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Monte Piedad
ATeresa le indignaba la menor insinuación de lujuria a su alre dedor. Su encono contra lo rijoso la desvelaba. Sin embargo, vi vía fisgoneando la intimidad de inquilinos y vecinos, como una penumbra proyectada desde algún odio incorregible. Nada más contradictorio con sus pesares que aquella manía, porque si ya le asqueaba sospechar el placer ajeno, al constatarlo, su enfado se desorbitaba. Por el contrario, si sabía de alguien en aprietos, una chispa de satisfacción le brillaba en los ojos; aunque este regodeo maligno le duraba poco, porque ninguna desgracia se ajustaba a la medida de su inquina.
Teresa enfermaba frecuentemente de los nervios, de cólera, de hastío. Un desasosiego total le espesaba la sangre y cada día lo
Agustín Díaz Péndola
abordaba con una creciente desilusión. En las mañanas desdeñaba su cabello lacio frente al espejo y hacía un triste recuento de arrugas y canas alrededor de un rictus trémulo, de furia por desbordar. Esa mirada era la revelación inconsciente de su anhedonia, que había menoscabado tanto su aliento como su aseo. Jamás se alimentaba con gozo y arrastraba una delgadez dolorosa, de cosa que está por quebrarse. El tiempo le ardía en la piel, aborrecía su entorno y se apretaba contra sí misma, anudando músculos, enjuta: cubriendo aquello que debía ser blando con una costra indiscutible y supri miendo el menor brote de suavidad en su cuerpo y en sus maneras. Con ella ocurría como con las historias que en apariencia giran alrededor de una categoría que el transcurrir ha degenerado; no obstante, las personas que la conocían acreditaban versiones de su pasado constantemente odiosas. Bajo este panorama subyacía un misterio: ¿cómo había quedado embarazada y quién o quiénes pu dieron haberla cortejado?
Su trato era tan desagradable y su tosquedad había llegado a tal punto que a nadie le interesaba ayudarla a enfrentar su neurosis. Comprenderla era un caso perdido y a esas alturas se había diluido el origen de su desagrado vital y de la frigidez que regía su carác ter. La única razón conocida que explicaba su misantropía era que sus primos, los verdaderos dueños del apartamento donde vivía, la obligaban a atender a todo aquel que necesitara pasar por la capital. Ellos le exigían hacerse cargo de los oficios domésticos, llevar la administración de aquel hostal improvisado y mantener todo cui dado y en orden. Solo si cumplía al pie de la letra estas condiciones la eximían del alquiler y le dejaban vivir con su prole.
Los parientes y conocidos que venían del interior hacia Caracas se las arreglaban para quedarse en el enorme apartamento de Mon te Piedad donde Teresa señoreaba. Semanalmente, familiares y ami gos llegaban y partían a pesar de conocer su humor y el comporta
Caracas en el país de las lluvias miento que ella les demandaba observar. Los viajeros aguantaban con estoicismo aquella pesadilla de mujer, con tal de aprovechar un techo económico. Rabietas de por medio, Teresa recibía a los acogidos de muy mala gana y mostraba su desdén con la mayor an tipatía. Ella pagaba el intercambio, pero actuaba a regañadientes su papel de anfitriona, maltratando constantemente a los huéspedes para desagraviar sus obligaciones de bedel y cocinera. Con displi cencia realizaba las labores de limpieza y no perdía oportunidad para insultar a los allegados. Les llamaba golilleros, muertos de hambre, miserables, parásitos, entre otros motes igual de ofensivos que rezaba a diestra y siniestra, mientras trajinaba de aquí para allá, como ha blando consigo misma.
