Encuentros

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Encuentros

Todo es posible

Era cuando el mundo aún no estaba atrancado a cal y canto por los amos. Es cierto que el proceso había empezado hacía tiempo. Todos lo notábamos, aunque nos hacíamos los locos. Hace tan solo diez años aún se podía sacar la cabeza y respirar. Ahora todo se va a los extremos. Si uno se para, casi puede oír el mecanismo metálico: las bisagras que chirrían cerrando las puertas para que nadie salga.

—¿Has escrito hoy? Escribe.

Ella le mira desde abajo fijamente con los ojos muy abiertos y la sonrisa empapada, mientras repite las pa

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labras en aquel momento exacto que quedó congela do en la memoria de él para siempre por algún moti vo. Entonces aún escribía. De forma intermitente, es cierto, absorto como estaba en acabar de apurar su juventud. Perdido, al menos parcialmente, entre la lu cha del día a día y las noches de la ciudad. Pero luego aterrizaba, se sentaba y se ponía a trabajar. Además, tenía material de sobra. Vivía al día. Provisional, como aquella canción: «Mi patria en mis zapatos, mis manos son mi ejército». Así era.

—¿Y tú, pintas? —Bueno. Hoy he estado pintando un rato. Ellos soñaban, mientras alguien trabajaba en algún lugar de Silicon Valley para forrarse y, de paso, dar un golpe de gracia a la libre competencia; mientras en Chi na investigaban con coronavirus manipulados genéti camente y Donald Trump parecía solamente un millo nario bocazas que hacía cameos en películas infantiles. El cine y la publicidad les habían enseñado que tenían derecho a hacerlo, que eran individuos y que su vida era suya. Aun ahora, con la gente muriendo en los hospita les y las residencias, se siguen escuchando los mismos mantras. Es difícil escapar. Para hacerlo tienes que apa gar la televisión, cerrar el ordenador, el móvil, la table ta. Y si yo no soy quien me habían contado que era, ¿quién soy? Él siguió escribiendo durante algún tiempo

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sobre cuadernos, cuadernillos, folios, servilletas de los bares. El papel se fue acumulando poco a poco en cajas de mudanza, debajo de las mesas camilla, en los cajones de los escritorios, hasta que un día todo desapareció. Ella también desapareció, aparentemente para siempre, y con ella aquella emoción absurda que tanto se parecía al amor cursi de las mariposas en el estómago, mezcla da invariablemente con el vértigo de la clandestinidad. Otro recuerdo más bien inquietante aflora en este pre ciso instante mientras que la siguiente furgoneta cruza la calle. Ya no sabe cuántas han pasado. Han empezado a ocultar las recogidas de los cadáveres. Van en mo novolúmenes de colores oscuros o turismos grandes. Intentan no llamar la atención, no crear alarma social. Ella pasea desnuda por su aparamento de entonces, una buhardilla de apenas cuarenta metros cuadrados, mientras habla por teléfono con aplomo profesional. Le cuesta asociar la mirada velada, tranquila, que des cansaba en sus ojos hacía tan solo unos instantes, con la mujer que ahora miente con absoluta naturalidad. —Claro que sí, cariño. Sí, allí estaré, dentro de un rato. Luego te veo. Sí, yo también te quiero. «Espeluznante», se dice a sí mismo mientras ve al vehículo alejarse sigilosamente. No está seguro de si lo dice por la imagen que está viendo o por la situación que rememora en este preciso instante. Todo aquello

