Keswick y el destino de la espada M. J. Asensio
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Nace Primavera
El reloj del Big Ben dio las once de una despejada mañana de
otoño y varios segundos después se añadieron las campanadas de varias iglesias anunciando el domingo. Con su tañido, Orión salió de su despacho y atravesó, como alma que lleva el diablo y en tres saltos, el pasillo, y se lanzó a la escalera con la intención de deslizarse por la barandilla, cuando, exaltado por la emoción de la carrera, percibió de soslayo la mirada de Titania y frenó en seco su propósito. —Hace un día fantástico, Titania —dijo Orión con una mano asida a la barandilla y con intención de reanudar su carrera. —Ni una nube en el horizonte, Orión —dijo Titania lanzándole una mirada fulminante, una de esas que le daban a Orión a comprender que debía reflexionar sobre sus intenciones. 3
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—Iba a echar un vistazo… al jardín —dijo Orión—, pero, pensándolo bien… bajaré andando, así hago un poco de ejercicio. —Mucho mejor. Orión llegó al jardín y alzó la mirada al cielo para verificar la ausencia de nubes. En aquel instante, un rayo de sol hizo resaltar sus correctas y enérgicas líneas; robusto y nervudo como un Dios divino. —¡Un día perfecto para hacer barbacoa! —se dijo a sí mismo. Apenas hubo pasado una hora y la claridad de la mañana se vio profanada por una densa nube negra que devoraba el jardín; parecía el centro de una batalla campal. Orión se había convertido en don Quijote; veía gigantes en las llamas y ejércitos en las brasas. Luchaba a capa y espada contra el gigante de humo que impedía su cometido, empuñaba su espátula como espada y echaba mano del delantal como si fuera una capa para cubrirse el rostro de las llamas; veía en cada fogonazo una provocación y en el humo, un insulto. —¡Maldito cobarde! ¡Atacas a traición! —gritó dando estocada al fuego al tiempo que esquivaba una llamarada—. ¡Lo conseguiré! —exclamó Orión, cuyo valor se sublevaba ante la fugaz idea de abandonar la tarea—. ¡Por mi vida que así será! —dijo con toda la esperanza puesta en su último intento de lograr hacer unas buenas brasas. —¡Oh, Dios mío! —profirió Vera echándose las manos a la cabeza mientras observaba a Orión desde la ventana de su habitación. —¿Sucede algo, Vera? —preguntó Titania desde el pasillo. —Creo que hoy comeremos hamburguesas al carbón —contestó Vera que en los ademanes del semblante de Orión adivinaba indudablemente el designio de las hamburguesas—. ¡Con lo bonitos que son los días de lluvia! 4
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—No te preocupes, Vera, un día despejado como hoy no lo verán más tus ojos, al menos este otoño. —Iré a por el bicarbonato, nos hará falta —dijo Vera con cierta resignación. No habían pasado ni dos minutos cuando un grito agudo hendió la paz del instante. —¡Mamáááá, mamááá! —gritó Lucy sin parar de rascarse el dorso. —¡Qué pasa, cariño!, ¿estás bien? —dijo Titania con una mano asida a la varita. —No, mamá, me pica mucho la espalda—dijo Lucy dejándose la piel entre las uñas. Y Titania volvió a enroscar la varita en su muñeca, disimuladamente. —Creo que me ha picado un mosquito enorme. ¡Me han salido dos granos gigantes! —¡Déjame ver! —gritó Titania con gran emoción. —¡Titania…! No me digas que las tiene… —dijo Vera con voz ahogada, por el sprint de la carrera. —¡Sí, Vera, sí! Aunque todavía falta un poquitín. —¿Un poquitín… de qué? —preguntó Lucy torciendo el cuello hacia la espalda, primero a la derecha y después a la izquierda. —No es nada, cariño —contestó Titania abrazándola conmovida. Titania y Vera se miraron cambiando sordos murmullos. —¿Mamá, Vera, estáis bien? Solo son dos granos —dijo Lucy mirando de hito en hito a Vera desde el regazo de su madre, sospechando que algo le ocultaban. Entretanto, Aquiles y Goliat se lo pasaban en grande en el pequeño jardín. No se podía decir lo mismo de Orión. Apenas se le veía por la humareda, que cada vez era más densa. 5
