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Una propuesta del destino

Una propuesta del destino Merce Losán y Pilar Imbert

– Gira para dejarme justo en frente, así pierdo menos tiempo. Pero haz el favor de centrarte en lo que haces y mirar por el retrovisor.

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Ella pudo contestar que nunca se habría ido a vivir con él de haberse centrado en lo que hacía, pero permaneció callada. Durante el trayecto, José María llevaba diciendo cosas parecidas a esta, ya estaba acostumbrada a escucharlas y por eso no tenía sentido encararse con él a esas alturas de su relación. Además, en el fondo le comprendía, porque la torpe forma que ella tenía de actuar debía irritar a una persona tan inteligente como él.

Se dirigían al taller para recoger el coche de José María tras su puesta a punto. Desde allí, él iría al estudio y ella regresaría a casa, al fin liberada de la incesante presión verbal a la que la sometía. Seguramente no se daba cuenta de cómo la trataba, no lo sabía con certeza porque, como nunca se había quejado, no se habían parado a hablar de ello. Daba igual, desde hacía algo menos de cinco años vivía a expensas de él de manera desahogada, así que una cosa por la otra. Eso sin tener en cuenta que él se pasaba el día trabajando, apenas le veía salvo los fines de semana que solían compartir con amigos o familiares. Percibía claramente, sin embargo, que las correcciones y reprimendas que sufría calladamente la habían cambiado. Antes de conocerlo era más espontánea y dicharachera, ahora se lo guardaba todo para sus adentros y lo más curioso era que no le importaba en absoluto, porque, desde el silencio, sí que había aprendido a responderle con ironía. La primera vez que recibió en público una de sus amonestaciones, le dijo en un aparte que la próxima vez que se comportara así, no se le ocurriera volver a tocarla.Y se lo planteó muy en serio en las siguientes ocasiones que volvió a dejarla en ridículo; sólo que, al llegar a casa y poner en práctica la callada amenaza, le faltaba valor, o ganas tal vez. En el fondo, no merecía la pena enfrentarse a él, mejor dicho, no deseaba enfrentarse a las consecuencias. De esa forma, se inició una extraña comunicación consigo misma, que había perdurado hasta el momento actual con visos de perdurar indefinidamente; el hielo no se derrite, si se le mantiene a la temperatura adecuada.Y la suya, la temperatura de sus sentimientos, señalaba cero grados.

Todo el mundo respetaba a José María y le gustaba la compañía de José María. A todo el mundo menos a ella le gustaba José María, su propia familia y amigas se lo expresaban a menudo haciendo hincapié en la suerte que había tenido en dar con un hombre de su extraordinario talento y talante. Imaginaba que la ingestión de su propio éxito era la fuente de los constituyentes que le permitían seguir mostrándose como un triunfador. ¡Con lo agotador que le parecía eso a ella! Aunque tal vez le envidiara por ello, hasta el punto de someterse a su voluntad, mal que le pesara y se resistiese en silencio.

Por supuesto, no escapaba del sentimiento de culpa que le acometía cada vez que la afilada hoja de la ironía se hundía en los pensamientos que contenían a José María. Sobre este asunto, se figuraba el sentimiento de culpabilidad como una especie de mazo que la había estado golpeando incesantemente, desde que tenía uso de razón. El miedo a obrar mal le había indicado siempre el rumbo a seguir, en especial el temor a actuar en contra de quienes decían que lo único que deseaban era lo mejor para ella. Empuñar la dirección hacia la senda que a los demás les pareciera bien la había dejado exhausta en multitud de ocasiones, pero no por ello se quejaba; entendía perfectamente que ella misma era la causa de su situación por no haber sabido hacerse respetar, por ser una perfecta idiota.

Recordaba muchas veces las palabras de José María cuando se conocieron. Imposible olvidar la sensación envolvente que le producían impidiéndole pensar en cualquier otra cosa que no fuera su propia felicidad. Ni durante una décima de segundo se imaginó entonces la posibilidad de que aquella jerga de enamorado pudiera cesar algún día para dar paso a otra forma de hablar muy distinta. Pensar poco y dejarse acariciar hasta desvanecerse en el deseo del otro era un privilegio, debía ser lógico pagar el tributo que todo privilegio conllevaba.

José María le había dicho que esperara por si surgía algún problema, en cuyo caso sería ella quien le acercara al estudio. Le siguió con la vista hasta que desapareció en el interior del taller. Pensando en lo precavido que era, no pudo por menos de imaginarse la expresión de su cara al no verla en el lugar exacto donde le había dejado. Puede que exagerara, que en realidad no se le pudiera considerar una persona maniática, podía ser que únicamente rozara la perfección. Y, si la trataba como si fuera idiota, no era culpa de él, sino suya. De todas formas, le servía de consuelo imaginarse estas escenas en donde José María salía tan mal parado a modo de compensación.

