Diario de un Navegante II

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SANTIAGO DE HEVIA

Diario de un

Navegante Parte 2. La tribu de los Wuövarn



I - Perdido en la isla

D

esde la montaña, se veía la pequeña isla rodeada de peñascos de roca volcánica en medio de un océano azul verdoso. La costa, formada por varios salientes como las puntas de un cabo, desplegaba surcos de playa de una fina arena limpia, bañadas por aguas cristalinas en las que puedes ver su fondo desde la montaña. El interior, se pierde en una gigantesca selva enmarañada que rodea toda la isla, con la gran montaña, un río que cruza por la parte oeste, y una hermosa catarata de unos treinta metros que ha formado una poza perfecta. En la zona este, la frondosidad es más densa y al ser una zona tan húmeda, los manglares devoran la tierra abriendo camino a un pantano poco recomendable de visitar. Allá, los rayos de sol no penetran, el miasma flota en la oscuridad como una tela de araña produciendo escalofríos al rozarte, solo infinitas luciérnagas brillan asustadas de las sombras que acechan. Estando la isla deshabitada, su plan de vuelta a casa se había ido al traste. Pero no por eso desistiría, le seguía quedando la opción 3


Santiago de Hevia de que un barco le rescatase, por eso comenzó a construir una gran pira de troncos y ramas. En el instante en el que apareciese un navío por el horizonte, prendería fuego a la madera para que el humo revelase su paradero, y con suerte pudiesen ir a buscarle. Cualquier árbol caído, cualquier astilla, serviría para alimentar el fuego. Todos, excepto Irene que había salvado su vida. Se obsesionó con la idea de tener que ver un barco navegando en aquellas aguas, su pasaje de vuelta a casa, al mundo civilizado. Trató de no alejarse demasiado de la costa, apenas buscaba algunos plátanos y bebía algo de agua, regresaba corriendo a la playa. Sin otra cosa mejor que hacer, aprovechó para construirse una cabaña con hojas de palmera, cañas y ramas, algo que le refugiase del sofocante sol y le sirviese de cobijo para pasar la noche. No pudo predecir que al llegar la tarde, se oscurecieron los cielos y cayó una lluvia torrencial calando y derribando su refugio. Fueron pasando los días y la espera en la playa, comiendo plátanos y bebiendo agua, aun con la esperanza de ver pasar un barco. Llegó a hacer cinco refugios diferentes, pero al llegar la tarde se daba cuenta de que no habían servido de nada, pues eran tan fuertes las lluvias y tan inestables los refugios que acababan destrozados cada vez. Una mañana, paseando por la playa encontró unos huevos de tortuga. Para comerlos estuvo más de una hora intentando hacer un fuego con un palo y una madera partida, pero le fue imposible. Dándose por vencido, al final tuvo que comérselos crudos. Si soy incapaz de cocinar un huevo, cómo podré hacer arder toda una pira de leña húmeda, se planteó. Fue aquí cuando se dio cuenta que no iba a ser capaz de encender la hoguera, y lo que era peor aún, no iba a poder salir jamás de aquella isla. No tenía sentido seguir esperando de ese modo en aquella playa, debía abandonar aquella absurda espera y aceptar de la mejor manera posible su vida en la isla. 4


Diario de un Navegante Lo primero que hizo fue ir a buscar algo de comida de verdad, pues solo había estado comiendo durante esos días plátanos y un par de huevos de tortuga crudos. En aquella primera expedición, se encontró la catarata con la poza, así que aprovechó para desnudarse, tomar un baño y beber un poco de agua dulce. Las rocas que reposaban cerca del río estaban cubiertas completamente de verdín, puede que por eso la poza fuera de un color verde tan oscuro que no se veía el fondo. Después de lavarse y relajarse en aquellas aguas quizá demasiado frías, fue por el interior en busca de otra comida que no fuese solo plátanos. Al cabo de un rato de andar por la selva, no encontró ningún árbol de frutas que pudiese reconocer, por lo que decidió volver, se estaba haciendo tarde. Solo había un problema… no se acordaba del camino de vuelta. En el interior todo era igual, intentaba andar en línea recta hasta encontrar una de las costas, pero le daba la sensación de pasar siempre por el mismo camino. Y se paraba dudando y contemplando los árboles cubiertos de liquen jurando haber pasado ya por ahí. Aunque no estuviese nublado a punto de llover, la frondosidad de las copas le habrían impedido guiarse por la luz de sol. Estaba perdido. La noche fue entrando lentamente, y Daniel empezó a ponerse cada vez más nervioso. No le hacía ninguna gracia quedarse en el interior de la selva por la noche, había mucha humedad y quién sabe qué bestias salvajes habitaban en aquel lugar. Para no restarle emoción, escuchó fuertes aleteos que pasaban por el cielo como una nube de tormenta, y sintió la sombra de cientos de murciélagos gigantes volando por encima de las copas de los árboles que habían salido de caza. Daniel nunca tuvo miedo ni de las serpientes, ni de los murciélagos, ni de nada parecido, pero estos nada tenían que ver con los de un palmo de España, aquí llegaban a medir casi un metro. Aunque 5