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Lucy bajó con la intención de echar una mano a su padre; pensó que sería una buena idea para olvidarse de sus picores. —Aquí estoy, papá, lista y dispuesta para ayudar al gran chef de la casa —dijo Lucy con tono irónico. —Gracias, hija —dijo Orión saliendo de la nube negra—. ¡Necesito más hamburguesas y salchichas de la nevera! —dijo e, inmediatamente después, se sumergió de nuevo en la humareda. —¡A sus órdenes, gran chef! —respondió, y se fue derecha a la cocina acompañada de Aquiles y Goliat. La hermosura del cielo parecía estar cercenada entre dos viviendas unifamiliares; los Spencer y los Gossinping, sus vecinos. Mientras, el jardín de Orión brillaba, favorecido por los débiles rayos de sol, la casa de Marcus y Primrose Gossinping permanecía entre sombras, desabrigada por el sol y castigada por el frescor de la mañana. Marcus Gossinping sabía que los días de sol eran jornadas de barbacoa en el jardín de los Spencer, así que subió al primer piso y corrió las cortinas de la ventana para poder curiosear el vergel. Su hobby preferido era criticar a todo el mundo. Se creía juez sentenciando a sus vecinos con injurias y mentiras. —¡Estos Spencer algún día nos queman la casa! —dijo Marcus entornando ligeramente el cuello hacia su mujer, a la que le iba narrando con sumo detalle todo lo que iba sucediéndose. Miraba a Orión de reojo con desprecio y, a ratos, aguzaba la vista como si tuviera el poder de lanzar horribles maldiciones—. No les basta con fastidiarnos con esos chuchos que no hacen más que aullar, ¡no!, ahora el cachitas se pone a cocinar, ¡lo que nos faltaba! —estalló malhumorado Marcus derramando el té de su taza preferida de patos. Primrose se levantó de un brinco y se acercó hasta la ventana, a grandes zancadas con el rostro amargado por la envidia y la rabia. Orión tenía ya una nube de humo alrededor y bajo los 6
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ojos inquisitivos de Primrose parecía una figura fantasmagórica. Sin desclavar su mirada de ira hacia Orión, acertó a coger la jarra de té de la mesita que había junto a la ventana y volvió a echarle un poco más a Marcus. —Estoy anotando todas las imprudencias de esa familia de atolondrados, ¡pienso decírselo al presidente de la comunidad! —dijo Primrose enfadadísima. —¡Qué raritos son! Mira cómo se mueve la niña, ¡será alguna clase de danza rara! —dijo Marcus observando los movimientos espasmódicos de Lucy. —¡Parece cosa de brujas! —dijo Primrose, de mal corazón—. No te extrañe que un día veamos un aquelarre en el jardín. Aquiles y Goliat estaban muy juguetones, colándose entre las piernas de Lucy que, a duras penas consiguió coger los dos tápers de comida de la nevera. —¡Mira, Lucy, lo he conseguido en tiempo récord! —dijo Orión afanoso por aparentar ante su hija que era un chef de primera. El gigante de humo le daba un receso y ahora se elevaba en delgadas espirales—. Estas sí que son unas buenas brasas, para que luego diga tu madre que ella lo hace mejor —dijo con enérgica entereza y, satisfecho por su logro, se limpió la cara de hollín. ¡Y las campanas de la catedral atronaron los aires sonando a victoria! —Muy bien… papá, te… felicito —contestó con dificultad por intentar esquivar a Goliat—. ¡Estaos quietos, vais a conseguir que me caiiii…! —gritó, al tiempo que los tápers volaban sueltos de tapa. Los ojos de los caninos se clavaron en las hamburguesas mientras las salchichas colgaban de sus cuellos—. ¡Oh, no!, ¡soltad las hamburguesas!, ¡Aquiles, no! —Déjalo, hija, ya es demasiado tarde —dijo resignado viendo el festín del que estaban disfrutando los perros. 7
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—Lo siento, papá, me tropecé y… —dijo Lucy cabizbaja. —No te preocupes, no ha sido culpa tuya. No vamos a dejar que un contratiempo impida un estupendo día de barbacoa. Coge dinero de mi cartera y ve a buscar más hamburguesas. La tienda de los Kensington cierra tarde, apresúrate —dijo Orión con los ojos clavados en la parrilla y el oído al acecho de sus perros. Intentaba llegar incólume en su orgullo hasta la hora de comer. Mientras Orión hacía un conato de lucha contra el gigante del humo, Lucy se fue a comprar la comida. Por el camino se iba refregando contra las paredes intentando aliviar su escozor, previa mirada a todas partes para cerciorarse de que nadie le miraba. Entretanto, Titania y Vera irrumpieron