Francisco Castilla Torres
Cervantes, El Quijote y el lenguaje vulgar
El lenguaje vulgar
El lenguaje vulgar, como bien es sabido por la mayo-
ría de la población, es propio de las personas carentes de formación, de quienes no han alcanzado una mínima cultura, aunque realmente –y todo hay que decirlo–, nos encontramos multitud de ocasiones en donde es fácil advertir cómo hay cierto número de ellas con una sólida preparación, por supuesto, pero que, por desgracia, no se han desprendido con el transcurso de los años, pese a todo, de algunos de los aspectos propios de esa modalidad, quizás debido a un largo período de convivencia durante la infancia o 3
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la adolescencia. Podríamos decir que abarca diversos ámbitos, como es por todos bien conocido, pero yo citaría, principalmente –y de un modo general por no extenderme mucho en ello–, lo que son las continuas repeticiones de las cuestiones o asuntos ya comentados con anterioridad, también el hecho de caer en un excesivo detallismo que se hace del todo innecesario, así como en el empleo en su forma oral de ciertas incorrecciones de tipo gramatical que dicen mucho en su contra. (No creo que sea necesario recordar en este momento, entre otros, aspectos tales como «me se ha olvidado», «muncho», «dende», «riyendo», «más antes», yo y mi hermano», «asín», (anoche) «cenemos», «contra más te lo digo»; sin olvidarme, por supuesto, de la forma más extendida en estos tiempos que corren que delata a los que quieren pasarse de «fisnos» ante los demás por el uso de la «s» final de las palabras, aplicándose también –grave error–, a determinada forma verbal que carece por completo de ella, como le sucede a: «comistes», (comiste), o «comprastes», (compraste), y otras del mismo tiempo y persona. Deberíamos recoger aquí también, y de forma ineludible, dos aspectos netamente propios de estas personas que les caracteriza de una manera clamorosa, y 4
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son, por un lado, el uso indiscriminado del llamado estilo directo, y, por otro lado, el excesivo movimiento, a veces un tanto exagerado, que hacen de las manos en su comunicación con quien tienen a bien hablar o dirigirse, así como una marcada gesticulación con la cara como claro certificado de cuanto afirma o niega. A continuación, me gustaría pasar a analizar algunas cuestiones, amén de las ya citadas, en relación a nuestra obra más famosa, insigne, laureada y, cómo no, conocida por todo el público, ya sea este culto o no. Nos referimos, claro está, al Quijote. Uno de los elementos que más salta a la vista cuando estamos frente a alguien para saber si tiene o no una mínima formación requerida y, por consiguiente, si pertenece o no al grupo del lenguaje vulgar, está en el empleo de las conocidas incorrecciones gramaticales. Si nos ponemos con un mínimo de disposición exigible y analizamos de manera somera nuestra entrañable como universal obra, nos daremos cuenta de que, nada más empezar, empleará esta forma: «Tenía en su casa una ama»1, y más adelante hará uso de esta otra: «y la Ama con ellos», para pasar de inmediato a apuntar una vez Miguel de Cervantes, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, Ed. Aguilar, duodécima edición, cuarta reimpresión, Madrid 1981. Capítulo I, página 198. (Seguiremos esta edición). 1
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más lo siguiente, pero ahora de este modo: «y así como el Ama»2. (Obsérvese el empleo que hace unas veces de la mayúscula y otras de la minúscula. Sin comentario). Además de esta incorrección podemos advertir otra en relación con los verbos. La segunda persona del singular del pretérito perfecto simple es, y ha sido, según he recabado información, –te, y no –tes, como él redacta en multitud de ocasiones. Es decir, sería lo correcto escribir dijiste, y no dijistes. En el capítulo IV tenemos un claro ejemplo de ello cuando apunta lo siguiente: «que si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagastes»3. En este apartado entraría de igual modo una palabra que escribe de dos maneras distintas, y lo hace, además, en el mismo párrafo, una muy cerca de la otra. Veamos el citado ejemplo: «vino a dar en el más estraño* pensamiento que jamás dio loco en el mundo»4. Y poco más abajo nos deja lo siguiente: «llevado del extraño gusto que en ellos sentía»5. Reconozco que mis conocimientos del español de entonces no me permiten distinguir cuál era la forma correcta y aceptada en aquel momento, pero Capítulo VI, página 241 (ambas citas). Capítulo IV, página 228. * Digamos que el Diccionario de Autoridades de 1726 – 1739 no recoge esta forma. 4 Capítulo I, página 200. 5 Capítulo I, página 200. 2 3
