YUSIMI la autora de EL VIÑEDO ENCANTADO se desenvuelve en el entorno artístico como pintora y dueña de Galería de Arte y de repente nos sorprende incursionando en la narrativa.
YUSIMI, la autora de EL VIÑEDO ENCANTADO se desenvuelve en el entorno artístico como pintora y dueña de una Galería de arte en Miami, Fl.; y de repente nos sorprende gratamente incursionando en la narrativa. Su estilo ingenuo de decir las cosas, emana de un estado onírico, en el cual le van apareciendo las escenas como en un filme; algunas veces continuo y otras como en repetidos flashes. Sus sueños revelan vidas pasadas? Será ella la protagonista de EL VIÑEDO? Acaso se siente atrapada o trasmutada en sus fantasías de luchar por el amor enfrentando las más terribles amenazas? Las respuestas a estas inquietudes se descifran en la lectura de esta obra.
1ra.Edición 2014
© AF EDITOR
Dedicatoria
PRÓLOGO
En El Viñedo Encantado de Yusimi, disfrutamos de un realismo mágico al estilo de García Márquez, solo que, en un contexto geográfico más amplio nos conduce desde el acendrado Londres a las vastas extensiones de La naciente California. Y con las distancias guardadas nos topamos con personajes a lo Harry Potter y nos maravilla su Viaje al Centro de la Tierra, que con el perdón de Julio Verne, nos deleita la autora en la descripción de parajes fantásticos y justo allí es que descubrimos a seres polifórmicos como los de Alicia en el País de Las Maravillas. Toda la narrativa de Yusimi transita en este ambiente mágico misterioso para conducirnos a una irrebatible verdad: ¨Que el amor en cualquiera de sus expresiones es el sentimiento más poderoso del Universo¨ A Yusimi la descubrí una noche en la inauguración de la Galería de Arte de mi amiga Luisa Cárdenas en Miami, FL.; tímidamente me mostró en su celular su pintura de la protagonista del Viñedo Encantado y brevemente me relató la trama detrás de la imagen. Así nació el proyecto de editar los escritos de tan fascinante narrativa.
Aureliano Fernández
Cuando llegamos a vivir a esta casa, trascurría el mes de abril del año 1901. Mi familia estaba ocupada en acomodar las pocas cosas que habíamos traído. Yo, en cambio, recorría ese misterioso y enorme jardín. No tenía idea de cuán grande sería el jardín, sin embargo, me sentía como si estuviera atravesando la jungla de India con centenarios árboles todos cubiertos de musgos que le daban ese aspecto un tanto tenebroso. Es un jardín encantador. Siento como si el lugar fuera mágico, algo inexplicable me arrastraba a recorrerlo. La vegetación crecía frenéticamente, había plantas trepadoras que subían hasta las copas de los árboles y caían como cascadas, balanceándose como invitándote a que las usaras para escalar. Había aves de todas las especies, mariposas que volaban de flor en flor y cuanto insecto pudiera existir, las ardillas correteaban por las ramas y me miraban curiosas y los conejos se escabullían por debajo de los arbustos. El trinar de las aves y el canto de las cigarras era ensordecedor. Extraños animalitos me miraban por un instante con sus ojitos curiosos y desaparecían entre la vegetación. Las flores crecían por doquier, el colorido era variado, podías ver lo mismo rosas, que orquídeas o crisantemos; todo crecía al capricho de la naturaleza y se notaba que ese lugar había estado por muchos años sin la presencia humana. Sin embargo, sentía la sensación de que almas silenciosas me estuvieran observando. Trataba de abrirme paso, pero era casi imposible. Divisé a lo lejos una vieja y gigantesca construcción y, como pude, separando con mucho esfuerzo los arbustos y arrastrándome por debajo de las gigantescas ramas de los árboles, me acerqué. Estaba cerrado y cubierto de hiedra. Tuve que buscar por dónde estaba la entrada arrancando un poco la hiedra por aquí y por allá, hasta que por fin la encontré y pude abrir la rugiente puerta. En el interior, era un extraño lugar de gigantescas paredes y grandes espacios empolvados y cubiertos de telas de arañas. No parecía un granero; tenía más bien el aspecto de una cava gigantesca, con muchos barriles de roble amontonados unos sobre otros y una cantidad impresionante de polvorientas cajas de vino. No quise investigar más, solo traté de buscar algo con qué poder abrirme camino y encontré un viejo y amellado machete que me serviría para poder explorar un poco más. Ya con algo con qué poder cortar arbustos, podía moverme con mayor rapidez a otros lugares pero me entretenía mirando cada rama y cada árbol; todo era tan diferente al lugar de donde yo venía.
Me deleité tanto oliendo cada flor que veía y siguiéndole el paso a cada insecto o animalito que me encontraba, que el tiempo pasó inadvertido. Cuando me di cuenta, ya estaba atardeciendo y me detuve debajo de un majestuoso árbol, el más grande que he visto en toda mi vida: el tronco era enorme y tenía cinco ramas tan gruesas y largas que creo que abarcaban unos doscientos pies a la redonda, los musgos le colgaban de tan alto que parecían enormes cortinas, quizás era el habitante más viejo de todo el jardín. Me quedé embelesado mirando hacia arriba, perdido entre los grandes helechos. De pronto, algo me sacó de mi embeleso: eran los chillidos de una regordeta ardilla que estaba justo encima de mi cabeza, apoyada en sus patas traseras agitaba sus manitas como si me estuviera regañando por haber invadido su espacio; yo la miraba y ella más gritaba y agitaba sus manitas como enloquecida. Decidí marcharme, de todos modos ya era hora de regresar a la casa. “Pero regresaré”, le dije a la chillona ardilla y, mientras me alejaba, el animalito me seguía por una de las interminables ramas del viejo árbol y gritaba como reclamando alguna cosa. Al día siguiente, regresé de nuevo a la exploración. Con el viejo machete en mi mano, comencé por el lado opuesto al del día anterior. Descubrí nuevos lugares, como una vieja glorieta de una construcción muy bella, al parecer era muy antigua, la liberé de tantos matorrales que la cubrían y pude sentarme en ella por un rato para luego continuar con mi tarea, que no sería cosa de un día. Necesitaría muchos meses de trabajo y mucha ayuda para que aquel jardín volviera a estar como me imagino se veía antes de que los humanos lo abandonaran. Y, sin darme cuenta, me encontraba justo debajo del viejo árbol, a pesar de que había comenzado por otro extremo del jardín. Eso quería decir que el viejo árbol estaba justo al centro o quizás mis pasos me dirigían misteriosamente hacia este lugar. Me extrañó que la regordeta ardilla no estuviera allí gritándome a pesar de todo mi ajetreo cortando arbustos. Decidí caminar hasta la vieja bodega para buscar una escalera o alguna cosa que me ayudara a subir al viejo árbol y, mientras me alejaba, miraba hacia atrás pensando que quizás la ardilla aparecería por algún lado, pero no fue así y continúe mi camino en dirección a la bodega. Allí encontré una destartalada escalera que, como pude, arrastré hasta el viejo árbol, la incliné hacia arriba y la recosté al grueso tronco, subí despacio y en silencio. Al llegar, me asombró todo el espacio que tenía entre las cinco ramas, tanto como para poder
acostarse. Quedé sorprendido, era algo fantástico. Me senté y pensé: “ya tengo el escondite perfecto para cuando quiera estar solo”. Recosté mi espalda a una de las gigantescas ramas que parecían sostenerme y miré hacia arriba. Las plantas trepadoras en conjunto con las musgos formaban enormes cortinas que no permitían que se viera de abajo hacia arriba. Aquel sitio era mágico, el sonido del viento en las ramas y el trinar de las aves era algo celestial. Recosté mi cabeza, cerré mis ojos y la brisa fresca y húmeda rosaba mi rostro. Nunca conocí nada igual a esto en Londres. De pronto, algo me sacó de mi ensoñación, alguien que me preguntaba: “Y tú ¿qué estás haciendo aquí?”. Abrí los ojos y miré hacia abajo pero no vi a nadie. Al escuchar nuevamente la voz, levanté la cabeza y estaba justo frente a mí, no podía creerlo: La misma ardilla regordeta y peleona del día anterior. Pero esta vez me estaba hablando y lo fantástico era que yo estaba entendiendo lo que me decía. Me quedé con la boca abierta sin saber qué decir o hacer. La ardilla repetía con más fuerza y agitaba sus manitas. “Acaso ¿estaba soñando?”, me preguntaba incrédulo. –¿Qué estás haciendo tú aquí? –Repetía el animalito insistentemente, para luego continuar:– Tú aquí, perdiendo el tiempo, y todos trabajando… ¡Qué bien es que todos son iguales! –Decía, meneando la cabeza y moviéndose de un lado a otro–. ¿No la vez? –Dijo, apuntando con una de sus manitas hacia abajo. Al mirar, me quedé aún más desconcertado: era una criatura extraña pero de una extraordinaria belleza. Tenía un hermoso cuerpo de jovencita pero por pies tenía raíces y, en sus largos brazos, por dedos tenía ramas cubiertas de hojas y racimos de uvas de diferentes tamaños. Su cabellera risada era de un verde que brillaba con los pocos rayos de sol que penetraban entre el espeso follaje y sus ojos eran de un color desconocido pero de una belleza inexplicable. Danzaba constantemente y, como estaba desnuda, sus senos se movían al compás de su danzar. Yo, al verla, me sonrojé, me dio mucha vergüenza y me sentí que estaba invadiendo la privacidad de aquella hermosa criatura; pero la joven vid, al parecer, se sentía cómoda. Me miraba y continuaba con su danzar. ¿Quién es ella? –Pregunté. –Es Gina, ¿no la ves? –Me contestó.
Yo seguía mirando atónico todo lo que ocurría a mi alrededor. Me restregaba los ojos y sacudía la cabeza una y otra vez. Pero era el mismo jardín, nada era diferente, solo que ahora hablaba con animales y podía ver extrañas criaturas. No podía separar la mirada de aquella fascinante jovencita, no sabía a ciencia cierta si era una joven o un árbol pero de lo que estaba seguro era que algo me atraía a ella con una fuerza desconocida hasta entonces para mí. Pregunté nuevamente a la regordeta ardilla: ¿Cómo es que yo estoy hablando contigo? Se supone que los humanos no podemos hablar con los animales. ¿Y quién es ella y por qué es de esa forma? – Continúe preguntando desenfrenado. Al parecer, yo había entrado en una fase de desesperación, quería saber qué era lo que estaba sucediendo y también quería saber todo lo referente a aquella hermosa criatura. –Despacio, niño, todo a su tiempo –Decía la ardilla con mucha sabiduría como si tratara de calmarme y de hacerme entender que todo estaría bien–. En este jardín todo es posible, mi pequeño, o ¿no te has dado cuenta que este jardín es diferente y que aquí suceden cosas que no ocurren en otros lugares? Este jardín y esta casa esconden oscuros secretos y tristes sucesos que ocurrieron hace muchos años y por mucho tiempo hemos esperado por alguien que pudiera ayudarnos. La joven se acercó a mí sin dejar de danzar y con una dulce voz me preguntó: ¿Cómo es que tú estás aquí? Hace mucho tiempo que no teníamos visitantes. ¡Claro que no!, de eso te has encargado tú o ¿no es cierto que ya sabías que él estaba aquí? ¿Verdad? No has dejado de seguirlo desde que llegó. –Continúo reclamándole la ardilla. La chica inclinó su cabeza y miró con dulzura a la ardilla. Sí, nana, es cierto; pero no lo he molestado. ¿Y por qué?; eso debes preguntárselo a ella, dijo la ardilla con recargada reprimenda. Traté pero ella se alejó del árbol. La seguí con la mirada y con mucho gusto hubiera ido detrás de ella pero el grito de mi madre me lo impidió. No pude determinar cuánto tiempo transcurrió entre la conversación con ellas y los gritos de mi madre que me llamaba a toda voz. Abrí los ojos y me di cuenta de que me encontraba solo, recostado en el interior de aquel gigantesco árbol. Busqué con la mirada pero fue en vano, ya no estaban ni la regordeta ardilla ni tampoco aquella extraña criatura danzarina. Bajé despacio y pensando: “¡qué sueño tan extraño he tenido!”. Regresé a casa, pues mamá quería que yo me ocupara de
organizar mi habitación. Solo traje varias cajas con mis libros, eran demasiado importantes para mí y, aunque a mi madre no le pareció muy buena idea, de todos modos yo me los traje. Mi habitación era grande y con mucha luz, tenía una enorme ventana con vista al jardín, que se podía abrir hacia fuera y un balcón rodeado de barandas de metal que se escondían detrás de una espesa hiedra, desde donde se veían solo las copas de los árboles porque estaba en el piso superior pero era increíblemente hermoso. Podía ver las ardillas corretear por las ramas y, de vez en cuando, se detenía frente a mi ventana algún cardenal con su hermoso color rojo brillante. Busqué en mis libros algo que pudiera ayudarme a entender sobre aquel extraño sueño, pero nada conseguí; ni siquiera podía imaginar que todo aquello hubiese sido un sueño, no podía borrar de mi mente a aquella joven. Mamá llamó para la cena y bajé despacio las escaleras mirando con mucho detenimiento cada rincón de aquel salón, buscado alguna señal que me ayudara a entender qué sucedía realmente en aquel lugar, porque algo muy dentro de mí me decía que lo sucedido en el viejo árbol no podía ser solo un sueño; había sido demasiado real y la emoción que yo sentía al recordarlo no era similar a la de otros sueños anteriores. Cenamos y no mencioné ni una sola palabra de lo ocurrido en el jardín aunque todas notaron que yo estaba diferente. La tía Gertrudis preguntó si me sucedía alguna cosa, le respondí que no, pedí permiso y me retiré; quería dormir para soñar nuevamente con aquella fascinante criatura. Nací en una familia de clase media en Londres, Inglaterra. Mi padre viajaba todo el tiempo, por esa razón tenía poco contacto con él. Vivía bajo la custodia de un matriarcado que se componía de mi madre, mi abuela y la tía Gertrudis. No tenía amigos porque mi madre me protegía demasiado. A pesar de tener ya catorce años, solo en escasas ocasiones salía a recorrer las calles londinenses con mi tía Gertrudis, cuando ella tenía que hacer algunas compras especiales; el resto del tiempo me mantenía en casa. Mis padres pagaban por mi educación al profesor Jeremías, quien me impartía clases de Ciencias, Historia y Matemáticas, tres veces a la semana. Fue él quien me inició en el maravilloso mundo de la lectura y me prestó el primer libro de piratas e islas llenas de tesoros perdidas en medio de océanos lejanos. Esos personajes fantásticos se convirtieron en mis eternos compañeros. Por esa razón, cuando mi madre
me dijo que teníamos que partir en un largo viaje para el otro lado del mundo y que no sabía si algún día podíamos regresar, eso no me afectó mucho, pero jamás pensé en abandonar mis libros pues era la única cosa que en verdad me hubiese retenido en Londres, aparte de mi casa en la que había crecido. No teníamos muchos parientes y por alguna razón que yo desconocía no nos visitaban muchas personas; por lo demás, todos se marcharían conmigo, al menos eso pensaba yo. Por otra parte, sentía que sería una aventura excitante como en las historias de mis libros. Salimos de Inglaterra a principios del mes de marzo y, cuando desembarcamos en las costas de California, pensé encontrar a mi padre pues él no había viajado con nosotros, pero no fue así. Nos esperaba un señor muy alto, delgado y con un enorme bigote llamado Jon. Saludó a mi madre y a mi abuela con una reverencia y besó la mano de mi tía Gertrudis, también pasó su mano por mi cabeza en un gesto amistoso o para congraciarse con mi tía Gertrudis, a quien miraba con mucha insistencia. . El señor Jon cruzó algunas palabras con mi madre y nos dirigimos hasta su coche, él nos llevaría a nuestra nueva casa. Se trataba de un coche tirado por dos hermosos caballos, tenían largas crines y colas amarradas en forma de trenzas. Recorrimos más de una hora de caminos escabrosos y empolvados. Según escuché, nos dirigíamos a la parte norte de California, una zona de viñedos llamado “el Valle de Napas” que estaba bastante retirado del puerto. Cuando el coche se detuvo frente a un portón, el señor delgado y bigotón bajó y, entre estruendosos chillidos de los metales oxidados, abrió la enorme puerta de hierro y entramos por un camino angosto y cubiertos de árboles. Al parecer, subíamos una cuesta, pues los caballos parecían esforzarse demasiado. Yo pensaba: “¿será que habrá alguna casa en este lugar?”. Cuando habíamos avanzado unos dos kilómetros, se podía divisar el enorme caserón de ladrillos rojos. Tenía dos pisos y estaba rodeado de árboles, la vegetación era espesa y la hiedra cubría casi todas las paredes. Se notaba a simple vista que había estado deshabitada por mucho tiempo. Mamá, abuela y la tía Gertrudis entraron a la casa con el señor. Yo, en cambio, decidí caminar un poco por aquel enorme jardín.. Me enamoré de ese lugar de inmediato, era un jardín fascinante. Pero la vegetación estaba demasiado rebelde así que cambié de opinión y decidí regresar y entrar para recorrer la casa. En la entrada tenía un inmenso corredor de un extremo a otro con barandas de madera cubiertas de hiedra. En realidad, la casa era más grande. de lo que parecía por fuera. Mantenía los muebles de los antiguos dueños, tenía una escalera en el
centro del salón principal que se extendía hacia dos corredores que llevaban a las habitaciones superiores, tenía un jardín interior con un árbol en el centro rodeado de flores que crecían sin control por cada rincón. También pude ver una fuente que estaba vacía y la hiedra la cubría casi por completo. Se podía notar el amor con el que se había construido aquella casa, ya que habían tomado en cuenta cada detalle. La cocina, el comedor y la biblioteca daban al jardín interior y todos los dormitorios estaban en el piso superior y tenían vista al inmenso jardín. Los muebles eran bastante tradicionales, de estilo inglés pero de muy buen gusto. La casa me gustaba, pero realmente lo que me tenía fascinado era el gigantesco jardín. Me preguntaba quién habría habitado esta casa anteriormente. Y, aunque el lugar parecía haber estado deshabitado por mucho tiempo, el interior de la casa se mantenía en buenas condiciones, no cabía ninguna duda de que alguien se ocupaba de mantenerla limpia y ordenada. El señor Jon se despidió de todos y se marchó. Nos quedamos solos en aquel caserón. La verdad, yo estaba acostumbrado a estar solo con tres mujeres pero la casa donde me había criado no era tan grande y estaba en la ciudad; además, ahora estábamos en tierras extrañas y, a pesar de mi espíritu de aventuras y que todo me parecía excitante, me sentí con un poco de temor. Mi madre me contó que papá estaría un largo tiempo sin regresar pues se encontraba en el Lejano Oriente y esta vez el trabajo le exigía un poco más de tiempo. –¿Sabes que ahora eres tú quien tiene que cuidarnos? –Me dijo en tono jocoso. Abracé a mi madre y no pregunté nada más, aunque esta vez me pareció un poco extraño todo lo que estaba sucediendo con mi padre. No recuerdo ningún momento de mi vida en que mi padre estuviera más de un día en mi casa pero para mí era algo normal, en esas condiciones había crecido aunque les confieso que me ilusionaba la idea de que con este cambio él estaría definidamente con nosotros. Cuando amaneció, abrí mi ventana para aspirar el dulce olor de las flores y la humedad de la mañana. Me exalté cuando abrí porque la jovencita de mi sueño del día anterior estaba sentada frente a la ventana y me quedé paralizado. No podía creerlo, ella estaba allí y yo no sabía qué hacer pero ella fue la que dijo: ¿Ya me olvidaste? Tartamudeé muchas veces pero al final contesté: –No, no, solo que pensé que no eras real.
