La novia del agente secreto Andrea Edwards
2º de la Serie Círculo Nupcial
La novia del agente secreto (2000) Título Original: Secret agent groom (1999) Serie: 2ª Círculo Nupcial Editorial: Harlequín Ibérica Sello / Colección: Súper Jazmín 385 Género: Contemporáneo Protagonistas: Alex Waterstone y Heather Mahoney
Argumento: Alex Waterstone había sido el chico con el que cualquier muchacha se moriría por salir. Pero Heather Mahoney nunca salía con chicos… es más, ni siquiera había asistido al baile de su graduación. Al único acto al que asistiría sería a su propia boda… y desde luego, Alex sería el novio ideal. Alex Waterstone estaba inmerso en una misión en la que trabajaba encubiertamente, y la condenada sonrisa de Heather no lo dejaba concentrarse. Pero no podía permitirse con ella ni un beso, si no quería que aquella inocente belleza se transformara de inmediato en objetivo de riesgo, y él haría lo que fuera por protegerla. ¿Pero quién protegería su corazón del amor?
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Prólogo —Vamos a contar historias de miedo —sugirió Dorothy, dejando a un lado su álbum de recortes y acurrucándose en su saco de dormir, alrededor del cual se encontraban sus mejores amigas. ¿Historias de miedo? Heather sintió que la boca se le quedaba seca. —¡Genial! —exclamó Penny, incorporándose entusiasmada. A un lado quedaron las revistas de las que estaba recortando fotografías de la boda real. Heather sólo fue capaz de disimular a duras penas su terror. Se volvió para mirar a través de la puerta de persiana. La oscuridad dominaba la granja forestal de la familia de Penny, y prefirió volver los ojos hacia la seguridad de la habitación. Era la primera vez que todas las amigas podían quedarse en casa de una de ellas a dormir juntas, y puesto que se trataba de la casa de Penny, ésta tenía derecho a hacer lo que quisiera, pero aun así… Karin se levantó. —Podemos apagar la luz y… ¿Apagar las luces? —¡No! Las tres chicas se volvieron a mirar a Heather, que intentó decir algo, pero tenía la lengua pegada al paladar. Incluso intentó imaginar algo, lo que fuera, pero nada acudió a su cabeza. Por fin, tras inspirar profundamente, se obligó a sonreír. —No hemos terminado con los recortes —dijo. —¿Qué más da? —contestó Karin, y apagó la luz—. Esto va a ser mucho más divertido. ¿Divertido? ¿Estar tan asustada que no se pudiera dormir podía ser divertido? A la edad de ocho años, Heather Anne Mahoney tenía una certeza absoluta sobre unas cuantas cosas. Por ejemplo, sabía sin ningún género de dudas que si jugaba en el bosque cercano al lago Palomara, la morderían mapaches rabiosos, y horribles murciélagos y comadrejas, y moriría tras una agonía terrible, como aquella niña que conocía la prima de la tía abuela de Millie. Si dejaba la ventana abierta las noches de verano, se constiparía y terminaría con una neumonía que la conduciría a una muerte certera por altísimas fiebres, como ese niño vecino de la mejor amiga de la anciana señora Schubert. Y si salía a la calle en medio de una tormenta, terminaría frita por un rayo, con el pelo echando humo, como aquel hombre que trabajaba con el abuelo Mahoney en la serrería. Al llegar a la edad de doce años, Heather había añadido unas cuantas evidencias más a su lista: los chicos nunca se traían nada bueno entre manos… aunque no supiera con exactitud lo que eso quería decir. A nadie le gustaban los sabihondos, ni los fanfarrones, ni los santurrones, ni los aguafiestas. Y si cometía un error en público, no dejarían que se olvidara de ello.
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Y ahora que tenía ya catorce años, estaba muy versada en los peligros del mundo, la mayoría de los cuales pasaban desapercibidos para el resto de los mortales. —No estarás asustada, ¿no? —preguntó Karin. —¿Por qué iba a estarlo? —replicó Dorothy, riéndose; la posibilidad le parecía ridícula—. Son sólo historias, y Heather lo sabe. Pero Penny la miró un instante. —¿Prefieres que hagamos otra cosa? Heather sintió el peso de la culpa sobre sus hombros. Penny era tan buena… debería acceder a lo de contar historias de miedo. Al fin y al cabo, eso era lo que Penny quería hacer. Pero ¿y si de verdad existían los fantasmas, y hablando de ellos se los despertaba y venían a…? Heather vio en aquel instante la fotografía de la princesa con su traje de novia y se aferró a la idea. —Vamos a planear nuestras bodas —sugirió. —¿Planear nuestras bodas? —la voz de Karin contenía aburrimiento y desdén a partes iguales—. ¿Se puede saber para qué? —Pues por pura diversión —contestó Heather—. Podemos planear nuestra boda y escribirlo todo con detalle para poder recordarlo dentro de diez años. —Si no vamos a necesitarlo hasta dentro de diez años, podemos esperar unos cuantos días más para escribirlo, ¿no? —respondió Karin, aún junto a la llave de la luz—. Y esta noche, podemos contar historias de miedo. —También podemos hacer las dos cosas —señaló Dorothy. Cerró su álbum de recortes y se sentó con las piernas cruzadas en el sofá—. ¿Por dónde empezamos? Con un sonoro suspiro, Karin se dejó caer en el sofá junto a Penny. Heather intentó no mirarla. Enseguida se daría cuenta de lo divertido que podía ser. —Seguro que todas queréis una boda como la de la princesa Diana —vaticinó Karin—. Un vestido con una cola larguísima y montones de volantes, un marido rico e importante y un carruaje decorado con flores y tirado por caballos. Ya está. Heather inspiró profundamente y se llevó la almohada al pecho. —Pues yo no quiero que mi boda sea así. —¿Ah, no? —Dorothy parecía sorprendida—. Pues a mí me parece perfecta. —¿Con tanta gente mirándote? —Bueno, puede que no tanta —admitió Dorothy, y con un puñado de palomitas en la mano, dejó que su mirada soñadora vagase por la habitación—. Pero me gustaría llevar un vestido así, y que hubiese flores por todas partes. —Yo quiero casarme al aire libre —dijo Penny—, en un jardín. —Se te ensuciaría la cola del vestido —puntualizó Karin.
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—Es que yo no quiero un vestido con cola, sino uno muy sencillo y con un velo corto —tomó un sorbo de soda—. Bueno, no. Mejor flores en el pelo en lugar de velo. —¿Sabes lo que me parece a mí lo más romántico del mundo? —preguntó Heather—. Una fuga. Sus tres amigas la miraron sorprendidas. Dorothy dejó de comer palomitas, Penny dejó de beber y Karin, de fruncir el ceño. —¿Fugarte? —repitió Karin por fin. Heather asintió. —Estar tan enamorada que sólo quieras estar con él, y él contigo. ¿No sería eso lo más maravilloso? —¿No te gustaría que tu familia y tus amigos estuviesen en tu boda? — preguntó Penny. —Podríamos dar una fiesta después e invitar a todo el mundo. Karin movió la cabeza. —¿Sin arroz y sin latas atadas al coche? —El arroz es malo para los pájaros. Dorothy se incorporó. —Pero si te fugases, la gente de Chesterton no podría ir a tu boda. —Perfecto. Así Alex Waterstone no podría estropearlo todo corriendo por el malecón —Heather se estremeció al pensar en el lucifer de la ciudad—. Es la última persona a la que querría ver en mi boda.
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Capítulo 1 —¿Llueve por allí, cariño? —la preocupación de Edith era casi palpable, a pesar de llegar a través de la línea telefónica—. Han dicho en la televisión que está lloviendo en el norte de Indiana. Tendrás las ventanas cerradas, ¿verdad? Heather se apoyó en la encimera de la cocina y miró a través de la ventana hacia el cielo de la tarde. —No está lloviendo, mamá. Ni siquiera hay nubes. —Pues en la tele no mienten sobre estas cosas. Lo mejor sería que te metieras en el sótano, por si acaso. Aún pueden llegar tornados a mediados de agosto. Heather se irguió. La cena la esperaba en la mesa de la cocina, pero es que no le gustaba nada comer mientras hablaba por teléfono. —Mamá, estoy bien. La tormenta debe de quedar más al este. —Por lo menos ten encendida la televisión para que puedas oír las noticias —le aconsejó con un suspiro—. No deberíamos habernos marchado de allí. La rodilla de tu padre podría avisarnos de si se acerca una tormenta. Heather hubiera querido darle un abrazo a su madre para agradecerle su preocupación, pero deseaba que dejase de inquietarse tanto. Acababa de cumplir treinta y tres, y no trece, pero aquella era una batalla que nunca iba a ganar. —Lo que necesitas es tener a un hombre al lado —sentenció su madre, lanzándose a su tema favorito—. ¿Qué harías si te cayera un árbol encima de la casa? —Pues llamaría a la granja de Penny. Pero su madre continuó como si Heather no hubiese hablado. —¿Y si te encontrases un ratón dentro de casa? —Los gatos se ocuparían de él. —¿Y si oyeses un ruido fuera en plena noche? Heather había oído montones de ruidos en plena noche y había descubierto que meterse bien bajo la ropa de la cama era un remedio tan efectivo como el de levantarse a investigar. Y si eso no funcionaba, su cama era lo bastante grande como para esconderse debajo. Y también estaba el armario. Pero eso no era lo que su madre necesitaba escuchar. —Si hubiese alguien merodeando por aquí, llamaría a la policía. —¡Heather! —protestó su madre—. ¡Que estoy hablando en serio! Estás sola en Chesterton, y me tienes muy preocupada. Pero Heather no estaba sola. Tenía montones de amigos que la ayudarían si lo necesitase. —Mamá, si algo me ocurriese, siempre podría llamar a Alex.
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—¿Alex Waterstone? —Heather casi pudo sentir el estremecimiento de horror de su madre—. Casi preferiría que tuvieses a Godzilla de vecino. —Mamá, Alex es un buen tipo. No es que lo conozca demasiado, pero me parece muy agradable. —¿Agradable? —la voz de su madre era casi un graznido—. Nunca olvidaré las pesadillas que tuviste después de verlo correr por el malecón con la bicicleta. —Ya no hace esas cosas, mamá. Es profesor de universidad, muy serio y muy propio —aunque, para hacer honor a la verdad, no parecía ni tan serio ni tan propio. Seguro que sus estudiantes femeninas estaban locamente enamoradas de él—. Pero supongo que podría deshacerse de un ratón si se lo pidiera. —Lo dudo. La última vez que lo vi, me pareció un remilgado. Heather tuvo que echarse a reír. A pesar de ser un hombre decididamente atractivo, el niño salvaje que fue había llegado a transformarse en un adulto muy sereno. —De todas formas, no tienes que preocuparte por eso. Alex Warterstone y yo casi no nos hablamos. Ni siquiera creo que haya sacado la nariz de sus libros de poesía durante el tiempo suficiente como para darse cuenta de que existo. —Ya. Pues él se lo pierde. Heather contuvo la risa. Había percibido movimiento en el jardín. Y allí estaba aquel pequeño animal gris, corriendo por entre las flores para desaparecer después entre los rosales. —Mamá, tengo que dejarte. La gatita salvaje ha vuelto. —Ojalá fueses detrás de los hombres igual que vas detrás de los gatos —suspiró su madre—. Ten cuidado, hija. Ponte guantes, por lo menos.
Alex Waterstone entró en el aparcamiento y se bajó del coche, con un libro de poesía en la mano y su SIG–Sauer 380 automática en la pistolera de la pantorrilla. Relajado y seguro de sí mismo, entró en el restaurante. La vida era bella. Tras pasar unos larguísimos meses trabajando en su tapadera, la investigación por fin empezaba a progresar. Dos agentes lo esperaban sentados a la mesa, en un rincón. Vestidos como iban, en manga corta y sin corbata, se mezclaban con el resto de los comensales sin dificultad. Alex se unió a ellos y nadie pareció prestarles atención. —¿Algún problema? —preguntó Fitzgerald en voz baja. —No te habrán identificado, ¿verdad? —preguntó Casio, el supervisor de Alex. El banco estaba forrado con vinilo y Alex tuvo de pronto la sensación de que iba a quedarse pegado allí para siempre. El inmovilismo, el último de los horrores. Una vida que transcurría al ritmo del segundero del reloj. Pero se limitó a sonreír.
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—¿Problemas? ¿Por qué iba a tener problemas un respetado profesor de literatura de la Universidad del Medio Oeste? —No empecemos —contestó Casio, exasperado—, que no podemos estar aquí toda la noche. —El único problema que tengo es decidir qué métrica voy a emplear en mi próximo poema —contestó Alex, dejando sobre la mesa su libro de poesía para dar mayor efecto a sus palabras. La carta estaba también sobre la mesa. No tenía hambre, pero cuando la camarera se acercó, pidió cualquier cosa—. Té helado y una ensalada de la casa. La camarera se llevó la carta y entró en la cocina. —Bueno, ¿qué noticias hay? Casio dejó a un lado su ensalada a medio terminar. —Nos ponemos en marcha mañana. —Ya era hora. Tenía la impresión de llevar toda la vida esperando. No podía correr riesgos si no quería poner en peligro su tapadera, pero habría terminado por volver a correr en bici por el malecón si hubiese tenido que seguir esperando mucho más, aunque ¿se habría divertido tanto a los treinta y cuatro como a los catorce con aquella travesura? —¿A quién tenemos aquí? —preguntó, abriendo el expediente que le había traído Casio. Durante más de una hora, mientras comían, estuvieron examinando fotos, información sobre el pasado de todos los delincuentes que sabían que intervendrían en aquella operación, lo que sabían sobre la organización de juego clandestino y cuál sería la mejor forma de infiltrarse en ella. Y cómo minimizar los riesgos. Aquellos tipos disparaban primero y preguntaban después. —Estoy preparado para ir esta noche —dijo Alex—. ¿Por qué esperar hasta mañana? —¿Es que escribir poesía no es lo suficientemente excitante para ti? —preguntó Casio. —Mi abuela siempre decía que hay que tener cuidado con lo que se desea — intervino Fitz—. Uno puede llegar a entusiasmarse demasiado. Alex inspiró profundamente. —Estoy deseando poner a esa gentuza tras las rejas. Eso es todo. Casi se echó a reír. —Sí, ya. Tú lo que quieres es retirarte, quedarte en Chesterton y pasarte la vida escribiendo poemas sobre El mago de Oz.
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—También es posible que le haya echado el ojo a alguien —replicó Fitz—. Incluso puede que quiera echar raíces con alguna vecinita que le prepare galletas caseras. Alex sintió que le daba un vuelco el estómago. Llevaban cinco años trabajando juntos, y aún no lo conocían. El retiro era sólo para los que perdían el valor. Las raíces eran sólo para quienes querían sufrir. Pero se limitó a sonreír a sus compañeros. —La señora Fallón tiene sesenta y cinco años, es viuda y sólo me habla para citar a su querido y difunto marido. Hay otra mujer más joven que vive al norte de mi casa, pero no me ha dirigido la palabra desde el instituto. Y además, no creo que le guste hacer galletas. —Puede que esté loca por ti, pero que sea tímida. —Y puede que tú necesites una vida propia de la que ocuparte —le espetó. Luego continuaron ocupándose del caso, pero Alex estaba molesto, tanto consigo mismo como con sus compañeros. Deberían conocerlo mejor, y él no debería perder los nervios por sus chistes, aunque su explosión sólo era prueba de que necesitaba entrar en acción. Todo estaba empezando a afectarle y, muy especialmente, vivir en Chesterton. A la agencia le había parecido que el hecho de que volviese a vivir en su ciudad natal podría ser una tapadera perfecta para él, pero no habían tenido en cuenta lo mucho que iba a tener que hacer para integrarse; cosas como tener que renovar sus antiguas amistades, o tener que participar en el comité organizador del Festival de Oz que se celebraba todos los septiembres. Incluso Heather Mahoney y su silencio estaban empezando a afectarle. La semana anterior había estado sentada junto a él durante la sesión de poesía y apenas le había dicho una palabra. Afortunadamente la acción había llegado en el momento oportuno. —¿Todo claro? —preguntó Casio. —Mañana a las dos en punto —Alex dobló cuidadosamente el papel en el que había anotado la dirección y se lo guardó en el bolsillo del pantalón—. Allí estaré. Había oscurecido cuando salieron del restaurante, por separado y cada uno en una dirección. Alex condujo su coche a una velocidad razonable, justo al límite de lo permitido, pero su corazón corría mucho más. La fase número uno de la operación estaba discurriendo sin complicaciones. Había encajado perfectamente en su papel de profesor de la Universidad del Medio Oeste. Su trabajo consistía en dirigir un programa de tutorías de reciente implantación para el departamento de deportes, y sus estudiantes ya habían empezado a ayudar a los jugadores de fútbol con sus tareas universitarias. La segunda fase iba a dar comienzo al día siguiente. Si todo iba bien, conseguiría entrar en el casino privado y convencería a todo el mundo de que era un jugador de apuestas fuertes. Al cabo de una semana, estaría endeudado por el juego, pero seguiría pidiendo préstamos para endeudarse aún más. Al cabo de dos, justo cuando el primer partido de fútbol se jugase, alguien debería haberle propuesto que
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pusiera bajo arresto académico a unos cuantos jugadores clave del equipo. En un mes, se esperaría de él que garantizase la pérdida de determinados partidos. En dos, la acusación cobraría cuerpo y algunos de los peores delincuentes del país verían sus lucrativos negocios cerrados, con lo que perderían una de las mayores fuentes de financiación para sus otras actividades. Alex sonrió. Aquello era mejor que sus mejores paseos en bici por el malecón. Era la vida para la que había nacido. Ojalá lo hubiera descubierto antes; así no se habría pasado cuatro años en la universidad obteniendo una licenciatura que su madre deseaba más que él. Pero es que parecía querer tan desesperadamente que Alex hubiese superado su vena salvaje que él habría hecho lo que fuera por complacerla. Pero ¿era esa vena salvaje algo que él podía superar, o formaba parte de su personalidad? Alex tomó la calle que conducía a su casa. Tenía que salir a correr y levantar pesas más o menos durante una hora. Quería estar listo para el día siguiente. Al acercarse a su domicilio, puso en marcha el escáner instalado en el visor del coche. No es que desconfiase, porque nunca… El monitor zumbó. Alex se quedó asombrado durante un momento y después miró la pequeña pantalla. El sistema de seguridad del perímetro había sido violado, pero no el del interior de la casa. Alguien había entrado en el jardín. Pulsó otro botón. Habían entrado a las 21:55 horas, así que quienquiera que fuese podía estar todavía en el jardín, y no era probable que se tratara de algún niño tras un balón perdido. Con el corazón acelerado, tomó una calle lateral y paró el coche en una avenida que quedaba al sur de su casa. Con movimientos rápidos y seguros, bajó del coche, cerró la puerta sin hacer ruido y, a cubierto tras unos arbustos, sacó el arma. Demonios… no podía tratarse sólo de una coincidencia. No la noche anterior al comienzo de la operación. ¿Lo habrían seguido? ¿Aquella noche, o quizás en otro momento? Echó a andar hacia su casa, sus pisadas crujían sobre la grava suelta. Al pasar junto a una de las casas oyó música, los sonidos de la televisión de otra. Pasó de los arbustos a la sombra oscura de un garaje hasta llegar a la valla de ladrillo de la casa de la señora Fallón. Las farolas que iluminaban la avenida quedaban bastante separadas las unas de las otras, de modo que no era difícil permanecer escondido. A menos que alguien lo estuviera vigilando, claro. Nada más pasar el jardín de la señora Fallón, se agachó para observar su casa, intentando detectar el más mínimo movimiento. Su jardín estaba rodeado por una valla metálica, y podía ver claramente su casa desde el lugar en el que se encontraba. Un foco de encendido automático iluminaba el jardín por la noche, pero en aquel momento no lucía. ¿Podría ser un fallo del sistema de alarma, que se hubiera disparado por error? Posible, pero no probable.
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Entonces, ¿qué había ocurrido? ¿Habrían descubierto su tapadera? Y de ser así, ¿quién? Intentó serenarse. No importaba quién, al menos por el momento. Él no era un inexperto al que pudieran agarrar desprevenido. Sabía bien lo que hacía. Oyó un sonido, sintió un movimiento que provenía de detrás del garaje de su casa y sonrió. No podía haber deseado un lugar mejor. Entre la pared del garaje por un lado, y los arbustos que cerraban la valla por el otro, sólo había un lugar por el que intruso podía salir, y ahí precisamente era donde iba a estar él. Utilizando una rama baja de un árbol, saltó dentro del jardín. El movimiento continuó. No se habían percatado de su presencia. Fue acercándose más y más. Era casi demasiado fácil. Ese pensamiento lo hizo detenerse y ocultarse de nuevo en las sombras. Pero nada delataba la presencia de alguien más, y como el garaje iba a quedar a su espalda, estaría a cubierto por ese flanco. Dos pasos más y quedó al descubierto, apuntando con el arma a la figura que se movía detrás del lilo. —No te muevas. A la luz de las farolas de la calle, vio un cabello rubio recogido en un moño y unos ojos azules que lo miraban, tan abiertos y asustados que pensó en un ciervo atrapado por el haz de luz de un coche. Su cuerpo se volvió de hielo durante un segundo, y después la rabia se apoderó de él. Bajó el arma. —¿Heather? ¿Qué demonios estaba haciendo allí? Podía haberle pegado un tiro. ¿Es que no tenía sentido común? Inspiró profundamente, carraspeó e intentó utilizar su tono de profesor. —¡Qué sorpresa tan deliciosa! ¿Puedo ayudarte en algo? Heather sólo podía mirar a Alex, y al arma que llevaba en la mano. El corazón se le había parado y pensó que, en unos segundos, estaría muerta. Con un poco de suerte, claro, porque si no, Alex… Tragó saliva, parpadeó varias veces y cuando volvió a mirar, Alex se estaba atando los zapatos y no había ni rastro del arma. Claro. ¿Cómo podía haberse imaginado algo así? ¡Pero si era profesor de literatura! Un poeta como él jamás usaría armas, y mucho menos poseería una. Tenía que habérselo imaginado. El estómago siempre se le encogía en su presencia, y en aquella ocasión, el cerebro también. Volvió a parpadear ya que le había funcionado una vez, pero después siguió viéndose a sí misma en pijama sentada en la tierra del jardín trasero de Alex y a él mirándola con el ceño fruncido. —¿Heather? —dijo avanzando hacia ella—, ¿es que has perdido algo? De pronto se dio cuenta de que no sólo la miraba sino que también le estaba hablando. Tenía que hacer algo, o al menos decir algo. Pero, ¿qué? Intentó ponerse de pie, pero las rodillas no parecían querer sujetar su peso. Si hubiera sido uno de los niños de su jardín de infancia, se habría echado a llorar, o habría culpado de aquella
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situación a cualquier otro niño; incluso habría empezado a hablar de cualquier otra cosa. —El recital de poesía de la semana pasada fue muy bueno —dijo, queriendo sonar inteligente, pero lo que en realidad salió de sus labios fue bastante opaco. Estúpido, incluso. Era el comentario más estúpido que había pronunciado desde hacía al menos un mes. —Sí, fue muy edificante —contestó Alex en tono cauto, como si no estuviera seguro de si era peligrosa o no—. ¿Te molestaría si te pregunto la razón por la que estás aquí fuera en…? —¿En pijama? —concluyó por él. Podría haber pasado por un pantalón corto y una camiseta, pero los gatitos dormidos con que estaba decorado la delataban. —Eh… —parecía haberse quedado sin palabras—. Bueno, lo que yo iba a decir era aquí fuera, en la oscuridad. —Ah. Así que no se había dado cuenta. Cerró los ojos mortificada. ¿Dónde se metían las arañas venenosas cuando se las necesitaba? Abrió los ojos y volvió a mirarle. Alex era el hombre más atractivo de toda Indiana: pelo oscuro que le caía ligeramente sobre la frente, alto y de espalda ancha… y el hombre que más la asustaba de cuantos conocía. Desde que había vuelto a vivir a Chesterton el año pasado para ocupar esa plaza de profesor en la Universidad, tenía la sensación de que era aún más peligroso que cuando era niño, lo cual, bien mirado, era una solemne tontería. —Es que he visto una gatita entrar en tu jardín —admitió—. He intentando atraparla esta tarde, pero no lo he conseguido, y he pensado que no te importaría que entrase en tu jardín para intentarlo otra vez. —¿Una gatita? Parecía sólo un poco exasperado y se agachó junto a ella para mirar bajo los arbustos. —Está ahí al fondo —dijo Heather, poniéndose a cuatro patas para enfocar con la linterna al fondo de los arbustos. La luz se filtró entre las hojas e iluminó una pequeña criatura que se encontraba junto a un desagüe—. Hay una especie de boca de drenaje. Se ha sentado en la entrada de la boca. Alex se acercó a ella. Se acercó incluso demasiado, porque al inclinarse hacia delante para mirar por debajo de los arbustos, le rozó el brazo. ¡Sólo era un brazo, por Dios! Pero ella enrojeció de pies a cabeza y sintió que le subía la temperatura. —Es muy pequeña —dijo. Heather miró también. La gatita gris apenas se veía en la oscuridad, pero podía sentir su miedo. —Pobrecita —dijo—. Debe de estar…
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Alex metió un brazo entre las ramas para sacarla de allí. Hubo un bufido y un movimiento… y Alex retiró el brazo rápidamente. —¡En! —exclamó—. Que me ha mordido —se quejó, agitando la mano como si le escociera. —Ay, es culpa mía —contestó Heather—. Debería haberte advertido que es salvaje. Lo siento mucho. No debería haberte dejado meter así el brazo. Tomó la mano de Alex, examinó la mancha de sangre que tenía en la palma de la mano y experimentó un tremendo alivio. ¿Era alivio u otra cosa? Sintió que las mejillas le ardían y lo soltó. —Es sólo un arañazo, no un mordisco. Te lo desinfectaremos, pero no tienes de qué preocuparte. —No estaba preocupado —le informó—. Y no has sido tú quien me ha dejado meter el brazo. He sido yo sólito. Su tono era brusco, pero no podía culparlo por ello. Debía de estar cansado y molesto por haberla encontrado allí. —¿Estás seguro que ha sido la gata? —le preguntó—. Podrían ser ortigas. Él volvió a mirarla con la misma exasperación que antes. —Ha sido la gata —confirmó—. Ha querido decirme que me vaya a hacer puñetas. ¿A hacer puñetas? ¿Aquel comentario era propio del digno profesor Waterstone? Pues no. Parecía algo más propio de Alex «mira lo que hago» Waterstone. El crío que saltaba del roble de los Sheridan al tejado del garaje de los Cauldwell mientras ella le gritaba que no lo hiciera. El adolescente al que le gustaba ir a cazar serpientes al lago Palomara y llevar sus capturas en cajas para enseñarlas por el vecindario. El chico del instituto que pintaba en el autobús del equipo rival de Valparaíso «¡Viva Chesterton!» Ojalá se metiera en su casa, o recordase que necesitaba algo de la tienda. La estaba poniendo nerviosa con su mera presencia. Inspiró profundamente y volvió a mirar entre los arbustos. —Espero que le hayas dicho que no pensamos irnos a hacer puñetas —Heather enfocó con la linterna teniendo cuidado de no proyectar la luz directamente sobre la gata—. Y que hay una gatita que va a dormir caliente esta noche. —Sí, se lo he dicho. Todo eso y mucho más. Heather se concentró en abrir una lata de atún que llevaba consigo e intentó no pensar en que Alex la estaba mirando. O en el hecho de que los pijamas no eran de un tejido demasiado grueso. O que atrapar a una gata salvaje era algo mucho más interesante de lo que ella podía soñar. Echó el atún en un plato pequeño. «Haz lo que tengas que hacer», se dijo, «y vuelve después a casa». Empujó despacio el plato hacia la gata.
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—Aquí tienes, preciosa —dijo con dulzura—. ¿A que huele bien? Seguro que tienes hambre, ¿eh? Un suave maullido fue la respuesta y la gatita asomó la cabeza por el desagüe. —Eso es —dijo Alex—. Sal a comer. Heather se sobresaltó un poco. Alex estaba tumbado en el suelo junto a ella, mirando también bajo el arbusto. ¿Tendría intención de ayudarla? Por mucho que intentara que esa posibilidad no la afectase, la idea la animó por dentro y por fuera. Rápidamente volvió a dirigir su atención a la gata. Intentar comprender a Alex, o a cualquier hombre, era algo que excedía su capacidad. —¿No quieres un poquito de este riquísimo atún? —la animó—. Vamos, chiquitita. No tienes que tener miedo. No dejaré que el malo del tío Alex te haga nada. —¿El malo del tío Alex? —repitió él. Heather no contestó porque la gatita empezaba a salir de la boca de drenaje, atraída por el olor del pescado, y tenía que concentrarse en eso. Afortunadamente, porque no habría sabido explicar por qué había dicho esa estupidez. Ella nunca hacía cosas así. Quizás quien se había rozado con las ortigas fuese ella y el urticante se le había subido a la cabeza. —Vamos, cariño —susurró—. Ven a comer. La gatita estaba casi fuera del drenaje. Un paso más, y estaría fuera. Otro, y casi en el plato. Uno más, y ya estaba oliendo cuidadosamente el atún. Entonces Heather, sujetándola por el pelo de detrás de la cabeza, a pesar de sus airadas protestas, la metió en una bolsa de lona. Una vez la hubo cerrado con la mano, la gata quedó en silencio y Heather se levantó. —¿Ya está? —preguntó Alex, levantándose también—. ¿Quieres que la lleve yo? —No, gracias, no es necesario. Recogeré el resto de… Pero Alex había alcanzado la linterna antes que ella. Y el plato de atún. —¿Lo tiro? Cerró los ojos un instante. Debería llevárselo ella, o decirle que lo tirara. Debería recordar el miedo que le inspiraba sentarse a su lado en el autobús del colegio por si tenía bichos y se los enseñaba, o por si se colgaba por fuera de la ventanilla para robar una manzana de un árbol al pasar. Pero en lo único que pudo pensar fue en que no podía llevarlo todo. Abrió los ojos y sonrió. casa?
—Creo que esta jovencita se ha ganado su atún. ¿Podrías llevármelo hasta mi —Claro.
Así que lo condujo hasta su casa descalza, en pijama y con la certeza de ser una idiota. Parecía un hombre educado, agradable y digno de confianza, pero seguía
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siendo Alex Waterstone, y ella le seguía teniendo miedo. Cuando él estaba, ocurrían cosas. ¿Por qué no podía haber sido aquel agradable vendedor de zapatos que se había mudado dos casas más abajo el que viniera a ayudarla? Abrió la puerta de la cocina y entró. Alex la siguió. —Puedes dejarlo todo en la mesa —le dijo—. ¿Quieres llevar el plato abajo? —¿Abajo? Estaba cometiendo un error monumental. Era evidente que él no quería estar allí, y ella debería poner en orden sus emociones. Pero no podría hacerlo mientras él siguiera cerca. —A la sala de los perdidos. —¿La sala de los perdidos? Heather dio media vuelta y salió de la cocina, y Alex la siguió. Debería haberse puesto algo encima del pijama, pero qué tontería. Él iba a ver a los gatos, y no a ella. —Trabajo para el Refugio de Mascotas —le explicó—. Doy albergue a unos cuantos gatos mientras les consiguen una casa y, nada más llegar, los pongo en cuarentena en el cuarto de los perdidos. Entraron en la habitación y encendió la luz. Había una jaula de viaje de perro grande en la que había puesto una manta. Dejó la bolsa, ligeramente abierta, en su interior y cerró la puerta. —¿Para qué es la jaula? —preguntó Alex, que de pronto parecía desconfiado y molesto. Heather suspiró. Ya había pasado antes por esa situación. —La gatita es salvaje y hay que obligarla a ser sociable. —¿Obligarla a ser sociable? —repitió. Había pasado de parecer molesto a parecer ultrajado—. ¿Y cómo piensas conseguirlo? ¿Obligándola a ayunar hasta que sea más amable? —No —contestó Heather al tiempo que le quitaba el plato de atún—, pero tengo que tocarla y tenerla en brazos varias veces al día, tanto si le gusta como si no. —Así sólo vas a conseguir asustarla. —Al principio, sí —corroboró y, rápidamente, abrió la puerta de la jaula para poner el plato de comida en su interior. La gatita asomó la nariz desde debajo de la manta, olfateando el aire. En cuanto se marcharan, saldría a buscar su recompensa—. Pero es por su propio bien. No podrán encontrarle una casa si tiene miedo de la gente. —Ya… no lo había pensado —su enfado desapareció—. Supongo que sería muy difícil encontrar una casa en la que quisieran a un gato que araña a quien se le acerca. —Y hablando de arañazos, hay que limpiar el tuyo. No sé dónde tengo la cabeza. —Estoy bien.
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—Hay que limpiarlo —insistió, y pasando junto a él, se dirigió al recibidor—. Ven, que tengo un desinfectante. —No tiene importancia —dijo él, mirándose la mano—. Ni siquiera se ve ya. —Tendrá importancia si se infecta la mano y acabas perdiéndola. —No la voy a perder, no te preocupes. Estaban ya en la cocina, que era una habitación espaciosa, pero que de pronto parecía haberse vuelto muy pequeña. Pequeña y muy bien iluminada. Un gato manchado estaba subido en la mesa, lamiendo la lata de atún vacía. —Victoria —la riñó Heather, dejándola en el suelo—, ¿quieres hacer el favor de comportarte? Victoria se refugió bajo la mesa con aire ofendido y Heather abrió su botiquín, del que sacó un antiséptico. —Ten, lávate la mano con esto. Alex tomó la botella y se acercó al fregadero. Heather se tranquilizó un poco mientras lo veía lavarse. No había reparado en lo bonitas que eran sus manos, con unos dedos largos pero fuertes. Como si… —¿Cómo te has hecho eso? —le preguntó al fijarse en una cicatriz que le surcaba la mano derecha. Alex se miró la mano y se encogió de hombros. ahí.
—No lo sé. Supongo que debí de hacérmela de pequeño, zascandileando por
¿Cómo era posible que no se acordase de una cicatriz así? Entonces le vio otra, una marca larga y roja que le subía por el brazo. —¿Y esa otra? —le preguntó. Pero él se limitó a reírse mientras se sacudía el agua de las manos antes de secarse con la toalla que Heather le había dejado. —Pues me temo que tampoco me acuerdo de esa. Puede que me la hiciera cuando me caí del garaje de los Cauldwell. Estaba mintiendo, porque no se había caído. En realidad, todos esperaban que le ocurriera algo terrible, teniendo en cuenta las cosas que hacía, pero nunca le había pasado nada. Quizás le diese vergüenza hablar de ello. O quizás pensara que no era asunto suyo. —Bueno, pues ya es hora de que me vaya a casa —dijo, dejando a un lado la toalla. —Gracias por tu ayuda. Has sido muy amable con todo esto. —Habría sido difícil comportarse de otro modo, ¿no? —Sí, bueno… es que, no sé… tenía la impresión de que eras más… estirado. Incluso en tu manera de hablar.
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—¿Que soy estirado hablando? —repitió en tono extrañado—. Puede que cazar felinos salvajes sea un comportamiento menos formal a tu juicio. Parecía cambiar, transformarse en otra persona delante mismo de sus ojos, y Heather sintió que un escalofrío le recorría la espalda. ¿Qué estaba pasando? —Sí, tiene que ser eso —dijo despacio—. Gracias otra vez por tu ayuda. —Ha sido un verdadero placer. Y tras asentir levemente, sacó las llaves del bolsillo y salió. Heather lo vio marcharse, oyó sus pisadas en la acera y después el sonido de su puerta al cerrarse. Luego, la noche volvió a ser suya. —Bueno, Victoria, ahora ya puedo respirar —dijo—. Hemos salido sanas y salvas de nuestro encuentro con el profesor Alex Waterstone. Pero Victoria acababa de recibir la visita de su otro gato, Henry, y los dos estaban jugando con algo que había en el suelo. Heather se agachó apresuradamente, esperando que no fuese un bicho. Y no lo era. Se trataba de un pedacito de papel con una dirección escrita. Debía de habérsele caído a Alex.
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Capítulo 2 Alex entró en su casa, reinició el sistema de seguridad, sacó una soda del frigorífico y se sentó a oscuras en el salón, con la mirada fija en la tranquila calle que discurría frente a la ventana. Las anticuadas farolas apenas podían competir con la luz de la luna llena, y los sonidos del verano se colaban por las ventanas abiertas. Una típica noche de verano en Chesterton. Una noche que en otro momento le habría calmado los nervios acumulados en su interior durante el día, pero que no estaba surtiendo el efecto deseado en aquella ocasión. Estaba tenso, con los nervios de punta, irritable. Se sentía inquieto por algo que no podía identificar y a lo que, por lo tanto, no podía poner remedio, y eso no le gustaba. Ni una pizca. Tiró de la anilla de la lata e intentó serenarse. La situación con Heather era hasta divertida. Y había solventado bien lo del arma. Menos mal que estaban a oscuras. Si no, Heather hubiese visto el arma con que la apuntaba. En fin… todo lo que está bien, termina bien. Aunque… La imagen de Heather, descalza y en pijama, se le apareció ante los ojos, desplazando al paisaje inundado de luz de luna. Había algo en su sonrisa que lo atraía, algo en la nostalgia de su mirada. Casi se sentía culpable por haberla engañado, lo cual era una locura. Había sido ella quien se había colado en su jardín, disparando la alarma. Aunque eso tampoco era culpa suya. Debería estar riéndose del incidente, en lugar de estar cada vez de peor humor. Heather siempre había sido una chica muy sensible. Si alguien la miraba mal, se echaba a llorar. No lo había hecho esa noche, sino que se había mostrado competente y decidida. Iba a rescatar a esa gatita, y sabía exactamente cómo tenía que hacerlo. De pronto una luz azul y otra roja llamaron su atención. Parecía un coche de policía que avanzase con las luces encendidas pero sin sirena. ¿Se estaría perpetrando algún robo? Alex se levantó y se acercó a la ventana. ¡Pero si se había parado delante de su casa! Demonios… tenía que haber sido la agencia. Estarían conectados a su sistema de vigilancia y habrían llamado a la policía local. Alex encendió algunas luces, dejó a un lado la lata de soda y acudió a la puerta a recibir al oficial que se acercaba. —Buenas noches, Toto —le dijo, saliendo al porche—. ¿A qué debo el placer de tu visita? —Hola, Alex —contestó el policía con una sonrisa—. ¿Cómo estás? —Espléndidamente. No podría estar mejor —Alex hizo una pausa y aparentó confusión—. ¿Cuál es el evento que te trae por mi casa?
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Toto se encogió de hombros. —Hemos recibido una llamada diciendo que ocurría algo aquí. —¿En mi casa? ¿Y qué podría ocurrir? —No lo sé. He venido simplemente a echar un vistazo. Alex se hizo a un lado rápidamente. —Adelante, por favor. No me sentiré seguro hasta que no hayas cumplido con tu deber. El policía suspiró y entró en la casa mientras que Alex se quedaba en el porche, apoyado contra la barandilla, contemplando las luces de la casa de Heather. Vio un gato con manchas sentado en el alféizar de una ventana y tuvo la impresión de que se burlaba de él, de que presumía porque no estaba solo y él sí. Alex se dio la vuelta bruscamente. Como si a él le importasen esas cosas. A él le gustaba estar solo. Lo prefería. Pensó entonces en la expresión de Toto al entrar en su casa. Tom Tollinger era unos años más joven que él, pero se conocían desde el instituto y, mientras el resto de la gente parecía haber aceptado al nuevo Alex sin problemas, Toto no parecía haberse tragado del todo el cambio. —¿Y bien? —le preguntó con una máscara de preocupación al verlo salir. Toto se encogió de hombros. —No me parece que haya nada raro. Ha debido de ser una equivocación. Ni rastro de merodeadores. —¿Un merodeador? —Alex se estremeció y se echó después a reír como si se le acabase de ocurrir algo—. Ay, Dios, ha debido de ser Heather. Es que ha estado en mi jardín hace unos veinte minutos, buscando a una gata. Toto se relajó. —Sí, sería eso. Ha debido de llamar algún vecino desde un teléfono móvil. Es uno de los inconvenientes de vivir en una ciudad tan pequeña como esta. Siempre hay alguien observándote. —Pero quien haya sido lo ha hecho por ayudar. Menos mal que era una falsa alarma. —Sí, menos mal. Toto estrechó la mano de Alex mientras éste le daba las gracias por su preocupación. Luego Alex se quedó en el porche esperando a que el coche patrulla se alejase. Una vez hubo desaparecido, entró rápidamente para llamar a su supervisor. Casio contestó inmediatamente. —¿Qué demonios está pasando? —Ha sido un pequeño accidente. —¿Como cuánto de pequeño?
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Pensó en la figura menuda de Heather y frunció el ceño. —Muy pequeño. Una vecina ha entrado en mi jardín en busca de un gato. —¿Un gato? ¿Es que no era suyo? —Su gato. Un gato. ¿Qué más da? —Sólo quiero asegurarme de que no tenemos problemas. —Es que no los tenemos. Ha sido un accidente. —¿Seguro? Qué paranoico. —No era más que una vecina en busca de su gata. Es una mujer con la que fui al colegio. No ha dado un problema en toda su vida, y no sería capaz de darlos ni aunque lo intentase. —Si estás convencido. —Lo estoy. Es la última persona en el mundo de la que tendría que preocuparme.
—Ya estás, preciosa —le dijo Heather a la gatita—. Que la abracen a una no está tan mal, ¿verdad? A mí también me gusta. Pero no era algo que le hubiera ocurrido con demasiada frecuencia últimamente, pensó con un suspiro. Salía muy a menudo, pero tras un par de citas, llegaba a la conclusión de que el hombre en particular no era el adecuado y no volvía a salir con él. A lo largo de los años, había salido con casi todos los solteros de la ciudad, de modo que los abrazos habían llegado a ser algo raro para ella, aunque no por eso había dejado de echarlos de menos. Se levantó y sacó a sus dos gatos de la habitación. ¿Por qué se sentiría tan nostálgica aquella noche, cuando debería estar contenta? Había podido atrapar a la pequeña… pequeña… Bonnie, sí, era un buen nombre para ella, y era razón más que suficiente para sentirse feliz. Incluso debería celebrarlo tomándose una limonada antes de irse a dormir. Henry se detuvo en la puerta y maulló quejumbroso. —No, la nueva gatita no se puede venir con nosotros. Tiene que quedarse un poco más aquí. Henry parecía decidido a discutir, pero Heather cerró la puerta frunciendo el ceño y se apoyó en ella. La nota que se le había caído a Alex era tan molesta como su persona. Quizás fuese de una clase de papel especialmente pesado, o que hubiese absorbido la humedad del ambiente. En cualquier caso, le pesaba demasiado en el bolsillo. —¿Debo llevársela a su casa? —les preguntó a sus gatos mientras entraban en la cocina.
