo impensables. Otro ejemplo: al entrar a la casa de una nueva amiga, Mafalda mira a una mujer sentada a la mesa y delante de una máquina de escribir. Pregunta entonces a Libertad (la amiga) que qué hace su mamá. Libertad responde que es tra­ ductora, y remata, más o menos textualmente: “La últimas carnes comimos las escribió Jean-Paul Sartre”. Al compartir el absurdo y el registro de la realidad un solo territorio, el chiste perfecto. Es im­ posible, además, y esto es lo que interesa subrayar ahora, que una niña de primaria tenga una ocurrencia tal. En su apogeo, Mafalda dividía las opiniones. No era infre­ cuente que se soltara la pregunta: “¿A qué personaje prefieres?” Unos respondían que a Susanita, la niña que viene a ser la antí­ tesis de Mafalda (y de otros, como Libertad o Felipe). Una niña atenida a las apariencias, que tiene un solo proyecto, tan viejo y gastado que parecería imposible reciclarlo: ser una ama de casa bien casada con una especie de príncipe azul, lo suficientemen­ te apuesto y decidido para triunfar en el mundo a la vez que lo suficientemente dócil para cumplir las normas de un matrimonio (que, ya se sabe, tendrá su reglamento, dictado y vigilado por la esposa). Susanita es fea, regordeta. Su gracia mayor consiste en un intuitivo pragmatismo. No se complica la vida. Va derecho. Es buena (Quino parte de esta idea, de la que no se distancia nunca: los niños son buenos). Al mismo tiempo, y esto es lo que la hace simpática, es bruta, carece de toda idea original, de algu­ na iniciativa que la desvíe. Rodeada por otros que a todas luces cambiarán el mundo, o aspirarán a hacerlo, Susanita es enter­ necedora. Lo que podría irritar de su inflexibilidad y su taruguez contrasta efectivamente con los sueños o el incipiente pero con­ tundente ánimo crítico que florece a su alrededor. Ánimo crítico. Si a Cortázar le importaba lo que Mafalda dijese acerca de él, era justamente por ese poder crítico que aquella niña y algunos más ponían a circular como no queriendo la cosa, de un modo pueril y poderoso a un tiempo. El lector de Mafalda tiene sin falta la impresión de que aquel grupo de niños vivirán un mundo

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distinto al que conocen. Aquel mundo no da para más. Es frágil, y si se sostiene es sólo por efecto del amor, de una solidaridad que rebasa las costumbres y los tics tradicionales. En tal sentido, una vez más, es muchísimo lo que Quino alcanza a crear. Un mundo frá­ gil, en trance: un mundo que termina. Por acá las referencias a la guerra fría o a la guerra declarada; por allá las alusiones a ciertas atrocidades de la política. Y todo lo mezcla Quino con los bienes de la convivencia, bienes y gustos, manías y pequeños lujos. Decía el escritor italiano Cesare Pavese que todo está escrito para el niño que duda mientras aprende a anudarse las agujetas. ¿No le pasa eso mismo a Felipe? O mejor dicho, ¿no le habrá ocu­ rrido esto a este feliz personaje que todo lo deja para el día que sigue, que en su camino al colegio va imaginando cómo el edificio se ha incendiado? Felipe ha dejado todo para después, vive en el aplazamiento, cargando con desgano pero sin amargura un peso tan impreciso como invencible que no lo dejará nunca. ¿De dónde ha brotado todo esto? Nadie lo sabrá. Felipe es como Mafalda: no importa cuáles son sus raíces sino que cuentan las ramas y las flo­ res. En sus dudas corre también la bondad y late un ánimo de juego que sólo puede estar en la fantasía, en el sueño. Felipe vive atemo­ rizado por la carga de la realidad y dispone sus mejores horas a cambiar esa realidad. Llega a habitarla entonces, como un forajido del Oeste, como un personaje de la ficción indispensable. El más acentuado ánimo crítico se concentra en Mafalda. Más bien feúcha, regordeta, con el pelo rebelde, Mafalda estuvo a punto de ser una niña antipática. Aborrece las sopas, y hace de este dis­ gusto un elemento importante en su vida (como si contara tanto). Le fascinan los Beatles, aunque sea demasiado pronto tal vez para que sea posible tal encanto, y es sobre todo una niña lista, pruden­ te e imaginativa. Mafalda está llena de sentido común, no en balde recurre al boticario en busca de nervocalm a cada rato para rees­ tablecer un poco de cordura en la casa. Parece entenderlo todo y sus desacuerdos (aquí está uno de los aciertos mayores de Quino) cursan suavemente, lejos de berrinches pero cerca de una rara cla­ ridad. Se desespera ante las testarudez de Manolito, hijo del aba­ rrotero del barrio, un niño que equivale, en su traza sin desvíos, a Susanita. Sabe a dónde va y para qué. Su mundo es el del comercio y su cifra está en la cuenta diaria.