–Pues, como ves, sí lo soy. Ven, puedes tocarme. –Dijo extendiendo una de sus ramas o brazos; en verdad no sabría cómo decirle, no sé si era un árbol o humana lo que sé es que para mí era lo más hermoso que había tenido enfrente. Pero al tocar su brazo sentí la sensación de una áspera corteza y un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo. Imagino que mi cara estaría roja de la vergüenza, ella estaba totalmente desnuda pero era como si para ella eso fuera normal, se sentía tan cómoda como yo con ropa y pensé que quizás no sería feliz así pero no le di a entender nada de lo que pensaba pues ella se veía feliz o, al menos, acostumbrada a la situación y solo le pregunté: ¿Por qué eres de esa forma? Me contestó que era una larga historia que quizás en algún momento me contaría. ¿Viste qué día hermoso es hoy? La miré y le dije: –En realidad, para mí todos los días aquí son hermosos porque son muy diferentes al lugar de donde vengo. Este es un lugar muy especial para mí, aquí me siento libre y tengo una sensación de paz y seguridad muy grande desde el primer momento en que llegué. No entendía qué me provocaba esta sensación pero ya creo entender –Dije mirándola. ¿Y cómo es la ciudad de dónde vienes? –Es muy grande y abarrotada de gente frenética que camina por las calles sin notar uno la presencia del otro. La joven escuchaba a Joaquín hablar con mucha atención, parecía muy interesada en conocer más sobre la vida en Londres, pero de pronto lo interrumpió como si hubiese recordado algo muy importante. ¿No vienes al jardín? –Sí, por supuesto. Nos reuniremos en el viejo árbol. ¿Dónde está la ardilla peleona? –Pregunté. ¿Nana? Pues, allá, en el viejo árbol. –Contestó muy risueña. En el momento en el que yo pretendía preguntar por qué llamaba “nana” a la peleona ardilla, mi madre abrió la puerta y entró diciéndome: –Joaquín, hoy vendrá el señor Jon para presentarnos a tu nuevo profesor. Si vas a bajar al jardín, no te alejes mucho.
Me quedé paralizado. ¿Qué te pasa, niño? ¿No me estás escuchando? –Decía mi madre al verme inmóvil. Ella caminaba por la habitación de un lado a otro y no parecía haber visto a la chica. Yo no podía ni moverme pensando que si la veía quizás le diera un infarto del susto o me mataría por estar a solas con una chica completamente desnuda en mi habitación, pero la chica me miró y me dijo: –No te preocupes: solo tú puedes verme y escucharme. –Entonces, respiré un tanto aliviado y dije: –Sí, madre, tranquila. Aquí estaré cuando llegue el señor Jon. –Mamá me miró y dijo: –Joaquín, ¿qué te está pasando? Desde ayer te noto muy extraño. ¿Acaso estás extrañando Londres? ¿Te quieres regresar? –No, mamá, estoy bien y me gusta mucho este lugar. No te preocupes. Mi madre se marchó y entonces le pregunté a la chica: ¿Cómo es que puedes lograr ser invisible para algunas personas? –Eso es algo que adquieres cuando te cambian de un mundo a otro. –Ahora entiendo por qué sentí desde el primer momento en que llegué que alguien me observaba. Ella sonrió y se marchó por la ventana. La miré alejarse y pensé: “qué tonto soy, debí bajar por la ventana”. Entonces, bajé corriendo las escaleras y me dirigí de inmediato al viejo árbol. Cuando llegué, estaba sentada en una de sus ramas y balanceaba sus largas piernas terminadas en raíces de un lado a otro. –Hola. –Dije mirando hacia arriba. –Sube. Te estamos esperando. –Contestó. Cuando estuve arriba del árbol, me di cuenta de que esta vez no solo estaban la ardilla y aquella hermosa criatura, también había un conejo gris, un cardenal rojo y un enorme búho blanco con ojos de color cobrizo redondos y chispeantes. Todos dijeron “hola” al mismo tiempo. Me quedé mirándolos, apenas podía creerlo, todavía no me acostumbraba a todo lo que estaba sucediendo y, entre dientes, dije “hola” levantando mi mano tímidamente. ¿Cómo has estado, Joaquín? –Dijo el búho girando su cabeza a la redonda y el conejo gris preguntaba: –Sí nos vas a ayudar, ¿verdad?
Yo quería escucharlos y preguntarles quiénes eran. Pero cada vez entendía menos; ellos hablaban todos a la vez y sabían hasta mi nombre, que no recuerdo habérselos dicho. Entonces, la regordeta ardilla gritó. ¡Silencio! ¿O piensan enloquecer al muchacho? Todo a su tiempo, ya hablaremos más tarde. Llévalo a dar un paseo, Gina. –Dijo, dirigiéndose a la joven planta. –Sí, vamos. –Contestó ella, precipitándose desde la rama. Yo traté de hacer lo mismo pero tuve miedo, era demasiado alto así que usé la escalera. Caminaba junto a ella pero ella danzaba todo el tiempo. Le preguntaba tantas cosas, incluso traté de decirle que su nombre y el de mi abuela eran parecidos pero no estaba seguro de que estuviera escuchando. Nos detuvimos frente a la vieja bodega. –Abre –Indicó. Abrí aquel rugiente portón y entramos. –Aquí comenzó todo –Decía, recorriendo el granero de un lado a otro. Se detuvo en un cuadrado que estaba en el suelo, sacudió con sus ramas y se podían ver lo que parecía una escritura totalmente desconocida para mí. Haló de una agarradera de metal y levantó la tapa de lo que parecía la entrada a un sótano. Me miró y me dijo. –Ven, vamos, entra conmigo. Imagino que notó el temor en mi rostro, porque apuntó: –No temas, no te sucederá nada. Yo te cuidaré. –Eso me dio un poco de vergüenza pues se suponía que, siendo el hombre, debía ser yo quien la cuidara a ella. Empezamos a bajar una angosta escalera pero todo estaba muy oscuro. Iba sujetándola con fuerza de una de sus ramas y caminábamos despacio. Por lo que a mí respecta, aquella escalera me parecía interminable. Al final de la escalera, Gina abrió una puerta y una brillante luz, seguida de un dolor penetrante, me obligó a cerrar los ojos y ocultar la cara con las manos. –Ciérralos con fuerza y ábrelos muy despacio. –Dijo al verme retorcerme del dolor. Seguí su consejo y en unos minutos los abrí lentamente. ¿Dónde estamos? –Pregunté. Estaba desconcertado por todo lo que estaba sucediendo. Veía con un poco de dificultad y un tanto borroso pero, definitivamente, los dos seres que estaban frente a mí eran como Gina: mitad humanos y mitad plantas. ¿Por qué están aquí? –Le pregunté. –No pueden salir. –Me contestó.
–Y ¿cuánto tiempo llevan aquí? –Solo les permiten venir una vez por semana para verme. –Contestó la chica. –Ven, te presentaré a mi familia. Este es mi padre, Arturo, y mi madre, Josefina. Ellos me miraron con sorpresa y no me dirigieron ni una sola palabra. Eran dos seres de la misma forma que Gina: plantas de uva con cuerpo humano, por pies tenían raíces y por manos ramas. Pero ellos no tenían frutos y su color era de un verde muy pálido, sus ojos estaban apagados y tristes. No se veían rozagantes como su hija, supuse que sería porque no tomaban sol. Aquel lugar tenía mucha luz pero no podía ser luz solar porque nos encontrábamos en un sótano. No quise preguntar más de la cuenta, ellos se notaban inquietos y le hacían preguntas a Gina sin que yo pudiera escucharlas. Pensé que no sería usual para ellos recibir visitas como la mía. De pronto, se escuchó un ruido ensordecedor y ellos corrieron a un rincón. Gina me tomó de la mano y corrimos escalera arriba. Levantó la tapa de aquel extraño sótano con mucha rapidez y salimos de la bodega aprisa. Hicimos todo el recorrido hasta el viejo árbol en silencio. Cuando llegamos le pregunté: –Gina, ¿qué es todo eso que acabamos de ver? ¿Por qué tus padres están encerrados en ese horrible sótano? Ella me miraba y no decía ni una sola palabra. Cuando llegaron todos: la regordeta ardilla, que bajó de una de las ramas superiores, y el búho, volando con el conejo gris en sus patas, miré extrañado, pero Gina me dijo: –Esa es la forma que conejo gris tiene para subir al árbol. Luego, llegó el cardenal. ¿Qué tal estuvo el paseo? –Preguntó la ardilla. –Un poco agitado. –Contestó Gina. ¿Qué sucedió? ¿Acaso ese malvado los asustó? –Sí, nana. –Respondió la chica. El conejo gris se dirigió a mí: –Joaquín, tú puedes ayudarnos, ¿verdad? –Pero ¿cómo voy a ayudarlos si ni siquiera sé qué está sucediendo? –Respondí, con un poco de desesperación. –No te preocupes –Dijo el cardenal–, para eso estamos aquí: para contarte.
–Todo comenzó en 1862 –Relataba el búho–. Cuando llegó a estas tierras un joven procedente de Inglaterra que se embarcó de polisón en uno de los tantos navíos que salían de Europa y atravesaban los océanos hasta desembarcar en las costas de California con la bendita fiebre del oro. Al llegar, solo e inexperto, buscó la compañía de sus compatriotas y se encontró con un señor de Londres que, según decía, tenía una mina en la que se estaba extrayendo mucho oro. Le ofreció trabajo por unos gramos de oro al mes y le advirtió: –El trabajo es muy duro, muchacho. Al chico, que a pesar de ser muy joven ya había pasado por todas las miserias posibles, no le asustaba para nada el trabajo y con solo pensar que se enriquecería eso le daría las fuerzas necesarias. –Está bien por mí. –Le dijo al gordo señor. Arturo no tenía idea de lo que estaba haciendo. Solo había visto al señor dos veces en la tiendita del puerto, pero no tenía otra opción; llevaba unos días comiendo sobras y durmiendo en el portal de la tienda así que se montaron en dos burros y partieron muy temprano en la mañana. Llegaron a las montañas donde estaba la mina cayendo la tarde. A lo lejos, se podían ver unas cabañas destartaladas que rodeaban un enorme agujero al pie de una montaña. No se veía nada más por todo el litoral, solo unos cuantos hombres cubiertos de tierra roja sentados sobre rocas bebiendo alcohol en pequeñas botellas de metal. –Les traje ayuda. –Gritó el señor al acercarse a la mina y los hombres levantaron sus cabezas y miraron al chico como se mira algo inservible. ¡Valiente ayuda! –Balbuceó uno de los mugrientos hombres. –Te quedarás en la barraca de Juan. –Le dijo, apuntando a un pequeño hombre de piel cobriza y ojos color de la noche y se alejó a descargar los alimentos que había comprado en la tiendita del puerto. El muchacho, tímido, se acercó al hombre que lo miraba extrañado y le dijo: –Hola. ¿Cómo estás? El hombre lo miró sin decir ni una sola palabra, como si no entendiera lo que Arturo le estaba preguntando. Arturo se sentó a su lado y continúo diciendo: –Me llamo Arturo Brown. Vengo de Inglaterra. Llegué hace solo unos días. Y tú ¿cuánto tiempo llevas aquí? –Algún tiempo. –Dijo finalmente con un inglés un tanto enredado.
