Con pelos en la lengua

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Cuando Luz Marina nació, nació así: hermosa como un lirio, pero… con una pelambrera entre la boca.

—¡Oh, qué cosa más horrenda!

Su tía Nieves fue la primera persona en advertir que, en el mejor de los casos, la belleza de la niña era una belleza defectuosa.

—Uy, qué imprudente esa señora… —habrá dicho en voz baja una enfermera mirando de reojo a la tía Nieves antes de gritar horrorizada—: ¡Uich! ¡Es peluda como un gato!

¿Pero en verdad la lengua de la pequeña y hermosa Luz Marina era peluda como un gato?

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Sí, hay que admitirlo, Luz Marina, aunque de una belleza abrumadora, había nacido con una pelambrera entre la boca. Cosa que a su mamá y a su papá, Consue lo y Ernesto, parecía tenerlos sin cuidado. No porque padecieran de algún grado de astigmatismo o de mio pía, sino porque a toda hora veían a la niña bajo la lupa del amor. Algo apenas lógico si añadimos que, como ambos padres eran padres primerizos, unidos por pro pia voluntad en santo matrimonio y enamorados uno del otro todavía, el vínculo que, como pareja, habían establecido desde el vientre con su hija, si se quiere espiritual, les alcanzaba, y de sobra, para comprender que, pasando por alto los defectos, ella era un reflejo de la infinita perfección del universo.

—Ay, Nieves… por favor… aporta algo positivo… ¿sí?... o mejor cierra el pico… ¿sí?... que la niña está recién nacida… seguro que en una semana todo estará en su lugar.

Aunque Consuelo amaba a Nieves, desde muy tem prana edad había notado que su hermana mayor no te nía tacto para decir las cosas y, peor que eso, que, para decirlas, siempre elegía el momento más inoportuno. Un aspecto tan marcado en su personalidad que para nadie era un secreto que de ahí se desprendía la inca pacidad de Nieves para sostener relaciones de amistad de largo aliento, así como el hecho incuestionable de

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que, ya cercana a los cincuenta, estuviera a un pelo de quedarse solterona.

—Sí, cuñadita, no sea ave de mal agüero, que se guro, como dice mi mujer, en una semana todo esta rá en su lugar.

—Dios mediante usted tiene la razón, Ernesto. Sin embargo, transcurrida una semana en nada ha bía cambiado el panorama. Luz Marina seguía siendo hermosa como un lirio, pero cada vez que—bien para reír o bien para llorar— abría la boca, su belleza era eclipsada por un monstruo que derrochaba oscuridad: su lengua. Lengua que, para colmo de colmos, seguía igual de peluda un mes después. Y, peor que eso, un año después.

Sí, hay que admitirlo, el tiempo transcurría sin pie dad, pero la lengua de la bella Luz Marina seguía siendo un gusano de seda sin vocación de mariposa. —Ay, qué susto… mami, vámonos de aquí, mami, que la niña esa asusta.

En el parque del barrio, el mismo al que sin falta Consuelo y Ernesto, en un principio, la llevaban todos los fines de semana, situaciones como esta comenza ron a presentarse con frecuencia. Los niños, que en la arenera compartían con la pequeña de lengua peluda, reaccionaban negativamente apenas ella daba una hermosa carcajada.

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—Yiiiiiiii… Yiiiiiiii… Yiiiiiiii…

Incluso entonces fue común ver cómo, entre los niños que entraban en contacto con el monstruo, al gunos, quizá los más impresionables, simplemente se ponían a llorar con desconsuelo.

—¿Cuál será la enfermedad que padece esa niñita?

—Yo no sé, pero así de enferma no deberían sacarla de la casa.

De igual forma fue frecuente escuchar a las mamás cuestionando, entre dientes, el derecho de Luz Marina a compartir con otros niños en el parque.

—¡¿Y ahora qué?!

Por eso, el día en que la pequeña y hermosa Luz Ma rina estuvo en edad de asistir a un jardín infantil, Con suelo y Ernesto, sus padres, después de pensarlo duran te noches y noches en vela, decidieron que, por el bien de toda la familia, lo mejor era optar por una profesora particular. En casa, fue la conclusión, nadie, salvo la profesora, estaría al tanto de sus virtudes y defectos. Y, por lo mismo, en casa nadie la andaría prejuzgando por su físico. Lo que, en blanco y negro, significaba que, en casa, no habría matoneo ni rechazo.

—¡No! Aquí no… yo quelo il con otlos niños… yo quelo con niños de veldal… jugal como en el palque…

Sin embargo, la pequeña, que para entonces ya dominaba el don de la palabra, no pensaba de igual forma.

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Y en tal sentido se expresó justo el día en que Consuelo y Ernesto le presentaban a la profesora Margarita.

