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el pez por la boca muere Franco Vaccarini
El cerrajero tenía cara de castor. Por sus dientes en fila. Por su papada peluda. Por su nula dicción. Y era un mentiroso compulsivo. —Este pasaje es una boca de lobo —dijo. Me indigné por la sentencia. El pasaje, en el que vivía hacía años, era tranquilo. Solo molestaban, a veces, los jóvenes que se guarecían en la rotondita del callejón sin salida, pegado a las vías, para hacer sus previas antes de ir a bailar. Ese tipo de cosas pasaban en mi pasaje boca de lobo. Pero el castor era el cerrajero del barrio. Su oficio era asustar a los clientes para que colocaran cerraduras más caras. Tras negarle los peligros del pasaje, cambió el rumbo de la conversación y empezó a contarme historias, a cual más absurda, que remataba con el mismo latiguillo: —Pero una cosa es decirlo y otra es verlo. Con los ojos extraviados y una voz sin matices, desganada, como si él mismo no creyera en lo que decía.
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El pez por la boca muere
Admito, sin embargo, que una de sus historias me conmovió. Porque era sobre la muerte del encargado de un edificio cercano. La noticia había corrido en su momento, como esas cosas tristes, esas desgracias que hacen mover la cabeza de la gente de un lado a otro. El encargado se llamaba Felipe. Con Hugo, el cerrajero, eran amigos. Les gustaba ir a pescar al Delta. Ese comentario captó toda mi atención. —Me encanta pescar —dije. Pero él apenas me escuchó. —Felipe era un apasionado de la pesca —siguió—. No le gustaba su trabajo, no sentía esa vocación de servicio indispensable para ser un buen portero. Aquí, en el barrio, hay encargados; por decir un ejemplo, Julio, de la calle Moldes, que te soluciona todo. Si estás de vacaciones y se te inunda el departamento, él te llama al plomero. Felipe, en cambio, no veía el momento de agarrar la caña y salir para el Tigre. A esa altura, el cerrajero se había olvidado de la cerradura por la que lo había llamado. Le dije que estaba apurado, y entendió. Me resumió la historia: Felipe fue a pescar un domingo, solo, cerca de Villa La Ñata. El mismo río al que iban juntos. Había un muelle abandonado. Al borde, una hilera doble de casuarinas, y más atrás, un caserón. —Felipe nunca volvió. Si yo hubiera estado… Vaya uno a saber qué lo llevó a meterse en el río. Tal vez se le trabó el anzuelo en alguna madera del fondo. Se ahogó. Lo encontraron al día siguiente unos chicos que iban a una escuelita rural, en las cercanías. Pero una cosa es decirlo y otra es verlo. Como no tenía familia, me tocó reconocer el cuerpo.
FRANCO VACCARINI
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El hombre parecía conmovido. Y me contagió su pesar. Le dije que no era responsable de la muerte de su amigo. Él movió la cabeza. —No es solo eso. Hace un mes volví a pescar, al mismo muelle. Pero me sentí tan mal que no pude estar ni una hora. De pronto, como si recordara algo, preguntó: —¿Usted me dijo que le gustaba pescar? —Sí, escuchó bien —dije. —¿Y no me acompañaría un fin de semana? “El pez por la boca muere”, pensé. Atrapado por el anzuelo de la compasión, me escuché decir: —Sí… tal vez… —¿“Sí” o “tal vez”? —me dijo, ahora con una sombra de exigencia. La lancha nos dejó en el cruce del río Luján con el Guayracá, uno de los riachos que lo alimentan. Caminamos por la senda que nos marcaban las casuarinas, hasta que llegamos a un muelle de barandas agrisadas. Enfrente, una puertita daba acceso al jardín y a la casa, con techo a dos aguas, deteriorada por la falta de mantenimiento. Y por detrás el monte impenetrable. Era un día de cielos tranquilos, sin viento. Lo primero que pesqué fue un pececito plateado, chato. Una mojarrita. Después, una boga. Más tarde, un bagre largo, amarillo, con enormes bigotes. Hugo también pescó lo suyo. Cuando ya nos habíamos asegurado un almuerzo, dejó la caña amarrada y se fue a preparar un fueguito al patio trasero de la casa. Me dijo que era parte del ritual. Pescado a la parrilla con ajo y limón, delicia asegurada. Me trajo un vaso con un líquido ambarino.