Por el mundo de Mafalda

Los personajes cuentan aún con un público leal y divertido. Más de una niña de carne y hueso responde al nombre de Ma­ falda, hija de unos padres que pretendieron seguir el ingenio del personaje y de su creador. No deja de llamar la atención que entre los miles y miles de lectores haya niños numerosos. Los cartones tienen una clara intención intelectual, sus alusiones no esconden intenciones críticas. ¿Por qué gustan a los niños Mafalda y sus compañeros? La primera respuesta es sencilla, al menos en apariencia. Ma­ falda y sus compañeros son niños y están creados con gracia. Son

Fernando Martín

simpáticos y no cuesta mucho identificar sus gustos, sus manías, sus obsesiones, sus miedos. Han sido dibujados con destreza y sen­ cillez por un caricaturista que no se complica la vida, que se divierte a todas luces. Por fortuna, su sello es la inteligencia. Una inteligen­ cia distante de la presunción, el ánimo de denuncia ideológica, el rollo infinito e insoportable acerca de brechas generacionales o los horrores del mundo contemporáneo. En tal sentido, Mafalda está en la realidad de todos los días sin aspavientos, sin grandilocuencias y sin apelaciones a ternezas o cursilerías. Es uno de los grandes per­ sonajes de los niños de las clases medias de nuestros países.

Fernando Martín. Nació en Puebla, periodista. Prepara su tesis sobre las estrellas del cine nacional.

CRUCERO

Lado bueno

María Landa

No todo en la infancia es horrible. Hay muchos adultos que también son buenos. Uno puede creer aun en cierta gente. La verdad es que yo me reformé también gracias a unos adultos, que la verdad se dieron cuenta de que yo andaba mal, pero muy mal. Entonces me ayudaron a salir. Pero lo que fueron mis mismos papás, nada, ellos lo contrario, a veces me daba la impresión de que hasta querían verme muerta. Cuando me veían drogada nada más les servía para tener otro pretexto para seguirme pe­ gando. Yo les llevaba algo de dinero, pero a veces me lo gastaba en chemo, pues. Y así me empezó a importar menos que mis papás me pegaran. Drogada o no de todas formas me pegaban. Luego además hacían más cosas, me violaban, me vendían. Y entonces mis papás también empezaron a darme el chemo. Y estaba yo a punto de irme de esta vida para no regresar cuando unos señores de­ nunciaron a mis papás y entonces me dejé de drogar y estuve a tiempo de no morir o de quedar mal de mi cerebro.

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A una belleza joven

W.B.Yeats

Querida artista compañera, ¿por qué Esas libertades con cualquier compañía, Con cualquier Jaime o Pedro? Entre lo bueno escoge lo mejor, Quien hace con hierbas un florero Pronto descenderá colina abajo. Sé apasionada, no liberal Como cualquier común belleza Que no nació para alternar Con querubines de Ezequiel Sino de Beauvarlet. Yo sé cuán dura es la pesada carga De ser bella, La dura vida que conlleva, Pero es mejor que remontar inviernos: No hay tonto que pueda llamarse amigo mío, Y al fin de la jornada yo podría Sentarme a la mesa con Landor y con Donne. (Traducción de Oscar González, Noviembre 2009)

W.B. Yeats. Fue una de las figuras más representativas del rencimiento irlandés. Galardonado con el premio novel. Entre su numerosísima obra poética destacan: Mosada, El Crepúsculo celta, The Second Coming, Poemas, Los cisnes salvajes de Coole, Una visión y La Torre. 158 CULTURA URBANA


Perra Miguela. Jozé Daniel.

