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¿Podemos entender el patrimonio de otra manera?

Jacobo Zanella

En Diario de un mal año, escribe John Coetzee que «la mejor prueba que tenemos de que la vida es buena es que a cada uno de nosotros, el día que nacemos, se nos da la música de Johann Sebastian Bach. Se nos da como un regalo que no nos hemos ganado, inmerecido, gratis. ¡Cómo me gustaría hablar, una sola vez, con ese hombre que lleva tantos años muerto! “Vea usted cómo, en el siglo XXI, seguimos tocando su música, cómo la reverenciamos y amamos, cómo nos absorbe, conmueve y fortifica y nos hace felices”, le diría».

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Si hubiera escuchado esta idea en una conversación, y no en un libro, y, si en esa conversación hubiera sido yo el improbable interlocutor de John Coetzee, lo que me habría gustado preguntarle es: ¿a qué edad escuchamos por primera vez a Bach: a los dos, a los cuatro, a los ocho años —o quizá antes de nacer? ¿Sabemos que es Bach a quien escuchamos? ¿Sabemos qué es Bach a esa edad? Y en esa primera escucha, irremediablemente olvidada e irrastreable, ¿es el prodigio lo que nos asalta o es simplemente algo pasivo que damos por hecho y que entendemos vagamente como «música»? Lo más probable es que esa música, generalizada como «clásica», sea un gusto adquirido. Es hasta una escucha posterior, consciente —de cualquier arte, no solo de la música; y que no siempre llega, necesariamente— en la que se toma conciencia de su belleza o su perfección, de su contexto original y del posible impacto en él, de su diálogo o su respuesta intelectual a una época, de su síntesis y novedad, y de cómo esa estética inventada o renovada ha traspasado y creado el tiempo.

Es esa, para mí, la mejor definición de patrimonio, pues le quita a la palabra la frialdad que encierra su halo administrativo. Lo convierte en algo que ya está ahí, accesible, sin necesidad de reclamarlo. El patrimonio como el conjunto de obras que hoy, después de décadas, siglos o milenios, generan un asombro —la respuesta estética primaria— en el observador, en el «lector» de ese texto, sea un edificio, un poema, un concierto. El patrimonio como legado, individual y colectivo, de la humanidad, sin las obtusas apropiaciones toponímicas. Es por eso que hay acuerdos de guerra, escritos o no, de respeto por ciertas zonas o edificios: lo que ahí se resguarda o vive es también propiedad simbólica y pasado compartido del enemigo, tal vez aún parte de su origen.

Pero no hablamos solo de un conjunto de objetos o tradiciones. Dice Balthus: «La verdadera modernidad consiste en volver a inventar el pasado, en descubrir la originalidad a partir de los maestros de antaño, de sus experiencias, de sus hallazgos». Lewis Lapham: «El patrimonio es nuestra herencia. No tenemos nada más para edificar el futuro excepto la madera del pasado: la memoria explotada como recurso natural y tecnología aplicada, que nos dice que la historia pintada en las viejas paredes e impresa en los viejos libros es también la nuestra». Es, pues, un diálogo: con las personas más ingeniosas y educadas de una época a través de sus obras. Cada monumento, cada edificio, cada pintura y cada escultura es un testimonio del pasado y una forma de conectar con las personas que lo crearon. Un cúmulo de interlocutores con quienes pueden explorarse inquietudes actuales.

Visto así, como una conversación contemporánea que sucede en términos contemporáneos, el patrimonio se despoja de su matiz «admirable» o «contemplativo» y adquiere de pronto uno activo, de posible respuesta al problema existencial: es quizá en ese diálogo que mejor podemos encontrar la respuesta o el sentido del presente, un ancla alrededor de la cual podemos construir, o seguir construyendo, una identidad, o por lo menos un camino que haga el tránsito mundano más llevadero.

El concepto de patrimonio se extiende más allá, a aquello que aun cuando no esté «protegido» es constitutivo de un pueblo o simplemente testigo de un proceso evolutivo. Sin importar su lugar o modo de vida, todas las personas están en contacto con su memoria todos los días sin ser conscientes de ello. La lengua, por ejemplo. Charles Simic escribió sobre «la extraña capacidad de la poesía para salvaguardar el poder de nuestras palabras más ordinarias».

En el otro extremo del espectro está la gran escala, la inabarcable en un vistazo, la del paisaje. Ahí se halla una de las posibilidades más interesantes dentro de la construcción social y política que se ha hecho alrededor del patrimonio: la del paisaje cultural. Obras «realizadas» en conjunto entre hombre y naturaleza, los paisajes culturales son representativos de la diversidad de las formas de vida y del uso de la tierra en todo el mundo. Combinan elementos culturales y naturales para crear una experiencia que responde a una geografía específica, y que puede conformarse, por ejemplo, de la convivencia entre monumento histórico, reserva natural, tradición cultural —todo en un mismo lugar, dando lugar a un estilo de vida particular e inseparable—, unido por una lengua y otros elementos intangibles que suelen pasar desapercibidos por su carácter cotidiano.

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