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El pez por la boca muere
“Un vermucito”, dijo. La bebida tenía dos cubitos de hielo, que había traído en la conservadora. Tomé un par de tragos y me sentí todavía mejor. ¿Cómo alguien podía ahogarse en un río como ese? Angosto, profundo tal vez, pero llegar a una de las orillas parecía fácil hasta para el peor nadador del mundo. Entré en esa quietud que proporciona el arte de la espera. En silencio, como para que los peces se convencieran de que no había peligro. Me complacía la escenografía del río, el aire, la naturaleza. Pasó una lancha que removió el agua. Saludé al conductor. Minutos después, pesqué un bagre: lo devolví al río. —Hace bien, tienen gusto a barro. Entre las casuarinas y con un mono de mecánico, el hombre, de piel bronceada al natural, curtida, sonreía. Un isleño. Lo acompañaban tres perros de diferentes tamaños. Saludé y enseguida me distrajo otro tirón desde el río: lo que fuera, había logrado desengancharse del anzuelo tras comerse la carnada. Cuando me di vuelta, el desconocido había seguido su camino y las casuarinas lo ocultaban. Me tomé el resto del vermú y esperé, paciente, nuevas noticias desde el fondo del río. Un gran silencio, el canto de un pájaro. Más silencio. Fui a ver cómo venía el fuego. Para mi sorpresa, encontré una parrilla sucia, trastos, ni asomo de preparativos. Llamé a Hugo, pero no apareció. Desconcertado, volví al muelle y me vi a mí mismo dormido, aferrado a la caña. Abrí los ojos. El Delta siempre provoca sueño, la naturaleza amansa.
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Amarré la caña y, bien despierto, fui a ver cómo iba la parrilla. Hugo parecía contento. La sonrisa le inflaba los costados de la cara y sus dientes de castor se lucían. —¿Cómo va, mi amigo? Esto marcha, eh. El agradable olor de una parrilla con brasas por debajo y algo por encima me puso, como siempre, de buen humor. —Recién me pasó algo raro. Me senté en la silla y dormité un ratito. Soñé que iba al muelle y que usted no estaba —me dijo Hugo. —Qué raro. A mí me pasó soñar que usted no estaba acá. —A Felipe le gustaba hacer esas cosas —reflexionó. —¿Qué dice? —Bromas. Era un bromista, Felipe. Puedo sentir su presencia por acá. Escucho que me llama; me dice “Hugo, Hugo”, y yo miro para el lado de donde vino la voz y solo veo un humito. Me serví otro poco de vermú. Tomé el comentario como una extravagancia más de Hugo. Volví al muelle. Cuando iba por las casuarinas pasaron otra vez los perros. El más chiquito, sin ladrar siquiera, me mordió el muslo y se escapó. Me enfurecí al comprobar la huella de los dientes, una herradura con puntitos rojos. Me había mordido al pasar, por hacer algo. Sentí que era un perro pandillero, que así ganaba prestigio; tal vez porque era el más chiquito, necesitaba afirmarse. Fue una agresión tan gratuita que me ofendió doblemente. Tomé un palo. Los perros cruzaron por un puente metálico hacia la otra orilla, justo donde el río se curvaba. Los imité. Apenas pasada la curva, me sorprendió el cambio en la vegetación, más densa, con arbustos y juncos en el agua. Me encontré con el hombre del mono de mecánico, que arreglaba algo en una
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lancha, y una mujer con un mate en la mano. Les dije que me había mordido un perro. —¿Cuál lo mordió? ¿El chiquito? —Sí. —Ah, fue Luis. ¿Pero usted le hizo algo? —¿Luis? —El chiquito. Él es así. Muerde. ¿Usted le hizo algo? La mujer miraba mi palo. —No, este palo lo agarré para defenderme. Después de que me mordió. —Está vacunado, quédese tranquilo. Los perros se habían esfumado, la pareja me observaba con cierto desdén. Me sentí ridículo de que me hubiera mordido Luis, como si la culpa hubiera sido mía. De nuevo en el muelle, empecé a pensar en la hidrofobia. Me lavé el muslo con agua del río. —¿Qué pasó? La voz de Hugo me sobresaltó. —Me mordió un perro, ¿puede creer? —¿Uno chiquito, negro? —Sí. —Uh, el Luisito, ese muerde. —Hablé con los dueños, me dijeron que estaba vacunado. —¿Les pidió la libreta sanitaria? —Y, no… Me sentí fastidioso. Llegar a ese extremo, por más enojado que estuviera, iba contra mi naturaleza. Aunque Hugo tenía razón.
