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Más mía que de nadie

Más mía que de nadie Abigail Cordero

Agotado el cambio.

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Esta maldita máquina siempre se propone hacerme perder unos valiosos minutos antes de saborear mi café.

De no ser porque lo necesito en vena para que mis neuronas comiencen a memorizar el proyecto final, firmaría con ella una sentencia de guerra inmediata. ¡Ostras! ¡Ahora quema! Sin querer me he manchado la camisa que justo estrenaba hoy, necesito una servilleta. ¡Mierda! Con las prisas me he olvidado que llevaba el carmín rojo que tanta ilusión me hacía estrenar, y la servilleta se ha llevado gran parte de este estreno. Voy al baño.

Preparada ya para empezar a memorizar el temario de mis exámenes finales de Periodismo, busco un sitio cerca de la ventana, en esa biblioteca que es como mi segunda casa alquilada en los últimos cinco años.

Ubicada, ojeo a mi alrededor, supero con creces la media de edad. Tonterías. Sabiduría de la experiencia, me digo. Sonrío.

Justo cuando voy a desenfundar mi bolígrafo, observo delante de mí una espalda conocida. Me estremezco. Veo como aprieta con dureza sus nudillos agarrando su bolígrafo, y tiemblo. El giro de su cara hacia su estuche me confirma mi peor presagio después de cinco largos años: es él.

Sigue con su pelo intacto y repeinado, vistiendo con su clase particular, regalando sonrisas como un encantador de serpientes profesional.

Y es que yo fui boba serpiente, y probablemente otras tantas habrán sido encantadas de la misma manera, sintiéndose afortunadas, únicas, princesas de un cuento idílico. Una lástima de cuento encantado.

Porque al final, el príncipe de ojos azules y cabello engominado, no sería más que un ogro de un auténtico "thriller", y ellas, y yo, princesas encerradas entre muros reales, y muros psicológicos. Entre culpas, sin autoestima, encerradas en sí mismas, en la laboriosa labor que ejercía el ogro de hacernos sentir inútiles e inservibles, de no ser nuestras.

Aún recuerdo que me hizo reír la primera vez que me "sugirió" que no me maquillase.

Cegada, quise creer que era porque le gustaba más al natural, y poco a poco dejé de hacerlo para contentarle.

Más tarde llegó la obsesión con la ropa, el odio hacía mis amistades de toda la vida, el control. Poco a poco fui entrando sola en una burbuja que él había creado exclusivamente para mí. Era su manera de "quererme", de "cuidarme".

Tuve que abandonar mi comienzo de carrera, pues según él, era demasiado para mi intelecto. Se me habían pasado los años de estudio, y probablemente sería el hazmerreír de mis compañeros. Desistí en la idea.

Y me encontré en casa, sola, despeinada, en pijama. Encerrada en mi castillo.

Encerrada en un círculo vicioso de repetidas veces, de memorizadas actitudes, con la consecuencia aprendida de doblegarme en mis actos.

Ya no era yo, ya no era mía. Fui sólo de él.

El día que se graduaron mis compañeros, recibí la foto de la promoción. Todos con sus togas y sus birretes, sonrientes, felices.

Yo me miraba al espejo, e intentaba encontrar entre mis ojeras un ápice de felicidad. Buscaba mi hueco en aquella foto, donde debía estar, donde tenía que haber sentido esos nervios, esas ganas, esas noches en vela entre apuntes y esquemas.

Y ahí, sólo ahí, me di cuenta que no era feliz.

El valor me fluía en las venas, me palpitaba en la boca. Necesitaba encontrar la salida de mi castillo. Era ahora o nunca jamás.

Tuve miedo, vinieron momentos difíciles después, con él, y conmigo misma.

Recogí todos mis trozos rotos y me recordé para poder recomponerme.

Pero lo logré. Yo sí lo logré.

Y ahora, aquí, volviendo a verlo después de cinco años, con mi camisa nueva, mi pelo peinado con gracia, mis labios rojos y mi sonrisa puesta, entre mis exámenes finales y mi último proyecto, sin príncipes ni princesas, me hace no temer nada.

Estoy donde quiero estar. Estoy segura de ello.

Vuelvo al baño.

Me miro al espejo. Sonrío.

Soy yo. Soy mía.

Más mía que de nadie.

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