Carl, una aventura calcetinesca

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una aventura

Moisés Orta Angós

calcetinesca
Ilustrado por María Carolina Nervegna

Carlpítulo 1

Apuesto a que apestas

Era día de colada, el favorito de Carl.

Tras muchas horas en el cubo de la ropa sucia, por fin volvería a estar limpio y suavecito. Tan limpio como un coche recién comprado y tan suave como un lindo gatito (de los que ronronean, no de los que arañan).

Carl es un calcetín, sin embargo, todos le llamaban Carl por su curiosa forma de hablar.

No sabemos el motivo, pero salió de fábrica con una peculiaridad, una extravagancia... Podría decirse que incluso una rareza. Era único entre un millón.

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Cuando llegó a su nuevo hogar, y tuvo que presen tarse al resto de la ropa, fue incapaz de pronunciar correctamente la palabra «calcetín».

—¡Soy un carlcetín! —exclamó a viva voz.

Eso mismo le ocurría con muchas otras palabras; siempre se le colaba alguna ele o erre de más. Todo lo que decía, lo decía con «carl». Así que sus compañeros de cajón le pusieron ese nombre, y de apellido C. Tines, mientras se reían más y más cada vez que se equivocaba.

Lo normal en estos casos es que tu hermano mayor te defienda, «aunque sea otro carlcetín», pensaba Carl. Pero este, que solo era unos segundos mayor que él, se mofaba tanto o más que los demás. ¿Cuándo aprenderás a hablar como es debido, apolillao? le increpaba con chulería.

Como todo buen par de gemelos, Carl y su hermano eran prácticamente idénticos.

En ambos predominaba el blanco, salvo por unos refuerzos grises en talón y punta, pues son las zonas más conflictivas. Para poder distinguirlos bien, uno debe fijarse en los pequeños detalles. Carl solía dibujar en su rostro una sonrisa inocente y bonachona, la típica cara en la que uno puede confiar. Sin embargo,

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su hermano no daba puntada sin hilo. Caminaba por la vida con una mueca de superioridad, y peinaba un tupé rocanrolero para multiplicar su nivel de chulería. Criticaba con soltura, sobre todo a su igual, siempre quedándose con la última palabra. Siendo tan parecidos, no podían resultar más distintos.

A pesar de las dificultades, uno siempre puede encon trar a un amigo de primerísima calidad. Ese no era otro que un enorme gayumbo color crema, al que nuestro pro tagonista apodó Zoncillos, Carl Zoncillos. Lejos de enfa darse, Zoncillos se lo tomó con buen humor, y hasta soltó una carcajada, o como diría quien ya se sabe, una carlcajada.

Se conocieron tras una lluviosa tarde de otoño y no tardaron en darse cuenta de que eran prendas gemelas. De no ser por el elástico, los dos serían 100% algodón; nunca los lavaban con la ropa de color, porque destiñe. Además, ambos pertenecían a la banda de la ropa interior. La líder del grupo era doña Braga, que sustituyó en el cargo a la cami seta del abuelo tras muchos años de servicio. Lo cierto es que a ninguno le caía demasiado bien aquella vieja camise ta, ya que, por su forma de ser, siempre habían mantenido una relación muy tirante.

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A pesar de su carácter avinagrado, se le respetaba por su conocimiento y sabiduría. Repartía refranes, quejas y conse jos a diestro y siniestro, sin ni siquiera pedírselos, como todo abuelo que se precie. Para muestra, un botón:

«Ya no hacen antipolillas como los de antes».

«Los jóvenes de ahora sois todos unos malcosidos».

«En mis tiempos los calzoncillos llegaban hasta el tobillo».

«Un lavado a mano os hacía falta, no como ahora, que vais con detergente y demás zarandajas».

«En mi juventud salí con una chaquetilla de lana, no como esas de nylon que sacan ahora».

«Cuando veas los hilos de tu vecino recortar, pon los tuyos a remojar».

«Si fuera vuestro padre, os cosía un parche en la boca».