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Resonancia

Eden Bernal

Renovar la escucha Fever Rar, Fever Ray. Rabid Records.

constantes transiciones entre luz y oscu­ ridad reflejan la personalidad de la artista sueca, que ataviada con rústicas prendas de lana, máscaras rituales o viejos trajes de princesa, permanece en la zona donde la lu­ minoso y lo sombrío danzan. In­ Radiolarians III, Medeski, Martin & Wood. ��� directo Records.

gan nuevos colores al ya policromático jazz de MM&W. La estructura de cada tema es única: Medeski surfea en lo latino y lo con­ temporáneo –después de cortar inmensas oleadas de blues y funk–; Martin navega en ritmos sincopados y golpes de rock, mien­ tras Wood se sumerge en vibraciones arábi­ gas, africanas y asiáticas que, rápidamente, se transforman en psicodélicas oleadas que pondrán al escucha en tono. Surfear el Mainstream Warp 20, Warp Records.

Un par de manos encierran un cúmulo de aire: protones… electrones… neutrinos… materia oscura que en su color guarda la hue­ lla del paso de la luz. En un estado donde el sueño y la vigilia se confunden, Karin Dreijer Andersson trasforma la electricidad en mú­ sica y escribe las letras de un álbum lleno de magia. El trabajo de la ex integrante de The Knife se condensa en atmósferas oscu­ ras, sonidos orgánicos sintetizados y patro­ nes electrónicos minimalistas que parecie­ ran construir una escultura cinética. Cada elemento en la música de Karin retiene algo de su inexistente origen: madera, metal y manos que se percuten, forman capas que se superponen y son atravesadas por haces de sonido. Todo se desliza lentamente, de un lado a otro, del primer al segundo plano mientras el rostro de Karin permanece fuera de foco, surreal, evocativa y solitaria. Las

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Libres… totalmente libres, Medeski, Martin & Wood flotan en un océano de notas, a las que imprimen formas caprichosas, divertidas y totalmente libres. El tercer disco de la serie Radiolarians demuestra la eficacia su fórmu­ la, en la que rompen con esquemas preesta­ blecidos e invierten procesos acartonados. El trío de teclados/piano, percusiones y bajo, decidió salir de gira durante 2008, improvi­ sar en las presentaciones, componer duran­ te los trayectos y, posteriormente, grabar. El resultado es un álbum heterogéneo donde las afluentes del rock, el funk, la música con­ temporánea y algunos sonidos tribales otor­

Una cápsula del tiempo o un cofre que encie­ rra preciados y desconocidos tesoros, uno de los chips que conforman el cerebro de la Matrix o, simplemente, una escultura sónica que conmemora veinte años del sello Warp Records. El boxset editado por esta disque­ ra fundada en Sheffield –ahora basada en Londres–, reúne no sólo a sus principales artistas; sino también a varios de los músi­


