Estimado Mortal

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ESTIMADO MORTAL I

Como tantos días, cuando el tiempo era propicio, Mamadou cogía su libro de poesía lírica del siglo de Oro, y se encaminaba al parque del Buen Retiro.

Como siempre, se sentaba en uno de los bancos de desgastada piedra que adornaban la recoleta plaza del Ángel Caído; mientras esperaba que los rayos ultravioletas del astro rey le reconfortasen, se dedicaba a la matutina y rutinaria tarea de ojear su libro.

Mientras leía, gustaba de discrepar sobre el tema de este o aquel escritor. E imaginaba que, en peculiar tertulia, en uno de aquellos cafés de la época, charlaba jovial y despreocupado con: Garcilaso, Cervantes, San Juan de la Cruz, o cualquier otro, sobre cómo y de qué forma debería ser una buena poesía renacentista. O con Góngora, Medrano, Lope de Vega o Quevedo; cuando el tema a tratar era la poesía barroca, todos tenían en común una cosa: eran escritores, y Mamadou interpretaba este gusto por las letras, a su manera, siendo cómplice tácito. Compartiendo todos y cada uno de sus pensamientos, mientras veía plasmada su obra —«la obra de otros»— que él hacía suya.

Ensimismado en la lectura, el sopor fue acariciando su rostro. Decidió dejar de leer y se dispuso a dibujar la estatua del Ángel Caído.

Siempre se sintió atraído por aquel ser desesperado, que se batía en duelo con la dichosa serpiente que atenazaba sus miembros... sus alas.

Mientras el dibujo iba tomando forma, Mamadou se preguntaba el origen de aquella leyenda con respecto a todo lo que implica rebeldía. E imaginaba las hordas de individuos alados intentando derrocar la oligarquía de ese gran tirano, al que los creyentes llaman Dios.

Una vez hubo terminado el dibujo, Mamadou se dispuso a echar una cabezada, en actitud despreocupada y reflexiva.

—¡Hola, estimado mortal!

Mamadou giró la cabeza en dirección de la voz, sin inmutarse demasiado. Le observó atentamente y tras un breve espacio de tiempo, preguntó:

—¿Quién eres tú?

—¿Acaso importa?

—No mucho.

—Entonces, ¿por qué preguntas?

—No sé, es la forma supuestamente lógica, ante una aparición repentina.

—Entiendo.

—Llevo tiempo observándote, y siempre llegas por la mañana, te sientas en el mismo banco, sacas tu libro y comienzas a leer... ¿es acaso un extraño ritual?

—Bueno, pues ya que lo dices, sí... es mi forma de perder el tiempo.

—¿No tienes nada mejor que hacer, no sé... algo más divertido?

—Para los sibaritas como yo... todo es placentero y divertido.

—¡Ah!... ¿eres uno de esos que viven de forma clandestina, libertina y bohemia?

—Vivo según mis convicciones, que no se ajusten demasiado a las reglas socialmente establecidas, no me preocupa lo más mínimo. De hecho, la sociedad del bienestar me produce náuseas. Por el mero hecho de que eso que llaman bienestar es solo apariencia, y de la sociedad ya ni te cuento.

El individuo, ajeno a todo esto, por mucho que se empeñen los encargados de proporcionar «sus manidas y ajadas costumbres sobre el civismo, el hipócrita comportamiento, la actitud sumisa a las jerarquías, la aceptación de lo impuesto. El individuo ajeno es un poco más feliz que todos ellos, y es envidiado y criticado por esta causa».

Y en su vanidad henchidos, repletos de prepotencia y sublime maldad. Prohíben todo cuanto huele a libertad, y que, como fatuos, discriminan y marginan con su «elocuente verborrea». Carecen de principios, de moral, no son más que estúpidos espantapájaros inmóviles con paja por cabeza y cuerpo. Vestidos con harapos con los cuales se suponen que deben dar miedo.

—Pareces muy convencido de que tu actitud es la correcta.

—No solamente es correcta; es vital para mi existencia, mira —dijo Mamadou mostrando su dibujo—, ¿qué te parece?

—No está mal... ¿qué es?

—Esa estatua —dijo Mamadou señalando el Ángel Caído.

—¡Curioso! —dijo su acompañante—... ¿sabes? Hoy he soñado que soñabas, que yo soñaba contigo. Y en ese sueño, aparecías radiante, con un aura irisada, paseando junto a mí, por los paseos del Buen Retiro.

»Tu mano era cálida, transmitía sensación de bienestar. Y en juguetona actitud, nos sentábamos en este banco, en esta plazoleta. Acompañados de la imperturbable mirada de Mefisto.

