El sueño de Hera
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CANTO 1
—Ahora, ¿hacia dónde se supone que deberíamos ir? —murmuró.
Ella se puso la mano en el mentón, cerró los ojos ¡hum! (aquel sonidillo que hace la gente al pensar) y miró hacia el horizonte, y mientras lo hacía, parecía es cuchar el silbido de las distintas corrientes del viento, escuchar el mínimo ruido que produce el cuerpo de agua más cercano, cada peculiar sonido que emite algún insecto o animal salvaje; parecía, además, que podía sentir el movimiento tambaleante de las débiles ramas y las hojas secas que caían lentamente.
¡Contemplarla… aquel instante fue mágico!
—Por allá —dijo apuntando con su pequeño dedo. Tomó una rama del suelo y la tambaleó guiándonos así por aquel sendero, siempre sonriente.
Ni por un solo instante dudó de lo que estábamos ha ciendo, en cambio, a mí me consumía el miedo, pensaba en los animales salvajes, los bichos y muchas cosas peli grosas que podrían sucedernos, pero ella nunca cambió esa expresión en su rostro y así volvimos a casa, sin pro blemas, sin heridas, sin nada... Teníamos apenas diez años.
Unos minutos antes de llegar a nuestra pequeña cabaña, me pidió que recogiéramos ramas secas para usarlas como leña.
—Así no se van a molestar —dijo.
Al entrar, nuestro padre empezó a los gritos y yo pensé que seguiría el maltrato y los golpes a los que ya estábamos acostumbrados, pero al mostrar la leña y al decir que la habíamos recogido, rápidamente se cal mó. Nadie se había preocupado siquiera porque haya mos pasado más de tres horas en el bosque jugando; era increíble que el ambiente sea así de pacífico, mi preocupación no tenía ningún sentido y solo nos sen tamos a cenar tranquilamente. Aquel fue el día en que todo comenzó.
Mi admiración creció más y más, ella sabía con exac titud cuándo nuestro padre se molestaría, reconocía el momento exacto en que él trataría de golpearnos o a nuestra madre para desfogar su mundo de frustración, sin embargo, siempre creó situaciones favorables para escapar de aquel ogro.
Además, identificaba con rapidez cualquier mentira, descubría con facilidad alguna simple inconsistencia en una historia, siempre nos encontraba a todos cuando jugábamos a las escondidas, todo esto me provocaba cierta envidia a veces, ¿cómo es que puede saber tanto?, ¿cómo es que puede entender tanto al mundo?, me pre guntaba constantemente.
Al pasar el tiempo, su adolescencia y su juventud nunca fueron accidentadas, no como la mía que sufrí muchos abusos y maltratos con la gente del campo, me vi obligado a realizar trabajos forzados en huertas y en construccio nes, pero ella era excelente vendiendo nuestras cosechas, ningún hombre pudo estafarla, mucho menos engañarla, siempre anticipó infidelidades, era, sin duda, excepcional.
Pero quién diría que hoy, mi hermana de tan solo veinte años fuese una bruja, una mujer maldita que todo este tiempo estuvo usando los poderes que el dia blo seguro le otorgó en aquel tenebroso bosque la no che en que nos perdimos, aún me cuesta creer que esa grandeza no es un don divino, sino un conjuro elabora do por demonios que consumen almas puras.
—Siempre te admiré, Regina, ¿por qué tuviste que vender tu alma a Lucifer? —exclamó un delgado joven envuelto en una incontrolable tristeza.
Por otro lado, Regina, su hermana; mancillada y golpeada, era atada a un grueso tronco de roble mientras
que la multitud gritaba eufórica después del discurso de su joven hermano, todos con mecheros y antorchas en sus manos, unos rezando, otros maldiciendo y el mo mento estaba cada vez más cerca.
—Isaac, no te sientas culpable, te perdono, mi peque ño hermano —exclamó Regina con tristeza—. Siempre tuviste un alma inocente para este mundo perverso, es normal que te hayas dejado llevar por todo esto.
Ella no sintió miedo alguno, solo pena, luego miró hacia el cielo un momento, buscó a su progenitora en tre la multitud y exclamó mirándola directamente: ¡Tuve una vida más que plena, gracias por haber me parido, madre!
Al escuchar las palabras de su adorada hija, María, quien no podía controlar su llanto, trataba de impedir que la lastimaran, pero toda esa presión la superó y se desvaneció.
Su padre, en cambio, con una botella en mano, escu pió al suelo, abandonó la plaza y se dirigió a casa dando la espalda a la muchedumbre.