Teresa buscaba resarcirse en el ejercicio de sus ofensas, pero nada le compensaba el tener que convivir con los jóvenes que invadían el apartamento. Le encolerizaba andar entre medio de cachorros rozándose con fruición; y, por más que elaborara sus desplantes, estos no hacían mella en los púberes ocasionales. La indiferencia de los adolescentes era el summum de su desdicha, además, le sobre pasaba no poder reprimirlos como hubiera querido. Entonces se derrumbaba, porque lo que escapaba de su control la abatía como una peste apocalíptica. Dedicada a regar sus sombras, encerrada en su asco, utilizaba lo único que podía maltratar con impunidad, y, cada vez que perdía la paciencia, se volvía contra sus propios hijos. Con un par de cachetadas disuasivas dadas al azar, les advertía que no se fueran a equivocar, que «por el mismísimo Cristo resucitado» los reventaría a palos si los llegaba a sorprender haciendo alguna cochinada con las putas que utilizaban el apartamento de albergue. No obstante, las hormonas de sus hijos resistían la sombra de su amargura; y era inevitable que los chicos buscaran arrimarse a las visitas y persiguieran con hambres naturales cualquier posibilidad de desnudez en las primas o en las conocidas que llegaban.
«Echarlos a patadas…» Teresa mascullaba el día entero, con pe sadez de agruras, y lamentaba el hecho de que demasiada gente de su inmensa familia usara de hotel aquel espacio. En las vueltas de su insomnio maceraba sus rencores y se reclamaba tener que limpiar mugres y aguantar caprichos de extraños a cambio de ese techo. Desvelada, en medio de su animadversión, era recurrente que le escaldaran la piel las palabras que un primo le había gritado, con un portazo de punto final para terminar una discusión, dejándola en medio de la sala, entendiéndose con el silencio: «Agradezca que no alquilamos esta vaina y que le permitimos quedarse aquí sin pagar ni medio, ¡arrimada!».
En los días de alta demanda, cuando se ocupaban al límite to das las habitaciones, el mal genio de Teresa crecía progresivamente. Los oficios hogareños la descomponían y en la cocina la rabia le cortaba el aliento: «Para colmo de males —sufría al filo de la ira— ¡tengo que cocinarles!». En ocasiones tragaba lágrimas y mocos en silencio y escupía sus flemas sobre la torre de platos sucios o en la olla de la sopa que estaba por servir. Hasta llegaba a lastimar sus manos adrede, manejando el cuchillo descuidadamente, al verlas destinadas únicamente a la carne hedionda de los pollos que lim piaba sin esmero.
Con aquel humor, enajenada a tiempo completo, cómo no le iba a enfurecer que a uno de sus oseznos se le fueran los ojos y las horas viendo mujeres en la televisión, en la calle o en las revistas. Según Teresa, César, su hijo menor, estaba maldito por los genes de su padre. Por eso le llamaba «pequeño pervertido» y no perdía oportunidad para condenar su estigma de sádico frente a conoci dos y extraños.
Y fue esa manía contra el despertar sexual de su hijo la que terminó desquiciándola, porque César tenía un espíritu particular mente indomable.
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Los años acumularon una carga insoportable de rencores alre dedor de Teresa. Sin embargo, como en muchos conflictos, tam bién en este se puede recordar una tregua, efímera, pero tregua al fin. Esta ocurrió comenzando la década de los ochenta, con la única aparición que hizo Tío Armando en Monte Piedad, cuando llegó de Isla Margarita, con el rostro bronceado como un mapache, haciendo mucha bulla, cargando aparatosamente un racimo de latas de cerveza, unas bolsas de Pepeganga y apretando bajo el brazo la caja de un VHS.
Violando dos mandamientos irreductibles de «Santa Teresa», el sacrílego Tío Armando, minutos después de cruzar el umbral de entrada, encendió un cigarrillo, destapó una cerveza y, como el presentador de un circo que mezcla misterio y picardía, anun ció a viva voz que traía regalos para todos. Repartió luego cho colates importados y ropa al voleo, para finalmente detener su mirada felina sobre la expectación de la concurrencia, sujetando sobre su cabeza la caja del VHS . Entonces, cantó el nombre de «César» como el animador de un bingo, mientras le confesaba entre bromas: «Sobrino, te traje esta vaina para que no te ladilles en este templo de santidad».