Resonancia

cos que escribieron un importante capítulo en la historia de la música electrónica. Warp comenzó siendo un escaparate, a través del cuál era posible escuchar incipientes géne­ ros como drum & bass, trance, house, glitch y, sobre todo, techno. Además de vender dis­ cos, el sello socializó una nueva estética mu­ sical donde la razón y la matemática hacían al cuerpo bailar, y sirvió de plataforma de lan­ zamiento para músicos como Aphex Twin, LFO, Squarepusher, Boards of Canada, Au­ techre, Plaid y muchos… muchos más. Sin dejar de lado la experimentación sonora –una de las premisas de la disquera–. Warp Records permitió que la música electrónica experimental se convirtiera en un producto comercial, extendió su catálogo hacia diver­ sos géneros –como el hip-hop, el post-punk o el folk–, y mostró que los genios son per­ sonas ampliamente razonables. El boxset Warp20 cuenta con cinco co­ lecciones –las dos primeras, también editadas de manera individual–. Cada una de ellas tiene como portada una banda de goma suspendida en el espacio –símbolo alterado del infinito–. Chosen: Los artistas y temas reunidos en el primero de estos dos discos fueron ele­ gidos por el público a través del sitio www. warp20.net. En el segundo se encuentra una selección personal de Steve Beckett, con fun­ dador del sello. Recreated: Veintiún artistas de Warp ha­cer covers a veintiún artistas de Warp. Destaca­n las versiones de los Born Ru­ffians a Milkman/ To Cure A Weakling Child, de Aphex Twin, así como When, de Vincent Gayo, reinterpretada por Maximo Park. Unheard: De los baúles secretos, empol­ vados y olvidados en las bodegas de la dis­ quera, temas nunca escuchados de Boards of Canada, Broadcast, The Elektroids, Clark, Nighmares on Wax y más.

Elemental: Mezcla de una hora cons­ truida por Osymysio a partir de secciones, samples y fragmentos de los veinte años de música de Warp Records Infinite: Cuatro horas de cortes y loops hechos a mano a partir del catálogo de Warp. Orgullo Nacional Dead in the Eye, Polka Madre. Intolerancia.

Gitanos, vagabundos, punks… un circo de varias pistas, todas ellas llenas de explosivi­ dad y una sincera energía que se transmite en el escenario. Polka Madre presenta su tercer disco, Dead in the Eye, una inusitada mezcla de dark, punk y klezmer; donde so­ nidos incidentales, paisajes sonoros y unas vocales en imperfectos inglés y español se adosan. La banda pasa con elegancia del balcánico al rock y de lo festivo a lo melan­ cólico. Su peculiar alineación –que incluye clarinete, acordeón, piano, guitarra, bate­ ría– coquetea con la música popular mexi­ cana –que pareciera ser adaptada a un film polaco o descender de la tradición Yumex–. A pesar simular simpleza, las composicio­ nes de este álbum son elaboradas y bien ensalzadas por la mezcla de Tamir Muskat (Balkan Beat Box). El álbum sirve de bitá­ cora de viaje y de punto de encuentro entre

Eden Bernal

músicos mexicanos, finlandeses y estado­ unidenses ba­jo una hermosa luna llena de octubre. Horóscopo Sonoro Los amantes de las aves estarán convencidos de permitir a sus mascotas la libertad des­ pués de escuchar Seya, de la cantant­e afri­ cana, Oumou Sangare, un disco que, además, es ampliamente recomendado para corregir malformaciones congénitas como la mi­soginia o el machismo. Los fanáticos de la sátira y el humor negro encontrarán en Shout at the Döner, de Kid606, una excelente muestra de IDM que sobrepasará su mas ocurrente irre­ verencia. Quienes escuchen un par de voces que, continuamente, susurran a sus oídos ideas literalmente opuestas, deberán reconci­ liarse consigo mismos al escuchar Divided by the Night, álbum donde The Crystal Method tiene como invitados a figuras como Peter Hook (Joy Division, New Order), Matisyahu o Emily Haines (Metric). Aquellos cuyo destino se encuentra en el lado oscuro, hallarán en B, de Turzi, el soundtrack necesario para con­ vertirse en vampiros y recorrer los lugares más sombríos del mundo –dígase Bogotá, Bamako o Baltimore–. Las personas de me­ moria superdotada encontraran en Comming Clean, de The 39 Steps, las melodías necesa­ rias para olvidar absolutamente todo, incluso el trip-hop… y si acaso su efecto fuera insu­ ficiente, el dúo happy-pop neoyorkino, Matt & Kim, les ayudará con una fuerte dosis de iló­ gico optimismo contenido en Grand, un álbum que le dibujará una sonrisa en el rostro, aún en los días más nublados del panorama inter­ nacional. Para terminar, quienes tengan fobia a las alturas, descubrirán en Popular Songs, de Yo la Tengo, un excelente motivo para lan­ zarse al vacío y encontrar un final feliz.

