Manuel Moruno Merino
EL TIEMPO DE UN POETA OLVIDADO
ALGO MÁS
Desperté de golpe. Me quedé inmóvil, sin mover músculo alguno,
con la mirada fija en el techo. Me encontraba en mi habitación y ya era
de día, pues podía ver cómo los rayos de luz entraban por las ranuras de la persiana. Había tenido un extraño sueño, del que no recordaba mucho. Los detalles se habían perdido en mi memoria, pero aún conservaba el malestar físico. Sí, definitivamente, había tenido un mal sueño. Al intentar incorporarme, un gran dolor atenazó mi cabeza, tan rápido que antes de darme cuenta ya estaba mirando al techo de nuevo. Me dolía como si tuviese resaca, una de las gordas. ¡Joder, que me ahorquen si aquello no se sentía como un maldito volcán a punto de estallar! Me volví a quedar quieto, a la espera de que el dolor me diese algo de tregua, mientras pensaba que habría hecho la noche anterior para sentirme hoy así. A ver…, habían sido unas cuantas cervezas en el bar del viejo Luis. Tal vez, me habían sentado mal. Tendría que llamar a mis amigos para saber cómo se encontraban ellos —no por preocupación, sino más bien por si había alguien tan mal como yo. Después del bar fui a ver a Marta, y estuve con ella alrededor de una hora. Recuerdo que eran más o menos las diez de la noche cuando llegué a casa. Una vez en casa, fui derecho a mi habitación a dejar el móvil, las llaves, la cartera… Luego puse rumbo hacia la cocina y encendí la tele para ver el segundo capítulo de Friends, mientras me comía los filetes que me había dejado mi madre para la cena. Posteriormente me dormí, serían más o menos las doce menos cuarto.
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Manuel Moruno Merino Extendí los brazos hacia arriba y tensando mis músculos me estiré. Fue en ese preciso momento cuando me di cuenta de que realmente algo no funcionaba. El dolor no solo era de cabeza, todo mi cuerpo me dolía, como si hubiese hecho un enorme esfuerzo físico el día anterior ¿Yo? ¿Esfuerzo? ¡Por favor! ¡Pero si me da fatiga ver a la gente correr por la calle! ¿Cómo voy a haber hecho un esfuerzo físico? Además, por alguna razón, el desagradable e inconfundible sabor de la sangre inundaba mi boca. Me palpé con la lengua, en busca de alguna posible herida que me pudiese haber hecho mientras dormía sin darme cuenta. Pero, a excepción de un trozo de carne en una muela, no encontré nada en absoluto. De manera que no habiendo encontrado el origen de aquello, lo achaqué al sangrado de las encías. Me había pasado algunas veces, aunque esta era la primera vez que me pasaba mientras dormía. Miré hacia la mesilla para ver la hora que marcaba mi súper reloj-despertador con forma de seta, que me encantaba y me había regalado Marta. Desde el día en que me lo compró solo funciona la opción del reloj: usaba dos pilas AAA, y yo solo tenía una así que… Bueno, como decía, miré el reloj. Al principio creí haber visto mal, pero tras cerrar los ojos y restregarme los puños contra los párpados vi que no, que era esa hora. La una del mediodía, la una y doce minutos exactamente. ¿Cómo había podido dormir tanto? Era algo que no me cabía en la cabeza. Visto lo visto, decidí que ya era hora de levantarme. Al hacerlo, la cabeza y la espalda espolearon mi sistema nervioso provocándome un gran dolor e involuntariamente cerré los ojos mientras me sentaba con las piernas aún arropadas. ¡Santo Dios! ¿Qué coño me había pa-
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El tiempo de un poeta olvidado sado? Esperé, no sé cuánto tiempo, pero esperé, al menos hasta que el dolor remitiera lo suficiente para hacer mi siguiente movimiento, no podía permanecer allí tumbado todo el santo día, pero mientras eso pasaba mantuve los ojos cerrados. Una vez que el dolor descendió abrí los ojos, más lo que descubrí ante mí… ¿cuál es la palabra…? Horror. No me moví, no era porque me doliese, sino más bien porque literalmente no podía hacerlo, estaba petrificado. Allí, estaba allí. Encima de las sábanas, de mis sábanas. ¿Pero qué puta broma pesada era