Arturo observaba al hombrecito con todo su rostro lleno de tierra y los cabellos sucios y amarrados como una cola de caballo que caía por su espalda. Tenía un rostro sombrío, se parecía un poco a las ilustraciones de indios de sus libros de historias y, a pesar de estar todo desaliñado, parecía ser también muy joven. ¿Qué tal el trabajo en las minas? –Continúo preguntando Arturo. –Trabajo en las minas desde que tenía doce años y este no es lugar para ti. Eso te lo puedo asegurar. –Dijo, poniéndose de pie frente al recién llegado.–Y ¿por qué dices eso? ¿Acaso tú me conoces? –Le reclamó Arturo. –No, pero como tú he visto a muchos pasar por estas tierras y los que no se han marchado, han muerto. –Pues, no me marcharé, ni moriré –Recalcó Arturo con altanería. El joven indio lo llevó hasta su barraca y le mostró el lugar donde pasaría las noches venideras, un cuartucho de madera con techo de paja y piso de tierra. Dos hamacas colgadas de un extremo a otro, una pequeña y polvorienta mesa y dos viejas sillas en un rincón eran todas las comodidades del lugar. Al día siguiente, cuando aún no salía el sol, el gordo señor, dueño de la mina, los despertó con un sonido fuerte de un metal en una campana. Tomaron un desayuno muy pobre, solo un pedazo de pan y un poco de té. Le entregó a Arturo un enorme pico y entraron a las profundidades de la tierra. Entonces, les dijo: ¡A cavar, que el oro nos espera! Así fueron pasando los días, trabajaban largas jornadas de sol a sol, casi sin descanso. La alimentación era muy mala, solo un poco de carne seca, pan, agua y un poco de aguardiente de caña para mantener la fuerza y el entusiasmo. Tampoco las condiciones del clima ayudaban a que Arturo se sintiera mejor, el calor excesivo y los miles de mosquitos en las noches. Así que no pasó mucho tiempo antes de que se cumpliera la profecía de Juan de que Arturo enfermaría: De su piel blanca quedaba ya muy poco, su pelo rubio estaba sucio y atado con un pedazo de soga, sus vivarachos ojos azules ahora eran de un color gris apagado y estaba tan flaco que parecía un esqueleto. El sueño de riqueza de Arturo era cada vez más lejano. Se debilitaba cada día más, ya no podía levantarse a trabajar; por lo que el dueño de la mina le pidió a Juan que se lo llevara al puerto antes de que muriera. Juan se había convertido en su amigo y confidente en las interminables noches en las que no se podía dormir por el feroz ataque de los mosquitos y conversaban y se contaban sus penurias. Por esa razón, Juan, al verlo casi desfallecer, decidió llevárselo
pero no al puerto porque era muy largo el camino y no lo resistiría, pensó que mejor lo llevaría a la casa de una anciana que tenía un viñedo en el que había trabajado hacia algún tiempo y quedaba solo a unas cuantas leguas de la mina y, tal vez con un poco de suerte, la señora lo recibiría en su casa. Lo montó en uno de los burros y salió al amanecer para que el sofocante calor no terminara por matarlo. Cuando llegaron, la anciana le reclamó a Juan por haber llevado al joven a su casa. La mujer se dio la vuelta y no quiso atenderlo. Juan estaba desesperado, no quería ver morir a su amigo y estaba seguro de que, si no recibía ayuda pronto, moriría. Entonces, como último recurso, le gritó a la señora que el joven venía desde Londres. La anciana, que era rezongona pero tenía un buen corazón, al escuchar que el joven venía de Londres, se interesó y acogió a Arturo en su hogar, lo alimentó y cuidó. Su amigo Juan lo visitaba cada vez que podía. Cuando estuvo totalmente recuperado, la señora Heinz le dijo que no le recomendaba que regresara nuevamente a la mina y le ofreció trabajo y albergue. Con el pasar de los meses, la señora Heinz se acostumbró a la compañía de Arturo. Ella se ocupaba del manejo de los viñedos y de la producción de vinos y Arturo aprendió a amar esos viñedos y con la señora Heinz también aprendió todo lo referente al cultivo de uvas y a la fabricación de vinos. La señora se levantaba muy temprano y a esa hora Petra, la cocinera, ya tenía el desayuno listo. La cocinera, que era una mujer de mediana edad, llegó a trabajar con la familia Heinz cuando solo tenía doce años. Su familia, que eran nativos indígenas, había muerto en uno de los enfrentamientos con los blancos por su territorio y ella había quedado sola, perdida, tratando de esconderse de los bárbaros que habían masacrado a su familia. Así fue que el señor Heinz la encontró casi muerta de hambre y con una enorme herida de mosquete en una de sus piernas, escondida en sus viñedos. No hablaba inglés así que no sabía decir ni su nombre. Fue la señora Heinz quien le dio por nombre “Petra” y la enseñó a hablar inglés y a ocuparse de todos los quehaceres de la casa. La buena Petra era fiel a su patrona y también le tomó afecto al chico, ella despertaba a Arturo antes que la señora Heinz se levantara para que su patrona no se molestara. Después de desayunar, salían para los viñedos, se encargaban de dar las órdenes a los trabajadores y, luego, se dirigían a las bodegas para que Arturo aprendiera todo lo referente a cómo elaborar el mejor vino de todo el país. Así fue pasando el tiempo. Él se sentía a gusto con la señora Heinz. Ella era amable con él y lo mantenía ocupado con el trabajo. No tenía mucho tiempo para
pensar qué haría con su vida pero de lo que estaba bien seguro era de que no regresaría a Inglaterra con las manos vacías. Con lo que había ganado en las minas no le alcanzaría ni para el boleto de regreso; tampoco ganaba mucho con la señora Heinz, pero al menos el trabajo era más confortable. Ya sabía, además, que no sería tan fácil enriquecerse en América como había escuchado decir en Londres y había aprendido la lección de no creer en todo lo que se dice y menos a hombres que se reúnen frente a un bar a beber cerveza. Al pasar el tiempo, la anciana enfermó y Arturo encontró el modo de devolverle el favor cuidando de ella pero, desgraciadamente, la señora Heinz tenía una avanzada edad y no había mucho que hacer, según la valoración del doctor del pueblo. Después de batallar por muchos meses con una terrible neumonía, la buena anciana falleció unos días después de la última visita del doctor. Petra estaba desconsolada, para ella la señora Heinz era como una madre. El chico se tuvo que encargar de buscar al cura para su funeral y fue como se enteró, por el sacerdote, de que la anciana no tenía más familiares en América. Ya sabía que el señor Heinz, su esposo, había muerto unos cuantos años antes, eso se lo había contado la anciana. También le había contado que al quedar sola se había dedicado a las labores del viñedo en honor a su esposo y porque amaba aquellas tierras. Por esa razón, nunca pensó en vender para regresarse a Inglaterra. Ella le había pedido al cura que la sepultaran debajo del viejo árbol que estaba en el jardín junto a su fallecido y amado esposo. Al terminar con el funeral, Arturo se sentía abrumado, sabía que su paso por ese lugar estaba llegando a su fin. También sabía que solo sería cuestión de tiempo que llegaran los parientes de la familia desde Londres a reclamar su herencia y, sin la señora Heinz, ya no sería lo mismo. Cuando pasaron algunas semanas, se preparaba para abandonar la casa; tendría que buscar dónde vivir y algún trabajo, cosa que no sería tan fácil, pero tenía sus ahorros para mantenerse mientras encontraba algo. Ese día, dejó todo listo para marcharse a la mañana siguiente pero esa noche tuvo un extraño sueño: La anciana estaba sentada junto a él y le decía: “No te puedes marchar, este lugar es mágico y como mi esposo y yo algún día llegamos de Inglaterra y nos hicimos parte de esta tierra, tú tendrás que hacer de estas tierras parte de tu vida y jamás abandonarla”. Arturo despertó con una extraña sensación de soledad y se dispuso a cerrar bien toda la casa para marcharse. Le había dicho a la buena cocinera que no debería quedarse, pero Petra no tenía a dónde ir y, además, se sentía parte de aquellas tierras, allí había pasado casi toda su vida y sabía que los nuevos dueños
necesitarían también una cocinera. Ella le había dicho muchas veces al chico que no debía marcharse, pues cuando llegaran los parientes de la señora Heinz necesitarían a alguien que se ocupara de cuidar los viñedos y que él debería hacerlo mientras alguien viniera a ocuparse de ellos. Pero Arturo tenía sus propias metas que cumplir y no podía perder tiempo, al menos eso pensaba. Se encontraba hablando del asunto con Petra cuando escuchó el galopar de unos caballos. Abrió la puerta y salió al corredor. Se percató que se acercaban tres jinetes y entre ellos pudo distinguir a Juan, su amigo y compañero de trabajo en las minas. No se veían desde hacía un tiempo; la última vez que se habían encontrado había sido en un viaje que había hecho al puerto a comprar provisiones para la casa. Juan le había contado que ya no trabajaba en la mina, que el dueño se había largado con todo el oro y debiéndoles dos sueldos a todos los trabajadores. Para entonces, trabajaba en el puerto, en los astilleros, cargando mercancía para las bodegas de los barcos y ganaba un poco mejor. Esperó a que se acercaran a la casa parado en el corredor, los vio bajarse de sus caballos y acercarse a él. ¿Cómo estás, amigo? –Le gritó Juan, caminando hacia él con su mano extendida. Muy bien. Gracias. –Le contestó, dándole un apretón de manos. Lamento lo de la señora Heinz. Lo supe ayer con estos señores que preguntaban por ti en el puerto. Les dije que te conocía y los traje porque dicen tener buenas noticias para ti y ¡buenas noticias! Son buenas noticias, ¿no es así, amigo? Y más en estos tiempos. –Repetía Juan con su marcado acento inglés. Los dos señores se presentaron uno como notario y el otro como el apoderado de los señores Heinz. –Y ¿cómo podría ayudarlos? –Les preguntó Arturo. –Como ven, ya me disponía a marcharme. Después de la muerte de la señora Heinz, no tengo nada más que hacer aquí. –Se equivoca, mi querido amigo. –Dijo uno de los dos señores sacando unos papeles de un arrugado portafolio de piel marrón. –Este viñedo y todo lo que concierne a los señores Heinz es ahora suyo, a menos que no sea usted el señor Arturo Brown. El joven se quedó paralizado. –Pero tiene que haber un error –Dijo–. Sí soy Arturo Brown, pero yo no soy pariente de los señores Heinz.
–Pues, no, pero la señora Heinz no tenía más parientes y decidió que todo esto sería suyo y eso lo afirman estos documentos que tiene usted que firmar, a menos que no quiera. Le insistió el notario. Cuando terminaron de firmar todos los documentos, en los que pasaban a nombre de Arturo la propiedad de todas las tierras, la casa y la corporación del nombre del vino, además de todos los ahorros que se encontraban en las cuentas bancarias, solo después de terminar, los señores le ofrecieron sus servicios como notario y apoderado. Y, por supuesto, quedaron contratados de inmediato por Arturo, pues él no conocía del ajetreo con papeles y bancos. Y, después de asegurarse de que todo estaba en orden, se marcharon los señores deseándole al joven la mejor de las suertes. ¡Qué dichoso has sido, mi querido amigo! –Dijo Juan cuando se habían marchado los dos sujetos–. Ya no tendrás que trabajar más ni en las minas ni en otro lugar. Ya eres rico. ¿Te imaginas el valor de estas tierras? Arturo todavía no procesaba todo lo que le estaba sucediendo. Sentía una gran alegría por no tener que abandonar aquel lugar que amaba y también un enorme agradecimiento a la señora Heinz que, más que una patrona, había sido como una madre. También sabía que le costaría trabajo acostumbrarse a la idea de que ahora sería el patrón y dueño de donde había trabajado sus últimos años y a la idea de cómo hacerlo. Arturo había nacido en uno de los barrios más pobres de Londres. Al morir sus padres, con la peste del cólera, su hermanita, de tan solo dos años, y él, de seis, habían sido enviados a un orfanato. Al poco tiempo, lo separaron de la pequeña. Creció en el orfanato sin el cariño de una madre ni el afecto de un padre, donde era sometido a largas jornadas de trabajo. No tuvo la suerte de que una familia lo adoptara. Ser adoptado era el equivalente a ganarse la lotería, pues en esos momentos en Londres había más niños huérfanos que familias que pudieran adoptar. Aunque las monjas del orfanato le enseñaron a leer y a escribir y el cura les daba lecciones de moralidad e igualdad, amor a Dios y al prójimo, la realidad era que para Arturo la compañía de los huérfanos, las monjas y el cura nunca logró llenar el vacío que había dejado su familia. Se sentía más solo que un perro callejero. Nunca más supo de su hermanita Gina, a pesar de que preguntaba por ella todo el tiempo a las monjas del orfanato, ellas siempre le daban la excusa de que no les estaba permitido dar información alguna.
Cuando tenía doce años escapó del orfanato y andaba vagando por las calles de Londres como un mendigo. Pedía trabajo en todo lo que podía, muchas veces por un plato de comida. Trabajó en el cementerio, abriendo fosas para enterrar los tantos muertos por el cólera y, cuando lo hacía, escuchaba las horribles historias de que el río Támesis estaba poseído por la muerte y que todo el que se acercara a él o tocara su agua, moría. Pero Arturo era un chico listo y trató de nunca acercarse al río y de no beber su agua, solo bebía cerveza cuando podía o tan solo algún sorbo de vino olvidado por alguien en la terraza de algún bar. Por esa razón sobrevivió a la peste del cólera que, solamente en el año 1848, mató a 14.137 londinenses. Solo hasta que el proyecto del ingeniero Joseph Bazalgette de alcantarillado de la ciudad fue aprobado con fines de desviar las aguas negras y evitar que fueran a parar al río Támesis, ya que era la única fuente de agua potable de la ciudad y de esa forma parar la epidemia del cólera que estaba matando cada día a más londinenses. Para el pobre chico lo más difícil no era tener que abrir tumbas o aguantar los maltratos de todos sus empleadores, él estaba conforme con que le dieran tan solo un plato de comida y un poco de vino, después pasaba la noche en cualquier rincón. Lo más duro era cuando llegaba el invierno, verdaderamente terrible, con sus pocos harapos que apenas lo calentaban, dormía en los subterráneos que ya no estaban en servicio y en las mañanas salía tiritando bajo heladas temperaturas en busca de algo caliente que comer, muchas veces derrotado por las cientos de personas que hacían filas para un poco de sopa caliente que finalmente no lograba alcanzar. Entonces, se iba en busca de algún trabajo que hacer para poder calentar su hambriento estómago. En la mayoría de las ocasiones, lo conseguía en los pubs cargando pintas de cervecera y el pago era un poco de comida caliente y bebía la cerveza que dejaban los borrachos cuando eran sacados a patadas por formar mucha algarabía. En uno de esos bares había sido donde había escuchado a dos hombres hablar de América y de que el oro se podía sacar de la tierra con tanta facilidad como el que recoge patatas. Así que, sin pensarlo, decidió embarcarse para América. Pero no sabía cómo hacerlo y no tenía dinero, por eso se fue hasta uno de los navíos que salía para California y se mezcló entre los trabajadores que subían suministros al barco. Cuando estuvo en las bodegas, se escondió entre las enormes cajas de madera y sacos de granos amontonados y volvió a salir tres días después de haber zarpado el barco.