Ese día de agosto, cuando Tío Armando, con los ojos chispea dos por el alcohol, echó la primera mentada de madre en voz alta, destapando la enésima cerveza, los presentes volvieron a mirar a Teresa, esperando que, como era su costumbre, le mandara a beber a la calle entre maldiciones y empujones. Pero ante la sorpresa de todos, Teresa dirigió su molestia al cielo, se tomó las manos como rogando y se fue a la cocina, prometiendo un sancocho para quitar la hediondez a vicio que se le estaba pegando a la casa.
La visita de Tío Armando, además de traer un recreo al estado de sitio que Teresa mantenía en el apartamento, premió a César con la posibilidad de alquilar videos de dramas o de acción y, tiempo
después, en una trabajosa clandestinidad, deleitarse con películas de «ángeles» y cunnilingus en cámara lenta.
Cada comentario picaresco que Tío Armando arrojaba al ruedo, gesticulando como un actor de comedia, demostraba un conoci miento actualizado de la amargura que padecía Teresa. La forma en que se expresaba frente a ella sembraba una inquietud en el resto de los adultos y en los allegados de turno, los cuales no hacían otra cosa que intercambiar miradas de sorpresa y sonreír maliciosamen te, como quien se acaba de enterar de un secreto a voces que no hace falta aclarar so pena de caer en desgracia.
En aquel entonces se hizo cotidiana una escena vespertina, en el declive de la canícula diaria. Esta comenzaba cuando Tío Ar mando, aplastado por la modorra y despatarrado en el sillón de la sala, dejaba caer el periódico a un lado y terminaba el cigarrillo con una larga calada para darse ánimo. Luego, soltaba una serie de perfectos aros de humo. Las miradas de los concurrentes se cruzaban como tramas necesitadas de acabar un tejido revelador y agujereaban el aire espeso por el telón ahumado que rodeaba el rostro de Tío. La atmósfera se adensaba y crecía la expectativa, como si se oyera el tic tac de una bomba contra el fondo de un silencio obligado. Entonces, poseído por un ingenio circense, Tío se erguía del sillón activado por una energía súbita, cimbrando mecánicamente cada extremidad, y empezaba a vociferar: «Ven gan, vengan todos, chicos y grandes, ¡la función está por comen zar!». Gustoso del alboroto, recorría el apartamento, repitiendo la invitación, golpeando las puertas de las habitaciones. Embrujado por su personaje, salía al pasillo de barandales para convocar tam bién a los vecinos, pero esta vez imitando a un cantante de ópera, con una afinada voz de barítono.
Atendiendo al llamado, los más pequeños se arrellanaban al pie de los sillones y se dejaban suspender por el carisma que
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Tío Armando derrochaba contando chistes, narrando mitos in dígenas sobre el origen del Orinoco o evocando, como quien susurra un secreto que se comparte con orgullo, episodios del movimiento guerrillero de los Humocaros. Cuando lo poseía el alma de aquel saltimbanqui que en otro tiempo tendría que ha ber sido, y se dejaba llevar derrochando expresiones de cuerpo y verbo como un virtuoso cuentacuentos, la única pausa que hacía en su discurso era para ir a la cocina a buscar más cerveza. Aquellos rostros, brillantes de admiración, embelesados por la labia y las formas histriónicas de Tío Armando, no dejaban de escudriñar la contracción displicente en la cara de Teresa, quien se comportaba como el gendarme de una correccional y se man tenía petrificada en un rincón. Cuando Tío Armando gritaba desde la cocina, los asistentes temían que en cualquier momento Teresa se abalanzaría encima del auditorio para acabar con el es pectáculo. Sin embargo, nada adverso ocurría y ella se mantenía hierática, tolerando la penitencia. Superada esa breve tensión, el público volvía a transportarse con las historias de Tío Armando, cuando este, lata en mano, regresaba de la cocina, doblemente ingenioso y mucho más feliz, y retomaba sus anécdotas hiper bólicas saboreando exageradamente la cerveza, acentuando sus pantomimas introductorias e incluyendo en su monólogo teatral a los objetos que encontraba a su paso. Así, una escoba, una olla o el cordón de una cortina cobraban vida y protagonismo en el libreto que él improvisaba, y el apartamento se transformaba en un escenario fantástico que se iba llenando de anacondas, chigüires y fantasmas.