esta? Pegué voces llamando a mi madre, a mis amigos, a quien fuese, pero nadie acudió a mi llamada. Yo aún seguía allí, sin moverme, sin despegar mi vista de aquel escenario extraño, aunque si no era una broma (una muy pesada, eso sí). ¿Qué coño significaba todo aquello? Frente a mí, en las sábanas, sobre mis piernas había, había…, estaba lleno de plumas negras y salpicaduras de sangre por todos lados. Volví a mirar el reloj, algo en mi interior me dijo que debía deshacerme de todo aquello, mi madre llegaría a las cuatro y media, o eso me había dicho ella, aún tenía tiempo para limpiar la habitación y meterlo todo en la lavadora. Lo primero que hice fue quitar todas las plumas de las sábanas, muchas estaban pegadas por la sangre seca, para tirarlas a la papelera de la habitación. ¡Jo, qué puñetero asco! Seguidamente recogí las sábanas y las llevé al cuarto de baño para meterlas en la lavadora junto a alguna
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Manuel Moruno Merino ropa del cesto de la ropa sucia (tampoco iba a poner la máquina a lavar con dos sábanas, sería muy sospechoso), una vez que esta estuvo en funcionamiento me dirigí de nuevo hacia mi habitación, eché desodorante (para el olor), cerré la bolsa donde había echado las plumas y fui a tirarla al contenedor. Volví al cuarto de baño (donde estaba la lavadora), porque en este cuarto también guardamos los medicamentos y me tomé una aspirina. Cuando salía del cuarto de baño fui sorprendido por mi madre, ciertamente no la esperaba tan pronto, no obstante ya había limpiado y aun así algo me intranquilizaba (como cuando te para la policía cuando vas con el coche y sabes que vas bien, que todo está en regla, pero aun así te pones nervioso, pues lo mismo). Antes de que pudiese decir nada, ya estaba mi madre disparando preguntas sobre mí: —¿Qué tal el día, hijo? ¿Todo bien? ¿Te comiste los filetes? ¿Te pasa algo? —Bien, sí, sí y no. Me miró con su típica cara de preocupación (como diciendo, a este le pasa lo que sea, está raro). —¿Sabes qué me he encontrado en el patio? Me limité a encogerme de hombres y negar con la cabeza. —Una paloma muerta, bueno más bien los restos de una paloma, solo han dejado un ala, la cabeza y las garras del pobre animal ¡Malditos gatos! Lo más curioso es que no había restos de sangre, ni una gota ¿verdad que es curioso? «Porque está todo en mis sábanas», pensé. —Sí, supongo —dije restándole importancia. —¿Seguro qué te encuentras bien? Estas pálido. —Solo necesito descansar.
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ALMA PERDIDA
Mi mudo corazón llora por una vida que se ha escapado trágica,
triste y rápidamente, pues aún no era mi hora. Mas ya nada puede hacerse, ya que todo rastro de vida en mí ha dejado de existir. Y mi pobre alma quedará atada por siempre a mi cuerpo silencioso e inerte. Alma, sumida en un llanto profundo, encadenada y destinada a ver pasar el tiempo en un lugar donde tanto vida como muerte no existen. Alma, en movimiento continuo vagando por un mundo perdido, un lugar que no existe para los vivos y en el que los muertos no pueden entrar. Poco se sabe de este extraño mundo, pues son muy pocos los que a lo largo de la historia han sido capaces de entrar y volver con vida de tan insólito lugar para poder contar así un increíble relato, aunque son menos aun los que han querido prestar sus oídos a tan fantástica y casi mágica narración y dejar constancia de ella. Unos al volver de un coma profundo, otros ayudados por trances inducidos por diferentes drogas o alucinógenos y otros simplemente han tenido flashes de este lugar mediante una sesión de hipnosis. Pero todos ellos coinciden, salvo en pequeños matices, en haber visto un mundo desolado y carente de toda vida, tanto humana como animal, la nada. Tal vez sea por esta razón que al volver olvidan lo que han visto y solo recuerdan la luz cegadora de la nada. Luz, sí, luz en un principio, hasta que los ojos se acostumbran a ella y es entonces cuando vemos lo que no estamos preparados para ver.