Cuando casi desfallecía de sed y de hambre, fue descubierto por los marineros en la cocina tratando de robar un poco de vino. Lo amenazaron con tirarlo por la borda pero el cocinero recomendó que lo llevaran ante el capitán para que decidiera su suerte. El capitán dio la orden de que lo dejaran a cargo del cocinero y que trabajara como ayudante en la cocina que, con su trabajo, él pagaría su boleto. Fue así cómo viajó con destino a América. Se juró que sería rico y regresaría a Inglaterra por su hermanita. Solo por esa razón, el gesto de la señora Heinz fue demasiado grande, algo que jamás hubiera imaginado que alguna persona hiciera por él, no porque dudara de la bondad de la buena anciana, después de todo ella había sido lo más cercano para él a una madre, sino porque la vida no le había sido muy generosa y jamás había imaginado que algo así le sucedería. Su amigo Juan, que conocía su historia y el deseo que tenía de regresar rico a Inglaterra, pensó que Arturo, de inmediato, pondría en venta la herencia recibida por la señora Heinz y se marcharía a Inglaterra. Pero el tiempo pasó y Arturo se dedicó en cuerpo y alma a cuidar de aquellas tierras. Se convirtió en el más grande avicultor de la zona, era generoso con sus trabajadores y, al pasar de los años, su fama creció en toda la comarca. Arturo permanecía todo el tiempo ocupado en los viñedos. Solo él y la cocinera habitaban la casa. La nativa era buena compañía y se convirtió en su ama de llaves, mientras que su amigo Juan en su capataz y mano derecha en el manejo de los viñedos. Arturo rara vez viajaba hasta el puerto en busca de provisiones o de algunas herramientas de trabajo, siempre se ocupaba Juan de esos quehaceres; por eso su amigo le decía: “tienes que salir y conocer personas, ya eres casi un ermitaño”. En uno de esos viajes en que Juan lo convenció para que lo acompañara al puerto, se encontraban ocupados con sus compras en la misma tienda de suministro en la que Arturo había conocido al dueño de la mina algunos años antes, cuando entró un comerciante del área con su hija. El tendero los presentó. La chica era muy joven y bella, tenía un hermoso cabello rubio y ojos color miel, era vivaracha y parecía una hija muy consentida: su padre no le negó nada de lo que quiso comprar. Su nombre era Josefina, “como su madre”, recalcó el padre orgulloso. Arturo quedó prendado de su belleza y pensó en cortejarla pero él era demasiado tímido y en realidad no sabía cómo lo lograría. Trataba de visitar el puerto los días que pensaba que Josefina estaría de compras con su padre o en compañía de alguien más, pero no logró volver a verla. Tampoco sabía si la joven estaría
comprometida con alguien, por eso le pidió a su amigo que indagara sobre el asunto, aunque ya tenía a la joven metida hasta los huesos. No se le borraba de su mente la alegre risa de la joven y sabía que si ella estaba comprometida con otro, le dolería demasiado. Pero su amigo le trajo buenas nuevas: La chica no estaba comprometida, pero le dijo: “Apresúrate porque pretendientes no le faltarán”. Arturo decidió visitar la casa de Josefina y pedirle a su padre que le permitiera cortejar a su hija. En realidad, el señor estaba feliz, no podía tener mejor pretendiente para ella. Arturo era rico y con una excelente reputación. “Estaré feliz si mi hija está de acuerdo”, fue la respuesta del señor. Al parecer a la chica le gustó la idea de que Arturo la visitara, pues aceptó de inmediato. Arturo la visitaba dos veces por semana y la colmaba de regalos; se convirtió en el hombre más amoroso que jamás hubiera existido, solo pensaba en convertirla en su esposa. No pasó mucho tiempo antes de que Josefina aceptara un anillo de compromiso y Arturo le pidió permiso a su padre para casarse con ella. Estaba muy ilusionado e hizo saber a su novia que en cuanto se casaran viajarían a Londres para su luna de miel. Josefina, que había nacido en California pero de padres ingleses, se entusiasmó mucho con el viaje, siempre había escuchado a sus padres contar bellas historias de Londres, una ciudad muy cosmopolita, con una población enorme, grandes edificios y calles abarrotadas de coches y transeúntes. Soñaba con las grandes obras de teatro y los sublimes bailes de salón, cosa que no tenían en Napas. Para ver algo parecido, pero jamás igual, tenían que viajar hasta San Francisco, cosa que sus padres hacían muy poco. El viejo siempre decía que había escogido Napas para vivir por su tranquilidad y para poder cultivar buenas uvas y que para nada le gustaba el ajetreo de las grandes ciudades, que para eso se hubiese quedado a vivir en Londres. Arturo, en cambio, quería regresar a Londres no para revivir los malos recuerdos que le traería recorrer de nuevo las calles londinenses, sino porque lo ilusionaba la posibilidad de que quizás pudiera averiguar el paradero de su hermana, aunque en muchas ocasiones lo atormentaba la idea de que podría haber muerto. Decidieron que la boda sería en diciembre. Fue una boda muy elegante, toda la ceremonia se realizó en los jardines de la casa de Arturo y tuvieron muchos invitados que fueron los hacendados de la zona, conocidos de la familia de Josefina, y comerciantes del área que conocían a la pareja. Como era invierno, el clima estaba fresco y los días eran soleados.
Viajarían una semana después de la boda, que era la fecha en la que salía el primer vapor con destino a Inglaterra. Permanecerían en la casa de Arturo hasta su viaje. A Josefina le gustaba la casa pero nunca estuvo muy conforme con que Arturo no quitara la fotografía de una bella mujer que se encontraba encima de la chimenea en la biblioteca, aunque él le explicó muchas veces que se trataba de la antigua dueña y que por el gran agradecimiento que le tenía siempre dejaría colgado su retrato. Juan, su amigo, se encargaría de cuidar y mantener todo en orden; él conocía el manejo de los viñedos tan bien como su dueño. Arturo escogió diciembre para viajar porque era el mes en que se limpiaban los viñedos con azadones y en enero se podaban, en mayo se volverían a limpiar, en julio azufraban la vid para evitar enfermedades y en octubre, que sería la época de la vendimia, Arturo debía estar de regreso. Mientras tanto, su amigo se encargaría de contratar jornaleros para todas esas tareas, que casi siempre eran los mismos que llegaban cada año para cada ocasión, nómadas incansables que recorrían toda California buscando trabajo en cada temporada de cultivos fueran uvas, manzanas o verduras. El viaje sería largo. Tardarían un mes en atravesar los océanos, pero la idea de poder encontrar a su hermana le aceleraba el corazón y, como estaba recién casado, sería como viajar por las nubes, entre besos y caricias el tiempo pasaría más deprisa. En el barco conocieron una pareja de franceses con los cuales entablaron una bonita camaradería, conversaban y ellos le contaban sobre Francia y Londres a Josefina cuando se reunían en los elegantes salones de la primera clase del barco. Así pasaban las horas y, por ende, los días más rápido. Al llegar a Londres, después de una larga travesía, se hospedaron en el hotel Savoy, donde se comía la mejor comida francesa de todo Londres elaborada por el famoso chef Aguste Escoffer. Eso lo supo por los nuevos amigos franceses que viajaban en el barco, quienes se los recomendaron. A pesar de todo, a Arturo le dio gusto caminar por las calles de Londres ahora como un gran señor. “Es increíble lo que puede hacer el poder del dinero, tan solo hace unos pocos años no me podía imaginar que podría ni siquiera estar vestido de esta forma y menos hospedado en este hotel por el cual no me permitían ni pasarle por delante”. Arturo cuidaba mucho de su dinero y solo se hospedó en tan lujoso hotel para complacer a su bella esposa que estaba fascinada con una ciudad tan cosmopolita, ¡era todo tan diferente en Londres! Arturo caminaba orgulloso con ella del brazo. La llevó a un largo paseo a orillas del río
Támesis que ofrecía una linda vista de toda la ciudad, también la llevó a la torre del reloj y pasearon por las calles St. James y Green Park. Arturo miraba a su esposa fascinada con el palacio de Buckingham y se decía: “Tanta opulencia que tiene la reina Victoria I y tanta pobreza en los suburbios de esta ciudad, tantos niños con hambre que son sometidos junto con las mujeres a largas jornadas laborales y ni hablar de la deficiencia de la vivienda. En cambio ella, rodeada de súbditos, en su lujoso palacio”. Claro que Arturo llevaba barrios años fuera de Londres e ignoraba todo lo que la reina Isabel I había hecho por los londinenses. Ella era la responsable del desarrollo socioeconómico del país y también le había dado a las mujeres el poder de votar por los gobernantes, cosa que anteriormente era única y exclusivamente de hombres, y les dio el derecho de poder divorciarse y de pelear por la custodia de sus hijos y ni hablar del poder heredar la fortuna de sus esposos al quedar viudas, cosa que anteriormente era imposible. Pero no tardaría mucho en que Arturo se enterara de todo eso y se alegrara de ello. Se encargó de llevar donativos a cada uno de los orfanatos de Londres y también de visitar en el que vivió seis años de su vida. Pero no consiguió ninguna información de su hermana, por esa razón tuvo que contratar a un investigador que se encargara de encontrar el paradero de su hermana. Mientras que su linda esposa se deleitaba haciendo compras por todo Londres, acompañada de sus nuevos amigos, él estuvo todo el tiempo pendiente del progreso de la investigación y, cuando solo quedaban dos semanas para que saliera su barco de regreso a California, Arturo había perdido toda esperanza de encontrar a Gina. Estaba casi seguro que su pobre hermanita habría sido uno de los tantos cadáveres que se enterraron en fosas comunes y que ni siquiera habrían quedado huellas de su paso por este mundo. Pero una mañana llegó el investigador y le dijo que Gina había sido adoptada por una familia de clase media y que ya era toda una mujer casada y madre de dos chicas adolescentes y que ella ignoraba que fuera adoptada. El investigador le dijo que se las había arreglado para hablar con la nana de Gina, quien le había contado toda la historia, pero que esperaba su consentimiento para pedir una audiencia para hablar con la señora Georgina Benbow que era ahora su nombre. Arturo lloró de la emoción, no podía creer que se tratara de su pequeña e indefensa hermanita a la que había dejado de ver hacía más de veinte años. Su primera reacción fue correr y encontrase con ella, abrazarla y contarle cómo había sido arrancada de sus brazos y lo que él había tenido
que sufrir por su ausencia y por la muerte de sus padres. Pero el detective le recordó, una vez más, que Gina ignoraba toda esa historia y que le recomendaba que no lo hiciera de esa manera. Arturo, con una mezcla de emoción y dolor, decidió mandar una carta informándole de su existencia y contándole parte de sus historias y la razón de porqué antes no había podido encontrarla. Le dejó sus datos para si quería comunicarse con él dirigiéndose al hotel o por si le agradaba la idea de que él fuera a visitarla. Añadía que si decidía lo contrario, entonces, le dejaría sus datos por si algún día necesitaba de su ayuda, en cuyo caso no debía dudar en buscarlo. Selló la carta y se la entregó al investigador para que se la llevara a su amada hermana. Ya tenía su alma tranquila, sabía que su hermana se encontraba con vida y que había crecido en el seno de una buena familia. Ahora solo dependía de ella si quería buscarlo o no. Lo que nunca supo Arturo fue que esa carta quedó sepultada en un baúl y no llegó a manos de Gina hasta muchos años después. Salieron de Londres una semana después del envío de la carta. Arturo se marchó con su corazón partido en dos porque no tuvo respuesta de parte de su hermana. Quizás ella no había creído una sola palabra de lo que decía la carta o quizás no sentía ningún deseo de tener un nuevo hermano, seguramente tendría más hermanos y a él no lo necesitaba. El viaje de regreso fue muy inconveniente, Josefina se enfermó y entre vómitos y malestares pasaron casi todos los días de regreso. Cuando Josefina y Arturo llegaron a California, a mediados del mes de septiembre, fue atendida por el doctor del pueblo, que les dio la buena noticia de la llegada de su primer hijo. Eso vino a llenar ese gran vacío que había dejado la ausencia de su hermanita e hizo aplacar un poco el dolor por el supuesto desinterés de Gina hacia él. Por todo lo demás, encontraron la casa y los viñedos muy bien, aunque Juan estaba muy inquieto porque había tenido varias apariciones de la señora Heinz. No solo se le había aparecido a él, sino también a la fiel Petra, la cocinera. Arturo no se sorprendió para nada de lo que le contaba su amigo, en realidad él ya estaba acostumbrado a sus apariciones y sabía que la señora Heinz nunca abandonaría esa casa ni sus tierras. Claro, que nunca había comentado de sus encuentros con la señora por miedo de que lo tildaran de loco y porque siempre había sido muy reservado para sus asuntos emocionales. Por esa razón no le dio importancia alguna. Josefina, en cambio, era muy supersticiosa. Ella tenía muchos tabúes y, como había crecido en el
valle por donde siempre circulaban historias de espíritus malignos y apariciones del más allá, le pidió a Arturo su consentimiento para llamar a un chamán indio para que realizara algunos conjuros para alejar los malos espíritus. Arturo insistía en que la señora Heinz nunca le haría daño a nadie y que ese había sido su hogar por muchos años y si ella se encontraba en los viñedos era porque se trataba de sus tierras. La señora Heinz ama mucho estas tierras, nunca se irá. –Le decía a su esposa, pero ella insistió y él, como la amaba tanto, cedió a sus caprichos sin imaginar lo que acarraría todo aquello. La señora Josefina me mandó llamar. Fueron las palabras de un extraño hombrecillo con facciones duras y una prominente nariz encorvada, su piel oscura curtida por el sol y el salitre, vestido con pieles de foca y un enorme collar tallado de madera, huesos y conchas de mar colgaba en su cuello, una capucha de mimbre y plumas cubría su cabeza. Era el chamán de una tribu yorut que vivían a orillas del río Tulare, al norte de las montañas Tehachapi. Arturo le dijo a su esposa que él no participaría de esos rituales pero al final, como en todos sus caprichos, siempre terminaba convenciéndolo. También Petra le dijo que los chamanes indios eran buenos y muy sabios, que no se preocupara que él no les haría daño alguno. El chamán comenzó con el ritual a las doce de la noche, en medio de la oscuridad prendió una fogata cerca del viejo árbol donde estaban enterrados los señores Heinz. Se quitó su ropa de pieles y solo quedó vestido con un diminuto pedazo de piel y plumas que cubría sus partes íntimas. Sacó de su bolsa de pieles un pájaro negro al que le arrancó la cabeza y roció con su sangre sobre el lugar donde estaban las dos tumbas. Llevaba unas ramas a las que sacudía de un lado para otro y cantaba en una desconocida lengua y bailaba unas extrañas danzas alrededor del fuego. Josefina participó de toda aquella ceremonia, bailó y saltó alrededor del fuego como el chamán indio le indicaba, mientras que Arturo la miraba realizar todo aquello que para él era algo totalmente desconocido y pecaminoso; él había sido criado por católicos y, aunque en realidad no era muy creyente, todo eso le parecía un tanto diabólico. La ceremonia no duró más de una hora. Después de rociar los alrededores con polvos y untarle a Josefina unos pegajosos y malolientes ungüentos, le entregó un amuleto indio para atrapar pesadillas, se retorció y arrastró por el frío suelo por última vez y, entonces, tomó sus cosas y se despidió con una rara reverencia. Pero Arturo no