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Librario

Alejandra García

No es cosa de niños Juan Villoro, coordinación editorial. Varios autores, Érase una vez… La infancia en México. México, Proceso, 2009, 82 pp. (Edición Especial, 26) En Érase una vez / La infancia en México, bajo la coordi­ nación editorial del escritor Juan Villoro, la revista Proceso reúne textos (que van del ensayo al reportaje) de gran profundidad. El conjunto sirve para hacer un diagnóstico desolador. Tratemos de hacer un resumen. Los niños mexi­ canos: *son objeto de preocupaciones extralimitadas de sus pa­ dres, y aprovechadas por los médicos; en el fondo: la idea de una superprotección y de una anhelada perfección; *son comedores compulsivos de productos chatarra, nun­ ca saludables y probablemente inductores de severos proble­ mas físicos; *han asumido una moda extraña: la de contar con mas­ cotas (hamsters, víboras, perros diversos) que pueden alte­ rar sus modos de conducta; *son víctimas de una vigilancia que ha llegado a crear, entre otras cosas, una suerte de Big Brother doméstico, con tal de garantizar su seguridad en los campos público y priva­ do; en el fondo: el fantasma de los secuestros; *pueden ser inducidos a la práctica riesgosa de ciertos deportes; usualmente aguarda sólo, al final del trayecto, la frustración (se incluye un caso de un niño torero, que no sería por lo demás muy novedoso); *ven cómo se aleja de su imaginario el mundo de los su­ perhéroes para presenciar la aparición, con una buena dosis de cinismo, de los llamados super niños en la pantalla; *son manipulados por una publicidad astuta e insacia­ ble; *son objetos perfectamente adecuados para prácticas tramposas como el llamado Teletón, falaz y encubridor de

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modos de negocio groseros y acaramelados; *pueden ver, como víctimas de un proceso creciente de estupidización de la sociedad, el desastre educativo, en este caso representado por “escuelas para divertirse y pantallas para aprender”, todo bajo la redituable superstición de los adelantos teconológicos; *desean ser alguien (distinto, “estelar”), bajo las tena­ zas exploratorias de la televisión y la conversión de festejos tradicionales (los Quince Años) en homenajes inconcebibles antes, las prisas son las prisas, ahora a los Tres Años. La te­ levisión es la Tierra Prometida. Ser es ser percibido, en las ondas hertzianas; *son víctimas de la invasión de una nueva e insólita ju­ guetería. Llegaron los piratas, pero no los de Salgari, ni si­ quiera los de Johnny Depp. Son los juguetes piratas chinos, muchos de los cuales contienen plomo. Se lee en el artículo de Rosalía Vergara que: “En México tres de cada 10 juguetes son ilegales”, lo que los vuelve altamente riesgosos (más allá de las cosas fiscales); *son testigos, seguidores, espectadores del niño más viejo del mundo, un septuagenario: Xavier López Chabelo, quien ha logrado la hazaña de hacer el más largo “informer­ cial” de que se tenga noticia. Más popular entre la tropa que cualquier político, Chabelo vende mucho entre un público po­ pular y clasemediero, entre el que no faltan los crudos que no alcanzan más que el control de sus televisores; *pueden jugar a ser mayores de provecho, es decir, a manejar operaciones de dinero. ¿Qué más? Lo hacen en una “Ciudad de los Niños”, situada desde luego en Santa Fe, de donde los Panchitos fueron desplazados para dar lugar a los lujos que ni la crisis ha podido quebrar un poquito; *son consumidores ampliamente ignorantes y sin guías convenientes, en un mercado más bien alejado de ofrecer calidad y siempre uncido a la idea de la ganancia grande y rápida; *al decir del escritor Francisco Hinojosa, entrevistado por Miguel Ángel Flores (¿el poeta?), cuentan, con todo, con una luz de esperanza: la del impulso de las publicaciones destinadas a su disfrute; *en Sinaloa (es un ejemplo) trabajan como esclavos en el cultivo del tomate de exportación; *otra luz de esperanza pueden ver algunos niños, según se ve en la entrevista de Juan Villoro a Lydia Cacho, la ejemplar periodista que en Cancún ha echado a andar un refugio a mu­ jeres y niños maltratados; *pueden pasar sin mucha dificultad del lugar de víctimas al de victimarios y caer en reclusión; otra esperanza se abre aquí, según muestra Laura Emilia Pacheco: el centro Quiroz Cuarón, orientado a que los niños recobren la dignidad de que fueron despojados. Aparte de los de los autores mencionados, este volu­ men de colección, sin exagerar recoge textos de María Sche­ rer Ibarra, Arnoldo Kraus, Antonio Ortuño, Beatriz Pereyra, Arturo Rodríguez García, Jenaro Villamil, Eduardo Caccia, Nés­ tor García Canclini, Fabrizio Mejía Madrid y de Gloria Leticia Díaz. Si ya no encuentra el volumen en las librerías, los super­ mercados y los puestos de periódicos, no dude en ir a las ofici­ nas de la revista Proceso a conseguirlo. Vale mucho la pena.