Era un viernes por la noche del año 1630 (el auge de las cacerías de brujas), gente eufórica e ignorante vito reaba y celebraba la muerte de una inocente joven. Las llamas se hicieron gigantes, alumbrando la plaza de aquel pequeño pueblo, pero Regina no lanzó quejido alguno, mordió fuertemente sus labios, las lágrimas no dejaban
de inundar sus ojos, hasta que el dolor inmenso que sin tió en todo el cuerpo le hizo perder la conciencia. Era increíble cómo es que antes, la poderosa intui ción femenina llegase a ser confundida con brujería... En definitiva, nosotros, los aún primitivos hombres, envidiamos tal poder.
CANTO 2 Valhalla
En un enorme salón dorado que tenía lanzas como vi gas y escudos formando parte del techo, una gruesa voz se alzó por entre las demás.
¡Silencio! —exclamó aquel hombre que parecía más bien, un oso—. Detengan sus rugidos, bestias in saciables. Odín, nuestro padre, que ahora se encuentra batallando, me ha hablado y me ha ordenado que uno de los más grandes de sus guerreros ha sido elegido para su segundo viaje. En el primero, lo ha conquistado todo, no ha perdido una sola batalla, tuvo muchas mu jeres y engendró muchos hijos. Cantos con su nombre atravesaron el continente entero y se le conoció en cada rincón del continente como Égil, el Águila.
¡ Choquen sus copas! —continuó—. Sirvan más alcohol porque este es un momento único, miles de
años han pasado, cientos de guerreros han llegado a nuestro salón y de entre ellos, solo uno va a tener el privilegio de cruzar de vuelta, junto a las valquirias, el inmenso mar; de contemplar objetos que nunca creamos, de conocer lenguas diferentes, de probar nuevos sabores, de sentir nuevas emociones y con una única tarea, vivir.
¡Grrr! Un rugido unísono acompañó las palabras de aquel hombre y junto con él, los vasos eran estrellados contra las mesas de roble, mientras que los guerreros que sostenían lanzas las golpeaban con fuerza en el sue lo. Una caótica melodía llena de percusión y gritos se manifestó. Paralelamente a los rugidos y la exaltación, una especie de sendero humano empezó a formarse en medio de la multitud, un camino repleto de cientos de rostros con carne entre los dientes, hidromiel en las barbas y cánticos que acompañarían a la figura de un solitario guerrero que permanecía sentado al fondo del salón y que empezaba a distinguirse por entre las pieles que, poco a poco, como un río se alineaban para otor garle todo el protagonismo.
En la última mesa del salón, Égil tomó su hacha, que descansaba sobre el asiento que tenía al lado y con lentitud la enfundó. Se puso de pie, alzó su vaso con la mano derecha, bebió el amarillento licor de un solo sorbo y dejó caer con fuerza su copa sobre
la madera para luego secar con el antebrazo su rubia y melenuda barba.
Disfrutó de aquel último sorbo, sintió el líquido amargo recorrer su interior y al terminar, infló el pecho (de por sí tenía el ceño fruncido en cualquier estado de ánimo en el que se encontrase) y así, avanzó por entre toda esa bulliciosa multitud mientras la percusión acompañaba cada uno de sus pasos.
Surcó el áureo salón con paso lento y discreto; en el camino muchos camaradas de batalla lo despedían con palmas, saludos e incluso venias, pero en todo momen to, él mantuvo la mirada firme hasta que le fue inevi table no detenerse donde su amada esposa que en su rostro reflejaba un exceso de felicidad por el destino de su marido. A pesar de su enorme sonrisa, un par de lágrimas recorrieron las mejillas de aquella majestuosa mujer, pues nunca más lo volvería a ver, sin embargo, celebraba tanto como él. Se tomaron de las manos y luego se abrazaron fuertemente, juntaron sus frentes y con la punta de sus narices unidas, cerraron los ojos y suspiraron juntos. Aquel gesto parecía representar la forma en la que se amaban y con no más que una venia llena de amor, se dijeron adiós para siempre.
Al otro lado de la cámara, se erguía una plataforma que soportaba tres tronos, dorados como el mismo sol, pero dos de ellos se encontraban vacíos ya que, quienes
los ocupaban, se encontraban librando una batalla. Égil levantó la mirada hacia el hombre que estaba sentado justo enfrente de él y lo saludó tan solo con un gesto que fue correspondido por el guerrero. Solitario en medio de la multitud. Dio vuelta y en frentó los cientos de mejillas y miradas enlagrimadas que lo envolvían como una cálida lluvia de verano. En tonces, tomó con fuerza su hacha y la elevó hacia el cielo con un vigor único y acompañó aquel movimien to de un salvaje rugido que desencadenó un regocijo aún más grande entre todos los que presenciaban aquel espectáculo, pues el ritual estaba a punto de dar inicio.