con gran agitación en el jardín. Sus rostros delataban alegría, pero pronto cambiaron de gesto: el humo oscurecía tanto el aire que parecía tener secuestrado a Orión. —Orión, ¿dónde estás? ¡No puedo verte! —dijo Titania despejando la humareda con un movimiento de brazos. —¡Lucy!, ¿estás ahí? —dijo Vera cubriéndose con un pañuelo la nariz y la boca. —¡Cof, cof! —Orión tosió saliendo del inframundo en el que había convertido su barbacoa—. Lucy no está, ha ido a la tienda de Thomas a comprar más hamburguesas. Hemos tenido un pequeño percance con Aquiles y Goliat. Por cierto, Titania, ¿no dices nada? No me negarás que no son unas brasas estupendas —dijo orgulloso. —¡Ha salido de casa!, ¡por todos los dragones de la Atlántida! —gritó Vera enarbolando un gesto ceñudo. —Pero… ¿qué pasa? —preguntó Orión sintiéndose confuso y un poco agitado por dentro, sospechando que había metido la pata sin saber por qué. 8
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—Lucy es un hada, cariño, y están a punto de salirle las alas. Creo que puede ser… Primavera. —Mi Lucy… ¡es un hada! —dijo Orión dejando caer la espátula de la emoción. —¡Queréis reaccionar de una vez!, ¡tenemos que traerla a casa cuanto antes! —chilló Vera lanzándoles los abrigos. Entretanto, Lucy seguía caminando, unas veces erguida y otras adoptando posturas imposibles para poder dar alcance a los granos de la espalda; parecía contorsionista. Su picazón era insoportable y cada vez se hacía más grande. El reflejo de su silueta en un escaparate le llamó la atención, estremeciéndola: dos bultos del tamaño de una pelota de fútbol sobresalían de su torso. Lucy hizo un esfuerzo, se contuvo y entró en la tienda de los Kensington. Eran un matrimonio encantador, especialmente Thomas: reservado, amable, hablaba lo justo, sin añadir episodios a sus oraciones. Era justo lo contrario a su mujer, Harriet, que hablaba por el gusto de hablar, daba igual el tema. —¡Hola, Lucy! ¡Qué alegría verte! Eres el primer cliente que tengo esta mañana —dijo el señor Thomas dirigiendo una triste mirada a la máquina registradora—. ¿Te encuentras bien, pequeña? —preguntó sorprendido al ver cómo se frotaba contra la estantería de comestibles que había en la entrada. —Sí… algo cansada, quizás. ¿Puede darme ocho hamburguesas, si es tan amable? —dijo Lucy. —¡Cómo no!, ¡eso está hecho! —contestó Thomas e, inmediatamente después, se dirigió a la trastienda. De pronto, el picor cesó, es más, un sentimiento de alivio divino y gloria celestial recorrió todo su cuerpo y, por unos segundos, centelleó. 9
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La señora Kensington entró en la tienda hablando sola, como era costumbre en ella. Iba cargada con una caja de alimentos que le impedía ver a Lucy. —¡Cariño, ya he llegado!, ¡no sabes cómo está el tráfico!, cada día peor. Ya le he dicho a Howard que tenemos que quedar a primera hora de la mañana —parloteó sin cesar. El sonido liviano de un aleteo llamó la atención de la señora Kensington; Harriet gozaba de un perfecto quinto sentido. —¿Qué es ese ruido? —No oigo nada, Harriet, a excepción, claro, del sonido incansable de tu voz —contestó Thomas. —¡No seas impertinente, ya sabes que tengo un oído de primera! —farfulló. Lucy empezó a tener una extraña sensación de ligereza; bajó la mirada y alucinó por completo, sus pies no tocaban el suelo, ¡estaba flotando! Para no salir volando, asió sus manos con todas sus fuerzas a una balda de la estantería que había a su derecha, pero un poder nuevo e incontrolable se lo impedía. Su cazadora empezó a rasgarse por el dorso al tiempo que Harriet curioseaba cada vez más cerca de Lucy. Una conmoción agradable empezó a provocarle risa, sentía que algo le estaba haciendo cosquillas. La escena era de lo más surrealista. De pronto, unas pequeñas alas de mariposa asomaban por las aperturas rasgadas de su cazadora: era la primera vez que veían la luz. La pequeña Lucy no se atrevía a mirarse la espalda, ni siquiera de soslayo. Cerraba los ojos pensando que era un sueño, que no era real, pero el cacareo incansable de Harriet le devolvió a la realidad. Respiró profundo y se miró por encima del hombro izquierdo; estaba en lo cierto, ¡tenía un par de alas!
