Relatos experimentales

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Relatos experimentales

Prólogo de un escritor cansado

No todo estaba perdido. El agente Mortimer todavía podía recuperar las cintas a tiempo. Sin embargo, el tiempo se le acababa y cada vez que miraba de reojo veía al agente de la KGB que le seguía, embutido en su gabardina beige y en su sombrero de fieltro. Se hacía de noche en Praga y aquel duro invierno del año 1968 enfriaba con todas sus fuerzas. Después de dar vueltas numerosas veces sumergido en la noche, intentando despistar al agente que le seguía, entró en el Hotel Imperial, y fue a hablar con la recepcionista.

—¿Ha llegado algún paquete para mí?

—No, señor Mortimer. Nada nuevo.

—Vale, gracias.

—De nada, señor.

—Si llega alguno, no dude en avisarme.

—Claro, señor, le llamaremos si llega algún paquete a su nombre.

—Muy bien, ya veo. Pero ¿está segura de que no ha llegado nada para mí?

—No, se lo aseguro. Revisamos los paquetes entrantes dos veces al día.

—Discúlpeme, ¿no le importaría volver a revisar? Es que verá, estoy en un apuro.

No tenían el paquete. Tal vez el paquete no había llegado aún. O tal vez ya se habían apoderado del paquete los de la KGB. O no lo habían encontrado, el paquete me refiero. Aunque la recepcionista había vuelto a revisar todos los paquetes recibidos otra vez, el misterio permanecía intacto; la multiplicidad de las hipótesis relativas al paquete era, ciertamente, desconcertante.

Subió a su habitación, la número 123 y penetró en ella. Se sorprendió al ver a la mismísima Natasha Katinova esperándole en el sillón, con su mirada retadora, ya habitual.

—¿Dónde está el paquete, Mortimer? —dijo Natasha con su voz seductora marcada por un acento ruso exagerado, casi empalagoso.

—¿No tenéis vosotros el paquete?

—Claro que no, si no, no estaría aquí, imbécil.

—¿Quién tiene el puto paquete, Natasha?

—Si lo supiese no estaría aquí. Además, aunque lo supiese, huelga decir que no te lo diría. ¡Dame el paquete, Mortimer! Déjate de juegos y dime dónde lo has puesto. Que no está el horno para bollos.

Entonces Natasha lo inmovilizó rauda con las técnicas que había aprendido en la KGB, cuando todavía era una estudiante de catorce años en los fríos campos de Siberia. Allí, después de que su padre la abandonara, fue acogida y la KGB se convirtió en su nueva familia. Y ahora, se había convertido en una de las mejores espías del mundo. Tras un breve silencio, Mortimer dijo pensativo:

—Creo que ya sé quién ha sido... —dijo por el suelo con la cara aplastada contra el entarimado—. ¡Lo tiene el Mossad!

¡Seguro que lo tienen ellos!

—¿Cómo lo sabes, Mortimer? No juegues conmigo…

—Ellos también estaban detrás de ese «paquete»... Y puesto que ninguno de nosotros lo tiene, deben haber sido ellos, es elemental. Es el principio del tercio excluido. Es decir, que, si somos un número finito de n personas, y se han descartado todas las anteriores, digamos n–1, debe forzosamente ser la que queda. La negación sucesiva de los términos de una disyunción.

—Muy cierto, pero ¿para qué querrían ellos el paquete?

¿Por qué quieren los códigos de los misiles balísticos?

—¿Códigos? ¿Eso os han dicho que contenía?

—¿Qué tiene si no? ¿Qué hay en el paquete? ¡Dímelo! —replicó Natasha con su acento ruso de ultratumba ortodoxa, que en aquellos instantes difería bien poco de una psicofonía.

—No puedo decírtelo, querida... Recuerda que seguís siendo nuestro enemigo, a pesar de todo lo que ocurrió entre nosotros —con un deje en la voz que mostraba lo satisfecho que estaba de sí mismo.

Natasha apuntó a Mortimer con su 9 mm y se lo pegó contra la sien, sacó unas esposas y se las puso. Acercándose poco a poco a su cara le dijo, con un tono que se notaba amenazador, pero resultaba excesivamente lúbrico:

—Supongo que recuerdas ese «a pesar de todo», ¿no?

—¿Cómo olvidarlo, querida? —Mortimer parecía más excitado que asustado.

—Pues que se te quede en la cabeza porque será la última cosa que veas como no me digas ya lo que hay en el paquete.

—¿Qué harás si se me ha olvidado? —Su mirada boba hubiese enervado a cualquiera.

—¡Esto! —Y acto seguido le disparó con la pistola en la rodilla.

—¡Ah! ¡Hija de puta! ¡Mala pécora! —dijo retorciéndose de dolor.