Ficción

El horror según Lovecraft. Edición, selección y notas de Juan An­ tonio Molina Foix. Ed. Siruela, Pp. 436 (Col. Libros del tiempo) Talentosos autores cultivaron el género de terror en forma pro­ fusa, sin ver en vida reconocimiento suficiente por su labor. Uno de ellos fue el mismo Lovecraft, incansable cultivador de obras maestras y admirador de un sinnúmero de colegas cuya obra no corrió mejor suerte que la suya. Vemos, por ejemplo, a Sir Alger­ non Blackwood, en uno de los más conmovedores relatos sobre la fuerza y la temeridad de los fenómenos de la naturaleza, Los Sauces o a Arthur Machen, en una de las anécdotas más lúgu­ bres en torno a la figura de una misteriosa mujer, en El gran dios Pan. Lovecraft calificó a estos autores como los mejores de su tiem­po. Acompañado de una excelente edición, selección, notas y traducciones de Juan Antonio Molina Foix, este libro nos acer­ cará a lo mejor del horror literario que se cultivó en el siglo XIX. Poesía

Saito Mokichi. Muere mi madre. Versión de José Kozer. Universi­ dad Autónoma de Nuevo León. Pp. 82. (Col. El oro de los tigres.) Recoge elementos del Buda y de la psiquiatría para aludir a la muerte de su madre, en cada uno de sus pasos. La objetividad y la simpleza de cada texto propone una visión realista de la muerte, contemplada a partir de los propios ciclos vitales del poeta. El hombre al igual que una torre que se desintegra por del tiempo o la catástrofe, va dejan­ do caer sus pedazos de existencia conforme se acerca a la muerte. Una bella colección de poemas tristes, construida a partir de la visión del derrumbe paulatino de una vida, por uno de los más importantes poetas japoneses del Siglo XX. Editada muy felizmente, en una colección sin fines de lucro que, por su belleza y calidad, vale la pena tener.


Librario Alejandra García

Ficción

Poesía

Wallace Stevens. Cuatro Poemas. Selección y traducción de Tedi López Mills. Universidad Autónoma de Nuevo León. Pp. 49. (Col. El oro de los tigres.)

Yo no canto, Ulises, cuento. La sirena en el microrrelato mexicano. Estudio, recopilación y bibliografía de Javier Perucho. CONARTE, Nuevo León. Pp. 76

Francisco Hernández. El corazón y su avispero. Fondo de Cultura Económica. Pp. 91. (Col. Centzontle)

Dentro de una magnífica edición de la Universidad Autónoma de Nuevo León, la escritora Tedi López Mills, hace esta selección de cuatro poemas de Wallace Stevens. Tienen como factor común los temas de la incertidumbre, la inseguridad, la sensación de no haber establecido vínculos verdaderos con el otro durante la vida. Poemas en los que se exhibe a flor de palabra, la duda perenne. En este cuarteto de poemas hay un botón a punto de abrirse, un hijo pródigo del verano que viene a coronar el carácter efímero de las estaciones del año y de los días mismos. Introducirse a la compleja y sorpresiva obra de Wallace Stevens a través de estos cuatro poemas, resulta un grato acierto.

