Diario de un neurasténico empedernido

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Mattin Añorga Diez

DIARIO

NEURASTÉNICO

DE

UN

EMPEDERNIDO



ÍNDICE

Índice cefálico - 1. m. Zool. Relación entre la anchura y la longitud máximas del cráneo. Índice de audiencia - 1. m. Número o porcentaje de personas que siguen una emisora o cadena de radio o televisión, o un programa determinado. Índice de impacto - 1. m. Estimación de la relevancia de una publicación basada en análisis estadísticos de las referencias que se hacen a ella. Índice de octano - 1. m. Quím. octanaje. Índice de precios al consumo - 1. m. Econ. Expresión numérica del incremento de los precios de bienes y servicios en un período de tiempo con respecto a otro período anterior.

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Índice de refracción - 1. m. Fís. Razón entre las velocidades de propagación de la luz en el vacío y en un determinado medio. Índice expurgatorio - 1. m. Catálogo de los libros que la Iglesia católica prohibía o mandaba corregir.

Esto no es más que un diario de relatos e historias sin ningún orden cronológico. Sin inicio y sin final. Palabras malsonantes y escritas de un neurasténico empedernido.

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POESÍA DE PRIMAVERA

La exaltación de la explotación del polen marchita en el crecer de la revolución colorida; la poesía vuela entre las flores de una primavera lluviosa e intranquila que dibuja con su tinta lo que el sol y la brisa de algún modo le ciega.

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POESÍA Y NITROGLICERINA 21 DE MARZO

La poesía se extiende como la pólvora en el habla de las personas. Te arranca el alma y explota en los sentimientos de las mentes más hermosas. La poesía y la nitroglicerina abren los vasos sanguíneos para mejorar el flujo de la sangre. Y así hacer que estallen todas las arterias. La goma2 se crea de los versos asimétricos. La mecha de esta enorme explosión se le considera lírica. La vida es una epopeya llena de dinamita.

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SESIONES TERAPÉUTICAS 31 DE MARZO

Abrí la puerta y me dirigí a sentarme en la única silla que quedaba libre. Un silencio sepulcral yacía en aquella habitación oscura. Los barrotes aprisionaban la poca luz que entraba por la ventana. El único sonido aparente era el de la suela de goma de mis botas que se incrustaban en un suelo aferrado. Me senté y esperé callado hasta poder escuchar las maravillosas historias de mis compañeras/os de sesión. Cada cual más espeluznante que la anterior. La mujer blanquecina y delgaducha de enfrente mío empezó su recital. Su voz alarmante y aguda hizo que casi todos nos tapáramos los oídos para poder sintonizar y no destrozar nuestros tímpanos. Era la primera vez que escuchaba una voz tan chirriante y al mismo tiempo temblorosa y tartamudeante. Nos contó que durante esos meses del 2020 donde el Covid-19 nos aislaba en nuestro domicilio sucedió una tragedia en su casa. Ella “vivía” con sus dos padres de aproximadamente ochenta años. El 13 de marzo de ese mismo año se encerraron en casa por el contagio 15


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masivo de los ciudadanos. Esta mujer siempre había estado poco con sus padres ya que se educó en un internado y había estudiado fuera de casa. Pero la cuarentena se produjo cuando les hacía una visita y no tuvo más remedio que quedarse con ellos y así poder cuidarlos. Los padres que ya conocían sus estragos producidos por su laringe, se pusieron todas las herramientas posibles para no tener que sufrir sus consecuencias. Se pusieron unos tapones, recolectaron cera en sus oídos... El padre no escuchaba del todo bien sin tapones, pero era tal su voz, que eran necesarios. Un 27 de marzo, los padres se tiraron por el balcón agarrándose las manos mutuamente. No soportaban más esa situación. Días atrás, se cayeron más de una vez al suelo tras perder el equilibrio generado en el oído. Y aun con las rodillas destrozadas y más de una herida, tuvieron la fuerza suficiente como para poder alzarse a la barandilla del balcón y poder terminar con esa pesadilla. Después de aquella historia entendí el significado de los barrotes de la tenebrosa habitación. Y el porqué de su ingreso en terapia. El hombre seboso de mi izquierda fue el siguiente en intentar contar su historia, pero yo, tembloroso, no podía quitarme a los padres de la mujer flacucha de la cabeza. Allí, postrados en el suelo, como dos bayetas suicidadas de un tendal. Ese pensamiento solo me duró 16