pudo dormir aquella noche ni en muchas noches más. Josefina despertaba cada noche gritando como loca y diciendo que la señora Heinz la atormentaba. Arturo no entendía cómo Josefina podía sentir algo así si solo la conocía por una fotografía que colgaba encima de la chimenea en la biblioteca y no estaba dispuesto a consentir el capricho de Josefina de arrancar la fotografía de la pared. Arturo realmente había amado a aquella buena mujer que había salvado su vida y de ella había heredado cuanto tenía. Él jamás podría ser ingrato y menos con la señora Heinz. Entonces, porque Josefina no podía entender eso y en cambio le reclamaba a Arturo que todo era su culpa por no tener fe en el chamán, por esa razón el chamán regresó una y otra vez. Pero Josefina se enloquecía cada día más a pesar de todas las ceremonias y de los amuletos dados por el chamán, todo era en vano. Arturo, atormentado por el sufrimiento de su esposa a la que amaba y por quien no podía hacer nada, se sentía cada vez más atrapado por la desesperación. Empezó a consultar cada curandero o espiritista que le recomendaban, pero cada personaje que pasaba por el viñedo decía que ese lugar estaba poseído por los espíritus de sus antiguos dueños y nunca se marcharían; además, los espíritus no querían a la señora Josefina y esa era la razón por la cual no podían ayudarla. Arturo, incrédulo, decidió llevársela por un tiempo para la casa de sus suegros; ella estaba esperando su primer hijo y temía que algo malo sucediera. Josefina no estaba muy contenta con la decisión de su marido pero Arturo estaba feliz por la llegada de su hijo y no estaba dispuesto a ponerlos en riesgo ni al bebé ni a su amada esposa. Arturo pasaba tiempo con ella en la casa de sus suegros, pero sin abandonar sus viñedos. Siguió estando al tanto de todo y cuando nació la niña, porque fue una linda niña con unos hermosos ojos de un extraño color y una hermosa cabellera dorada, a las pocas semanas las trajo de regreso a casa. Arturo estaba muy feliz y mostraba su pequeña hija con mucho orgullo. En una ceremonia en la iglesia del pueblo bautizaron a la niña en presencia de todos sus parientes con el nombre de Gina, como la hermana de Arturo. Por un buen tiempo estuvo todo en calma. La pequeña Gina crecía feliz correteando por el jardín, su padre la adoraba. Arturo era feliz, tenía todo lo que la vida le había negado antes; tenía una familia, estabilidad económica, estaba feliz con lo que hacía, era respetado y sus vinos se cotizaban como los mejores del país. Cuando la pequeña Gina cumplió cinco años, Josefina, que resultó ser una mujer prepotente y caprichosa, se empeñó en que Arturo las llevara de paseo a Londres pero él se negaba cada vez que ella mencionaba el tema. Él no tenía intenciones de
regresar nunca más. Lo único que lo unía a Londres era su hermana y al parecer ella no tenía intenciones de volver a verlo. El tiempo pasó y una tarde de invierno en que Arturo estaba sentado en el corredor mirando la belleza del paisaje, al voltearse, se dio cuenta que la señora Heinz estaba sentada a su lado. Ella se le aparecía cada cierto tiempo para agradecerle por la forma en que él había continuado con el legado de su esposo de fabricar el mejor vino y también para darle algún consejo. Pero en esta ocasión solo quería comentarle que su viñedo era el primero Inglenook en el valle de Napas y que tenía la primera bodega a estilo Burdeos de toda América, que sus vinos eran los más cotizados de todo el valle de Napas y de todo el país, gracias a que él nunca había dejado de mantener los viñedos y la producción de vinos. Por tanto
continuó diciendo la anciana, deberías, en honor a mi esposo
fundador de todos estos viñedos, ir a París para la feria mundial de vinos y, de paso, cumples los caprichos de tu esposa de viajar a Europa. Arturo escuchaba a la señora Heinz con atención, siempre era grato escucharla ya habían pasado muchos años desde su muerte pero para Arturo todo parecía muy reciente y le dolía lo que Josefina trataba de hacer. Le parecía muy injusto que trataran de alejarla, aquella buena señora amaba realmente sus tierras y lo amaba a él como a un hijo. Trató de disculparse con la señora por todo lo que había hecho Josefina para alejarla de la casa pero ella ya no estaba para escucharlo. A la mañana siguiente, Arturo le dijo a su amigo Juan que empacara unas cuantas cajas de vinos de las mejores cosechas para embarcarlas a París y que se tendría que hacer cargo unos meses del viñedo pues él viajaría a París para la feria mundial de vinos. Arturo tenía los más grandes deseos de llevar a sus dos grandes amores a París. Para su sorpresa, Josefina le dijo que no viajaría con él, dándole como excusa que no se estaba sintiendo muy bien de salud y que el viaje era largo y tedioso, además, le dijo que Gina no querría viajar sola con él, razón por la cual tendría que viajar solo. Arturo no terminaba de entender los caprichos de su esposa, había pedido por mucho tiempo regresar a Europa y ahora que le estaba dando la posibilidad se estaba negando, así que decidió viajar solo. Al partir Arturo, Josefina, inmediatamente, mandó a llamar a Juan y le dijo que trajera al chamán indio y que preparara todo para una ceremonia. Juan, a quien por su ascendencia indígena aquello no le resultaba ser nada inusual, hizo todo según le ordenó la señora. Pero Juan no sospechaba qué era lo que realmente pretendía.
Al llegar el chamán, se dirigieron al jardín justo debajo del viejo árbol. Cuando el chamán se disponía a comenzar con la ceremonia, Josefina les dijo que en realidad lo que quería era que, después de terminada la ceremonia, abrieran las tumbas de los señores Heinz y que se los llevaran y los echaran al mar para que dejaran de atormentarla. El chamán, al escuchar lo que la señora pretendía hacer, se negó diciendo que jamás se podía molestar a los muertos porque coyote enfurecería, solo él tenía el poder para transportar a los humanos a otro mundo y, después de decir algunos conjuros, corrió atemorizado. Para los indígenas, los muertos son sagrados y no hay maldición más terrible que la de molestar a los difuntos, según le explicó Juan a Josefina cuando el chamán había desaparecido a toda velocidad. Entonces, ella le exigió a Juan que lo hiciera pero él se negó rotundamente. Juan, siendo descendiente de indios mexicanos, jamás se habría atrevido a profanar una tumba. Para los mexicanos, que tienen una gran celebración en el día de los muertos, es cosa terrible profanar una tumba. Esto enfureció a la señora Josefina y lo echó de los viñedos a puro grito. Con azadón en manos, se disponía sola a realizar el sacrilegio pero algo terrible sucedió: El cielo oscureció como si hubiera caído la noche y de las entrañas de la tierra, con un temblor que le arrebató el azadón de las manos, surgió un gigantesco monstruo con una enorme cabeza y colmillos largos y afilados como cuchillos, que resplandecían en la oscuridad. De su boca salía una saliva espumosa que emanaba un olor a putrefacción que quitaba el aliento. Tenía un cuerpo corpulento con cuatro patas fuertes y con enormes garras y un grueso pelaje negro cubría todo su cuerpo. Su rugido era tan aterrador que Josefina, al verlo y escucharlo, cayó inconsciente. El horrible monstruo la tomó en su enorme boca y desapareció a las profundidades de la tierra. Al pasar las horas y no verla regresar a la casa, la buena Petra salió en busca de la señora Josefina pero, después de una larga búsqueda, regresó a la casa sin éxito. Cuando subió las escaleras en busca de Gina, no la encontró en su habitación. La buena cocinera y nana de la niña se alarmó y salió nuevamente al jardín, pero no las encontró. Recorrió los viñedos, pero todo fue en vano, ninguno de los trabajadores las habían visto. Preocupada, mandó a llamar a Juan pero le dijeron que él no estaba desde la mañana. Entonces, encargó a uno de los recolectores que saliera en busca de Juan y le advirtió: “No regreses si no vienes con él”.
Cuando, finalmente, apareció Juan, ya eran más de las dos de la tarde. La pobre Petra estaba como loca buscando por toda la casa, no había dejado rincón por buscar. Juan le contó que la señora Josefina estaba en la mañana debajo del viejo árbol y le relató todo lo que pretendía hacer. La cocinera se horrorizó al escuchar el relato de Juan y rezó varias veces un conjuro en su lengua indígena. Salieron en dirección al viejo árbol pero al llegar no encontraron ni rastro de la señora, ni había ningún indicio de que alguien hubiera removido las tumbas, todo estaba como siempre. Y la niña ¿dónde puede estar? Se preguntaba la buena cocinera. En la mañana no estaba con nosotros. –Aclaró Juan–. Solo estábamos el chamán, la señora Josefina y yo. Pero pudo haber salido con la niña para algún lugar. No lo creo. Yo me hubiese dado cuenta. –Dijo Petra–. Pero ve hasta la casa de los padres de Josefina y no alarmes a los señores, solo pregúntale a la empleada si ellas han estado por allá hoy. Juan regresó sin éxito de su encomienda. La señora Josefina no había estado en la casa de sus padres y tampoco estaba en la casa. Había desaparecido y lo peor era que la pequeña Gina también había desaparecido con ella. Pasaron algunos días y ya la desaparición de la mujer y de su hija era tema de conversación en el valle y, aunque agotaron todos los recursos para encontrarla, había sido en vano. Arturo estaba por regresar, su amigo y la cocinera no tenían consuelo, ellos apreciaban mucho a su patrón, que era un buen hombre, y sabían lo que adoraba a su esposa e hija, ¿cómo le darían tan terrible noticia? Arturo regresó de París lleno de gloria por haber ganado con su vino la medalla de oro por el mejor vino. Estaba feliz por esto y porque volvería a estar con su familia. Las había echado mucho de menos, aunque solo habían sido tres meses para él había sido una eternidad. Le resultó extraño no encontrar a Juan esperándolo en el puerto; a decir verdad, esperaba ver también a Josefina y a su hija. Tomó un coche y se apresuró en llegar al viñedo. Encontró a Juan y a la buena Petra esperándolo en el corredor y se le paralizó el corazón al no ver a sus dos amores, todos debían saber de su llegada. Devastados, Juan y Petra le dieron la noticia de la desaparición de su esposa y su hija. Arturo enloqueció. Buscó por mar y tierra pero de nada sirvieron sus esfuerzos. Fue el chamán indio que estaba con ella la mañana en la que desapareció el que le dijo: “La señora seguramente recibió el peor castigo por parte de los espíritus por molestar a los
muertos. Seguramente, el coyote, que goza del poder y que lo usa indiscriminadamente para el bien o para el mal y es el catalizador que fuerza a las personas a pasar de un mundo a otro, la tendrá en tormento por toda la eternidad”. Arturo, desesperado, invocaba a la señora Heinz pero parecía que la buena anciana hubiese abandonado su querido viñedo, pues jamás volvió a aparecer a pesar de todos los ruegos de Arturo. El pobre hombre estaba devastado, la vida para él había terminado, ya no se alimentaba y jamás volvió a trabajar en los viñedos. No sabía cuándo era día o noche. Parecía un alma en pena, caminaba por la casa o el jardín llamando a su esposa y a su hija. La buena Petra trataba de consolarlo y de que se alimentara, pero todo era en vano. Arturo optó por el último recurso que, según él, le quedaba: desafiar a los muertos para correr la misma suerte que su amada esposa. Se fue hasta el viejo árbol donde estaban enterrados los señores Heinz y se inclinó sobre aquellas dos tumbas. Empezó a cavar con desesperación, con sus propias manos, solo quería correr la misma suerte que su esposa e hija. No le importaba nada más en el mundo que ellas y si ellas estaban en tormento, pues él quería el mismo tormento para él pero con ellas a su lado y estaba convencido que los señores Heinz algo tenían que ver con la desaparición de Josefina y de su hija. Sabía de todo lo que Josefina había hecho para alejarlos y que no había tenido respeto por ellos, que quizás ella se merecía lo que le estaba sucediendo pero la niña, su pobre hija, ¿qué tenía ella que ver en todo eso? Ella era inocente. Rascó con sus manos aquellas tumbas hasta que quedó inconsciente. Cuando despertó, estaba en un lugar muy extraño, la señora Heinz estaba sentada a su lado y tomaba su mano. ¿Dónde estoy? –Preguntó. La señora Heinz le dijo que estaba en las entrañas de la tierra, en un lugar de donde nunca más se puede salir. ¿Y dónde están ellas? –Gritó con desesperación. Tranquilo, hijo, en este lugar no existe el tiempo, por eso da lo mismo si te desesperas o no; aquí solo estás y punto. Arturo se puso de pie y miró a su alrededor. El paisaje era hermoso, todo tenía mucho color. Las plantas crecían sin control y tenían coloras resplandecientes. Las cosas que en nuestro mundo eran pequeñas aquí eran enormes y todo era muy diferente al exterior, hasta la señora Heinz ya no era como él la había conocido. Se presentó
frente a él como una diosa, radiante, esbelta, con enormes alas doradas que brotaban de su espalda como rayos de sol en la mañana. Su rostro era como el del retrato de la biblioteca, joven y rozagante. Tenía una mirada dulce y apacible, ya no tenía aquella expresión dura de los tiempos en los que Arturo trabajaba para ella. Por el entorno, caminaban diferentes criaturas todas muy diferentes unas de otras: grandes orugas, con tantas patas como las reales pero con cara de niños felices y risueñas y hormigas gordas con cabeza de cerdo, que trasportaban alimentos a su guarida; había hermosas mariposas de colores brillantes y todas tenían bellos rostros y cabellera muy larga, volaban con tanta gracia que envolvían con su encanto. Arturo miraba todas esas criaturas esperando encontrar en alguna de ellas el rostro de su hija o de su esposa pero, por un momento, olvidó el motivo por el cual se encontraba en aquel lugar. Se dejó envolver por la belleza que le rodeaba. Aquellas hermosas criaturas caminaban o volaban cerca de él, pero parecían no advertir su presencia. En un segundo, despertó de aquel mágico encanto y preguntó mirando nuevamente a la señora Heinz: ¿Por qué nunca más regresaste a verme? Ya no puedo salir más de este lugar, ni ellas, ni tampoco tú –Contestó. Pero ¿dónde están ellas? Quiero verlas. Tranquilo, muchacho, ya las verás, solo que no será tan fácil como piensas. Josefina cometió el peor de los pecados, ella no fue capaz de convivir con los espíritus de la tierra, que son sagrados –Decía la señora con voz suave–. La tierra te da todo de ella hasta la vida, pero debemos amarla y respetarla. Por esa razón, el coyote, espíritu que tiene el poder de mover las personas de un mundo a otro, la trajo para este lugar, del que nunca más podrá salir. Y la pequeña Gina ¿qué tuvo que ver en todo esto? –Preguntó el hombre con desesperación. Quiero que sepas, Arturo, que la niña nada tenía que ver con lo que hizo su madre. Eso es cierto. Pero para los espíritus de la tierra no es posible separar a una madre de un hijo cuando aún es pequeño, por esa razón Gina está aquí. Pero no te preocupes por la niña, que ella está bien. Y ¿cuándo podré verlas? Preguntaba Arturo insistentemente. Te dije que no será tan fácil como piensas. Tranquilízate y trata de estar apacible o enfurecerás a los espíritus. En algún momento ellos vendrán a verte y te
hablarán de ellas. Dijo la señora Heinz y se alejó a pesar de las súplicas de Arturo de que no lo abandonara. Arturo se quedó recostado a una gran roca por largo rato. No se atrevía a moverse en ese lugar totalmente desconocido pero mágico y adorable a vez. Se quedó dormido y, como en el lugar donde se encontraba el tiempo no existía, no supo cuánto durmió, pudo ser un día o tal vez un año, ¿quién podría saber? El llamado de la tía Gertrudis terminó con el relato. El chico bajó a toda prisa del árbol. Mientras que todos se quedaron inmóviles, Arturo corrió a encontrarse con su tía Gertrudis hasta que la vio tratando de desenredar sus vestidos de los arbustos. Pero, niño, ¿dónde te metes? Este jardín necesita de mucha limpieza. Tendremos que contratar algunos trabajadores para eso. Joaquín arrastró a la tía en dirección contraria a la casa, mientras ella protestaba. Pero, niño, ¿a dónde me llevas? Tenemos que regresar, te están esperando. Sí, tía, pero quiero que descubras algo conmigo. Joaquín y su tía caminaron unos cuantos metros hasta que salieron del espeso jardín y se presentó frente a ellos una maravillosa vista, la falda de una montaña toda sembrada de plantas de uvas. Era como ver gigantes serpientes verdes que se deslizaban montaña abajo y al final parecían entrelazarse. Joaquín le gritaba a la tía con emoción. ¡Es un viñedo, tía, es un viñedo! Sí, niño, ya sabía que era un viñedo. Pero ¿por qué no me dijeron? Reclamaba el chico. Hay muchas cosas que aún no te hemos dicho, pero te prometo que te lo contaremos. Hoy hablé con tu madre y le dije que ya era tiempo de que supieras muchas cosas que te hemos ocultado por ser muy pequeño, pero yo pienso que ya estás lo bastante maduro para poder entender muchas cosas como, por ejemplo, el por qué estamos viviendo en esta casa y la razón por la que tu padre no viajó con nosotros. – Joaquín trató de hacer preguntas, pero Gertrudis evadió toda respuesta–. Primero, vamos a la casa, que te espera el señor Jon con tu nuevo profesor. Joaquín estaba atando cabos y con el relato de los habitantes del viejo árbol las cosas para él estaban tomando forma. Si las tres mujeres no le contaban, él, finalmente, terminaría por averiguarlo.