En una agradable recopilación el escritor Javier Perucho se dio a la tarea de reunir a cerca de cuarenta autores de distin­ tas generaciones en torno a la figura mítica de la sirena. Esta mujer psciforme de origen helénico, sobresale en la literatura mexicana del los siglos XX y XXI. La antología Incluye pasajes de autores como Alfonso Reyes, Salvador Elizondo, Julio Torri, Augusto Mosterroso, Raúl Renán, escritores de generaciones más recientes como Mónica Lavín, Guillermo Samperio, José de la Colina, hasta jóvenes autores como Julio Patán, Víctor Cabrera o Isaí Moreno.

Literatura Dramática

Ensayo

Narrativa

Wadji Mouwad. Ni el sol ni la muerte pueden mirarse de fren­ te. Ed. Jus y CNT. Pp. 190 (Col. Cuadernos de repertorio)

Stephen King. Danza Macabra. Traducción de Óscar Palmer Yáñez. Ed Valdemar. Pp. 616. (Col. Intempestivas)

Jules Barrbey D’Aurevilly. Las Diabólicas. Ed. Sexto Piso. Pp. 367. (Col. Clásicos Sexto Piso)

Una obra magnífica que reinterpreta las tragedias de Cadmo, Layo y Edipo, desde la perspectiva que ha marcado durante lar­gos años la vida libanesa; la guerra, la huída, la catástro­ fe. Todas las acciones transcurren en un gran hotel de Bei­ rut, devastado por la guerra civil. Puesta en escena reciente­ mente por Luis de Tavira, esta obra ha sido afortunadamente acompañada por esta edición de Jus y la CNT, que nos ayuda a comprender de cerca el arte teatral de uno de los jóvenes dramaturgos más referidos de la cultura canadiense. Esther Seligson es la encargada de traducir del francés original esta compleja obra.

Fanático conocedor y uno de los más importantes cultiva­ dores del género del horror, Stephen King hace una verdade­ ra danza alrededor de la literatura y la filmografía que confor­ maron su propia afición durante tres décadas (1950-1980) y despliega ante el lector un abanico tan amplio de refe­rencias que parece imposible de abarcar. Es este un ensayo diverti­ do, plagado de datos curiosos, incluso autobiográficos. Pre­ senta la ficción de terror como un género capaz de relucir el placer mórbido que atrae a los aficionados hacia una incómo­ da tortura por la que incluso son capaces de pagar. Sin duda un libro indispensable para quienes saben disfrutar del cine y la literatura de horror y sus vitales paradojas.

Obra maestra del S.XIX, Las diabólicas es una serie de relatos que retrata a la alta sociedad francesa de su tiempo, desnu­ da en su lado impío e inmoral. Mujeres bellas y enamoradas hasta el adulterio, el repudio social y el asesinato; mujeres privilegiadas y aburridas de la vida anodina de las esferas su­ periores, del constante rumoreo del cual sólo escapa el que sostiene una conducta impecablemente hipócrita. Muy cen­ surado y juzgado en su tiempo, este libro de prosa deliciosa y picante, ha resistido los embates de su sociedad y resurge gracias a esta feliz edición de Sexto Piso.

Poesía

Una antología de poemas de amor y desamor escritos en dis­ tintas épocas de la vida del propio autor. Versos que rebozan sensualidad, pero además un picante sentido del humor y una claridad deslumbrante. A una vez causa dolor, revolotea en el oído del lector con un zumbido musical y etéreo y nos invita a la reflexión del sentido trascendente y volátil de lo erótico. Poesía a la ausencia perenne de lo que se desea, juega con los elementos de lo inasible: el viento, las alas, la luz, los fantasmas amorosos.

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