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—Igual no es garantía, pongamos que le dijeron la verdad y está vacunado. ¿Sabe qué pasa? Que vienen los murciélagos y muerden a los perros. Por más vacunados que estén, los murciélagos les retransmiten el virus. Ya pasó dos veces. —¿Qué? —Dos casos de hidrofobia en perros que tenían las vacunas al día. Sentí un disgusto supremo. Mi vida estaba amenazada. Detrás de cada arbusto acechaba un peligro, un Luisito. “Perro Luis —murmuré—, perroluis, perroluis”. Las palabras se pegaban. Parecían dar nombre a una flor macabra, de cementerio nocturno. Perroluis, la flor de la enfermedad del agua, del río negro como boca de lobo. Comimos en silencio. Alabé sin énfasis el sabor del pescado. Tomé otro vermú, como para reponerme el ánimo. Después de todo, dos casos de hidrofobia no eran nada. Casi nada. Pero a veces le toca a uno ser la excepción. —Me gustaría irme temprano —comenté. —La próxima lancha sale a las seis y media. Pesquemos un rato más —me dijo Hugo. Tenía la voz distinta, más calmada, como si calibrara cada palabra. Imaginé lo que sería perder esa lancha. Quedarnos toda la noche en la isla, a merced de los murciélagos. La tarde se extendía, plana. No me podía concentrar en la caña y los peces no picaban. Hugo se fue a limpiar la parrilla y a preparar las cosas para irnos. Había refrescado. Sentí que debía ir por un abrigo, cuando escuché un ruido entre las casuarinas. Había un tipo flaco, moreno, que me observaba. Se veía azul, de un azul muy pálido. Su piel, digo. Era azul.
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El pez por la boca muere
Me pareció que decía algo. Una palabra. Cuídese. Mantuve la calma, para mi sorpresa. Le pregunté de qué debía cuidarme y respondió. No entendí. Se fue. Hugo. Eso había dicho. Cuídese. Hugo. Juntamos todo, caminamos hasta el muelle en el que paraba la lancha. Por tramos, las copas de los árboles de ambas orillas se buscaban en las alturas y oscurecían el cauce. Un olor a materia orgánica descomponiéndose se mezclaba con los aromas de la vegetación. Miré mi herida: alrededor de la mordedura la piel se había vuelto violácea y me estremecí. Seguro era el principio, la mancha de la enfermedad que se extendería hasta paralizar mi corazón. Hugo estaba ensimismado, rumiando algo, cada tanto miraba la soledad a los costados. Nada, nadie en la isla, salvo nosotros. —¿Qué bromas hacía Felipe? —Todas. Yerba en la boca cuando te dormías después del almuerzo. Hormigas debajo de la camisa. O te escondía la carnada. Se reía, cómo se reía… —¿Y alguna vez se pelearon por esa costumbre? —Una vez puso una araña en una naranja que yo iba a comer… A veces te daban ganas de matarlo. —Y agregó—: Pero una cosa es decirlo y otra es verlo. —Y ese día, el que murió, ¿vino solo? Pregunté así, sin pesar las palabras. A bocajarro. —Ya le dije que sí. ¿Por qué pregunta eso?
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La mirada del castor fue tan penetrante que bajé la vista, entrecerré los ojos. Un horror abyecto se empeñaba en gritarme una verdad silenciosa, sin testigos, una verdad que dolía. Como un palazo en la cabeza antes de caer al río.
ÍNDICE
4
El pez por la boca muere
16
Viento negro
24
Recolección
32
Visitante
38
Argucias
46
El quejido de la mecedora
56
El bocado
62
De sedas y papel
franco vaccarini florencia gattari mario méndez melina pogorelsky laura escudero tobler horacio convertini paula bombara eduardo abel gimenez
OCHO
CUENTOS CON NOMBRE
Una antología que reúne ocho cuentos. En cada uno de ellos hay un estilo, una voz y un nombre que se reconocen en la escritura, en la creación. Cuentos que transitan diferentes géneros y sensaciones. Narradores y escenarios cambiantes. Historias que, como la vida misma, siempre pueden sorprenderte al pasar la página. Paula Bombara, Horacio Convertini, Laura Escudero Tobler, Florencia Gattari, Eduardo Abel Gimenez, Mario Méndez, Melina Pogorelsky y Franco Vaccarini.
086-0001