Gertrudis era una mujer de unos treinta y cinco años, la hija menor de Georgina. Nunca se había casado, su hermana mayor, Margaret, la había arrastrado en su desdicha y la había condenado a estar sola el resto de su vida, al menos eso era lo que ella pensaba. Las dos eran hijas de Georgina y John Benbow. Georgina, la madre de Gertrudis y Margaret y abuela de Joaquín, había sido la única hija de una familia de clase media que se dedicaba al comercio de telas y manufactura de lindos vestidos que tenían una tienda en la Bond Street, donde compraban sus trajes las señoras más importantes de Londres. Georgina, desde muy pequeña, se la pasaba en compañía de su nana recorriendo los talleres y la tienda de su familia; le gustaba jugar a diseñar y sus padres eran felices viéndola correr entre las costureras y en medio de góndolas de vestidos y carteras. A través de los años, aprendió todo del oficio y el manejo del negocio y sus padres pagaron por una muy buena educación, estaban orgullosos de ella. Conoció a John en la tienda, cuando él acompañaba a su madre en una de sus visitas para medirse unos vestidos. Georgina le preguntó al joven, con pícara sonrisa, si deseaba probarse algunos vertidos también. Solo eso bastó para que John se enamorara de su belleza y atrevimiento pero, por supuesto, encontraron oposición por ambas familias. La familia de John jamás aceptarían la humillación de que su único hijo, educado en los mejores colegios y heredero de una gran fortuna, perteneciente a la más alta sociedad londinense, se casara con la hija de un comerciante de clase media y lo amenazaron con desheredarlo si pretendía casarse con Georgina. Por otra parte, los padres de Georgina alegaban que John era un niño rico engreído y que solo jugaría con ella, que nunca renunciaría a su herencia para casarse. Pero pudo más el amor que se profesaban Georgina y John y, contra todo pronóstico, decidieron desafiar a todos y casarse a escondidas en una parroquia donde no los conocían. Los padres de John cumplieron su promesa, lo desheredaron y jamás quisieron saber nada de él. En cambio la familia de Georgina, terminó por aceptarlo y quererlo como a un hijo. Al pasar el tiempo, nació Margaret y después, casi seguido, nació Gertrudis. Todo marchaba de maravillas, John trabajaba en una gran compañía de inmuebles y Georgina se encargaba de la casa y de la crianza de sus hijas. Cuando las niñas estaban ya adolescentes, el padre de Georgina enfermó y en poco tiempo murió. La nana de Georgina comentó que no tardaría mucho en que su madre lo acompañara porque la
señora entró en una terrible depresión y se le fueron los deseos de vivir, deseaba constantemente reunirse con su esposo, y en pocos meses también murió. John dejó de trabajar en la compañía inmobiliaria para ocuparse del negocio, porque Georgina ya estaba acostumbrada a estar a cargo de sus hijas y le parecía que sería mejor para John que él dejara de trabajar para otros y se ocupara personalmente del negocio familiar. Pero, al poco tiempo, el negocio empezó a decaer. John no conocía el negocio y tomaba erróneas decisiones y le ocultaba la verdad de sus errores a Georgina, de modo que el negocio empeoraba cada día. En su desespero por salvar la empresa, empezó a pedir préstamos para tratar de no perderlo, cosa que empeoró la situación. Al final, no tuvo más remedio que apelar a la ayuda de sus padres, pero ellos se negaron a recibirlo. John, desesperado por el acoso de los acreedores y por la vergüenza de tener que decirle a su querida Georgina que estaban a punto de embargarle la tienda y los talleres que había heredado de sus padres, tomó la peor decisión y se suicidó pegándose un balazo en la cabeza. Así lo encontraron en la oficina que anteriormente había sido del padre de Georgina. Tuvieron que darles la terrible noticia a su esposa y a sus hijas. Georgina enloqueció del dolor. Todo su mundo se había derrumbado, ya sus padres no estaban para darle apoyo y su amado esposo había tomado la decisión equivocada. ¿Qué haría sola, con dos hijas, sin el negocio que había heredado de su familia y viuda? ¿Cómo podría sostenerse? Solo contaba con la ayuda de su nana pero ¿por cuánto tiempo?, la nana ya estaba vieja. “Quiera Dios y sea mucho”, le repetía la buena anciana. Por lo menos contaba con la casa y con una pequeña renta que había heredado de sus padres. Georgina hacía vestidos por encargo y con eso mantenía su casa y a sus hijas. Nunca recibió ayuda de la familia de su difunto esposo, ellos se ocuparon del funeral y no le permitieron asistir. Siempre la culparon de ser la responsable de su muerte y de que se alejara de ellos. No quisieron ocuparse de sus nietas, a quienes nunca llegaron a conocer. Cuando pasó el luto por su padre, Margaret y Gertrudis, que ya eran unas jovencitas, salían de vez en cuando a pasear por las calles de Londres y a la iglesia, en algunas ocasiones acompañadas por su madre y otras por la nana pero, según fue pasando el tiempo, su madre les permitía de vez en cuando salir solas. Margaret era muy hermosa y muy coqueta, cuando conoció al padre de Joaquín se enamoró a
primera vista. Él era un chico guapo y muy educado, lo malo era que siempre quería verse con ella a escondidas, algo que no estaba bien, le reclamaba su hermana Gertrudis que, aunque era más joven, solo por muy poco, era más juiciosa y menos soñadora que Margaret. Cuando Gertrudis le contó a su madre lo que estaba sucediendo, ya era demasiado tarde: Margaret estaba embarazada. Georgina hizo traer al joven de inmediato y le reclamó por lo que estaba sucediendo, pero el joven, a pesar de decir que amaba a Margaret, no tuvo el valor de enfrentar a su familia, que era de mucho abolengo y prestigio social. No renunció a su familia ni a su fortuna; por eso, desde ese momento, Margaret lo odió y no quería ni verlo, pero Georgina amenazó al joven con hacerle un gran escándalo y con eso consiguió que se ocupara de pasarle una pensión al niño y él, a cambio, pidió poder visitarlo de vez en cuando pero Georgina le hizo prometer mantener en secreto todo lo sucedido. Al ocurrir todo esto, Georgina se volvió muy protectora, no quería que sus hijas volvieran a ser dañadas y humilladas, ya no salían mucho de la casa y no recibían visitas. Se mantenían trabajando por encargo y el niño fue criado por las cuatro mujeres en completo aislamiento, para evitar los malos comentarios y que quizás la familia del padre quisiera arrebatárselos. Por esa razón, Joaquín fue criado con tanta protección y en medio de tanto hermetismo. Según el niño fue creciendo, el padre se quería acercar más a él, pero Margaret lo mantenía a distancia, solo permitía que lo visitara de vez en cuando. Con el pretexto de que su padre viajaba todo el tiempo, el niño se acostumbró a verlo solo dos o tres veces por año. Pero el mayor temor de las tres mujeres era que, cuando Joaquín creciera, su padre lo alejara de ellas. Por esa razón, cuando la querida nana Julieta murió y encontraron entre sus cosas esa carta, todo cambió para ellas. Cuando el detective fue a entregar la carta de Arturo para su hermana Georgina, había sido interceptado por la nana, que le aseguró que ella encontraría el momento para entregársela. Ella sabía que solo después de muertos sus patrones sería capaz de dársela, jamás les causaría ningún dolor a sus patrones a los que había querido tanto. Luego, no bastó con la muerte de sus padres pues, como ella misma decía, las desgracias nunca vienen solas y, entonces, sucedió lo de su esposo y la carta quedó sepultada en un pequeño baúl en el ropero de la vieja nana, olvidada para siempre. Al morir la nana, Georgina, buscando entre sus cosas algún documento que tuviera información sobre algún familiar para avisar de su fallecimiento, se enteró de muchas cosas que jamás se hubiera imaginado.
La nana Julieta era italiana, eso decían sus documentos. Había llegado a Inglaterra cuando era muy joven. Nunca habló de su pasado, ni de su familia pero, según los documentos encontrados en sus cosas y un pequeño diario que según parece había escrito en su viaje hacia Londres y en los primeros años en dicha ciudad, pertenecía a la servidumbre de Napoleón y cuando fue derrotado, en 1814, ella había escapado y se había aliado a las revueltas e insurrecciones fomentadas por los reyes de Cerdeña, Víctor Manuel I y Carlos Humberto. Pero cuando mataron su familia en dichas revueltas, decidió marcharse para siempre de Italia. Entonces, fue viajando en diferentes caravanas de comerciantes hasta llegar a Londres, donde decidió quedarse con un joven francés que conoció en la travesía pero que al poco tiempo la dejo abandonada, sola y sin ninguna protección. Contaba en sus diarios que cuando casi moría de hambre y deliraba en las calles londinenses, había sido recogida por el padre de Georgina y, desde entonces, había sido parte de su familia, ocupándose de la casa y, posteriormente, del cuidado de la pequeña Georgina. Georgina lloraba al leer la triste historia de su pobre nana que había sido muy querida por ella y también por sus dos hijas. Al seguir hurgando entre sus cosas, pudo ver una carta amarrilla y tostada por el tiempo, pensó que sería de su viejo amor francés pero grande fue su sorpresa al leer el nombre del destinatario que estaba escrito con letras grandes y muy legibles: Georgina Benbow. Pero ¿qué es esto?, se preguntó la señora al abrir la carta donde leyó: Querida Gina: Quiero que sepas que si te escribo esta carta y no me presento frente a ti para contarte todo esto es porque sé que tu desconoces el pasado de tus orígenes y quería que fuera menos el impacto de todo esto si yo no me encuentro presente. Mi nombre es Arturo Brown. Nací en Londres, en un barrio extremadamente pobre. Mis padres murieron con la peste del cólera y fui enviado a un orfanato cuando solo tenía seis años y junto conmigo enviaron a mi hermanita Gina. Al leer esas líneas, a Georgina se le aceleró el corazón y no entendía por qué. Continúo leyendo. Estoy hablando de ti, querida hermanita. Ya sé que no lo sabes, apenas tenías dos años. Creo que por esa razón fuiste adoptada y yo no. Además, recuerdo que eras una niña adorable y te amaba mucho. Casi enloquecí cuando te separaron de mí, tú eras lo único que me quedaba en el mundo.
Georgina continúo leyendo con un gran nudo en su garganta y pensando que todo esto tendría que ser un terrible error. Tus padres adoptivos podrán corroborar lo que te estoy diciendo. Quiero que sepas que, cuando fui lo suficientemente grande, me escapé del orfanato y te busqué pero fue en vano, no tenía los recursos para conseguirlo. Las monjas jamás me dieron información de tu paradero. Por esa razón me marché a América y me juré regresar por ti, aunque te confieso que muchas veces me atormentaba la idea de que hubieras muerto. Ya te podrás imaginar la enorme alegría que sentí cuando supe, finalmente, que estabas viva y que, además, habías tenido una buena vida. Estoy en Londres desde hace dos meses y contraté a un investigador privado muy eficiente que al final dio con tu paradero. Ya sé que estás bien, que fuiste adoptada por una familia que te ama mucho y que estás casada. También supe que tengo dos sobrinas, lo cual me hace muy feliz. Solo espero que leas esta carta y te comuniques conmigo. Estoy en el hotel Savoy. Espero verte. Me marcho para América en una semana y si por azares del destino esta carta no llegase a tus manos antes de marcharme, te envío mi dirección en América y, si por alguna razón no nos vemos antes de mi partida, quiero que sepas que soy tu hermano y te amo mucho y, si me necesitas, no dudes en escribirme y estaré a tu lado. Hasta pronto, hermanita. Firmada, Arturo Brown Georgina, ahogada por el llanto, leyó y releyó la carta. No podía creer que había estado en un baúl por más de diez años y que su querida nana nunca se la entregara. La única explicación era que la nana no la hubiera leído o que, en su avanzada vejez, la hubiese olvidado. Georgina le contó todo a sus dos hijas, porque en realidad no sabía qué hacer si creer en todo aquello, después de todo no tenía cómo confirmarlo, sus padres estaban muertos y también su nana, pero pensó que quizás alguna cosa se podría hacer para averiguarlo. No sabía por dónde empezar y les pidió su opinión a ellas que, en un principio, no sabían qué decir. Les hacía mucha ilusión saber que tenían un tío en América pero ¿cómo saber si todo lo que decía la carta era cierto o no? Margaret le pidió a su madre que mandara una carta y esperara respuesta. En cambio Gertrudis, que
era más realista, les dijo: “Primero debemos investigar si lo que dice la carta es real, entonces, escribiremos”. Buscaron información en los orfanatos de todo Londres y preguntaron por las fechas de cuando Georgina tenía dos o tres años. Al final, encontraron todo lo que necesitaban saber. Lo que la carta decía era cierto. Georgina comprendió el gran amor que sus padres adoptivos habían tenido por ella. Sintió un dolor tan grande por no tenerlos ya a su lado para poder agradecerles. Y lloró mucho al pensar lo que su pobre hermano habría tenido que sufrir siendo tan solo un pequeño y en qué pensaría ahora, que a ella no le importaba que él existiera al ver que ella jamás le había contestado. Inmediatamente, escribió una carta muy emotiva y la envió. Pasaron los meses y cuando llegó la respuesta fue una gran alegría seguida de tristeza y también mucha sorpresa. La carta estaba escrita por el apoderado de la familia Brown, el señor Jon, y les informaba en la carta de la desaparición de la familia, así como que, por ser ella el único familiar de los Brown, era la heredera de sus tierras y de su gran fortuna y le pedía que viajara de inmediato para que se hicieran cargo de todos los viñedos y de la casa, que llevaban varios años sin atención. Las tres mujeres discutieron mucho sobre el asunto de viajar. No sería nada fácil llegar a otro país donde no conocían a nadie. Lo más sencillo podía ser pedirle al señor John que vendiera todo y les enviara el dinero pero, si pensaban de otra manera, podrían viajar, recibir su herencia y alejarse de Londres para siempre, eso podría ser lo mejor. Para Margaret, era la única manera de evitar que el padre de Joaquín pudiera quitárselos y, como a las tres les aterraba la idea de que separaran al niño de ellas, optaron por viajar para América sin dejar ni rastro de su paradero. Después de conocer a su nuevo profesor, que les pareció un buen hombre, y de acordar los días de clases, su madre, su abuela y la tía Gertrudis lo sentaron en la biblioteca y le contaron todo con lujo de detalles. A pesar de la gran sorpresa que fue para él, lo que más le afectó fue saber que su padre no era el hombre honorable que él siempre había creído. Sintió desprecio por ese hombre que le había dado la vida; “cobarde, eso es lo que es, un cobarde”, se repetía una y otra vez. Pero toda aquella historia lo llevó a una sola conclusión: Gina era su prima, eso le arrugó el corazón, y el padre de Gina tenía que ser el hermano desaparecido de la
abuela Georgina. Pero ¿cómo decirles todo eso a ellas? Nunca le creerían, así que pensó que debía tratar de resolver el asunto como pudiera. Esa noche, en su habitación, pensaba: “Cómo es la vida de misteriosa, mi pobre abuela vino a saber de la existencia de su hermano cuando este está transformado en un árbol junto con su familia y él ahora tenía un tío, una tía y una prima mitad árbol mitad humanos”. Era cosa de locos, no podía contarles nada. Nunca le creerían. Las tres mujeres los daban por muertos. Tenía que buscar la forma de ayudarlos para que su abuela pudiera encontrarse con su hermano y para que su bella prima pudiera regresar como lo que había sido antes, totalmente humana. Ese sería su mayor reto, aunque tuviera que buscar en las entrañas de la tierra. Sintió unos golpecitos y se apresuró a abrir. Gina estaba frente a su ventana. Sus ojos se iluminaron y su corazón latió desbocado. ¿Por qué no regresaste? No pude. Pero pasa, que tengo mucho que contarte. ¡Ah, ¿sí?! ¿Y de qué se trata? Mira, mi abuela me contó una historia sobre su hermano. Solo quiero que me digas ¿tu padre se llama Arturo? Así es. ¿Por qué me lo preguntas? Entonces, tú eres mi prima y tu padre es mi tío, el hermano de mi abuela Georgina. Sí, ya lo sabía. ¿Y por qué nunca me dijeron? Bueno, esperábamos el momento preciso. Mi padre está muy emocionado por ver a su hermana, pero en las condiciones en las que se encuentra le es imposible. Entonces, esta era tu casa. Ahora entiendo: tú te has ocupado de mantenerla en buenas condiciones. Sí, de hecho, esta era mi habitación. Ven, te mostraré algo. –Lo arrastró hasta la pared que quedaba justo frente de la cama y descolgó un enorme cuadro que dejó al descubierto una puerta que estaba oculta detrás, la abrió y le dijo: – Acompáñame. Era la entrada a un pequeño elevador que se manejaba con una cuerda y subía al ático donde ella tenía todo lo que le pertenecía a la familia, fotos, documentos y hasta una caja fuerte que tenía dinero, también estaban todas sus muñecas a las que abrazaba con mucho fervor.
