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Alea jacta erat
Alea jacta erat María Martín Barranco
La venganza es un plato que se sirve frío. Pocas frases habrá más trilladas, casi ninguna sería más apropiada... Claro que no tengo el convencimiento de que un vaivén del destino puede ser considerado venganza. No la buscaba ni la busqué, en todo caso, y vaya eso en mi descargo. Sí la he contemplado con fruición, deleite, gusto y complacencia.Amén de la sorpresa, que ha multiplicado el gozo.
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Al llegar a casa tenía «esa» mirada.Años de jugar con las palabras siguen siendo insuficientes para describirla ni aproximadamente; para olvidarla, también. Cada vez la mostraba más a menudo, más indiscriminadamente. Cada vez era más oscura. — Ahora nos gusta escribir, ¿no?
Ese plural no auguraba nada bueno, hacía siglos que en aquella casa el plural solo me incluía para diluirme. Es una táctica nada sutil pero efectiva, el último paso para aniquilarme. No pronunciar mi nombre había sido el primero. Entre uno y otro, batallas ganadas sin, inexplicablemente, ganar la guerra. Blandía el papel que yo había escondido en el fondo del baúl de la ropa que nunca se usaba como se blande una espada. Ni las palabras —correctas— ni el tono —tranquilo— reducían la amenaza.
La necesidad es la madre de todas las virtudes y respondí con la misma naturalidad con la que mi corazón bombeaba adrenalina. Una gacela olfateando a su depredador en un documental de National Geographic. El instinto de supervivencia funcionó en piloto automático y me escuché respondiendo: «Es para un concurso del periódico local, por probar». No me quedó más remedio que enviar la carta al dichoso concurso con el que la publicidad llevaba semanas bombardeándonos.
Maldita la hora. O no. No sé si las bases habían sido poco previsoras y no podían declararlo desierto, no sé si solo me presenté yo, no sé si alguien en el jurado tenía un gusto excesivo por el alcohol, pero mi Carta ganó. Mejor dicho, gané yo. La primera vez en diez años que, armándome de valor, me propuse premiar a mi santo esposo con la corona, tantas veces portada, de la pasión adúltera, vi la prueba de mi infidelidad publicada en pasta gruesa, con papel inmejorable, edición finísima, prólogo de figura nacional de las letras y acompañada de famosísimas cartas de amor de todos los tiempos. La debacle.
No consideré tamaño despropósito como un mal augurio, sino como el pistoletazo de salida de una carrera desenfrenada: si Dios premiaba mis devaneos extramatrimoniales con semejante alarde de festejos, yo no era quién para contradecir ni uno de sus renglones torcidos.Al fin y al cabo, en aquello de las letras solo era una principianta.
Supongo que cada quién saca fuerzas de donde puede y saber que había brazos que me
buscaban, sexos que me deseaban, labios que pronunciaban una y otra vez mi nombre fueron un modo tan bueno como otro cualquiera de abrir los ojos y decir ya. No puedo recordar ni quiero las noches interminables de miedo, las amenazas, los gritos, las búsquedas, las llamadas interminables, los llantos, los perdones, los no te irás, los cómo irme y adónde y para qué y hasta cuándo.
Una vez llegado el momento esas respuestas fueron fáciles. La difícil era la única que no se había planteado ni en las noches, ni en los días, ni en las huidas, ni en los escondites: qué haré. Hacer es un verbo muy amplio que sirve para todo; el mío debía darme de comer, procurarme un techo y no facilitar datos de mi paradero. Desaparecer de la vida de un maltratador nunca es tan sencillo en la vida real como en las pelis americanas. Será algo que sabe todo el mundo y, sin embargo, yo me acababa de enterar.
Pasados los años, los miedos, las prisas, los insomnios, los amantes, instalada en una cotidianeidad tan distinta como imaginarse pueda, he tomado el puente aéreo esta mañana. Presentación con una colega y amiga como compañera de mesa, rueda de prensa, preguntas, fotos, comida, café, más fotos y firma de libros. Un día cualquiera de la ronda de presentaciones de mi nuevo libro. Incluso algo que hace tanta ilusión en los comienzos llega a tornarse en un fastidio que a duras penas puedes disimular con profesionalidad y tablas. No me gustan esas fotos, no me gustan las sonrisas falsas y bendita la gracia que me hace el que me toquen o me llamen por mi nombre —si me lo hubieran dicho no lo habría creído, tantos años añorado y ahora— personas desconocidas. Son los gajes del oficio, supongo, y sonrío y sonrío y sonrío.
Decir que el corazón me ha dado un vuelco también sería algo muy trillado. Mi instinto, tanto tiempo en desuso, ha dado la voz de alarma antes de que yo pudiera percatarme de nada. Algo ocurría y he levantado la vista —no suelo hacerlo porque siempre hay alguien con quien se cruza la mirada y sobreentiende una invitación al acercamiento; más vale prevenir—. Ahí estaba. Con mi libro en la mano y la mirada baja.A su lado, una mujer le empujaba sin disimulo, se leía en sus labios: «Venga ya, joder, se te han colado dos; con lo que tú eres, ni que esa escritora te asustara».