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Ninguno de los dos le dio su opinión, ya que ninguno de ellos tenía más experiencia con los hombres que ella; puede que pensaran también que ya era hora de que tomase sus propias decisiones. Se detuvo en la puerta de la cocina y contempló la casa de Alex. Había unas cuantas luces encendidas, de modo que seguía despierto. Pero, ¿y si tenía invitados? ¿Y si estaba en la ducha? ¿Y si tenía invitados en la ducha? La cara se le puso roja como la grana. Pero sería aun peor que estuviera solo. Pensaría que utilizaba la nota como excusa. Le parecería una pobre y desesperada solterona a la caza de un hombre. —No, ya se la devolveré por la mañana —dijo, echando el cerrojo a la puerta—. Se la dejaré antes de irme para Chicago a la prueba de Karin. O mejor aún: la meteré en un sobre y se la dejaré en el buzón. Así no tendré que molestarlo. Era un plan muy razonable. Apagó la luz de la cocina y caminó en la semioscuridad hasta el salón. Una llamada a la puerta de la cocina la dejó petrificada. ¿Sería Alex? La cara le ardió, pero no fue nada comparado con la velocidad que habían adquirido los latidos de su corazón. Dios del cielo… ¿Alex Waterstone en su casa? ¿Qué podía querer? ¿Y si se encontraba tan solo como ella y quería pasar allí la noche? El pánico la atenazaba. Era una situación a la que no se había enfrentado nunca. ¿Qué debía hacer? ¿Invitarlo a tomar algo? ¡No! Sólo tenía limonada y cerveza, nada sofisticado o intelectual. Y sus aperitivos eran sólo galletas con formas de animales y helado. ¿De qué hablarían? ¡Además, seguía estando en pijama! Se pasó las manos por los costados. No podía… Sus manos se detuvieron al notar el papel. Esa era la razón de que estuviera allí. Había vuelto a buscar la nota. Sus absurdas preocupaciones se esfumaron. ¿De qué había tenido tanto miedo? ¿De que se sintiera de pronto arrebatado por la pasión? «¡Vamos, Heather Anne!», se reprendió. Volvió a la cocina y abrió la puerta, pero no era Alex, sino Toto. —¡Toto! —exclamó, invitándolo a entrar—. ¿Cómo es que vienes a estas horas? ¿Has sabido algo de Dorothy? Su amiga, que había sido novia de Toto, se había marchado a vivir a París. Toto entró, negando con la cabeza. —No, pero Penny y Brad me prometieron que me llamarían cuando la hubieran visto. —Ha sido una suerte que Brad tuviese que asistir a esa conferencia en París, o no sabríamos nada de ella.
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Pobre Toto. Parecía perdido desde que Dorothy se había marchado a París, hacía ya una semana. —Me iba ya para casa —explicó él, agachándose a acariciar a los gatos—, y como he visto tu luz encendida, he decidido pasarme a ver si todo iba bien. —Me alegro de que lo hayas hecho. Todo va bien, pero siempre me viene bien tener un poco de compañía. ¿Quieres un poco de limonada? —Sí, gracias —Toto se acercó a la mesa de la cocina—. Es que esta noche hemos recibido una llamada para que viniéramos a echar un vistazo a la casa de Alex. Supongo que alguien ha debido de verte en su jardín y ha pensado que andabas merodeando. —¿Yo? —había empezado a servir la limonada, pero hizo un alto para mirar a su amigo—. Ay, cómo lo siento. Espero no haberte causado problemas. —No, qué va. Alex estaba tan tranquilo —Toto se sentó—. Lo que sí que me ha sorprendido es saber que has estado allí. Siempre había pensado que le tenías miedo. ¿Cómo habían llegado a ese tema? Heather terminó de servir la limonada sin prisas y llevó los vasos a la mesa. Después sacó las galletas con forma de animales y se sentó. —No le tengo miedo —contestó con despreocupación—. No sé de dónde te has sacado esa idea. Toto tomó un puñado de galletas. —Pues porque antes te habrías desmayado si hubieras tenido que hablar con él. —Qué tontería —sacó una galleta de la bolsa y se concentró en morderle las patas—. Además, ya no estamos en el instituto. ¿Por qué tenía Alex que bombardear su vida de ese modo? Había vivido a su lado durante casi un año sin apenas ser consciente de ello, y ahora, en una sola noche, parecía incapaz de deshacerse de él. Lo mejor sería un cambio de tema. —Creo que tú también deberías ir a París —le dijo. La sorpresa dejó una galleta con forma de gorila a medio camino de su boca. —¿A París? —Claro —replicó Heather, entusiasmándose con la idea—. ¿Por qué no? Hace años que no tienes vacaciones. Te sentaría bien. Además, en un lugar tan romántico como París, se daría cuenta de que Dorothy y él estaban hechos el uno para el otro. casa. vida.
—No puedo permitírmelo —contestó—. Ya sabes que acabo de comprarme una E iba a permitir que la mujer con la que debía compartirla desapareciera de su
—Vamos, Toto, ¿cuánto puede costarte? Ve a ver a Dorothy y que ella te enseñe la ciudad.
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—Pero necesitaría el pasaporte. Y unas fotos. —Seguramente —contestó. No es que ella fuese una viajera experimentada. Ir a Chicago ya había sido toda una aventura para ella—. Pregunta en la agencia de viajes. —No sé —suspiró, recostándose en la silla—. Lo más probable es que Dorothy no quiera volver a verme. —¿Quieres dejar de tenerle miedo a todo? —Yo no le tengo miedo a nada —espetó—. Y además, mira quién habla. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo sin haberte tirado meses dándole vueltas? —Hago muchas cosas sin pensarlas antes. —Recoger gatos perdidos no cuenta. —Hago otras cosas. —Dime una. E iba a decírsela, para que viera, pero es que no se le ocurría ninguna. —A lo mejor no quiero. —A lo mejor no puedes. Heather frunció el ceño. ¿Por qué no se habría dado cuenta antes de lo pesado que era? —A lo mejor me parece que esta conversación es una estupidez. Toto se incorporó. —Tú haz una sola cosa atrevida, y yo iré a París. ¡Qué tontería! yo?
—¿Vas a permitir que tu felicidad futura dependa de lo valiente que pueda ser —¿Es que ir a París no sería demostrar lo valiente que soy? —No. Lo loco que estás. Toto se levantó sonriendo. —Jamás serías capaz de correr riesgos, ¿verdad? Heather eligió un león de entre las galletas y se lo metió en la boca.
—He corrido muchos riesgos en mi vida —dijo, aunque no se le ocurriese ninguno en aquel momento—, y correré uno más, así que vete preparando el pasaporte. Toto se sorprendió. —Tiene que ser algo verdaderamente osado, no una tontería. —No me pongas restricciones. Cuando lo haga, te lo haré saber. —Y creo que debería tener que ver con Alex.
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—Te he dicho que no acepto restricciones. —Sólo estoy intentando dejar bien claro qué es para mí un acto de valentía. —Tú sólo estás intentando escurrir el bulto —replicó Heather, poniéndose en pie—. Pero te vas a enterar de quién soy yo. Él se echó a reír. Parecía convencido de ganar la apuesta. —Claro que sí. Te conozco, Heather —se acercó a ella y le pellizcó la mejilla—. Cuídate. Y si necesitas algo, no tienes más que llamarme. Heather lo vio subirse al coche patrulla y perderse de vista. Estaba tan seguro de que ella no podía hacer algo atrevido que tuviera que ver con Alex, que iba a tener que demostrarle que se equivocaba. Por el bien de Dorothy. Por el bien de Toto. Por el bien de la felicidad que les aguardaba juntos, tenía que demostrarle que se equivocaba. Algo verdaderamente osado que tuviera que ver con Alex. No podía ser tan difícil.
Dorothy tomó un bocado de croissant suspirando. Estaba desayunando en un pequeño café que quedaba cerca de su apartamento. Los edificios estaban repletos de historia, el barrio repleto de cultura y el café lo estaba de los aromas más deliciosos. En la distancia, a través de la bruma temprana, podía ver la torre Eiffel. E incluso había conseguido un trabajo en una pequeña galería de arte que quedaba a unas cuantas manzanas de allí. ¿Por qué entonces no estaba loca de alegría? —¡Dorothy! Levantó la mirada para encontrarse con que Penny la saludaba desde la terraza del café. —¡Pen! ¡Cómo me alegro de verte! —exclamó, y acudió junto a su amiga para darle un abrazo—. Dios, no puedo creer que Brad y tú vayáis a casaros de verdad. —A veces yo tampoco me lo creo —contestó Penny riéndose, y ambas se sentaron a la mesa de Dorothy—. ¿Qué tal te va? —De maravilla —contestó, olvidándose por un momento de la soledad que la seguía como una sombra—. Es todo lo que siempre había soñado y mucho más. ¿Qué tal la conferencia? —No lo sé. Brad ha ido a registrarnos en el hotel. Nos encontraremos más tarde. Me alegro de que dejases el mensaje en el hotel de que nos viéramos aquí. Tenía unas ganas tremendas de hablar contigo. Penny se sentó y le dio las gracias al camarero que le trajo un café. —¿Has sabido algo de Toto?
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—¿De Toto? —Dorothy no necesitó fingir confusión—. ¿Por qué iba a haber tenido noticias suyas? —Fue a buscarte la noche que te marchabas, pero llegó tarde a Chicago. Tu avión ya había despegado. Dorothy no sabía qué pensar, ni qué decir, ni qué sentir. Dejó el croissant mientras intentaba ordenar sus ideas. —¿Y qué quería? Penny se encogió de hombros. —Dijo que quería despedirse de ti y desearte buena suerte, pero quién sabe qué quería de verdad. La buena de Penny… siempre intentando arreglar las cosas de todo el mundo. Pero a veces no se podía, por mucho que se intentase. —¿Qué otra cosa habría podido querer? —preguntó Dorothy—. Somos amigos desde hace veinte años. Estoy segura de que desea que todo me vaya bien aquí. —Hay muchas otras cosas que habría podido querer decirte —contestó Penny—. Suponía que te habría llamado por teléfono, ya que no había podido verte en el aeropuerto. Pero Dorothy seguía con la mirada a un hombre que pasaba por la calle montando en bicicleta y con la cesta llena de pan recién horneado. Cuando tomó una calle lateral y lo perdió de vista, Dorothy se volvió hacia su amiga. —Todo terminó. G puede que, quizás, nunca haya habido nada. Si Toto y yo hubiéramos estado enamorados como Brad y tú, lo habríamos sabido hace tiempo. Ya era hora de seguir adelante, y éste era el lugar adecuado para hacerlo. La vida que llevo aquí me encanta. —Sí, pero… —Penny suspiró con tristeza—. Lo sé. Todos tenemos que encontrar nuestro propio camino, pero yo quiero que seas tan feliz como lo soy yo. —Y lo seré —le aseguró Dorothy—. Dame tiempo para encontrar al Jacques de mis sueños. —Pero a Toto y a ti se os veía tan bien juntos —se quejó Penny. ¿Cómo podía ser perfecta una pareja si permitían que todo un océano se interpusiera entre ellos? —A Jacques y a mí se nos verá aun mejor —declaró. Ojalá pudiera creérselo su corazón…
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Capítulo 3 Alex decidió correr un par de kilómetros más, siguiendo el camino que bordeaba el lago en lugar de volver a casa. Era temprano, el tráfico de la mañana apenas había empezado y tenía energía más que de sobra para quemar. Energía e irritación. El episodio de la noche anterior con Heather había sido gracioso, un poco de diversión que debería haber puesto un broche final y algo humorístico al día. Pero, en lugar de ser punto final, no había parado de revivirlo o, al menos, de recordar determinadas partes, durante toda la noche. Cada vez que se quedaba dormido, volvía al jardín, sacaba el arma y estaba a punto de dispararla. Qué locura. Él era un profesional. Jamás había disparado accidentalmente a nadie, ni a la persona equivocada, ni a un observador inocente. Y sin embargo, en sus sueños, se veía a sí mismo en peligro para que al fin resultase ser Heather. Qué locura. Pasó junto a la vieja caseta de botes y dobló en dirección al bosque, por el camino que serpenteaba entre vetustos robles, olmos y arces. Aquel paraje siempre le había gustado, y especialmente a primera hora de la mañana. No había nadie, y el mundo era suyo. Había empezado a ir por allí cuando tenía doce años, tras la muerte de su padre, cuando la soledad era una bendición para él. En cualquier otro sitio al que fuese, la gente parecía observarlo, compadecerlo, intentar cuidarlo, y él lo detestaba. Había intentado decirles a todos ellos que estaba bien, pero nadie lo había escuchado, y la compasión había seguido brillando en la mirada de todos, así que había hecho lo que su padre habría querido: darles algo a lo que mirar. Empezó a subirse a todo lo que se le pusiera delante: árboles, torres de riego, silos. Saltaba de tejados, ramas y ventanas. Bajaba con su bicicleta por las cuestas más empinadas, tomaba las curvas más cerradas a toda velocidad y hacía las mayores locuras, hasta que nadie supo ya qué se podía esperar de él. Y eso era lo que él quería. Quizás fue entonces cuando empezó su trabajo encubierto, pensó con una sonrisa. O quizás fue entonces cuando permitió que su verdadera naturaleza ejerciera el control sobre su vida. Sí, era lo más probable. Siempre había sido una persona celosa de su intimidad, de modo que era lógico que hubiera escogido una profesión que le permitiera salvaguardar esa intimidad. Salió del bosque, atravesó el aparcamiento de la biblioteca y tomó su calle, reduciendo la velocidad. Había ya más gente y más coches pero, aun en hora punta, Chesterton era una ciudad adormecida, un lugar en el que era fácil engañar a las personas. ¿Y por qué sería que eso empezaba a molestarlo? Vio a su anciana vecina recogiendo el periódico de la puerta y la saludó con la mano. Se sentía mucho mejor. Todas aquellas tonterías en que había andado pensando no eran más que la tensión por el trabajo que se le avecinaba. Y no es que estuviera
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preocupado por ello. No. Era la espera lo que le ponía nervioso. Recogió su periódico y dio la vuelta a la casa. Y se topó de bruces con Heather. —¡Ah! —gritó ella, dando un respingo con la mano en el corazón. Alex la sujetó por los brazos, temiendo que pudiese caerse. Pero no fue así. Más bien fue como si se encogiese y fuese a aterrizar contra su pecho. La abrazó como si sus brazos hubiesen tomado por sí solos la decisión de hacerlo. No podía permitir que se cayera en su propia acera, por supuesto. Pero el corazón le latía con tanta rapidez que parecía burlarse de sus buenas intenciones. Y sus sentidos parecían desbordados por el suave olor a flores de Heather. —Vaya… Lo siento, Alex —dijo ella, separándose. Había enrojecido y su voz sonaba temblorosa. Alex sintió ganas de volver a abrazarla y, sin embargo, retrocedió un paso en busca de un aire más respirable. —¿Estás bien? —preguntó él—. No te habré hecho daño, ¿verdad? —Estoy bien —contestó, aún con voz ahogada y sin atreverse a mirarlo de frente—. Debería tener más cuidado de por dónde voy. —¿Qué tal está hoy la gatita? —le preguntó. Quería calmar su inquietud. ¿Y qué tenía eso de raro? Heather era una buena persona, que jamás le había hecho nada a nadie. Calmarla era sólo un gesto de caballerosidad. —Es un encanto —dijo, con una sonrisa todavía incierta—. Sigue teniendo miedo de salir, pero ha mejorado —inspiró profundamente—. A lo mejor te gustaría venir a verla. Ella me ha dicho que se alegraría de verte. —Yo… eh… —balbució. Heather parecía tan frágil, tan vulnerable, que apenas podía hablar. Rechazar la invitación la dejaría maltrecha, pero no podía permitirse aceptar. Él era un solitario. Siempre lo había sido y siempre lo sería. Aceptar y permitir que pudiera llegar a pensar lo contrario sólo serviría para hacerla sufrir. ¿Por qué demonios habría tenido que pensar la agencia que Chesterton era un buen sitio? —Me temo que… —Claro, por supuesto que no —se apresuró a decir ella, y sus ojos azules volvieron a huir de los de él—. Ha sido una tontería. Estás muy ocupado. —Es que voy a empezar a viajar mucho —le explicó—. Otro profesor y yo hemos estado hablando del arte de la rima en Shakespeare y es posible que hagamos un trabajo de investigación al respecto, de modo que vamos a tener que reunimos muy a menudo. —Lo comprendo. De todas formas, ha sido una proposición estúpida —había algo en su voz que la traicionaba y Alex sintió un extraño dolor en el corazón—. Venía a traerte esto. Se te cayó anoche en mi casa.
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Le puso un trozo de papel en la mano. Era la dirección del cuartel general de la organización de juego ilegal. Alex se quedó mirando la nota con una tremenda quemazón en el estómago. Maldición… ¿Cómo podía haber sido tan descuidado? Esa clase de error podía acarrear consecuencias directas para él y para sus socios. ¿Dónde demonios tenía la cabeza? Apretó el papel en la mano. A partir de aquel momento, tenía que ser más cuidadoso. Mucho más cuidadoso. Extremadamente cuidadoso. —Gracias —le dijo—. No habría podido localizar a mi colaborador en el trabajo sobre Shakespeare sin esto. —Y no podemos permitir que eso ocurra. Bueno, tengo que irme —dijo—. Ya nos veremos. —Sí. Por supuesto. Pero había desaparecido casi antes de que él hubiera pronunciado aquellas palabras, y había llegado a la puerta de su casa con tanta rapidez como si la persiguieran. El mundo quedó, de pronto, en silencio. Estaba lleno de sonidos, sí: el canto de los pájaros, el ruido distante del tráfico y el rumor de las hojas de los árboles, pero eran todos sonidos huecos, vacíos, pálidos y burlones reflejos de un mundo sin vida. ¡Qué tontería! Debía haberse intoxicado con el humo de los tubos de escape, o haber sido salpicado por agua del lago que tuviese el poder de causar alucinaciones. De un tirón, abrió la puerta trasera y lo primero que vio fue la luz parpadeante de su sistema de alarma. Maldición. Otra vez no. Alguien había estado en la puerta trasera hacía tres minutos. Heather. Tras reiniciar el sistema, descolgó el teléfono y marcó un número. Casio contestó. —¿Quieres decirme qué demonios está pasando? —Nada. Estoy bien. Todo está en orden. Este sistema es demasiado sensible. —¿Demasiado sensible? Llevas viviendo meses ahí y nunca ha saltado y, ahora, se dispara dos veces en doce horas. —No pasa nada, Casio —repitió—. Dentro de unas horas, salgo para Chicago.
«Heather Anne», se decía mientras colocaba la falda del vestido de Karin, «eres una fracasada». No había conseguido estar a la altura de lo que se había propuesto. Ni siquiera había conseguido dar el primer paso. Sí, le había devuelto a Alex la nota y lo había invitado a ir a su casa, pero para ello había hecho el más absoluto de los ridículos.
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Gracias a Dios que había tenido que irse a Chicago para la prueba del vestido que Karin iba a llevar en el Festival de Oz. Con suerte, y teniendo en cuenta todos los trajes que estaba preparando, no volvería a encontrarse con Alex hasta dentro de tres siglos. Heather se apoyó en los talones y examinó el disfraz de Glinda, el Hada Buena. —No te queda tan bien como la última vez —dijo—. Te tira un poco de la cintura. Karin se miró el estómago. —¿No puedes sacarle un poco? —Claro, pero ¿tú crees que es necesario? Puede que simplemente hoy hayas comido más que de costumbre. Ya sabes que no deberías comer la comida del hospital. Karin se echó a reír, pero no había humor tras su risa. —Qué más quisiera yo que fuese tan sencillo —dijo, sentándose en una silla—. Me temo que va a durar algo más que un festín de comida mala. Unos nueve meses más. —¿Nueve meses? —repitió, atónita. ¿Podía haber entendido mal?—. ¿Estás embarazada? —Sorprendida, ¿eh? —Karin hizo una mueca—. No pensabas que fuese capaz de dejarme convencer por la palabrería de algún idiota, ¿verdad? —No, no me refería a eso. —¡Un niño! ¡Qué maravilla! Pero entonces reparó en las sombras que había bajo los ojos de su amiga y en sus hombros hundidos—. Me parece que no estás tan entusiasmada por la idea como lo estaría yo. ¿Qué le ha parecido al padre? —¿Al padre? ¿A qué padre? Ni siquiera ha querido admitir haber estado allí esa noche. —Vaya… —no era de extrañar que estuviera deprimida—. Si hay algo que yo pueda hacer, no tienes más que decirlo. Lo que sea. Karin esbozó una mínima sonrisa. —Sí que hay algo, aparte de no decírselo a nadie por ahora. —Cuenta con ello. —Que le saques de ancho al vestido. Mi madre está entusiasmada con que su hija vaya a ser el Hada Buena del Festival de Oz, así que no me gustaría tener que renunciar porque no me vale el vestido. Heather se levantó y abrazó a su amiga. —Hecho. ¡Marchando un vestido premamá para Glinda! Heather trabajó en el vestido durante una hora más y luego Karin se fue a visitar a un paciente al que iba a operar al día siguiente. Fue cuando iba ya de vuelta a casa cuando Heather cayó en la cuenta de que la noticia que le había dado Karin le
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había impedido volver a pensar en cómo se había comportado con Alex, permitiéndole olvidarse del ridículo y disfrutar de la emoción de la buena nueva. Un hijo. Karin era muy afortunada. Tener un hijo debía de ser la experiencia más maravillosa del mundo. Heather salió de su ensueño al darse cuenta de que el tráfico se había detenido delante de ella. Al parecer, un camión había volcado en la calzada y dos grúas estaban intentando levantarlo. No le quedaba más remedio que esperar. Frunció el ceño y tamborileó con los dedos sobre el volante. Le hacía muy poca gracia conducir con un tráfico tan denso: la gente cambiaba de carril inesperadamente, los camiones le echaban encima sus nubes de humo… Los accidentes estaban siempre a punto de ocurrir, y después sería ella quien necesitase que la rescataran. Levantó la mirada hacia una de las señales que cruzaban la autopista. Qué casualidad. La siguiente salida era la de Poplar, la calle que estaba escrita en el papel que se le había caído a Alex. No se podía avanzar por la carretera, pero la salida que conducía a la casa del amigo de Alex estaba vacía y resultaba tentadora. Todo ese espacio para ella sola. ¿Por qué no? Podía seguir cualquier calle que discurriera en paralelo a la autovía y volver e incorporarse cuando hubiese dejado atrás el accidente. Tomó la salida y subió la rampa. Tenía que ser un barrio seguro si el amigo de Alex vivía allí. No tenía por qué pasar nada, aunque, teniendo en cuenta su suerte, Alex estaría en la puerta de la casa de su amigo y la vería pasar. El corazón estuvo a punto de detenérsele al considerar esa posibilidad. Bueno, ¿y qué si estaba? Ella ya era la nueva Heather, la mujer en busca de cualquier reto. ¿Qué podía importarle que Alex la viera? Pero a medida que avanzaba, las manos empezaron a sudarle. ¿Y si se le rompía el coche y tenía que pedir ayuda en casa de su amigo? ¿Y si sufría un accidente, o era testigo de un crimen? Aquella era la mayor tontería que había hecho en su vida. La mayor estupidez, sin duda, que se le había ocurrido desde que tenía uso de razón. ¡Menuda forma de poner a prueba su valor recién estrenado! Tenía que dar la vuelta antes de que su mala suerte pudiese ponerla en ridículo. Lo único que tenía que hacer era encontrar un lugar donde dar la vuelta. Un cambio de sentido. Una calle lateral. Un callejón. Lo que fuera. Con la respiración agitada y sudándole las manos, Heather se aferró al volante y miró a su alrededor. El barrio estaba decrépito. Aquella calle debía de haber sido una zona comercial, pero evidentemente de eso hacía mucho. Se necesitaban más de un par de inviernos de nieve y hielo para arrancar la pintura de las puertas, y más de dos veranos de calor sofocante para que la madera se resquebrajara. Puede que hubiese algún apartamento en el primer piso de aquellos edificios, pero no era el lugar que un profesor de literatura elegiría para vivir. Debía de recordar mal la dirección. O quizás había más de una calle Poplar en Chicago. Esa
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posibilidad la tranquilizó un poco, pero aun así, tenía que encontrar la forma de volver a la autovía. Allí, un poco más adelante, había una calle lateral, un poco más allá de donde aquellos dos hombres estaban hablando.
Alex cruzó despacio el aparcamiento de grava arrastrando los pies y con los hombros caídos. Con un poco de suerte, daría la imagen de un tipo que se había jugado hasta el último céntimo, y no la de un agente federal trabajando encubiertamente y con una diminuta cámara camuflada en su alfiler de corbata. Con un triste suspiro, ya que uno nunca podía saber quién iba a estar observándolo, se acercó a la valla que cerraba el aparcamiento y se apoyó en ella a contemplar los coches. Un gato marrón y blanco se movía cautelosamente entre ellos y Alex sonrió. Menos mal que Heather no estaba allí. Se subiría a la valla sin dudarlo para perseguirlo, y adiós investigación. Su sonrisa se transformó en un gesto de preocupación. ¿De dónde había salido ese pensamiento? Tenía que recuperar la concentración, y sacó unas cuantas fotografías del aparcamiento. No es que esperase mucho de ellas, pero quién sabe. Las cosas iban muy bien. Casio y él habían entrado en la timba ilegal de juego. No sabía qué había hecho Casio, pero él había perdido varios miles de dólares, tal y como habían planeado, y había tomado un par de docenas de fotos. Si los tiburones del préstamo no se acercaban a él, volvería dentro de unos días y perdería aún más. Más tarde o más temprano, le ofrecerían el préstamo y avanzarían en la investigación. —¿Qué haces aquí? ¿Entrando en contacto con los barrios bajos? Alex se volvió. El hombre que le había hablado iba bien vestido y tenía el aura de un profesional, pero ¿profesional de qué? —Da la impresión de que Las Vegas fuese más tu sitio. Alex se encogió de hombros y se tocó el botón del traje. —Demasiado lejos. Y las barcazas están llenas de abueletes jugando a las tragaperras. Ando buscando un poco más de acción —quizás debía de arriesgar un poco más—. Y un sitio que sea un poco más generoso con el crédito. No obtuvo respuesta. Sólo una mirada dura. Luego el hombre se distrajo contemplando los coches del aparcamiento como si fuesen objetos raros y hermosos que pudieran ser admirados. —¿Es que estás en racha? —preguntó el hombre un momento después. Alex se humedeció los labios, como haría un hombre puesto contra las cuerdas pero que intentase mantener su orgullo masculino. —Lo único que necesito es un poco más de dinero para pasarme el resto de la vida sacando sietes y onces.
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—Pero el dinero no es gratis. El hombre lo miró de arriba abajo, reparando sin duda en su traje, corbata, camisa y zapatos. No podía tener idea del cuidado que Alex había puesto en su apariencia, pero sabría apreciar su valor. —Hombre, uno necesita dinero para hacer dinero —contestó Alex—, y yo sólo lo necesitaría durante unos días. —Sí, claro —el hombre cambió de postura—. ¿Tienes algún documento que te identifique? Alex le entregó el permiso de conducir y dos tarjetas de crédito, y el hombre anotó sus números en una pequeña agenda electrónica que sacó del bolsillo, antes de devolvérselos. Alex se tocó el botón del traje unas cuantas veces más. —Tengo un despacho en la parte de atrás —dijo el hombre—. Ven dentro de media hora. —Claro. Genial. Gracias. Alex sonrió mientras guardaba toda la documentación. El hombre no se molestó en contestarle, limitándose a dar media vuelta y marcharse. Alex echó a andar despacio por el aparcamiento, conteniendo la excitación. Todo estaba saliendo tal y como lo habían planeado. En cuestión de minutos, aquellos delincuentes lo averiguarían todo sobre Alex Waterstone III. Bueno, no todo. Alex se permitió una sonrisa. Pero sí averiguarían lo bastante para darse cuenta del potencial que había en él. Todo iba a pedir de boca. Echó un vistazo a la calle mientras con la mano metida en el bolsillo cambiaba la película de la cámara y después reanudó su deambular nervioso por el aparcamiento. Al fin y al cabo, estaba esperando que le aprobasen el crédito. Debían de estar observándolo y tenía que interpretar su papel a la perfección. Pero no estaba solo. Fitz llegó en aquel momento paseando, en vaqueros y una sudadera. Se movía con despreocupación y se detuvo, de espaldas a él, mientras fingía encender un cigarrillo. Alex siguió caminando y al pasar a su altura, Fitz sacó un arma y le apuntó con ella al costado. —¡Eh! —¡Manos arriba! —Fitz le presionó el costado con el arma—. Y cierra el pico. Mientras Alex hacía lo que le habían ordenado, Fitz le quitó la cartera del bolsillo y sacó de ella las tarjetas de crédito y el par de dólares que Alex había dejado dentro. Fitz tiró la cartera al suelo y metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta para sacar de él la película que Alex había sacado de la cámara. —Dame eso también, pedazo de… Pero de pronto Fitz cayó al suelo. Alex se dio inmediatamente la vuelta. Una mujer que blandía un gran bolso estaba dándole una patada al arma de Fitz para alejarla de él. Bueno no era exactamente una patada; se trataba más bien de un
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tímido empujón, de un roce, pero que al fin y al cabo alejaba el arma de su compañero. ¡No podía ser! —¿Heather? —Alex recogió el arma—. ¿Qué demonios haces aquí? Disponerse a desmayarse podía ser una respuesta. Estaba blanca como el papel, tenía los ojos desmesuradamente abiertos y aferraba el bolso con manos temblorosas. —¿Estás bien? —le preguntó. Ella estaba mirando a Fitz, que seguía en el suelo. —No irás a dispararle, ¿verdad? —le preguntó, mirándolo. Él frunció el ceño. —No pienso dispararle a nadie. —Asegúrate de que te devuelva tus cosas antes de dispararle —dijo, mientras buscaba ciegamente dentro del bolso. La voz le temblaba, pero no parecía demasiado asustada. Desgraciadamente. —No voy a dispararle —repitió Alex. Ahora iba a tener que cuidar no sólo de su coartada sino también de la de Fitz—. Eh, tú, devuélveme las tarjetas de crédito. Fitz se las devolvió y despacio se puso en pie. —Y el resto también —dijo Heather, que seguía buscando en el bolso—. Te ha quitado algo del bolsillo de la chaqueta. Alex la miró. Quizás fuese mejor que se desmayara. El intercambio de películas le había salido muy bien y ahora ella lo iba a echar todo a perder. —No. Quería el reloj, pero no me lo he quitado. Fitz estaba a unos pasos, intentando parecer tan arrepentido como debería estarlo un ladrón al que pillan con las manos en la masa, pero por encima de todo parecía confuso. Alex sabía exactamente cuánto. —Estaba segura de que… —Heather siguió rebuscando hasta que por fin sacó una pequeña ampolla del bolso—. ¡Aja! Cascó el pequeño frasco de cristal por el cuello y se lo llevó a la nariz para inspirar profundamente, hasta que por fin se dio cuenta de que los dos hombres la miraban sorprendidos. —No te preocupes, no tiene importancia —le dijo a Alex, y se guardó la ampolla en el bolsillo. Después sacó un teléfono móvil del bolso—. Tú vigílale mientras yo llamo a la policía… —No —dijo Alex rápidamente, como si él también hubiese olido las sales—. Tenemos que marcharnos de aquí. Heather frunció el ceño. —Pero…
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Llamar a la policía era lo único que les faltaba. Como si no hubieran llamado ya la atención. Tomó la mano de Heather y tiró de ella para alejarla de Fitz. —Podría tener cómplices esperándolo —dijo, mirando a su alrededor con nerviosismo—. Lo mejor es que nos vayamos. Heather miró también a su alrededor y se apretó el bolso contra el pecho. Su rostro perdió un punto más de color, y Alex se sintió fatal por estar haciéndole pasar tanto miedo, pero es que aquella condenada mujer se lo había echado todo a perder. Pero ni aun así se sentía mejor. Estaba siendo un cerdo con ella. Tiró el arma de Fitz a un contenedor de basura, de dónde sabía que su compañero la recuperaría sin dificultad, y arrastró a Heather hacia su coche. —Vámonos de aquí.
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Capítulo 4 —¿Seguro que estás bien? —Heather detuvo el coche delante de su casa—. Puedo llevarte a urgencias si quieres. —No necesito que me vea el médico —contestó Alex—. No he sido yo quien ha venido todo el camino oliendo sales. —No es verdad que haya venido oliéndolas todo el camino —protestó—. Sólo lo he hecho una vez y para ver cuánto tiempo mantenían sus cualidades. —Deberías haberme dejado conducir. —No podías conducir. Acababan de atracarte. —Y tú estabas a punto de desmayarte. Le estaba hablando en tono cortante, lo cual debía ser una reacción lógica tras haber sido víctima de un atraco, así que no le dio importancia. Por mucho que ella hubiera preferido evitar encontrarse con él, no podía dejar que lo asaltaran en su presencia sin intentar hacer algo. Aun no se podía creer que hubiese tenido lugar mientras ella pasaba con el coche. Era como había sido siempre: cada vez que estaba cerca de Alex, ocurrían cosas. Paró el motor y lo miró. Parecía estar bien, pero ¿cómo podía estar segura? ¿Y si tenía algún daño interno? —Deberíamos haber ido al hospital en Chicago. Debería de haber insistido. —Y yo debería haber ido para que te vieran a ti —contestó Alex mientras se soltaba el cinturón de seguridad. —Estoy bien. —Y yo también. Era su orgullo masculino lo que estaba herido, y Heather lo sabía. Le daba vergüenza que ella supiera que le habían atracado, o que hubiese sido precisamente ella quien lo hubiera librado del atracador a bolsazos. Lo cual había sido una enorme estupidez. Se quitó el cinturón de seguridad y bajó del coche para dar rápidamente la vuelta y tomarlo por el brazo. —¿Se puede saber qué haces ahora? —preguntó él. —Pues ayudarte a salir del coche —contestó y cerró la puerta—. ¿Seguro que no te duele nada? ¿Te mareas? ¿Tienes el estómago revuelto? —Heather, estoy bien —dijo despacio y pronunciando por separado cada palabra—. No me pasa absolutamente nada. No podía ignorar que había algo en su voz que debía de ser impaciencia, extrañeza o desconcierto, pero no estaba dispuesta a permitir que la molestara. Estaba haciendo lo que tenía que hacer, lo que habría hecho por cualquiera que se hubiese encontrado en la misma situación que Alex.
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—Entra y siéntate un rato —le dijo, aún llevándole por el brazo. Estaba intentando recordar lo que hubiera podido leer sobre lesiones internas—. Prepararé algo de cenar. Alex dejó de caminar. Incluso puede que no hubiese arrancado en ningún momento. No estaba segura. La única certeza era que la miraba frunciendo el ceño. —Te agradezco la ayuda, de verdad, pero preferiría irme a casa. Solo. solo.
Heather también prefería irse sola a su casa, pero sabía que no debía dejarlo
—No —replicó—. ¿Y si te desmayas, o empiezas a sangrar, o a tener alucinaciones? —Mira, Heather… ¿Por qué tenían que ser los hombres tan testarudos? —No, mira tú. He pasado un susto de muerte pensando que los atracadores pudieran venir siguiéndonos, así que, ahora que te he traído hasta aquí, no voy a dejarte solo en tu casa y que puedas sufrir un ataque de estrés postraumático. Esperaba una discusión, otra negativa, pero lo que consiguió fue una mirada atónita. —¿Pensabas que seguíamos en peligro? Ojalá hubiera tenido el valor suficiente para darle un puñetazo, o al menos una buena bofetada. ¿De verdad se creía que, por el hecho de que él la acompañaba, iba a dejar de tener miedo? —Ya sabes, siempre he sido muy cobarde —contestó sin más—. Venga, entra. Pero él siguió sin moverse. —¿Y qué hacías tú allí? —preguntó. Heather enrojeció. —Pasaba con el coche —contestó sin más—. ¿Quieres hacer el favor de entrar? En cuanto estés sentado tranquilamente, podremos hablar todo lo que quieras. Sin decir nada, entró en su casa. Victoria y Henry vinieron a saludarlos, pero Heather acomodó a Alex en el sillón antes de devolverles el saludo. Los dos animales la siguieron a la cocina. —Menuda aventura hemos tenido —les dijo mientras llenaba el cacharro del agua—. No puedo creer que haya sido capaz de abatir a un atracador. La noticia no le causó a Victoria ni frío ni calor, pero Henry se frotó contra sus piernas. Heather lo tomó en brazos y lo abrazó. Ahora que ya estaba a salvo en casa, lo ocurrido parecía empezar a afectarla. —He estado a punto de vomitar un montón de veces —le dijo a Henry—. Tenía tanto miedo… —Entonces ¿por qué lo has hecho?
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Heather se dio inmediatamente la vuelta. Alex estaba apoyado en el marco de la puerta, sorprendido. Era tan atractivo, con sus hombros interminables y sus caderas tan delgadas que Heather tardó unos instantes en reaccionar. —¿Qué estás haciendo? —le riñó. Necesitaba tomar aliento, así que dejó a Henry en el suelo y empujó a Alex de vuelta al salón—. En cuanto me descuide, te me vas a desmayar y tendré que buscar otra ampolla de sales, que resultará estar pasada y no servirá para nada, pero tú tendrás una reacción alérgica y tendré que llamar al servicio de urgencia, que no podrá sacarte por la puerta porque tienes los hombros demasiado anchos. Heather se detuvo, horrorizada, y Alex se volvió a mirarla. ¿De verdad había dicho lo que creía haber dicho? Sólo una idiota, o una mujer que sólo recibía cartas de amor escritas a lápiz por escolares de cinco años, podía decir algo así. ¿Qué estaría pensando de ella? Intentó parecer más profesional, más competente, al empujarlo de nuevo hacia el sillón. —Siéntate, por favor —le dijo—. Tengo que ir a ver a Bonnie; luego prepararé algo para cenar. —¿Quién es Bonnie? —preguntó, sin sentarse y sin tener el aspecto de alguien que va a desmayarse. —La gatita que salvamos la otra noche. La he llamado Bonnie. —Ah. ¿Así que vas a socializar con ella ahora? Heather retrocedió un paso. Dios, qué alto era. La boca se le quedó seca. —Iba a ponerle agua fresca y a comprobar que está bien. Había pensado trabajar un poco con ella mientras se hacía la cena. —No tengo mucha hambre. Vamos a ver a Bonnie. —Lo que yo creo que… Suspiró. Debería insistir en que se sentase. Pero también debería haber insistido en que fuesen al hospital en Chicago. Es que insistir no era su especialidad. —De acuerdo. Iremos a verla rápidamente y luego te sientas mientras yo preparo la cena. Y echaron a andar hacia la habitación de la gata. Al menos, aquella vez sí que estaba vestida. Abrió la puerta de la habitación y la cerró cuando ambos hubieron entrado. Le intimidaba estar en una habitación cerrada con él. Pero al mismo tiempo, era también una sensación deliciosa. No sabía qué pensar. —¿Cómo funciona esto? —preguntó él. Menos mal que Alex no parecía afectado por la misma inercia mental que ella. Heather se acercó a la jaula. Bonnie se estaba despertando y estiraba sus patitas. Cada vez que la veía, sentía algo muy especial por aquella pequeña criatura y, al mismo
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tiempo, una punzada de pena por no tener a nadie a quien dar su amor, aparte de a los gatos. Nadie especial. Pero, ¿qué le pasaba hoy? Cualquiera diría que la habían atracado a ella y no a él. Arrodillándose en el suelo, abrió la puerta de la jaula. Bonnie se apartó de su mano, pero Heather la sacó y la acurrucó contra su pecho. —Me limito a sacarla de la jaula —le explicó—, y a acariciarla y hablarle en voz baja hasta que la siento ronronear. Tiene que acostumbrarse a no tenerme miedo. —Parece fácil. —¿Quieres probar? Ven, siéntate aquí y te la doy. —No —le espetó Alex. —¿No? —No a lo de sentarme —dijo, y tomó a Bonnie con las manos—. Pero sí a la gatita. Se la acercó al pecho y comenzó a acariciarla, susurrándole naderías al oído. Apenas había empezado cuando Bonnie ronroneaba tan fuerte que podrían oírla en el resto del vecindario. Y cuanto más acariciaba a la gata, más se contraía el estómago de Heather. ¿Pero qué le estaba pasando? Sólo con verle así con aquel diminuto animal bastaba para que el corazón se le disparase, tanto que tuvo que mirar hacia otro lado. Entonces cayó en la cuenta de lo que le había dicho. —¿Qué quieres decir con que no a lo de sentarte? —Pues lo que he dicho: que no pienso sentarme. —¿Por qué? —Porque tú no estás dispuesta a contestar a mi pregunta —replicó—. Cada vez que te pregunto por qué me has ayudado, evitas contestar. Qué tontería. Tomó a Bonnie de manos de Alex y después de besarla y abrazarla, volvió a meterla en su jaula. No tenía por qué ventilar su irritación con la gata. —No te he contestado porque la respuesta es obvia. —Ilumíname, por favor. —Necesitabas ayuda, ¿no? Pues yo te la he prestado. ¿Dónde está el misterio? Abrió la puerta y se hizo a un lado para que saliera de la habitación. Alex salió tan despacio que Heather hizo una mueca. Era la peor enfermera del mundo. Rápidamente se puso a su lado y le tomó el brazo. —Ahora, me gustaría que te sentaras. Voy a preparar un té helado… No, puede que la cafeína no te siente bien. El alcohol, tampoco. Lo mejor será que bebas agua fresca. —La mayoría no lo haría, ya lo sabes.