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estoy seguro de que ambas no podían ser. En una de ellas, inevitablemente, erró. Lo peor de todo esto es que nadie diga nada al respecto. No hay más respuesta que el silencio. Otra cuestión no menos particular de quienes hacen gala del lenguaje que catalogamos como vulgar es la costumbre de acudir de manera incesante a los llamados incisos. De continuo rompen el hilo conductor de su tema de conversación para apoyarse en ellos. Les encantan, digamos que disfrutan haciendo estas incesantes interrupciones que les obliga a divagar. Podemos decir que forman parte de su ser. Son su misma esencia. Les acompañan en cada momento y les siguen allí donde fueren. En la obra el Quijote, hagan un poco de memoria, no se hace esperar el correspondiente inciso, recordemos que Cervantes, nada más empezar, nos dirá de manera tajante esto que muchos tienen en su memoria: «de cuyo nombre no quiero acordarme»6. En el siguiente párrafo hará acto de presencia –como no podía ser menos–, de igual modo. También él era adicto a ellos, pese a que nadie lo haya advertido. Veamos: «los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año)»7. A partir de 6 7
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esto solo cabe pensar que va a ser algo muy habitual en él este vicio –pues no cabe calificarlo de otro modo, así, sin tapujos–, y que, como podremos comprobar, se extenderá por toda la obra. Será, pues, una constante demasiado habitual en él tenerlos presentes haciendo su función, es decir, alargar en exceso la historia y, en no pocas ocasiones, desviarla de su inicial rumbo. Buena prueba de ello, y para que conste que no nos lo inventamos, debemos acudir al final del primer párrafo, en donde podemos comprobar cómo el propio Cervantes ya ha captado algo que le hará apostillar lo siguiente y que, según advertimos, no tiene ningún desperdicio: «Pero eso importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad»8. Es decir, se ha dado perfecta cuenta –y estamos en su inicio, cuestión que no se puede olvidar–, de que ya se ha ido, como suele decirse, o está yéndose «un poco» por las ramas. Otro elemento típico y, por supuesto, muy ligado a este lenguaje vulgar se refiere a la constante precisión con la que cuenta los sucesos. Se trata de un hábito o manía que no es necesaria, pero que esta gente entiende que debe hacerse, aunque sea algo molesto para el oyente. No alcanzan a comprender que lo que 8
Capítulo I, página 198.
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para ellos es realmente importante, para la otra persona puede que no alcance en modo alguno ese grado, y sea, por tanto, un elemento meramente anecdótico. Si bien es verdad que en su inicio opta por la fórmula de «no ha mucho tiempo», no es menos cierto que aparecerá de inmediato. La primera precisión la tendremos en el comentario que hace respecto de la comida, al decirnos que «consumían las tres partes de su hacienda»9. De forma inminente pasará a informarnos de algo que, si bien para nosotros no es esencial, debemos entender que para él sí que lo debió ser en función de lo que se recoge de forma explícita. Veámoslo: «Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte»10. Y que puestos a dar las edades es lógico que ahora le corresponda a nuestro héroe cuando refiere que: «Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años»11. Esta precisión, lamento tenerlo que decir, le acompañará el resto de la obra para castigo y suplicio de los lectores, aunque piensen la mayoría o todos lo contrario –que están en su derecho–, es decir, que disientan, pero he de advertir, lamentándolo mucho, que nadie les ha enseñado a pensar de manera Capítulo I, página 197. Capítulo I, página 198. 11 Capítulo I, página 198. 9
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crítica, en especial respecto de esta obra. Esto será solo un avance de lo que nos espera en el transcurso de su gran historia. Es decir, a tenor de estas primeras cuestiones que estamos analizando, no es difícil imaginar –y nadie se me moleste–, que nuestro querido Cervantes adolecía de ciertos males que eran consustanciales a su persona, y cuyo origen es fácil adivinar. No se trata, por tanto, de una cuestión menor que se ha metido por una u otra razón en dicho párrafo y ya nunca volverá a aparecer. No, nada de eso. Se trata en toda regla de un aspecto –y es algo que debemos informar de ello alto y claro–, que nos viene dado y que será, por supuesto, a gran escala. En absoluto debemos considerarlo como algo liviano. Sería estar muy lejos de la realidad. Otro elemento perteneciente a este apartado que abordamos sería cuando nos informa de las personas que tenía en su casa. Ya sabemos del ama y de la sobrina, pero también, y hemos de tenerlo en cuenta, hay «un mozo de campo y plaza», quien –y aquí viene la precisión–, tendrá, como queda reflejado, la siguiente misión: «que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera»12. Esta cuestión aparecerá también en relación con el tiempo. La hemos visto con 12