Santiago de Hevia comenzaron a caer las primeras gotas, trató de no perder la calma, al final encontraría la playa. Pero ni encontró comida, ni encontró la playa, lo que encontró fue una pequeña cueva poco profunda que al menos lo protegería y le mantendría seco hasta que pasara la lluvia, luego podría volver a buscar la salida de la maldita selva. Pero no amainó, y al final se quedó aguardando despierto en la dura y fría roca toda la noche hasta caer dormido. A la mañana siguiente se despertó del suelo, con la luz del día parecía todo maravilloso, prácticamente inofensivo. Recordó lo espantoso que le había parecido todo en la oscura noche; con el ruido de la lluvia, el viento azotando los árboles y el crujido del silencio de la selva; y sonrió porque se había comportado como un niño asustado de la oscuridad. Estuvo inspeccionando la cueva, a lo que más adelante llamaría cariñosamente «zulo», porque era tan pequeño que apenas podía llamársele cueva, pero al menos le servía de refugio y dejaría de construir fracasados intentos de algo parecido a una cabaña. En el suelo había restos de huesos, sílex y pedernal que habían sido partidas con otras piedras y trabajadas como instrumentos. ¿Es posible que algún hombre habitara esta isla hace miles de años? La idea sin duda le fascinaba, y decidió abandonar la costa y la playa, y establecerse ahí. Solo faltaba acondicionarlo lo suficiente para que resultase acogedor, empezando por recoger algunas hojas para que el suelo no estuviese tan frío ni tan duro. Sin dejar del todo las excursiones a la playa, teniéndose que subir a las copas de los grandes árboles, y grabando con el sílex flechas en los troncos para orientarse, pronto pasó a dedicarse a la vida en el zulo. Por las mañanas recorría los improvisados caminos para recolectar fruta y trataba de pescar algo sin todavía un día de suerte. Durante sus caminatas atravesando la selva, tuvo la oportunidad de ver majestuosos ciervos, caminaban como si fuesen 6


Diario de un Navegante príncipes de la tierra, algún jabalí roncando en busca de raíces y caracoles. Su carne seguro que era fantástica, pensaba. Pero se negaba a matar un animal tan grande que fuese incapaz de comerse, y sin siquiera poder cocinar la carne. Se sentía solo, pasaban los días y tenía mucho tiempo para pensar. ¿Cómo saldré de aquí?, se preguntaba. Aunque añoraba su cómoda vida, su cama mullida, su comida caliente, y su edredón de plumas, lo que más echaba en falta y lo que más recordaba era el cariño de la gente, sus olores, sus risas, su voz. Pero aun a miles de kilómetros de distancia ahora, comprendía lo que le empujó a hacer aquello. Quizá se sintiese más perdido en su propia ciudad de lo que se sentía en aquella extraña isla. No huyó por odio a su propia vida, no huyó por aburrimiento, no huyó tomando una decisión fruto de una rabieta, huyó para darle un sentido a todo lo que hacía, a todo lo que era. ¿Quién puede decir que realmente se conoce? ¿Quién puede decir que vive como desea, como realmente desearía vivir su último aliento? ¿Quién no se ha sentido paralizado mientras la vida corre vertiginosamente ante tus ojos? Él quería empezar a darle un sentido a cada día, antes de que consigan arrebatarle su mañana. Únicamente sus botas continuaban en buenas condiciones, sus vaqueros estaban desgastados y rotos, y su camisa que antes era blanca, a pesar de intentar lavarla en el río, se había vuelto completamente marrón. Seguía sin llevarse algo decente a la boca, las frutas de siempre… las que no conocía no se atrevía a correr el riesgo de intoxicarse. La pesca seguía siendo un absoluto fracaso, y se negaba a cazar ni a comer carne cruda de animales muertos. Su situación le iba deprimiendo cada vez más, no sabía cuánto tiempo iba a estar así, días, semanas, meses, ¿años?… No tenía ni idea. Y aunque sabía que no servía de nada preocuparse, ni en este caso desesperarse, porque no podía hacer nada al respecto ni cambiar su situación, era inevitable que a veces aquello le desbordase. 7