La herida sangraba mucho, y la sangre se propagaba a borbotones por el parqué de nogal alta gama de la suite imperial. Sin la mínima expresión en su cara, Natasha dijo:

—Habla ya, o te reviento la otra. Además, te debía una...

—¡Vale! ¡Vale! ¡Te lo diré! ¡No vuelvas a hacerlo!

—¡Habla, cerdo capitalista!

—¡Vale! Verás... La KGB ya se enteró de lo que pasó en el área 49, ¿verdad? Pues bien, de allí conseguimos extraer algo...

Un artefacto con una tecnología muy superior a la nuestra, con la capacidad de producir una cantidad casi ilimitada de energía cósmica. Queríamos hacer con él la mayor arma de destrucción masiva del planeta. Me enseñaron los planos de ese misil balístico intergaláctico junto al artefacto en una reunión secreta en Suiza. Sin embargo, cuando traíamos el artefacto de vuelta desapareció sin dejar rastro. Por eso he vuelto a Europa, Natasha. Mi misión es recuperar el artefacto y custodiarlo hasta Washington. Sin embargo, hay algo más...

—¿Qué es? ¡Dímelo!

—Escúchame, no podemos dejar que ese artefacto caiga en las manos de ningún Gobierno. He visto lo que son capaces de hacer. Debemos recuperarlo y destruirlo, antes de que nadie se apodere de él. El futuro de la humanidad depende de ello, Natasha.

—¿Y por qué iba a ayudarte después de lo que me hiciste? No eres más que un sucio traidor...

—Porque en lo nuestro había algo verdadero. Lo que ocurrió... Lo siento. Pero entonces te quería de verdad y te sigo queriendo. Ayúdame a recuperarlo y te prometo que luego lo dejaremos todo y nos iremos juntos. Donde tú quieras. Estoy harto de trabajar para la CIA. Te necesito para esto, Natasha. Juntos podremos hacerlo. Es la única op...

Basta... Basta... ¡Basta! ¿Pero qué estoy haciendo? ¿Qué es esta tontería? Ya no aguanto más. ¿A quién se le ha ocurrido esta trama? Melindrosa, edulcorada… ¡Diabéticos, huid! Si

ya lo de los espías en la guerra fría era poco original... Pero ¡no! Hacía falta añadirle historias de marcianos y amoríos de telenovela. Y Mortimer... ¿Qué decir de Mortimer? Personaje llano, permanentemente desvivido por la humanidad… ¡Ja! ¡Al garete la humanidad! ¡Prefiero mi taza de café, que toda esta humanidad! Solo faltaría remachar el todo con cuatro fantasías eróticas de prostíbulo de autopista y algún grupúsculo masón desatinado. Y, sin embargo, miradme...

¿Para esto estudié literatura? Trasnochando, condenado a escribir esta... esta mierda. ¡Sí! ¡Bazofia a granel! Necesitaba desahogarme. Me tendréis que perdonar. (¿Hay alguien ahí?).

Es que no soporto este trabajo. Lo aborrezco, está por encima de mis fuerzas. Pero mañana será otro día, y mi hiel me volveré a tragar. Un paso más hacia el cadalso, que, como todos, está hecho de pequeñas concesiones y humillaciones. Mortimer seguirá diciendo sus sandeces, Natasha acabará por ayudarle y todos comerán perdices. Sobre todo, mi editor, que se llenará los bolsillos con este best seller. Y yo seguiré siendo un miserable, y seguiré escribiendo esta basura, escondido en la noche. ¡Ay! ¡Cómo me engañó el cerdo de mi editor!

«Es genial, me ha encantado. Tienes muchísimo talento...

Lo que ocurre es que es un libro... que no se vendería hoy en día, ¿entiendes? —decía mi editor compungido, haciendo una mueca desagradable—. Lo siento, pero todas esas cosas… filosóficas, la gente no sabe de qué hablas. Se pierde en tus divagaciones. Es que no puedes darles algo tan complejo, perderías su atención… En mi opinión, te complicas mucho

la vida. Sin embargo, tengo pensado algo para ti. Tienes talento y podríamos usar tu pluma para mejores fines; tengo un trabajo si te interesa...».

¡Cantos de sirena! «Podríamos usar tu pluma para mejores fines». Vaya fines han sido esos, ¡escribirle los libros a otro! ¡Y encima se lleva el dinero! ¡Qué cabrón! ¡Y la gloria, que duele más! Pero claro, como el señorito es todo un nombre que vende millones de ejemplares, se lleva él los laureles. El público, que no hace otra cosa que no sea comprar sus putos libros, que no da tregua a los estantes con tal de tener por fin su copia, revienta de alborozo. Miserables. La verdad es que les da igual lo que ponga dentro. Con tal de que ponga Marcelo Foster delante y de que tenga una portada guay. «¡Oh!