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La señora Kensington ya había dejado su caja y volvió hacia la entrada. Lucy palideció como una mortaja. La cazadora terminó de romperse y cayó al suelo, y sus alas quedaron libres; su tamaño aumentaba y empezaron a agitarse sin ningún tipo de control. Sus brazos no aguantaron más, las manos desasieron la balda y quedó flotando como un globo en el techo de la tienda. —¿No decías que estaba Lucy? —preguntó Harriet escudriñando toda la tienda. —¿Cómo dices?, ¡no te oigo! —gritó Thomas. —¡Cada día estás más sordo! —refunfuñó Harriet dándose media vuelta y adentrándose de nuevo en la trastienda. En ese momento, entraron por la puerta Titania, Orión y Vera como toros en una plaza. —¡Oh, Dios mío, no está aquí!, pero ¿dónde se habrá metido? —gritó Vera entornando los ojos y afinando el oído. —Tranquila, Vera, está justo encima de ti —dijo Titania sacudiendo sus alas y, elevándose hasta Lucy, asió sus manos y juntas descendieron. —¡Mamá!, ¿cómo lo has hecho? —preguntó Lucy con el rostro desencajado al tiempo que Vera cubría sus alas con un abrigo. —¡Shhh! —susurró Titania mandándole callar. —¡Harriet, cada día estás más ciega! Tendrás un oído excelente, pero no puedes decir lo mismo de la vista —dijo Thomas interrumpiendo el momento. —¡Hola! —dijo Harriet al verles de pronto, y, como un milagro divino, no dijo nada más. El asombro se apoderó de sus cuerdas vocales, anulándole su poder de hablar, hablar y hablar. Mientras Orión sujetaba a su hija con brazos vigorosos, Titania y Vera procedieron a pagar y a despedirse de los 12
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Kensington. Al cabo de unos minutos llegaron a casa. —¡Por todos los dragones de la Atlántida! A este paso no voy a llegar a cumplir los doscientos años —dijo Vera cerrando a cal y canto la puerta principal. —Mamá, papá, ¿qué me está pasando? —preguntó Lucy angustiada—. ¿No me estaré convirtiendo en una especie de pájaro, verdad? —No, cariño —dijo Titania con sus manos asidas a las de su hija—. Eres un hada. —¿Soy un hada? ¿Cómo en los cuentos? —Jejeje, sí, en cierta forma —contestó Titania—. Eres Primavera —dijo al tiempo que sacudía de nuevo sus enormes alas y, entonces, sin soltar sus manos, se elevaron juntas. —¡Mamá! ¡Tú también! —exclamó Lucy en el colmo de la sorpresa. —Sí, cariño, soy Hada, hija de la reina Gea y general de las capas grises. —En realidad es la reina de las hadas —dijo Vera—. Y yo… también soy un hada. —¿Y tú, papá?, ¿no serás un elfo o un dragón? —preguntó vacilante—. Esto debe de ser un sueño —dijo pellizcándose la cara con una mano. —Jajaja —carcajeó Orión—. No, Lucy, soy Orión, hijo del rey Poseidón —afirmó sacudiendo las estrellas de su cinturón y convirtiéndolas en un hacha y en un arco con flechas. —¡Impresionante, papá! —exclamó Lucy al ver el resplandor de sus armas—. Y dices que… ¿el abuelito es Poseidón? —preguntó con la boca tan abierta que podría entrar un regimiento de moscas. 13
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—Bueeeno… creo que voy a ir calentando las hamburguesas, ¿me echas una mano, Vera? —dijo Orión a propósito con la intención de dejar a madre e hija a solas. Había llegado el momento de explicarle su linaje mágico. —¡Con mucho gusto! —dijo Vera encaminándose hacia el jardín. —Las hadas existen… ¡soy un hada! —masculló Lucy y, desasosegada aún, empezó a columbrar la verdad sobre su destino. —Papá y yo estamos muy orgullosos de ti, cariño —dijo Titania, y poco a poco fueron descendiendo hacia el sofá—. Siempre tuve la intuición de que ibas a ser un hada como