—No, no, no. Aquí no. No y puntlo. Sí, hay que admitirlo, Luz Marina, a diferencia de lo que habían decidido sus papás, deseaba llevar una vida normal, asistir a un jardín infantil normal y, por encima de todo lo demás, jugar sin prevención como lo hacían los niños normales en el parque.

—¡Entonces, no se diga más! ¡A jugar!

El desplante, sin embargo, tuvo un efecto positi vo. Fue el aliciente para que la profesora Margarita, que de por sí tenía fama de excelente pedagoga, se esforzara todavía más en desarrollar nuevas y mejo res técnicas de aprendizaje, basadas en la lúdica. El tobogán viajero, Las palabras que no hablan, Cazando animales invisibles, etcétera. Todo con tal de ganarse en poco tiempo el corazón de Luz Marina y el favor de su singular lengua peluda.

—Entonces, a jugal…

A Dios gracias el experimento salió mucho mejor de lo que cualquiera hubiera imaginado. Y prueba de ello es que, en menos de nada, la profesora Margarita, con paciencia y persistencia, con dedicación y discipli na, con respeto y buen humor, con amor por la ense ñanza y don de gentes, se había echado al bolsillo una jugosa recompensa. ¡El invaluable premio del cariño!

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Tanto de Luz Marina, que no paraba de aprender y de reír, como de Consuelo y Ernesto, que no cabían de la dicha siendo testigos de excepción de la metamorfosis de la niña. En especial de su cambio de actitud frente al encierro. Y es que, por cuenta de los divertidos juegos pedagógicos que con ingenio y desparpajo le planteaba la tutora, ella había recuperado la alegría de vivir y de celebrar la vida sin ninguna prevención. Esto, al tiempo que adquiría un cada vez mayor y significativo desarro llo intelectual. Todo en un proceso ascendente, diver tido, continuo, organizado, en el que, bajo la guía de la profesora Margarita, habría de aprender a diferenciar los colores, los números, las palabras más elementales, como papá, mamá, Consuelo y Ernesto; a trazar sus primeras letras; a escribir su nombre y el nombre de sus padres; a pronunciar el fonema de la erre como experta a pesar del acolchado de pelos de su lengua, etcétera. —¡Yupi! Entonces vamos a jugar… Incluso, en el balance, al final del ejercicio, la colum na del haber, en comparación con su equivalente en el deber, salió tan bien librada que, durante gran parte de esos tres fugaces años en los que la profesora Margarita asistió a Luz Marina, esta no echó de menos la arenera ni el parque del barrio. Y, mejor que eso, tampoco se quejó por la ausencia de un amigo. Lo primero, porque, en un arranque de culpa, sus papás decidieron conver

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tir la sala de la casa en un parque, con columpios, sube y baja, castillo, tirolesa, rodadero y, por supuesto, una enorme arenera con arena de múltiples colores. Y lo segundo, porque fue tal el espíritu de camaradería y co munión que surgió entre la chiquilla y la profesora Mar garita que ninguna de las dos tuvo tiempo de extrañar otra compañía.

—¡¿Y ahora qué?!

Pero, como nada es para siempre, cuando Luz Ma rina estuvo lista para dar el salto del preescolar a la primaria, Consuelo y Ernesto, sus padres, volvieron a pasar noches y noches en vela, sin saber cuál era el ca mino correcto, hacia dónde era indicado seguir. ¿Matri cularla en un colegio convencional en el que, más que su belleza, su anomalía iba a ser el centro de atención? ¡¿El objeto de las burlas?! ¿O buscar una nueva Marga rita para mantenerla a buen recaudo, en la burbuja del domicilio, del hogar, durante el resto de la vida?

—Tú, ¿qué piensas?

—La verdad, estoy bastante confundida. ¿Y tú?

—Estoy igual.

Sí, hay que admitirlo, todos los caminos traían con sigo un significativo sacrificio. Comenzando por el que a simple vista era obvio, sin importar si optaban por un camino u otro, se avecinaba el adiós definitivo entre la niña y la profesora Margarita. Cosa que, de solo ima