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—¿Qué no? Claro que sí que lo harían. ¿Prefieres sentarte en la cocina? — sugirió, a pesar de que no parecía estar débil, ni pálido—. Se está muy fresquito. Lo hizo entrar y él se sentó, aunque Heather tuvo la impresión de que lo hacía sin darse cuenta, lo mismo que miraba sin ver el papel de margaritas de la pared. —A la mayoría de la gente le importan un comino los demás, y jamás se arriesgarían por otra persona. —¿Cómo has llegado a ser tan cínico? —sacó del armario dos vasos que llevaban grandes letras bailando sobre el cristal, y los llenó con agua y cubitos de hielo. —Mis niños me los regalaron el año pasado por Navidad —le informó. —¿Tus niños? —Mi clase. Soy profesora de jardín de infancia. —Claro —pareció despertar—. Ya me había preguntado yo por qué no estabas casada y con un montón de críos correteando por la casa. Heather se lo quedó mirando, helada. —Estás teniendo alucinaciones. Ay, Dios, ¿qué hago yo ahora? Pero él se echó a reír, y eso la alarmó aun más. Alucinaciones. ¿Qué se debía hacer en casos de alucinaciones? No comer en los resfriados; comer si se tenía fiebre. Descansar y aplicar hielo a las torceduras… ¿Por qué no habría prestado más atención en los cursos de primeros auxilios? —¿Estás mareado? —preguntó, precipitándose hacia él—. ¿Cuántos dedos hay aquí? —le preguntó, mostrándole la mano. —Estoy bien, de verdad. No tienes por qué asustarte. —¿Asustarme? No me digas eso —contestó, tocándole la frente—. Hoy he acabado con un atracador, así que tengo todo el derecho del mundo a asustarme si creo que alguien se va a desmayar en mi cocina. Pero al ponerse a su lado, él se levantó y, tonta de ella, se tropezó con sus pies. Alex la sujetó por la cintura con tanta naturalidad como si lo hubiera estado haciendo siempre. —No voy a desmayarme —le dijo con suavidad. —Pero yo puede que sí. Las piernas debían habérsele vuelto de espagueti, porque no eran capaces de sujetarla, aunque, por otro lado, los brazos de Alex eran tan fuertes que se estaba muy bien así. ¡Pero eran los brazos de Alex! Aun así, apoyó la cabeza en su pecho y cerró los ojos. —Has tenido un día duro —dijo él. —He golpeado a un hombre —ella se estremeció y él la abrazó con más fuerza—. Y creía que iban a matarte a ti.
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—Has sido muy valiente. Lo estaba diciendo sólo por ser amable, seguro. —He estado a punto de desmayarme al menos diez veces —confesó—. No era verdad que estuviera comprobando la potencia de las sales. —Deberías haberme dejado conducir. —Podías estar herido, mientras que yo soy una miedosa patológica. —¿Quieres dejar de menospreciarte? Heather levantó la cabeza justo cuando él la bajaba y, por alguna extraña razón, él acabó por besarla. ¿O fue al contrario? ¡Fuera como fuese, partiera de quien partiese la idea, eso era algo que no debía ocurrir! Pero los labios de Alex eran tan suaves, tan sedantes, tan deliciosos que no pudo resistirse. Jamás había recibido un beso así. Nunca la habían hecho sentirse tan viva, tan preciosa, tan deseable, y se alzó de puntillas para poder saborearlo mejor. Él la abrazó con más fuerza y ella experimentó una sensación cálida, maravillosa y aterradora que partió de sus labios para terminar cubriendo todo su cuerpo. La cabeza le daba vueltas y por un momento pensó en sus sales, pero aquella era una sensación totalmente distinta. Una sensación que le gustaba y de la que no quería deshacerse. Una sensación… Alex la estaba soltando y el mundo y su realidad volvían a cobrar cuerpo. Se sentía como si acabase de bajar de una montaña rusa. ¿Qué diantres estaba haciendo? Dio un paso hacia atrás, incapaz de mirarlo directamente a los ojos. Aquello no era ser valiente, sino estar loca. —Será mejor que me vaya —dijo él. —¿Y qué pasa con la cena? —preguntó Heather. Parecía tan perdida e indefensa como la gatita que habían rescatado la noche anterior, y Alex se sintió fatal. De pronto él era el atracador y ella su víctima. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué la había besado? ¿Por qué había entrado tan siquiera en su casa? Debería haber sido más listo. ¿Y por qué habría aparecido ella en escena? De no haber sido así, nada de todo aquello habría ocurrido. Era una complicación incómoda en aquel momento. Bueno, en aquel momento y en cualquier otro. —Creo que debería irme a casa y echarme un rato —dijo, y echó a andar hacia la puerta de atrás—. Me sentiré mejor. —¿Estás seguro de que puedes estar solo? El puñal entró más adentro y giró. Todo aquello no era culpa de Heather, sino suya. Él la había besado. Él la había sacado del escenario. Él había dejado caer esa estúpida nota en su cocina el día anterior. Ahora era cosa suya romper con la incipiente relación y minimizar la posibilidad de que volviese a surgir. Era hora de echar una mentira. —Eh… bueno, es que no voy a estar solo.
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—Ah… Enrojeció de tal modo y en sus ojos apareció un dolor que le habría roto el corazón si él lo hubiese permitido. Qué demonios… no podía hacerlo. —No, no me refiero a eso —aunque era exactamente a lo que se refería—. No voy a estar solo porque espero la llegada de unos cuantos estudiantes. Soy responsable del programa de tutoría de los equipos deportivos y algunos de los tutores han de pasarse por mi casa. —Ah, comprendo. El rojo de sus mejillas palideció hasta transformarse en un rubor sonrosado. Un rubor tan tentador que… Tenía que salir de allí inmediatamente. —Bueno, gracias por todo —le dijo—. Ya nos veremos. —No permitas que los estudiantes te tengan levantado hasta tarde —le dijo—. Necesitas descansar. Él asintió. —Sí. Y tú. Has tenido un día duro también. —La verdad es que ha sido emocionante —confesó—. Ahora que ya ha pasado todo, quiero decir. —Pues no abuses de esa clase de diversión —le espetó—, porque el atracador era un inocente, que si no… —Y puede que no siempre estés tú ahí para quitarle el arma —añadió. —Exacto. Bueno, será mejor que me vaya de una vez. Y salió, pero el aire de la tarde no era lo bastante fresco como para conseguir aclararle las ideas. No sabía por qué, pero tampoco quería saberlo. Se apresuró a llegar a su casa, abrió la puerta y entró, deteniéndose después para tomar una bocanada del aire acondicionado. —¿Una cena agradable? —preguntó Casio. Alex se quedó paralizado y tardó siglos en contestar. —¿Qué demonios haces aquí? ¿Cómo había podido bajar la guardia de ese modo? Debería haber presentido la presencia de Casio antes de abrir la puerta. Independientemente del sistema de seguridad, debería haber sabido que había alguien allí, pero estaba tan embotado por Heather que ni pensaba con claridad, ni reaccionaba debidamente. En aquella ocasión, la sorpresa se la había dado su supervisor. La próxima, podía provenir de alguien más peligroso, razón de más para mantener a Heather fuera de su vida. —¿Que qué hago aquí? Soy tu supervisor, y mi trabajo consiste en vigilarte, ¿recuerdas?
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Alex intentó calmarse. Casio y él iban a charlar relajadamente sobre cómo iban las cosas. Una conversación sin importancia. A menos que él se la diera. —Sí, claro —Alex se acomodó en el sofá—. Es que he tenido un día muy largo y estoy un poco cansado. —¿Qué tal te ha ido dentro? —Muy bien. He perdido una buena suma y después se me acercó un tipo que quería patrocinar mi pérdida de buena suerte. —¿Y? Alex frunció el ceño. —Y mañana tengo que ultimar los detalles. Un… imprevisto me ha impedido concluir hoy la operación. ¿Qué sabría Casio, y cuánto debería confesarle él? —¿Te refieres a lo del rescate? Maldición. Ya se había imaginado que tendría que darle explicaciones, pero esperaba haber tenido tiempo suficiente para encontrar una explicación razonable. Un tiempo que no tenía. —Sí. Al rescate. —Bueno, ¿y qué pasa con esa vecinita tuya? Por cierto, es una monada. ¿Una monada? Alex tuvo que contenerse para no contestarle con un improperio. ¿Pero de quién demonios se creía que estaba hablando? Pero era una locura. Entre Heather y él no había nada; es más, eran vecinos que apenas se conocían. No había razón para ponerse a la defensiva. —Sí. Al verme pensó que necesitaba ayuda. —Fitz me ha dicho que le sacudió un bolsazo. Alex se encogió de hombros. —Sí. Está bien, ¿no? Me pareció que exageraba un poco para disimular. —Está bien. ¿Qué hay entre tú y la vecina, Alex? Ya no podía más y tuvo que levantarse del sofá. —¿Cómo que qué hay? Pues nada, ¿qué va a haber? Simplemente pasaba por allí, nos vio a Fitz y a mí y sacó una conclusión equivocada. Espero que no se haya echado nada a perder —iba a entrar en la cocina, pero se detuvo—. ¿Quieres algo de beber? —No, gracias. No me apetece nada —Casio se levantó y lo siguió a la cocina—. De hecho, lo de que se presentase allí así fue una ventaja. Alex se detuvo, tenía la mano en el tirador del frigorífico y la respiración congelada en la garganta. —¿Qué quieres decir?
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—Pues que dabais la imagen perfecta de alguien que está en las últimas. —Para dar esa imagen no me hacía falta ella —replicó. —Sí, ya sé que lo estabas haciendo bien, pero que ese bomboncito acudiese en tu ayuda ha puesto la guinda. Parecía preocupada de verdad. Quienquiera que os estuviera vigilando, se habrá dado cuenta de que no era un montaje. —Ha sido un accidente —contestó Alex, y de un tirón abrió la puerta—. Y no volverá a ocurrir. —Si investigasen un poco sobre ti, pensarían que era tu novia. Alex sacó un refresco y cerró la puerta de un golpe. —No es mi… —Tenemos que conseguir que piensen que sí lo es —le interrumpió Casio. No podía creer lo que estaba oyendo. —Las cosas podrían ponerse peligrosas, y no es buena idea tener civiles involucrados. —Ella no estaría involucrada. No sería más que —se encogió de hombros— pura decoración. A Alex no le gustaba nada el cariz que estaba tomando todo aquello. —Pero la decoración también puede correr peligro. —No es como si fuese a tomar parte de verdad en la misión, pero si quiere rescatarte y hacerte unos cuantos mimos, no nos vendría mal. Seguramente corre más peligro cruzando la calle que estando involucrada periféricamente en esto. Había varias clases de peligros, desde luego, pero no quería que Heather corriese ninguno de ellos. No quería tener que preocuparse por ella, o que alguien pudiese ir tras ella por error. O… ¿O qué? ¿Quedar atrapado en su sonrisa? No. Rotundamente no. Eso no iba a ocurrir jamás.
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Capítulo 5 Heather sintió verdadero alivio cuando Alex se marchó. Sí, bueno, puede que también sintiese un extraño dolor por donde más o menos debía de estar el corazón, pero era por haber echado a perder otra oportunidad de ser valiente. Igual que su reacción ante el beso de Alex se debía al estrés del atraco. Alex Waterstone era el último hombre sobre la faz de la tierra por el que querría ser besada. Y si su loco corazón le gritaba que estaba mintiendo como una bellaca, sólo se trataba de una demostración más del estrés que había acumulado en aquel día de prueba. Ella siempre había preferido su vida tranquila al tumulto que acompañaba a Alex a todas partes. No le gustaba el alboroto. Para ser sincera, el alboroto la asustaba. Se lo estuvo diciendo toda la tarde hasta que se fue a dormir. A la mañana siguiente, se levantó con el alba y empezó las tareas domésticas. Era demasiado temprano para que alguien pudiese estar también levantado, así que salió en pijama, en esta ocasión con estampado de ositos de peluche, y llenó los dos baños de pájaros que tenía en el jardín trasero. Después, regó con la manguera la trepadora que les proporcionaba sombra y volvió hacia la casa. Fue entonces cuando lo vio. Alex salía de su casa en ese momento con ropa de correr, y parecía la encarnación del sueño de cualquier mujer: piernas largas y musculosas, brazos fuertes y labios que sabían mejor de lo que se habría podido imaginar. ¡Y ella, otra vez en pijama! Y no es que fuese un atuendo precisamente revelador. Se trataba de un conjunto de pantalón corto y camiseta el algodón. Nada de encaje, ni de finos tirantes, ni de escotes que los hombres encontraban tan atractivos. Aun así, sintió un nudo en el estómago, y era un temor que no tenía nada que ver ni con el pasado ni con su comportamiento como vecino. Era algo que manaba de su interior. Era una reacción ante él. Sabía que debía echar a correr, pero no podía moverse. Aquella era su oportunidad de ganar la apuesta con Toto. —Hola —lo saludó—. Te has levantado temprano. Él la miró sorprendido. —Tú también. Su voz parecía tensa. Quizás no hubiese dormido bien. —¿Qué tal estás? —le preguntó ella—. ¿Algún efecto secundario de lo de ayer? —Depende de a lo que te refieras con efecto secundario, pero no me duele nada. Estaba bromeando, así que ella se echó a reír, pero él no. Mirándolo con atención, tenía los ojos cansados y se le apreciaban unas arruguitas como de preocupación alrededor de los labios. ¿Y si…? ¡No! ¡No iba a preocuparse por él! Eso no formaba parte de la apuesta que había hecho con Toto. Sólo tenía que ser valiente, y eso era lo que estaba haciendo. Por si acaso, retrocedió un par de pasos.
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—Espero que puedas disfrutar de una buena sesión de ejercicio —dijo alegremente—. Admiro a quienes tienen la disciplina necesaria para correr con regularidad. Yo me paso la vida diciéndome que debería hacerlo, pero estoy segura de que no podría dar más de cuatro pasos sin un ataque de asma. —No sabía que padecieras asma —contestó—. Verte involucrada en un atraco no debió favorecerte demasiado. Heather hizo una mueca. Se había acorralado ella sola. —No ha tenido importancia. Además, hace mucho que no tengo un ataque — para ser exactos, desde hacía diez años—. Cuando era pequeña era peor. Él frunció el ceño y Heather sintió una vibración que le llegó hasta los tobillos. ¿Podría ser que estuviera preocupado por ella? —Pero podría repetirse —dijo, como si estuviese enfadado—. Cualquier clase de estrés podría desencadenar otro ataque. —No lo creo —contestó. No sabía muy bien qué estaba pasando, pero tenía que aligerar la tensión—. Además, no tengo tiempo para un ataque de asma. El colegio empieza la semana que viene y aun tengo un montón de trajes que terminar para el festival de Oz. —¿Es que te haces tu propio traje? —¿El mío? —se echó a reír. No la conocía en absoluto, y eso la ayudó a desembarazarse de su hechizo—. Yo no me disfrazo. Me limito a confeccionar los trajes para los demás. Ahora estoy con el de la bruja buena para Karin Spencer. ¿Te acuerdas de ella? Va a recibir el premio de la comunidad de este año. —Eso había oído. Es todo un honor. —Es que lo ha hecho muy bien. Es cirujana en el Hospital Presbiteriano de Chicago —hizo una pausa—. Pero tú también lo has hecho muy bien. Eres profesor de una prestigiosa universidad. No sé por qué no te han propuesto también para el premio. Alex pareció sorprenderse ante la idea. —Por mí es perfecto que no se les haya ocurrido. No me gustaría. —Pero has conseguido llegar tan alto como Karin —tenía que haberle herido el que no pensaran en él, aunque intentase fingir lo contrario—. Voy a hablar con el comité. Como Owen Philips no va a poder recibir el premio porque tiene que someterse a una operación de corazón, están buscando a otro hombre de la comunidad que se merezca el premio, y tú serías la persona ideal. Se limitarán a hacer un breve repaso de tu curriculum… —No —la cortó Alex. Parecía molesto, pero seguro que lo que estaba era herido—. Preferiría que no lo hicieras, de verdad. —Vamos, no seas tan tímido. Piensa en lo orgullosa que estaría tu madre.
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—Es que… ese es precisamente parte del problema —una pausa—. No estoy seguro de que mi madre pueda venir este año al festival, y no me gustaría que se lo perdiera —miró el reloj—. Uy, se ha hecho muy tarde. Será mejor que me vaya. —Que tengas un buen día —contestó Heather, y lo vio dar unos cuantos pasos hacia atrás antes de darse la vuelta y echar a correr.
Heather entró por el camino de grava y paró el coche. La abuela de Penny, que se llamaba Emma, pero a quien todas las amigas de Penny llamaban tía Em, salió al porche. Aún cojeaba un poco tras la operación de cadera, pero ya no necesitaba usar muletas. —Hola, tía Em —la saludó Heather al bajarse del coche—. Te veo de maravilla. ¿Has sabido algo de Penny y Brad? —Que se lo están pasando estupendamente en París, pero que les da miedo que esté aquí sola. Cualquiera diría que tengo doce años. Heather se echó a reír y subió las escaleras del porche para darle un abrazo. —No te enfades conmigo por haber accedido a vigilarte en su lugar. Además, lo hago por puro egoísmo. Últimamente apenas te veo. —En cuanto el tonto del médico vuelva a darme luz verde, podré conducir y te hartarás de verme. —Nunca —Heather le entregó un pequeño recipiente—. Sé que puedes cocinar perfectamente, pero es que me he hecho demasiada ensalada para comer y, como era una pena que se echase a perder, he pensado en traértela. —Eres un encanto, Heather, pero no necesito que me mimes así. Lo que deberías hacer es buscarte un hombre al que mimar. Heather volvió a reír y entraron juntas en la casa. año?
—Eres amiga de Gloria Waterstone, ¿verdad? ¿Sabes si va a venir al festival este
—Pues no lo sé —contestó, mientras sacaba una cazuela de barro del horno—. ¿Por qué? —Es que el nombre de Alex ha salido como posible sustituto de Owen Philips para el premio de este año y quería saber… —¿Alex? —tía Em parecía estupefacta y dejó la cazuela con un golpe sobre la mesa—. ¿Qué locura es esa? —No es una locura —Heather sacó un par de vasos del armario y los llenó de té helado—. Ha llegado muy alto y se merece la distinción tanto como Karin. La tía Em colocó el recipiente con la ensalada sobre la mesa e invitó a Heather a sentarse. —Pues más vale que tengas cuidado con él.
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—¿Cuidado? ¿Por qué? La tía Em sirvió dos platos de estofado. Bueno, más bien lazó con fuerza varias cucharadas de estofado contra los platos. —Porque Alex Waterstone no se trae nada bueno entre manos. Heather suspiró. Aquella no era la clase de conversación que se había imaginado iba a acompañar la cena. —Es un profesor de universidad muy respetado. —Eso dice él. —Y es así. Penny lo tiene de profesor. —Sólo da una clase a la semana —dijo tía Em—. Y Penny dice que no sale con nadie. Heather empezó a comer. —Puede que esté saliendo con alguien que viva en otro sitio. Viaja mucho, ya sabes. —¿Ah, sí? ¿Tiene muchos invitados en su casa? Heather lo pensó. —La verdad es que no. No recuerdo haber visto a nadie. —¡Ahí lo tienes! ¿Ves? No puede traerse nada bueno entre manos. —Eso no es prueba de nada. ¿Qué pasa si no tiene un montón de amigos aquí en Chesterton? Lleva muchos años fuera, y puede que a sus amigos de fuera no les apetezca venir aquí. —Por cierto, y respecto a lo de vivir aquí: ¿por qué ha vuelto? Aquella conversación estaba tomando tintes verdaderamente raros. —Pues puede que porque este lugar fue su hogar hace tiempo. Mucha gente vuelve a su ciudad natal después de haber viajado mucho. La tía Em se separó de la mesa. —Yo creo que es un espía. —¿Un espía? —Sí. Es un tipo misterioso, viaja mucho y nunca te contesta a las claras cuando le haces alguna pregunta. —Eso no quiere decir que sea espía. Simplemente podría ser introvertido. —Estoy segura de que si le siguiéramos, le pillaríamos por la noche en callejones oscuros y vestido de negro. O en aparcamientos a plena luz del día. ¿Qué haría en aquel barrio? Pero no iba a caer en las garras de la fantasía de tía Em.
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—Pero como no vamos a seguirle, nunca lo sabremos. ¿Puedo servirme un poco más de tu delicioso estofado, por favor? La tía Em le sirvió varias generosas cucharadas. —Me pregunto qué clase de arma llevará. Heather se quedó paralizada. No, eso lo había soñado. No iba armado la otra noche. Se lo había imaginado. —Es profesor —replicó, pero su voz sonó menos convincente que antes. La tía Em tardó un poco en contestar. —¿Cuánto tiempo falta para que empieces otra vez con las clases? ¿Una semana? —Más o menos. La mujer asintió. —Más que de sobra para investigar un poco. Tengo mi propio título de detective privado, ¿sabes? Bueno, lo tendré cuando haya concluido el curso por correspondencia. Nos pondremos manos a la obra inmediatamente. ¿Una investigación? ¿Pero de qué estaba hablando? —No creo que debamos hacer una cosa así. Pero ¿no sería lo mejor saber de una vez si su vecino era algo más que un profesor universitario de maneras afables? Averiguarlo podría considerarse como un gesto de valentía y ¿no les debía algo a Dorothy y a Toto por todo lo que habían hecho por ella al cabo de los años? Heather inspiró profundamente y dejó el tenedor. —De acuerdo. ¿Qué tenemos que hacer?
—¿Una tarde difícil? —preguntó el hombre. Alex se volvió con un perrito caliente en una mano y una cerveza en la otra. Llevaba un rato contemplando el aparcamiento cerrado por una valla, dándole vueltas al lío en el que se había metido con Heather mientras esperaba que llegase el momento de salir para su reunión con Casio. Junto a él estaba uno de los guardias de seguridad del antro de juego. Alex volvió a meterse en su papel. —Sólo me estoy tomando un descanso. He salido a respirar un poco. —Es una buena idea —el hombre encendió un cigarrillo y se apoyó en la valla también él—. A veces se necesita un respiro para poner los nervios bajo control. Como cuando Michael Jordán va a lanzar un tiro libre. Alex asintió y tomó otro bocado del perrito.
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—La suerte me va a venir. Lo siento en los huesos. —Eso está bien —el hombre dio otra chupada al cigarrillo y lo aplastó con el pie—. Muy bien. Y se alejó. Alex siguió comiéndose el perrito, aunque no le estaba sentando demasiado bien. Lo único que podía ver eran los ojos brillantes de Heather mientras le quitaba importancia a lo de su asma, su alegría al rescatar a Bonnie y su certeza al afirmar que todo lo que necesitaba un corazón temeroso para sanar era amor. Vivía en un mundo de sueños que él ni siquiera había visitado. Bueno, puede que, antes de que muriera su padre, fuese su mundo también, pero no desde que él faltaba. Y nunca volvería a serlo. Estaba donde debía estar, y debía empujar a Heather para que ella recuperase también su sitio. Miró el reloj. Era casi la hora. Casio se había marchado del casino de mala muerte hacía más o menos una hora, y ya podía marcharse él también. Se apartó de la valla, a punto de tomar su último bocado de perrito caliente, cuando vio en el aparcamiento a un gato que lo estaba mirando. Era pequeño y desaliñado, marrón y blanco de piel, los ojos verdes y las orejas desgarradas por varios sitios. Debía de ser malo como la piel del diablo para haber podido sobrevivir en aquellos andurriales, y lo miraba directamente a los ojos con un brillo acusador en la mirada. —Lo estoy intentando —le dijo al animalito—. Sé que no tiene por qué meterse en este lío, y voy a sacarla de él. Tienes que darme una oportunidad. El animal seguía mirándolo Y Alex miró el trozo de perrito caliente que le quedaba en la mano. —Ahí tienes, socio —le dijo, echándoselo a los pies. El animal se acercó no sin antes mirar a su alrededor para asegurarse de que no había peligro. Después, tras mover el trozo con la pata, lo mordió y se lo llevó bajo un coche para comérselo. Si aquel gato hubiera sido Heather, se habría acercado a él para darle las gracias por el detalle, seguro de que se podía confiar en todo el mundo. Alex tragó saliva. Pues no iba a ser él quien la ayudase a aprender que eso no era cierto. Echó a correr y alcanzó el autobús que estaba a punto de partir. Tras cuatro cambios de autobús y un tramo de metro, pasó una hora comprando en un centro comercial para perder a cualquier posible perseguidor y luego se dirigió a la suite del hotel que Casio estaba utilizando como despacho. Su supervisor parecía a punto de estallar. —¿Qué pasa? —le preguntó casi gritando nada más verlo entrar—. ¿Lo has conseguido? Alex se dejó caer en una silla frente a Casio.
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—Todo ha salido bien. Me han dado el préstamo sin problemas. Tengo que hacer el primer pago la semana que viene. —¿Entonces…? Alex lo miró con dureza. —No quiero que mi vecina participe en la operación. Casio frunció el ceño. —No está participando. —Es que no quiero que tenga que ver con ella ni de lejos. Su supervisor miró hacia otro lado. —No te preocupes, que no corre ningún peligro. —Quiero que te olvides de ella —insistió, y guardó silencio hasta que su supervisor volvió a mirarlo—. Por completo. —¿Hay algo entre vosotros? Alex se echó a reír. Ojalá la risa le sonara mejor a Casio de lo que le sonaba a él mismo. —Claro que no. —Entonces, ¿cuál es el problema? —El problema es que… —que le gustaba. Que la admiraba—. Que fui a colegio con ella. Conozco a su familia, a sus amigos… —Fue ella la que se metió, y yo no puedo hacer nada si esos mañosos piensan que es tu chica. Además ya te he dicho que no corre ningún peligro. —De eso no puedes estar seguro, y no quiero correr riesgos. —Mira —Casio se apoyó en la mesa—, estamos dispuestos a… —Yo estoy dispuesto a dejar el grupo —le cortó. Casio abrió y cerró varias veces la boca sin emitir un solo sonido. Parecía un pez en una pecera. Alex sentía una tremenda quemazón en el estómago. No quería dejar el grupo, sino continuar con aquella operación, pero no estaba dispuesto a consentir que Heather corriese peligro. Y no porque hubiese algo entre ellos, sino porque era lo que tenía que hacer. —Ya te he dicho que la protegeremos —murmuró Casio. —¿Puedes garantizar al cien por cien que no va a ocurrirle nada? —¡Demonios, Alex! ¡Ya sabes que no puedo garantizar eso ni para mí mismo! —Entonces, queda fuera. Completamente. Casio se recostó en su asiento y miró al techo. Pasaron unos minutos. Después, volvió a mirar a Alex. —Está bien.
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Capítulo 6 Heather oyó un ruido que la sacó del profundo sueño y disparó los latidos de su corazón. Estaba empezando a amanecer y estaba tumbada en el sofá del salón, en el que debía de haberse quedado dormida mientras esperaba a que Alex volviera a casa. Pero no era su vuelta lo que había oído, sino más bien… El timbre de la puerta volvió a sonar y Heather se puso en pie de un salto. ¿Quién iba a presentarse en su casa a aquellas horas? Eran poco más de las cuatro. Tenía que ocurrir algo malo. De dos zancadas llegó a la puerta, justo cuando el timbre sonaba por tercera vez. Abrió rápidamente y se encontró con tía Em, que sonreía de oreja a oreja. —¿Tía Em? —exclamó—. ¿Qué haces aquí? ¿Ocurre algo? —Lo único que ocurre es que no estás vestida todavía —le espetó, y entró en la casa—. Aunque supongo que tu pijama puede ser tan buen disfraz como cualquier otro. Podrías decir que eres sonámbula si nos pillan. —¿Si nos pillan haciendo qué? —preguntó, frunciendo el ceño—. ¿Por qué has venido? —Tenemos un trabajo que hacer. Tía Em entró en el salón y dejó sobre la mesa una carpeta y una bolsa de lona que hizo un sonido metálico. Heather sintió que el estómago se le retorcía. Aquello tenía que ser la locura esa de la investigación. ¿Por qué habría accedido? Debería haberle dicho simplemente que iba contra la ley y que no iba a participar. —Muy bien —dijo, sacando varios documentos de la carpeta—. Esto es lo que vamos a… —Son las cuatro de la mañana —puntualizó Heather—. Alex no se habrá levantado aún, si es que está en casa. No le he oído llegar. —¿Ah, no? —tía Em la miró con interés y se apresuró a acercarse a la ventana, apartó la cortina y miró—. No veo su coche en el garaje. Así que no había vuelto a casa. Heather sintió que la moral se le caía a los pies, a pesar de que se decía que una tontería. Sabía que tenía una vida de la que ella no formaba parte. —Supongo que la investigación tendrá que esperar. —¿Por qué? —tía Em volvió rápidamente a la mesa y rebuscó en los papeles—. El que no esté en casa es un verdadero golpe de suerte. Acabo de aprender a abrir puertas. Podemos echar un vistazo dentro de su casa en lugar de… —¿Entrar en su casa? ¿No va eso contra la ley?
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—Bah, sandeces —contestó tía Em y sacó algo de su bolsa—. Eso es sólo lo que parece. —¿Cómo algo puede ir contra la ley sólo en apariencia? Victoria se acercó para frotarse contra su pierna. Heather la tomó en brazos, agradecida de sentir el consuelo de su calor, pero no consiguió disipar sus temores. —Pues porque parece que estás haciendo algo ilegal, sólo en apariencia, cuando en realidad estás haciendo algo importante y bueno. De eso se trata en el fondo. Sacó unas cuantas cosas más de la bolsa. —No comprendo. —Eso es porque no eres una investigadora profesional como yo —tía Em se colocó un delantal—. Tú haz lo que yo te diga y no te preocupes. ¿Qué no se preocupara? —¿Y si se dispara la alarma? Aparecería un montón de coches de policía y podríamos resultar heridas. —No tiene sistema de alarma. Ya me he asegurado. —¿Cómo? Tía Em apenas podía ocultar su impaciencia. —He estado echándole un vistazo a su jardín. La gente que tiene sistemas de alarma tiene esos cacharritos clavados en la tierra cerca de la puerta, y él no lo tiene. Heather inspiró profundamente. Cada vez se sentía peor. —Me parece que voy a tener un ataque de asma. —No te va a pasar nada —replicó tía Em, y metió una cuantas herramientas en uno de los bolsillos de su delantal, una linterna delgada como un lápiz en el otro, y unas cuantas hojas de papel en un tercero—. En cuanto estemos dentro, yo me ocuparé de la cocina y tú de su dormitorio. —¿Y si llega mientras estamos dentro? —Entonces, lo seduces. Heather se quedó mirándola con la boca abierta. ¿Se habría dado cuenta de con quién estaba hablando? Si le quedase algo de aire en los pulmones, se habría echado a reír. —Yo no puedo seducirlo. No sé cómo hacerlo. —Todas las mujeres sabemos cómo seducir a un hombre. Nacemos con esa capacidad. Es como saber hacer tarta de manzana. —Yo no he seducido a nadie en toda mi vida —gimió Heather—. Sólo con pensarlo, me muero de vergüenza. —Mira, Heather, deja de preocuparte —dijo tía Em en voz baja y tranquilizadora—. Todo va a salir bien. Es algo que tenemos que hacer. Es nuestro deber. Es por Dios y por la patria.
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¿Por Dios y por la patria? Ni siquiera iba a cuestionar el absurdo de aquella afirmación. —Alex no ha hecho nada malo, tía Em. —Sé que guarda algún secreto. Lo sé. —No, estás… La imagen de Alex por las calles más sucias de Chicago se materializó en su imaginación. No se había atrevido a preguntarle qué hacía allí, pero fuera lo que fuese no tenía nada que ver con las rimas de Shakespeare. La tía Em tenía razón: guardaba algún secreto. Pero los secretos no tenían por qué ser necesariamente malos. Podía ser sólo una carga que no fuese capaz de compartir con nadie, o tal vez no tuviese a nadie con quien compartirla. Quizás necesitase ayuda y no supiera cómo pedírsela. —De acuerdo —dijo al final—. ¿Tienes alguna linterna que prestarme?
Alex palpó el despertador de la mesilla pero sin éxito, y se incorporó de golpe en la cama. ¿Las cuatro veintitrés de la mañana? No era el despertador lo que sonaba, sino la alarma de la casa. Tenía el control remoto en la mesilla y tras introducir el código de seguridad, la alarma cesó y pudo respirar. No tenía más remedio que ir a ver qué la había disparado. Tecleó otro código y en la pantalla aparecieron las letras «patr». Alguien estaba en la puerta trasera. Con un poco de suerte, sería sólo otro gatito. Sacó el arma de debajo del colchón y caminó en silencio de habitación en habitación, revisando rápidamente cada una de ellas mientras avanzaba hacia la cocina. No parecía que hubiese algo abierto. Quizás fuesen cosas de los críos, que al no haber visto su coche aparcado donde solía dejarlo, pensaran que no había nadie en la casa. Era poco probable que se tratase de alguno de la timba de juego. No tenía que devolver el primer plazo del préstamo hasta la semana siguiente. Revisó la puerta principal y entró en la cocina. Alguien parecía estar raspando en la puerta y, tras inspirar profundamente, se acercó a la ventana. Desde allí, y gracias a la luz de la luna, pudo ver dos figuras delante de su puerta, e incluso identificar a una de ellas. —Maldita sea… —masculló y buscó un lugar donde ocultar el arma. No podía ponérsela en la cintura porque sólo llevaba unos pantalones cortos y nada más, así que la metió en el cajón de los cubiertos, lo cerró de golpe y abrió la puerta de par en par. —¿Qué demonios estáis haciendo aquí? —rugió. Heather dio un respingo que debió de alzarla medio metro en el aire y tía Em tiró lo que tenía en la mano y dio un paso hacia atrás. Alex miró lo que había quedado en el suelo. ¿Una ganzúa?
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—Yo podría preguntarte lo mismo —replicó tía Em, adoptando un aire molesto—. ¿Se puede saber por qué demonios le estás gritando a dos señoras? Pero Alex apenas la oyó. Estaba mirando a Heather. Parecía a punto de desmayarse, pálida como estaba y con los ojos de par en par. Pero fueron las curvas que se intuían bajo su pijama de gatos y perros lo que le llamó la atención y le hizo sentir un despertar, una especie de fuego que le molestó aun más… aunque consigo mismo. —¿Qué estáis haciendo en mi porche? —preguntó, volviéndose a tía Em—. ¿Intentando forzar mi puerta? —añadió, mirando la herramienta que había quedado en el suelo. —Eh… —Em miró la ganzúa y después a Heather—. Heather, dile a Alex por qué estamos aquí. —¿Que le diga por qué estamos aquí? —graznó Heather. Parecía tan aterrorizada y tan avergonzada que Alex hubiera deseado, o bien agarrarla y lanzarla a su jardín por encima de la valla, o abrazarla y consolarla. ¿Cómo podía ser que en ambos casos tuviera que tomarla en brazos? No podía seguir así. —Quiero que alguien me diga qué estáis haciendo aquí —les espetó, mirándolas—. Cualquiera de las dos. Pero ninguna respondió. —No estaremos persiguiendo otro gatito, ¿verdad? —probó. —¿Gatito? —repitió tía Em, volviéndose hacia Heather. —Sí, un gatito —replicó la más joven, aferrándose a la excusa—. Debe de ser un compañero de carnada de Bonnie. —¿Bonnie? —preguntó tía Em, frunciendo el ceño. El miedo de Heather lo conmovía de un modo inesperado, pero de ningún modo iba a permitirles salirse con la suya. —Y el gatito ha entrado en mi casa, ¿no? —¿Ah, sí? —preguntó Heather. —Claro. Esa es la razón de que estuvieseis intentando entrar. Heather y tía Em se miraron la una a la otra. Todo aquello hubiera podido ser divertido, de un modo, digamos, surrealista, de no ser por el peligro en que se estaba poniendo Heather. Le había costado mucho apartarla de aquella operación, y no quería que volviese a entrar en ella por error. Era demasiado vulnerable. Cualquiera se daría cuenta de que ella era el eslabón débil de la cadena, así que tenía que sacarla de allí inmediatamente. —Estoy seguro de que debe de haber una buena razón para todo esto —dijo—, pero ¿qué tal si lo olvidamos? Vosotras os volvéis a casa, ya que no son ni siquiera las cuatro y media, y yo me vuelvo a dormir.
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Heather se mordió un labio. Parecía la viva imagen de la inocencia y la seducción al mismo tiempo, y Alex contuvo la respiración para intentar que la calidez que emanaba de su persona no le llegase dentro. Pero no funcionó. —Tienes razón —dijo Heather, y retrocedió—. Sentimos… —¡Ay, mi rodilla! —exclamó tía Em, tambaleándose sobre la pierna izquierda. Alex la sujetó rápidamente por un brazo. —¿Qué ocurre? casa.
—¡Tía Em! —exclamó, sujetándola por el otro—. ¿Estás bien? Vamos a llevarte a Alex la sujetó con más fuerza. —¿Por qué no…
—Sólo necesito sentarme un momento —contestó, y entró sin más en la cocina de Alex para dejarse caer bruscamente en una de las sillas—. Ah… ya me siento mucho mejor. No había necesitado mucha ayuda para llegar hasta la silla, se dijo Alex frunciendo el ceño. Era evidente que las dos querían entrar en su casa por alguna razón y el dolor de rodilla era una treta para conseguirlo. Bueno, al menos así nadie podría verlas. Pero al mirar a Heather, vestida con ese absurdo pijama que realzaba todas sus curvas, la respiración se le aceleró, al igual que la presión sanguínea. Tenía que cortar aquello como fuera. —Ya que estáis dentro, podríais decirme qué está pasando —espetó—. A menos que la rodilla de la tía Em haya mejorado de pronto y podáis marcharos ya. —¿Qué quieres decir con eso? —preguntó tía Em—. ¿Es que no sabes nada de las reglas de buena vecindad? —¿Buena vecindad? —Sí —se apresuró a contestar Heather—. Hemos venido a prepararte el desayuno. —¿Quieres decir que estabais forzando la puerta de mi casa para prepararme el desayuno? —No estábamos forzando nada —insistió tía Em—. Es que queríamos que fuese una sorpresa. —Ya sabes que el desayuno es la comida más importante del día —contestó Heather, abriendo su nevera. Alex se volvió a mirarla, y verla en su cocina en pijama y zapatillas era más de lo que podía soportar. Pero él era un hombre fuerte, un tipo duro. Había plantado cara a grupos armados sin tan siquiera pestañear. Había convencido a secuestradores para que liberasen a sus rehenes. Y no iba a permitir que una mujer menuda y en
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pijama lo venciera. Si estaban decididas a hacerle el desayuno antes de marcharse, que así fuera. Puede que aquello fuese una especie de apuesta. —Tomaré tostadas —dijo, apoyándose contra la encimera. —¿Tostadas? —repitió Heather, cargada con huevos, mantequilla y pan—. Eso no es un desayuno. Necesitas algo más sustancial, algo como… —Como lo que necesita —concluyó tía Em. Heather no debió de comprenderla porque se volvió a mirarla. —¿Y qué es lo que necesita? Estaba claro que tía Em pretendía hacerle entender algo con la mirada que a Heather la puso nerviosísima de pronto. ¿Qué se traerían entre manos? —Y zumo de naranja con las tostadas —añadió, sólo para que no se tomaran la molestia de hacer café. —De acuerdo —dijo Heather, dejándolo todo en la encimera, pero Alex no estaba seguro de si le contestaba a él o a tía Em—. Zumo de naranja y tostadas. —¿Sabes dónde está el zumo, cariño, o tiene que ayudarte Alex? —Está aquí —contestó él, y sacó el paquete de un armario. —Gracias —contestó Heather, y Alex sintió un temblor por todo el cuerpo. —De nada —contestó, decidido a no mostrar ninguna emoción. Y, a ser posible, a no sentirla… A no sentir nada más, claro. Por el rabillo del ojo vio a tía Em haciéndole un gesto de impaciencia a Heather, y ésta se acercó un paso más a él. —¿Podrías sacar también un vaso, por favor? Respirar era un poco más difícil estando tan cerca de ella, como también era algo más difícil no mostrar reacción alguna, pero iba a poder hacerlo. Cuanto antes terminaran con aquel juego, antes se marcharían. Tenía que tratarse de una apuesta, una broma o algo así. Sacó un vaso del armario y se lo entregó. Sus manos se rozaron levemente y una llama le abrasó la piel, carbonizando el camino que llevaba hasta su corazón. Sintió un irrefrenable deseo de abrazarla, de borrar sus precauciones con un beso y transformar su rubor en el fuego del deseo. Pero dio un paso atrás, hasta donde estaba la cordura. —¿Algo más? —preguntó, pero su voz no sonó brusca e impaciente como a él le habría gustado, así que miró el reloj de la cocina—. Siento tener que presionarte, pero he de salir enseguida. —¿Dónde va un profesor de universidad a las cinco de la madrugada? —quiso saber tía Em. A cualquier parte en la que pudiera respirar y recuperar el control. —Tengo una reunión.
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—Entonces, ¿te estamos molestando? —preguntó Heather mientras ponía el pan a tostar. ¿Molestarlo? —No, claro que no —mintió—. Tenía que levantarme pronto, y es agradable tener compañía. —¿Y no es muy temprano para una reunión corriente? —insistió tía Em. —Es que yo no tengo reuniones corrientes —contestó—. Como el profesor extraordinario que soy, tengo reuniones extraordinarias. Tía Em frunció el ceño. ¿Era a él, o a Heather? —Me gustaría poder asistir a alguna de tus clases —dijo Heather. ¿Cómo había vuelto a acercarse tanto?—. ¿Tienes horario de tarde? —Normalmente no —contestó. Dar otro paso atrás hubiera sido un signo de debilidad, aunque puede que también de inteligencia. Pero es que daba la casualidad de que ya tenía la espalda pegada al frigorífico. —Qué pena. Tenía los ojos azules más bonitos que había visto. Tan grandes como el cielo, llenos de promesas y misterio. —¿Y cuál es tu próxima misión? —preguntó tía Em. Heather parpadeó y aquellos maravillosos ojos desaparecieron durante una décima de segundo, que bastó para romper el hechizo y que las palabras de tía Em le llegaran al cerebro. —¿Eh? —Sabemos que no eres un simple profesor de universidad. Alex se volvió a mirarla con la sensación de que una mano de hielo le recorría la espalda. ¿Lo sabían? Con la cantidad de gente que había trabajado para montarle la tapadera y ahora, en un segundo, descubría que no había servido de nada. ¿Cómo habría podido ocurrir? —¿Para qué potencia extranjera trabajas? —¿Potencia extranjera? —No pasa nada, Alex —le dijo Heather y le tomó de la mano. Un calor flamígero le recorrió el cuerpo, como si fuera lava—. Seguramente te metiste en algo así por accidente. ¿Meterse en qué? Podría seguir mejor aquella conversación si Heather estuviera vestida en condiciones. —No le busques excusas, niña —la reprendió tía Em—. ¿Para quién trabajas? Alex no sabía qué estaba pasando pero, afortunadamente, ni tía Em ni Heather lo sabían tampoco. Se soltó de la mano de Heather para servirse un vaso de zumo justo cuando el tostador escupía las tostadas.
