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E xiste un segundo mágico de entrada a los sueños en el que sus personajes intentan colarse. Es importante no ser rápido ni lento, hay que ser exacto. Se trata del momento en el que los párpados se van cayendo como galletas impregnadas en leche sobre el tazón... «¡Blop!». Tan solo un segundo. Es el Segundo de Entrada.
—…Corre, Rizos, ¡hoy no llegaremos tarde! —exclamó Sebas dando pequeños saltos de impaciencia.
—¡Anda ya!, ¡todavía no es el Segundo! A ver si confías en mí de una vez por todas, amigo —lo interrumpió Rizos antes de que aquel terminara la frase.
—¡Pero bueno! ¿Queréis montaros en los monopatines, chicos? Yo ya estoy en posición. ¡A la de tres!: Uno, dos y ¡tres! Coged aire, ¡allá vamos! —capitaneó Amanda mientras intentaba inspirar el máximo de oxígeno posible.
«No sé por qué se empeña en aguantar la respiración, todas las noches lo mismo», pensaron a la vez Rizos y Sebas sin saberlo.
En esta ocasión, sintieron esa corriente de la que tanto hablan; los oídos se taponaron; el cerebro se encogió; los mofletes serpentearon hacia atrás; la abertura de la boca tomó diferentes formas; la baba se les secó, y los brazos y las piernas flotaron en cruz sin ningún control: la leyenda urbana parecía ser cierta.
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—Rizos, Amanda, estamos dentro, ¡os puedo ver a color! ¡Lo logramos! —gritó Sebas con emoción rebosante mientras estiraba ambos brazos en forma de victoria.
—¡Guau!, ¡qué ojos más bonitos!, no sabía que eran verdes, chaval —elogió Amanda maravillada.
—Yo tampoco, ¡jua, jua, jua! —respondió Sebas, desternillándose, con esa risa que lo caracterizaba.
—¡Y tú, Amanda, tienes el pelo pelirrojo, tía!, ¡cómo mola! —se sorprendió Rizos, el niño del cabello rubio revuelto—, pero ¿qué es esto? ¡Agachaos, que llegan los monopatines!
Los tres amigos —Rizos, Amanda y Sebas— habían conseguido, por fin, colarse en un sueño: el sueño de Candela. Lunes, 23 h 15 min 4 s.
Lunes: 08 h 00 min 00 s
—¡Candela! ¡Te he repetido mil veces que adelantes la alarma del despertador! Un día de estos llegarás tarde ¡YA VERÁS! —gruñó la madre de la niña pronunciando en mayúsculas las dos últimas palabras. Candela apuraba hasta el último minuto en la cama porque siempre la despertaba ese molesto ruido del reloj en lo mejor del sueño. Anotaba en un bloc todas aquellas historias que no había terminado de soñar; así, las continuaba imaginando despierta. Era su secreto mejor disimulado de todos los secretos que disimulaba. En ese cuaderno se encontraban: Odongo, el gorila más grande y cobarde del planeta; LuzazuL, la niña que escuchaba historias que el viento ululaba; Tula, la abuela zombi que asustaba al vecindario; Viento, Empopa y Atodavela, tres amigos que navegaban rumbo al Sur en busca de tesoros escondidos, y Pistacho, el niño invisible.
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—Siempre igual. Me pregunto cuándo se dará cuenta de que la vida no es solo prisas y prisas —respondió para sí, ininteligiblemente, mientras soltaba un bostezo matutino.
El día prometía ser interesante: examen de Mates a primera; dos clases seguidas de Inglés con una profesora que no les permitía hablar ni una palabra que no fuera en ese idioma; media hora de dictado en Lengua, en el que, si te equivocabas en una tilde, copiabas la frase al completo multiplicada por tantos alumnos como hubiese en el aula; Educación Física, cuando tenía que soportar a Tacha, la más inaguantable de todas las compañeras del mundo mundial: se creía la mejor en todo. Menos mal que a última hora llegaba don Gustavo, el profesor chiflado. Era la clase preferida de Candela. El insti estaba enfrente de casa, así que la niña se podía permitir el lujo de salir un poco antes, solo tenía que cruzar.
Las horas pasaron lentas como la película más tediosa de un fin de semana de lluvia, pero por fin llegó la ansiada última clase. Si existían personas despistadas sobre la faz de la Tierra, tras ellas estaba don Gustavo. Conversaba con su otro yo en voz alta por los pasillos, ensimismado, y rara era la vez que recordara dónde había dejado sus pertenencias. Llevaba muchos años impartiendo clase en el Centro y arrastraba el mote de El profesor chiflado . «Algún alumno inspiradillo …», como solía decir cuando le preguntaban el porqué. A pesar de las habladurías, poseía un talento mágico para la palabra, lo que le otorgaba un carisma superior al resto de profesores. Todos en el instituto lo querían mucho. —Buenos días o, mejor dicho, buenas tardes, mis queridos alumnos predilectos —saludó el docente entrando en el aula mientras se le caían unos cuantos folios por el camino.
Candela se levantó enseguida a recogérselos y, sin poder esquivar la curiosidad nata de cualquier niña, vio de reojo qué ocupaba la superficie de uno de los papeles: se trataba de símbolos extraños en un lenguaje desconocido. De un golpe seco en el suelo, unió las hojas esparcidas y quedaron ordenadas en la misma dirección. Se las entregó, sin decir ni pío sobre lo que había visto.
—Gracias, Candela. Qué atenta eres siempre.
Y el profesor se quedó de pie como de costumbre. Le gustaba recorrer todos los puntos del aula como una bola de billar que no busca dirección concreta.
—¿Qué día es hoy? —retomó su discurso, dirigiéndose a la pared del fondo.
—¡Hoy es el mejor día de nuestras vidas! —respondieron sus alumnos tal y como él les había enseñado.
—Magnífico, chavales. Ya estáis en la mejor de las aptitudes para absorber la
información fresquita que os traigo de Egipto.
Los niños habían oído hablar de sus pirámides, pero no sabían muy bien dónde ubicar ese país.
—Como podéis observar —comenzó don Gustavo a explicar proyectando la imagen de un mapa en la pantalla digital—, Egipto es un país situado al norte de África. Sería solo un desierto si no fuera por la presencia del Nilo, un río tan largo como peligroso.
—¿Peligroso? ¿A qué se refiere? —quiso saber Alfredo mientras buscaba al profesor, que se había desplazado a un nuevo sitio.
—Veréis, hace muchos años, en la Edad Antigua, cada cierto tiempo se producían las crecidas del Nilo, y los alrededores quedaban inundados por sus aguas, arrasando todo en su camino. La egipcia fue una de las civilizaciones más organizadas y estructuradas de todas cuantas iréis conociendo, pero jamás supo barruntar el momento