»Tú soñabas que yo te besaba, yo soñaba que sonreías agradecido. Acaricié tu rostro, tu gesto dulce, sumiso, maravilloso, hizo reventar mi formal comportamiento: Cómeme el corazón; decías. Y mi razón transformó este jardín en una deliciosa melodía de lujuria... nos desprendíamos de nuestras ropas, nos metíamos en la fuente de Mefisto, follamos como posesos, hasta el paroxismo.

»El agua clara y cristalina, entonces se volvió roja y gelatinosa, olor de sangre corrompida. Las gárgolas que adornan estáticas la fuente... vomitaban heces repugnantes de apestosa fragancia.

»La mirada de los atónitos transeúntes se confundía con las sombras que dejaban caer inmensos árboles, de los que colgaban cuerpos descompuestos en estado de putrefacción, que lentamente eran devorados por gusanos voraces de más de cien colores distintos y con veneno suficiente como para acabar con cualquier ser humano.

»El sol matinal rociaba nuestros cuerpos mojados, con polvo cósmico, que el viento ¡incesante!, se encargaba de esparcir por todo el recinto. Tú me arrancaste el corazón y mientras lo devorabas, yo, dilataba tus esfínteres en compás desenfrenado.

»Me introduje en tu vagina y comencé un largo ritual en el que me daba un delicioso banquete con tus vísceras, donde el pestilente detritus de tu ano generaba minúsculos seres que mordisqueaban mi polla, mientras tú te dedicabas a su fela-

ción. Tu boca, adornada de semen, gesticulaba espasmódica, mientras tomabas con tu lengua la última gota de mi ser.

»En tu aberrante sueño, yo era decapitado después del acto y mi cabeza servía de adorno a la estatua de bronce que agradecida se la colocaba como cetro de rey sin reino.

»En mi sueño, tú eras una simple flor que en adolescente petulancia adornaba el jardín, donde el rocío jugueteaba con tus pétalos azul marino, que gozosos y llenos de vida, coqueteaban con los insectos encargados de polinizar tu delicado órgano sexual.

»Mi cabeza observaba desde lo alto del pedestal, tácita, tu delicada belleza y suspiraba por ser cómo esa mariposa plateada que despreocupada se entretiene libando tu polen, mientras tú, agradecida... te dejas hacer.

»En tu sueño, una pequeña e inquieta ardilla corretea a tu alrededor, con la esperanza de poder atrapar ese fruto que tu mano le ofrece generosa.

»En mi sueño, yo dibujo la estatua del Ángel Caído en la contraportada de mi libro de poemas, y tú me miras... acaricias mi rostro.

—¿Qué ha pasado?

—Nada —respondes—, te habías quedado dormido.

—¿Quién eres?

—No soy de aquí, solo que te he visto y me he dicho «me apetece acariciarle» y he aprovechado que dormías, perdona si te he despertado.

La confusión se apoderó de la mente de Mamadou... ¡todo había sido un maldito sueño!... aturdido, preguntó a la muchacha:

—¿Llevas mucho tiempo aquí?

—¡No puedes imaginar cuánto!

Mamadou miró hacia la estatua y no estaba.

—No te preocupes, no tiene importancia, se la han llevado para limpiarla de parásitos —dijo ella.

—¿Cómo sabes que miraba la estatua?

—Lo sé y basta, no le des más importancia... no la tiene... ¿me dejas hacer un apunte a pie de página en tu dibujo?

Mamadou no sabía qué hacer, aun así le dejó el libro, en el que la muchacha apuntó una cita.

—Es anónima —dijo ella bromeando cerrando el libro—. Voy a tomar una panorámica de la fuente para mis apuntes de arte.

—¿Estudias arte?

—Eso pretendo, pero en realidad lo que me gusta de todo esto es mi colección de imágenes, oyes... ¿te apetece pasear?

—Bueno, vale. Necesito ordenar mi laberinto interior.

La mira... le mira, la abraza... le abraza. Mientras caminan de vuelta a ningún lado.

El cielo se ha tornado oscuro, trémulas gotas de lluvia advierten que va a llover. Siguen con su caminar pausado «nunca me preocupó la lluvia, es más, me gusta, me hace sentir vivo» piensa él.

Casi sin darse cuenta, llegan a una de tantas salidas del parque. Despreocupados, siguen charlando y caminando. Las calles están vacías... ¡qué extraño!

Ella sugiere un lugar determinado, donde tomar unas copas, a él no le parece mal y entran.