Los adultos de turno aseguraban que la licencia que Teresa le otorgaba no era gratuita. En medio de los relatos, compartiendo discretamente algunos guiños, quedaban más que convencidos de que algún antecedente del pasado le daba inmunidad total a Tío
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Armando para poder comportarse de esa manera. ¿Qué devoción compartida podían tener ambos, para que él pudiera beber dentro del apartamento, hacer su teatro rochelero, llegar de madrugada o hablar de mujeres, sin que Teresa no sintiera un dolor de muerte en el pecho o armara los escándalos característicos?
Para tristeza de los inquilinos, Tío Armando se marchó, así como llegó, repentinamente. Se despidió después de un almuerzo colma do de cuentos y chistes que hicieron toser y ahogarse de la risa a varios comensales. Partió como si se estuviera subiendo a un barco, arrojando besos y adioses con el brazo extendido. Y tal cual ocurre en las historietas de filibusteros y tesoros, los desdichados sintieron que se quedaban abandonados en una isla desierta, devueltos otra vez a los vaivenes huracanados de la terrible ama de llaves. Contrario a esta desazón, Tío Armando se alejó a toda vela, sin parar de hacer mímica, posando las manos sobre la clásica pared invisible, halan do una soga o avanzando a lo Marcel Marceau, luchando contra una tempestad arrasadora.
Por supuesto, Tío Armando se despidió tomando cerveza, lle vándose consigo el buen humor y el bochinche que nunca más retoñó en la vida de aquel apartamento de Monte Piedad.
Y es importante recalcar esta despedida, porque marcó el inicio de una particularidad en la forma de soñar de César. Desde enton ces su mundo onírico se comenzó a armar con la transposición de distintos sueños que transcurrían simultáneamente y que gira ban alrededor de uno principal. A estas imágenes accesorias César les llamó sueñitos, los cuales se barajaban como transparencias en distintos planos. Por ejemplo, sus nebulosas podían proyectar al unísono el rostro cetrino de los buhoneros de la Avenida Sucre, su friendo el calor de Abril; el vuelo de unas guacamayas haciendo eco entre los edificios desolados de Monte Piedad; la mueca nerviosa de Teresa persignándose hasta el infinito; y, en medio de estos sue
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ñitos, en primer plano, el sueño principal: Tío Armando parado en la puerta del apartamento, fumando sin usar las manos, sonriendo con el cigarrillo recostado hacia un extremo de la boca, achicando el ojo por la molestia del humo, al estilo de un Popeye caribeño, traspirando un olor a cebada tan intenso que César hasta lo creía percibir mientras despertaba.
Además del orden jerárquico de las escenas, los sueños de César empezaron a flotar sobre un sonido de fondo: el repicar de una lluvia tremenda. Daba lo mismo si soñaba con una tarde soleada de juegos en los jardines del Calvario o con un mediodía encapotado en la azotea del edificio; detrás de lo soñado, César escuchaba el rumor de unos aguaceros, como los que tantas veces anegaron el balcón de aquel penoso apartamento, en los días del cordonazo de San Francisco.
Y así como el ruido de la lluvia inundó su soñar, con similar constancia las rabietas de Teresa asfixiaron a los que vivían a su alrededor. Fue como si la partida de Tío Armando hubiera agra vado su enfermedad. Los trances desgarradores que padecía en las noches aumentaron su frecuencia; en ellos luchaba contra oscuros demonios; aterrada, gemía y se arrepentía arrodillada frente a los santos de su altar y solicitaba misericordia. Lo único que se des cifraba desde las otras habitaciones, a donde llegaban a morir los ecos de sus rezos y de sus juramentos descompuestos, era que algo se le había muerto cuando las monjas la desnudaron en el patio de su escuela, donde secaban cacao. Pero a esas alturas, ningún interés tenía para sus parientes entender las claves de sus delirios o los de talles de sus dolores.