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la edad, pero abarcará –como cabría esperarse–, más ámbitos que simplemente este. Recuerden cuando se nos dice que: «sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana»13. (No creo preciso hacer ningún comentario a esa presencia de nada menos que de tres veces de la conjunción «y», y eso en tan solo dos renglones. Digamos que aún le quedará alguna más antes de terminar dicho párrafo). En el siguiente, a poco de empezar, se nos dejará claro esto otro, pero esta vez en referencia a su rocín: «Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría»14. ¿De verdad entienden que es necesaria tanta precisión? ¿No creen que es un dato que no añade nada a la historia? ¿Lo entienden o no como un vicio o manía de ciertas personas? Pero como no hay dos sin tres, como dice el famoso dicho, asistiremos a esto poco después: «Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar Don Quijote»15. Piensen ahora en algún amigo o conocido que recuerden o que se les venga a la cabeza de manera rápida, y que hayan observado este hecho que les comento, Capítulo I, página 203. Capítulo I, página 203. 15 Capítulo I, página 204. 13 14
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es decir, que hablando con usted llega hasta extremos de informar de cuestiones muy precisas que no son en absoluto necesarias en una conversación informal, pero que, tal vez, sí que serían decisivas ante un juez, no ante nosotros. Cuestión no menor, ligada precisamente a este mundo que hemos dado en llamar vulgar, correspondería el apartado que es muy conocido por todo el mundo –debido a la circunstancia de que, a lo largo de su vida, han debido sufrirlo en algún momento–, y al que podríamos calificar como detallismo. Sería este, como su nombre bien nos indica, un vicio que enlaza en cierto modo con el punto anterior de la precisión. Ambos suelen ir juntos, incluso se dan la mano en muchas ocasiones, son como la cara y la cruz de una moneda. Consiste, en líneas generales, en comentar muchos «detalles» que poco o nada tienen que ver con el eje del relato que se narra, por lo que es fácil apreciar cómo se aleja en exceso de la idea central inicial. En la conversación diaria suele ocurrir con demasiada frecuencia entre personas de formación media, o incluso elevada. No digamos entre quienes carecen de lo más mínimo de ella. Podemos comprobar sin el menor esfuerzo que hacen uso de él a cada instante, a cada paso, lo que determina que nunca 12
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tenga fin su perorata. Ello obliga a escuchar multitud de hechos que aburren, cansan, nos empachan y hacen que de continuo perdamos el hilo de lo que se nos estaba diciendo. Este mal –que afectará también al mismo Cervantes–, es fácil advertirlo nada más dar comienzo la obra. ¿Por qué habría de esperar a más adelante o tratar de simularlo? Pues porque no puede. Su fuero interno se lo impide. Hemos de entender que forma parte ineludible de su ser, como se podrá comprobar. ¿Y dónde se encuentra? Piensen y verán que no les cuesta el más mínimo esfuerzo. Pero lean, por favor, con un poco o un mínimo de sentido crítico. Les ayudaré. Aquí lo tienen: «Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos»16. En esta cita, si se fijan un momento y ponen algo de atención, apreciarán dos detallismos. Es decir, nos da dos por el precio de uno. No solo nos ofrece los días de la semana, sino que también atiende a la comida propia de ellos. Pero Cervantes de mi vida y de mi corazón: ¿para qué quiero yo tanto detalle en esta cuestión si, a decir verdad, lo que comas y en el día que lo hagas no vas a cambiar ni modificar un ápice el núcleo de tu cuento? El buen hombre 16
Capítulo I, página 197.
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creyó que con coger la pluma y ponerse a escribir bastaba. Todo esto son «goteras» que tiene la mencionada obra, y que nadie, parece ser, quiere ver. A veces es necesario ver y pensar de manera conjunta y laboriosa*. (Es como cuando vemos una casa y nos fijamos en su conjunto, distribución de habitaciones, vistas, etc., pero, contrariamente a ello, damos de lado y no atendemos a muchos pequeños «detalles» –valga la misma palabra–, que pudieran ser verdaderamente interesantes con vistas a tener o no en su día que reformar por completo la vivienda). No contento con lo expuesto, se dejará llevar de su condición y nos dirá a continuación lo que sigue en relación con la vestimenta: «El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino»17. Una vez expuesto lo anterior, he de decir que entiendo del todo innecesario hacer cualquier comentario al respecto. No creo que sea pertinente tener que recordar a los lectores que está escribiendo, y no hablando con otra persona, lo que haría un tanto más factible algunas de estas formas o digresiones. Pero aquí, en este medio, el escrito, está sobrando gran parte de lo que en * Decía Bertrand Russell algo así como que el ser humano teme al pensamiento más de lo que teme a cualquier otra cosa del mundo. 17 Capítulo I, páginas 197–8.