Aquel primer encuentro entre Zonci y el calcetín pare ció más bien un encontronazo. La lluvia y el barro habían llevado a Carl directo al cubo de la ropa sucia. Cayó sobre Zoncillos, que venía de participar en un sudoroso partido de fútbol. Tras unos instantes, los dos, sorprendidos por el mal olor, comenzaron a discutir sobre quién era más apestoso. Emanaban aromas distintos, pero igualmente desagradables.

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—¡Usted apesta! —farfulló Carl.

—Pues si yo apesto, usted atufa —respondió con trariado Zoncillos.

A pesar del desencuentro, terminaron riendo como unos descosidos. No tardaron en dejar de tratarse de us ted, y hasta crearon un concurso llamado «Apuesto a que apestas». Cada domingo compartían sus aventuras y de cidían quién había tenido la semana más sucia y cochina. De momento Zoncillos iba ganando por goleada.

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Carlpítulo 2

El parque de atracciones

Era día de colada, y Carl no podía estar más con tento. Desde que puso un pie en el suelo y hasta ese preciso instante, así es como terminaban to das y cada una de sus semanas. Siempre del mismo modo, y vuelta a empezar.

Aunque para muchos lo repetitivo resulte aburri do, a Carl le parecía de lo más tranquilizador. Era un calcetín de rutina, muy poco amigo de las sor presas. «Las cosas son como son, y así tienen que ser», se decía a sí mismo.

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Los lunes los pasaba en una bonita cesta de mim bre junto al resto de la ropa recién lavada. Todos desprendían un dulce aroma a tomillo y miel. Ni pizca del antiguo tufo a queso roquefort.

Los martes le doraban el lomo a la plancha. Una sola pasadita, pero la mar de calentita. Y de vuelta al cajón.

Los miércoles llegaba la ropa de color. Estaban un poco creciditos, alguno hasta dos tallas de más, pero la verdad es que le daban ambiente al armario.

Los jueves Carl contaba chistes y chascarrillos. Po cos prestaban atención a sus historias, pero él siem pre se esforzaba por ofrecer el mejor espectáculo.

El viernes era un día triste, pues Zoncillos iba del armario, directo al trasero. «Así cualquiera pue de ser el más apestoso», pensaba Carl.

Por fin el sábado, su momento, su hora. Del ca jón al pie, del pie a la zapatilla, de la zapatilla a su dar, y de allí al cesto de la ropa sucia otra vez.

Para terminar, cada domingo una nueva edición de «Apuesto a que apestas», y la muy querida y año rada colada. Carl no podía imaginar mejor vida, aunque tampoco se lo había planteado.

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Le gustaba imaginarse cada paso del proceso de lavado y secado como si de un parque temáti co se tratara.

Subirse a las atracciones era una aventura de narices. Todos querían los mejores asientos y aca baban formando una bola gigante y maloliente de proporciones mastodónticas.

Una vez arrancaban ya no había escapatoria. Zoncillos, que era un poco miedica, solía arrepen tirse e intentaba escaquearse con excusas baratas: ¿Lavarme? Pueden usarme varias veces si me ponen del revés. ¡Hay que ahorrar agua!

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¿Esta cuerda ha pasado la revisión?

Mi etiqueta especifica lavado en seco.

Cuando esto ocurría, toda la atracción al uníso no coreaba «¡Zoncillos, cagón! ¡Zoncillos, cagón!». En ocasiones, algún gracioso añadía: «Aquí huele a popó», y por pura vergüenza y en defensa de su honor, el pobre terminaba cediendo.

—Vamos, Zonci, que estoy contigo. ¡Los Carls al poder! —animaba el calcetín al calzoncillo. Solo espero que añadan suavizante o terminaremos acarltonados.

—¡Se dice «acartonado», apolillao ! Me aver güenzas delante de toda la ropa sucia —refunfu ñaba su hermano.

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Carl suspiró cabizbajo.

—Si te sirve, a mí me pareces muy gracioso —con fesó Zoncillos para animarle.

—Gracias, mi apestoso compañero. Tú no te se pares de mí, que vienen curvas.

La primera parada en el parque temático era la lavadora.

Al igual que en los rápidos, se montaban en un donut gigante que giraba sin parar por corrientes bravas y espumosas, recibiendo chorretones por to das partes y descansando en aguas tranquilas antes de volver a arrancar. Su parte favorita era el centri fugado, ya que se quedaba pegado al tambor y veía marearse a doña Braga. «Cosas de la edad», pensaba Carl. Era un poco delicadita ella.