yo, pero no tan pronto. La trasformación suele ocurrir a los once años, no antes, lo que me hace pensar que el destino de tus alas es grande. —¡Un momento, mamá! —dijo Lucy, iluminada por una idea súbita—. ¿Mary Jane e Ivy son…? —No, cielo, verás… —interrumpió Titania, y enclavijó sus dedos a los de su hija, como suele hacer una madre cuando quiere contar algo muy importante de la mejor forma posible y no sabe cómo será la reacción. La curiosidad aguijoneó a Lucy y apretó los dedos con intensidad para que Titania soltara toda la información de una vez, y así sucedió—. Ivy es la sucesora de Merlín, guardiana del árbol de la vida, y Mary Jane es general de las capas rojas. —¿Quééé?, ¡Merlín… existe! —exclamó Lucy alucinada e intentando reflexionar sobre lo que su madre acababa de decirle. Sentía una mezcla de estupor y alegría. —Sí, cariño —dijo Titania comprendiendo que había abierto un arca de secretos difíciles de ingerir en un solo día; eran demasiada información y demasiados descubrimientos para su pequeña—. Mañana por la mañana iremos a 14
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Keswick, es lo más acertado. —¡A la academia! —dijo Lucy esbozando una amplia sonrisa. —Sí, Lucy —dijo Titania con los ojos relucientes de júbilo—. Allí te enseñaré a dominar tus alas y conocerás a otras hadas y a un montón de seres mágicos. —¡Seres mágicos! —dijo Lucy, y sus alas se agitaron bruscamente—. ¡No puedo controlarlas! —Tranquila, Lucy —dijo Titania riendo—. Es normal que ahora no te hagan caso, acaban de salir del cascarón y tienen que aprender a comunicarse contigo. —Entonces, ¡mañana conoceré a otras hadas como yo! —Llevan mucho tiempo esperándote. —¡Ah, sí! —exclamó sonriente—. ¿Son simpáticas? —¡Claro que lo son! Aunque un poco traviesas, como tú —contestó Titania abrazándola. —Mamá, creo que están dormidas —susurró Lucy—. Ya no revolotean. —Normal, hoy ha sido un día muy intenso y estarán agotadas —dijo Titania con la voz tan baja que apenas se escuchó. —Aprovechemos a comer unas deliciosas hamburguesas al carbón —sugirió Lucy, hambrienta, caminando hacia el jardín. Primrose observaba a los Spencer desde la ventana de su saloncito, valiéndose de prismáticos. —¡Con lo tranquilos que estábamos hasta que doña perfecta y su encantadora familia aterrizaron en nuestro barrio! —dijo con voz atiplada y amenazadora. Titania y Orión, ajenos a la maldad de su vecina, se intercambiaban miradas de felicidad mientras Vera besuqueaba a Lucy, loca de alegría. Las alas de la pequeña empezaron a agitarse; percibían alegría y jubilo. El aleteo empezó de una forma sutil, era casi imperceptible. Sin embargo, poco a poco empezaron a agitarse; el ritmo 15
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aumentaba y llegar al descontrol total era cuestión de segundos. Titania desplegó sus alas y Vera sacó su varita, por si acaso. Primrose soltó los prismáticos y retrocedió dos pasos, no daba crédito a lo que veían sus ojos. Intentó llamar a su marido, pero no le salían las palabras, solo balbuceaba: «Ma, Ma, Marr…cus». En ese momento, Titania se alzó bruscamente, atrapó a Lucy con sus brazos y entraron de nuevo en la casa. —¡Marcus, ven ahora mismo! —gritó Primrose con vehemencia, alzando horrorizada las manos—. ¡Son brujos! O peor, ¡demonios con perros del mismo infierno! —gritó temblorosa y fuera de sí. —¿Cómo dices?, ¿brujos? —dijo Marcus mientras encendía su pipa de tabaco. Marcus corrió a la ventana, y, entreabriendo la cortina, miró hacia el jardín. —¡No te lo vas a creer!, ¡les he visto flotar en el aire! Ya sabía yo que doña perfecta escondía