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—¿Que para quién trabajo? —repitió—. Me temo que… Por el rabillo del ojo vio que Heather abría el cajón de los cubiertos. Y antes de que pudiera reaccionar, la vio quedarse más pálida que una sábana, oyó un grito ensordecedor y vio que se desmayaba. Logró sujetarla antes de que se golpeara con el suelo, arreglándoselas para cerrar el cajón al mismo tiempo.
Heather sintió un peso helado en la frente y una nariz, fría y húmeda, en la mejilla. Desgraciadamente sabía qué eran ambas cosas: un paquete de hielo porque se había desmayado y Henry, que quería asegurarse de que estaba bien. —Menos mal que te despiertas —dijo tía Em—. Alex quería llamar a una ambulancia, pero yo le he dicho que no era necesario. Menos mal que has demostrado que no soy una mentirosa. Heather intentó incorporarse y miró a su alrededor con una inquietud que esperaba no fuese demasiado evidente. Henry estaba con ella en la cama, Victoria en la cómoda observándolo todo y tía Em sentada en una silla junto a la cama. No se veía a nadie más. —¿Cómo he llegado hasta aquí? —Te ha traído Alex. Le tenías verdaderamente preocupado. Es más, he de decirte que su preocupación me ha sorprendido. Puede que lo haya juzgado mal. No, no lo has juzgado mal, hubiera querido decirle, pero no consiguió pronunciar la frase. —¿Dónde está? —preguntó. —Lo he mandado de vuelta a casa. No tenía sentido que anduviera por aquí mientras que tú y yo tenemos que hablar —tía Em se acercó más—. Cuéntame: ¿qué fue lo que te hizo gritar y desmayarte? Tía Em la miraba llena de expectación y Heather supo, de pronto, que no podía decírselo. No podía hablarle del arma, de que Alex ocultase algo. Y mucho menos de la forma en que se le aceleraba el corazón con tan sólo pensar en él. —Vi un gusano —dijo, mirando hacia otro lado. Tía Em frunció el ceño y ella se dedicó a acariciar a Henry—. Sé que ha sido una estupidez, pero es que era un gusano enorme y me he asustado. Es que, de todas formas, estaba un poco mareada. Como no había desayunado… —¿Por qué no me dijiste que necesitabas desayunar antes de salir? —No lo sé. Supongo que no lo pensé. ¿Qué hora es? —preguntó, por cambiar de conversación—. ¿Llevo mucho tiempo inconsciente? —No son ni siquiera las seis. Tienes tiempo más que de sobra para…
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—¿Y qué pasa contigo? —se apresuró a cortarla—. ¿No tenías que preparar el horario de tres cuadrillas de poda para el vivero? La mujer frunció el ceño aún más y miró el reloj. —Tienes razón —suspiró—. Penny me dejó a cargo de todo antes de irse a París. Será mejor que me vaya. —¿Estás segura de que puedes conducir? —Me preocupa más dejarte sola —dijo tía Em, poniéndose de pie—. Sigues estando pálida como un fantasma. Quizás debería llamar a… —¡No! —la cortó, antes de que pudiera tan siquiera mencionar el nombre de Alex—. Estoy bien, de verdad. Aunque no parecía estar muy convencida, tía Em se marchó, dejándola en la cama. Victoria vino a acurrucarse a un lado y Henry lo hizo al otro. A ninguno de ellos parecía preocuparles que hubiera hecho el ridículo. Ojalá ella pudiera sentir lo mismo. —Es que no quería que tía Em tuviera razón —les dijo—. No quería que Alex fuese un espía, o un ladrón de bancos o algo así. Era una locura. No tenía sentido, pero ella quería que fuese un profesor de universidad, sin más. —¿Heather? ¡Alex! El corazón se le detuvo y se incorporó. La boca se le quedó tan seca como un desierto y las sienes empezaron a palpitarle. Debía de estar en la cocina. ¿Qué podía querer? Victoria y Henry corrieron a ocultarse bajo la cama y Heather deseó poder hacer lo mismo, pero no sería propio de una dama, ni de buena educación. Pero es que no podía volver a mirarlo a la cara… no después del ridículo que había hecho aquella mañana. Si no podía ocultarse bajo la cama, siempre le quedaban el armario y el baño. Sin prestarle atención a las palpitaciones de las sienes, se levantó, entró en el baño y cerró la puerta con cuidado, justo cuando él llegaba al dormitorio. —¿Heather? Necesito hablar contigo. Ella se apoyó contra la puerta cerrada. Tenía una voz tan profunda que le producía un extraño efecto en el estómago. La ponía nerviosa, y le hacía desear cosas con las que sólo había soñado. ¡Razón de más para mantenerse alejada de él! —Iba a darme una ducha —le dijo. Debería abrir el grifo para darle más realismo a la escena, pero el esfuerzo era demasiado, así que se limitó a aferrarse a la toalla que colgaba detrás de la puerta. —¿Podríamos hablar primero? Estaba tan cerca… en su habitación. Debería abrir la puerta y salir. Debería sonreír y decirle que no pasaba nada. Hacer incluso alguna broma sobre el arma y su desmayo, y después ofrecerse a terminar de prepararle el desayuno.
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Ya. Podría hacer todo eso, lo mismo que podría haberlo seducido. Enrojeció de pronto al recordar su idiotez. ¡Jamás podría volver a mirarle a la cara! —Es que no tengo tiempo —le dijo sin abrir la puerta—. Tengo un taller para profesores al que no tengo más remedio que asistir. —No son ni siquiera las seis. —Es que es en Bend. Bend quedaba a una hora de allí. Parecía razonable. Durante unos minutos no dijo nada, pero sabía que seguía allí. —Sólo quería asegurarme de que estabas bien —dijo al fin. Después de que hubieran irrumpido en su casa, ¿se preocupaba por si estaba bien? ¿Cómo alguien tan encantador iba a ser un espía? —Estoy bien —contestó, mirando el jarrón lleno de jabones con forma de concha que le había regalado uno de sus alumnos. Inspiró profundamente. Iba a conseguirlo. Era una experta en salir de aquella clase de situaciones—. Me desmayo siempre que veo gusanos. No tiene importancia. —¿Gusanos? Parecía sorprendido. Heather se mordió el labio. —Sí; era enorme. Me pasó por encima del pie. —¿Un gusano? —repitió—. ¿Te desmayaste porque viste un gusano? —Qué tontería, ¿verdad? Pero así soy yo. —Pensé que podrías haber… —El verano es una estación difícil para mí —dijo. No quería oír lo que iba a decir—. Hay lombrices y gusanos por todas partes y me desmayo cada dos por tres. Ya nadie me invita a una barbacoa. —Ya me imagino. Parecía no estar muy convencido. Cerró los ojos aliviada y se sentó en el borde de la bañera. —Gracias por venir a verme, pero estoy bien —añadió—. No me queda más remedio que estarlo, teniendo el festival tan cerca. Él no contestó y Heather sintió miedo. Quizás no se lo estaba creyendo. Quizás sospechaba de ella, o estaba molesto. Incluso podía estar preocupado pensando que intentaba echarle el lazo. —Tengo muchos trajes aún por terminar —dijo—. Seguro que no volveremos a vernos hasta dentro de un mes —¿sería tiempo suficiente?—. Incluso en dos meses. Quizás deberíamos desearnos Feliz Navidad ahora, por si acaso. —Puede —contestó él.
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Tenía que ser su imaginación, pero su voz le sonaba rara; no exactamente desilusionada, lo cual no tendría sentido, sino resignada quizás. —Entonces, Feliz Navidad. —Eh… sí, y Feliz Año Nuevo. Desde luego su voz seguía siendo rara, pero no intentó descifrar por qué. Conteniendo la respiración, esperó, y tras un momento que duró varios siglos, lo oyó marcharse de la habitación. Un minuto después, oyó cerrarse la puerta trasera de su casa. Dejó escapar el aire que había estado conteniendo en forma de suspiro y se apoyó en la pared el baño. Alex Waterstone era un espía. Un chico malo. Si estuviesen en una película, llevaría sombrero negro y todo el mundo le abuchearía cuando apareciera en la pantalla. Ahora sí que sabía cómo ganar la apuesta con Toto… conseguir alguna prueba de la maldad de Alex y reformarlo. Pero ella jamás podría hacer algo así.
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Capítulo 7 Alex salió a la calle con los tutores, apartando deliberadamente la mirada de la casa de Heather. Se negó a preguntarse por qué tendría aún las luces encendidas en el salón, cuando normalmente se iba a la cama alrededor de las diez. Y, desde luego, no perdería el tiempo preguntándose qué pijama llevaría puesto aquella noche: si el de los gatos o el de los ositos de peluche. Debería resultarle más fácil no prestar atención a Heather. Había pasado una semana desde que fue a su casa. Una semana de largas horas de trabajo encubierto. Una semana de volver a casa para cortos descansos a horas intempestivas. Una semana de contener la respiración cada vez que sonaba el timbre de la puerta o del teléfono, pensando que podía ser Heather. Una semana de estar con los nervios tan de punta que se desilusionaba al descubrir que no era ella quien llamaba a la puerta, lo cual era una locura porque eso era precisamente lo que quería. Eso era lo que tenía que hacer para mantenerla a salvo. Y en aquel momento, lo que debería era seguir concentrado en su trabajo encubierto y en el hecho de que, tal y como estaba planeado, no había podido cumplir con el pago del primer plazo de la deuda. No podía permitirse distracción alguna. Nada de vecinas, ni de gatos ni de nada. —Teniendo un día de fiesta a la vuelta de la esquina, sed flexibles con los programas, que no somos carceleros —dijo al detenerse junto a los coches de los estudiantes—. ¿Alguna pregunta más? —Sí. ¿Podríamos conseguir más entradas para el primer partido? —preguntó uno de los estudiantes—. Mi hermano va a venir y me gustaría que pudiese ver el primer partido. Alex se echó a reír. —Veré lo que puedo hacer. Al menos me has dejado una semana para ingeniármelas. —Si puedes conseguir más entradas, yo también tengo un hermano al que le gustaría venir —dijo otro. Todos se echaron a reír y se subieron a los coches aparcados delante de la casa de Alex. Tras mucho agitar la mano, hacer sonar el claxon y acelerar motores, se pusieron en marcha, giraron en el semáforo que quedaba a un par de manzanas de su casa y se perdieron de vista. Volvió la tranquilidad de la noche y la oscuridad se hizo más densa. Las farolas de la calle parecían incapaces de penetrar las sombras, y recordó la noche en que Heather había entrado en su jardín en busca de Bonnie. Regresó hacia su casa. No quería hacerlo, pero la cabeza lo hizo por voluntad propia.
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¿Qué tal estaría la gatita? ¿Habría mejorado lo suficiente para que la sacaran de la jaula? ¿Estaría incluso fuera de la habitación? Una cosa más que nunca sabría. Una cosa más que era mejor no saber. Al volverse para entrar en su casa, vio algo que parecía moverse en el jardín de Heather. Parecía un papel. Lo menos que podía hacer por ella era recogerlo. Se acercó, recogió una hoja de periódico que se movía con la brisa y la arrugó con la mano mientras miraba hacia la casa. Los arbustos eran algo más altos por aquel lado, y el que quedaba a la derecha de la puerta necesitaba una buena poda. Y el jazmín tenía que… —Eh, profesor. Alex se dio la vuelta, sorprendido. —¿Te has dejado algo? Pero no era uno de sus estudiantes, sino un hombre corpulento vestido de traje que estaba sólo a un par de pasos de distancia. Otro hombre más bajo pero igual de corpulento lo observaba de cerca. Sólo entonces vio el coche aparcado unos metros más allá. Maldición. Los esbirros del prestamista. ¿En qué demonios había estado pensando? La vida en Chesterton le estaba volviendo descuidado. —Nosotros no nos hemos olvidado de nada, pero un pajarito nos ha dicho que tú sí —contestó el más grande, y le dio un empujón. Una mezcla de olor a sudor y cerveza impregnó el aire. —¡Eh! —exclamó Alex, e hizo ademán de encararse, pero recordó a tiempo que era un profesor. Un catedrático que no sabía nada de defensa personal y que, además, jamás pegaría a nadie. Miró furtivamente a su alrededor y después al hombre. —Sólo necesito un poco más de tiempo —gimió, al tiempo que oía un ruido a su espalda, algo como una ventana que se abría en casa de Heather. Maldición. Cerró los ojos un instante. Después de haber insistido tanto en que ella quedase al margen, ahora lo iba a echar todo a perder. Tenía que salir de aquella situación rápidamente y sin alborotos. Ó al menos, llevársela lejos del jardín de Heather. —Si venís a… —Lo único que nos interesa es el dinero que debes —le interrumpió el segundo de los agresores, agarrándole por la pechera. En ese mismo instante, Alex estaba dando un paso hacia su propio jardín en un intento de alejarse del de Heather, y el inesperado movimiento del hombre lo hizo desplazarse hacia la izquierda y tropezar con la goma de regar. Intentó recuperar el equilibrio, pero no lo consiguió y tuvo la mala fortuna de caer de espaldas y golpearse con algo duro en la cabeza. El aspersor de riego del jardín, pensó al tiempo que la oscuridad de la inconsciencia amenazaba con engullirle.
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—¿Con qué demonios le has pegado? —preguntó el más alto de los dos a su compinche—. Sólo teníamos que asustarlo un poco. —No le he pegado —murmuró el otro—. Sólo le he empujado un poco y se ha caído. Debe de tener la cabeza de cristal. Alex intentó mantenerse consciente, e iba a incorporarse, pero se lo pensó. Quizás fuese mejor que pensaran que estaba inconsciente; así se marcharían y Heather no saldría a investigar. Así que cerró los ojos y esperó a que los matones se marcharan. Pero desgraciadamente se había caído sobre una isleta de flores, y el olor era tan intenso que sintió que empezaba a formarse un estornudo. ¿Por qué Heather no podía tener un césped sin más, como todo el mundo, en lugar de flores por todos los rincones? Uno de los hombres lo empujó con el pie y Alex gimió un poco para dar teatralidad. Ya podían marcharse. ¿Por qué diantres seguían allí? —¿Qué hacemos con él? —susurró el primer hombre. —Las farolas no iluminan mucho. Podemos dejarlo aquí mismo. —Lo mejor es que lo metamos en su casa. Eso no estaría mal, pensó Alex. De ese modo, ningún inocente se vería involucrado. —No sé. Me parece que hay alguien dentro. ¿Pero de qué estaban hablando? En su casa no había nadie. Maldición. La niebla que aturdía su cabeza se disipó por un instante. ¡Pensaban que la casa de Heather era la suya! —¿Y si lo dejamos en el porche? —De acuerdo. Levántalo por los pies, que yo lo sujeto por los hombros. —No —Alex se levantó. El mundo giraba un poco a su alrededor, pero sobreviviría—. Estoy bien. El más pequeño de los dos matones se echó a reír y tiró el cigarrillo. —Me parece que nuestro amigo tiene miedo de su parienta. Alex frunció el ceño. No tenía miedo de nada, y mucho menos de Heather, pero no le gustaba que aquel cerdo hablase así de ella. —¿Cómo puedes tenerle miedo a alguien que lleva un pijama como ese? — preguntó el otro. ¡Habían estado mirando por la ventana de Heather! La ira de Alex explotó. Aquellos cerdos no podían reírse de Heather, que era una mujer dulce, amable y llena de buenos sentimientos, y sujetó por la pechera al que tenía más cerca. —Déjala en paz, baboso —espetó. —¡Eh! —¿Hay alguien ahí? —preguntó Heather desde la casa.
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Alex se volvió con el corazón en la garganta. No pensaría salir, ¿verdad? De pronto sintió que algo muy sólido lo golpeaba en la barbilla, que la oscuridad se lo tragaba y que caía de espaldas. Lejos del aspersor, con un poco de suerte. Sintió un golpe sólido en la cabeza y tuvo tiempo de darse cuenta de que sus esperanzas habían sido vanas antes de que todo se volviese negro. Heather salió al porche. Bien. Los chicos que acompañaban a Alex ya se habían marchado y podía cambiar de sitio el aspersor. No iba a salir en pijama a hacerlo mientras él y sus amigos se despedían en la calle, aunque seguramente a ninguno de ellos le hubiera importado lo más mínimo lo que ella llevase puesto. Salió al césped mirando a su alrededor. Billy Masón les había dicho aquella mañana en clase que un murciélago se le había metido en casa la semana anterior. Pero se quedó clavada en el sitio al ver que había algo sobre el césped, cerca de la acera. ¿Y si era una comadreja? No, demasiado grande para eso? ¿Un oso, quizás? ¿Habrían osos por aquellas latitudes? Era poco probable, así que, tragando saliva, se acercó un poco más. ¡Dios, pero si era Alex! Verlo incorporarse tembloroso la empujó a correr a su lado. —Alex, ¿estás bien? ¿Qué ha ocurrido? —le preguntó, arrodillándose sobre la hierba recién mojada. Él la miró como si no la reconociera. ¿Habrían vuelto a atracarle? Sería la primera vez que ocurría algo así en Chesterton. —¿Son los osos, o los gatos? —le preguntó. Ay, Dios… estaba delirando. Aquello era más serio de lo que parecía, así que se acercó más a él e hizo que le pasara un brazo por encima de los hombros, para que se apoyara en ella. Tanta proximidad surtía un efecto curioso en su estómago, pero se prometió no prestarle atención. No era momento de tonterías. —Vamos dentro —le dijo—. Ya hablaremos de eso más tarde. Y le pasó el brazo por la cintura. Vaya musculatura. Debía de estar duro por todas partes. Seguro que podría levantarla con un solo brazo. ¿Cómo sería bailar con él? Le cayó una gota en el brazo, luego otra y después otra, un oportuno recordatorio de que debía concentrarse en lo que tenía que hacer y dejarse de sandeces. —No necesito ayuda —dijo él. —Claro, ya lo sé. Heather lo ayudó a levantarse. Parecía capaz de mantener el equilibrio, pero no dejaba de frotarse la nuca. —Tienes un aspersor bien duro —murmuró.
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—Sí, lo siento —le dijo sin pensar, al tiempo que lo hacía avanzar hacia la casa tan a regañadientes como si fuese un caballo desconfiado. «Tú sigue andando» se decía, porque si se caía allí, no conseguiría volver a levantarlo. Pero cuando llegaron al arco de luz que salía al césped por la puerta abierta, se detuvo. —Tengo que ir a casa —dijo. —Primero hay que verte la cabeza —le dijo—. Podrías tener una conmoción, o algo peor. Él le quitó el brazo de alrededor de los hombros y se separó. —Estoy bien. —No estás bien. Acabas de perder el conocimiento. —Sólo me he tropezado. ¿Por qué tenía que ser tan testarudo? —Hay que ir a urgencias para que te vean. —No pienso ir a ninguna parte. —Entonces, llamaré para que vengan a verte. —No lo necesito. Me voy a mi casa. —Para que te desmayes y te mueras allí solo, ¿no? Pues no pienso permitirlo, señor sabelotodo. Alex la miró fijamente. No entendía por qué, pero no parecía dispuesta a ceder. —No me voy a morir —dijo en tono algo más suave. Y precisamente fue ese tono lo que le dio a Heather el valor suficiente para doblar su determinación. Incluso la empujó a tomarlo de la mano. —Entra y déjame echarle un vistazo a tu cabeza —dijo—. Si no, llamaré a los servicios de urgencia y les diré que te has vuelto loco. Alex suspiró exasperado, pero subió las escaleras del porche y entró en la casa. —Es que no es necesario —insistió. —Haz el favor de entrar en la cocina. Allí es mejor la luz. Acompañados por Victoria y Henry, entraron en la cocina e hizo que se sentara mientras buscaba la linterna. Había un ronroneo feliz en el aire. ¿Podía ser de sus gatos? —Esto es una ridiculez —masculló Alex. —Baja la cabeza, por favor. Encendió la linterna y la enfocó a su nuca. De pronto, hundir los dedos en su pelo le pareció demasiado… íntimo, pero no necesitó tocarle para ver el chichón que tenía.
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—Madre mía —exclamó—. Menudo golpe. ¿Cómo ha ocurrido? —Pues no lo sé —dijo, poniéndose de pie—. Me tropecé, supongo. Aquel era el hombre que hacía toda clase de locuras cuando era niño y al que jamás le pasaba nada, ¿y ahora tenía que creerse que se había vuelto tan torpe que se tropezaba con un aspersor? Pero no iba a insistir más en aquel momento. —Tienen que verte ese chichón. Apuesto a que has sufrido una conmoción cerebral. —No sería la primera vez —contestó él, encogiéndose de hombros—. No tiene importancia. Y dio media vuelta para salir, pero ella fue más rápida y le bloqueó el paso, cruzándose de brazos. Menos mal que no se notaba cómo le temblaban las piernas. —Si no estás dispuesto a ir a urgencias, no voy a permitir que te vayas a ninguna otra parte. Alguien tiene que vigilarte cada dos o tres horas. La idea no parecía hacerle ninguna gracia. De hecho, su expresión era oscura como una tormenta, pero Heather no se dejó intimidar. Hubiera bastado con que él le soplara para que se rindiera, como había hecho toda la vida, pero como no lo hizo, sino que se limitó a volver a la silla… —No lo comprendes —dijo—. Yo no debería estar aquí. Va a dar una impresión equivocada. Ella se echó a reír. —Nadie nos ha visto —le aseguró—, y aunque así fuera, me importaría un comino. Ven, te acompaño a la habitación de invitados.
Toto aminoró la marcha al pasar frente a la casa de Heather. Todas las luces estaban encendidas. —Qué raro —le dijo a Junior—. Nunca está levantada a estas horas. Será mejor que echemos un vistazo. Toto paró el motor y Junior y él salieron del coche. No estaba seguro de si a aquel viejo perro policía le gustaba la lluvia, pero a él le parecía una bendición después de un día de tanto calor. Cuando terminase su turno, podrían dar una vuelta. De todas formas, no había mucho para él en casa desde que Dorothy se marchó. Penny y Brad habían vuelto de París. No los había visto por no dar la impresión de que estaba ansioso por recibir noticias de Dorothy. Y lo estaba, pero no tenían por qué saberlo. Cruzó el césped y examinó el perímetro de la casa. Las cortinas estaban echadas en la mayoría de habitaciones, excepto en la cocina, pero allí las luces estaban apagadas. A la luz que provenía del salón, vio a uno de los gatos sentados en lo alto de la nevera. Todo parecía tranquilo.
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Aun así, Junior y él subieron las escaleras de atrás y Toto abrió la puerta de la cocina. —¿Heather? —la llamó con suavidad. El gato se bajó de un salto de la nevera y desapareció. Un momento después, Heather llegaba a la cocina. —¿Toto? —¿Qué ocurre? —le preguntó. Parecía tensa. Pero Heather se limitó a mirar por encima del hombro y salió con Toto fuera. —No pasa nada —susurró—. Alex está aquí. —¿Qué Alex está aquí? ¿Para qué? —era una hora muy intempestiva para hacer visitas—. ¿Pasa algo malo? —¿Malo? —Heather parecía enrojecida—. ¿Por qué preguntas eso? aquí.
—Pues porque tú no sueles estar levantada a estas horas, y Alex no suele estar Toto la vio sonreír tímidamente a la luz de la luna.
—La verdad es que se trata de algo personal —dijo—. Estaba recortando hojas de papel para los niños de mi clase y Alex vino a ayudar, y luego, eh… bueno, ya sabes. Entonces fue Toto quien enrojeció y se alejó de la casa, como si quisiera ocultar su azoramiento. —Dios, Heather, cómo lo siento. No pretendía interrumpir —ojalá todo aquello no tuviera que ver con su estúpida apuesta, pero no tuvo el valor de preguntárselo—. Será mejor que me vaya. —Gracias por haber pasado, Toto —le dijo, apoyando la mano en su brazo. Tenía la mano fría, casi como si estuviese preocupada o tuviera miedo, pero su voz no sonó así. Y desde luego, su gato no había actuado como si ocurriera algo raro, así que dio otro paso. —Si va a quedarse aquí un rato —dijo, ocultando su azoramiento—, debería cerrar la puerta de su casa. —¿Es que está abierta? —Heather dio un paso hacia la casa de Alex, pero se detuvo—. Eh… Toto, ¿podrías prestarme a Junior esta noche? Es que estoy… trabajando con una gatita nueva y me gustaría ver cómo se comporta con un perro. Toto miró a su amigo, su única compañía durante aquellos días. El animal movía la cola como si hubiese entendido las palabras de Heather y la miraba con ojos implorantes. —Claro —suspiró. Podía dar el paseo solo. No tenía importancia. ¿Y qué si todo el mundo tenía ya quien le hiciese compañía?—. ¿Crees que tendrás suficiente con una sola noche? Junior estaría encantado de quedarse un par de días y cuidar de tu gatita.
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—¿No vas a necesitarlo estos días? —La verdad es que sería mejor que estuviera contigo. Voy a tener que trabajar a doble turno y así no estaría solo. —Estupendo. Nos lo vamos a pasar bien, ¿verdad, Junior? El animal movió la cola, y Toto les sonrió a ambos sin demasiado entusiasmo. Estaba empezando a acostumbrarse a la soledad. —Voy a cerrar la puerta de Alex y me iré a casa —dijo. cosa.
—No te preocupes —contestó Heather—. Yo… eh… tengo que ir a buscar una
—No te separes de mí, Junior —le susurró al animal al abrir la puerta de la casa de Alex. No se oía ningún ruido, así que no debía de haber nadie. El perro entró a su lado, pero echó a correr. —¡Junior! El animal se paró en seco y volvió junto a ella, pero seguía sin oírse ningún ruido en el resto de la casa. Estaba en un salón amueblado con un sofá, unas cuantas sillas, una televisión y varias estanterías. —Tenemos que llevarnos su cepillo de dientes —le dijo al perro. Era algo perfectamente razonable, pero sus pies no querían moverse del sitio, así que allí se quedó. Había una luz encendida en la cocina, pero el resto de habitaciones estaban a oscuras. A oscuras y llenas quizás de asaltadores. Junior no se movió, y al final suspiró para decirle: —Bueno… voy a buscarlo. Atravesó rápidamente el salón, llegó al baño, encendió la luz, sacó un cepillo rojo del vaso con la pasta y apagó la luz. —Ya lo tengo —le dijo a Junior, que no parecía impresionado—. Ya sé que me estoy comportando como una idiota, pero ahora podemos… El timbre del teléfono rompió el silencio y Heather se quedó inmóvil. El corazón tenía que habérsele parado también. No, no. Le latía a todo correr. ¿Quién podía llamar a aquellas horas de la noche? —Qué tontería —le dijo a Junior—. Sólo porque a mí no me llamen a estas horas, no quiere decir que a Alex no puedan llamarlo. ¿Crees que debo contestar? Pero antes de que pudiera tomar una decisión, el contestador automático se puso en marcha. Aunque pareciera el colmo de la mala educación, debería oír el mensaje y transmitírselo a Alex. Podía ser importante. —¿Waterstone? —dijo una voz, e hizo una pausa para toser—. Las cosas se han descontrolado esta noche así que voy a demostrarte lo buen tipo que soy. Te doy un día más para reunir la pasta, pero ni un solo minutos más. O apareces con lo que me debes mañana por la mañana a las ocho, o te mando de vacaciones con las truchas del lago Michigan —otra tos—. Si no eres lo bastante hombre para soportar la presión, juega a la lotería y deja lo demás para los hombres de verdad.
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El hombre colgó, y el silencio se hizo de nuevo en la habitación. Un silencio sepulcral. Heather miró a su alrededor despacio, como si quisiera que aquella habitación le demostrase que lo que había oído no era cierto. Pero no encontró nada. Ni un solo luminoso de neón proclamando la inocencia de Alex. Ningún sacerdote alabando las cualidades de su carácter. Nada. Sólo la confirmación de que Alex era un jugador, y empedernido al parecer. Eso debía de ser lo que estaba haciendo en Chicago cuando lo asaltaron, y el episodio acontecido aquella noche seguro que también tenía que ver con el juego. Le debía a alguien una buena cantidad de dinero, y esa persona estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para recuperarlo. Estaba metido en un buen lío. —¿Heather? Se dio la vuelta y se encontró con Alex en la puerta. ¿Habría oído el mensaje? ¿Sabría que ella conocía su secreto? No sabía qué decirle. Quizás lo mejor fuese distraerlo para que no tuviera la oportunidad de hacerle preguntas. Sí, distraerlo, pero, ¿cómo? Sólo se le ocurrió una forma de conseguirlo.
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Capítulo 8 —¿Qué haces aquí? —preguntó Alex. Sí, su voz sonaba molesta, pero es que Heather había desaparecido sin decir palabra. Había entrado en el cuarto de baño para lavarse el chichón, ya que esa iba a ser la única forma de impedir que lo hiciese Heather, y al salir había desaparecido. Lo primero que pensó era que los matones habían vuelto, y ahora se la encontraba allí, dando vueltas por su casa con la única protección de Junior. —Nada —contestó Heather—. Salía ya. Pero las cosas podían ocurrir en cualquier momento y en cualquier lugar. —¿Hay alguien más aquí? Me ha parecido oír voces. —Sólo Junior y yo —replicó, y le mostró el cepillo de dientes—. He venido a cerrar las puertas y a por esto —le dijo y sonrió. Alex ya había sido en otras ocasiones el destinatario de las sonrisas de otros. Sonrisas que provenían de labios mucho más experimentados que los de Heather, pero ninguna había surtido el mismo efecto que aquella. De pronto se sintió como un barco que hubiese perdido la quilla, una cometa sin hilo, volando a merced de la corriente y con una única boya de salvación: su sonrisa. —Me gusta que los hombres que se quedan a dormir en mi casa tengan su propio cepillo de dientes. Era una declaración escandalosa, teniendo en cuenta su situación, y mucho más cuando su propia voz gritaba a voces la mentira, pero aun así Alex sintió que algo le ardía en la boca del estómago. Algo que podría haber sido identificado como celos, de no ser porque no tenía ningún sentido. Tenía que protegerla, y el único modo de hacerlo, por el momento, era no separarse de ella. Su seguridad era todo lo que quería, y para conseguirla lo primero que tenía que hacer era sacarla de allí. —Deberías haberme dicho a mí que la puerta estaba abierta. Yo mismo habría venido a cerrarla. No deberías andar por ahí sola, de noche. —Junior venía conmigo. —¿Es…? Un momento —frunció el ceño—. ¿De dónde ha salido? No estaba en tu casa. —Toto se pasó a verme y me lo ha dejado unos días, pero no te preocupes, que no le he dicho nada. Su voz era suave como la seda y su tono le decía que se relajase, pero en lo único que podía pensar era en que ella se había acercado un par de pasos. —¿Nada de qué? —preguntó. —De tu accidente.
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Pero apenas la oyó. Había algo en sus ojos que no había visto antes, una preocupación que iba más allá de lo que pudiese ocurrir en aquel momento. Una serenidad en la que se podía confiar. Una generosidad que le impresionaba. Fuera lo que fuese, algo despertó en el fondo de su corazón. Una urgencia extraña que nunca antes había sentido, una necesidad sobrecogedora de conservar aquel momento. Algo que era precisamente lo último que necesitaba en ese instante. Tenía un trabajo que hacer, que quería hacer. Un trabajo que no tenía nada que ver con ella, excepto por el hecho de que la casualidad la había involucrado. Su instinto masculino le decía que tenía que echar a correr y apartarse de los ojos azules de Heather pero, al mismo tiempo, ese mismo instinto le decía que tenía que quedarse y protegerla. El mundo era un lugar duro, lleno de malas personas. —Volvamos a mi casa —dijo ella. Alex consiguió librarse del trance en el que había caído. Tenía que protegerla, sí, pero también de sí mismo. —Sí. Voy a apagar las luces —dijo. Necesitaba alejarse de ella. —Yo apagaré las de la cocina —se ofreció, y echó a andar. Un paso, dos, tres, pero Alex no conseguía respirar mejor. Se dio la vuelta y se apresuró a apagar la luz de la mesa. Tenía que sobreponerse. Aquello no era nada comparado con los tres balazos que había recibido y a los que había sobrevivido, o con la noche de supervivencia en una ciénaga, en la que los mosquitos habían sido la menor de sus preocupaciones. Apagó la luz de la mesita al mismo tiempo que ella las de la cocina, y la habitación quedó más oscura que la misma noche. —¡Ay! —oyó exclamar a Heather desde algún lugar cercano a la televisión—. No, Junior, no pasa nada. Estoy bien. —Lo siento. No esperaba que se quedase todo tan a oscuras. Voy a… Se volvió hacia la luz, pero se encontró a Junior en el camino y, al intentar esquivarlo, tropezó con Heather. Sin querer, habían acabado el uno en los brazos del otro. —¡Vaya! —Lo siento —dijo él. ¿Pero de verdad lo sentía? Y, de ser así, ¿por qué no podía soltarla? Su delicado aroma lo rodeó, atrapándolo de nuevo en su hechizo. Las piernas no podía moverlas, pero los brazos sí, y la apretó contra su cuerpo. Sus manos encontraban fuego dondequiera que tocase. Inclinó la cabeza y encontró sus labios. Suaves, carnosos y llenos de poder. ¿Cómo no había percibido su fuego antes? Tocarla, besarla, saborear su pasión sólo incrementaba su necesidad de ella. Sólo aventaba su fuego y su necesidad.
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Sus labios se volvieron más insistentes, la abrazó con más fuerza, su hambre de ella se hizo más urgente. Pero no era bastante. No podía responder a la necesidad que gritaba en su corazón. Entonces Junior ladró, y eso fue lo único que trajo a Alex de vuelta a la realidad. Soltó a Heather, dando gracias al cielo por la oscuridad que ocultaba la confusión de su rostro. —¿Qué pasa, Junior? —le preguntó. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y corrió a la puerta. ¿Qué clase de hombre era si podía olvidarse de sus responsabilidades en cuanto tenía cerca de una mujer hermosa? Debería haber sido él quien vigilase, y no Junior. Pero no se trataba más que de un vecino que paseaba a su perro por el otro lado de la calle. Inspiró profundamente y sintió que Heather llegaba a su espalda. No podía volver a caer. Tenía que estar alerta, vigilante. —¿Estás preparada? —le preguntó, con el corazón en la garganta ante su proximidad. Iba a necesitar tener alguna distracción en su casa—. Voy a por un par de libros y algunos vídeos. —Pero si es muy tarde. Más de medianoche, y yo siempre me acuesto pronto. ¿Acostarse? De ningún modo iba a meterse en una cama en su casa. —Para mí es temprano —dijo, al tiempo que recogía un par de libros y de vídeos de una estantería cercana. No podía ver lo suficiente para leer los títulos, pero no importaba—. No te preocupes, no tienes por qué hacerme compañía. De hecho, podrás dormir aún mejor sabiendo que Junior y yo estamos de guardia. —Pero el golpe que… —Estoy bien —le aseguró mientras salían. Junior saltó en la oscuridad mientras Alex cerraba la puerta y activaba la alarma. Menos mal que no la había conectado cuando se marcharon los estudiantes, que si no Casio… Maldición. Casio. Seguro que estaba a punto de enviar de nuevo a las tropas. Debía haberse puesto en contacto con él hacía ya mucho. Lo llamaría desde casa de Heather una vez ella se hubiera dormido. Volvieron a la casa. Los gatos los esperaban y Victoria y Henry saludaron a Junior como a un viejo amigo, pero un tercer gatito gris lo miraba con el lomo erizado y bufando. —¿Es Bonnie? —preguntó—. ¿Ya ha salido de la cárcel? —No era una cárcel. Alex se echó a reír y acarició a la gatita. —Ya lo sé. Era por su propio bien. Era la única forma de salvarla. A veces, hay que ser duro para poder ser bueno. Heather lo miró con extrañeza. —Sí, es cierto.
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—Bueno, voy a leer un poco antes de irme a dormir —dijo. —Muy bien —contestó ella—. La cama de la habitación de invitados está hecha. Me levantaré dentro de unas tres horas para echarte un vistazo. —Bien. No se molestó en decirle que no era necesario, porque hubiera resultado inútil. Además, tenía un tremendo dolor de cabeza, pero tampoco iba a decírselo. Heather asintió y entró en su habitación mientras él, con sus libros y sus vídeos, entraba en el salón. Junior y los gatos lo siguieron. Cuando se acomodó en el sofá con un suspiro, todos se agruparon frente a él, observándolo. —¿Qué? —les preguntó en voz baja—. Yo no soy el malo, así que no tenéis por qué desconfiar de mí. Sólo intento que no le pase nada. Oyó el agua correr en el cuarto de baño, así que se levantó para revisar la puerta principal y las ventanas: todo estaba cerrado. —¿Alex? Demonios… se apresuró a volver al sofá y se sentó. Junior estaba a su lado, moviendo la cola como si se tratase de un juego nuevo, y los gatos lo miraban precavidos. —¿Alex? Levantó la mirada. Tenía las mejillas sonrosadas y el pelo recién cepillado. Era una visión irresistible. —Hay palomitas en la nevera y galletas en el armario. Él sonrió. —Gracias. No te preocupes. —De acuerdo. Buenas noches. —Buenas noches y gracias. —No hay de qué. Alex suspiró al oír los ruidos amortiguados de su dormitorio. Luego, sólo hubo silencio. Uno de los gatos se había ido con Heather y el marrón estaba sentado junto a Junior, observándolo. Bonnie mantenía la vigilancia desde debajo de una mecedora, cerca de la cocina. No sabía si estaban esperando pasar un buen rato con él, o que cometiera un crimen para poder delatarlo. —¿Os parece que es buen momento ahora para revisar las ventanas? —les preguntó en voz baja. Ninguno contestó, y ninguno pestañeó tan siquiera cuando se levantó para ir hasta la zona de comedor. Las dos ventanas estaban cerradas, pero revisó también la de la cocina y del baño principal.
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Se detuvo junto a la puerta de Heather, pero como era demasiado pronto para revisarla, volvió al salón y a su libro, una disertación sobre el uso de los árboles en la poesía medieval. Leyó la misma página tres veces y lo dejó sobre la mesa. —¿Se duerme rápido Heather? —le preguntó al gato, que se limitó a fruncir el ceño como respuesta. Debía de haber pasado ya media hora desde que se fue a la cama. Ese tiempo debía ser suficiente, ¿no? Fue hasta su puerta y se paró a escuchar. Al principio no oyó nada, pero después percibió una respiración rítmica y tranquila. Abrió la puerta y a punto estuvo de tropezarse con el gato marrón que entraba a toda carrera en la habitación. El animal saltó sobre la cama y Alex a punto estuvo de tener un ataque al corazón, porque estaba seguro de que Heather se despertaría. Pero no fue así. De puntillas y a la suave luz de una lamparilla de noche caminó hasta la ventana y la comprobó. Estaba cerrada. Al darse la vuelta, vio a Heather en la cama. Estaba tumbada de lado y sintió un cosquilleo en la mano por el deseo de acariciar aquellas curvas. Su respiración se volvió entrecortada porque la necesidad de sentirla tumbada junto a él era casi insoportable. Había sentido deseo en otras ocasiones, pero nunca había sido así. Nunca había sido tan fuerte que casi podía oler su propia carne ardiendo. Nunca había sido tan fuerte como para tener el corazón a punto de reventar. Era como si Heather lo hubiera hechizado. Ella se movió levemente y él contuvo la respiración. ¿Qué estaba haciendo, mirándola así? Se apresuró a llegar a la otra ventana, la comprobó y salió de la habitación en menos de un segundo. Luego se fue a la cocina y llamó a Casio. —¿Dónde demonios has estado? —le preguntó su supervisor—. Llevo horas intentando localizarte. Alex no contestó a su pregunta. —Tenemos un problema —dijo—. He tenido dos visitas esta noche. —Maldita sea… ¿Estás bien? —Tengo un chichón del tamaño de un balón de rugby en la cabeza pero, aparte de eso, estoy bien. —No esperaba una reacción tan violenta —comentó. Junior entró en la cocina. Intentaba hablar en voz baja, pero evidentemente no lo era lo bastante, así que se volvió hacia la puerta. —Creo que no pretendían que ocurriera, pero no importa. El problema es que piensan que la casa de Heather es la mía. Que Heather y yo estamos viviendo juntos. —¿Y? —¿Cómo que «y»? Heather está en peligro.
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—¿Por qué va a estarlo? Eres tú el que ha pedido el préstamo. —¿Y si vienen por ella para obligarme? —¿No me habías dicho que no hay nada entre ella y tú? Pero Alex apenas lo había oído. A través del cristal de la puerta se veía la calle… y un coche avanzando lentamente con las luces apagadas. ¿Eran imaginaciones suyas o había aminorado la marcha al pasar delante de la casa de Heather y la suya?