Para muchos, no había atracción más apasionan te que el tendedero.

Era muy importante ponerse las pinzas de se guridad a modo de cinturón para evitar sustos. Las prendas más ancianas de la casa contaban que en una oscura noche, una bravucona toalla de playa no

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quiso ponérselas, asegurando que su propio peso y recia textura la mantendrían a salvo. Al amanecer, el hueco que antes ocupaba la toalla se hallaba vacío, y no se supo más de ella. Todavía hoy, las orejeras se tapan los oídos, las sudaderas se bajan la capucha y a los pantalones les tiemblan las piernas cada vez que escuchan esta terrorífica historia.

—Eso es más mentira que la ropa de imita ción —afirmaba Carl con la boca pequeña. Se negaba a que alguien le estropeara la diversión.

El viaje en tendedero tenía dos partes. Comen zaba a modo de tirolina, recorriendo la cuerda de lado a lado y cruzándose unos con otros has ta estar todos a bordo. Después, llegaba lo más parecido a una caída libre. El viento los mecía suavemente hasta hacerles cosquillas, y el sol los secaba a todo trapo. Las vistas desde el quinto piso eran magníficas, aunque a Zoncillos le daba algo de vértigo.

«No mires hacia abajo, no mires hacia abajo», se repetía el calzoncillo para sí.

Era el único momento de la semana en el que disfrutaban del mundo exterior.

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Así como otras prendas fantaseaban con gran des aventuras más allá del balcón, este calcetín solo necesitaba asomarse una vez por semana y vuelta para adentro. Hasta donde él sabía no había nada más que sa ber. Era un calcetín y desde que el mundo es mun do y las medias se ponen en el pie, todos sus ante pasados habían vivido de la misma manera. Aspirar a más era tontería. Incluso su tío-abuelo tercero, que en su juventud sirvió en la guerra como guante improvisado en el frío invierno, opinaba igual: «El calcetín al pinrel, como la abeja a la miel». Si no, ¿para qué otra cosa iba a servir?

Por supuesto, todo buen parque temático ha de tener su zona de descanso; un lugar donde relajarse tras un largo día de emociones y quedar como nuevo.

La ropa era recogida del tendedero y llevada has ta el cesto de la plancha. Allí recibiría un tratamien to de belleza digno de una marquesa.

Como si de un spa se tratara, cada prenda era colocada sobre una «camilla» para recibir un cáli

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do masaje. A las prendas más peleonas había que rociarlas con agua destilada o darles un buen baño de vapor, como en una sauna. Tras insistir en las zonas más doloridas, quedaban como el culito de un bebé: suaves y sin arrugas. Alguna prenda de deporte, que era muy sana, nun ca se arrugaba y podía pasar directamente al cajón de la ropa limpia. Tenían un tejido envidiable y de lo más moderno. Era dificilísimo calcular su edad.

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Carl era un calcetín con una peculiaridad al hablar, pues todo lo que decía, lo decía con «carl». «Pásame la carltera», «Sin suavizante me siento acarltonado», «¡Qué carlor hace!». Sus compañeros de armario se burlaban de él y ni siquiera su hermano gemelo lo defendía. Afortunadamente, siempre podía contar con Zoncillos, un gayumbo color crema algo miedica. Las coladas se sucedían, hasta que una salvaje ventisca lo cambió todo. En ese mismo instante, comienza su aven tura y la del resto de personajes: un sargento cacahuete, Pili la pila, doña Braga, la camiseta interior del abuelo, e incluso un gato rabioso y malhumorado.

Una historia repleta de humor, acción, infinidad de disparates y algún que otro romance, que llevarán a nuestros protagonistas a superar sus miedos y a descubrir lo que realmente quieren ser.

VALORES IMPLÍCITOS:

A través de esta obra, descubriremos la importancia y el valor de la amistad, el respeto por los demás y la búsqueda de la libertad a tra vés del esfuerzo y el trabajo en equipo.

A
partir de 10 años
babidibulibros.com
ISBN 978-84-19454-40-9 9 788419 454409 I N S PIR I N GSOIRUC I T Y

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