Carteles

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Alejandro Miguel

Ilustraciones de Ana Hurtado Collado



Capítulo 1

Ese día cuando se levantó Juan encontró algo

raro en los carteles, si es que los carteles en sí no eran algo raro, lo cual ya venía pensando desde hacía tiempo. Los carteles, según decía Juan a sus tempranos ocho años, eran un pedazo de pensamiento congelado en el tiempo, que se había pensado de una manera cuando se habían hecho, y la gente pretendía que se siguieran pensando igual pasado el tiempo, por el solo hecho de haberlo dejado pegado a un cartel. Era un pedazo de tiempo anterior que pretendían que, tiempo después, fuera igual, 3


como si este no pasara. Nadie lo entendía, sí, Juan era inteligente, pero también raro. Y hacía rato que se venía quejando de los carteles. —Los carteles son algo antiguo —decía—. Son un pensamiento viejo, gastado, cansado de que se le siga usando. Y proponía su idea de libertad. No hay que fijar los pensamientos en los carteles. Ese día, en el cartel que la madre siempre le dejaba en el horno con las empanadas, Juan vio que algo estaba empezando a pasar en el mundo. Cuando abrió el horno, lo que decía el cartel, en vez del histórico: «Chicos, les dejo las empanadas para el almuerzo acá en el horno, hay tres para cada uno, compartan. Los quiere. Mamá», encontró un cartel que decía: «Chicos, bueno, no tan chicos ya, ¿eh?. Su mamá les ha dejado las empanadas para el almuerzo en el horno, si es que a las tres de la tarde, cuando comen ustedes, se le puede llamar almuerzo. Los quiere. Mamá. A veces los quiere, a veces 4


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los quiere mandar con la abuela. Pregunta: ¿Qué son empanadas?». Al principio pensó que era una broma de su madre, él se venía quejando de los carteles en el horno, avisando de algo que ya se sabía, ya sabía que les dejaba empanadas para el almuerzo, ya sabía que eran en el horno, ya sabían que eran tres cada uno. Él le decía que era un subtitulo. «No dejes subtítulos a las cosas, ya conocemos la trama», decía con sus tempranos ocho años. Cuando llamó a su mamá, ella le dijo que le había dejado el mismo cartel de siempre, cuando fue a abrir el horno para leerlo, encontró para su asombro que el papel en el que la mamá dejaba el cartel que acababa de leer estaba vacío. Y fue cuando apareció desde la calle su amigo José, sobresaltado. —José, veni a dar vuelta en coche conmigo —le dijo José y fue lo único que dijo. José tenía ocho años, pero parecía de cuarentaicinco, era concreto y resolutivo, su idioma, si es 6


que usaba un idioma, estaba totalmente desprovisto de adornos y agregados. Decía solo lo justo y necesario, con el tono entre mínimo y exacto. Era como si a él no le hubiesen dado signos de exclamación, de pregunta, puntos suspensivos, según decía la madre. Para ella era un presentador de clima, un locutor de noticiero de ocho años. Solo decía lo mínimo informativo y lógico de algunas cosas, de todo lo otro ni eso. Se alegraba, sí, la madre, de que usara artículos, porque buena parte de sus primeros cinco años tampoco tenía artículos, José a sus cinco, seis, siete años, era una extraña combinación de adjetivos y sustantivos que informaban de algunos hechos. Decía cosas como «Quiero papa», «Puré rico», «Lluvia, más tarde, poca, tranquilos». Su madre les decía a sus amigas: —Me mandaron a este nene sin artículos. No tiene artículos adentro. Y ellas lo miraban y lo tocaban, lo movían un poco, y decían: 7


—Seguro los tiene trabados en algún lugar de su mecanismo, si lo movemos, se van a destrabar y van a salir. Y así era como lo movían, pero los artículos no estaban en ningún lado. Es de considerar que la teoría de las amigas de la madre de José, de que los niños están llenos de palabras adentro, que ya traen todas las palabras adentro del cuerpo, y que hay que saber moverlos para que salgan, como una máquina expendedora de soda, era particular. Pero vamos mas tarde a eso, ahora sigamos con José. —Ojala me salga meteorólogo, tiene lenguaje de meteorólogo —decía la madre. Y sus amigas le preguntaban: —¿José, llueve? —Pronto —decía José y olía el aire. Y si bien ellas se asustaban un poco, terminaban por decir: —Qué divinoooo. ¿Cómo se apaga? —Él se apaga solo, tiene un sistema interno que lo autorregula, cuando gastó la suficiente 8