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hubiera permanecido sepultado en su mente bajo to neladas de cemento armado si no hubiera sido por el maldito confinamiento. Y van tres. Ha quedado lejos la solidaridad de los primeros días, las canciones, las apelaciones a los superhéroes que eran personas como nosotros, pero de los que esperábamos que nos sacaran del aprieto. También los comentarios de que vamos a salir reforzados y mejores. Todo se ha reducido a un silencio tenso y correoso que sabe a certidumbre. Si abres las ventanas por la noche puedes sentirlo salien do de cada portal, de cada casa, elevándose incrédu lo sobre la ciudad hacia el cielo sin estrellas. Las lu ces nocturnas aún no se han apagado. Tenemos agua y teléfono, pero los toques de queda han pasado de ser una palabra malsonante que solamente indicaba que no podíamos salir por la noche temporalmente, a ser una realidad más cierta e inquietante. Desde hace semanas hay noticias de saqueos, agresiones, muertes. Por la noche, a lo lejos, cada vez se oyen más gritos, golpes, disparos. A veces más cerca, casi al lado, dos calles más allá. Lo cierto es que no hemos salido mejores porque no tenemos esa capacidad. La generación que dejamos morir durante el primer confinamiento mientras enviá bamos memes sí la tenía con toda seguridad. Pero eran débiles y ancianos, y no podían hacerse oír. El mar está lejos. Él sigue asomado a la ventana, atento a su calle

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que parece no dormir sino simplemente estar sumida en un letargo leve e irregular, como él mismo, en el que a veces suceden cosas y otras veces hay una calma tensa, incómoda. No fue casualidad que ella desapa reciera. La memoria es frágil y, al tiempo, todo se va desdibujando gota a gota. Hay cosas que no se quieren tener presentes, así que poco a poco se van decantando hacia un lugar oscuro donde se pudren y hieden. Pero a veces, cuando todo se para, el mecanismo implaca ble de la conciencia las hace salir. Se fue porque no la quiso más cerca. La temía. Había algo peligroso en ella. Algo que le atraía y le repelía a la vez. También ese fue el vértigo extraño que les hizo acercarse. Gran des bombillas de luz amarilla, casi blanca, dispuestas alrededor de una enorme ventana diáfana que daba a la calle. Gente amontonada dentro del bar, impensable ahora, bebiendo cerveza y ginebra, fumando; espaldas tatuadas, olor fuerte a sudor y promiscuidad. No fue ella la primera en la que se fijó, sino en su amiga del gada y pelirroja. Ella era demasiado evidente. Estatura media, pelo rubio teñido, ojos marrones grandes, for mas generosas. Por supuesto que la había visto. Sonreía demasiado, miraba a todo el mundo demasiado de fren te, se prodigaba más de la cuenta. Se la ve venir, pensó. Algo más tranquilo, por favor. Pasaron algunos meses, y la pelirroja se destapó como una madre convencional

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y manipuladora que quería llevarle por el buen cami no: «no bebas, no fumes, no me haces caso cuando te hablo, no me escuchas». Quién sabe. Ahora reconoce que podría haber sido estupenda en otro momento o en otra vida, pero no entonces. Prefirió poner tierra por medio. La pelirroja sorprendentemente no se dio por vencida. Lo esperaba en lugares por donde solía pasar haciéndose la encontradiza, le enviaba mensajes de madrugada; una vez, incluso llegó a esperarle en el portal de su casa. Luego desistió. Le llegaron noticias de que le había estado poniendo verde delante de sus amigas. Lo cierto era que en aquella época hacía falta algo más para hacerle vacilar. Oye una vibración que le saca de sus elucubraciones. El móvil se mueve en dia gonal, reptando frenéticamente por encima de la mesa como si fuera un ciempiés hasta que llega al borde y se suicida, golpeando estrepitosamente el suelo. Aunque parezca mentira alguien llama. Se agacha y lo coge, algo descolocado. Le ha pillado desprevenido. Ni siquiera ha podido verificar quién es. Al otro lado se oye una voz de mujer. Parece bastante desasosegada. —Roberto, escucha, tienes que volver. Estoy con el niño. Tengo miedo. Se oyen ruidos en el portal.

—Escuche, creo que se ha equivocado, yo no soy Roberto. Hay un silencio al otro lado.