Heather recogió el libro del suelo del salón y apagó la lámpara. La habitación estaba débilmente iluminada por la luz del incipiente amanecer, pero aun así podía ver perfectamente a Alex dormido en el sofá, con Junior dormido a su lado y Bonnie acurrucada en el arco de su brazo. Contemplar aquella imagen le humedeció los ojos. Aquel era un Alex que casi nadie veía, un hombre que la mayoría ni siquiera creería que existía. Sin embargo, ella había tenido la oportunidad de vislumbrar ese otro lado suyo al verlo con Bonnie, y ahora tenía la certeza de que una parte secreta y mucho más amable de él existía de verdad. Se había levantado una hora antes para asegurarse de que se encontraba bien, y él le había echado una buena reprimenda por hacerlo. Típica actitud de macho duro. Pero ya no iba a dejarse engañar más. Recordó cómo era Alex de pequeño. Le encantaba el béisbol, subirse a los árboles y hacer cosas con su padre. Recordaba haberlos visto jugar juntos en el jardín, lavar el coche juntos, incluso apartar la nieve del camino juntos. Entonces no buscaba aventuras. Fue después de que su padre muriera de cáncer cuando cambió. Fue entonces cuando se convirtió en el chico duro que aceptaba cualquier desafío, que vivía todos los momentos al límite. Siempre necesitaba ser el centro de atención, como si temiera no gustarle a nadie de otro modo. ¿Seguiría sintiéndose así, o se habría acostumbrado de tal modo a las emociones fuertes que creería no poder vivir sin ellas? Pensó en la llamada que había oído en su casa. De hecho, apenas había podido pensar en otra cosa. ¿Qué le diría cuando se lo contara? Lo sabía muy bien. El chico duro Alex fingiría que no tenía importancia. Que podía solucionarlo. Y ese lado más tierno de su persona quedaría enterrado cada vez más hondo, hasta que ni siquiera pudiera asomar en momentos así. ¿Habría forma de salvarlo de sí mismo? ¿Habría alguna forma de librarlo de su ansia de emociones fuertes para que su lado más tierno pudiese tener una oportunidad? Debió de suspirar, o moverse, o hacer alguna clase de ruido porque Bonnie levantó la cabeza y bostezó y, a pesar de sus preocupaciones, Heather sonrió. La gatita había llegado tan lejos, desde el animalillo salvaje que era dos semanas antes. Una vez se había atrevido a confiar en alguien…
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Una idea se materializó en su cabeza. ¿Se atrevería a ponerla en práctica? Era muy atrevida, pero también podía ser la única forma de salvar a Alex. Además, él había estado de acuerdo con la idea la noche anterior. Claro que hablaban sobre Bonnie, pero…
Dorothy se colocó la última horquilla en el pelo y retrocedió para comprobar su imagen en el espejo. Genial. Necesitaba parecer sofisticada pero sin recargar. Parisina. Trabajaba en una galería de arte que atraía a los turistas, así que no podía parecerlo ella. Ese era el problema principal. Seguía pareciendo una turista, de modo que los habitantes de aquella ciudad la trataban con la amabilidad reservada a los turistas, y no con verdadera amabilidad. Y había tantos cafés y pequeños restaurantes que conocer que todavía no había encontrado el adecuado, en el que la gente pudiera llegar a ser sus nuevos amigos. No, tenía que ser paciente y darse tiempo. Pronto empezaría a sentirse como en casa. El timbre del teléfono rompió el silencio. Qué curioso. ¿Quién podía llamarla a aquel rincón del mundo? Brad y Penny se habían marchado la semana anterior, y se quedó mirando el aparato un momento, casi como si esperase que fuera una alucinación. Podía ser su nuevo jefe en la galería de arte. Quizás había cambiado de opinión y ya no quería que trabajase para ellos. Dejó las horquillas que le quedaban en la mano sobre la cómoda y se tumbó sobre la cama para alcanzar el teléfono. —¿Dorothy? —¿Heather? —preguntó, sentándose en la cama con incredulidad. —Prometí estar en contacto y aquí me tienes. —Sí, pero… Dorothy miró el reloj, que por alguna extraña razón seguía llevando la hora de Chesterton—. Pero allí apenas son las cinco de la mañana. —Yo siempre me levanto temprano, y he pensado que para ti estaría bien. Penny me ha dicho que todo el mundo en París vive la noche, así que pensé que no te levantarías hasta por la tarde. —Bueno, no todo el mundo puede mantener esa costumbre —se rió, esperando ocultar con la risa la realidad de su vida en aquella ciudad—. ¿Qué tal estás? ¿Cómo está todo el mundo por allí? Toto.
Qué bocazas. Ahora Heather se iba a pensar que le estaba preguntando por —Estoy bien. Todos estamos bien. ¿Todos?
—Me alegro —dijo, y rascó con la uña una pelusa que se le había pegado a la falda—. Me alegro muchísimo —repitió—. ¿Brad y Penny llegaron bien?
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—Sí, estupendamente. Traían un montón de historias que contar. Nos ha dado a todos una envidia tremenda. —¿A todos? —Bueno, ya sabes: tía Em, yo, la señorita Fogarty, Nancy Abott… Pero nada de Toto. Y no es que saberlo la alegrase o la desilusionara. No le importaba un comino lo que hiciera o dejase de hacer. —¿Qué tal está Junior? —preguntó, y se dejó caer de espaldas sobre la cama. Otra pregunta estúpida. —¿Junior? —Heather se echó a reír—. Pues mira, se va a quedar aquí con nosotros unos cuantos días. Había algo en la voz de Heather… —¿Nosotros? Heather se echó a reír, pero le pareció una risa extraña. —Con Victoria, Henry, la nueva Bonnie y yo. —Ah. Os lo pasaréis bien con él. —Eso espero —hizo una pausa y Dorothy notó sus dudas—. La verdad es que tenía un motivo para llamarte. Me gustaría saber si puedes ayudarme. —Estaré encantada de intentarlo. Debía de ser algo tremendamente importante para merecer una llamada transoceánica. —Es que estaba pensando en la cabaña que utilizaste el verano pasado. Ya sabes, esa que era propiedad del matrimonio que conociste en Florida. Creo haberte oído decir que iba a estar vacía todo el verano y que podías utilizarla cuando quisieras. —Sí —contestó Dorothy—. Está en la península, al noroeste de un pueblecito llamado Watton.¿Porqué? Heather carraspeó. Estaba pasando vergüenza. —Es que… me preguntaba si podría utilizarla este fin de semana. —¿Que quieres estar sola en medio del monte en Michigan? —¿Que la tímida y miedosa Heather quería pasar un fin de semana en un lugar aislado, en medio de ninguna parte, con un suministro eléctrico errático y un bosque lleno de bichos que ululaban, aullaban y acechaban por la noche?—. ¿Eres de verdad Heather Mahoney, o una impostora? Heather se echó a reír, esta vez de verdad. —Es que no pensaba ir sola —dijo con cuidado—. Un amigo se va a venir conmigo y, como queríamos pasar un par de días solos, he pensado que sería el lugar ideal. —Comprendo.
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Qué sorpresa. No se habría podido imaginar que Heather tuviese a alguien especial. Pero llevaba ya varias semanas fuera, y las cosas podían cambiar en ese tiempo. —No es que vayamos a estar solos del todo —corrigió Heather—. Junior se viene para mantener a raya a los animales salvajes, y tengo que llevarme a la gatita nueva porque si la dejo sola esos días, cuando vuelva tendré que empezar de cero. —Puedes usar la cabaña con toda libertad —le aseguró Dorothy—. Todo el tiempo que quieras. ¿Vas a subir pronto? —Esta misma mañana —contestó, y su voz reflejaba alivio y excitación—. Voy a saltarme los talleres de profesores, y tendré que llamar a tía Em o a Penny, a ver si pueden echarle un vistazo a los gatos mientras esté fuera. —Seguro que lo pasaréis bien. —Eso espero. Dorothy sintió que el corazón se le hacía más y más pesado mientras le daba las indicaciones para llegar y, cuando se despidieron y colgó, tenía el alma cargada de nostalgia. Sus amigas iniciaban una nueva vida sin ella. Era normal, y era también lo que quería, pero no podía evitar que fuese triste también.
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Capítulo 9 Alex se despertó al olor del café y del pan caliente. No, esas cosas sólo podían formar parte de un sueño, así que no podía estarse despertando. No olía a café hasta que él lo hacía y… Sintió una respiración en la cara y abrió los ojos. Estaba tumbado en un sofá con un gato sentado sobre su pecho, mirándolo. Los recuerdos de la noche anterior acudieron a su cabeza. El enfrentamiento con los matones. El golpe en la cabeza. El empeño de Heather en que viniera a su casa. Su necesidad de tocarla y de sentirse tocado por ella. El gato saltó cuando Alex hizo ademán de levantarse. Le dolían todos los músculos del cuerpo y tenía la cabeza a punto de explotar. Pero había un dolor más profundo que no podía localizar, más fuerte que el resto, lo cual sólo venía a demostrar qué mala idea era dejar que alguien entrase en su vida, aunque fuera sólo marginalmente. —Ah, ya te has levantado. Heather estaba al otro lado de la habitación, en la puerta de la cocina, pero su voz suave le envolvió el corazón. Se volvió a mirarla, con tanto temor como deseo de hacerlo, y sus ojos bebieron en ella, en la belleza de su sonrisa, en el calor de sus ojos. Sólo con mirarla le bastaba para sentirse mejor. Más fuerte. Más vivo. Estaba tan preciosa, incluso con aquel sencillo pantalón corto y camiseta. Parecía una flor delicada y, precisamente, esa delicadeza hacía que el resto del mundo, por contraste, resultase más sórdido, más sucio, y que fuese más necesario protegerla. —¿Cómo te encuentras? —le preguntó. —Bien. Muy bien. Y se levantó del sillón con energía, ignorando las protestas de sus músculos. Había tomado una decisión durante las largas horas de la noche, y verla le afirmó más en ella. Tenía que salir de allí. Unos cuantos meses fuera de la ciudad serían perfectos. Incluso podía contentarse con unas cuantas semanas. Hasta con un fin de semana de tres o cuatro días. Heather volvió a entrar en la cocina. —Espero no haberte despertado yo —le dijo desde allí—. He intentado no hacer ruido. —No te he oído. Es que suelo despertarme pronto. No iba a echarla de menos. El dolor que sentía en la zona del corazón era simplemente debido a haber dormido en un sofá tan pequeño. Con estirarse bastaría. Buena idea. Doblándose por la cintura, apoyó las manos en el suelo y estiró los músculos de las piernas.
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—¿Qué tal la cabeza? Heather volvió con una taza de café—. ¿Quieres crema o azúcar? Te lo he traído solo. —La cabeza va bien —dijo, incorporándose—. Y el café me gusta solo —¿cómo lo habría sabido? No es que importase. Tomó la taza y bebió un sorbo—. Esto es todo un lujo. —¿Y eso? —Pues porque nadie me sirve el café cuando estoy en casa. La siguió a la cocina. —¿Quieres desayunar, o prefieres ducharte primero? —Me ducharé en casa —dijo—. Voy a arreglar esto un poco, si no te importa. Tenían que hablar de unas cuantas cosas. —Claro que no me importa, y no estoy segura de que debas ir a casa, a no ser a por ropa limpia. Aquella mujer le quitaba el sentido. Una mujer pequeña, de aspecto frágil, con las mejillas sonrosadas y los ojos profundos, dispuesta a pelearse por su bienestar. No sabía exactamente a qué era debido, a su pasión o a su belleza, pero estaba prendado de ella. Sólo deseaba acercarse a ella y abrazarla. No, quería más que eso. Mucho más. Quería hacerle el amor una y otra vez. Quería sentir su calor rodeándolo y perderse en ella. Pero lo más sorprendente es que quería aún más. Sentía tanta necesidad de su ternura que casi se asustaba. Tenía que ser por el golpe de la cabeza y las pocas horas que había dormido. Se sirvió otra taza de café y se volvió hacia ella. —¿Quieres otra taza? —Sí, gracias. Llenó también su taza y, al acercarse, percibió un suave aroma a flores que emanaba de ella, pero no permitió que eso lo afectase. Lo mismo que la humedad de sus labios. Dejó la cafetera y se sentó a la mesa. —Menos mal que vamos a tener un día de fiesta —dijo—. Estoy deseando disfrutar del fin de semana de tres días. —Yo también —contestó ella—. ¿Qué te apetece desayunar? ¿Tostadas? ¿Cereales? ¿Beicon y huevos? —Con tostadas me vale —dijo—. ¿Tienes planes para el fin de semana? Seguro que piensas aprovecharlo para ir a ver a tus padres a Arizona —sugirió como si la idea acabase de ocurrírsele. —La verdad… —empezó, insegura—. La verdad es que tenía que subir a la península a ayudar a Ida Crawford a cerrar su cabaña y dejarla preparada para el invierno. —¿Y es que no vas a hacerlo?
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—Toto iba a subirme en su coche y después Ida y yo volveríamos en su coche el lunes, pero resulta que a Toto le han puesto turno doble y no puede llevarme. —¿Y ese es el problema? —Alex casi se rió en voz alta—. Eso puedo arreglarse. Yo te llevaré. —Creía que iba a conducir yo —dijo Alex, intentando encontrar una postura cómoda en el asiento sin conseguirlo. Llevaba tres horas intentándolo, pero adoptara la posición que adoptara, quedaba demasiado cerca de Heather para poder pensar con claridad. Debería haber hecho que Junior se sentara delante y él, haber ocupado el asiento de atrás con Bonnie en su cesta. —Si no recuerdo mal —le contestó Heather—, anoche te diste un golpe muy fuerte en la cabeza, y una conmoción no es algo que deba tomarse a broma. —Lo de la conmoción es tu diagnóstico, no el mío. Nada de todo aquello estaba saliendo como él se había imaginado. Para empezar, deberían haberse llevado su coche y no el de Heather, que era mucho más lento. Pero el suyo había amanecido con una rueda desinflada, y habría tenido que dejar a Junior y a Bonnie en casa, a pesar de la insistencia de Heather de que se había comprometido a cuidar de Junior y que el aprendizaje de Bonnie no podía interrumpirse. Los animales serían un estorbo si tenían problemas. Y debería ser él quien condujera. Era él quien tenía experiencia en maniobras de evasión. Era él quien podía sacarle el máximo a un coche. Era él quien podía presentir el peligro antes de que los alcanzase. Todas esas razones y algunas más eran las que justificaban que debía ser él quien condujera. Pero Heather ni había querido hablar del asunto. —Habría sido también el diagnóstico del médico si me hubieses dejado llevarte a urgencias. Además, soy buena conductora —añadió tras adelantar a un camión—. Nunca he tenido un accidente. Ni siquiera me han puesto una multa. Estiró un brazo para poner en marcha el aire acondicionado, y su mano quedó peligrosamente cerca de la rodilla de Alex. Sólo un poco más y… Apartó la pierna y se obligó a pensar en su protección. —Háblame de la cabaña. ¿Dónde está exactamente? —¿Exactamente? ¿Te refieres a la longitud y la latitud? Había una nota en su voz… ¿le estaba ocultando algo, o se estaba volviendo paranoico? —¿Está en Watton o fuera del pueblo? —Fuera. Pero, en realidad, Watton es casi todo campo. ¿Qué querría decir con eso? Para ella, el campo sería un lugar lleno de pájaros y mariposas, y noches tan oscuras en las que podría pedir deseos incluso a la estrella más diminuta.
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Pero el campo era algo totalmente distinto para él. Espacio. Montones de espacio con montones de sitios en los que esconderse. Poca población. Unos cuantos agentes de policía que tenían que cubrir unas jurisdicciones inmensas. —Protección de la policía rural —murmuró. —¿Policía rural? —parecía confusa, pero se echó a reír—. Supongo que sí, pero no por eso estarán menos preparados que los policías urbanos. No entendía nada, y él sentía cada vez más quemazón en el estómago. Maldición. No le gustaba nada aquella situación. Debería haber hecho más preguntas antes de acceder a acompañarla. Pero es que no era capaz de pensar con claridad estando con ella, y eso tenía que cambiar. A partir de aquel mismo instante. —Habrá vecinos cerca, ¿verdad? Ella sonrió. —Pues sí que haces preguntas. Cualquiera diría que tienes algo horrible planeado y que quieres asegurarte de que no hayan testigos. —Qué tontería. Su respuesta dejaba claro que no había vecinos. De haberlos, lo hubiera dicho. Se volvió a mirar por la ventanilla intentando controlar su enfado consigo mismo. Había sido un estúpido al aceptar aquel plan sin meditarlo antes. Quería alejar a Heather de Chesterton, así que en cuanto se había presentado la más mínima oportunidad, se había agarrado a ella sin pensar. Pero ¿dónde tenía la cabeza? —Voy a llevarla a una cabaña cerca de Watton —le había dicho a Casio—. Ella estará a salvo y yo volveré mañana por la noche. —¿Es necesario? —había preguntado Casio. —Sí, por ella y por mi tranquilidad personal. Miró una vez más a los coches que venían detrás, pero todo estaba como antes. Gente corriendo ocupada en sus propios asuntos. Nadie corría más de lo normal y nadie parecía ir siguiéndolos. Podía significar algo, o no significar nada. —No me gusta esto —le dijo—. Esa cabaña está demasiado aislada. —Desde luego, eres único para comunicar confianza. Se echó a reír, pero estaba nerviosa. —Quizás deberíamos simplemente recoger a Ida y marcharnos —sugirió, pero no podía ser, porque así Heather volvería a estar en peligro—. O mejor aún: podríais iros Ida y tú a un hotel de esos tan agradables que hay en Mackinaw y pasar allí el fin de semana. —¿Y por qué íbamos a hacer eso teniendo una cabaña pagada? No entendía nada. —Pues porque es más seguro. Por eso —le espetó—. Nunca se sabe…
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Se oyó un gruñido que provenía del asiento de atrás. Genial. Junior se estaba enfadando con él. No eran demasiado buenos amigos, y las cosas no estaban mejorando. —No pasa nada, Junior —le dijo Heather por encima del hombro y se volvió hacia Alex—. Mira, sé lo que hago, y es lo mejor. Es lo que hay que hacer. Además, ¿qué tal si dejamos las discusiones para cuando lleguemos allí? Alex se contuvo. Tenía razón: sería mejor esperar. Si la cabaña estaba tan aislada como esperaba, podría mostrarle los peligros con más facilidad que describiéndoselos. El problema era que había perdido el control en algún momento. Él tenía un plan para protegerla y había permitido que se mezclara con el plan de ella para ir a ayudar a Ida Crawford. Tenía que conseguir volver al plan original. —¿No te preguntas adonde van todos esos coches? —le preguntó, mirando por la ventanilla. Él se volvió a mirarla primero a ella y después a los coches. —En cierto modo, sí. Pero seguro que no con la misma inocencia que ella. Se volvió de nuevo hacia ella. Sentía curiosidad por saber qué se escondía tras aquellos ojos azules. ¿Qué querría Heather de la vida? —¿Te da envidia de que los demás se vayan a conocer lugares apasionantes? — preguntó él. —En absoluto —replicó—. Me gusta mi vida. Me encanta enseñar a los niños pequeños y hacer ropa en mis ratos libres. Me encanta volver a casa con mis gatos y buscarle hogar a los abandonados. No cambiaría mi vida por ninguna otra. Hablaba con tanta pasión, con tanta seguridad… Como si supiera lo que importaba y lo que no, y lo que tenía entre manos. Su fervor le despertó una tremenda añoranza y dejó vagar de nuevo la mirada entre el tráfico. —Tienes suerte —le dijo. —¿Por qué? ¿Es que a ti no te gusta tu vida? ¡Qué pregunta! Le encantaba su ida. Siempre le había gustado la aventura, el peligro, la necesidad de pertenecer a todas partes y al mismo tiempo a ninguna. Sin embargo, unos recuerdos extraños y prohibidos le volvían a la cabeza, como un libro que se abre por una página inesperada. —Creo que mi padre detestaba la vida que llevaba —dijo despacio—. Nunca lo dijo con esas palabras, pero yo siempre lo supe. —¿Qué te hace pensar eso? Alex se encogió de hombros. ¿Cómo explicarle algo que siempre había sentido pero que nunca había expresado? —Tenía sueños.
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Edwards, Andrea – La novia del agente secreto – 2º Círculo nupcial
—Tener sueños no quiere decir que uno odie el presente —puntualizó Heather—. Sólo que hay algo que quieres hacer en el futuro. Una vez había empezado a hablarle de ello, las palabras parecían brotar por voluntad propia. —Todo lo que quería aprender a hacer, lo fue posponiendo. Quería aprender a pilotar, a conducir motos, a bucear. Y murió antes de tener oportunidad de hacer algo de todo eso. Seguía diciendo que podría hacerlo todo al día siguiente, pero ese día no existió para él. —Y ahora estás intentando que lo tenga. Alex la miró frunciendo el ceño, buscando algo profundo en sus ojos y sin apenas haber oído algo de sus palabras. —¿Qué quieres decir? —Nada. Sólo que él tomó sus propias decisiones. Puede que le gustase la vida tranquila más de lo que tú te imaginas. —¿Y crees que estoy utilizando a mi padre como excusa para llevar la clase de vida que llevo? ¿Es por eso por lo que no me dejas conducir? ¿Porque me crees un inconsciente? —No te dejo conducir porque has sufrido una conmoción y tus reflejos no deben de estar en su mejor momento. Alex la observó durante un momento, atrapado en un torbellino de anhelos, indecisión, determinación, remordimientos. ¿Por qué se habría abierto a ella de ese modo? Ahora se sentía débil y vulnerable, incluso si lo de la conmoción era una tontería. Tenía que volver a ser el de siempre. Era primera hora de la tarde cuando Heather paró el coche frente a la tienda de ultramarinos de Watton. La lluvia golpeaba el parabrisas, transformando el mundo exterior en un borrón, igual que su mundo interior. Estaba cansada de ir tanto rato sentada, y la tensión se había ido acumulando en sus músculos de tanto pensar en lo que iba a decirle a Alex cuando llegasen a la cabaña. En menos de una hora iba a saber de qué iba todo aquello, y sabía que se iba a enfadar de verdad. —Tengo que recoger unas cuantas cosas —dijo, quitándose el cinturón—. ¿Quieres venir? —Claro —dijo, como si ni siquiera pudiera comprender por qué se lo preguntaba. Demonios… no es que no quisiera que la acompañara, pero habría estado bien que se quedara en el coche. Así habría tenido un momento para estar sola, para serenarse y hacer acopio de valor. —De acuerdo —dijo, y miró a Junior y a Bonnie—. Ya sólo quedan unos cuantos kilómetros, chicos. Luego podréis moveros por donde queráis.
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Tras inspirar tan profundamente como para después llenar un globo, salió del coche y se quedó bajo la lluvia. Pero no bastó para refrescarla. Alex la esperaba en la puerta de la tienda y, al verlo, su corazón echó a volar. Debería haber una ley que prohibiera a los hombres ser tan altos y tan guapos. Alex le abrió la puerta. —Bueno, ¿qué vamos a comprar? —Unas cuantas cosas para pasar el fin de semana. Se detuvo tras pasar la puerta y miró a su alrededor, con la esperanza de encontrar intimidad entre las góndolas mientras enviaba a Alex por la mantequilla de cacahuete y ella buscaba la mermelada. Pero no iba a tener tanta suerte. Era una tienda típica de pueblo, pequeña pero llena de todo, desde vídeos de Elvis Presley hasta mostaza y gomas de riego. No iba a poder esconderse ni una décima de segundo. —Buenas tardes, amigos —les saludó el hombre al otro lado del mostrador. Heather se acercó rápidamente. Si no podía esconderse de Alex, quizás pudiera alejarse mentalmente de él. —Necesitamos un poco de comida para el fin de semana —le dijo al propietario, y sacó la lista—. ¿Dónde tiene la sopa de lata? —Al fondo a la derecha. Heather asintió y caminó hasta el fondo. —Así que vienen a pasar estos tres días, ¿eh? —comentó el hombre—. Es una pena que se haya puesto a llover. Heather se alegró de que el hombre pareciera dirigirse a Alex. Así podría alejarse de él, acurrucarse tras los guisantes y tomarse un respiro. —Sí —oyó decir a Alex—. Pero sólo hemos venido a ayudar a Ida Crawford a cerrar su cabaña, así que no son vacaciones en realidad. «Bien. Mantened un alarga charla sobre el tiempo», les dijo Heather en silencio. La lluvia no iba a molestarla. Es más, era incluso profética. A veces lo que se necesita no es lo que se quiere, y de ese modo… —¿Ida Crawford? —preguntó el hombre—. ¿Es nueva aquí? Aquellas palabras interrumpieron las meditaciones de Heather. Escogió al azar un par de latas de sopa y volvió rápidamente al mostrador. Traía también un par de latas de atún y una botella de salsa para ensaladas. —No creo —dijo Alex—. Viene todos los años. —Ah… —el hombre se llevó un palillo a los dientes—. Tenemos a Isa Davenport en Baraga County, pero no conozco a ninguna Ida Crawford. Heather dejó lo que traía en el mostrador.
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—La verdad es que su cabaña queda un poco lejos —dijo rápidamente y miró a Alex, pero no parecía sospechar—. Queda al norte, por la veintiocho. —¿Ah, sí? —se frotó la barbilla—. No es que me acuerde demasiado bien de los que viven al norte, pero aparte de la cabaña de esa gente de Florida, creo que no hay nadie más este año aparte de mapaches y algún que otro ratón. ¿Mapaches y ratones? Heather intentó controla el miedo. Nada que Junior y Bonnie no pudiesen solucionar. —Bueno, es que queda bastante lejos. Muy al norte. Y seguramente le he dicho un número de carretera que no es. Aquella vez sí que Alex la miraba con extrañeza. Era lógico. Pero iba a llevar a cabo su plan, pasara lo que pasase. —¿Quieres traer una botella de zumo de naranja? —le pidió, mientras ella escogía una cesta de fruta y cosas para preparar una ensalada—. Creo que esto es todo. El hombre comenzó a marcar la mercancía en su vieja caja registradora, pero iba tan lento que Heather se temió que Alex pudiera empezar a cuestionar la ruta o sus planes. De hecho, cuando se acercó de nuevo a su lado, traía el ceño tan fruncido que parecía la marca de un hachazo. —¿Estás segura de que…? —¿De que lo llevo todo? Sí. Además, hay unas cuantas cosas más en la nevera que llevo en el coche. Heather pagó y colocó las bolsas en los brazos de Alex en un santiamén. Lástima que salir de las tiendas de ultramarinos no contase como récord olímpico. —Gracias por todo —dijo, y con una brillante sonrisa tiró del brazo de Alex, prácticamente arrastrándolo fuera. —Espero que encuentren la cabaña —les dijo aún el hombre. —La encontraremos —contestó Heather. Una vez Alex y ella estuvieron de nuevo fuera y bajo la lluvia, soltó su brazo e intentó que su suspiro de alivio no fuese demasiado obvio. —¿Estás segura del camino a seguir? —preguntó Alex. Heather echó a andar delante de él. —¿Lo dices por lo del dueño de la tienda? —forzó la risa—. ¿Qué pensarías si te dijera que vengo por aquí todos los años y que siempre me dice lo mismo? Nunca se acuerda de Ida porque sólo viene en verano. Sólo se acuerda de los residentes permanentes. Alex metió las bolsas en el maletero y lo cerró. —Bueno, pongámonos en marcha. Es mejor llegar antes de que oscurezca. Alex se subió al coche y Heather aprovechó el momento de separación para secarse el sudor de las manos en los pantalones cortos. ¿Cómo había llegado a ser tan
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buena mentirosa? Menos mal que la sugerencia de tía Em había funcionado y había podido desinflar la rueda del coche de Alex. Ojalá sus otras sugerencias funcionasen también. —Heather, ¿ocurre algo? —Sólo respiraba el aire fresco del campo —contestó al subirse al coche. Lo puso en marcha y volvió a salir a la carretera. Lo estaba consiguiendo. Tenía que estar atenta para no pasarse el puente de piedra del que le había hablado Dorothy. Cuando lo pasó, giró a la derecha para tomar un camino que aparecía entre los pinos. Dorothy lo había llamado un camino estacional, y ahora comprendía bien a qué se refería: la huella de dos ruedas sobre la hierba que sólo se podía seguir en verano. Menos mal que no llovía demasiado. —Espero que no nos encontremos otro coche de frente —dijo Alex al ver que las ramas de los pinos rozaban el coche—. Apenas hay sitio para uno. —No creo que venga mucha gente por aquí. —Incluso me cuesta trabajo creer que Ida venga por aquí —añadió—. Se necesitaría un todo terreno. —No está tan mal. Con lo que temblaba y lo exagerado de sus reacciones ante cualquiera de las dificultades del camino lo estaban haciendo parecer peor de lo que era en realidad. Es cierto que había baches y la hierba y algunos arbustos pequeños amenazaban con no dejarles pasar, pero cada vez que pasaban por un bache lleno de agua no podía evitar darle un pisotón al freno, y se sobresaltaba cada vez que una rama golpeaba contra los cristales del coche como si estuviera viva, y eso era lo que lo empeoraba todo. —¿A qué distancia queda la cabaña? —preguntó Alex. —A unos cuantos kilómetros más —contestó. Sí, bueno, eran unos trece más, pero no sería bueno decirle la verdad. Además, no había visto ningún sitio en el que hubieran podido dar la vuelta, aunque hubiese querido. Un par de kilómetros más adelante, pasaron por una zona algo más despejada. Los árboles estaban lo bastante separados para que se pudiera ver el cielo pero, al mismo tiempo, esa misma separación había dejado pasar la lluvia con toda su fuerza y un enorme charco cubría el camino. Heather contuvo la respiración al entrar en él, y sintió que las ruedas resbalaban ligeramente sobre el barro, pero tras un momento, sintió que volvían a avanzar. Quizás fuese una pena. Si se quedaban atascados en el barro podía tener una razón para quedarse allí, y así no tendría que confesarle su plan a Alex. Pero claro, tendrían que ir a pie los kilómetros que les faltaban para llegar a la cabaña, y eso no sería nada divertido. —Esto no me gusta nada —dijo Alex cuando volvieron a estar bajo los árboles—. Recogemos a Ida y nos vamos. Esto está en el último rincón del mundo. Ni
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siquiera la policía rural podría protegernos aquí. Jamás llegarían a tiempo en caso de necesitarlos. ¿Pero qué le pasaba? No había dejado de augurar males desde el primer momento. —¿Por qué te preocupas siempre tanto de que vaya a ocurrir algo? Estamos en mitad del bosque; aquí no va a pasar nada. —No lo dirás en serio, ¿verdad? Este es el escondite perfecto, o el lugar perfecto para retener a alguien. Heather lo comprendió de pronto. ¡La llamada de la noche anterior! Alex no había podido oír el mensaje ya que ella había borrado la cinta del contestador mientras él se duchaba por la mañana y recogía su ropa, pero tenía que saber que andaban buscándolo. Y lo que le preocupaba era que pudieran seguirlo hasta allí. —Para poder retener a alguien, tendrían que saber dónde está esa persona — puntualizó, y nadie en Chesterton sabía dónde estaban excepto Dorothy, y ella, desde luego, no iba a decírselo a nadie. —O tendrían que pillar desprevenida a esa persona —añadió Alex, casi más como si estuviese hablando consigo mismo. —Exacto. No tenía ni idea de lo que estaba pensando, pero no iba a desperdiciar la oportunidad de darle la razón en algo. De todas formas, tenía otras cosas en las que pensar, como por ejemplo si iban a llegar a la cabaña antes de que se hiciera de noche. La oscuridad era cada vez mayor, y aquella pista parecía continuar sin fin. Miró el cuentakilómetros. Casi habían llegado, gracias a Dios. Una rama baja de un árbol rozó el parabrisas y de pronto la cabaña apareció entre ellos. Era un edificio rústico con la forma de una caja de cerillas, acurrucado entre los pinos, con un amplio porche que no conseguía ocultar su aspecto de casa vacía. Heather condujo sobre la pinaza hasta detenerse cerca de la entrada, con el estómago hecho un manojo de nervios. Ya estaba hecho. Era hora de enfrentarse a la realidad. —¿Estás segura de que hay alguien aquí? —preguntó Alex, y por la voz parecía algo desconfiado y un punto enfadado. —Tiene que haber —se rió con nerviosismo—. Habrá que echar un vistazo. Él la miró de tal modo que sintió que el estómago se le retorcía por completo. Era lo menos parecido a un profesor de literatura en aquel momento, y la ira que brillaba en sus ojos oscuros no tardaría en estar dirigida hacia ella. —Tú quédate aquí —le ordenó, y salió del coche mirando a su alrededor. Heather tenía el corazón en la garganta y respirar le era casi imposible. Lo vio caminar con cautela hacia la casa. No era demasiado tarde. Podía decirle que se había
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tratado de un error y podían marcharse. Se enfadaría un poco con ella, pero eso sería todo. Desapareció al otro lado de la casa y Junior gimió suavemente, dándole con el morro en el hombro. Pensó en Alex en aquel horrible barrio de Chicago en el que le habían asaltado, y en lo que había oído la noche anterior al teléfono. No, no iba a rendirse. Alex estaba metido en un buen lío y aquella cabaña iba a darle una oportunidad. Inspiro profundamente y agachándose, quitó la tapa de la caja de fusibles del coche. ¡Dios santo, pero si había más de una docena de fusibles? Em le había dicho que quitase el del arranque, pero ¿cuál era? Se levantó y miró alrededor del coche. Alex aún no había vuelto. Volvió a agacharse y quitó todos los fusibles. Más valía prevenir. Volvió a incorporarse y metió todos los fusibles en una pequeña bolsa de plástico y la cerró. —Tienes que ayudarme —le dijo a Junior, volviéndose y sujetándole por el collar—. Bajo ninguna circunstancia tienes que permitir que encuentre esta bolsa. Junior se quedó inmóvil mientras Heather le quitaba su ancho collar de cuero, pegaba a él la bolsa con los fusibles y volvía a ponérselo. Ya estaba hecho. Inspiró profundamente y bajó del coche. La lluvia había cesado y el aire olía a tierra mojada y a pinos. Era un lugar precioso, una especie de paraíso escondido. El resto del mundo podía no existir. Un lugar maravilloso en el que pasar el fin de semana. Con un poco de suerte, Alex estaría de acuerdo con ella… más tarde o más temprano. Dejó salir a Junior y sacó la cesta de Bonnie. casa.
—Vamos, chiquitina. Seguro que estás cansada de ir metida ahí. Entremos en la
Con la cesta de la gata en una mano y una caja de comestibles en la otra, subió las escaleras y abrió la puerta. No estaba cerrada con llave, tal y como le había dicho Dorothy que se la encontraría. Junior se apresuró a subir a su lado y lo dejó entrar primero. Un olor a húmedo y a cerrado fue lo primero que percibió. La cabaña era tan pequeña por dentro como por fuera. Un pequeño salón estaba amueblado con muebles de pino vasto y una chimenea de piedra ocupaba buena parte de la pared del fondo. Detrás quedaba la cocina, y a su derecha, el dormitorio. El único dormitorio. Heather enrojeció de pronto al volverse a mirar el sofá. Era corto y de aspecto duro como la piedra. ¿Y ahora, qué? Ni siquiera había pensado en cómo iban a dormir. ¡Qué tonta era! ¿Y si se ofrecía a dormir en el coche? Bonnie se quejó por estar tanto rato encerrada y Heather decidió no pensar en ello por el momento. Tenía otras cosas de las que preocuparse. Abrió la cesta para que la gata pudiera salir y echó agua fresca que había traído de casa en un pequeño barreño para Junior y Bonnie. Mientras los animales investigaban, Heather se acercó a la ventana para descorrer las cortinas y dejar que entrase la luz del sol; entonces oyó los pasos de Alex en el porche.
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—¿Heather? —la llamó, abriendo la puerta. Traía una expresión que parecía la de una tormenta a punto de estallar—. Creía haberte dicho que te quedases en el coche. Ella se encogió de hombros y se secó las manos en los pantalones. —Necesitaban salir —dijo, señalando a los animales—. Llevaban mucho tiempo en el coche. Miró a su alrededor sin dejar de fruncir el ceño. —Este sitio está desierto —declaró—. Ni rastro de Ida, ni de ningún otro ser humano. —¿No? —Heather se encogió de hombros—. Debe de ser que al final no ha venido. —¿Que no ha venido? No había gritado pero casi, y Junior lo miró gruñendo quedamente. Alex no le hizo caso. —Creo que será mejor que salgamos de aquí mientras quede todavía algo de luz —dijo—. Si nos vamos ahora mismo, llegaremos a la carretera antes de que se haga noche cerrada. Heather ocultó las manos tras la espalda y cruzó los dedos con todas sus fuerzas. —No —dijo sin más. Alex se había agachado a recoger el barreño del agua y se detuvo. La tormenta empezaba a rugir y Heather sintió que le temblaban las piernas y que la boca se le quedaba seca. —¿No?—repitió. Ella negó con la cabeza. —No —dijo con voz casi ahogada pero audible—. Nos vamos a quedar aquí el fin de semana. Es por tu propio bien.
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Capítulo 10 —¿De qué demonios estás hablando? —le espetó Alex. Algo estaba pasando, una especie de juego estúpido. Y a él nunca le habían gustado los juegos. Heather estaba de pie en el medio de aquella cabaña polvorienta y sucia, intentando parecer valiente y decidida pero sin conseguirlo. Sus ojos azules estaban llenos de preocupación y no dejaba de morderse los labios. La ira de Alex cedió un poco bajo su mirada cargada de nerviosismo. —Vamos a quedarnos aquí —dijo, atreviéndose a mirarlo a los ojos sin pestañear—. Tú y yo. Lejos de toda tentación e influencias malignas. —¿Influencias malignas? —tenía la sensación de haber aterrizado en el sueño de otro y eso lo irritaba enormemente. No tenía tiempo de tonterías—. ¿Quieres explicarme de qué estás hablando? —Tienes un problema de ludopatía, Alex, y no intentes negarlo, porque lo sé. —No. Yo no… —no podía defenderse sin poner patas arriba su tapadera—. ¿Y qué si lo tengo? ¿Qué tiene eso que ver con…? —de pronto lo entendió todo—. Ida Crawford nunca ha estado aquí, ¿verdad? Era todo mentira. Lo has preparado tú. Heather asintió. —Necesitas estar en un sitio en el que no haya tentaciones, y esta cabaña es el lugar perfecto. Todo empezaba a encajar, aunque no podía creerse la imagen que empezaba a aparecer ante sus ojos. —¿Me has traído aquí para que no juegue? —No se trata sólo del juego. También te he traído para que te des cuenta de que no tienes que estar haciendo cosas excitantes para ser feliz. Era increíble. Estaba en plena investigación, infiltrándose en una organización de juego ilegal y la inocente Heather le estaba causando más problemas que todos los mañosos juntos. —No voy quedarme aquí —le dijo. —No te queda otro remedio porque yo no voy a dejarte marchar. Pensar que ella pudiera impedirle marcharse resultaba irrisoria, pero no quiso herirla haciéndolo. —Heather, reteniéndome aquí no vas a conseguir que deje de jugar. Puedo jugar desde cualquier parte. No tengo más que descolgar el teléfono y marcar el número de cualquier corredor de apuestas. —Si tienes teléfono —puntualizó ella. Demonios… —¿Qué has hecho con mi teléfono móvil?
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—Nada. Está perfectamente sobre la cómoda de tu casa. Lo saqué de la bolsa mientras ibas a buscar la maquinilla de afeitar al baño. —¿Que has hecho qué? Junior gruñó y Alex retrocedió un paso. No es que necesitase el aviso, pero sí el espacio para recuperar el control. No podía creer que hubiera sido capaz de hacer algo así. —¿Quieres decir que estamos en este lugar abandonado de la mano de Dios sin un teléfono? ¿Y si ocurre algo y necesitamos ayuda? —He traído mi móvil, pero para utilizarlo hay que introducir el código. Gracias a Dios. Al menos podían contar con una protección básica. Inspiró profundamente e intentó pensar con lógica. Era el momento de resumir. —Heather, te agradezco la preocupación —dijo con cuidado—, pero no necesito tu ayuda, de verdad. —No es bueno negar que se tiene un problema. No podrás mejorar hasta que no admitas que lo tienes. Él se quedó mirándola y se dejó caer en el sofá. Si hablaba, Junior volvería a gruñir y Heather se obstinaría todavía más. Tenía que encontrar la forma de convencerla. Quizás debería… —Sé que debes el plazo de un préstamo —dijo—. Anoche tuviste suerte, pero eso no quiere decir que vayas a tenerla la próxima vez. —¿Cómo…? Tenía que haberlos oído hablar delante de su casa. Demonios… Sabía que podía haber violencia y aun así, se había metido en aquel lío. ¿Por qué? La Heather que él conocía estaría en casa, escondida bajo la cama. ¿Por qué intentaba salvarlo? —Heather, yo no soy un gato que necesita que alguien lo rescate. —Pero necesitas ayuda. Aquello era increíble. Iban a marcharse de allí aunque tuviera que sacarla a rastras. —Venga, nos vamos a casa. —No creo. —Voy a poner en marcha el coche. Dame las llaves, por favor. Ella siguió mirándolo con sus enormes ojos azules, pero es que él no necesitaba que lo salvasen. Entonces le entregó las llaves. Alex las recogió casi sintiéndose mal. Heather lo hacía con buena intención, de eso estaba seguro, y no era culpa suya que juzgara la situación por las apariencias y que no supiera la verdad. Pero aun así, tenía un trabajo y para realizarlo tenía que volver a Indiana. Y ella tenía que estar a salvo en algún sitio, y no en una cabaña en medio de ninguna parte. Se dio la vuelta y echó a andar hacia la puerta. Nadie se movió.
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—¿Vienes? —No. —Heather, no tengo tiempo para juegos. —No estoy jugando. —Voy a poner el coche en marcha y, si no estás fuera dentro de treinta segundos, volveré a entrar. —Eso espero. No parecía menos nerviosa, pero había una especie de seguridad en ella que lo intrigaba. ¿Le habría dado unas llaves que no eran las del coche? No, sí que eran las llaves. —¿Quieres que saque las cosas de Bonnie? —preguntó. —No, gracias. Están bien donde están. —No pienso dejarte aquí. —Ya lo sé. Aquella conversación era ridícula. Abrió la puerta y a grandes zancadas llegó al coche. Lo pondría en marcha para demostrarle que él no se andaba con bromas. Entonces lo dejaría ayudarla a preparar a los animales. Subió al coche e hizo sonar el claxon para que se fuera dando cuenta, pero no consiguió nada porque el claxon había enmudecido. Demonios… Metió la llave en el contacto y la giró. El silencio era ensordecedor. Volvió a intentarlo. Nada. Ni un parpadeo, ni un renqueo, ni un temblor. Nada. Tiró de la palanca que abría el capó del coche y salió. A la escasa luz que iba quedando ya, no vio nada desconectado o que faltase. Movió algunos cables sólo por hacer algo y volvió a intentar ponerlo en marcha. Nada. El claxon seguía sin emitir ningún sonido y las luces no funcionaban. Heather había hecho algo con el sistema eléctrico. Volvió a levantar el capó y revisó la batería. Estaba todo bien, así que tenían que ser los fusibles. Volvió al coche y buscó la tapa de la caja de fusibles. Era casi de noche, pero no necesitaba luz para ver que no había ni un solo fusible. «Maldita sea…» Dio un portazo y entró como un huracán en la casa. Heather estaba poniéndoles comida a los animales y, al verlo, se levantó. —Has quitado los fusibles. Dámelos, por favor. —No los tengo. —Haz el favor de darme los fusibles o de decirme dónde los has puesto. —Los tiene Junior.