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Manuel Moruno Merino ¿Será esto lo que nos depara el futuro? ¿Será esto lo que le espera a la humanidad, o tan solo es un plano diferente al nuestro, un plano astral al que tan solo las almas perdidas son capaces de llegar?
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ATRAPADO
Rebeca me ha comprado los prismáticos.
Sé cuál es su intención desde el principio. No servirá de nada, aunque no se lo digo. No quiero volver a discutir con ella, ni ver caer sus lágrimas sin sentido alguno. A decir verdad, cada día que pasa hablamos menos. Nuestras conversaciones se han transformado en meros intercambios de frases, preguntas cortas con respuestas más cortas aún. Yo ya me he resignado. Ya nada importa demasiado, excepto tal vez… Rebeca. Prefiero verla sonreír y fingir que todo es relativamente normal, que todo va a salir bien, que volveremos a ser los de antes, que esto es tan solo una mala racha, que nuestro futuro mejorará. Ella lo piensa de verdad, lo sé. Y yo dejo que lo haga, a pesar de que ya hace tiempo que abandoné esos sueños irreales. Desde la ventana de nuestra habitación no hay mucho que ver. Hace poco, unos tres meses o así, empezaron a construir un gran edificio justo en frente, un gran centro comercial con cines, restaurantes, tiendas… Pero hará como dos semanas que nadie va a trabajar. Y aquello parece un gran solar de arqueología. Desde donde estoy, puedo ver todo el suelo cubierto por hierros, probablemente para hacer los cimientos, y grandes tubos de plástico grueso para lo que sea que sirvan, no lo sé. El perímetro está rodeado de grandes placas de chapa y fuera hay una caseta desmontable para los obreros
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Manuel Moruno Merino Rebeca mencionó algo de esto el otro día. Incumplimiento de pagos o falta de permisos, o ambas cosas, o tal vez ninguna. Ya ni siquiera presto demasiada atención a lo que me dice. En mi sala de estudios es donde realmente paso la mayor parte del tiempo. Desde ella puedo asomarme a la ventana y ver la carretera, las calles, el parque, los edificios colindantes, algunas terrazas, las personas… la vida. Rebeca es lista, piensa que sí me intereso, si vuelvo a sentirme parte de algo, puede, y solo puede, que vuelva a ser el de antes. La posibilidad es ínfima, pero es una posibilidad y por pequeña que sea, ella se aferrará a esta hasta el final. Es una idea absurda lo sé, pero le dejo pensar lo que quiera. La habitación estaba casi vacía. Por un lado, hay un escritorio con varias libretas y un lapicero lleno de bolígrafos de color negro, justo encima una estantería, llena de polvo, en la que hay un ambientador, de esos regulables que van echando cada cierto tiempo, mediante spray, su contenido y algunos discos antiguos de vinilo. Por otro lado, hay unas cuantas cajas de cartón apiladas y precintadas. Encima de una de las cajas se encuentra el tocadiscos que nos regalaron en la boda. Ahora estaba metido en una bolsa de basura color negro, para salvaguardarlo del polvo.
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BLUE DOOR
Sus pasos lo habían llevado hasta una maciza puerta de madera
color azul.