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—¿Roberto?

—Disculpe, señora, yo no soy Roberto. Creo que se ha equivocado. Lo siento mucho.

—Oh. Acto seguido solamente se oye un clic, y de nuevo el pitido continuo de la línea. Mira fugazmente el teléfono de origen. No lo conoce, ni siquiera le suena. A veces las cosas cuadran tan bien que no podemos evitar pen sar en una línea coherente de causas y efectos, o en un demiurgo moviendo los hilos en algún lugar. Solo a ve ces. Otras veces nada tiene sentido. Es difícil saber qué es mejor. Dios, o los dioses, se mueven por caminos extraños, lejos de lo evidente, ajenos a la tecnología, a los plazos para la declaración de la Renta, a la frus tración humana. Se están mirando fijamente los dos, frente a frente. Acodados en la barra de aquel otro bar, no muy distante del primero, sentados sobre dos sillas altas mientras que la gente se mueve y habla alrededor, indiferente. Hace un rato que se han encontrado. No hablan de cosas trascendentes, pero se buscan con la mirada, con el tacto. No recuerda cómo se llegaron a encontrar, aunque sabe que un amigo suyo andaba por allí. Sí recuerda la sensación de sorpresa y admiración al descubrir que a ella le importaba un pimiento que él hubiera estado con su amiga hacía tan poco tiempo. Peligroso, pensó; pero no pudo evitar sentirse tan bien al

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día siguiente, cuando la primera luz de la mañana alum bró el rostro perezoso de ella y la vio abrir los ojos por primera vez. Todo se ha quedado de nuevo en silencio. De vuelta a la ventana el sueño amenaza por momen tos, pero la llamada le ha dejado un regusto amargo, una sensación difusa de incomodidad difícil de ignorar. ¿Y si realmente la persona que había al otro lado tenía problemas serios? Quizá podría haber hablado con ella, haberla ayudado de alguna manera. El planteamiento parece una locura. En primer lugar, él es un completo extraño. Seguramente la mujer habría rechazado que un desconocido se hubiera podido acercar a su casa. Además, estamos confinados. No podemos tener co nexiones con nadie que no sea de nuestro grupo de convivientes, y él no tiene convivientes, está completa mente aislado. Decide seguir peleando contra el sueño. Se conoce. Sabe que si ahora se va a la cama proba blemente se volverá a desvelar, pero hay algo más: es como si necesitara resolver un enigma que no admite demora. Tiene que ver con el mundo, que parece ha berse atascado, que huele a guerra y a sangre, a final, y quizás a comienzo, solo quizás. Pero también con los recuerdos que han venido a visitarle, y con la llamada que acaba de recibir, que ha pasado a formar parte del misterio de alguna manera. Todos estamos tensos, se dice. La gente metida en sus casas desde hace meses,

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el silencio pastoso de las noches. Siente un escalofrío. Se toca la nariz: congelada, las manos también. Se las frota afanosamente mientras levanta de nuevo la mi rada hacia la ventana. Increíble. Copos grandes como bolas de algodón caen mansamente, pero a gran veloci dad, oscilando casi imperceptiblemente. Nieva como si no hubiera mañana. Quizá no lo haya. Hace horas que se ha superado el límite horario impuesto por el toque de queda, pero el silencio de la casa en este momento resulta casi insoportable. De la nada se materializa un pensamiento: «¿Y si saliera a la calle?». Es cierto que está prohibido salir, pero ninguna noche de todas las que lleva asomado a la ventana ha visto pasar ningún coche de Policía. Solo la calle desierta con sus ruidos inquietantes, lejanos. El mundo se ha movido. Parecen las mismas calles de los bares rebosantes que fueron su hábitat natural durante tantos años, pero no lo son. Ahí fuera solamente hay oscuridad y riesgo, pero el silencio del piso le empuja cada vez más, centímetro a centí metro, como si una presencia misteriosa poco a poco se fuera adueñando del aire de la estancia y apenas se pudiera ya respirar. La nieve de afuera hace que el aire a través de la ventana parezca más limpio, más puro. Si pudiera tan solo dar una vuelta a la manzana. Respirar un poco al menos. Tomar el fresco. Eso sería todo. No haría mal a nadie. No podría contagiar ni contagiarme.