Santiago de Hevia Un día aburrido de lluvia, estaba en el zulo garabateando en las paredes como solía hacer. Estaba enfadado, empezó a gritar y a dar puntapiés contra todo lo que había construido. —¿Por qué? ¿Por qué? —gritaba. —Soy idiota. Por idiota voy a morir aquí, me lo merezco. —¡Aaaaaaaaaaaah! Gritando en un ataque de rabia, lanzó con furia la piedra que estaba utilizando contra sus cosas y esta rebotó en una de las piedras de la pared provocando un fugaz destello. No lo podía creer, había provocado una chispa con una de las piedras, ¿cómo no se le había ocurrido antes? Como si le hubiesen dado un cálido abrazo, el muchacho se tranquilizó de golpe, y se puso de nuevo a buscar. Por desgracia había tantas piedras que tuvo que probar una a una hasta encontrar dos que sirviesen. Tenía que intentar hacer fuego, así que salió corriendo a buscar algunas hojas y algo de yesca, pero esa tarde la lluvia había mojado todo y tuvo que esperar hasta el sol abrasador de la mañana siguiente para dejar que se secaran. La aparición de las piedras para hacer fuego fue todo un regalo en un momento crítico, en el que estaba ya casi desesperado. Podía mantener el zulo caliente y cocinar alimentos. Cómo imaginar que me iba a alegrar tanto por algo tan simple, tan mundano. Y me puse a pensar en todas las veces que me habían servido un plato de comida caliente en la mesa y lo había rechazado, en las veces que había estado horas bajo una ducha de agua caliente, o el simple gesto de apretar un botón para subir la calefacción. Qué grandes momentos y qué poco había sabido apreciarlo entonces. A menudo pasa que cuando tienes todo, no sabes valorarlo, y solo es al perderlo, cuando te das cuenta de lo que poseías y el valor que tenía. Es muy triste esto. Una vez me dijeron que el ser humano nunca era feliz, ya que no valoraba lo que tenía y ansiaba lo que no tenía. Y como siempre habrá cosas que no puedas con8


Diario de un Navegante seguir, y lo que consigas lo arrinconarás para desear una nueva cosa, siempre permanecerás en un estado de infelicidad constante. Creo que podemos ser felices, y es bueno desear tener nuevas cosas, pero sin olvidar las que ya tenemos. En realidad es tan poco lo que necesitamos para alcanzar la felicidad, es más, me atrevo a decir que solo por haber podido nacer en este mundo ya deberíamos sonreír. Es un regalo tan maravilloso la vida, y es lo primero que creemos nuestro y no apreciamos. Por la mañana, después de proteger el zulo bloqueando la entrada con ramas, me fui al río a lavarme y salí en busca de algo de comida por la selva. Mis recursos eran escasos y necesitaba rastrear bien la zona y encontrar algunos frutos o tubérculos salvajes, pero con mi conocimiento de plantas la cosa se ponía complicada. Después de tantas incursiones a la selva iba con muchísima más confianza, me adentraba más profundo y exploraba lugares que todavía no había conocido. Era emocionante ir descubriendo lo que iba a ser mi hogar. Y aunque al principio el miedo me cegaba, cada nuevo día me daba cuenta de que aquella isla era un lugar extraordinario. Y apenas conocía de ella solo una pequeña parte. Aunque suene infantil, recorrer todos aquellos lugares sabiendo que estaba completamente solo, hacía sentirme como si fuese dueño de todo. Mi isla. Sonaba muy bien, algo vanidoso, pero qué diablos, ¿acaso no podía jugar y creer lo que me diese la gana? Cuando andas por una zona de estas, tienes que mirar a todos lados, pero sobre todo dónde pisas. Porque mientras iba andando tan feliz viendo lo hermosa que es la naturaleza, y creyéndome dueño de todo, pisé, sin darme cuenta dónde, y una serpiente me atacó al pie. Por suerte llevaba puestas las botas y no consiguió atravesarla. No sé si sería o no venenosa, solo sé que un poco más arriba y me hubiese llevado una buena picadura. De todas formas, el susto me lo llevé. Tanto que, en lugar de 9