Miró el reloj, calculó que antes de media hora estaría en casa. Conjetura basada exclusivamente en la más simple y banal de todas las conjeturas posibles; su vida era un luminoso escaparate de rutinas fastuosamente adornadas. Pero estar lejos de José María era lo único imposible de hallar en la colección porque no tenía precio. ¡Eso sí que era todo un lujo!

Posiblemente fuera feliz en el fondo, su único esfuerzo consistía en callarse. Y ni tan siquiera eso, ya que nadie podía prohibirle pensar lo que le viniera en gana. José María le había dicho hacía unos meses que estaba barajando la idea de tener un hijo, sin preguntarle al menos qué le parecía a ella. Pili, la hermana menor de José María, tenía dos hijos que cuidaba su madre fuera de las horas de colegio, hasta las ocho, cuando venía a recogerlos; el marido dormía por las mañanas porque tenía turno de noche para incrementar su salario. Así estaban las cosas de precarias económicamente en la familia de la hermana menor de José María. Sabiendo esto, a sus padres les faltaba tiempo para ensalzar la pareja que ella había encontrado. Ellos sabían que de vez en cuando miraba las ofertas de empleo, lo entendían como un capricho de una mujer que se aburría, por ese motivo insistían en que tuviera hijos: – ¡Viviendo tan bien como vives, es un pecado que no te quedes embarazada, por Dios!

La verdad es que razón no les faltaba a ninguno. De ser una niña lo que les viniera, querría educarla para ser una mujer independiente. Su habitación estaría repleta de pelotas, balones de reglamento, triciclos y patines que movieran su cuerpo. En las estanterías habría mucho relato y no tanto cuento. Mucho libro en general para mover su mente. Nada de muñecos, salvo guerreros, y nada de casitas, salvo un panteón dedicado a la Barbi. Pero como no veía la

forma de conseguirlo, no quería tener descendencia. Aunque según todo el mundo ella no pudiera quejarse, cada día que pasaba se sentía más alejada de todo lo que le había ilusionado hacer en la vida. En ese estado mental, resultaba imposible ilusionarse con la idea de tener hijos. Pero José María se pondría pesado con el tema y al final se quedaría embarazada. Cuanto más pesado se ponía, más vacía se sentía ella, más desengañada, confusa y temerosa en su presencia.

Llevaba diez minutos de espera, y volvió a imaginarse a José María esta vez departiendo con el jefe del taller los pormenores de la operación realizada a su BMW, luego serían los pormenores de la factura y, con suerte, lo vería aparecer en otros diez minutos. ¿De dónde le vendría a ella la calma que todo el mundo decía que tenía? ¿Y por qué llamaban calma a lo que seguramente no era más que indiferencia, falta de ilusión o simplemente estupidez? ¿Qué había hecho ella para merecer la envidia de los demás, salvo convertirse en la pareja de José María?

Cambió de expresión cuando advirtió que el pulso se le estaba acelerando; y es que la idea de abortar en secreto acababa de emerger en su mente, como colofón de tantas interpelaciones que llevaba haciéndose con respecto al futuro de la hija de José María aún no concebida. Era una barbaridad plantearse semejantes cosas. El peligro que entrañaba estar tanto tiempo sola, o acompañada de gente con quien no podía hablar, se manifestaba en esas disparatadas ocurrencias que tanto le asustaban. Por raro que pareciera, en aquel momento sí que se alegró de ver la cara de José María a través del cristal de la ventanilla del asiento contiguo. Bajó el cristal de la suya y sacó la cabeza para escuchar lo que le decía. – Todo correcto, nos vemos luego. Y ten cuidado, que te veo muy despistada últimamente, no vayamos a tener un disgusto.

Se despidió con la mano pensando que quien no se lleva algún disgusto de vez en cuando no aprende, pero no pronunció una sola palabra, como siempre.

Fue tras él hasta la rotonda, desde allí lo vio dirigirse hacia el acceso a la M30. Continuó hasta la siguiente salida, y a unos 200 metros se detuvo en un semáforo. Volvía a sentirse bien ahora que se había marchado, mejor que otras veces, y la intensidad de la agradable sensación le hizo esbozar una sonrisa. Ya sonriendo abiertamente, oyó un fuerte estruendo. Giró la cabeza hacia atrás para ver lo que había pasado y, después de comprobar que cualquiera que hubiera sido la causa de aquel fuerte estrépito se hallaba lejos, ajeno a su existencia, prosiguió su camino. En ninguno de sus pensamientos se coló la posibilidad de que el coche de José María estuviera involucrado en aquel fatídico accidente de la M30.

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