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Todo está desierto. Piensa en la ropa dentro del mue ble oscuro. Serían apenas unos pasos. Puedo hacerlo. Puedo vestirme, ponerme las zapatillas y dar un paseo simplemente. Se levanta maquinalmente de la silla y se acerca al armario. Es como si no hubiese alternativa. Después de ponerse el abrigo se sienta de nuevo en la silla, se ata los cordones, se pone la mascarilla y sale. Cuando cierra la puerta del portal un viento frío le gol pea el rostro, a la vez que siente el frescor de los copos de nieve posándose suavemente sobre su cara y cue llo. Son grandes y blandos, como se veían a través del cristal de la ventana. La sensación es revitalizante. Se siente contento de haber bajado. Piensa en la oscuridad del piso, en el aire denso y cargado, y es como si ya no fuera a volver nunca más. Últimamente vivo como un hombre paleolítico, se dice; sin pasado, sin futuro. Esta afirmación le produce asombro y también cierto rego cijo, y vértigo a la vez. Algunas cosas no han cambiado tanto. Camina con paso ligero, a grandes zancadas, los hombros encogidos y las manos en los bolsillos. Los copos se deshacen en el asfalto, aunque algunos se han quedado prendidos entre las briznas de hierba en los alcorques de los árboles de la acera. Es difícil saber si cuajará. Todo depende del tiempo que dure. Está solo en medio de la calle que le parece enorme. Gira la esquina con una sensación cada vez mayor de euforia.

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Nota los pies ligeros. A veces salta sobre las alcanta rillas, o cuando ve un obstáculo en el camino y se ve obligado a subir a la acera y volver a bajar. Dobla la esquina abordando la calle perpendicular, que es bas tante más ancha. Tiene dos carriles en cada sentido y normalmente está llena de coches. Sin embargo, hoy se encuentra completamente vacía. A lo lejos se ven unos pocos aparcados. Casi parecen esparcidos al azar a lo largo de la calle. La gente empieza a marcharse de la ciudad. ¿Realmente se están complicando tanto las cosas? Las aceras se van llenando de un manto entre transparente y blanquecino, y un silencio omnipresente lo va inundando todo. De repente oye un ruido. Algo ha caído cerca de él.

—¡Eh, tú! ¿Dónde vas, tío? ¿No sabes que hay toque de queda?

Saltan todas las alarmas. Años de vivir en el extra rradio hacen que determinadas asociaciones de ideas se formen con una extraordinaria rapidez. Los maca rras de barrio se suelen hacerse valedores de cualquier norma que les venga bien como excusa para ejercer la violencia. Un breve vistazo de reojo le sirve para dar se cuenta de lo que va esta película. Un grupo de seis tipos con botas Dr. Martens y cazadoras militares se aproximan a su espalda por la otra acera caminando deprisa. Algunos llevan bates de béisbol a la vista. Es