Santiago de Hevia apartarme, que habría sido lo más sensato, traté de matarla a pisotones como si fuese una cucaracha. Y la maté. Cogí la serpiente muerta de la cola, ahora parecía mucho más grande, llegaba casi al suelo, y decidí regresar al zulo. En algún libro había leído a aventureros comiendo serpiente, así que encendí la hoguera, le atravesé con un palo la cabeza, y la cociné. Al fuego, la serpiente se quedó en poca cosa, la carne fibrosa y algo elástica, tenía un sabor extraño, rancio, pero como hacía varios días que no comía caliente, no me desagradó en absoluto. El ataque de la serpiente me hizo ir con mucho más cuidado por el interior de la selva, eran muchos otros animales los que vivían aquí y quizá fuese algo molesta mi presencia, así que estuve más alerta, observando cada paso e intentando ser lo más discreto y sigiloso posible. Además, no sería descabellado ser precavido y fabricarme algunas armas, por si las podía llegar a necesitar en algún momento para defenderme. Comencé a recolectar buenas ramas, finas pero rígidas para fabricarme armas. Con aquellas varas hice lanzas afilándolas con las piedras de pedernal, quizá me sirviesen para cazar ahora que ya tenía cómo hacer fuego. Los primeros días apenas conseguía cazar algún animal ya que todos se me escapaban. Pude comprobar al cabo de muchos intentos, que las lanzas eran buenas para pescar y matar reptiles, pero para animales más grandes eran demasiado lentas. Aun así, estaba más que satisfecho con mis resultados, de pasarme el día comiendo plátanos, ahora podía incluir en el menú: pescado y carne de lagarto a la brasa. Quizá un arco me ayudase a cazar animales más ágiles. Estaba aprendiendo rápidamente a vivir en la isla, y eso me animaba y me motivaba a ver cuánto era capaz de aprender. Después de fabricarse el arco con materiales que le proporcionaba la selva, y de ir haciendo flechas suficientemente afiladas, fue mejorando y afinando su puntería día tras día. Poco a poco, Daniel se fue desenvolviendo mejor por la isla, y eso que tan solo habían 10


Diario de un Navegante pasado unas pocas semanas, pero se había habituado perfectamente. Cazaba más animales, y de tener unos pocos recursos, pasó a darse cuenta que no solo tenía lo justo para sobrevivir y aquello que necesitaba, sino que la naturaleza le ofrecía mucho más. La comida comenzó a ser abundante y variada: pescados, mariscos, reptiles, aves, huevos, roedores, y había conseguido localizar muchos más árboles de frutos comestibles observando la dieta de los pequeños monos aulladores. Seguía negándose a cazar animales más grandes, ya que desconocía cómo conservar la carne y se echaría a perder. Qué diferente era el mundo del que venía. Aquí parecía que el tiempo se detuviese, esa cuenta atrás, esa carrera en la que se empujaban unos a otros para sentir que su vida valía la pena, el éxito. Me daban náuseas solo de pensar en esa palabra. Aquí no tengo que demostrarle nada a nadie. Pienso en el mundo que he dejado atrás, y me siento liberado, a salvo de las miradas, de las expectativas del resto. Nadie escucha, nadie ayuda, nadie comprende que no necesito aquello. Y avanzan sin importarles quién realmente está sufriendo. Todo son palabras huecas, porque no hay estupidez más grande que tratar de solucionar los problemas del mundo como algo ajeno a las personas. Para cambiar el mundo no hay que conquistar el Himalaya, viajar a la luna, ni vencer a un oso en una pelea; la gran proeza es la de ser uno mismo. Nuestro problema es que no nos reconocemos, creemos que somos diferentes porque nuestro país es más o menos grande, hace más frío, más calor, las especias y el sabor de la comida es diferente, somos rubios, morenos o negros, creemos en un Dios o en varios con diferentes nombres, hablamos diferentes lenguas, vestimos colores vivos o apagados, y un sinfín de peculiaridades que aunque creamos que nos distancian solo enriquecen nuestro más profundo sentido de lo que somos. En lugar de sentirnos amenazados y tratar de defender lo nuestro, deberíamos compartirlo, abrir los brazos 11