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su día tuvo a bien plasmar para «gloria» de su obra. Esta manía o, por qué no decirlo, este vicio, no terminará en estas citas que hemos señalado, sino que, como bien pueden imaginar, se mantendrán a lo largo de toda ella. Digamos que la mayor parte de este primer capítulo, si lo analizamos un poco en sus «detalles», comprobaremos que es una buena muestra de este apartado. Cómo lleva hasta el extremo esta cuestión lo podemos advertir de manera fácil si leemos con esa atención requerida la parte final del siguiente capítulo, justo cuando nos recoge lo siguiente: «y no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacallao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela»18. Observen que nos utiliza nada menos que cuatro nombres distintos para llamar a un «pescado»: abadejo, bacallao, curadillo y truchuela. Esto no es otra cosa sino un alarde del todo innecesario que no hace sino embotar, y mucho, a quienes tienen una mente limpia y libre de toda influencia de cualquiera de los grandes genios de la historia de la literatura española que han hecho su propia exégesis sobre el Quijote. Vinculado de manera muy estrecha con este tipo de lenguaje nos encontraríamos también con las llamadas 18
Capítulo II, páginas 213–4.
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cacofonías, es decir, la repetición de una o más palabras de manera innecesaria debido, sobre todo, a su cercanía. Es tal vez –a juicio muy personal–, el principal problema con el que nos vamos a encontrar en esta famosa como laureada obra, pese al mutismo que sobre este aspecto mantienen tanto eminentes escritores como grandes e ilustres personalidades de cualquier ámbito de la cultura. Se extienden por doquier. Llenan párrafos y páginas enteras. No dan tregua alguna y eso –seamos sinceros–, desagrada en demasía el encontrarlas repartidas por todos lados. (¿Es posible que no las hayan visto?). En el segundo párrafo (debido a que en el primero –y es algo que no podemos obviar–, no ha habido tiempo o espacio real, material, para ello), tenemos sus ya famosos «libros de caballerías». Veamos el ejemplo que ilustre lo que sostenemos: «se daba a leer libros de caballerías», y más abajo, casi de inmediato, podemos leer de nuevo esto: «… para comprar libros de caballerías en que leer»19. Aquí no solo está lo que apuntábamos antes, sino que, además, tendríamos que fijarnos en el verbo «leer»20. En este mismo párrafo –que para todos supone un texto en el que poder reflejarse y es por supuesto admirado–, debemos tener en Capítulo I, página 198. Capítulo I, página 198. Observemos que más adelante tendremos de nuevo esto: “y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos”. 19 20
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cuenta un aspecto que me parece del todo crucial. Me refiero al hecho de que encontramos en él algo como lo que sigue: «ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva», y sin hacerse esperar le seguirán estas palabras: «porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas»21. Apreciamos que ha colocado el verbo «parecer» en dos ocasiones, donde es fácil advertir que, además de ello –y aquí está lo grave–, las ha puesto una junto a la otra, es decir, peca, por consiguiente, por su cercanía, y, observamos que lo hace, curiosamente, con el mismo pronombre: «le parecían». No creo que esto suponga por su parte una buena elección, tanto con relación al verbo, su repetición, como de la frase en sí. Veamos otro ejemplo tomado al azar, pues no hay que hacer el más mínimo esfuerzo por encontrarlas a cada instante, tal y como ya advertía antes. Observen esto: «pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje»; y sigue: «porque de cartones hizo un modo de media celada, que, encajada en el morrión, hacía una apariencia de celada entera»22. Si nadie dice nada respecto a estos renglones no me queda más remedio que pedir confesión. Adviertan que no ya solo por la «celada», que 21 22
Capítulo I, página 198. Capítulo I, página 203.
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Se hace un estudio y análisis de las características propias del lenguaje vulgar y cómo estas tienen un claro reflejo en la que, de manera unánime, consideran que es una obra universal o inmortal. Todas las aseveraciones que se recogen –que no «elucubraciones»–, están avaladas con ejemplos que dan fe de lo que en esta se defiende. Le acompañan, igualmente, una serie de agudas como certeras observaciones, tanto referentes a la obra como sobre el autor, que ayudarán a entender mejor el famoso Quijote. Habrá quienes la califiquen de osada; otros de temeraria; los acérrimos cervantinos… Nos ofrece un enfoque del todo diferente, como hasta ahora nunca
789441 788418 9
ISBN 978-84-18789-44-1
se había hecho, de la «genial» obra.
mirahadas.com