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ginarla, a Consuelo y a Ernesto les partía el corazón. Además, en la decisión incidía de manera muy pun tual despejar la incógnita acerca de otro interrogante. El que, oculto, anidaba en las entrañas del problema. La cuestión médica. La misma en la que, debido a su complejidad y trascendencia, aún no tenía voz ni voto Luz Marina. Y eso que ella era la protagonista de la película. La dueña de la lengua fina, tupida y diminuta sobre la cual cada tanto recaía, con dejos de esperanza, la pregunta. ¿Ahora sí es oportuno practicarle a nues tra hija Luz Marina la depilación definitiva, a través de esa pequeña cirugía correctiva de la que usted, doctor Franco, nos habló a los pocos días de nacida? ¡NO!, entonces, al igual que las veces anteriores, no hubo otra respuesta. ¡NO! Y punto. Con la diferencia, eso sí, de que ahora el doctor Franco, eminencia en esas lides, añadía descorazonadora información. Cualquier ciru gía, por insignificante que esta fuera, debía pensarse a partir del desarrollo completo de la niña. Es decir, no antes de que Luz Marina tuviera dieciséis o diecisiete años. Con el agravante de que, debido a la profundidad que habían alcanzado las raíces de los pelos en la lengua de la niña y a que estos se habían extendido a garganta y paladar, había una altísima posibilidad de que, como consecuencia de la extirpación de los folículos pilosos, ella perdiera el sentido del gusto para siempre.

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—¿Homeschooling?

Entonces, en medio de semejante panorama, apare ció la solución. Luz Marina iba a ser parte de un mo delo educativo de avanzada. Un modelo que, gracias al desarrollo de internet, estaba rompiendo paradigmas en el mundo: homeschooling o colegio en casa.

—¡¿Quééééééé…?!

Sí, hay que admitirlo, para Luz Marina la noticia fue devastadora. No solo porque con el homeschooling perde ría a su mejor amiga, la profesora Margarita, sino por que, de ahora en adelante, su mayor contacto con el mundo exterior sería a través de una pantalla.

—Pero al menos… ¿hay niños? ¿Podré jugar con niños de verdad?

La respuesta, obviamente, no satisfizo su demanda. Y eso que, uno sobre otro, en el Colegio El Triunfo, modalidad hágalo usted mismo, sí había muchos otros ni ños cursando al mismo tiempo algún grado de bachille rato o de primaria. Es decir, mientras ella interactuaba con algún contenido pedagógico a través de su pantalla, al unísono, pero de manera separada, cientos de estu diantes hacían lo propio. Por lo que, cara a cara, la inte racción entre unos y otros era casi nula. Tan nula como la que había de forma directa entre alumno y profesor.

—¡No puede ser! —Es por tu bien, amor.

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Aunque la anterior expresión partía del deseo de asegurar el bienestar de Luz Marina, su contenido de verdad y trascendencia tenían lecturas divergentes. Y es que, si bien el homeschooling encajaba a la perfección den tro del marco de tranquilidad para el hogar, era obvio que su dinámica suponía un mayor esfuerzo para Luz Marina y su familia.

—Está bien… Lo que ustedes digan.

Aun así, Luz Marina terminó por aceptar la sugeren cia. El homeschooling no la convencía, eso era claro como el agua, pero, ante los profundos temores de sus pa dres, no le quedaba más opción. Era eso o eso. ¡Punto! ¿Cómo estás?

—¿Cómo te sientes después de estas primeras sema nitas de colegio?

—Fatal… Vomitaré.

—A ver, tócala, Ernesto, hay que descartar que ten ga fiebre.

—¡¿Fiebre?! ¡No! Tengo algo peor, hablo conmi go misma todo el día. Mi yo uno le pregunta a mi yo dos alguna cosa, pero la que mete la cucharada, di ciendo que la pregunta está mal hecha, es mi yo tres, mientras mi yo cuatro se burla de las otras porque no se pueden poner de acuerdo para nada. Y así me lo paso, hablando sola como una loca del cuarto a la sala y de la sala a la cocina.

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Pese a que al principio berrinches, reclamos y rabie tas fueron el pan de cada día, pronto el periodo de re chazo tocó techo. Entonces, aunque la rebeldía expresa declinó, las caras largas, seña de amarga aceptación, fueron su reemplazo. Lo que, si bien no era lo ideal, supuso un respiro en el hogar de los García. Y es que, sin acalorados sobresaltos ni fricciones, era cuestión de tiempo para que la rutina se encargara de alinear mente, cuerpo y espíritu hacia la misma dirección. O, dicho de otro modo, para que la niña, en su conjunto existencial, terminara por acostumbrarse a la soledad, al silencio que deambulaba de un lado para otro entre la casa y, en especial, a esta nueva forma, autodidac ta, de aprender. Cosa que, como de antemano le había pronosticado Ernesto a su mujer, sucedió más pronto que tarde. Esto, a pesar de que cuerpo adentro Luz Ma rina seguía echando de menos la hilaridad de la profe sora Margarita, su risa contagiosa, su ingenio sinigual, su enternecedora compañía. Y eso que, a medida que ahondaba en el abismo del silencio, en él descubría una visión encantadora. El silencio era el compañero ideal de la lectura y, en medio del silencio, la lectura era un refugio en el que jamás había soledad. ¡Sí! En los libros, fue su gran descubrimiento, existían innumerables uni versos, llenos de personajes y personas. En una palabra, descubrió que, mediante una pequeña comunión entre

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escritor y lector, los libros eran entidades vivas. Tan vi vas que, a falta de amigos de carne y hueso, con ellos se podía entablar relaciones de amistad.