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Alex miró al perro, que estaba sentado sobre las patas traseras. Aún quedaba luz suficiente como para ver que había algo sujetó al collar del animal pero, en cuanto dio un paso hacia él, Junior empezó a gruñir. Heather se acercó y le puso una mano sobre el brazo. —Sé que no vamos a curarte por completo de tu adicción al juego, pero tenemos que quedarnos aquí el tiempo suficiente para empezar bien. No nos vamos a marchar hasta que esté convencida de que estás en el buen camino. Un suave maullido lo hizo volverse. Al parecer Bonnie quería advertirle de lo testaruda que podía ser Heather. Alex suspiró. Bueno, Heather no era la única que podía ser cabezota. Puede que en aquel momento lo tuviera acorralado, pero sólo porque no se había dado cuenta de a qué estaba jugando. Ahora que conocía las reglas, nada iba a detenerlo. Iba a sacarla de allí y a llevarla a un lugar seguro. —¿Y cómo vas a saber cuándo estoy listo para irme? —preguntó. —Lo sabré. Mientras tanto, Junior se va a quedar con los fusibles. —¿Y si intento quitárselos? Heather sonrió. —Supongo que te hará pedazos. El animal parecía sonreírles a ambos, pero guardaba su adoración para Heather. Teniendo en cuenta que Junior había sido perro policía, era poco probable que consiguiera convencerlo de que le entregase lo que habían puesto bajo su custodia, aunque también podía merecer la pena intentarlo. Y él conocía el punto débil del animal: la cerveza. Había visto cómo Toto era capaz de conseguir que se diera vueltas por el suelo y se hiciera el muerto por una lata de cerveza. —Qué sed tengo —comentó, estirando los brazos—. ¿Tenemos cerveza? Heather no se molestó en ocultar las carcajadas. —Ni gota. Demonios… Aquella tienda quedaba a quince kilómetros de allí, y con aquel terreno eso supondría al menos tres horas a pie, dos si iba corriendo pero, a una orden de Heather, Junior lo traería arrastrando a la cabaña. —Si quieres, puedo preparar limonada —sugirió Heather. Su primera inclinación fue decirle que se olvidara de ello, pero discutir no serviría de nada, lo mismo que decirle que todo aquello era por su propio bien. Iba a tener que improvisar y ver qué pasaba. Ya surgiría la ocasión. Alguna debilidad, alguna preferencia que pudiera explotar. Por el bien de ella, no podía rendirse. —Más tarde mejor —contestó—. Voy a descargar el coche mientras quede algo de luz. —Va a ser genial —dijo ella, apretándole el brazo—. Ya lo verás.
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Alex se limitó a asentir y echó a andar hacia la puerta, pero se detuvo al oír un sonido cerca de sus pies. Era Bonnie que parecía charlar tranquilamente. Tenía la sensación de que le estaba dando consejos sobre cómo sobrevivir a la socialización forzosa de Heather. —Eh, chiquitina —le dijo—, ¿qué tal os lleváis Junior y tú? ¿Crees que podrías traerme una cosa que lleva colgada del collar? Heather sacó el sobre para hacer limonada y una jarra de la caja que había traído del coche. No estaba desanimada por la reacción de Alex; es más, era lo que esperaba. En realidad, aquello no difería mucho de socializar gatos. No les gustaba sentirse atrapados y se rebelaban, igual que él, pero poco a poco, los gatos dejaban de resistirse y aprendían a ser acariciados, a estar en brazos, a ser queridos. Después no costaba mucho ganárselos. —Claro que eso no es lo que yo estoy intentando hacer con Alex —le dijo a Junior. Sólo con pensar en acariciarlo y en abrazarlo se sentía enrojecer—. Sólo quiero que vea que hay otras formas de ser feliz, que no tiene por qué arriesgar su seguridad y su vida. Otras formas… ¿como por ejemplo amar y ser amado? El rosa de sus mejillas pasó a ser rojo encendido, y entró en la cocina. Ahora que Alex había sido atrapado, lo que venía a continuación era una recompensa. Algo que le demostrara lo buena que podía ser la vida sin riesgos. —No, no va a tener nada que ver con lo de las caricias —le dijo a Junior, por si acaso se había imaginado algo—. Estaba pensando en limonada y galletas recién salidas del microondas. Se detuvo en la puerta de la cocina y palpó la pared para buscar el interruptor de la luz. No lo encontraba. Salió de la cocina y palpó la pared de fuera. En las casas viejas, a veces estaban los interruptores en los lugares más insospechados. Pero no había nada cerca de la puerta, ni en la pared, ni en la despensa. Ni siquiera cerca de la mesa. Frunció el ceño, apretando el preparado de limonada y la jarra contra el pecho. ¡No sólo no encontraba el interruptor de la luz, sino que tampoco veía lámparas por ninguna parte! ¿Las habrían robado? —¿Alex? —llamó. Se oyó el ruido al dejar caer algo y lo vio aparecer en la puerta. El enfado había desaparecido y sido reemplazado por la preocupación. —¿Qué ocurre? —Eh… me preguntaba si podrías encender la luz por mí. Tengo las manos llenas. —¿Encender la luz? —miró a su alrededor—. Me parece un poco difícil. No creo que haya electricidad aquí. —¿Que no hay electricidad?
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Oh, no. Eso quería decir que nada de microondas y nada de galletas. ¿Qué iba a darle entonces como recompensa? Tenía que premiarlo de algún modo, era absolutamente necesario en el proceso de socialización. Bonnie nunca habría cambiado de actitud si Heather no le hubiese dado un premio nada más haber sido cazada. —Qué lata, ¿verdad? —dijo Alex como quien no quiere la cosa—. No me puedo imaginar la vida sin electricidad. Sin cafetera, sin radio, sin televisión… ni siquiera se puede dejar una luz encendida para dormir. Heather estaba en parte desilusionada, en parte preocupada y en parte tan aliviada por sus palabras que podría incluso haberlo abrazado. Estaba siguiendo el patrón predecible. Los gatos salvajes seguían luchando incluso después de hacer sido atrapados, y eso estaba haciendo Alex. Pero depondría una actitud tan combativa después de haber recibido la recompensa. Había comprado galletas en Watton. Podían comérselas y beber limonada. —¿A quién le hace falta dormir con luz? —preguntó con una sonrisa y, tras dejar la mezcla para la limonada y la jarra sobre la mesa, abrió la puerta de la despensa. Platos. Sábanas. Comestibles. —Debe de haber alguna forma de luz aquí —dijo Heather—. Una linterna, velas… Yo tengo una linterna pequeña en el bolso, pero no creo que las pilas duren todo el fin de semana. —Aunque haya algo, dudo que funcione. Y no podemos quedarnos a oscuras aquí —añadió—. Utilizaremos tu linterna para volver a colocar los fusibles en… —¡Velas! —exclamó ella, con una caja en la mano que acababa de sacar de la despensa. —Sí, pero… —¡Y cerillas! —añadió, agitando la caja en el aire, triunfal. ¡Ja! ¿De verdad había pensado que iba a rendirse tan rápidamente? Había domesticados bestias más salvajes que él. Encendió una vela y la colocó en una palmatoria que había en la estantería. Una luz suave y cálida los rodeó, y la débil oscilación de la llama pareció arrancar vida nueva a los ojos de Alex. ¿O era en los suyos, en la forma en que lo miraba todo? Sintió que el latido del corazón se le aceleraba. La habitación le pareció de pronto más pequeña por la proximidad de Alex. Era casi como si la vela hubiese lanzado una red que los acercara más y más. Ya no era ella, sino que formaba parte de su calor, de la luz que atraía también a Alex. Debía tener cuidado. Limonada y galletas eran el premio. Dio un paso hacia atrás y rompió el hechizo. —Qué bien —dijo alegremente—. Siempre había soñado con preparar limonada a la luz de las velas. Dios, qué mal había sonado aquello, pero siguió sonriendo mientras se acercaba al fregadero que, en lugar de tener un grifo, tenía el mango de una bomba. Una
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bomba vieja y de mango largo que la gente utilizaba como decoración en el jardín, no en la cocina. —Otra sorpresa —dijo. Y la alegría se le cayó a los pies al mirarla. Si no era una cosa, era otra, pero nada que no pudiese solucionar, se aseguró. Y ayudar a Alex bien valía todas aquellos pequeños inconvenientes. —Aunque consigas hacerla funcionar —dijo Alex mientras la bomba chirriaba—, esa agua no puede ser potable. —Yo creo que sí —un chorrito de agua cayó al fregadero. ¿Sería normal ese color oscuro?—. Y podemos hervirla si es necesario. —No creo que hirviéndola se quite el óxido. —Eso desaparecerá al utilizar la bomba —le aseguró. Siguió usándola un poco más, y Alex bombeó también después, pero el agua sólo mejoró un poco. Era del color del té más o menos. Qué fatalidad… Alex dejó de utilizar la palanca y se volvió a mirarla frunciendo el ceño. —¿No crees que esto ya ha durado demasiado? —le preguntó—. No va a salir bien. Nosotros no somos gente de campo. Estamos acostumbrados a contar con unas instalaciones mínimas, como luz y fontanería. —¿Fontanería? —el alma se le cayó de verdad a los pies—. ¿A qué te refieres? —Pues a que el baño está fuera, en un cobertizo detrás de la casa. Durante un segundo, Heather vio un ejército de serpientes, arañas y mapaches esperando para atacarla en cuanto saliera. Miró hacia la ventana que quedaba encima del fregadero. Fuera todo estaba oscuro. Muy oscuro. No serían serpientes, arañas y mapaches, sino lobos, coyotes y osos hambrientos. El miedo la dejó sin una gota de energía. Podía arreglárselas sin luz y teniendo que utilizar una bomba manual para sacar el agua, pero ¿un baño en el cobertizo? —Mira, Heather, ya está bien —dijo con voz más suave y en tono más persuasivo—. Ya es hora de ponerle fin a este juego y de marcharnos. Quítale los fusibles a Junior —al oír su nombre, Junior empezó a gruñir, pero Alex no pareció preocuparse—. Apuesto a que podemos encontrar un lugar en el que hospedarnos en Watton, en un Marquette. ¡Apuesto! Esa palabra la sacó de su letargo como un perro que se sacudiese la lluvia. Nada iba a impedirle ayudar a Alex. Ni su actitud, ni sus temores. Ni siquiera un baño en el cobertizo. —Pobrecito mío —dijo, sonriendo, y se colgó de su brazo—. Tenemos que enseñarte cómo divertirse. —Yo sé lo que es divertirse y, desde luego, no se parece a esto. —No seas aguafiestas —bromeó—. ¿Qué pasa porque no tengamos luz y el baño esté fuera? Aun así podemos relajarnos y disfrutar.
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—Disfrutaríamos más en la civilización. —Desde luego, mira que necesitas soltarte —dijo, rodeándole la cintura—. Vamos, relájate. —Heather, no creo que… Le hizo cosquillas. No fue gran cosa, sólo un mínimo pellizco en la cintura, ¡y Alex dio un brinco! Así que el formal, sombrío y redicho profesor Alex tenía cosquillas. —¡Heather! —la reprendió, e intentó relajarse—. No me parece buena idea. —¿Por qué? ¿Tienes miedo de reír? Y volvió a nacerle cosquillas. Sus dedos se le clavaron en los costados, bailando, pellizcando y haciéndolo retorcerse. Le gustaba tocarlo, sentir sus músculos tensarse. Y también la sensación de tener el control. —¡Heather! —protestó, y se las arregló para sujetarle las manos. —¡Eh, que eso no vale! Pero cuando levantó la mirada para protestar, se lo encontró más cerca de lo que se esperaba. Estaba tan cerca de ella y sus labios parecían rogar por ser besados… así que se olvidó de las cosquillas y de hacerlo reír. De pronto, sintió una necesidad que sólo él podía saciar, una urgencia que sólo él podía aplacar. Se acercó a él y sus labios se encontraron. Fue una especie de colisión, un choque de planetas que la sacudió hasta el alma. Ya la habían besado antes, pero en aquella ocasión su corazón quedó perdido. En aquella ocasión no existía nada más salvo ellos dos. En aquella ocasión todo su cuerpo explotó en una necesidad ciega que nunca antes había sentido. Él la atrajo contra su cuerpo con fuerza, como si no quisiera dejarla marchar, que era precisamente lo que ella deseaba. ¿Qué era aquella maravillosa sensación de ingravidez y magia que le ardía dentro? ¿Cómo le podía estar ocurriendo a ella algo así? Alex la besó con una persistencia a la que ella respondió. Era como si hubiese un hambre en los dos demasiado fuerte, demasiado violenta para poder ser confinada por la finura. La boca de Alex era cada vez más ambiciosa, más exigente. Su lengua bailó por encima de los labios de Heather y después invadió su boca. Un estremecimiento le recorrió la espalda mientras un deseo salvaje y puro lo invadía. Alex movía las manos como si pudiese moldearla contra su cuerpo, como si hubiese un modo de abrazarla más, mientras ella lo abrazaba con tal fuerza que parecía estar respirando su piel. Lo sentía temblar al acariciarle la espalda y las caderas con las manos. Entonces, de pronto, se separaron. No sabía decir si había sido por la falta de aire en los pulmones o porque habían recuperado la cordura, pero se apartaron lentamente el uno del otro. Sus ojos reflejaban la sorpresa que sentían en el corazón.
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—¿Estás bien? —preguntó él. —Claro. Con la respiración entrecortada, eso sí, e insegura hasta de cómo se llamaba, pero ¿quién necesitaba aire o un nombre? El único defecto del beso había sido la duración. Había sido sólo un aperitivo de pasión, una vislumbre de paraíso que sólo había conseguido dejarla deseando más, mucho más. —No había planeado que ocurriera esto —dijo él con una voz que sonó rara—. Otra razón por la que no podemos quedarnos. Ella lo miró con el corazón dándole brincos en el pecho. Había tanta ternura en sus ojos, una mirada tan llena de magia que supo que había ganado una pequeña batalla. Aquella no había sido la recompensa que ella tenía planeada, pero había funcionado en cualquier caso. —Aunque quisiéramos, no podríamos ir a ningún sitio esta noche —le dijo ella—. Ese camino ya era bastante malo de día. Sería imposible seguirlo de noche. —Yo estoy dispuesto a intentarlo. —Yo no. Alex la miró. No estaba satisfecho, claro, pero había en sus ojos algo que no pudo identificar. Hasta que se volvió al fregadero. —Bueno, voy a ver si soy capaz de sacar un poco de agua decente. ¿Pasaba de besarla a arreglar la bomba del agua? Lo vio mover con furia la palanca un momento, mirar el agua que salía, volver a bombear. Y tras un momento, comprendió. Se estaba encerrando en sí mismo, como Bonnie había hecho aquella primera noche. Se había comido su premio de atún y después le había dado la espalda para darse un baño. Iba a permitirle aquel pequeño retiro sin desanimarse. Había domesticado gatos mucho más difíciles que él. Y llegaría a Alex también. El grito de Heather sacó a Alex de un sueño profundo. Sacó el arma de debajo de la bolsa que utilizaba como almohada y corrió a la puerta del dormitorio. Estaba incorporada y la luz de la luz entraba por la ventana. No había nadie más. Casi nadie. Un gruñido devolvió a Alex a la realidad. —¿Qué ocurre? —suspiró, guardándose la pistola en la cinturilla del pantalón. Si el perro podía gruñir, sería también capaz de ocuparse de cualquier intruso. Demonios… Teniendo en cuenta el tamaño de Junior, podría ocuparse de un ejército de intrusos. —He oído a alguien fuera —dijo. Los habían seguido. Creía haber vigilado bien durante el camino pero, evidentemente, no había sido así. Con los nervios a flor de piel, se acercó a la ventana echando mano a la pistola. —Se estaban riendo —añadió.
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—¿Que se estaba riendo? Eso no tenía sentido. —A carcajadas. De pronto lo comprendió, volvió a guardar la pistola en la cinturilla del pantalón y se acercó a la cama. Le importaba un comino que Junior el Monstruo pudiese hacerlo pedazos. Estaba tan cansado que lo único que quería era tumbarse, pero se contentó con sentarse. —Era un somorgujo —le explicó—. Un pájaro. Tiene una llamada que suena igual que la risa humana. —¿Que era un pájaro? —con un dedo, empujó al montoncito de pelo que dormía junto a ella—. Eh, Bonnie, ¿por qué no me has dicho que era sólo un pájaro? ¿No se supone que los gatos entienden de pájaros? No tuvo ni idea de cuál fue la reacción de Bonnie a la pregunta porque no podía dejar de mirar a Heather. A la pálida luz de la luna, estaba encantadora allí sentada, con su pijama de perros y gatos. ¿Es que no podía ponerse camisones de esos negros con tirantes? Esa imagen podía sobrellevarla mejor, pero aquellos condenados pijamas de perros, gatos y ositos de peluche lo ponían al borde del colapso. Se llevó la palma de la mano a la frente. Iba a necesitar unas vacaciones después de aquella misión. —Siento haberte despertado —se disculpó Heather. —No te preocupes. De todas formas, no estaba profundamente dormido, ya que su cama no era más que un manta sobre el suelo comida por la polilla y oliendo a toda clase de pequeñas criaturas que la habían usado como nido. Pero eso no iba a decírselo a Heather. Volverían a discutir sobre quién tenía que dormir en la cama y quién en el salón. ¿Seguro? —Seguro. —Hay mucho sitio en esta cama —dijo, dando una palmada sobre el colchón. Alex se la quedó mirando. La luz de la luna era lo bastante fuerte para revelarle un montón de cosas, pero no lo suficiente para darle una pista de lo que se le estaba pasando por la cabeza. —Yo no creo que sea buena idea —contestó despacio—. Estaba bien en el salón. —No seas tonto. ¿Cómo puedes preferir dormir en esa manta antes que en una cama? ¿Era de verdad tan inocente, o lo estaba provocando? Daba igual, porque de cualquier modo, no iba a quedarse allí. —Creo que en el salón estaré mejor —dijo—. Doy muchas vueltas para dormir.
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—Yo no creo que pueda volver a cerrar los ojos —contestó ella, sonriendo—. No voy a ser capaz de dejar de escuchar la risa del somormujo. Sonreía, sí, pero en su voz había preocupación y temor. Estaba intentando ser valiente, pero tenía miedo. Debería sacarle partido a ese temor. Debería azuzar su miedo hasta que accediese a marcharse de allí, pero no pudo hacerlo. Con un suspiro, colocó a Bonnie en mitad de la cama y se tumbó boca arriba. Inmediatamente sintió las patas de Junior sobre la cama y oyó su gruñido de advertencia. —No pasa nada, Junior —le dijo Heather—. Vuélvete a dormir, precioso. El animal gimió pero volvió a tumbarse en el suelo. El pobre debía de estar triste porque Heather no lo dejaba descuartizarlo. Y la única razón por la que obedecía debía de ser el convencimiento de que ya tendría oportunidad de hacerlo más adelante. Cuando Junior se tumbó, Heather hizo lo mismo. No pudo verla, pero sintió todos sus movimientos. Estaba acariciando a Bonnie. Alex cerró los ojos sintiendo que el fuego amenazaba con devorarle. No importaba qué razón hubiera tenido Heather para pedirle que se quedara allí, porque no iba a tocarla. Ni siquiera iba a pensar en ello, ni en besarla, ni en hacerle el amor hasta el amanecer, aunque su cuerpo gritase de agonía. Él estaba allí para protegerla, nada más. Protegerla incluso de sí mismo. —¿Qué tal les va a tus padres en Arizona? —preguntó de pronto. —Bien —contestó ella, sorprendida. —Me alegro —abrió los ojos pero no dejó de mirar al techo, a las sombras de los árboles que la luna proyectaba allí. No iba a notar el perfume que emanaba de su piel. Bueno, no podía evitar notarlo pero no iba a reaccionar—. El clima es estupendo allí. —Sí. Eso parece. —Puede que yo también me vaya a vivir allí cuando me jubile. Su perfume era como un imán que lo atraía más y más, poniendo a prueba sus sentidos y su fuerza de voluntad. Se humedeció los labios y recordó el sabor de su boca. El fuego avanzó hasta llegarle al alma. —Queda mucho para que te jubiles. —Me gusta planear las cosas con antelación. Si tanto le gustaba planear las cosas con antelación, ¿qué hacía en aquella cabaña con Heather? ¿Por qué estaba en su misma cama? ¿Por qué no tenía toda una batería de recuerdos del invierno con los que distraerse? Una ventisca en Siberia. Tormenta de hielo en Yukon. Un paseo por la Antártida. —Estaba pensando que podríamos comer en el bosque mañana —dijo ella.
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—De acuerdo. Lo que fuera. ¿Quién había sido el primer hombre en llegar al Polo Norte? —Tendríamos que dejar aquí a Bonnie, claro, pero Junior podría venir a explorar con nosotros. —Claro. Recordaba una ilustración de su libro de historia. Nieve volando alrededor de un rostro mordido por el hielo y semi oculto por la capucha de una parka. ¿El Almirante Perry? ¿Amundsen? —No sé si veremos muchos animales por aquí. —Es posible. ¿Quién había sido el primero en llegar al Polo Sur? aquí.
—Va a ser divertido —dijo Heather, y bostezó—. Me siento a salvo contigo —Bien.
Dios, nada de todo aquello estaba funcionando. Polo Norte. Polo Sur. Uno no podía dejar de desear pensando en geografía. Tenía que ser fuerte. Convencerse de que podía conseguirlo. Nada podía alterarlo. Era el hombre más frío del mundo. Oyó un sonido suave y volvió la cara. Heather se había dormido. Estaba tumbada de lado, hacia él, tenía una mano bajo la almohada y la otra cerca de Bonnie. Estaba tan preciosa, tan deseable que pensó que el corazón le iba a estallar. Tenía que tocarla. Tenía que besarla. Sólo un roce de labios. Ella no se enteraría. Rozar su pelo con los labios. Así la fiebre desaparecería. Así podría dormir. Ja. Con un enorme esfuerzo, se colocó de lado, dándoles la espalda a Heather y a Bonnie y frente a la ventana en la que bailaban las sombras. Quería contárselo todo. Que no era un jugador. Que se trataba sólo de una tapadera. Que temía haberla puesto en peligro. Pero no podía hacerlo. Lo único que podía hacer era sacarla de allí y volver a llevarla a un lugar seguro. En eso tenía que concentrarse. En lugar de inspirar su perfume, tenía que planear cómo quitarle los fusibles a Junior. ¿Pero cómo convencer a Heather para que cambiase de opinión? Sintió un movimiento a su espalda y, durante un momento, su cuerpo vibró de deseo. Pero entonces se dio cuenta de que no era Heather sino Bonnie, que se había desplazado un poco y tenía la espalda apoyada en la de él. Su confianza en él era conmovedora. Era… Claro. Esa era la respuesta. Tenía que parecer confiado. Tenía que pretender ser una persona nueva, igual que Bonnie era una gata nueva. Entonces Heather se convencería de que podían marcharse.
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Capítulo 11 —¿No te parece que sería genial empezar así todos los días? —preguntó Heather, tomando un sorbo de café. Estaban sentados en las escaleras del porche trasero de la cabaña, contemplando un pequeño lago. El sol había subido ya lo bastante en el cielo para convertir la superficie del agua en pequeños diamantes. El bosque estaba vivo con los cantos de los pájaros pero, al mismo tiempo, era como si una quietud mágica hubiese descendido sobre la tierra. El aire aún mantenía el frescor de la noche lo bastante para que resultase agradable sentir el calor de Alex a su lado. —Ya me imaginaba que te gustaría desayunar aquí fuera —dijo Alex. Como siempre, parecía no afectarle su proximidad. Ella tenía el corazón acelerado y las mejillas arreboladas, pero él parecía tan tranquilo tomando el café que podría haber estado solo. Es más, había dormido en la misma cama que ella toda la noche y ni siquiera la había tocado. —Mira, ¿has visto los ciervos que se han acercado al lago a beber? —preguntó Alex en voz baja. Heather miró en la dirección que él le señalaba. Allí estaban los ciervos, vigilantes, tensos, dispuestos a huir al menor indicio de peligro. Era un animal tan hermoso que no quería respirar por no espantarlos. Pero, de pronto, algo los asustó y desaparecieron. —Qué maravilla —suspiró Heather. —Sí. Y aquí no hay que preocuparse de que pueda atropellarlos un coche — apuró la taza de café y se levantó—. ¿Quieres más café, o más tostadas? —No, gracias. Ya he desayunado bastante. Alex entró en la cocina dejándola sentada en el porche disfrutando de aquel maravilloso aire de la mañana. Incluso Junior parecía satisfecho con dejarse envolver por aquella atmósfera. Era un nuevo día, una oportunidad de demostrar que no era la idiota que él debió pensar el día anterior. Y más tiempo para intentar hacerlo cambiar. Pero para conseguirlo, iba a tener que dejar de gritar cada vez que oyese a un pájaro cantar. No podía darle razones que él pudiera utilizar como excusa para marcharse de allí. Terminó el café y entró en la cocina con los platos. Alex estaba fregando el resto. —El café estaba delicioso —le dijo mientras buscaba un paño de cocina para secar—. Supongo que has conseguido que el agua saliera en condiciones. —Sólo hacía falta bombear más. Para algo tenían que servirme los músculos. Heather sintió que volvía a enrojecer. —¿Dónde aprendiste a cocinar en condiciones tan…?
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Heather miró la leña apilada contra la pared de la puerta, buscando la palabra adecuada. —¿Rústicas?—dijo él. Heather hizo una mueca y se echó a reír. —Yo iba a decir primitivas. Alex sonrió. —Este lugar ha debido de cambiar mucho desde la última vez que viniste, ¿eh? Su risa murió y el arrebol de sus mejillas se transformó en rojo brillante. Alex tenía que saber a aquellas alturas que nunca había estado allí con Ida Crawford pero, a pesar de su vergüenza, lo único que pudo pensar fue en su sonrisa. Alegre. Sincera. Y en cómo sería sentir de nuevo esos labios en los suyos. Desgraciadamente ese pensamiento la hizo enrojecer aún más. Tenía que distraerse con algo, pensar en otra cosa que no fuera su sonrisa. Pero no en cualquier cosa. No en lo ancho de su espalda, ni el lo musculoso de su pecho, ni en la perfección de sus piernas. De hecho, todo su cuerpo debía quedar fuera de su pensamiento. —¿Qué te gustaría hacer hoy? —preguntó con alegría. Era una pregunta arriesgada, lo sabía, pero quizás hubiese llegado el momento de correr el riesgo. Alex le entregó una taza para que la secase. —¿De verdad tienes que preguntarlo? El corazón se le cayó a la altura de las rodillas mientras secaba la copa. Creía que lo estaba pasando bien, pero debería haberse imaginado que era demasiado rápido. —Si no recuerdo mal —continuó Alex—, anoche me prometiste una comida en el bosque. Ella se detuvo de camino a la despensa y se volvió. Sus maravillosos ojos estaban llenos de risa. ¡No estaba intentando marcharse! —Estupendo. Comeremos en el bosque. Pero acabamos de desayunar, y creo que necesitamos hacer algo hasta la hora de comer. Durante una décima de segundo, algo nuevo brilló en los ojos de Heather. Fue sólo un instante, pero bastó para encender una llama en su interior. Pero Alex siguió fregando. —¿Qué te parece si nos llevamos la comida y hacemos una excursión al lago? He visto una canoa ahí abajo, pero no sé qué tal estará —dijo mientras aclaraba otra taza. —Lo de la excursión me parece perfecto. Cualquier cosa lo sería si la hacía con él: caminar, montar en canoa, bañarse desnudos en el lago…
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¡Cielos! ¿De dónde había salido ese pensamiento? Ella nunca se había bañado desnuda y no pensaba hacerlo. Los bichos se la comerían viva. Pero, con sólo pensarlo, las mejillas le ardieron. ¿La encontraría Alex atractiva? No corría, pero hacía ejercicios aeróbicos y tenía cuidado con la comida. Pero teniendo en cuenta sus reacciones hasta el momento, ni siquiera se daría cuenta de si tenía la ropa puesta o quitada. Con esa nota deprimente, colgó el paño en la percha. —Voy a ponerme unas botas de andar —dijo—. Luego prepararé la comida. Con la ayuda de Bonnie, se cambió de zapatos y volvió a la cocina a preparar la comida. El hielo de la nevera se estaba derritiendo lo cual facilitó la elección del menú. Cualquier cosa que se pudiera estropear cuando el hielo se derritiera sería la comida. Llenó el cacharro de Bonnie con su pienso y el barreño con agua y, tras una breve visita al cobertizo, se reunió con Alex y Junior en la parte de atrás. —Qué sitio tan precioso es este, ¿verdad? —alabó Heather. Los pinos eran altos y fuertes como castillos, de modo que el ambiente era fresco, y a su alrededor estaba la vida del bosque. Pequeñas flores salpicaban la hierba, incluso en la sombra más densa, mientras los pájaros iban de un sitio para otro por las ramas de los árboles y arbustos. Los colores brillantes de sus flores los hacían parecer flores que volaran, acompañándolos a través del bosque. —Uno se olvida de lo que es de verdad la naturaleza viviendo donde vivimos —comentó Alex. Alex sintió un brinco en el corazón. ¡Empezaba a notar la diferencia! La paz del lugar le estaba empezando a afectar. —Y eso que vivimos en una zona tranquila —añadió ella—. Imagínate que vivieras en la ciudad. día?
—¿Y no era precisamente la ciudad el lugar en el que todos jurábamos vivir un
La verdad es que ella nunca había querido marcharse de Chesterton, aunque el resto de su amigas sí. A ella, la gran ciudad con todos sus peligros la intimidaba, pero no podía decírselo a Alex sin parecer un gato asustado. Aquel fin de semana estaba comportándose como toda una aventurera, deseosa de aceptar nuevos retos. —Vaya, éste sí que es grande —dijo Alex, deteniéndose. Un árbol había caído en su camino y el tronco debía de tener más de un metro de diámetro. No podía imaginarse qué habría tumbado a un gigante como aquel, o cómo iban a sortearlo. Las ramas quedaban perdidas en una zona de arbustos muy densa que había a su derecha, mientras la base del tronco debía estar aún sepultada por la tierra, ya que se levantaba un poco en la otra dirección antes de desaparecer. —Dame la mano y te ayudaré a subir —le dijo Alex.
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¿Es que se había vuelto loco? Aquella era otra de sus salvajadas. Otro flirteo con el peligro, con la diferencia de que, en aquella ocasión, quería que ella fuese su compañera. —¿Heather? No parecía impaciente, pero sí confuso. —¿Y qué hay de Junior? ¿Cómo se va a subir? —No creo que necesitemos preocuparnos de él. Junior ladró como si quisiera expresar su acuerdo, y Heather se dio cuenta de que el animal había encontrado su propia forma de pasar. Sólo quedaba ella. —Espera que encuentre el mejor sitio para poner los pies. —No es necesario. Tú dame la mano y caminas por el tronco mientras yo tiro. Parecía tan sencillo, tan seguro… ¿por qué se preocupaba tanto? ¿Confiaba en Alex, sí o no? Claro que sí. Estiró el brazo y asió su mano para caminar por el tronco. Seguramente se había aferrado a su mano con demasiada fuerza, y debía de parecer una idiota mientras subía, pero había conseguido llegar arriba de una pieza. —Bueno… no ha estado tan mal —dijo Alex al soltar su mano. —No. Ha sido genial —dijo, sintiéndolo de verdad. Se sentía llena de vida y, aunque lamentaba que le hubiera soltado la mano, tenía una sensación que no se parecía a ninguna otra estando en lo alto de aquel tronco. —El plan es saltar al otro lado —puntualizó Alex con suavidad. —Ah, sí. Él saltó, uniéndose a Junior que ya los esperaba, y alzó los brazos hacia ella. Pero en lugar de ofrecerle las manos, la sujetó por la cintura y la bajó al suelo. Heather no tuvo tiempo de pensar, ni de sopesar las consecuencias. Tuvo que apoyar las manos en sus hombros y una vez allí, resultó imposible quitarlas. Lo mismo que a Alex parecía estarle resultando imposible quitárselas de la cintura. Tenía la mirada clavada en los ojos de Heather y parecía paralizado. Bueno, no del todo, porque pudo inclinarse hacia ella y besarla en la boca. Y ella fue capaz de echar hacia atrás la cabeza para recibirlo. Sus labios se rozaron, sus corazones bailaron y sus cuerpos se unieron en una dulce armonía. Pero la dulzura duró sólo un momento, ya que la necesidad se apoderó de ellos en un instante. Era como si los dos estuviesen hambrientos y los labios del otro fuesen la única comida. Como si estuvieran muriendo de sed y el otro tuviera las preciadas gotas de agua. otro.
Como si hiciese un calor sofocante y sólo pudiesen respirar el aire de labios del
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Una mano de Alex se deslizó entre sus cuerpos para cubrir su pecho y acariciar su pezón con el pulgar. Incluso a través de la camiseta y el sujetador, la caricia desató una fiebre, un deseo de probar más de sus caricias. Deseaba ser parte de él, sentir su amor por todo el cuerpo. Sus caricias se volvieron más atrevidas, más posesivas, más ardientes. Por sus pechos, sus costados, sus nalgas, empujándola contra él. Si sus caricias podían hacerla arder por encima de la ropa, ¿cómo sería sin ella? Su boca se volvió más insistente, como si pretendiese arrebatarle la vida misma, y ella se colgó de él con más fuerza pero, de pronto, el mundo se interpuso entre ellos en forma del cuerpo de Junior, que los separó. Heather quedó perdida, respirando a bocanadas, sin saber casi dónde estaba. Alex retrocedió un paso, sin dejar de mirarla a los ojos. —No pretendía que ocurriera esto —dijo. —Yo tampoco. No sabía qué más decir. El corazón aún le latía desbocado y sentía una palpitación en los labios. Era demasiado difícil pensar y razonar para poder conversar cuando el cuerpo palpitaba de necesidad. —Será mejor que nos pongamos en marcha, si no queremos que nos devoren los mosquitos —dijo él. —Sí, claro —¿es que había mosquitos allí? ¿Ni siquiera se había dado cuenta?—. Te sigo —añadió. Y Alex dio media vuelta y echó a andar. Heather sólo podía mirar su espalda mientras lo veía avanzar entre hierbas altas. Siglos atrás tenía un plan pero ¿sería capaz de recordarlo? Alex echó un vistazo hacia atrás. —¿Estás bien? —De perlas. Algo zumbó al lado de su cara y lo apartó de un manotazo. Su plan no contemplaba aquella atracción pero, ¿quería eso decir que estaba mal? Estaba empezando a sentir algo por Alex pero, ¿no terminaba siempre queriendo a todos los gatos con los que trabajaba? Aquella situación no era distinta, excepto que no estaba enamorada de Alex, claro. Estaba… Sus pies se negaron a seguir avanzando y sólo pudo ver cómo su espalda desaparecía rápidamente. Quedarse sola en el bosque era en aquel momento la menor de sus preocupaciones. No podía estar enamorándose de Alex, ¿verdad? Nunca se permitiría cometer una locura semejante, ¿verdad? ¡Eso sería aun peor que correr en bicicleta por la escollera! —¿Heather? —Alex volvía en su busca—. ¿Ocurre algo? —Nada —contestó alegremente—. Que tengo una piedra en el zapato.
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Alex bajó con paso decidido la última cuesta que los separaba del lago. Las cosas se le habían escapado un poco de las manos, pero no había de qué preocuparse. Era algo que podía controlar perfectamente y que no iba a volver a ocurrir. Sólo se trataba de ser un poco más cuidadoso. Quería convencer a Heather de que estaba empezando a curarse, nada más. Se detuvo junto a una canoa que estaba boca abajo. Parecía bastante deteriorada, pero aun así le dio la vuelta y la acercó al borde del agua. Heather se aproximó a él y examinó la canoa frunciendo el ceño. Junior olisqueó sus flancos como si estuviese considerando su bautizo. —No tiene mala pinta —dijo ella. —No se puede saber hasta que no esté en el agua —contestó Alex. Teniendo en cuenta el tamaño extremadamente pequeño de la canoa y sintiendo el calor de su proximidad, estaba empezando a plantearse si de verdad debían haber hecho aquella excursión. Era evidente que necesitaba distanciarse de Heather, algo que no era posible en una pequeña canoa. Y si las cosas se descontrolaban en el agua, podían volcar. Eso sí: serviría para enfriar su ardor. Pero sólo hasta que volvieran a la orilla, porque ver a Heather con la ropa mojada y pegada a la piel sería una prueba que no soportaría ni el espíritu más templado. Sólo imaginarse la camiseta dibujando el contorno de sus pechos le hacía hervir la sangre. —Bueno, echémosla al agua —dijo, tirando de la proa. ¿Y arriesgarse a que se mojara? —Yo lo haré —dijo él y tiró de la canoa en otra dirección—. No quiero que te mojes. Ella se echó a reír y fue el mismo sonido de las campanas repicando el día de Navidad. Y tuvo el efecto de doblar la rapidez de los latidos de su corazón. Bajo su atenta mirada, metió la canoa en el agua. Los pies se le hundieron un poco en el barro de la orilla; después, el agua le llegó a las rodillas, pero no quiso entrar más. La parte más palpitante de su cuerpo seguía ardiendo. —¿Y bien? —preguntó Heather. ¿Bien, qué? Ah, la canoa. Se le había colado algo de agua, pero no mucha. —Es difícil de decir —respondió—. Puede que haga falta dejarla un rato más. —Venga, vamos —le rogó—. O se cuela el agua, o no se cuela. Yo quería dar un paseo en canoa. Sería la primera vez. —¿Ah, sí? Alex no sabía qué hacer: si rendirse a la nota de añoranza de su voz, o mantener la distancia entre ellos. De pronto había sentido la necesidad de verla sonreír, de darle lo que quería, pero sabía que con ello no estaba siendo inteligente. Había algo en su sonrisa, en su voz, que podía hacerle olvidar por completo los dichosos fusibles, pero no debía permitirlo.
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—Creo que debemos dejar que esté un rato más en el agua —dijo, y utilizando un cabo atado a una argolla colocada en la popa de la canoa, la ató a un árbol—. Dentro de una hora, le echaremos otro vistazo —dijo, saliendo del agua. Los zapatos hacían un extraño ruido de ventosa al caminar sobre el barro. Quizás fuese lo que necesitaba para impedir cualquier pensamiento romántico—. Y ya veremos. —Nunca pensé que fueras tan cauto. —Y yo nunca pensé que fueras tan osada —hizo una pausa y miró el lago y el bosque que lo rodeaba con una sonrisa—. Qué maravilla de lugar. Es una pena que no podamos pasear por la orilla. Heather miró a su alrededor frunciendo el ceño. —¿Por qué no podemos? —¿Es que no te preocupa que Junior se meta en el agua? —Está más acostumbrado al agua que tú y que yo. Toto lo lleva a la playa del lago Michigan un par de veces por semana. —Sí, pero no llevando los fusibles en el collar —puntualizó. Todo un muestrario de emociones brilló entonces en su cara: confusión, sorpresa, desilusión y rechazo. Parecía tan hundida que Alex tuvo que hacer un esfuerzo por no acercarse a ella para consolarla, diciéndole que los fusibles le importaban un comino; que podía tirarlos al fondo del lago, si quería. Era un pensamiento peligroso, sobre todo porque le resultaba muy atractivo. La investigación, su vida como agente federal le parecía tan irreal y tan distante… Algo de lo que ya no formaba parte. Pero era sólo por estar bajo el efecto de su mirada. Del beso que habían compartido junto al árbol caído. De estar demasiado tiempo al sol. No podía olvidarse de que lo más importante era la seguridad, y que eso sólo podía garantizarse si volvían a la civilización, con menos espacios abiertos y menos imprevistos. Donde pudiera disponer de la protección que necesitaba Heather. —Creía que te habías olvidado ya de los fusibles —dijo ella. Él levantó las manos en señal de inocencia. —Yo no he dicho que me los des. Guárdalos tú en el bolsillo. Lo único que pretendo es que no se estropeen. —Ah —miró a Junior que olfateaba el borde del agua. Tenía las patas y la cara ya mojadas—. Supongo que tienes razón. Se estaba rindiendo, pero su voz era tan triste que ni siquiera él podía mantenerse al margen de esa tristeza. No le gustaba el hecho de que uno de los dos tuviese que ganar, pero así eran las cosas. Y el ganador tenía que ser él. Por el bien de ella. —¿Porqué no…? —Junior —lo llamó y el animal levantó la cabeza y movió la cola—. Ven aquí, chico. No podemos quedarnos aquí. Vamos a caminar un rato más por el bosque.
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—¿Caminar por el bosque? —su victoria se había esfumado—. Yo pensaba que… —A mí me gusta mucho el bosque —dijo ella alegremente—, y hace mucho que no paseo ni por un bosque ni por un lago, así que cualquiera de las dos cosas me apetece mucho. Junior y ella tomaron de nuevo el camino por el que habían venido. Junior y ella tenían los fusibles. ¿Por qué no se fiaba de él? ¿Es que estaba perdiendo su habilidad, o es que ella era mucho más lista de lo que se imaginaba? Era una pregunta para la que no obtuvo respuesta en todo el día. Pasearon por el bosque de pinos, en el que Heather encontraba motivos para maravillarse a cada paso. Era como volver a descubrir el mundo, como reencontrarse una vez más con las maravillas de la naturaleza. Se entusiasmaba con la perfección de una pina, o con una pequeña flor violeta que había crecido a la sombra de un enorme roble. Casi bailaba de alegría por estar allí, de modo que ¿qué podían hacer Junior y él sino reír y disfrutar con ella? Su corazón cada vez se sentía más pesado y confuso. Necesitaba una distracción. —¿Cómo empezaste con lo de rescatar gatos? —le preguntó unas horas después, cuando estaban sentados en un tronco caído para comer. —No estoy segura —contestó, mientras sacaba los sándwiches y las latas de bebida de la mochila que llevaba él—. Simplemente, ocurrió. Cuando era pequeña, siempre me encontraba animales perdidos o huérfanos. Llevé una vez uno a casa, pero mi madre se alarmó tanto como si le hubiese llevado la peste bubónica, así que después de eso, los llevaba siempre a la granja de Penny. Alex abrió las latas y las colocó sobre el tronco, entre ellos. —Hasta que tuviste tu propia casa. —Exacto —su sonrisa era como un rayo de sol tras la tormenta—. Eso fue lo mejor de tener casa propia, que podía rescatar a todas las criaturas que necesitasen ser rescatadas. Tomó un bocado de sándwich y sacó un plato de plástico para echarle agua a Junior. El animal bebió inmediatamente. Alex dejó su sándwich a un lado. No sólo había pensado en la comida para ellos dos, sino también para Junior. Tenía que ser la persona más considerada, más genuinamente buena que había conocido, lo cual sólo le confirmaba la necesidad de sacarla de allí y del lío en el que se había metido. Heather tomó otro bocado de su sándwich. —Me gustaría hacerte una pregunta —dijo. —¿Cuál? ¿Que por qué juego? —adivinó, y sintió la necesidad de decirle la verdad. Pero sabía que no podía hacerlo—. Me gusta la emoción, sentir la posibilidad de ganar supongo. Pero no juego tanto como tú te crees. ¿Ah, no?