Santiago de Hevia y ahondar en la mirada del otro para darnos cuenta de que en realidad nuestros sentimientos son los mismos, nuestro miedo es el mismo, nuestro orgullo es el mismo, nuestra tristeza es la misma, nuestra alegría es la misma… somos lo mismo. Esa división de fronteras es irreal, es incluso dañina. La pluralidad, la diversidad, la multiculturalidad, es preciosa, nuestro mayor tesoro, pero eso no existe para distanciarnos, sino como oportunidad para crecer, para aprender. Los colores de nuestras banderas, nuestros himnos, no deberían desaparecer para formar una única universal, deberían ser capaces de ondear, de resonar al viento al mismo tiempo. No como unión de naciones, donde sigue existiendo un claro distanciamiento y conflicto de intereses, sino como unión de personas. Para que la injusticia, las desigualdades, la explotación y el espoleo constante cesen. No para que podamos convivir, para que podamos vivir plenamente, para que exista esperanza en la humanidad. Debemos dejar de ver al otro como un medio donde beneficiarme, o como algo tan ajeno que nos sea indiferente. Esa debe ser nuestra meta, nuestro camino, mirar al otro y con todas sus diferencias, reconocernos. Es la hora del desayuno, hoy toca un rico plato a base de huevos de tortuga y plátano, que no puede faltar. En ocasiones tomaba huevos de tucán o de otras aves exóticas de la isla, pero sin duda los de tortuga hechos a fuego sobre una piedra, me resultaban los más deliciosos. Es curioso que las cosas me resulten ahora mucho más sabrosas; un pescado, algo de carne, un simple plátano, o incluso el agua, me parecen manjares exquisitos. Quizá los alimentos aquí tuviesen más sabor, quizá el agua fuese más fresca, o puede que la sensación de haber estado a punto de perderlo, me ayudase a apreciarlo realmente como se merece. De un modo u otro, estaba disfrutando de la comida más natural de la Tierra. 12


Diario de un Navegante Después de reponerme y coger fuerzas con el desayuno, me fui a bucear entre arrecifes de coral en la bahía, que resultaba mucho más protegido de las corrientes y además era tal la calma, que sumergido bajo esas aguas cristalinas podía ver el fondo perfectamente. La arena era limpia, como si nadie jamás hubiese alterado nada en aquella majestuosa naturaleza tan silenciosa y a la vez tan llena de vida. Estrellas de mar de diferentes tonalidades decoran el fondo como si fuese el firmamento, los erizos aparentemente inmóviles mueven sus púas discretamente, medusas de tonos violáceos bailan al son de la corriente, una manta solitaria despliega sus alas con elegancia y algunos peces se esconden tras las rocas o bajo tierra como si de un juego se tratase. En cambio, otros, no sienten miedo y se acercan curiosos como si desconociesen la fiereza del ser humano. Mientras busco algunos moluscos, aparecen tres tortugas que nadan con gracia, una es de gran tamaño y las otras dos son mucho más pequeñas, como otras muchas veces no reniego de jugar con ellas. Estos momentos, me hacen sentirme parte de esto, como si no fuese un desconocido de una tierra lejana, como si pudiesen comprenderme mejor que en mi propia casa. Y con esa libertad tan intensa, me siento más sincero que nunca. Me quedé observando la puerta que había construido, ¿eso podría servirme como balsa? Quizá si la robusteciese un poco más... Después de añadirle ramas atravesadas que le diesen más cuerpo, traté de llevarlo hasta la playa, pero me di cuenta que era muy complicado atravesar toda la selva con eso a cuestas, así que como no tenía gran cosa que hacer, me dispuse a construir una buena balsa en la orilla de la playa. Fui por la selva buscando y recogiendo troncos, ramas y lianas que pudiese utilizar, lo fui depositando todo sobre la arena de la playa. Cuando ya tuve lo necesario, empecé a colocar los troncos, las ramas, y fijarlos bien con las lianas para que no se soltasen. De vez en cuando, inconscientemente miraba 13


GINKGO BILOBA

La tribu de los Wuövarn es la continuación del Diario de un Navegante, el Ojo de Fuego. Daniel Montero del Liñán, con apenas 17 años y una vida infestada de comodidades, decide abandonarlo todo para ir en busca de un sentido a su existencia. De pronto, se ve inmerso en una historia de aventuras y piratas, donde tras escapar del temible Drakkar y su capitán, Diego López, la corriente le lleva hasta la costa de un territorio virgen e inexplorado. Ahora deberá aprender a sobrevivir sin todas esas comodidades que ha tenido en su vida, deberá enfrentarse a la soledad y a numerosos peligros, y descubrirá que no está solo en aquella remota isla. Una extraña tribu indígena habita esas tierras, y tarde o temprano, se encontrarán. El Diario de un Navegante es en realidad una crítica social a una época en crisis, donde el esfuerzo y la superación, la pasión por lo que nos rodea, compiten contra la abundancia, la excesiva preocupación por la imagen y la opinión de los demás, e insta a recuperar valores que aparentemente estamos perdiendo con rapidez. Una historia que nos empuja a plantearnos si estamos viviendo la vida que realmente queremos. Con la compra de este ejemplar estás colaborando con el proyecto Escuela Sherpa. Los beneficios de la venta de este libro se destinarán íntegramente a fortalecer la educación de los niños y niñas que viven en el valle del Khumbu, Nepal. ¡GRACIAS! ISBN 978-84-1878955-7

9 788418 789557

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