—Amor, ¿y ahora qué estás leyendo? Viaje al centro de la tierra. Sí, hay que admitirlo, a falta de amigos de verdad, Luz Marina se volvió entrañable amiga de los libros. Siendo de lejos ciencias naturales y literatura sus temas preferidos. Por lo que no fue extraño verla con un libro bajo el brazo cuando, vía mail, recibió el diploma en que constaba que había superado con grado de excelencia tercero de primaria.

—¿Ves? Ahora sí me gané el viaje a Disney.

—¡Claro! Ve corriendo y trae la maleta.

—Jejejeje… ¡Ay, mamá, no seas tan aguafiestas!

Entonces corría el año 2019. Y Luz Marina, que a la fecha era un cerebrito, sabía mejor que nadie por qué sus vacaciones siempre transcurrían en los sitios más deso lados del planeta. En playas desoladas, selvas desoladas, desiertos desolados, llanos desolados y hasta en ciertos pueblos desolados. Y también por qué para asistir a un campamento de verano o para pensar en serio en los par ques de Disney, su paladar, su lengua y la cavidad superfi cial de su garganta, superficies altamente peludas, debían, antes que nada, dejar de asustar a las personas. De ahí que la alusión a Disney de la niña, desde que de mala gana

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había aceptado las consecuencias sociales de su extraña anomalía, era un anhelo y, a la vez, una especie de ironía. —Bueno, ¿y entonces qué haremos este año?

—Haremos suena a rebaño. —¿Ah?

Como premio de consolación, ese diciembre, tan to Consuelo como Ernesto, después de analizar pros y contras durante noches y noches en vela, estuvieron de acuerdo en darle gusto en una antigua petición: ir sola a pasar una corta temporada de vacaciones donde la tía Nieves. Algo en lo que, si bien antes nunca habían transigido, incidió de manera favorable el nuevo lugar de residencia de la tía. La cual, después de pensionarse, se había mudado a una casona campestre, construida sobre un lote en el que sobraba espacio a campo abier to, había un sinfín de árboles frutales, jardines, huerta, tres gatos y hasta un perro. Todo lejos del mundanal ruido y del smog de la ciudad. Lo que, sumado a que ella seguía siendo solitaria y solterona y a que, a pesar de haber sido la primera persona en pegar un grito en el cielo por cuenta de la lengua peluda de la niña, amaba a su sobrina como solo una tía solterona sabe hacerlo, esto es, con fervor y adoración, daba como resultado que, en ausencia de Consuelo y Ernesto, no había nadie mejor que esa mujer para hacerse cargo de Luz Marina. —Entonces, no se diga más…

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Cuando la maleta de la niña estuvo lista, en su inte rior, salvo por un suéter de lana, un jean, tres camisetas y un puñado de medias y calzones, no había más que libros. O sea, su prelación habían sido los amigos.

—Amor, ¿para qué empacas tantos libros si solo será cuestión de una semana?

—Ay, papito, ese es mi problema.

Y, como en un porcentaje importante esa aseve ración era verdad, a la casa de la tía Nieves, acompa ñando a Luz Marina, llegaron Julio Verne, Antoine de Saint-Exupéry, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde y no me nos de diez autores más.

—Uy, qué exagerada…

La tía Nieves, bien vale la pena recordar, a diferencia de la niña, había nacido, amén de inoportuna, sin pelos en la lengua.

—Lo mismo dije yo, pero tú sabes, los chicos de ahora creen que se las saben todas.

Por lo visto, Consuelo, su mamá, sin éxito, también había intentado disuadirla.

—¿Y ustedes cuándo vuelven?

—El 20, Dios mediante, cuñadita, estamos por aquí.

—Qué rico, apenas para que celebremos en familia la navidad.

—Esa es la idea, Nieves, que estemos todos juntos ese día.

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Luz Marina, salvo por una peque ña y extraña anomalía fisiológica, es una niña hermosa y normal en todo aspecto. Bueno, al menos hasta que abre la boca y salta a la vista

lengua, que es peluda como la de un gato. Lo cual, además de que despierta

rechazo en todas partes, lleva a que sus padres, Consuelo y Ernesto, decidan criarla y educarla de espaldas al mundo, dentro del cerco del hogar. Sin embargo, con la irrupción de la pan demia y la imposición

uso del barbijo, se abre una luz para que la niña

sume, sin ser el centro de atención,

los niños que nacen sin pelos

su
el
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se
a
en la lengua. mirahadas.com I N S PIR I N GSOIRUC I T Y ISBN 978-84-19454-06-5 9 788419 454065

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