¿Por qué está todo esto aquí? –Preguntó Joaquín. Como no sabíamos qué iba a suceder con la casa, decidimos trasladar las cosas más queridas e importantes y esperar que nunca las encontraran. Cuando extraño mis cosas y mi vida anterior, vengo hasta aquí y juego con mis muñecas y, como mis padres nunca han querido salir nada más que hasta el sótano, yo me encargo de todo. ¿Sabes?: El hada me permitió salir a mí y también a la nana, pero ellos temen salir y que nos castiguen a todos a permanecer debajo para siempre, pero yo moriría de tristeza si no pudiera regresar nunca más a mi querido jardín y a mi casa. Después de un largo rato, regresaron a la habitación y Gina se marchó por la ventana, como siempre, pero le recordó que no dejara de ir al día siguiente al viejo árbol. Pero, al día siguiente, le fue imposible salir al jardín, llovió todo el día. Entonces, Joaquín se dedicó a recorrer cada rincón de la casa. En la biblioteca se detuvo frente a la fotografía de la señora Heinz, su madre y su abuela pensaban que se trataba de la esposa de Arturo pero él ya sabía que no era así. Después de comer, se retiró a su habitación y subió al ático después de cerrar muy bien la puerta, no quería que nadie descubriera ese escondite. Cuando estuvo en el lugar, se sentó a mirar las fotografías: Gina era una niña encantadora y su padre alto y rubio y tenía un ligero parecido a la abuela Georgina. Leyendo algunos documentos, se pudo dar cuenta que Gina tenía casi su misma edad. Todo era muy confuso con respecto al tiempo que había pasado desde que ellos habían sido transformados en lo que eran ahora; según él, eran como diez años pero, para saber sobre eso, tendría que esperar a que le contaran los habitantes del viejo árbol. Joaquín miraba insistentemente una de las fotos de Gina en la que aparecía abrazada a una señora que tenía aspecto indígena y no sabía por qué pero le recordaba a la peleona ardilla. Al día siguiente, el sol resplandecía desde muy temprano y Arturo salió para el jardín después de desayunar. Al llegar al viejo árbol, no encontró a nadie y se extrañó mucho al ver que no lo estuvieran esperando. Subió y tampoco estaban. Llamó varias veces a Gina, pero ni rastro de ninguno de los habitantes del viejo árbol. Bajó del árbol y caminó hasta la bodega, abrió la rugiente puerta y entró. Todo estaba en silencio, no estaban en la bodega. Sintió deseos de abrir la tapa del sótano pero solo de pensarlo un escalofrió recorrió todo su cuerpo. Se paró encima de la tapa y miró lo que allí estaba
escrito, pero se asombró al notar que en realidad eran unos dibujitos muy pequeños y como si fueran letras, aparecían en orden. Primero había una ardilla, después un búho, dos conejos, tres pájaros y al final estaba grabado algo que no se distinguía muy bien pero a Joaquín le pareció que era como la figura de Gina repetida tres veces y se entrelazaban una con otra. Todo aquello era muy confuso para él, pero ¿cómo encontrar a Gina y los demás? Se estremeció solo de pensar que quizás estarían atrapados también en ese lugar. Salió del granero y recorrió todo lo que pudo en busca de alguna pista, pero nada encontró. No quedaba ninguna duda de que todos estarían atrapados en el sótano pero ¿cómo llenarse de valor para poder ayudarlos? Caminó sin rumbo por todo el jardín y al final terminó frente a la bodega. Pensar en no volver a ver a Gina, lo llevaría a lograr la mayor hazaña de su vida. Primero buscó dónde estaba la tierra más mojada y se restregó el rostro y los brazos con tierra oscura, de esa manera los espíritus no lo reconocerían, según había leído en uno de sus libros. Después, abrió y entró aprisa hasta la entrada del sótano y levantó la tapa sin más preámbulo. Tenía todo su cuerpo contraído. En realidad no sabía de dónde sacaría el valor para encontrarse con los espíritus de la tierra o quizás con el temible coyote que le había descrito el búho pero rápido, para no arrepentirse, empezó bajando las oscuras y estrechas escaleras. Si antes no hubiera bajado con Gina, jamás se habría atrevido a semejante hazaña. Cuando abrió la pesada puerta, tuvo que cerrar fuertemente sus ojos y esperar como le había aconsejado anteriormente Gina. La penetrante luz no solo causaba ceguera momentánea, también provocaba un fuerte dolor que lo hacía retorcerse. Cuando abrió sus ojos y pudo mirar para todos los rincones, no vio nada ni nadie, el frío sótano estaba vacío, ni siquiera estaban los padres de Gina. No tenía idea de qué hacer. Todo estaba perdido. Quizás ya el tiempo había terminado y se los habían llevado para siempre. Joaquín se sentó en un rincón de aquel desolado lugar y lloró desconsolado. Pensaba en el día que había conocido a los habitantes del viejo árbol y con la desesperación que conejo le preguntaba que si él podía ayudarlos. Quizás lo había tomado muy a la ligera, y no se apresuró a preguntar qué tenía que hacer para poder ayudarlos, sobre todo a Gina, él sabía que ella moriría de tristeza si no le permitían regresar, se lo había comentado días antes. “¿En qué me convertiré si no puedo verla nuevamente?”. Se levantó y con desesperación empezó a golpear las duras paredes de aquel torturante lugar hasta desfallecer.
No recuerda lo que después sucedió, se levantó en medio de una angosta cueva totalmente oscura. Estaba más asustado de lo que él podía recordar haber estado nunca. Se puso de pie y tenía que caminar encorvado, así continuó por un largo rato. Poco a poco, fue apareciendo una luz tenue que se ponía más brillante según avanzaba. Como a unos treinta metros, la cueva se anchaba cada vez más y la luz se hacía más brillante. Empezó a notar que crecían helechos con un color verde fosforescente y que eran más grandes de lo normal. “Dónde estoy?”, se preguntaba y continuó unos metros más. Entonces, se abrió ante sus ojos un lugar que ni en sus libros más fantásticos eran descritos, ni en el sueño más loco nadie podría ver. Todas las cosas tenían colores brillantes, era algo verdaderamente hermoso. Las plantas crecían diferentes, era como si burlaran la ley de la gravedad; algunas crecían con sus troncos desde lo alto como si la tierra estuviera al revés, eran de tamaños gigantescos, extrañas criaturas se movían de un lugar a otro: grandes orugas con tantas patas como las de nuestro mundo, pero con caras de niños, trataban de alcanzar las hojas que colgaban de los árboles. Joaquín no podía pensar que estuviera despierto, se pellizcaba una y otra vez. Grandes y hermosas mariposas volaban a su alrededor, tenían cuerpos de mujer y largas cabelleras, sus grandes alas de colores brillantes las mantenían volando a su alrededor. Las aves no silbaban, cantaban con dulces y afinadas voces en diferentes idiomas. En realidad, él era como un insignificante insecto que nadie notaba, pues todas aquellas fantásticas criaturas no parecían advertir su presencia y todo seguía su curso. Las hormigas con cara de cerdo transportaban comida a sus guaridas, que eran grandes agujeros en el suelo por donde entraban y salían a cada instante. Pero al parecer nadie competía entre sí, cada cual se mantenía en su tarea; esa fue la impresión de Joaquín al permanecer por mucho rato observando todo el entorno. No sabe cuánto tiempo pasó mirando a su alrededor y tratando de descifrar dónde se encontraba. Cuando alguien lo llamó por su nombre, se le paralizó el cuerpo; no podía moverse y fue cuando vio a una hermosa mujer, con dos enormes alas doradas como el sol, que se le acercaba. No temas, no te haré daño. Joaquín no se movía, estaba tan pálido que parecía que toda su sangre se había evaporado. Soy la señora Heinz, ya te han contado sobre mí.
Joaquín asintió con la cabeza pero, apenas se movió, la señora Heinz lo tomó de una de sus manos y le dijo: Ven, te mostraré algo. Caminaron por un sendero tan hermoso como todo lo anterior, hasta llegar al frente de una caída de agua cristalina que se estrellaba en unas inmensas rocas de colores brillantes, púrpuras, azules y verdes. Se detuvieron y se sentaron a orillas del hermoso lago que formaba el agua al caer desde la altura de una montaña. La señora Heinz empezó con un relato que era como la continuación del que el búho contaba cada día en el viejo árbol. Cuando regresé por Arturo para decirle que podía intervenir por él con los espíritus de la tierra para que tuviera la oportunidad de ayudar a su esposa y su hija, él ya no estaba. No tuvo la suficiente paciencia para esperar por mi ayuda y cuando despertó recorrió todos los rincones de este lugar para dar con el paradero de su esposa Josefina y su hija Gina. Finalmente, las encontró y trató de escapar por una de las tres salidas que hay detrás del agua pero, como no tenía una de las virtudes más grandes que puede tener un ser humano: la paciencia, tomó el camino erróneo. El coyote enfureció y los obligó a permanecer en este lugar para siempre y transformó en plantas de uvas. Yo podía haberle enseñado la forma de salir antes de que coyote despertara, pero él lo echó todo a perder. Pero yo quisiera poder ayudarlos. Dijo Joaquín. Quizás sea posible, pero tienes que esperar que yo pueda intervenir por ti ante los espíritus de la tierra. ¿Quiénes son? Preguntaba Joaquín con inocencia. Los espíritus de la tierra son muchos pero los que aquí habitan son Masauwu, la deidad hopi del fuego y de la muerte. Gobierna todo el mundo tanto en la superficie de la tierra como en el mundo subterráneo, es terrorífico y fuerte. Lleva una máscara sencilla y manchada de sangre en la cabeza, va vestido de pieles sin curtir de animales. Siempre se pasea por las noches con una antorcha llameante por el filo del mundo. Los hombres no pueden mirarlo, si lo hacen probablemente mueran de miedo ya que tiene el rostro de la muerte. El coyote es otro de los espíritus que aquí habitan. Tiene poder pero lo usa indiscriminadamente, sus acciones traen cosas buenas y desastres, además, es el catalizador que fuerza a las personas a moverse de un mundo a otro. En todo momento de la vida, hay muchas fuerzas, algunas buenas y otras malas. –Continuó
hablando la señora Heinz. Si te encuentras con las buenas, ellas te guiarán en la dirección correcta; pero, si te encuentras con las fuerzas malas, ellas te lastimarán y te guiarán en la dirección equivocada. Hay muchas fuerzas y diferentes direcciones y pueden interferir con la armonía de la naturaleza. Pueden afectarte con el gran espíritu y sus maravillosas enseñanzas, por eso, cuando el hombre se volvió agresivo y empezó a comerse algunos animales, los espíritus mandaron las enfermedades para controlar la población humana. Sin embargo, las plantas se ofrecieron no solo como alimento sino también como medicina para combatir las enfermedades. Por esa razón fue castigada Josefina: No supo convivir con los espíritus, desafío todo por sus celos porque en realidad era lo que sentía hacia un ser que solo era espiritual y se comunicaba con su esposo. En una ocasión vio que su esposo hablaba con alguien y no podía saber de quién se trataba pues no podía ver a nadie, empezó a sentir muchos celos e imaginaba que se trataba de la mujer del retrato que estaba sobre la chimenea y que Arturo le había contado que era alguien a quien había amado mucho y que no quería deshacerse del retrato por agradecimiento. Fue muy cierto, Arturo sí la amó pero no de la forma en que Josefina imaginaba. Por esa razón, ella cometió el peor error de su vida y olvidó que es de sabios el consejo que dice “no hagas nada, ni digas nada, hasta que no lo sepas todo”. Joaquín escuchaba a la señora Heinz con mucha atención. Trataba de aprender todo lo que ella, tan sabiamente, le decía. La señora Heinz se marchó y le dijo que se quedara donde estaba hasta que ella regresara por él. No sabe cuánto tiempo trascurrió desde ese momento. Estaba envuelto en el encanto de aquel lugar, el sonido del agua al caer de lo alto, el canto tan variado de aquellas voces celestiales, y, cuando se dio cuenta de que alguien se encontraba sentado a su lado, se asustó, pero ella le dijo: No te asustes, no te haré daño. Se trataba de una bellísima criatura con alas de mariposa y cuerpo de mujer. Tenía una larga y dorada cabellera y sus enormes ojos chispeantes parecían dos luceros. No veo la forma en que alguien tan bello como tú pudiera hacerme daño. – Contesto él. La hermosa mariposa se paró frente a él y, en un instante, se transformó en un horrible monstro con enormes colmillos y orejas muy largas, también tenía una cola con aspecto de serpiente que se movía en todas direcciones con su boca muy abierta
mostrando una lengua puntiaguda. Su piel era oscura y escamosa. El chico quedó paralizado, ya no pudo moverse y cayó al suelo desvanecido. Cuando despertó, estaba recostado en un lecho de flores, a su lado se encontraba la hermosa mariposa. Se asustó al verla pero ella le dijo: Tranquilo, no te haré daño. Solo trataba que comprendieras que por bella que parezca una criatura eso no quiere decir que no te hará daño. Ya entendí. Dijo Joaquín, alejándose. ¿Por qué estás aquí? Preguntó la bella criatura. Busco a unos amigos. Tienes mucho valor para estar aquí, o es que en realidad no sabes dónde estás. ¿Por qué dices eso? Te aseguro que nadie está aquí por su propia voluntad. En este lugar está todo lo malo y todo lo bueno reunido, solo que tienes que saber cómo diferenciarlo. No puedes pensar que todo lo que se ve bello o parece bueno en realidad lo es. Eso trataba de explicarte cuando te desmayaste. Te mostraré algo. Caminó hacia unos arbustos y sacó un nido con tres hermosos huevos de colores muy brillantes. ¿Qué ves tú? Preguntó. Tres hermosos huevos. Es cierto. Pero observa bien lo que verás a continuación. Cuando los tocó, se trasformaron en tres pequeños monstruos con un aspecto espeluznante. Estos pequeños monstruos se comen los verdaderos huevos y toman su forma. Después, esperan con paciencia a que regresen los dueños del nido para devorarlos. De esa forma es que se alimentan, con engaños. ¿Qué te parece? Le preguntó al joven, arrojando a los pequeños monstruos al agua. Y ¿qué paso con tus amigos? En verdad, no lo sé. Hoy fui por ellos al viejo árbol y no estaban y, como tampoco estaba Gina y ya sabía que sus padres estaban atrapados en el sótano, bajé para averiguar si Gina estaba con ellos pero no fue así, después en realidad no sé cómo es que estoy aquí. Pero nunca debiste entrar porque ya nunca más podrás salir. Le dijo la hermosa mariposa. Debo salir, mi madre enloquecería si no regreso. Y ¿cómo convencerás a los espíritus que aquí nos retienen para que te dejen salir?