Con su inmensa estatura, corpulencia y su impo nente presencia, se acercó a un pequeño altar vacío que tenía a su izquierda, se despojó de su hacha y la colocó sobre esta, mientras que el redoble de pisadas y golpes no se detenía.
Lentamente liberó a sus hombros de las pesadas y finas pieles que los cubrían para colocarlas junto a su arma hasta que quedóse completamente desnudo mientras que las cicatrices en su cuerpo empezaron a brillar como medallas de la postguerra. Levantó los dos brazos y de nuevo, lanzó un rugido más; parecía un oso gigante reinando por sobre todas esas bestias, no obstante, buscó por una última vez la mirada de su esposa entre la multitud.
Con mucha calma, aquel solitario rey, abandonó su trono y levantó el brazo derecho para apuntar con su índice hacia las enormes y doradas puertas del salón, que al abrirse dejaron ingresar una fuerte brisa que tornó la algarabía mucho más intensa y, Égil, por su lado, dejó escapar un último y delicado suspiro y ca minó con firmeza hacia aquel destino inimaginable, sin siquiera mirar atrás.
Las valquirias lo esperaban. Esta ceremonia no era como aquellas otras que se hicieron famosas en la historia del mundo y que fueron conocidas como paganas ; este momento era especial porque a diferen cia de los rituales que se acostumbraban y que tenían como principal actividad el ofrecer una vida en sa crificio. En aquel instante, no se derramó ni una sola gota de sangre, hubo en su lugar, lágrimas de alegría al poder presenciar aquel maravilloso espectáculo; escuderas y guerreros cantaban y lloraban mientras acompañaban con la mirada a Égil mientras se per día en la luz de su mágico océano.
Égil siguió su camino, las valquirias lo abordaron y ya con ellas, cruzó aquella inmensidad donde solo ha bía luz. Las puertas del Valhalla cerraron, estallaron en gritos, «¡Skol!», dijeron todos al unísono y así, con ese brindis, la multitud recordó la gloriosa muerte de Égil, enfrentándose a diez hombres que destrozaron su es
cudo, su hacha se rompió durante la batalla, su pecho fue atravesado por una flecha directa al corazón y que un instante después, con las manos siempre empuña das, de pie y nunca de espaldas hacia el enemigo, murió.
Su recepción en el salón del Valhalla junto a sus de más hombres caídos en batalla fue majestuosa. A partir de aquel día, disfrutaron de miles de banquetes por lo que sería la eternidad, pero Égil nunca más estaría allí.
Égil, mi hijo, fue elegido para poder reencarnar en ti, lo escogí para que pueda disfrutar de nueva vida; sin guerras ni dolor, pero parece que eso es imposible, los hombres constantemente nos matamos los unos a los otros y ahora mismo te has visto obligada a escon derte por la misma razón, sin embargo, quiero decirte que las valquirias te devolvieron de la muerte para ser feliz, aprender y gozar de este precioso regalo, esta gran oportunidad.
—Ahora yo, Odín, padre de todo, estoy aquí en tus sueños para recordarte que tu alma es vikinga, que ga naste miles de batallas, que conquistaste un continente entero con tan solo un hacha y unos cuantos barcos; que la vida que en este momento tienes, tan distinta de antes, es especial y muy valiosa.
»A pesar de que esta era sea diferente, una época donde las heridas no cicatrizan, sino que quedan para siempre en la mente y el corazón, tan distinta de lo que
solíamos conocer, donde el dolor pasaba y las lesio nes curaban. Ahora se sufre mucho más, sin embargo, quiero decirte que, a ti, mi niña, por más duro que sea, todos aquí en Valhalla sabemos que podrás con cada adversidad, que eres valiente, que el miedo es normal y que la vida, el hermoso regalo que te dieron, es bella sin importar qué.
¿Terminaste? —exclamó una mujer desconocida a la que únicamente se le veía la mitad del rostro—. No podrás volver a acercarte a ella nunca más, Odín, los dioses nórdicos no tienen más cabida en este mundo.
—Así será —terminó el dios.
Por otro lado, Claudia, una pequeña niña, de cabello muy corto, de unos seis años aproximadamente y vesti da como varón, despertaba de un extraño sueño, tal vez era una pesadilla o alucinaciones por la falta de comida, pero eso no le preocupó en aquel entonces.
Ella seguía escondida dentro de una caja que solía usarse para transportar mandarinas, mientras los dispa ros y gritos de gente que eran llevadas a un paredón la asustaban cada vez más.
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