En general, el tiempo se avinagró para chicos y grandes mientras Teresa se transfiguraba ejerciendo la tiranía como un designio que la sobrepasaba. Obviamente, los más afectados en este contexto fueron sus hijos, quienes ya no dejarían de cargar un semblante de
habitantes en permanente toque de queda. Y aunque a todos les pesó vivir en el apartamento, a César le tocó la peor parte. Teresa extre mó su ensañamiento y las humillaciones pasaron de lo privado a lo público. Sin importar el interlocutor, ella aprovechaba cualquier conversación para exponer sus exabruptos y promover a los cuatro vientos la cruzada moral que llevaba a cabo para salvar al descarria do de su hijo menor. En los espacios más insólitos exteriorizaba su misión maternal y pedía fuerzas para encaminar al perturbado. Sen tenciaba con locura: «hay que quemarle la piel si es preciso, porque este demonio va derechito a convertirse en un sádico». Ignoraba lo desubicada que lucía predicando contra el inaceptable mundo voyerista de César, o lo violenta y cruel que sonaba cuando adver tía que, si ella no salvaba al degenerado, era seguro que terminaría desgraciando el honor de alguna muchachita.
Indudablemente la gente comenzó a darse cuenta de que los tornillos se le estaban aflojando. Y aunque no faltó quien se acercó para aconsejarla, Teresa no se dejaba confundir por las voces dis frazadas del mandinga. Impermeable, ella solo tenía oídos para sus ángeles y estos eran los únicos rectores que iluminaban su camino; tomando dictado divino, era capaz de ver el aura de maldad que en volvía a los impíos y adivinar quiénes estaban hechos de la misma madera podrida que su hijo César.
Los domingos, cuando todos se iban a descansar temprano por la cercanía del terrible lunes, Teresa padecía vigilias enfermizas y su labor castradora cobraba una violencia desproporcionada. Incó moda por el repentino silencio del apartamento, rebatía violenta mente la puerta de la habitación de César, y si lo sorprendía viendo cualquier cosa que mostrara una mujer, de la forma que fuera, la poseía un arrebato de locura. Entonces lo insultaba desmesurada mente, lo golpeaba con lo que tuviera a mano y le gritaba para que se enterara todo el edificio, como si estuviera afectada por un des
Caracas en el país de las lluvias mán irreparable: «Desvergonzado, ¡cómo te hacen falta los coñazos de un padre de verdad, hasta cuándo vas a usar esta casa para hacer tus cochinadas!».
Las tardes malditas, de ataques inesperados, César volvía la vista hacia la pared sin decir palabra y aguardaba que los gritos se extinguieran y que las lágrimas se le secaran. Después necesi taba salir del apartamento para no asfixiarse. Con mucha cautela se escabullía de aquella cárcel y subía a la azotea del edificio para que la noche lo aliviara.
Monte Piedad de noche fue el olor de su adolescencia.
César diluía los agravios y se dejaba sanar por los rumores nocturnos en aquel mirador privilegiado de instalaciones oxi dadas y trastos tostados por la intemperie. Ahí sentía cómo se tejía el sereno que bajaba del cerro Ávila con la bulla de las chicharras que colmaban el bosquecito del Calvario. La lentitud de las madrugadas aquietaba su rabia. Alzado en aquella azotea se distraía escuchando los ruidos de los carros que surcaban la avenida, el eco de baladros perdidos, los infaltables disparos lejanos o los ladridos de los perros que se ensañaban contra los menesterosos. En su imaginación, aquellos sonidos eran chispas de un cielo que siempre estaba por llover.