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—Si no juegas tanto, ¿por qué te pegaron? —Es que no me han pegado —protestó—. Me caí y me di en la cabeza con tu aspersor. —Ya. ¿Y por qué te han amenazado por teléfono? —A mí no me… ¿Qué dices? —se alarmó. Ella enrojeció. —Alguien te llamó cuando fui a cerrar la puerta —admitió. —¿Que me llamó alguien? —le espetó. Junior dejó de beber agua y se volvió a mirarlo con ese gruñido profundo y bajo, pero a Alex no le importó—. ¿Por qué no me lo habías dicho? —Calla, Junior —se volvió hacia Alex—. ¿Qué querías que te dijera? Te llamaban para decirte que te daban un día más de plazo para que pagases, si no querías que se repitiera lo del día anterior. ¡Maldición! La operación se estaba acelerando y él no estaba allí para darle la dirección adecuada. —No tenías derecho a ocultarme algo así. —¿Por qué? ¿Para que pudieras hacerte el machote mientras ellos te daban una paliza de muerte? —¿Y por qué no para pagar? —Sí, ya —se rió—. Igual que ibas a pagarles cuando te caíste en el aspersor. Alex inspiró profundamente, intentando controlar la ira. Pero no lo consiguió, así que lo volvió a intentar, aunque con el mismo resultado. ¿Qué era lo que se había dicho antes sobre que era la persona más buena del mundo? Mentira. Era una metomentodo de la peor calaña. —Nada de todo esto era asunto tuyo —le dijo—. Yo me las arreglaba perfectamente bien solo. Heather dejó su sándwich a medio comer sobre el tronco y le tomó de la mano. —Alex, sé sincero. No te las estabas arreglando de ninguna manera. Tienes que ir a la policía y contarles todo esto. No le gustaba estar así. Por la mano se le estaba escapando toda la ira, y necesitaba seguir sintiéndola. —¿Para qué? ¿A ellos qué les importa si yo hago unas cuantas apuestas? —Pero sí que les importaría la gente que te está amenazando. Déjame ayudarte. Alex estaba delante de una encrucijada. Tomar el camino que ella le ofrecía sería comportarse como un gusano, como un completo cerdo. Pero no tomarlo sería aun peor. Sería mantenerla en la inseguridad de aquella cabaña. No tenía elección. —Tienes razón —le dijo, despacio—. Estoy con el agua al cuello y la única solución es acudir a las autoridades.
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Los ojos de Heather se llenaron de comprensión. —Será duro admitirlo, pero es la única manera de dejar todo esto atrás. —Y puede que también lo sea de evitar que alguno otro incauto caiga en sus garras. Heather se levantó. —No había caído en eso —exclamó—. No eres sólo tú quien está en peligro, sino mucha más gente. Deberíamos volver a Chesterton. Toto sabrá qué hacer. Parecía dispuesta a irse a las cruzadas. —Primero podemos terminar de comer —le dijo. Ella miró el sándwich que había dejado en el tronco y se echó a reír. —Sí, supongo que podemos quedarnos unos minutos más. —Incluso unas cuantas horas más —añadió él—. No te has dado el paseo en canoa. —Eso no importa. Ya lo haré en cualquier otro momento. —Antes has dicho que iba a ser la primera vez, así que si la canoa no hace agua, vamos a dar ese paseo. Unas cuantas horas más o menos no tenían importancia, y así podría darle el paseo en canoa. Era lo menos que aquel gusano, aquel bicho asqueroso podía hacer por ella. Se deslizaban sobre el agua como en un sueño, avanzando junto a las estribaciones del bosque en absoluto silencio. El único sonido era la respiración de Junior y las paladas de Alex. Sentada en la proa, Heather iba inmóvil, contemplando los árboles al pasar y algún que otro ciervo. E incluso algún zorro. —Qué hermosura —musitó—. No puedo creerlo. Aunque el corazón le pesaba una tonelada, Alex no pudo dejar de sonreír. Su placer era tan puro… —Y te lo querías perder. ¿No te alegras de que insistiera? Ella se volvió a mirarlo por encima de Junior, que iba sentado en el centro de la canoa. —Sí, tenías razón. Pasaron frente a un ciervo que bebía agua del lago y el bosque se hizo más denso. Heather seguía maravillándose de cada cosa: de los peces que subían a la superficie por burbujas de aire, de las tortugas soleándose sobre troncos caídos, de la familia de patos descansando a la sombra de una rama baja. Él ya había visto todo aquello, pero tuvo la sensación de que era nuevo también para él. —Jamás me habría podido imaginar que dar un paseo en canoa pudiera ser tan genial —dijo—. Debería llevar años haciéndolo.
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—Lo único que se necesita es contar con un sitio como este para hacerlo — puntualizó—. No creo que vieras tantos animales en el lago Palomara. Dos libélulas aterrizaron en la superficie del agua junto a ellos, y el sol se reflejaba en sus alas con un esplendor iridiscente. —¡Mira! —exclamó. Son preciosas. Alex se echó a reír. —¿Pero qué has comido hoy? —bromeó—. Son sólo bichos, esas cosas a las que les tienes tanto miedo. —¿Yo, miedo? No lo creo —una rama sumergida rozó el fondo de la canoa y se echó a reír, a pesar del miedo—. Me siento demasiado bien para tenerle miedo a nada. Soy tan feliz de saber que le vas a pedir ayuda a Toto. La atmósfera cambió de pronto y una nube se colocó delante del sol, a pesar de que el cielo estaba despejado. Maldición. No debería significar tanto para ella. Heather miró hacia atrás, como si hubiese presentido su cambio de humor. —No te pongas tan tristón —le dijo—. Todo va a salir bien. Nada iba a salir bien, al menos como esperaba ella. —¿Cuándo vas a dejar de preocuparte por los demás y empezar a ocuparte de ti misma? —le espetó—. No deberías basar tu felicidad en lo que yo haga. —¿Por qué no? Eres amigo mío y me preocupa lo que te pase. —Pues deberías preocuparte más por ti misma. —Ya lo hago cuando es necesario —replicó—, pero ahora eres tú quien debe ponerse a salvo. Su buen corazón era como una mosca pegajosa de la que no lograba deshacerse. —¿Cómo sabes que lo que te he dicho iba en serio? —preguntó—. Puede que sólo haya sido un truco para conseguir los fusibles. Ella se echó a reír. —Te conozco, Alex Waterstone. Y confío en ti. No me mentirías en algo así. Sé que no lo harías. Su seguridad era como un cuchillo que cada vez ahondase más en la carne. ¿Que no iba a mentirle? Todo lo que había hecho desde que estaba en Chesterton había sido una mentira. Todo lo que le había dicho desde que la encontró en su jardín buscando a Bonnie había sido mentira. Su vida entera era una gran mentira. ¿Cómo había podido llegar a pensar que iba a poder tener una última hora tranquilo con ella? —Lo mejor será que volvamos. —¿Tiene un sitio especial cada fusible? —le preguntó Heather, apoyándose en la puerta abierta del coche. El sol de la tarde entraba entre los árboles ya muy
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ladeado y Alex apenas podía ver—. No me di cuenta de anotar de dónde era cada uno. Alex estaba tumbado sobre los asientos para poder manipular en la caja de fusibles de debajo del cuadro. —Cada posición tiene el suyo —dijo—. Menos mal que aquí hay un diagrama. Heather se mordió el labio. Alex estaba siendo muy paciente con ella. Quizás ahora que había visto la luz al final del túnel, se había relajado. —Bueno… tardaré un poco en montarlo de nuevo, pero creo que lo conseguiré. Ella suspiró aliviada. —Menos mal. No pretendía que nos quedásemos aquí atrapados para siempre. —Me alegro de saberlo. —Puedo ir recogiendo las cosas, ¿no? No le apetecía marcharse de su lado, y no porque pensara que iba a salir corriendo con el coche dejándola allí, ni porque temiera que fuese a cambiar de opinión. Era simplemente una especie de tristeza porque todo iba a ser distinto dentro de muy poco. Por mucho que le gustara que dejase la vida de peligro que llevaba, no le hubiera importado pasar un día o dos más allí. Qué tontería. —Junior y yo vamos dentro —le dijo—. Llama si necesitas algo. Los dos entraron en la cocina y, con un suspiro, Heather acarició la cabeza de Junior. —Bueno, será mejor que le digamos a Bonnie que volvemos a casa. Dejó de acariciarlo y miró a su alrededor. La gatita solía estar siempre a la vista. No es que corriese a saludarla como el resto de gatos, pero tampoco era tan independiente. La preocupación le secó inmediatamente la boca. —¿Dónde está Bonnie? —le preguntó al perro, pero el animal simplemente la miró moviendo la cola. —Vamos, Junior. Busca a Bonnie. Ve a buscarla. El animal se dio la vuelta y empezó a buscar por la cabaña, y Heather lo siguió con el estómago hecho un nudo. Seguramente estaría dormida en algún rincón y no les había oído entrar. Junior se detuvo junto a la cama y después se subió de un salto, orgulloso de sí mismo. —¿Está aquí? —preguntó Heather, levantando las almohadas para mirar. No. Apartó el edredón, aunque no se apreciaba ningún bulto. Nada. Ni rastro de Bonnie. Se puso a cuatro patas y miró bajo la cama. Imposible, porque el canapé llegaba casi hasta el suelo y no había sitio para un gato. ¿Dónde podía estar?
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Alex entró cuando estaba buscando en el salón. —Ya los he colocado —anunció—. ¿Qué pasa? Heather se agarró al respaldo de una silla. —No encuentro a Bonnie por ningún lado. —¿Que no la encuentras? Pues tiene que estar por aquí. Heather inspiró profundamente. —Ya lo he mirado todo y no está —de pronto sintió ganas de llorar—. ¿Y si se ha salido de la casa? No sobreviviría más que unas horas ahí fuera. Es todavía muy pequeña. Alex se acercó a ella y Heather ocultó la cara en su pecho, tan asustada que casi no podía pensar. —¿Qué voy a hacer? —preguntó, conteniendo las lágrimas—. No puedo irme sin ella. —¿Quién ha dicho que vayamos a marcharnos? —le espetó Alex—. Si tenemos que quedarnos aquí un mes para encontrarla, lo haremos. ¡Un mes! Tenían que encontrarla mucho antes. Pero la gatita no estaba en la despensa, ni bajo el sofá, ni bajo la mesa, ni en la chimenea. No estaba en las librerías, ni detrás de las almohadas, ni en el armario. —Quizás lo mejor sería que empezásemos a buscarla fuera mientras todavía haya luz —sugirió Alex. Heather asintió, reprimiendo sus peores temores. Debería haber dejado a la gata en casa. Un retraso en el aprendizaje no era nada comparado con la posibilidad de perderla. Alex, Heather y Junior dieron la vuelta a la casa llamando a Bonnie y mirando bajo los arbustos. Ampliaron el círculo, la buscaron individualmente, pero no consiguieron nada. Las sombras se hicieron más alargadas y oscuras. Encontrarla en la oscuridad sería casi imposible. —Podríamos usar la linterna —dijo Alex—. A lo mejor, si ve la luz, viene. Entraron en la casa. —También podemos sacar su cesta. Le gusta dormir en ella —se detuvo y miró a Alex—. ¿Tú has…? Él negó con la cabeza. —¿Y tú? Ella negó también y los dos corrieron al rincón en el que estaba la cesta. Heather la levantó y asintió con una sonrisa. Bonnie estaba acurrucada en el fondo, dormida profundamente. Heather volvió a dejarla en el suelo.
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—¿De verdad esa bribona ha estado ahí durmiendo todo el rato? —preguntó él y, echándose a reír, abrazó a Heather—. Supongo que ha debido de tener un día muy duro y está descansando a pata suelta. —Es que no se puede esperar que una chica perdone su sueño reparador para contestar a una llamada cualquiera. —Es verdad. Qué tontería. La única tonta allí era ella. Se había olvidado de lo difícil que era respirar estando en sus brazos y, unido al alivio de haber encontrado a Bonnie, apenas podía seguir en pie. Alex debió de sentir algo porque la miró. —¿Estás bien? —Claro —contestó ella, riéndose—. Es el alivio, que me ha dejado sin fuerzas. Alex la condujo al sofá y se sentaron, pero Alex se levantó casi inmediatamente. —Quédate aquí —dijo—. Voy a preparar algo de cenar. —Estoy bien —dijo ella, levantándose también—. Creía que íbamos a marcharnos. Alex la hizo sentarse con suavidad. —¿Qué más da unas cuantas horas de diferencia? Tú relájate, y no le quites los ojos de encima a nuestra campeona del escondite. ¿Nuestra? Había sido un uso casual de la palabra. No significaba anda, pero el corazón le dio un salto. —¿Has oído eso, Bonnie? —le preguntó en voz muy baja a la gatita tras sacarla de la cesta—. A lo mejor no queremos volver corriendo a casa, después de todo. La verdad es que volver corriendo no parecía entrar en los planes de nadie. Alex hizo una sencilla ensalada con los vegetales y hortalizas que quedaban y, después, calentó una lata de sopa. Tardó poco en prepararlo y tardaron poco en comerlo, pero luego, en lugar de ponerse a juntar sus cosas para marcharse, ambos salieron a sentarse a los peldaños del porche para contemplar cómo el sol terminaba de ocultarse por el oeste mientras Junior dormitaba bajo los últimos rayos del día. —¿No deberíamos marcharnos? —preguntó Heather al final, aunque a ella le habría encantado seguir allí sentada durante horas. Alex la abrazó. —Cuando no podíamos encontrar a Bonnie, mi perspectiva cambió. Ya no tengo tanta prisa por volver. —Ah. Y ella no iba a discutir, acurrucada en sus brazos como estaba. —¿Te apetece…? —empezó. —¿Quieres que…? —dijo él al mismo tiempo.
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Los dos se echaron a reír antes de que Heather levantase los ojos hacia él y se lo encontrase mirándola. Entonces la tierra se detuvo. Su boca se apoderó de la de ella con un hambre de años y ella le respondió del mismo modo. Necesidad, deseo, añoranza. Todo mezclado en aquel beso. Había desesperación en él, lo cual la sorprendió y la entristeció al mismo tiempo. ¿Por qué un beso podía traerle tristeza? Ese mismo pensamiento la hizo más osada y lo besó como si se sintiera capaz de arrancarle esa tristeza del alma, como si pudiera apartar al demonio que pretendía arrojar sombras sobre su felicidad. Pero él se separó de ella y Heather sólo pudo hacer lo mismo. La tristeza seguía estando en la mirada de Alex, y seguía estando presente en la forma en que deslizó las manos por sus brazos hasta llegar a tomarle las manos. —Eres una mujer peligrosa, Heather Mahoney —le dijo sonriendo—. Pareces tan tranquila y callada pero, bajo esa fachada, hay una tigresa dispuesta a devorarme. Heather se echó a reír. ¿Una tigresa? Ja. —Debes de haberte rozado con una ortiga o algo así —contestó, poniéndose en pie—. Eso, o estás poseído. —Esa posibilidad me parece más plausible. Su voz era suave, casi como si se estuviera hablando a sí mismo. —Vamos —le dijo ella, tendiéndole una mano—. Tenemos que hacer el equipaje. Él se levantó pero no soltó su mano. —Tienes razón. Pronto va a oscurecer. —Y aún no hemos fregado. Vamos, Junior. Y los dos siguieron al perro al interior de la casa. Tenían que agradecer que el hechizo se hubiera roto, se decía Heather mientras empezaba a recoger los cacharros de la cena. Estaba allí para conseguir liberar a Alex de su hábito de juego, no para tener un romance. Su vida ya era lo bastante complicada. —¿Alguna vez te ha pasado que no hay nada que te parezca sencillo y sin complicaciones? —preguntó Alex. Ella se echó a reír mientras aclaraba los platos. —¿Acaso alguna vez ha ocurrido lo contrario? —No, te lo digo en serio. Heather lo miró. Parecía preocupado de verdad. Algo lo estaba inquietando. Dejó el plato y se apoyó contra el fregadero. —Yo también hablaba en serio. Nada ha sido sencillo y sin complicaciones para mí. Todo tiene un millón de posibles consecuencias.
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—Entonces, ¿cómo decides lo que debes hacer? —Echando una moneda al aire. Abriendo la puerta más cercana. Alex se levantó y caminó hacia ella despacio. Había algo en su andar, en sus ojos, algo en el fuego que parecía emanar de él que la abrasó incluso antes de que llegase a su lado. Una vez allí, apoyó una mano a cada lado de su cuerpo, en el borde del fregadero. —¿Y si lo que quieres es puramente para el momento, y no tiene posibilidad de futuro? Ella lo miró a los ojos, a los labios que tenían la capacidad de volverla loca; calibró el hecho de que aquella noche podía ser la única para ellos. Pero tenía treinta y tres años y estaba cansada de ir siempre a lo seguro. Cansada de alejarse de la pasión. ¿Acaso el placer tenía que venir con garantía? Levantó una mano y acarició sus labios antes de rozarlos con los suyos. —Creo que se ha hecho demasiado tarde para ir por ese camino —dijo, y su voz apenas fue un susurro—. Puede que después lamentásemos haberlo intentado. Alex tomó su mano y volvió a llevársela a los labios para besar cada dedo. —Podríamos lamentar habernos quedado. —Y también podríamos no lamentarlo. Se colocó su mano en la nuca y la besó en los labios. Sus bocas se encontraron con una descarga eléctrica, con una chispa que prendió sus corazones. Era la magia con la que ella había soñado, la maravilla que tanto había esperado. Se besaron una y otra vez, hasta que el corazón les iba demasiado deprisa como para pensar o respirar. No había nada más que su necesidad, sus labios, el hambre de sus cuerpos. Jamás se había sentido así. Nunca la necesidad había ejercido el control sobre su cuerpo, ni había dirigido sus acciones. La boca de Alex dejó la suya y fue describiendo un camino de besos por sus mejillas, su cuello, atizando su necesidad de él. Después notó que hundía la cara en su pelo. —Me encanta cómo hueles —dijo, y su voz le pareció tan inestable como sentía las rodillas—. Huele a primavera. Como huelen las cosas cuando vuelven a la vida. Y por extraño que pareciera, era así como se sentía. Como sus caricias la hacían sentirse. Era como si llevara toda una eternidad dormida y hubiese vuelto a la vida con sus caricias. Se acurrucó más en su abrazo, pero él se separó un poco. —Si vamos a irnos, será mejor que lo hagamos ahora —murmuró. —¿Mientras aún quede luz? —Mientras aún nos quede cordura. Pero a ella ya la había abandonado. Por una noche, iba a vivir el momento y a atesorar el ahora. Aquello era lo que quería y, a la mañana siguiente, ya se preocuparía del mañana y de los días que vinieran después.
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—Creo que al único sitio al que deberíamos ir es al dormitorio —le dijo. —Para eso, queda luz suficiente —contestó él, tomándola en brazos. El último resplandor del sol iluminó el camino hasta el dormitorio y la dejó con suavidad en la cama. Heather no sabía si era por aquella última luz o por la pasión que estaban sintiendo, pero la atmósfera de la habitación era rosada, o quizás dorada, como si estuviesen volando al paraíso. Alex se quitó los zapatos y después se los quitó a ella. Sentir sus manos acariciándole los pies bastó para que desease ronronear de placer. Pero entonces sus caricias y sus manos fueron ascendiendo y alcanzaron el bajo de su camisa. Las sentía frescas sobre su piel caliente, que se calentó aún más bajo sus palmas. Se la quitó y después le desabrochó el sujetador. De haber tenido tiempo, se habría preguntado si su cuerpo le gustaba, pero Alex no le dio esa oportunidad al inclinarse sobre uno de sus pechos para acariciar su pezón con la lengua. Heather gimió cuando tomó cautivo su pezón entre los dientes y, abrazándose a él, reteniéndolo tan cerca de ella como le era posible, dejó que la guiase en aquella ascensión al cielo. Nunca se había sentido así; jamás había experimentado aquel dulce nudo de tensión en su interior. Se aferró a él, preguntándose si el amor podría llegar a ser tan maravilloso como lo era en aquel momento, hasta que él deslizó la mano sobre el estómago. Estremecimientos de puro deleite le recorrieron el cuerpo y, entonces, su caricia llegó bajo sus pantalones, bajo sus bragas, hasta llegar al centro mismo de su feminidad. Una caricia, otra, y el nudo de tensión crecía y crecía mientras su corazón latía cada vez más rápido. Así que aquello era el amor. Aquella era la magia que sólo se despertaba en unos brazos especiales. Pero quería crear esa misma magia en él con sus manos. Tiró de su camisa y se la sacó por la cabeza. —Dime lo que te gusta —le susurró—. Dime qué quieres que te haga. —Lo que tú quieras —contestó él, con una voz que era sólo un vago eco de su voz habitual—. Todo. Deslizó las manos por su pecho, entre su pelo, hasta que lo sintió temblar. Se inclinó entonces para lamer sus pezones, y lo sintió estremecerse. Luego bajó hasta su estómago, preguntándose de dónde salía aquella maravillosa sensación de estar haciendo lo que tenía que hacer. Lo que necesitaba hacer. Entonces bajó aún más la mano hasta alcanzar su pene erecto. Primero lo tocó con cierto temor pero, sobre todo, con una necesidad febril. Cada caricia parecía una agonía de placer para él. Pero debió alcanzar una especie de pico porque la tumbó sobre la cama, le quitó los pantalones y las bragas y, con la misma urgencia, se desnudó él hasta que quedaron totalmente desnudos el uno en brazos del otro. Heather abrió las piernas y Alex la penetró. Hubo un momento de exquisito dolor y después un placer también exquisito. Él se movía contra ella, con ella, dentro
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de ella, con un ritmo estable mientras cubría su cara de besos, al tiempo que la abrazaba como si fuesen las dos últimas personas sobre la faz de la tierra. Su cuerpo obraba magia en el de ella. Se sentía entre llamas, a punto de explotar en cualquier momento. Estaban llegando al cielo. De pronto, una lluvia de estrellas los bañó con su luz mientras se aferraba a él como si fuesen un solo cuerpo. Siguieron abrazados un buen rato, hasta que Heather sonrió, casi son timidez. —Vaya —exclamó. ¿Qué tal se te dan los bises? Él se echó a reír y volvió a abrazarla. —Señorita, eres increíble. Heather cerró los ojos y se acurrucó en el hueco de su hombro, donde estaría a salvo para siempre.
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Capítulo 12 Heather se acurrucó bajo las sábanas y ocultó el rostro contra el cuerpo de Alex, intentando seguir dormida a pesar de la luz de la mañana. Oía la lluvia caer sobre el tejado de la cabaña y el estallido de los truenos, pero estaba demasiado a gusto como para que le importase. Era la mañana perfecta para rezongar en la cama. La noche había sido tan perfecta… Habían amado y habían sido amados, y todo había sido maravilloso. El viento soplaba con más fuerza. Seguramente, debería mirar fuera, ya que si se movía sólo un poco, podría mirar por la ventana, para asegurarse de que no se acercaba un tornado, pero eso implicaría apartarse de Alex y de aquel maravilloso nido. Junior empezó a gruñir y supo que iba a tener que levantarse. Al fin y al cabo, puede que no fuese tan mala idea. Así podría encontrar otras formas de revivir lo que… —¡Maldita sea! —exclamó Alex de pronto, y se levantó de la cama. Heather se incorporó. El viento seguía ululando fuera. Se oía perfectamente por encima del gruñido de Junior y de las maldiciones de Alex, pero de pronto dejó de parecerle el viento. —¿Alex? Él se volvió a mirarla, echando chispas por los ojos, pero le daba la impresión de que no estaba enfadado con ella. —Será mejor que te vistas —le dijo mientras se ponía los vaqueros. —¿Que me vista? ¿Qué es ese ruido? Pero Alex no contestó. Se había puesto los vaqueros y la camisa y le estaba lanzando a ella su ropa sobre la cama. —Vamos, Heather. Vístete. Se estaba poniendo la camiseta cuando un trueno sacudió la cabaña. Heather se estremeció. Aquella tormenta iba a ser terrible, y una sensación de peligro inminente se le aferró al estómago. Alex se acercó a la ventana bajo la que Junio ladraba frenéticamente. Tenía que apartarlos de allí. El peligro estaba cerca. —Alex, apártate de la ventana —le dijo—. Junior, ven aquí. Vamos, chico. Pero ninguno de los dos pareció darse cuenta de que había hablado. El estómago se le estaba retorciendo literalmente. Bajó de la cama y se puso los pantalones, y entonces se dio cuenta de que se había olvidado del sujetador y las bragas. Los escondió bajo la almohada. —Alex, ¿qué ocurre? Pero no fue ni su voz ni la tormenta lo que oyó después.
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—Les habla la policía —llegó una voz—. Salgan inmediatamente con las manos sobre la cabeza y nadie resultará herido. Junior seguía ladrando y saltando delante de la ventana, pero Heather sólo podía mirar a Alex, con el corazón latiéndole tan fuerte que casi ahogaba el resto de ruidos. —Alex, ¿qué pasa? Se volvió de la ventana con una expresión de derrota en los ojos. —¿Queréis hacer el favor de calmaros? No quiero que alguien pueda resultar herido. Su voz no contenía emoción. Sólo palabras. Heather siguió mirándolo, intentando no perder el control. Sabía lo que estaba pasando: los malos los habían encontrado y fingían ser la policía. Tenía que reaccionar. Alex la necesitaba. —Junior, quieto —el animal dejó de ladrar y Heather se volvió a mirar a Alex—. Bien. Necesitamos un plan. Pero a Alex le pesaba la derrota sobre los hombros. —Lo que tú necesitas es calzarte —dijo—. Y después, tendremos que salir. ¿Es que no lo comprendía? Ella estaba dispuesta a ayudarle a luchar. —No. Si salimos, nos atraparán. —Si no salimos, van a llenar la cabaña de gases lacrimógenos. —¿Gases? —repitió Heather mientras se calzaba las deportivas—. Eso es ridículo. Eso sólo pasa en las películas y es la policía quien los usa. —Es que es la policía quien está ahí fuera. —Este es el último aviso —sonó la voz a través del amplificador—. Salgan con las manos en alto o entraremos. Heather lo miró a los ojos. Aquello era más complicado de lo que se había imaginado. —¿Y qué hace aquí la policía? —le preguntó con voz ahogada. —Vienen a rescatarme. ¿A rescatarlo? —¿Rescatarte de qué? Alex sonrió de medio lado. —Creo que de ti. —¿De mí?
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Pero ya no le explicó más. Simplemente se inclinó hacia ella y la besó en la frente suavemente. Con ternura. Un beso de adiós. Sus ojos estaban llenos de recuerdos de la noche anterior y, después, quedaron vacíos. ¿Qué demonios estaba haciendo? No podía preguntárselo. Tenía los ojos llenos de lágrimas y sentía la garganta atenazada. De todas formas, no tenía mucho que decir. Alex llegó a la puerta del dormitorio y se detuvo. —Todo esto es un malentendido. Voy a salir a hablar con ellos. Tú sal dentro de unos minutos, pero asegúrate de que Junior se comporta. Cuando Heather oyó la puerta principal cerrarse, se sentó en la cama. Las piernas ya no la sujetaban. ¿Qué diablos estaba pasando allí? ¿Por qué iba a venir la policía a buscarlo? Volvió a levantarse y se acercó a la ventana. Delante de la casa, bajo el aguacero, había media docena de coches de policía. Entre ellos, había hombres y mujeres vestidos con impermeables azules que llevaban las letras FBI en la espalda. Era la policía de verdad. Vio a Alex acercarse a ellos bajo la lluvia y enseguida quedó rodeado y lo perdió de vista. Heather contuvo las lágrimas. Dios, iban a arrestarlo. Pero ella no podía permitirlo. Lo quería. Lo necesitaba. Hubiera hecho lo que hubiera hecho, se trataba sólo de un error. Todo era porque su padre había muerto y lo echaba de menos desesperadamente. Con un miedo terrible atenazándole el pecho, salió corriendo de la cabaña. El viento que sacudía el bosque era casi ensordecedor, pero no le importó. Alex la necesitaba. —Oficiales —les gritó, corriendo hacia el grupo que parecía estar al mando—. Oficiales, yo puedo… Pero se detuvo. Alex estaba a un par de metros, pero sin esposar. Es más, ni siquiera parecía sentirse intimidado. Una sensación incómoda comenzó a crecerle en la boca del estómago. Quizás fuera el hecho de que todo el mundo se hubiera vuelto a mirarla. —Así que aquí tenemos a la vecina —dijo otro hombre. Heather se volvió a mirarlo. No tenía ni idea de qué estaba hablando, pero su madre le había enseñado que debía dirigirse a la persona que se había dirigido a ella. —Señor —le dijo, estremeciéndose bajo la lluvia—. Tiene que haber algún error. Alex es un hombre bueno y decente. No pueden arrestarlo. —Heather… —empezó Alex, pero ella no lo miró. Si lo hacía, estaría perdida. Empezaría a llorar y nadie la escucharía. —Puede que haya cometido un error —continuó, con el agua chorreándole por la cara—, pero no ha sido nada más que eso. Una equivocación. No pretendía hacer
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daño a nadie. Es un hombre amable y de gran corazón que incluso me ha ayudado a rescatar a una gatita salvaje. No pueden arrestarlo. —¿Arrestarlo? —el hombre frunció el ceño—. No sé por qué íbamos a hacerlo. Un rayo de esperanza iluminó su corazón. —¿Ah, no? —No —el hombre miró a Alex—. Pero lo que sí voy a hacer es echarle una buena reprimenda. —¿Una reprimenda? —qué palabra tan extraña, dadas las circunstancias—. No comprendo. —Alex es un agente experimentado —dijo el hombre—. No debería habernos lanzado a esta persecución si sentido. —¿Un agente experimentado? Una especie de mano de hielo le apretó el corazón y su frialdad le heló las manos, los pies, el cerebro. Se sentía como un trozo de madera. Temor. Miedo. Horror. Todo aquello la estaba paralizando, impidiéndole encontrar sentido a todo aquello. —¿Pero qué…? —empezó, pero se detuvo. El hombre con el que había estado hablando parecía haberse olvidado de ella y estaba ocupado con Alex y otro hombre. Sabía que Alex la estaba mirando, pero se negó a encontrarse con sus ojos. Aún no podía. Retazos de la conversación de los hombres empezaron a llegar a sus oídos: incumplir otro plazo… preparar una reunión… hablar de su influencia… las apuestas… amañar el partido… Sintió que la cabeza empezaba a darle vueltas, pero también le bastó para comprenderlo todo. Aquella situación… todo, incluso su puesto de profesor no había sido más que una tapadera. Nada era ni real ni cierto. Nada. —Vamos —dijo Casio—. Sube al coche, antes de que nos ahoguemos aquí. Alex apretó la mandíbula y siguió a Heather con la mirada hasta la casa. Parecía tan hundida, y no sólo por la lluvia… —Un momento. Necesito hablar con Heather. —No necesitas hablar con nadie —le espetó Casio—. Willa se ocupará de llevar a la mujer y al perro de vuelta a Chesterton. —También tiene una gata. Casi se encogió de hombros. —Estoy seguro de que Willa podrá ocuparse. Tenemos que llegar a Chicago cuanto antes. Esto va a explotar de un momento a otro. Alex miró a Casio. Sabía que tenía que irse, que estaban en un punto crucial de la investigación, pero no iba a marcharse hasta no haber visto a Heather.
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—Necesito hablar con ella y asegurarme de que está bien. No esperó a que le diera permiso, sino que echó a andar sobre el barro hacia la casa. Todo estaba en silencio, excepto las pisadas de Junior en el suelo de madera. —Hola, chico —le saludó—. ¿Dónde está Heather? Por primera vez, el perro no le gruñó y miró con nerviosismo hacia el dormitorio. Alex asintió y acarició la cabeza del animal. —Gracias. Y se acercó a la puerta del dormitorio con la sensación de que el corazón se le había vuelto de cemento. No tenía ni idea de qué decirle. ¿Cómo conseguir apaciguar su dolor? Se detuvo en la puerta, pero perdió el hilo de sus pensamientos al ver a Heather tirada en el suelo, medio metida debajo de la cama. —¿Heather? —Vete —contestó ella—. Tú y tu ruido habéis asustado a Bonnie. Déjanos en paz, ¿quieres? Se acercó a ella intentando no mirar la cama, no despertar el recuerdo. —Heather, no tengo mucho tiempo. —Vamos, Bonnie, preciosa —llamó a la gatita desde debajo de la cama—. No pasa nada. Los malos ya se han ido. ¿Sería él uno de esos malos? Seguro. El peor. —Heather, siento muchísimo que hayas tenido que enterarte así. Salió por fin de debajo de la cama con Bonnie en una mano. —Esa debe de ser la única verdad que me has dicho en los últimos doce meses. Estoy segura de que habrías preferido que no me enterase nunca. —No quería que fuese así. —Me lo imagino. Parecía tan pequeña, tan frágil, tan dolida… pero se negaba a mirarlo, a facilitarle la disculpa. Se lo merecía. La vio sentarse en la cama y acurrucar a Bonnie. Los recuerdos de la noche anterior acudieron a su memoria en tropel, con toda su fuerza, tan intensos que le impidieron respirar durante un instante. Por fin, consiguió volver a pensar. —Quería decirte la verdad —dijo—. Odiaba estar engañándote. —Y por eso me dejaste hacer el ridículo. —Estabas intentando ayudarme. Nada de lo que has dicho era ridículo. Heather le miró. —¿Nada? ¡Todo lo era! —hizo una pausa—. Pero, en parte, es culpa mía. Debería haber sabido que no eras un ludópata.
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—¿Cómo ibas a saberlo? Ella lo miró un instante más y volvió a acunar a Bonnie. —En primer lugar, no eres el tipo de persona que llega a ser jugador. No es lo bastante peligroso. Y no puedo imaginarte perdiendo mucho dinero. No estaba seguro de si le gustaba el análisis que acababa de hacer. —La gente pierde grandes sumas de dinero constantemente. —Sí, pero son personas a las que les gusta correr una y otra vez el mismo riesgo. Tú corriste con tu bicicleta una sola vez sobre el malecón. Luego buscaste otras cosas. Alex frunció el ceño. No podía ser tan fácil de entender. —Eso ocurrió hace ya muchos años —dijo—. He crecido, ¿sabes? —Pero no has cambiado —se levantó—. Te sigue gustando el peligro. De hecho, ese debió ser el motivo por el que me dejaste intentar ayudarte como una idiota. Debía de ser otro reto para ti saber hasta cuándo ibas a poder ocultarme la verdad. —Eso no es cierto. —¡Vamos, Alex! —exclamó—. Podrías haber parado todo esto cuando hubieras querido y no lo hiciste. —Lo intenté. Muchas veces, no sólo una. Pero estabas tan decidida a rescatarme que no me escuchabas. Los ojos le brillaron de ira. —Ya. Así que todo ha sido culpa mía. —En parte, sí —de pronto vio la verdad delante de sí mismo y no pudo negarla más, por dolorosa que fuera—. Habías rescatado antes montones de gatos, pero ahora se te presentaba la oportunidad de rescatar a una persona, un pobre incauto que cayó en tus manos y al que no pudiste resistir. —No puedes creer de verdad lo que estás diciendo. Ya no sabía qué creer. Qué desconfiase de él seguía doliéndole como una herida abierta. Si podía pensar lo peor de él, quizás fuera porque nunca lo había visto como una persona, y eso era lo que más le dolía, por encima de todo. —¿Y por qué no? —espetó—. ¿Por qué, si no, ibas a hacer todo esto? Ella lo miró y la ira desaparecido de su mirada, dejando debilidad en su lugar. Hizo ademán de decir algo, pero no se oyeron palabras. Alex esperó, aunque no sabía muy bien a qué. Pero después, tras una eternidad, Heather le dio la espalda. —Vamos, Bonnie —le dijo a la gata que seguía teniendo en brazos—. Nos vamos a casa. Esperó a que se diera de nuevo la vuelta, a que respondiera, a que dijese algo que le calmase el dolor del corazón, pero se limitó a ocultar el rostro en el lomo de la gata mientras la llevaba a su cesta de transporte.
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¿Y qué esperaba? ¿Qué quería? Recogió su bolsa del rincón de la habitación y salió apresuradamente. Junior estaba esperando en la puerta. —Cuida de ella —le dijo Alex—. Asegúrate de que no le pase nada. El animal movió la cola, aceptando la responsabilidad. Y seguramente lo haría mejor de lo que lo había hecho él. Con esa idea quemándole la garganta, salió apresuradamente. La lluvia había cesado y casi lo lamentó. Una tormenta oscura y cargada de electricidad hubiera encajado mejor con su estado de ánimo. Pero el sol empezaba a asomar entre las nubes. Maldición… Casio se separó del coche en el que estaba apoyado. —¿Listo? —Nunca lo voy a estar más —contestó, y se acomodó en el asiento del conductor—. Pero conduzco yo —dijo y cerró de un portazo. —Como quieras —contestó Casio, y subió al coche—. Tenemos una moto esperando en Marquette. Deberías estar en Chicago a primera hora de la tarde. —De acuerdo —Alex puso el motor en marcha y arrancó ignorando el barro que intentaba entorpecerle el paso—. Estoy ansioso por volver al caso.
—La salida para Chesterton es la siguiente —dijo Heather. —Ah, estás despierta —dijo Willa—. Empezaba a preguntarme cómo iba a encontrar tu casa. Heather se limitó a sonreír, pero no dijo nada. La verdad es que llevaba un rato despierta, mirando por la ventana, pero le había resultado más fácil fingir que dormía. ¿Más fácil, o más seguro? Echó un vistazo al asiento de atrás. Bonnie dormía en su cesta y Junior miraba por la ventanilla. Ninguno de los dos parecía inquieto por los acontecimientos de la mañana. Sólo ella. Tenía la sensación de que el corazón se le había vuelto de piedra. Bueno, no exactamente, porque de ser así, no le dolería tanto. Menos mal que no se había enamorado de Alex. ¡Cómo le dolería de haber sido así! Se volvió hacia Willa. —Has sido muy amable trayéndome a casa. Estábamos bastante lejos. —No tiene importancia —contestó la agente—. Ha sido un descanso agradable, créeme. —¿Estás trabajando en la investigación con Alex? —¿Yo? No, sólo soy un agente de campo asignada a esta zona. La verdad es que ninguno de nosotros sabíamos muy bien qué estaba pasando. Sólo que Waterstone no aparecía y que se sabía que debía andar por la zona. Un agente habló con el dueño del supermercado en Watton y nos enviaron a todos a rodear la cabaña.
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—Entonces, ¿esperabais que estuviera retenido por los malos? —Sí, hasta que Alex salió y lo explicó todo. Heather miró por el cristal, sintiéndose como si estuviera frente al pelotón de fusilamiento. —Gira a la derecha en el semáforo —le dijo, e inspiró profundamente—. ¿Y qué fue lo que os dijo? Willa aminoró la marcha. —No mucho. Que habíais tenido problemas con el coche y que pensabais marcharos por la mañana. Heather no dijo nada, pero se volvió a mirar por la ventanilla con los ojos llenos de lágrimas. ¿Qué esperaba? ¿Que dijera que se había enamorado de ella y que cada minuto pasado juntos había sido un tesoro para él? —Es en el semáforo —le dijo con voz ahogada por las lágrimas. Willa la miró, pero no dijo nada, por lo cual Heather le quedó eternamente agradecida. En un par de minutos, estaría en casa y podría llorar cuanto quisiera. —La próxima calle a la izquierda. Es la casa marrón de la derecha. Willa detuvo el coche delante de su casa, justo detrás de la camioneta de Penny. Heather suspiró. Penny debía de haber venido a dar de comer a los gatos. Tendría que posponer el llanto para más tarde. —Bueno, gracias por todo —le dijo a Willa—. ¿Quieres entrar a tomar algo? Willa contestó que no con la cabeza y señaló un coche que se detenía justo delante de la casa. —Bob ya ha llegado y tenemos que volver. —De acuerdo —Heather sacó a Bonnie y a Junior del asiento de atrás—. Muchas gracias por traernos. —De nada —contestó Willa ya fuera del coche—. Buena suerte con el hombre de piedra. Heather frunció el ceño. —¿Con quién? Willa sonrió. —El Hombre de Piedra. Así lo llama todo el mundo, porque se dice que no tiene corazón. Ahora ya no estamos tan seguros. —Ah —Heather sujetó la cesta de Bonnie con las dos manos. Estaba segura de que Alex tenía corazón. Se lo había mostrado una y otra vez durante las últimas semanas, pero no iba a decírselo a sus compañeros de trabajo—. Bueno, gracias otra vez. Si alguna vez necesito que me rescaten de una cabaña, te llamaré.