energía, que en el caso de él es poca, se apaga y se acuesta —decía la madre. —Yo quiero uno de esos —pedía siempre alguna. —Llévate a este —dijo la madre. —¿Me lo prestás? —preguntó la mujer. —Un par de días, quince, veinte… —dijo la madre. —¡Qué graciosa! —respondió la mujer. —No es chiste —dijo la madre, y las dos se miraron serias. José olía el aire, y decía: «Rota la cadena del baño». Y todas se reían, aunque en el fondo, no. Pero hacía un año, por suerte para varios, a Josecito le aparecieron algunos artículos, de golpe, de la nada, como si en su caso simplemente hubiesen llegado tarde, tranquilos, a habitarlo un poco, sin disculparse ni hacer mucha alharaca. José había empezado a usar artículos, los justos y necesarios, en las muy poca cantidad de frases que decía en el día, todas informativas, todas sobre problemas 9


concretos. Y tiempo después le empezaron a aparecer algunos adjetivos, como si José fuese una zona nueva para explorar, algo que nunca ningún adjetivo hubiese visitado. Cuando a José se le cayó el primer adjetivo de la boca, porque lisa y llanamente fue así: «se le cayó el primer adjetivo de la boca», que cayó al suelo haciendo un gran escándalo, como hacen los adjetivos cuando irrumpen en el lenguaje, se fue corriendo sonoramente para un lado de la casa con esa forma tan enojada y determinante que tenían los adjetivos. Las amigas de su madre, que estaban siempre en la casa de José, y eso él lo notaba, iba a ser uno de los recuerdos de su infancia, de la época en que a José le iban a empezar a aparecer recuerdos, las mujeres primero lo miraron sorprendidas, y después lo aplaudieron. Una de ellas dijo —¡Se la cayó un adjetivo? Este chico ya tiene adjetivos. —Vaya uno a saber cuánto tiempo lo tuvo ahí entre la mente, la boca, los puños 10


de las manos y la tensión de las pantorrillas dando vueltas, que es por donde viajan los adjetivos —agregó otra. Y José las miró sin entender lo que pensaban. Estaba empezando a ser la época en que a él también se le aparecían los entendimientos, y también la falta de ellos. Cuando José entró a la casa de Juan esa mañana, le dijo: «José, acompañame a dar vuelta, auto» A esta altura debemos decir que no le podíamos pedir prefijos a José, porque todo él era una mezcla escueta de adjetivos, sustantivos y algunos artículos, que no por haber llegado tarde, se utilizaban en exceso para recuperar el tiempo perdido. Ni tiempos verbales compuestos, ni ninguna de esas dificultades que tiene el idioma castellano y que nos complican sin ninguna lógica ni mayores explicaciones los primeros diez o quince años de vida en las escuelas. En ese sentido, José era un revolucionario, era un 11


castellano, que hablaba en ingles, hablando en castellano. Mirándolo, las amigas de su madre que manejaban el castellano hablaban en castellano, pero pensaban en chino, lo cual era muy curioso, creían que quizás era uno de esos niños, que como en las películas, ya veían traducidos al inglés. Le decían a la madre que quizás había que cambiarle el subtitulado interno, moviéndolo para un lado y para el otro, y buscando una perillita. Y se decían que debía tener un botón en algún lugar. Acá nos vamos a detener en dos cosas más, las amigas de la madre de José, como todos los adultos para él, era un crisol de idiomas en sus acciones, pensaban en chino, actuaban en alemán, rápidas, resolutivas, concretas, como todos los adultos. Se emocionaban en francés, cuando escuchaban hablar en francés o aparecía alguna cosa romántica o tierna. Se enojaban en italiano, profiriendo palabras inentendibles, y bailaban en portugués, todos esos temas brasileros que para esa altura 12


se habían puesto de moda. José manejaba poco los idiomas para sí mismo, pero como todos los niños, lo manejaba mucho para los otros. Tenía todo un catalogo de idiomas por donde pasaban los distintos momentos de los demás. El sabía que las personas estornudaban en caniche, con esos estornudos chiquititos, reprimidos; miraban con curiosidad en perro ovejero alemán, inclinando levemente la cabeza hacia lo que no entendían; atravesaban sus casas haciendo los quehaceres en abeja, andando y zumbando todo el día de acá para allá; los hombres dormían sus siestas en oso polar, derrumbados con toda su cantidad sobre la cama. Repetían lo mismo en loro. Y todos, pero todos, en algún momento del día o de su vida o del mes, se corrían la cola dando vueltas en círculo para atrapársela, en perro. Y a pesar de todo ese gran conocimiento que atesoraba en silencio, lo más complejo para José era poner los verbos y los tiempos en 13