Estaba en la escuela Superior Austin, o la escuela de los hermanos Goldsmith como era conocida por los alrededores, pues sus últimos dueños fueron los dos hermanos Bill y Cedric Goldsmith. Hacía más de cincuenta años que la escuela había cerrado. Según se decía, en ella habían muerto varias personas, inocentes los llamaban. También se contaba que sus gritos, aun hoy podían oírse durante las noches más oscuras. Por eso mismo fue hasta allí, para desvelar sus misterios. Marc se encontraba en uno de los pasillos de la segunda planta. Por un lado, todas las paredes del edificio que había visto hasta ahora estaban llenas de pintadas, había algunos dibujos, pero casi todo eran firmas hechas con grafiti. Y por otro lado, el suelo estaba lleno de basura, botellas de cerveza, colillas, cristales rotos e incluso alguna jeringuilla. Aquel lugar hacía mucho tiempo que había dejado de interesarle al mundo. De sus hombros colgaba una pesada mochila. En ella transportaba lo necesario para cualquier evento imprevisto que le pudiese surgir. En sus manos, agarrándola con fuerza, llevaba una pesada palanca de
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Manuel Moruno Merino hierro. La había recogido en una pequeña habitación del primer piso, sin llegar a saber realmente por qué lo había hecho, aunque puede que le sirviese de algo. Ahora sabía que había acertado al cogerla. Pues frente a él, había una puerta cerrada. Aquella puerta lo traía de cabeza. Algo le había llamado su atención nada más posar sus ojos en ella durante el primer barrido que había realizado por el pasillo. Tras inspeccionar todo el segundo piso se dio cuenta de una cosa, todas las habitaciones estaban abiertas, la mayoría de ellas ni siquiera tenía ya una puerta y las que aun la conservaban, estaban en pésimo estado, ya que estaban podridas por la humedad, carcomidas o simplemente semidestrozadas. Por eso no entendía qué pasaba con aquella puerta que se hallaba ante él. Es… es como si… es como si el tiempo no hubiese pasado por ella, parecía nueva, recién puesta, se decía Marc, mientras, soltaba despreocupado una mano de la barra de metal para tocar la superficie lisa de aquella puerta azul que se interponía ante él y la habitación. Una única idea se había apoderado de todos los pensamientos en la cabeza de Marc. Quería entrar en aquella habitación. Sin pensarlo se quitó la mochila y la tiró contra la pared dejándola sobre el húmedo suelo, y apretando las manos alrededor del acero, lo asió con fuerza con el solo deseo de que la puerta se abriese y descubrir así los secretos que esta le escondía. El hierro penetró en la puerta sin dificultad, haciendo saltar por los aires instantáneamente trozos de madera de todos los tamaños, debido al gran impacto provocado.
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El tiempo de un poeta olvidado La dificultad, no obstante, sí estuvo en sacar de nuevo la barra. Movió el palo de un lado hacia otro con violencia, rompiendo y arrugando la madera hasta que, consiguió, no sin esfuerzo, sacarlo dando un último tirón. Cuando lo hizo, agarró el hierro en su mano izquierda, apuntando hacia el suelo, y le dio un golpe seco a la puerta para abrirla con la otra mano, la derecha, la que le quedaba libre. La puerta cedió sin oponer resistencia alguna. Marc fue recibido con una fuerte racha de viento cargado de aire caliente. Se había quedado rígido. No podía moverse de donde estaba. Ante él, podía ver una habitación llena de mesas y pupitres de madera, color verde. Lo que podía ver de la habitación desde donde estaba era que esta se encontraba en perfecto estado, incluso un suave olor a lavanda la envolvía. De nuevo una idea lo asaltó e invadió su cabeza: qué hacía allí en mitad del pasillo, por qué no entraba. Un imperioso deseo de entrar se había apoderado de él. Tengo que entrar, tengo que entrar, se repetía una y otra vez. Sin saber cómo, cuando quiso darse cuenta, ya estaba dentro de la habitación. Dejando la puerta que acababa de abrir a sus espaldas. Él seguía paralizado, a excepción de los pasos que había dado inconscientemente, aun no podía moverse. Pero eso no quería decir, que no pudiese ver, oír, oler y analizar todo aquello que le rodeaba. A su derecha había una pizarra del mismo color verde que el resto del mobiliario. La pizarra en sí era como tantas otras, pero alguien había dibujado, no hacía mucho, en ella.
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En El tiempo de un poeta olvidado se reúnen treinta y dos relatos cortos de género fantástico que ofrecen historias que cualquier persona puede leer sin demasiado esfuerzo, ya sea en físico o
996061 788418 9
ISBN 978-84-18996-06-1
en digital.
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