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difícil saber qué más. Aprieta el paso, fijándose en la esquina de la calle más próxima y, en cuanto la dobla, esperando que no se den cuenta de sus intenciones de masiado pronto, echa a correr maldiciendo el momento en que decidió salir. Conoce la calle. Es larga y estre cha, con salida al final y tres calles perpendiculares. Ha tenido esa suerte. La siguiente era una calle sin salida. Dobla por la segunda de las tres sin pensárselo mucho y continúa corriendo hasta que ya no puede más. Es consciente de que no es una gran estrategia, pero espe ra que haya sido suficiente con la ventaja conseguida al haber empezado a correr sin ser visto y las distintas al ternativas posibles para haberles dado esquinazo. Con el corazón golpeándole con fuerza dentro del pecho, continúa caminando deprisa, mirando hacia atrás por si los viera aparecer por la esquina e intentando recu perar el aliento. Ve un portal entreabierto. Duda por un momento. Desde luego, si le cogieran ahí dentro no tendría ninguna oportunidad, pero la probabilidad de que den con el portal es pequeña y, en la calle, al menos por el momento, corre más riesgo de ser visto, así que finalmente acaba entrando y cerrando la puerta. Es pesada, de hierro, pintada de un verde oscuro des cascarillado y con dos grandes cristaleras, una arriba y otra abajo, recorridas verticalmente por barrotes con remates dorados y un enorme tirador del mismo color

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en forma de bola. Aunque lo hace despacio, hace un ruido macizo y vibrante, pero cree que es difícil que se haya oído desde la otra calle. El portal está sumido en una densa penumbra solamente atenuada por una débil luz que entra desde la calle. A la derecha, adosados al muro, hay unos buzones de metal antiguos que parecen bastante oxidados. Unos pasos más adelante, justo en frente, apenas sí se vislumbran los escalones de piedra de la escalera que debe subir a los pisos de arriba. No se decide a subir. Recuerda haber visto el edificio en algún momento a plena luz del día antes de la pandemia. La impresión era más bien pobre y de cierto abandono. Creía recordar que estaba parcialmente deshabitado y que el aspecto de los balcones dejaba bastante que de sear. No obstante, acaba encaminándose al piso de arri ba. No ha acabado de pisar el último escalón cuando oye golpes en la calle.

—¡Hijo de puta! Sal de ahí que te vamos a hostiar. Más golpes y algo rodando. Probablemente alguno de los tipos haya dado una patada a una papelera o al retrovisor de un coche y haya salido despedido. Son monstruos. Siempre están ahí, ocultos, esperando el momento en que la paz social se desmorone y no haya autoridad lo suficientemente sólida para retenerlos. Sus voces suenan ebrias. Está asustado, pero algo le dice que pasarán de largo. No parecen saber adónde van,

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más bien dan la impresión de estar intentando hacer ruido para asustar a la víctima, que cometa un error y poder reanudar la cacería. Se queda muy quieto, parado en el descansillo, tenso, como si estuvieran pasando al lado de él, aunque estén en la calle. Poco a poco las voces se van alejando hasta desaparecer. Vuelve el si lencio, solamente interrumpido por un sonido rítmico, lejano. Cloc, cloc, cloc. Sus ojos se han acostumbrado a la oscuridad que ahora percibe como una penumbra cerrada, pero en la que es capaz de distinguir algunas de las formas de lo que hay alrededor. Enfrente se extien de un pasillo, y a ambos lados de él parece haber varias puertas que deben ser el acceso a alguno de los pisos. A su espalda, la escalera sube al piso siguiente, pero el sonido parece venir de la puerta que está al final del pasillo, justo delante, y que se encuentra entreabierta. El sonido es monótono y no demasiado rápido, mecá nico. Podría ser una varilla de una persiana que el aire golpea contra la pared o la gota de un grifo que alguien ha olvidado apretar bien. «Hay que volver a casa — se dice absurdamente—, volver a casa». Mientras da el primer paso y luego otro, y luego otro más. En la calle sigue nevando y los monstruos andan sueltos. Copos de nieve como rostros que se deshacen en los adoqui nes. Muerte buscando muerte en el silencio de la noche. Las palabras acuden a su mente como los copos de

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Encuentros es un conjunto de relatos con un denominador común: los personajes principales viven un encuentro que les cambiará para siempre. En algunos casos son cotidianos, en otros se encuentran en el difuso límite entre lo real y lo descono cido; en todos ellos se produce una catar sis y en todos ellos está presente el miste rio que nos rodea.

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