un mismo lugar, pero eso va a quedar para hablarlo en otro momento. Juan supo que no lo iba a decir dos veces, y que si José usaba en una frase sola, en un ratito, seis palabras, ¡seis!, era porque estaba pasando algo importante, así que se cambió y salió. En el auto estaba el padre de José, que aún hablaba menos que él. O más bien, el padre de José no hablaba. Su idioma se limitaba a una serie de movimientos justos de la cabeza y las manos, los ojos, la boca, la nariz, pero no todos juntos. Como si él tuviera el idioma paseando por su cuerpo todo el tiempo, como explorándolo aún, y sin atreverse, a sus ya cincuenta años, a meterse en él, a veces respondía con los ojos, a veces con la cabeza, a veces con la nariz, y hasta hubo veces que había respondido con la lengua, incluso una vez con la pata. Sí, poca era la utilización que los Palabros, ese era el apellido de José y el padre, hacían del idioma. Se comentaba que una vez los habían visitado los muchachos 14


de la Real Academia Española y les habían preguntado «Son miles de palabras que les ponemos a disposición ¿Por qué no las usan? ¿Acaso querrían usar algún otro idioma?». Y les ofrecieron el exitoso inglés, un romántico francés, o un experimentado latín. José grande esa vez respondió con los hombros. Se limitó a subirlos y no hizo nada más. En el asiento de atrás del coche, estaba el hermano más chico de José, Josecito. A esta altura habrán notado que todos en la familia se llamaban José, como si los José estuvieran ahorrando. O si fueran una dinastías de Joseces, a cual más raro, según Juan. —Hola, José —dijo Juan cuando subió al auto, y lo saludaron los tres, a su manera—. Este va a ser un viaje largo —dijo, pero se alegró de que con un solo nombre pudiera saludar a tres personas juntas. «Ya vamos ahorrando algo», pensó. Juan era ahorrativo; José, del medio olio, y dijo al padre: «Para allá». 15


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Manejaron en silencio cuatro cuadras. Cuando llegaron a la salida a la ruta, el primer cartel, esos carteles grandes, verdes, orgullosos, de ruta, que se pueden ver de lejos, esos carteles orgullo de los carteles, que debido a su importancia, eran los únicos que Juan no criticaba, decía: —Mas allá cartel que va a anunciar que hay que bajar la velocidad. Lo miraron en silencio cuando pasaron, y los cuatro giraron la cabeza hacia el cartel. José del medio, que era el amigo de Juan, lo olió. José chico le sacó una foto y siguieron. A los metros apareció otro cartel que decía: «A poco metros el maravilloso cartel que va a anunciar que hay que bajar la velocidad. Ya llega, qué felicidad. Destapen las champañas». Pasaron más despacio, mirándolos más. Esta vez José del medio sacó la cabeza por su ventanilla para olerlo, su olfato le decía que algo olía mal. Juan pensó que estaban apareciendo carteles que anunciaban a los carteles, los carteles se 17


ISBN 978-84-18789-11-3

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uando aquella mañana se levantaron José y Joaquín, se encontraron que todos los carteles del mundo se habían rebelado, e informaban lo que querían: «Los carteles de ruta, los carteles de calle, los carteles de museos, los carteles de los libros». Por eso organizaron un viaje en el tiempo, para encontrar la razón por la que había ocurrido todo esto. Y encontraron que las épocas anteriores también estaban llenas de carteles. Mamuts, llenos de carteles, que decían que eran mamuts. Gotas de lluvia con carteles que decían que eran gotas de lluvia. Mosquitos que llevaban carteles que decían que eran mosquitos. Pero también se encontraron con un científico que se asoció a ellos para tratar de resolver la situación. Los tres juntos volvieron al presente para encontrar la razón de la rebelión de los carteles y el modo de arreglarlo, charlando con ellos y tratando de llegar a un acuerdo para poder solucionar el problema.

LIBROS DIFERENTES para noches cortas de invierno y largas de verano, ¿o es al contrario?


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