La señora Heinz prometió ayudarme. –Pudiera ser que ella tenga una buena relación con los espíritus, pero será mejor que no te hagas muchas ilusiones porque el principal problema es cuando coyote trae personas que no quieren estar aquí y tratan de escapar, entonces las transforma de tal manera que fuera de aquí les sería imposible vivir. Sí, eso lo sé. Transformó a mi tío, a su esposa y a mi prima Gina en plantas de uvas. Ya lo sabía, eso es lo que hace. Tiene mucho poder pero lo usa indiscriminadamente para el bien o para el mal, según le parezca. Y ¿cómo podría yo ayudarlos para que regresen a casa con nosotros? Te diré que mi abuela no conoce a su hermano. Los separaron cuando sus padres murieron y eran muy pequeños. Ahora, mi abuela piensa que él está muerto y que jamás volverá a verlo. Me gustaría tanto reunirlos nuevamente y que estuvieran juntos como cuando eran niños en aquel barrio pobre de Londres... Esperemos a que regrese el hada y ella nos dirá qué debes hacer y te prometo que, si se encuentra alguna manera, yo te ayudaré. ¿Quieres venir conmigo? Te mostraré algo que los humanos creen perdido. No puedo, por si el hada regresa. No te preocupes, para cuando ella regrese ya estaremos aquí. Lo tomó de la mano y caminaron por un sendero rodeando la montaña de donde caía el agua. Caminaron bastante, el terreno empezó a cambiar, se ponía cada vez más áspero y las piedras carecían de color. La vegetación fue desapareciendo y todo empezó a verse árido y polvoriento. Tras una enorme roca, estaba la entrada de una cueva oscura. La mariposa lo tomó de la mano y prácticamente lo arrastró. Joaquín estaba muy asustado, pero ella le decía que estuviera tranquilo que nada le sucedería. Caminaban a ciegas. Hasta que surgió a lo lejos una luz tenue por el final de la cueva, al llegar se ocultaron detrás de unas rocas y Joaquín observaba atónito todo el panorama. Muy por debajo a donde se encontraban, se extendía un fabuloso valle donde pastaban los animales más majestuosos que existieron alguna vez en la tierra, los dinosaurios. Se podían observar muchas de las especies que Joaquín conocía por los libros y muchas más que jamás hubiese imaginado, como si el tiempo no hubiera pasado para ellos. Joaquín no articuló ni una palabra, solo miraba como si estuviera mirando las ilustraciones de uno de sus fantásticos libros. Aquellos majestuosos
animales eran reales, al menos eso parecía. Todo era tan confuso para Joaquín, pero decidió no hacer preguntas y dejarse llevar por todo lo que estaba sucediendo. De pronto, aquel mágico momento quedó interrumpido por un ensordecedor rugido seguido de un estremecimiento de la tierra que al parecer venía de lo lejos pero todos aquellos fabulosos y gigantescos animales detuvieron su alimentación y levantaron sus enormes cabezas y todos al mismo tiempo salieron en una desordenada estampida. La mariposa se levantó y tomó a Joaquín del brazo y también ellos corrieron hacia la salida de la cueva. ¿Qué pasa? Indagaba aterrorizado. Este es el aviso del temible tiranosaurio red que cuando decide comer nada lo detiene. Pero no puede salir de ese lugar, ¿verdad?
Le pregunté con mucha
desconfianza. Nunca lo ha hecho y espero que no lo haga. Salieron de la cueva y regresaron al mismo sitio donde se habían encontrado por primera vez. Ella comentó que debía marcharse pero le colgó de su cuello una pequeña campanita y le dijo: Cuando me necesites, solo hazla sonar y vendré a tu encuentro. Cuando regresó la señora Heinz, Joaquín estaba dormido. Ella esperó pacientemente a que el chico despertara. Joaquín vio que el hada, como la había llamado su amiga la mariposa, se encontraba frente al agua con sus dos bellas alas extendidas y después de observarla por un rato se le acercó y le habló: ¡Qué bien que regresaste! Sí, mi niño, te lo prometí. ¿Cree que pueda ayudarnos a salir? Preguntó Joaquín un poco tímido. Joaquín, tienes aun tu alma pura y sobre todo llena de amor, por esa razón intervine por ti ante los espíritus, pero solo si eres lo suficiente humilde podrás ayudarlos. Debes elegir el camino correcto. Si no te equivocas, encontrarás, al final del camino, a tus amigos y podrás sacarlos de aquí. Debes decidir cuál es el camino correcto antes de que coyote despierte de su sueño. Pero ¿cuánto tiempo dormirá? Preguntó el chico. Joaquín, en este lugar el tiempo no existe. Esa respuesta nunca la obtendrás.
¿Qué debo hacer, entonces? Insistió. ¿Ves esas tres entradas? Preguntó el hada. Joaquín miró al frente, donde se encontraba la caída de agua y justo detrás del agua se podían ver tres entradas oscuras. Parecían totalmente iguales pero, según el criterio de la señora Heinz, no lo eran. Debes elegir una. Si eliges la correcta, los encontrarás al final del túnel. Después, tendrás que regresar sobre tus pasos y, si eres tan listo, recordarás por dónde entraste a este lugar y podrás regresar a casa con tus amigos. Joaquín, desesperado por el temor a equivocarse indagó: ¿Qué ocurrirá si me equivoco? Si te equivocas, permanecerás aquí para siempre. Fueron esas las últimas palabras de la señora Heinz y desapareció dejando solo al joven con el gran dilema de cuál camino debía elegir. Se dirigió al lugar detrás de la caída de agua y se vio indefenso frente a semejante dilema. Tenía enfrente el primer gran problema de su corta vida. Recorrió las tres entradas: una era muy hermosa llena de flores, en cambio la segunda tenía todo un camino de alfombras y no estaba tan oscura como la tercera, que estaba totalmente envuelta en una densa tiniebla, no tenía ni flores ni tampoco alfombras, era de puras rocas cortantes. “¿Qué debo hacer?”, se preguntó muchas veces. Se sentó frente a la entrada con flores y miró lo bello del lugar; tenía un encanto que atraía a su interior pero, de pronto, recordó el consejo de la mariposa: “no siempre lo bello es bueno” y descartó esa entrada. Después, permaneció por un rato parado frente a la segunda entrada y sabía que seguramente lo llevaría a un agradable y acogedor lugar con su entrada caliente y con poca luz que emanaban de dos grandes candelabros dorados; pero sabía que no sería todo tan fácil, como le había dicho la señora Heinz. Así que, sin pensarlo más, se dirigió a la tercera entrada: fría, oscura y escabrosa, y caminó tratando de no tropezarse en la total oscuridad y con el corazón paralizado por el temor a lo que podría aparecer en su camino. Tuvo muchos momentos en que se arrastró pues se hacía muy angosto el camino. De pronto, dio un paso en falso y cayó. Cuando estaba en el suelo, todo se iluminó y apareció frente a él la mariposa. ¿Me llamaste? –Le preguntó al chico, que se encontraba en el suelo cubierto de lodo. Al parecer, cuando Joaquín había caído, había hecho sonar la campanita que tenía
su cuello y que no había recordado por el gran temor de no encontrar a sus amigos, pero fue una alegría muy grande para el chico cuando la vio. ¿Qué estás haciendo aquí? –Preguntó ella. ¿Recuerdas que te dije que estaba aquí en busca de unos amigos? Pues, eso es lo que hago: los estoy buscando. ¿Por qué piensas que están aquí? –Me dieron tres opciones y esta me pareció la correcta. La mariposa anduvo por un rato a su lado iluminando el camino. Cuando llegaron a un punto en el que solo había espacio para uno, la mariposa le dijo: “Me temo que tendrás que continuar tú solo”. Joaquín avanzaba por la oscuridad arrastrándose y con un terrible temor a lo desconocido y, a pesar de todos los obstáculos, no se dio por vencido y continuó. No tenía idea de cuánto había avanzado pero, cuando finalmente divisó a lo lejos una luz, pensó que ya estaba por llegar y se apresuró. Cuando salió de la oscura y aterradora cueva, no encontró a sus amigos. Estaba frente a un enorme lago repleto de extraños animales que mostraban sus cabezas fuera del agua y emitían unos chillidos espeluznantes. Joaquín se sentó y lloró desconsolado, pensando en que seguramente había tomado el camino equivocado y en que todo estaría perdido. Pero, para su sorpresa, escuchó la voz de Gina que gritaba su nombre. Se levantó y, entonces, los vio del otro extremo del lago, allí estaban sus amigos todos reunidos. Levantó la mano y gritó con fuerza: ¡Los sacaré de aquí! Joaquín no tenía la más mínima idea de cómo podría sacarlos. El lago estaba infectado de horribles criaturas con largos cuerpos como dragones con pequeñas patas y enormes colas que seguramente lo devorarían si entraba al agua. El cardenal voló a su encuentro y se posó sobre sus hombros. Joaquín le dijo: “No sé cómo sacarlos”, pero el cardenal le contestó: Por lo menos, lo estás intentando y sé que lo lograremos. Entonces, pensó en su amiga la mariposa, agitó la campanita y en segundos apareció: ¿Cómo puedo ayudarte? Le preguntó. Como ves, encontré a mis amigos y estoy muy feliz; pero no sé cómo ayudarlos a pasar, el lago está lleno de monstruos que seguramente los devorarían y pensé que quizás puedas ayudarnos.
Ella sonrió y dijo: No te preocupes y nunca olvides esto que verás hoy aquí. La mariposa voló hasta el otro extremo del lago y, para sorpresa de Joaquín, uno de los enormes monstruos se acercó a la orilla y Gina le pudo acariciar su enorme cabeza. Entonces, uno a uno, sus amigos subieron al lomo de aquel monstruo y los trajo a su encuentro bajo la mirada atónica del muchacho. Cuando por fin estuvieron todos reunidos la mariposa le dijo: Nunca más olvides que aunque sea fea y horrorosa una criatura, eso no quiere decir que sea mala. El aspecto físico poco tiene que ver con los sentimientos. Joaquín, agradeció a la bellísima mariposa por su ayuda y ella se marchó. Todos le dieron gracias a Joaquín por haber venido a buscarlos, desde la peleona ardilla hasta el búho. Gina lo abrazó con fuerza y sus padres estaban sin palabras ante la valentía del chico, pero Joaquín les dijo: Aún no hemos terminado. Tenemos que llegar a casa y no será nada fácil. Tomaron el camino de regreso y no fue menos difícil. Encontraron muchos obstáculos pero, por fin, llegaron al lugar donde estaba la caída de agua. Joaquín les dijo que tenían que caminar aprisa y debían seguir sus pasos, que ninguno podía cambiar de sendero, ni distraerse con nada porque no sabían de qué tiempo disponían, el coyote podría despertar y, entonces, quedarían atrapados para siempre y ya nunca más tendrían otra oportunidad. Caminaron todos siguiendo los pasos de Joaquín y cuando llegaron al pasaje que los conduciría al sótano todos pasaron pero Joaquín perdió el sentido y cayó desvanecido. Al despertar, estaba en su cama rodeado por su madre, su abuela y su tía Gertrudis, que se encontraba recostada a su lado y le acariciaba la frente. ¡Qué bueno que despertaste, mi niño! Dijo su abuela sonriéndole con cariño. ¿Cuánto tiempo he estado en cama? Preguntaba con voz débil. Menudo susto nos has dado, hijo. Le dijo su madre. ¿Cómo fuiste a subir a ese árbol? Ahora tendrás que descansar por muchos días. No puedo. Debo regresar al jardín. Dijo el chico con desesperación. Tranquilo, Joaquín, todo estará bien. Dijo la tía Gertrudis. No me imagino lo que hubiese sucedido si tu tío Arturo no te hubiera encontrado después de semejante caída. Todos hemos estado muy preocupados por ti, pensábamos que nunca despertarías.
¿Mi tío? –Dijo el chico con voz tenue. Sí, tu tío. Tenemos una sorpresa para ti.
Dijo la abuela abriendo la puerta de
su habitación: ¡Eran ellos! Estaban allí parados frente a su cama. Apenas podía creerlo. Gina, como un ángel, apareció frente a él con su hermoso rostro radiante y aquellos ojos de color desconocido. Tenía una hermosa cabellera ondulada de color dorado y le sonreía. Era real y estaba normal, ya no tenía forma de árbol. La felicidad lo envolvió. Era como si todos hubiesen desaparecido de la habitación y solo estuvieran los dos. Ella le sonreía y con mucha dulzura le acarició una mano. Su tío Arturo, que también estaban frente a él aunque él no lo había notado, le dijo: “¿Cómo estás, hijo? Como ves, estoy en compañía de tu abuela”. Joaquín cerró los ojos por un instante y pensó que al fin lo había logrado, se habían reencontrado los dos hermanos después de tantos años. Miró a Gina y ella, guiñándole un ojo, le dijo: “También está mi mamá y la nana Petra”. Joaquín le sonrió y cerró nuevamente los ojos.