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Grandeza en lo humilde Sarai de la Fuente
En este número
Grandeza en lo humilde (Sarai de la Fuente) En espera (Bibi González) Próximos acontecimientos
Sarai de la Fuente Licenciada en Medicina y Presidenta de AEGUAE Barcelona/Zaragoza Marzo 2009
Grandeza en lo humilde
Miércoles día 20 de septiembre. Año 2000. La hora de las noticias. Los principales titulares hablaban del tema del mes: los Juegos Olímpicos de Sydney. Imágenes de triunfo, de emoción, de espectáculo, de superación, de sobrepasar límites, de técnica depurada al milímetro, de potentes masas musculares, de adrenalina, de caras con sonrisas de oreja a oreja y de caras llenas de lágrimas por frustración o por inmensa alegría, de abrazos, de objetivos cumplidos...
En aquellos momentos, las noticias mostraban el resumen de las competiciones más destacadas, el recuento del medallero de tal o cuál país, los récords abrumadores de este o aquél atleta, y un largo etcétera de efemérides dignas de despertar exclamaciones, hasta el punto que podían llegar a hacerse repetitivas… Pero de repente, una de las noticias llamó mi atención de forma especial y me puso un nudo en la garganta: Eric Moussanbani, un joven nadador de Guinea Ecuatorial.
Podía haber pasado por Sydney como uno de tantos que quedan los últimos en los carriles laterales de la inmensa piscina olímpica. Pero no fue así. La suya fue una historia de superación aún más sorprendente que la de ningún récord-man; y sobretodo es la historia de alguien humilde, muy humilde.
En una de las eliminatorias de los cien metros estilo libre masculino sólo quedaban tres participantes. Al disparar la salida, los otros dos nadadores quedaron descalificados por avanzarse al tiempo y Eric continuó la carrera solo. Y aún más. Si el récord de la época estaba establecido en poco más de cuarenta y siete segundos, él pasó del minuto con cincuenta y dos segundos y setenta centésimas para completar el recorrido. Su estilo dejaba mucho que desear: salto corto y abigarrado, brazadas irregulares, el giro torpe y desorientado… Tragó mucha agua y en el último tramo poco le faltó para ahogarse. ¿Cómo pudo suceder?
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Según declaraciones posteriores, aquella era la primera vez que el guineano nadaba en una piscina de cincuenta metros y nunca antes había nadado cien metros seguidos. Pero había dado lo mejor que tenía.
Se podría decir que aquél fue la peor marca de la historia en una competición de tan alto nivel. Se podría decir que fracasó. Se podría incluso sentir pena o vergüenza ajena. Pero cuando el nadador alcanzó la pared opuesta de la piscina todo el público se puso en pie aplaudiendo emocionado.
Ya hace ocho años de aquello. Pasados unos seis meses desde los últimos Juegos Olímpicos en Beijing, parecería que aquel episodio haya quedado relegado a ser recordado sólo en recopilatorios de curiosidades o anécdotas divertidas. Un hecho aparentemente insignificante comparado con los logros casi épicos de Michael Phelps, considerado por muchos el mejor nadador de la historia.
Pero sin embargo la pequeña hazaña de Moussanbani me impactó de tal manera que quedó grabada en mi memoria de forma que cada cuatrienio vuelvo a recordar lo ocurrido y todavía hoy no he olvidado su nombre.
Y es que a veces, de las cosas más minúsculas o las situaciones más humildes, se pueden obtener grandes lecciones. Entonces sí importa más la intención que el resultado. La sensibilidad supera la capacidad. Igual que sucedió un día en Jerusalén, hace muchísimo más años, cuando Jesús destacó por encima de ninguna otra la humilde ofrenda de una viuda muy pobre, que dando todo lo que tenía dio más que los que ofrecían sólo de lo sobrante. (Marcos 1 2:41 -44, Lucas 21 :1 -4).
EPÍLOGO: Después de haber sido contratado para protagonizar un anuncio de bañadores de alta tecnología, Eric Moussanbani declaró que su mayor deseo sería tener un buen entrenador que le enseñara todo lo necesario para tratar de conseguir una medalla algún día. Y sobretodo destacó que fueron los aplausos y gritos de ánimo del público lo que le permitió en ese día la grandeza de llegar a la meta.