¿Has leído lo último de Marcelo Foster? ¿Qué haces, incauto, que no engulles voraz todas las páginas con las que Marcelito te agasaja?». Se dicen unos a otros con íntimo regocijo, porque ellos sí, ¡sí que han leído lo último de Marcelo Foster!

¡Muerte al que se atreva a no leerlo!

Yo solo soy el idiota que escribe esos libros. Mas, no temáis, esas tramas nacen en mentes mucho más preclaras que la mía. Cada seis meses, el oráculo bisbisea a mis oídos impíos las nuevas sutilezas del próximo guion. Así condenado para toda la eternidad, tal un Atlas moderno, a llevar sobre mis hombros a la estrella del firmamento más en boga del momento: mi queridísimo Marcelo. Mientras, la mirada mansa del montón se deposita como el rocío sobre sus letras a cada nueva publicación. ¡Sancta simplicitas!

¡Como si nadie fuese capaz de escribir tanto en tan poco! Si supiesen la cruda realidad suspirarían: «Vaya tontería, ¿así es cómo se escribe un libro?». Pues sepa usted, querido lector imaginario, que ya se hizo con varios libros y fueron todos los más vendidos del año. ¡Los más vendidos del año! Lo ponía en el New York Times, no me lo invento. Y ahí estuve yo, escribiéndolo todas las noches para que otro, el gran autor de misterio y de novela policiaca Marcel Foster, me arrebatase el reconocimiento y la gloria.

«Es que el nombre, Marcelo Foster, se ha convertido en una marca que vende. La gente desconfía de los autores que no conoce, pero ya verás que dentro de poco te lanzaremos a ti en el mercado. Tendrás una entrada triunfal con una gran campaña de marketing y tus libros también serán best sellers, no tienes de qué preocuparte...».

Fui ingenuo y me lo creí. La hora que tanto esperé nunca llegó, pero he tenido tiempo de meditar y sinceramente me alegro de no haber caído en semejante añagaza. Me alegro de seguir en la penumbra, oculto entre mis heces. ¡Cuán peor hubiese sido que me recordasen por una de esas atrocidades! ¡Perpetrador de semejantes despropósitos! Cuando nuestros nietos nos contemplen de lo alto de la posteridad y vean remotas las inmensas montañas de papel, de palabras vacías que les hemos legado, ¡nos despreciarán! ¡Nos aborrecerán! Pero por lo menos yo, me puedo lavar las manos: ¡Que llegue el Juicio Final, estoy libre de pecado! Me queda eso, que ya es algo.

«Eres un hipócrita, ¿que no fuiste uno de ellos? —susurra mi conciencia, ensañándose conmigo—. ¿Cómo que no fuiste uno de ellos? ¡Eres el peor de todos! ¡El más vil, el más ruin! ¡Un cobarde, incapaz de confesar sus crímenes! Si fueses medio hombre tan siquiera, te rebelarías, te opondrías, escribirías contra viento y marea. ¡Escribir contracorriente, en la intemperie, dirigiéndose a la eternidad venidera! Eso hicieron los más grandes. ¿Te crees que les fue fácil? No, pero siguieron adelante, con el rumbo irremisible trazado por su portentoso destino. La masa los odió por ello, pero la posteridad los adulará sin descanso. Tú, sin embargo, te has vendido. Eres una ramera que no ha osado tomar la mar. Ellos fueron navegantes, ellos fueron exploradores, ellos miraron de frente la tempestad, en busca de lejanos tesoros. Tú no tienes valor para ser uno de ellos, por eso estás aquí, escondido y despreciado por todos».

¡Cuánta razón tiene! ¡Pero qué débil soy! ¡Si tan solo tuviese la fuerza de oponerme! Sé que no tengo la voluntad suficiente. Mañana seguiré escribiendo, mañana borraré todo esto, y mañana despertaré de estos sueños lleno de melancolía. Esta es la misma conclusión a la que llego siempre, que se me repite acre y que me emponzoña el alma. Ya solo queda abandonarme en la noche y en el dulce olvido que procuran los sueños. Cuando todavía poseía la inocente esperanza que prodiga la juventud, creía que podría hacer frente a la marea de la sociedad; que yo existía por mí mismo, no como una pieza más de este infinito engranaje de estulticia, sino c

¿De qué están hechos los mimbres de la realidad? La otra cara de esta pregunta que ronda sin cesar al lector de Relatos Experimentales es: ¿Cuáles son los límites de la ficción? Hijo espurio de la novela y del libro de relatos cortos, este libro nos sumerge en el mundo fantasmagórico de su autor. Ecos, reflejos, y estructuras narrativas con aires de fractal tejen una historia delirante; de ese mismo delirio surge el sentido del libro. Un viaje, cargado de sátira y de esperpento, que nos lleva hasta la propia contradicción de la cual surge.

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