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Willa se echó a reír y, tras despedirse con la mano, se apresuró a montarse en el coche que la esperaba. Heather los vio alejarse, recogió la caja de comestibles y echó a andar hacia la casa. Penny la esperaba. —¿Quién era? —le preguntó al tiempo que le quitaba la caja de las manos—. ¿Y cómo es que has vuelto tan pronto? Pensé que ibas a pasar fuera todo el fin de semana. Heather entró, dejó la cesta en el suelo y abrió la puerta. La gatita salió a todo correr y desapareció pasillo adelante. Junior la siguió. Menudo apoyo moral. —Era la agente especial Willa Moran —le dijo—. Me ha traído a casa. —¿Agente especial? —Penny tiró de ella hasta llevarla al sofá y la obligó a sentarse—. ¿Qué está pasando, Heather? —Me había ido a la cabaña con Alex —le dijo. —¡Alex! —Penny estaba encantada—. Heather, eso es… —Lo había raptado —continuó. —¿Qué? Heather se incorporó. ¿Cómo estaba tan cansada? —Creía que tenía un problema con el juego, así que lo rapté para obligarle a separarse de ello. —¿Cómo dices? —Penny se echó a reír de tal modo que Junior volvió al salón—. ¡Heather, eso es maravilloso! ¿Y funcionó? —Resultó que no necesitaba mi ayuda —dijo, y se levantó—. Será mejor que saque las cosas del coche. —No puedes dejarme así —protestó Penny—. Quiero que me cuentes toda la historia. Serías tan perfecta para él. Eres lo… —No soy nada —dijo Heather rápidamente, conteniendo las lágrimas—. Nunca ha habido nada entre nosotros y, ahora, todo ha terminado. Sabía que eso no tenía sentido, pero también sabía que, si intentaba volver a decirlo, terminaría por echarse a llorar.
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Capítulo 13 Alex se detuvo en la puerta de su salón, que estaba a oscuras, al presentir que había alguien allí. —¿Qué demonios te pasa últimamente? —espetó Casio—. No vales para nada desde que volviste de esa condenada cabaña. ¿Se puede saber qué pasó allí? Alex soltó la respiración que había estado conteniendo y entró en la habitación sin dar la luz. ¿Quién había esperado que fuese? —No ocurrió nada —dijo. ¿Ah, no? ¿Entonces por qué no podía quitarse a Heather de la cabeza? ¿Por qué no había podido pensar en otra cosa durante la semana que había transcurrido desde que volvieron? ¿Y por qué esperaba contra toda esperanza que fuese ella quien lo estuviera esperando allí? Porque era un imbécil, por eso. —¿Dónde diablos has estado esta tarde? —le interpeló Casio—. Se suponía que debías estar en el partido de fútbol de Midwest. Por si te interesa saberlo, han ganado el primer partido por goleada. —Eso está bien —se sentó en el sofá—. Pero tenía hambre, así que decidí salir a comer algo. —¿Tanta hambre tenías como para marcharte del campo por la salida de los jugadores? —Casio estaba muy enfadado—. Y supongo que el que hayas perdido a los agentes que te cuidaban las espaldas ha sido puro accidente, ¿verdad? Alex no contestó. ¿Cómo podía hacerle comprender la necesidad que había sentido de estar solo? Necesitaba pensar. —Maldita sea, Alex, ¿es que no te das cuenta del peligro que corres? —Entra en la descripción del puesto —le espetó. —Sí, pero no hay por qué flirtear con él cada vez que tienes la oportunidad. Alex lo miró. Esa frase parecía de Heather. —No lo hago. Sólo quería estar solo un rato. A través de la oscuridad, vio que Casio se inclinaba hacia delante. —Mira, Alex, se acerca la hora de la verdad, y no es el momento más adecuado para andar remoloneando pensando en una mujer. —Eso no tiene nada que ver —replicó, poniéndose en pie—. Sólo necesitaba un poco de espacio para respirar. —Tendrás todo el que quieras dentro de unos meses. Tienes vacaciones pendientes. Disfrútalas. Vete a las Bahamas, a Hawai. Incluso puedes quedarte en Chesterton si quieres, a escribir poemas, pero en este momento no pierdas la concentración.
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—No la he perdido. Estaba bien. Mejor que nunca. Simplemente estaba empezando a preguntarse si de verdad le importaba lo que hacía. Aquella casa olía a cerrado. Atravesó la habitación y abrió la ventana, apoyándose después en el marco para respirar profundamente. La casa de Heather estaba a oscuras, pero aun así esa oscuridad le parecía cálida y llena de vida. —Quizás fue un error traerte aquí —dijo Casio—. Puede que fuese una equivocación, pero parecía la tapadera perfecta. —Y lo era. Aún lo es. ¿Cómo estaría Heather después del viaje? Sabía que había llegado bien porque la había visto dos veces después, en ambas ocasiones de lejos, él en su casa y ella subiéndose al coche, pero parecía estar bien. Quizás algo pálida, pero eso podría ser también efecto de la luz. —Pediré un trabajo más rápido la próxima vez —musitó Casio—. Nada que necesite tantos meses de trabajo encubierto. —Sí. Suena bien. ¿Les habría hablado a los niños de su clase de los ciervos que habían visto? Seguro que les gustaba. ¿Por qué no habría tenido Heather sus propios hijos? Debería estar casada y rodeada de un montón de mocosos. La imagen lo atormentaba y lo atraía al mismo tiempo. No casada con alguien como él, claro, alguien por quien tuviera que preocuparse, sino con un hombre estable y fiable. Alguien a quien nunca tuviese que rescatar. —Están empezando a estudiar un caso en Los Angeles —dijo Casio—. Con un poco de suerte, empezará a ponerse en marcha justo cuando termine éste, y así no tendremos que quedarnos aquí en invierno. —Eso sería estupendo. Nada mejor que el invierno de aquí para apreciar después Los Angeles. Lo del rescate ya había dejado de molestarle porque, después de pensarlo mucho, tenía que admitir que se había pasado de la raya. ¿De qué otro modo iba a verlo Heather, excepto como alguien a quien debía rescatar? Había admitido sentirse siempre intimidada por él. Eso sólo demostraba que no eran adecuados el uno para el otro. Y no es que alguna vez hubiera llegado a pensar que sí lo eran. Incluso si dejaba la agencia, seguirían sin hacer pareja. Ella estaba tan llena de ternura y buenos sentimientos, y él estaba acostumbrado a desconfiar. —Un invierno aquí… —Alex se interrumpió para mirar atentamente. No podía ver nada, pero sí oír el sonido de unos neumáticos sobre la grava. Un coche estaba en el callejón, pero con la luz apagada. Entonces vio la silueta de un hombre moviéndose en el jardín de Heather. —Maldita sea… —masculló.
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Sintió que Casio se levantaba, pero no quiso esperar a darle explicaciones, así que antes de que hubiera tenido tiempo tan siquiera de moverse, Alex estaba ya en la puerta trasera con la pistola en la mano. Tendría que haberse mudado. Tendría que haberse ido lo más lejos posible de aquel barrio. Había hecho todo lo posible por mantenerla alejada del nido de avispas que era su trabajo, pero seguía estando en peligro. Jamás debería haberla ayudado a rescatar a esa gatita. Atravesó el jardín a todo correr. —¡FBI! —gritó. Al diablo con su tapadera—. ¡De rodillas! ¡Las manos sobre la cabeza! Oyó a alguien gritar desde el callejón y a Casio correr hacia él, pero lo único que vio de verdad fue al hombre que estaba en el jardín caer de rodillas. Al acercarse, vio en el suelo la navaja que llevaba en la mano. —Maldito bastardo —gritó, y dejó a un lado su arma para abalanzarse sobre él—. Hijo de… —¡No me hagas daño! ¡No! —gritaba mientras Alex lo inmovilizaba en el suelo. —Te voy a enseñar a no amenazar a Heather —murmuró, y el primer golpe aterrizó en su cara. —Alex, déjalo —gritó Casio, sujetándolo—. Déjalo, que ya lo tenemos. De pronto, las luces del jardín de Heather se encendieron, iluminándolo como si fuese de día. Su puerta de atrás se abrió de golpe. —Todo el mundo quieto —gritó ella. —¿Heather? Parecía no haberlo oído, o estaba tan asustada que era incapaz de oírlo. Estaba blanca como una sábana, pero traía en las manos un viejo rifle que empuñaba con decisión. —La policía está de camino —gritó—, así que estaos quietos. ¿Qué demonios estaba haciendo? —Heather, entra en casa —le ordenó—. Ya nos ocupamos nosotros. Se volvió a mirarlo y pareció palidecer aún más. —¿Alex? —Entre en la casa, señorita —dijo Casio—. Todo está controlado. Pero al volverse a mirarlo, levantó un poco más el arma y frunció más el ceño. —Apártese de Alex. Casio murmuró algo entre dientes pero retrocedió. —Ya me he alejado de Alex —dijo—. Pero usted me conoce, señorita. Trabajo con él. Nos vimos en la cabaña. —Por amor de Dios, Heather —masculló.
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Alex al ponerse en pie. El otro tipo se quedó en el suelo, temblando—. Vuelve a entrar en casa antes de que te pase algo. Bajó un poco el arma, justo cuando empezaron a oírse sirenas en la distancia. —¿Estás bien? —Sí, estoy bien —replicó, y con el pie apartó más la navaja. Bien, si no contaba con el terror que le corría por las venas. ¿Y si hubiese vuelto a casa media hora más tarde? ¿Y si no hubiese estado asomado a la ventana? ¿Y si Heather hubiese salido sola a enfrentarse con él? —Estoy bien —repitió, y su voz se oyó cargada de ira y temor—. Siempre estoy bien. Vivo para esta clase de cosas, ¿recuerdas? —Claro. Su voz sonó suave, pero llena de dolor al mismo tiempo. Maldita fuera por ser tan… tan… Heather. En aquel momento otros dos agentes aparecieron en el jardín y Alex recuperó su pistola. Con ellos y esposados estaban los otros dos matones que habían venido a visitarlo hacía ya unos diez días. Casio se apresuró a esposar al que quedaba sobre la hierba mientras se oían acercarse las sirenas. Quería alejarse. Quería ir al encuentro de los coches de policía y explicarles lo ocurrido, pero de algún modo se encontró caminando hacia el porche. Heather había bajado el arma, pero seguía pálida. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Nada hubiera deseado más que subir esas escaleras y abrazarla, pero eso no podía ser. No tenía derecho a hacerlo. No tendría el valor suficiente para enfrentarse a su rechazo. Miró su pijama de ositos y el peso que soportaba su corazón aumentó. Si alguna vez había tenido alguna duda, se esfumó en aquel momento. Ella, ositos. Él, pistolas. —Entra en casa, Heather —le dijo con suavidad. De pronto se sentía exhausto y hablar le costaba un esfuerzo enorme—. Tenemos todo bajo control. No tienes de qué preocuparte. Heather lo miró y después miró su pistola. Luego asintió y entró en su casa sin decir palabra. No discutió, no le pidió que entrase; sólo cerró la puerta. Alex se quedó allí unos minutos, mirándola, sabiendo que en el interior de aquella casa habría calor y felicidad. Y que nunca sería suya. Hiciera lo que hiciese, nunca podría pertenecer a su mundo. Siempre sería para ella sólo alguien a quien rescatar.
—¿Tenéis alguna otra pregunta para el oficial Tollinger? —preguntó Heather. Toto sonrió, esperando las inevitables preguntas sobre cuántos tipos malos había cazado y si Junior tenía que llevar placa, pero aquellos veinte rostros solemnes
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se limitaron a mirarlo desde el semicírculo que formaban sobre la alfombra. Ninguno quiso hacerle preguntas, ni siquiera sobre el incidente de casa de Heather aquella misma mañana. Porque seguro que ya habrían oído hablar de ello. En una ciudad tan pequeña como Chesterton, los secretos duraban poco. —Entonces, démosle las gracias por haber venido, ¿de acuerdo? Veinte gracias sonaron en la habitación. —Gracias a vosotros por ser tan buena audiencia —contestó él—. La próxima vez hablaremos sobre llamar a la policía. —La señorita Mahoney ha llamado a la policía —dijo Barbara Dentman. Así que lo sabían. Heather enrojeció. —Hablaremos de eso más tarde —dijo con una sonrisa, y tomó el brazo de Toto para acompañarlo hasta la puerta. —Mi papá dice que deberían darle una medalla por… —¡Timmy! —las mejillas de Heather pasaron del rosa al rojo encendido—. El oficial Tollinger tiene que volver al trabajo, y no debemos retenerle aquí con nuestra charla. Recoged las señales y después salís todos al recreo, pero en orden. Y casi arrastró a Toto al pasillo. Para cuando se unieron a Junior en la entrada, Toto se reía abiertamente. —¿Qué pasa? —preguntó, apoyándose contra la pared de ladrillo rojo—. ¿Es que no quieres ser una heroína ante tus alumnos? —Es que no he hecho nada heroico —objetó. —Mucha gente ignora los ruidos que oye y ni siquiera se molesta en llamar a la policía. —Todos sabemos que yo soy la metomentodo del barrio. —Yo diría que eres una buena ciudadana —contestó él. Ella suspiró y tras echar un vistazo a su clase por el cristal, se apoyó también en la pared. —Vamos, Toto. Ya hablaste con Alex después, y sabes perfectamente que lo tenían todo bajo control cuando yo salí a ayudarle. Lo único bueno es que no sabían que mi arma era de mentira. Toto se la quedó mirando boquiabierto. —¿Que saliste al jardín? —le preguntó—. ¿Con un arma de mentira? Ella parecía sorprendida. —Creía que habías hablado con Alex. —Y lo hice, pero él debió de decidir no mencionarme todo eso. Supongo que se imaginaría que le retorcería el pescuezo si me enteraba.
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Pequeñas nubes de tormenta ensombrecieron sus ojos. —¿Y por qué ibas a retorcerle el pescuezo? Él no me obligó a salir. Fui yo quien tomó la decisión. —Pero era culpa suya que te hubieras visto envuelta en todo eso —puntualizó. Los niños empezaron a salir y los miraban con curiosidad—. Maldita sea, Heather. Podrías haber resultado herida. —Pero no ha sido así. No ha ocurrido nada. —Eso no tiene nada que ver. El peligro estaba ahí. ¡Un arma falsa, Heather! ¿De dónde demonios la has sacado? Ella se encogió de hombros. —Es del disfraz de guardia del mago de Oz. —¿Un arma de juguete? ¿Que saliste con un arma de juguete? Junior gimió, como si estuviera tan sorprendido como Toto. Heather miró a su alrededor. Afortunadamente no había nadie por allí. —¿Quieres hacer el favor de hablar más bajo? No quiero que se entere toda la escuela. Ya es bastante tener que vivir con mi propia estupidez. —¿Estupidez? Sí, bueno, esa era una forma de considerarlo. Bien estupidez, bien increíble valentía. La pequeña y tímida Heather había hecho algo que él consideraba imposible. —Demonios… no me va a quedar más remedio que ir a París. —¿París? ¿Por qué? —preguntó y, de pronto debió de recordar su apuesta—. ¿Por lo de anoche? No creo. Se suponía que tenía que hacer algo valiente respecto a Alex, pero anoche yo no fui valiente. Estaba muerta de miedo. Toto suspiró. Por mucho que desease evadirse de la apuesta, no podía dejar que siguiera con ese concepto absurdo sobre el valor. —Heather, eso es precisamente el valor —le dijo, tomando su mano—. Estar muerto de miedo pero hacer lo que se tiene que hacer. Si no hubieras estado asustada, no sería tan especial. Ella lo miró frunciendo el ceño, como haría una profesora con un alumno que estuviera diciendo una tontería. —No lo entiendes. Casi vomito al entrar después en casa. —No, eres tú la que no lo entiende. Tuviste un gesto de mucho valor al salir al jardín, y eso no tiene vuelta de hoja. Lo has hecho, y ahora yo tengo que ir a París.
—Vamos a ver, señorita: te he dicho que ya has comido suficientes aceitunas — le dijo Heather a Victoria—. Si tienes hambre, vete a comerte tu comida.
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La gata le dio la espalda y le alejó con un orgullo de reina herida mientras Heather volvía a cortar las aceitunas para la ensalada de pasta que iban a cenar. Aquellos últimos días, nadie parecía estar contento. Ni Victoria, ni Toto; incluso Alex no lo estaría, aunque quizás eso fuese ir demasiado lejos. Hasta podía haberse olvidado de que ella existía. Ojalá pudiese hacer ella lo mismo. Tía Em entró en la cocina. —La mesa está puesta —dijo—. ¿Puedo hacer algo más? Heather añadió la aceitunas a la ensalada y la removió. —Sólo falta llevar la jarra de té helado y ya está —sacó la ensalada al salón—. Me alegro mucho de que me llamases para decirme que tenías que venir al médico. ¿Qué te ha dicho de la rodilla? —Que está bien. Me ha dicho que ya puedo conducir, y yo le he contado que ya llevo dos semanas haciéndolo —dejó la jarra sobre la mesa y miró fijamente a Heather—. ¿Has seguido adelante con la investigación sobre Alex? Porque entonces supongo que sabrás que está pensando en marcharse. Heather sintió que el corazón se le paraba. Su marcha no debería sorprenderla. Era un agente de policía que trabajaba encubierto así que, en cuanto terminaba un trabajo, tenía que pasar al siguiente. Compuso una brillante sonrisa para ocultar el dolor que sentía en el corazón. —Sírvete lo que quieras —dijo, y se sirvió un poco de ensalada de frutas, a pesar de que no tenía ni pizca de hambre—. No me sorprende que se vaya. Lo que sí me sorprendió fue que volviera. —Yo nunca había confiado en él —dijo tía Em. Pero ella sí, y ¿dónde la había llevado esa confianza? —De todas formas, ¿en qué consiste la confianza y cómo se mide? —preguntó Heather. Tía Em la miró fijamente. —¿Confiarías en él para que se ocupase de tus gatos? Heather miró a Victoria, que aun seguía enfadada porque no la hubiese dejado comer más aceitunas, y a Henry, que estaba sentado en el sofá al lado de Bonnie, que dormía profundamente. Eran todos tan queridos para ella. ¿Se los confiaría a Alex? —Claro que sí —contestó. —¿Le confiarías tu dinero? —continuó tía Em. Heather asintió y tomó un sorbo de té. —Sin dudarlo. —¿Le confiarías tu corazón? Heather se quedó inmóvil y, despacio, dejó el vaso sobre la mesa.
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Edwards, Andrea – La novia del agente secreto – 2º Círculo nupcial
—No lo sé. Aunque, si se va a marchar, carece de importancia, ¿no? —No, si quieres que se quede. —Eso no depende de mí. Es decisión suya. Tía Em suspiró. —Heather Anne, ¿en qué mundo vives? No se puede dejar que un hombre tome sus propias decisiones. Sólo hay que hacerle creer que lo está haciendo. Pero Heather negó con la cabeza. Tía Em no lo entendía. —Yo no querría que se quedase en contra de su voluntad. Tía Em parecía a punto de perder la paciencia. —No se trata de que le pidas que se quede, mujer, sino de que le hagas desear quedarse. ¡Lucha por él! Hazle saber que estás enamorada de él. —¿Enamorada? El corazón se le inundó de temor. El amor tenía que ser algo cálido y soñador, como montarse en un tío vivo. Estar con Alex era como subirse a una montaña rusa gigante, con subidas y bajadas que te dejaban sin respiración. —Le tengo cariño —dijo—, pero no estoy enamorada de él. —Claro que lo estás —espetó tía Em—. Lo veo en tus ojos cada vez que se menciona su nombre, y pareces estar soñando permanentemente desde que volviste de esa cabaña. —No. No puedo estar enamorada de él. Alex no me quiere. Tía Em frunció el ceño. —Un hombre como él tiene demasiado miedo de admitir que está enamorado. Si lo quieres, vas a tener que rescatarlo de sus temores —tomó un sorbo de su vaso e hizo una mueca—. Vas a tener que ingeniártelas para que quiera quedarse. Necesito una cerveza.
—Parece que van a concederte otra distinción de honor —comentó Casio con las manos cruzadas sobre la mesa. Su sonrisa, esta vez, le llegaba también a los ojos. Pero a Alex no le afectó. —¿Y se puede saber por qué? —Por el buen trabajo que has hecho en este caso. Desde luego, no por la dulzura de tu carácter. Alex no estaba de humor para chistes ni para insinuaciones. Estaba agotado. —¿Quieres ponerme al corriente de una vez por todas, o vas a pasarte la tarde jugando?
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—Lo siento. Es que no me lo puedo creer —Casio se recostó en su sillón con las manos bajo la nuca—. El caso está ya concluido. El tipo que atrapaste en el jardín de tu vecina está cantando como un ruiseñor. Y, como era uno de los contables del negocio, canta incluso más de lo que nos podíamos esperar. Eso no tenía sentido. —¿Un contable? ¿Y qué hacía allí un contable? —Al parecer, intentando ganar puntos. Según dice, no lo respetaban mucho y debió de pensar que, asustando a Heather, tendría más control sobre ti. Habla tanto y tan deprisa que apenas podemos seguirle. Alex se recostó en su silla también. —Así que el trabajo ha terminado. Eso quería decir que Heather ya estaba a salvo. También quería decir que tenía que marcharse de verdad, y no sólo a alejarse de Chesterton mientras concluía la operación. Le asignarían otro caso en otra ciudad. Frunció el ceño. La idea le hacía sentirse aún más cansado. —La operación se ha cerrado y somos todos unos héroes —estaba diciendo Casio—. Menciones de honor para todos. —Genial —como si a él le importase cuántas menciones pudiera haber en su expediente—. ¿Y qué nos espera ahora? Casio se encogió de hombros. —¿Quién sabe? Esto ha salido todo tan rápido que ni siquiera han empezado a pensar dónde van a mandarnos ahora. Supongo que eso quiere decir que vamos a poder disfrutar de unas buenas vacaciones. ¿Vacaciones? ¿Ir a otro lugar solo? ¿No era esa la historia de su vida? Se levantó y se acercó a la ventana, desde la que se veía la trasera de un indefinido edificio de ladrillo. Indefinido. Anónimo. Podría estar en cualquier ciudad, incluso en cualquier país. Igual que él. No formaba parte de nada. —¿Y qué pasa con mi trabajo como profesor? —le preguntó a Casio—. ¿Se van a quedar a mitad de curso sin profesor? —Puedes seguir si quieres —dijo Casio tras un instante—. Seguramente podrías terminar el semestre de otoño. ¿Le apetecía hacerlo? La idea era muy atractiva, pero ¿sería inteligente? No podía seguir viviendo al lado de Heather. La última semana había sido un verdadero infierno para él, tener que estar viéndola y saber que ya no era parte de su vida. Era una tortura. Pero las noches eran lo peor. Era entonces cuando se metía en su cama, lo bastante cerca de él para que sintiera el calor de su cuerpo, pero no lo bastante como para poder abrazarla. Se pasaba toda la noche dando vueltas por su subconsciente, de modo que cuando se levantaba por las mañanas, estaba agotado.
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—No me importaría terminar el semestre —dijo Alex mientras volvía a la mesa—, pero sería mejor alquilar algo cerca del campus. Ya no hay motivo para hacer ese trayecto tan largo todos los días. Casio se limitó a mirarlo. —Claro. Lo que quieras. Sólo tienes que mantenerte en contacto. Alex asintió y se marchó. Lo que quisiera. ¿Y qué quería? Moviéndose como un autómata en las sombras del atardecer, se subió al coche y emprendió el camino de vuelta a casa, aunque no se dio cuenta de dónde estaba en realidad hasta que se encontró en medio de la autopista. Un cartel de una de las salidas despertó en él los recuerdos y, sin pensar, se salió de la autovía. Las farolas le llevaron por aquellas lúgubres calles hasta que llegó al lugar en el que se montaban las timbas de juego y apuestas. Estaba vacío, cerrado por los federales en cuanto el contable había empezado a cantar. Paró el coche en la curva y contempló el aparcamiento y el decrépito edificio de al lado. Las farolas proyectaban sombras largas en el paisaje, haciéndolo parecer más vacío y más solitario aún. Pero en su imaginación, vio algo más. Un duendecillo rubio y de ojos azules que acudía a rescatarlo y que se llevaba su corazón en el hueco de sus brazos y que, después, la crueldad mayor de todas, le hacía probar la vida que podría ser y que no era. Quitó la llave del contacto y salió del coche para caminar hasta el fondo del aparcamiento, que era la zona en la que Heather lo había rescatado. Quizás esperase encontrar allí su esencia para poder después sepultar su recuerdo en un rincón de la memoria del que nunca volviese a salir. Pero, evidentemente, no lo consiguió. Se quedó apoyado en la valla, contemplando las calles sucias y las casas medio desvencijadas que parecían aún más deprimentes a la luz del incipiente anochecer. Debería alegrarse de que la misión hubiese acabado tan rápidamente y sin problemas. Los malos estaban encerrados y nadie había resultado herido. Bueno, al menos con heridas de las que se aprecian a simple vista. Entonces, ¿por qué se sentía tan hundido? Quizás la tapadera que habían preparado le había afectado. Quizás debería intentar dedicarse a la enseñanza de verdad. Ver si podía quedarse en Midwest, e incluso enviar su curriculum a otras universidades de la zona. ¿Y por qué de la zona? No tenía razón alguna para quedarse allí. Heather no iba a perdonarle su engaño. Moviendo la cabeza, dio la vuelta para marcharse, pero un ruido lo detuvo. Entonces, vio aquel gato marrón y blanco que lo miraba. Estaba más delgado aún que antes. —¿Tienes algún consejo que darme? —le preguntó al animal. El gato se sentó y siguió mirándolo. —Sí, ya. ¿Qué decisión debo tomar? —suspiró—. No es como si hubiese quemado todos los puentes. Estoy aquí sentado, soñando, y eso es todo lo que hay.
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Un sueño. Le mentí. La he asustado. He intentado mantenerla a salvo y todo lo que he conseguido ha sido hacerle daño. El gato se acercó un poco. Tenía el paso algo inestable, y todo en él parecía cansado y débil. —Seguro que necesitas una comida, ¿a que sí? —dijo, y miró a su alrededor. Un poco más abajo había un vendedor de perritos calientes—. Enseguida vuelvo —le dijo. Esperaba que el animal se hubiera marchado cuando volvió, pero no; seguía estando allí. Partió el perrito en trozos pequeños y se los echó por encima de la valla, pero el gato se limitó a olisquearlos. —¿No te gusta? —le preguntó, frunciendo el ceño—. Menos mal que Heather no está aquí. Intentaría atraparte y llevarte a casa. El animal lo miró y cerró un instante sus ojos verdes, pero Alex no se dejó engañar. Aquel gato llevaba demasiado tiempo viviendo en las calles; ya no se lo podía rescatar. De pronto se le hizo un nudo en la garganta. —Me parece que tenemos mucho en común —dijo—. Ya no se nos puede ayudar. El gato se limitó a mirarlo y Alex dio la vuelta para marcharse. Esperaba que el animal hiciera lo mismo pero, cuando se volvió tras dar unos pasos más, seguía allí, mirándolo. —¿Qué? ¿Acaso crees que podrías cambiar? Pues te engañas. Ya sé que la idea de tener un hogar calentito está muy bien. Alguien con quien vivir y a quien le importes, pero ¿y si le has hecho daño de verdad? No es justo que le pida que me perdone. Pero miró a su alrededor, a aquellas calles dejadas de la mano de Dios, y a aquel animal tan delgado, y suspiró. Sólo porque él no pudiera ya recibir ayuda, no quería decir que aquel gatito tampoco. —Puede que te acepte. Tú no le has mentido. Sacó de un contenedor de basura cercano una caja de cartón, diciéndose que se estaba volviendo loco. Aquel gato saldría corriendo en cuanto intentase acercarse. Y, si no lo hacía, jamás accedería a meterse en una caja. Y si daba la casualidad de que lo conseguía, Heather le daría con la puerta en las narices. Bueno, lo último seguramente no ocurriría así. Heather le daría con la puerta en las narices a él, pero no al gato. Cuando volvió a la valla, el gato seguía allí, y siguió sin moverse cuando Alex saltó por encima. —Bueno, éste es el plan —le dijo—. Tú te metes en la caja y nos vamos a casa de Heather; y si eres un gato listo, fingirás no conocerme.
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Capítulo 14 ¿Estaba enamorada de Alex o no? Heather se pasó la tarde dándole vueltas a la pregunta mientras terminaba el disfraz de Toto, pero no consiguió encontrar la respuesta. Cuando su madre llamó alrededor de las nueve, se sintió aliviada. Una distracción de sus tortuosos pensamientos. —¿Estás bien? —le preguntó su madre, preocupada como siempre. —Claro que sí —contestó Heather. Henry vino a acurrucarse con ella en el sofá—. ¿Por qué no iba a estarlo? —Acabo de hablar con Emma Donnelly y me ha dicho que has estado bloqueada en una cabaña de montaña durante el fin de semana. Heather cerró los ojos un instante. ¿Qué más le habría dicho tía Em? —Mamá, no he estado bloqueada —le explicó con amabilidad—. He ido a pasar un par de días a una cabaña de verano de la que me había hablado Dorothy. —¿Una cabaña de verano? Vaya, debe de ser algo precioso —su madre parecía aliviada—. No te imaginas lo que pensé cuando me lo dijo. Lo que se estaba imaginando en aquel momento estaría aún más alejado de la realidad, pero no iba a decírselo. —No tienes de qué preocuparte. Era un sitio precioso y muy tranquilo. —Me alegro. ¿Y qué has hecho allí? ¿Visitar tiendas de antigüedades y tomar el sol en las terrazas? La sensación de tranquilidad que había empezado a experimentar, se esfumó. No iba a mentirle, pero no le gustaba preocupar a su madre. —No exactamente —le dijo con cuidado—. Es que la cabaña no estaba en el pueblo. —¿Que no estaba en el pueblo? —la preocupación había vuelto—. ¿Dónde estaba entonces? ¿En… el bosque? —Mamá, era un sitio precioso. Incluso he visto una familia de ciervos y toda clase de pájaros y tortugas. —¡Ciervos y tortugas! Dios mío, Heather, ¿en qué estabas pensando? ¡Podrían tener la rabia! —No sé. Supongo. —¿Es que no te acuerdas de esa niña que conocía la prima de la tía abuela Millie, a la que mordió una comadreja rabiosa y murió entre horribles dolores? —Claro que lo recuerdo —había sido el tema central de sus pesadillas durante años—. Pero a mí no me ha mordido nada. Era un lugar seguro, mamá.
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El insomnio que estaba padeciendo tenía su origen en los problemas con Alex, y no en el mordisco o la picadura de un animal. —Dime por lo menos que no dejaste la ventana abierta por la noche —añadió su madre, cada vez más asustada—. Espero que no hayas corrido el riesgo de pillar un neumonía y morir de fiebres altísimas, como ese niño que era vecino de la amiga de la madre de la señorita Schubert. —Mamá, estoy bien. Había dejado la ventana abierta, pero no había pillado nada. Ni siquiera un resfriado. Ni siquiera el corazón de Alex. —Ay, Dios mío… serías incluso capaz de decirme que has salido bajo la tormenta de estos días pasados sin ni siquiera pensar en los riesgos de los relámpagos. Pues así había sido… El rayo que la había alcanzado no provenía de la tormenta, sino de las caricias de Alex. —Mamá, no se puede vivir asustada permanentemente. —Heather, no sé qué te pasa, pero no me pareces tú. —No me pasa nada, mamá. Es que… ¿Qué? ¿Qué le había ocurrido en el bosque? Quizás le hubiese picado algo. El gusano del amor, si es que existía. Y la fiebre del amor. Y el rayo de Cupido. —Toto me dijo el otro día que soy valiente —dijo despacio—. Puede que tuviera razón. —¡Dios nos asista! —exclamó su madre—. ¿Y qué es lo que has hecho para que te dijera semejante cosa? Los hechos ya no tenían importancia. Sólo la diferencia entre creer en una misma y no creer. —Creo que me he enamorado. —¿Cómo? ¿De quién? Heather oyó un ruido fuera y se levantó de un salto. Parecía un coche que se detenía delante de la casa de Alex. Era ahora o nunca. Tenía que luchar por él mientras tuviese la oportunidad. —Mamá, tengo que dejarte. Creo que Alex ha llegado a su casa. —¿Alex? —graznó su madre—. ¿Te refieres a Alex Waterstone? —Sí, mamá. Alex Waterstone. Y este rescate va a ser muy especial. Deséame suerte.
Alex sacó la caja del asiento del coche y entreabrió la tapa para mirar. El gato lo miró también a él.
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—Heather te cuidará muy bien —le dijo—. Te va a gustar mucho. Es… En aquel momento se abrió la puerta y la vio salir con su pijama de ositos. Sintió una punzada tan grande en el corazón que tuvo ganas de llorar, pero se contuvo. Iba a dejar aquella casa, ya que le bastaba haberla visto de nuevo para terminar de convencerse de que era el único modo de conservar la cordura, pero, en aquel momento, verla aparecer lo alarmó. —¿Qué ocurre? —le preguntó cuando llegaba junto a su coche. Incluso en la oscuridad, podía sentir su urgencia. —No ocurre nada. Es que tenemos que hablar. Tía Em me ha dicho que te marchas. Alex suspiró. —El caso está cerrado. El tipo que pillé en tu jardín la otra noche nos está dando un montón de información. —Así que nadie va a volver a pegarte. Alex no supo cómo contestar a eso. —Puedo asegurarte que no vas a volver a encontrarme tirado inconsciente en tu césped. Aquel juego de palabras no la engañó. —Alex Waterstone, ¿cuándo vas a dejar de montar en bici por el malecón? —Esto es distinto. Es mi trabajo. —Bueno, pues ¿por qué no puedes quedarte aquí a hacer tu trabajo? —Mi trabajo no puede hacerse así, y tú lo sabes. Heather dio un paso hacia él y su aroma amenazó con dejarlo inerme. baja.
—¿Serviría de algo si te dijera que no quiero que te vayas? —le preguntó en voz
El ruego de su voz se mezcló con el deseo de su corazón y lo destrozó por dentro. —Heather, no. No soy hombre para echar raíces en un sitio. Miró la caja. Lo mejor sería terminar cuanto antes. Quizás, incluso debiera marcharse aquella misma noche. Podía buscarse un hotel mientras decidía lo que iba a hacer. —De todas formas, te he traído algo. Ella miró la caja y luego a él. —¿Eso es para mí? Alex llevó la caja hasta la luz que provenía de su puerta y la dejó en el suelo. —Es un gato —le dijo, y levantó ligeramente la tapa—. Estaba en…
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Pero antes de que pudiera terminar la frase, el gato, de un salto, se salió de la caja. Durante una fracción de segundo se quedó inmóvil, mirándolos a ambos y moviendo su nariz blanca, pero después dio media vuelta y se metió en el jardín de Heather. —Maldita sea —murmuró Alex, echando a correr tras él—. Se había metido en la caja sin problemas y ha venido todo el camino sin rechistar y ahora sale corriendo. Heather miró a su alrededor. —¿Dónde lo has encontrado? —Donde estaba ese casino ilegal. Vivía por los alrededores y yo… bueno, no he podido dejarlo así. Heather se volvió hacia él. —¿Cómo se llama? ¿Que cómo se llamaba? ¿Tendría que tener nombre para que a Heather le gustase? —Winston —dijo de pronto. —¿Ah, sí? —sonrió como si conociera algún secreto y echó a andar—. Winston —lo llamó suavemente—. Sal, precioso. Ven, Winston. En aquella parte del jardín había más luz, lo cual era una bendición, aunque sólo a medias, porque así podía ver mejor a Heather, admirar sus ademanes suaves y armoniosos, su radiante belleza y sus curvas tan femeninas que le inflamaban el corazón. Pero, al mismo tiempo, le dolía verla y saber que aquella podía ser la última vez. Se detuvo en un punto y miró bajo un arbusto. —Hola, chiquitín. ¿Te has asustado? Alex se acercó despacio. En cuanto atrapasen al gato, se marchaba. Y mientras estuviera allí, su proximidad no iba a afectarle. —¿Está ahí? —le preguntó Alex agachándose junto a ella. —Sí. Al fondo. Heather se sentó sobre la hierba y él se arrodilló a su lado, no muy cerca, pero tampoco muy lejos. Entonces, el gato se movió y no tuvo más remedio que acercarse un poco más para seguir viéndolo. —No parece demasiado asustado —comentó. —La verdad es que no —corroboró ella—, pero eso no significa nada. A veces, los que más miedo tienen del amor parecen los más valientes. Simplemente hay que ser más paciente con ellos. —¿Y cómo puedes saber cuáles son los que necesitan más paciencia? Heather le miró. —Pues porque son los que huyen del amor.
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Aquella conversación le estaba provocando de pronto un dolor en el pecho, un dolor en la zona del corazón, que sabía que había sido provocado por la emoción. —Heather, no funcionaría. No soy el hombre adecuado para ti. —¿Sabes una cosa? Jamás me habría imaginado que pudieras estar tan asustado. Pero él no iba a dejarse ganar por ese argumento. —Claro que estoy asustado —replicó—. Me da un miedo de muerte hacerte daño. Te mereces a alguien mejor que yo. —No es cuestión de merecer —dijo—. Es el corazón el que elige. —Pues dile a tu corazón que elija de nuevo. Y que seleccione mejor. —¿Qué te dice a ti el tuyo? —No lo sé. No se lo he preguntado. —Quizás deberías hacerlo. Alex se alejó, como si la razón pudiese resentirse si seguía demasiado cerca. —Heather, yo soy como ese gato de ahí. He vivido en las calles durante demasiado tiempo para que alguien pueda domesticarme a estas alturas. —No. Lo que os ocurre a los dos es que tenéis miedo de confiar —se acercó a él y apretó su mano—. Creo que no tienes miedo de hacerme daño, sino de que te lo haga yo a ti. —Qué tontería —intentó soltarse, pero ella no lo permitió—. Sé que tú nunca me harías daño. Eres la mejor persona que conozco. —Tu padre también era una buena persona, pero te hizo daño —puntualizó—. Y creo que el miedo a volver a sufrir así es lo que te ha impedido acercarte a nadie otra vez. Quería rebatirle el argumento. Quería decirle que se equivocaba, pero tenía la horrible sensación de que no era así. —Y yo no puedo prometerte que no ocurrirá —le dijo en voz baja—. ¿Quién sabe lo que nos reserva el futuro? Pero preferiría tener un hoy maravilloso y un mañana triste que una vida entera ordinaria. Alex la miró. Un pequeño rayo de su calor estaba empezando a derretirle el corazón. La deseaba tanto, y no sólo sexualmente, sino en todos los sentidos. Le hacía sentirse tan completo… —¿Estás segura de querer correr el riesgo? —le preguntó—. Te quiero más que a la vida misma, pero soy un tipo temperamental y meditabundo que puede que nunca deje de tener miedo a las emociones reales. ella.
—Y no olvides esa tendencia tuya a correr por encima de las escolleras —añadió Alex la abrazó.
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—¡En! Que hace años que no hago eso. Y entonces la besó con tanta pasión, con tanta intensidad que parecía dispuesto a devorarle los labios. La fuerza de la tristeza que había soportado aquellas semanas le empujaba. La necesitaba tanto, necesitaba tanto sentirla junto a él, a su lado, y saber que siempre lo estaría. La abrazó con fuerza. Encajaba contra su cuerpo a la perfección. Siguió besándola, acariciándola, abrazándola. No podía dejarla marchar, ni ahora ni nunca. Pero entonces aquella fuerza cambió y su beso se tornó mucho más suave. Era su misma vida, su corazón, su alma. Daba sentido y valor a su existencia. De pronto, se sentía capaz de enfrentarse a toda clase de peligros. Lo único que necesitaba era sentir su mano. Aflojó un poco el abrazo y sonrió mirándola a los ojos, tan azules. —¿Qué te parecería tener como marido a un profesor de universidad? —¿Es que vas a dejar el FBI? —le preguntó, acariciándole suavemente la mejilla—. No tienes que hacerlo, ya lo sabes. Yo estaré contigo estés donde estés y hagas lo que hagas. —No. Ya me he cansado de eso. He encontrado el amor, que es el mayor riesgo de todos. Ya no necesito más. Ella sonrió y volvió a hundirse en su abrazo cuando oyeron un ruidito a su lado. Los dos miraron hacia abajo. El gato marrón y blanco había salido de los arbustos y se había sentado junto a ellos. Heather se echó a reír y se agachó para acariciarlo. —Hola, Winston. Bienvenido a la familia.
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Epílogo —Os declaro marido y mujer —dijo el reverendo, cerrando el libro—. Puedes besar a la novia. —¡Amén! —murmuró Alex con una endiablada sonrisa, y tomó a su mujer en brazos—. Señora Waterstone, prepárese para ser besada. Heather se echó a reír y lo abrazó antes de que sus labios se encontrasen en una maravillosa celebración de amor, más dulce que el algodón dulce, más espectacular que los fuegos artificiales. El reverendo tosió discretamente y se separaron. Tomados de la mano, mirándose a los ojos y sin dejar de sonreír, salieron de la capilla al brillante sol de Nevada. Heather miró su sencillo ramo de rosas blancas y el sencillo vestido blanco que se había comprado antes de salir de Chesterton aquella misma mañana. Nada extravagante, pero jamás se había sentido tan guapa, ni tan querida. Puso su brazo en el de Alex y echaron a andar para atravesar el jardín. —¿Estás seguro de esto? —le preguntó—. ¿Seguro que no quieres tomarte un poco más de tiempo para pensártelo? Él la miró sonriendo y sus ojos estaban tan llenos de amor que casi lloró. —¿Más tiempo para qué? —preguntó, abrazándola una vez más—. No he dormido desde que te pedí que te casaras conmigo, temiendo que fueses a recuperar el buen juicio y cambiases de opinión. —Podríamos haber esperado hasta después del Festival de Oz. —¿Y dejar que algunas de esas deslenguadas te hiciesen cambiar de decisión? De eso nada. Quería ponerte el anillo en el dedo sin dilación. La noche en que metimos a Winston en la habitación de la cuarentena, yo ya me habría venido para aquí. —Tenía clase al día siguiente. —Por eso he esperado pacientemente una semana —la besó en la frente y después en la mejilla—. Ahora ya no puedo esperar más. Heather le acarició la mejilla. Apenas se podía creer que fuese suyo ahora. El anillo le brilló a la luz del sol y el aroma de las rosas de su ramo pareció envolverlos. Saber que Alex la quería tanto le hacía sentirse fuerte, valiente, capaz de correr aventuras. —Pobrecito —bromeó—. Supongo que debes estar desesperado por irte a la cama. ¡Tres noches sin dormir! Debes de estar agotado. Alex la tomó de nuevo en brazos echándose a reír. —Ni un ápice, tesoro —contestó—. Ni una pizca, mi amor.
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