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unos segundos hasta que el hombre gordo se frotó sus frondosas manos y vi que babeaba antes de empezar su historia. Una locura salivante contada por un cuerpo sucio, amorfo y sudoroso. Y comenzó. Me hubiese encantado que delirara, pero era tan real como su olor y su sudor. En aquellos meses del 2020 de la cuarentena compartía casa con dos personas y un perro llamado Toby. Este chucho obedecía solo a su amo, un joven ciego y estudioso que intentaba sacarse la carrera de Astronomía en braille. Y su otra compañera. Una chica informática usuaria de una silla de ruedas. Esta pasaba casi todos los días encerrada en su cuarto jugando a juegos multijugador en su ordenador o desencriptando archivos en la web. Este hombre relleno se quedó en un ERTE (Expediente de Regulación Temporal de Empleo) y pudo pasar las primeras semanas con el dinero que tenía ahorrado, pero la saciedad que sentía era demasiada. Pudo comprar mucha comida en ese tiempo, pero las previsiones se le iban terminando. Un 14 de abril, después de haber estado un mes confinado se quedó sin provisiones. Y el hambre se estaba apoderando de él. Le empezó a hacer tanto ruido la tripa que necesitaba meterse algo a la boca. Hasta que en ese momento apareció por su lado 17


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Toby. Sonriente como siempre. Este le agarró y lo ahorcó. Lo despellejó y lo metió al horno. El hombre ciego en ese momento sin darse cuenta de la situación empezó a llamarle, pero Toby no contestaba. Solo se achicharraba en un horno a 230°. El hombre ciego salió a buscarlo llamando a su perro por todo el vecindario. Mientras que el hombre ansioso, salivoso se comía hasta la última pezuña del pobre animal. Ese mismo día, por la noche, llegó el chico ciego a casa envuelto en una tristeza desoladora. El hombre gordo solo pudo escuchar sus llantos mientras luchaba ante el reflujo gastro-esofágico creado por Toby. El próximo día, amaneció con el mismo problema. Un hambre audaz le revolvía el estómago. Esta vez sí que no sabía qué hacer con esta situación, pero era tal su hambre que no tuvo más remedio que asfixiar al invidente. Cogió una soga y le destrozó la yugular. Él siempre pensó que fue por pena y que, si el pobre perro estaría en el cielo, su dueño tenía que acompañarle en este viaje. Y así fue, la carne de este pobre chico le duró dos días. Pudo hasta succionar las lágrimas de sus ojos todavía frescas por la pérdida de su perro. A los dos días, solo quedaba una compañera en aquel piso en el que un día llegaron a ser cuatro. Pero esta, no 18


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se había percatado de lo ocurrido, ya que se alimentaba de tarjetas gráficas y procesadores Intel. Por ello, este entró en su habitación y sin importarle nada la vida de los demás empezó a morderle su carne viva. La que pillaba. Un buen mordisco al cuello, otro al pómulo, otro al pecho, otro al muslo, hasta terminar con ella todavía viva. Antes de poder terminar la historia, la mujer blanquecina y delgaducha gritó tan fuerte que perdí el control de mi cuerpo cayendo ante el hombre gordo y seboso que estaba en mi izquierda y así fue cómo acabó comiéndome las orejas y el morro. Impidiéndome así escuchar ni hablar durante el resto de mi vida. Por ello, no pude escuchar más historias ni poder contar la mía en una sesión terapéutica.

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Esto no es más que un diario de relatos e historias sin ningún orden cronológico. Sin inicio y sin final. Solo la búsqueda de una crítica sistemática de circunstancias comunes. Palabras malsonantes y escritas de un neurasténico empedernido.

mirahadas.com


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