Es una inmensa cueva adornada de grandes peceras donde infinidad de peces tropicales pasan ausentes el tiempo de acá para allá.

Se acerca el camarero, piden lo mismo para los dos. Desde algún lugar del intrincado laberinto de pasadizos, se oye música rock.

La gente que abarrota el local deambulan desinteresadamente, ríen a carcajadas, hacen chistes, se besan... todo parece exquisito.

La empatía que les ha unido resulta grata y satisfactoria. Sus gestos de muchacha adolescente hacen que la testosterona de él, por primera vez en mucho tiempo despierte y le haga desearla hasta el punto de besarla, a lo que ella corresponde con un apasionado abrazo del que resulta casi imposible soltarse.

Se miran fijamente, dándole así a él la oportunidad de observar sus lindos ojos celestes, sus labios bien formados jugosos, como agua fresca de manantial, como fruta madura.

—Estás apetitosa —dice él.

—¡Gracias!... tú, en cambio, estás hecho un desastre.

—¿¡Yo!... por qué?

—Olvídalo... era solo una broma. Aunque creo que debo aclarar una cosa: como persona me gustas, pero no me atraes sexualmente tanto como para hacer realidad lo que piensas.

—¿Sabes acaso lo que estoy pensando?

—Tu mirada te delata... aunque no debes preocuparte... ¡Torres más altas han caído!

—Me confundes.

—Es fácil, quiero decir que quizá admita alguna proposición... pero solo quizá.

—Tu pelo, ¿es rubio natural o teñido?

—Eso es algo que tendrás que descubrir llegado el momento.

—¡Es precioso!

—Gracias... ¿vives por aquí?

—Sí, tengo una pequeña buhardilla no muy lejos.

—¿Me dejarás verla?

Mamadou quedó confuso, nunca nadie se había atrevido a penetrar en su intimidad de forma tan sensualmente sutil.

—¿Sabes?, estoy un poco borracho, esta pócima no me ha sentado muy bien.

—No es la bebida lo que te hace sentir así, eres tú; tu ansiedad te impide gozar del instante.

—Lo cierto es que ando bastante liado, intentando encontrar mi estabilidad emocional, los pensamientos horadan mi cerebro precipitándome al más oscuro y retorcido de los mundos. Yo lo achaco a mi imaginación excesiva y desordenada. Realmente ando hecho un verdadero lío, y hoy precisamente es uno de esos días moviditos en que todo se me confunde. Cuando te encontré, pensé que eras un sueño, un producto de mi destartalada razón, estoy sometido a la tiranía de algo tan espléndido como cobarde. Nunca se manifiesta y, sin embargo, no cesa.

—¿No crees que le das demasiada importancia? Tú no eres el único que se hace preguntas. Es más, creo que, si todo lo que dices que te atenaza, que te confunde, que no se expresa con claridad... lo hiciera como tú deseas, la sociedad te tacharía de enfermo, cuando en realidad solo es un estado anímico.

Mortal

—¿Quieres decir acaso que estoy loco?

—Quiero decir que, tal vez, tu deseo de descifrar tus sueños sea lo que te provoca esa increíble melancolía, esa apatía extremista y un tanto reaccionaria, que te convierte en un nihilista un tanto ecléctico y maniático.

Buscas en los libros la respuesta a todas tus preguntas, cuando la respuesta está delante de tus narices.

—¿Qué quieres decir?

Ella esbozó una cómplice sonrisa y tomando su mano diestra dijo:

—¡Yo soy la reencarnación de tus pesadillas! Has creado un mundo irracional a tu alrededor, en el que follabas en el estanque de la fuente del Ángel Caído.

—¿Cómo sabes tú eso?

—No importa, salgamos de aquí, vayamos a tu estupenda buhardilla y hazme gozar... ¡estoy caprichosa!

Caminaron indiferentes hacia casa. Mamadou comprobó la noche de luna llena en todo su esplendor, no le dio demasiada importancia, (casi siempre que algo extraño sucedía, la luna aparecía llena e impoluta).

Ya en casa, la muchacha preguntó si había algo de beber.

—Sí, creo que aún quedan algunas cervezas.

—Está bien... ¿puedes traerlas mientras yo construyo algo para ti?

Mamadou fue a buscar las cervezas; al llegar al salón, comprobó que un peculiar artefacto colgaba del techo. Giraba incesante y caprichoso empujado por el hilo de viento que entraba por una de las ventanas.

—¡Es precioso!... ¿qué es? —preguntó satisfecho Mamadou.

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