César se tendía en el borde de la azotea, cerraba los ojos y des pegaba lejos de esos faroles de luz mortecina, entregado al silencio intermitente, a la Luna o al murmullo que latía en el centro de Caracas. La madrugada le cicatrizaba las penas y también le sugería hacer maletas y largarse de esa prisión. Después de cada ofensa, César comprendía que no había ni techo, ni comida que valieran el precio que estaba pagando.
Piececitos
Años más tarde, despechado y turbado por los excesos, César recordaría que su adolescencia, además de complicada por natu raleza, había sido fugaz y dolorosa. Lo fugaz se debió a su instinto de conservación, que le hizo practicar el olvido para limpiar su alma de resentimientos, y el olvido, ya se sabe, es una ilusión que comprime el tiempo. Lo doloroso de aquella etapa fue merito exclusivo de Teresa, de su afán persecutorio y del antónimo ma ternal que personificó.
La escritura es insuficiente para abrir una ventana que muestre a cabalidad lo que ocurrió en aquella época de maltrato. Si cuando se pretende narrar un hecho simple, a poco andar, se torna inefable, plantearse la tarea de exponer uno complejo, con visiones diversas
e interrelacionadas, es un reto que requiere complementos creati vos más allá de lo literario.
Por otro lado, e impotencias aparte del arte escrito, la vida de mu chos individuos está influenciada por la mirada que le han prestado a la literatura. Y es que la ficción, aunque no la puede asir, modifica la realidad. En el caso de César, su relación con los libros fue íntima y las publicaciones que pudo leer lo nutrieron constantemente. Re fugiado en la lectura, templó su carácter y alivió la deshonra diaria a la que era sometido. Frecuentemente se sumergió en los mundos de Julio Verne, de Herman Melville, en la mitología griega, en los cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, en la magia de Cantaclaro o en las fábulas creadoras de Amilavaca. A veces mezclaba lo leído para elaborar su propio ungüento sanador: se transportaba en el Nautilus o en el cachalote blanco para visitar al incomprendido y atormentado Minotauro, víctima y victimario de la Isla de Creta. César, mientras más instruido y despierto, mejor navegaba sobre las corrientes alocadas de su madre. No obstante, Teresa combatía cualquier brote de emancipación y lo martirizaba usando también estrategias simbólicas. Trastornada, se atrevió a escribirle sus sen tencias en el rostro, para luego sacarlo a pasear. «Sádico» fue una de las tantas palabras que ella rotuló en las mejillas y en la frente de César, mientras lo empujaba desde el edificio hacia el abasto, marcado como un condenado. Sádico, adjetivo inequívoco, sustantivo ver gonzoso, podría ser la traducción de lo que César pensaría entonces, convencido de que no había malentendido que lo salvara. ¿Cómo haré para pirarme de esta mierda?, se preguntaba frente al espejo, al finalizar el castigo, agazapado en el baño del apartamento, refre gándose hasta el dolor el bolígrafo del rostro.
Teresa obraba como si regentara una oficina del Tribunal del Santo Oficio, engordando la dicha de los verdaderos perversos que nunca faltan y que disfrutan del escarnio público. Resuelta
Las magias naturales de Caracas y las cir cunstancias que definen la vida de sus habi tantes son el telón de fondo de esta novela. En un ambiente caracterizado por el caos urbano, transcurren las vicisitudes de cinco amigos que crecieron en un barrio caraqueño, en los años setenta. A través de varios planos narrativos cada amigo protagoniza diversas historias que al final se complementan entre sí. Se construye un anecdotario de búsque das infructuosas, de encuentros sublimes y de fatalidades absurdas, en una ciudad don de la lluvia es una presencia que acompaña la fantasía y la realidad de los personajes. Uno de los planos narrativos se desarrolla en Venezuela y Suramérica para exponer el des calabro nacional que produjo el éxodo de mi llones de venezolanos, en la segunda década del siglo XXI. Relatos de amor y desamor, de hipérboles inevitables, de pasiones incon clusas y de despechos políticos. Un collage de mujeres y hombres reales que finalmente habitan una encrucijada para permanecer o para partir. Una novela que hay que leer.
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