algo. No esperaré a mañana, ahora mismo llamo a la policía —dijo Primrose torciendo la boca y con un brillo de odio en los ojos. Por fin había encontrado algo importante para poder fastidiarles. —Con un poco de suerte el cachitas y doña perfecta se marcharán de nuestro barrio —se dijo a sí mismo Marcus viendo a su mujer dirigirse hacia la puerta de los Spencer, y lanzó al aire unos enormes anillos de humo como señal de victoria. Primrose taladró el timbre de los Spencer, una y otra vez, sorprendiendo amargamente a Arthur que, hasta entonces, dormía plácidamente en su cuna mágica. —¡Primrose!, ¿puedo ayudarla en algo? —dijo Orión mirando a su vecina con ojos alelados por el estupor y la conmoción de verla. —¡No me vengas con amabilidades y cortesías! —dijo Primro16
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se enderezándose bruscamente y prosiguió—. ¡Lo sabía!, ¡sois una familia de brujos o demonios! Acabo de llamar a la policía y a la perrera ¡para que tú y tus asquerosos chuchos os vayáis de mi barrio! —gritó colérica, mientras intentaba entrar en la casa. Sus gritos se escucharon con reverberación y alertaron a Titania, que se incorporó del sofá en el acto, tomó una manta, envolvió en ella a Lucy y con mucho sigilo, subieron las escaleras hasta el cuarto de Arthur, donde estaba Vera, y volvió a bajar las escaleras con mayor celeridad. —¡Primrose! No tienes buena cara —exclamó Titania al ver su rostro desencajado. —Ni se te ocurra acercarte. ¡Eres una bruja! Te he visto, Titania, flotando en el aire con tu hija, seguro que estabais haciendo un aquelarre o invocando a algún espíritu. —Será mejor que regreses a tu casa y te tranquilices —dijo Orión ignorando sus palabras e hizo ademán de terminar la conversación cerrando la puerta, pero Primrose puso el pie impidiéndoselo. En ese momento, llegó la policía. —Ahora te vas a enterar —dijo Primrose. Su mirada rabiosa despedía centellas. —Buenas noches —dijo el agente de policía—. Tenemos un aviso de alboroto por parte de una tal… Primrose. —Sí, agente, soy yo. Quiero denunciar a esta familia por practicar brujería, ¡y a los perros por ladrar! —¿Qué está diciendo? ¿Qué broma es esta? —exclamó el agente con un tono de voz severo—. ¿Toma alguna medicación, señora? —dijo volviendo la mirada hacia su compañero que esperaba en el coche con expresión de profundo sopor. —¿Medicación? No estoy mal de la cabeza, le digo señor agente que son… 17
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—Señora, ¡no vuelva a llamar a la policía por tonterías! ¿Lo ha entendido? —dijo el agente torvamente. —Sí… lo he entendido —contestó Primrose poniéndose roja como la grana. Se retiró murmurando entre dientes y, antes de marcharse, lanzó a Titania una rápida mirada del más olímpico odio. La puerta se cerró y Titania lanzó un suspiro. —¡Nos han visto! —dijo con una voz titubeante, temerosa por futuras consecuencias. —No te preocupes, mañana nos iremos a Keswick y se olvidarán del tema —dijo Orión. La noche transcurrió con normalidad, las alas de la pequeña Lucy cedieron al cansancio y dejaron que durmiera como nunca lo había hecho. A la mañana siguiente, Vera canturreaba en la cocina preparando el desayuno. El olor a bizcocho recién horneado llegó a todos los rincones de la casa. Aquiles y Goliat se colaron sigilosos por la trampilla de la puerta, ansiosos por probar un trocito de rico pastel. —¡Quietos! —ordenó Vera sorprendiéndoles. —Tengo un oído estupendo, Aquiles —dijo Vera, y partió un trocito de bizcocho para ellos. El delicioso aroma despertó el sentido olfativo de Lucy y poco a poco empezó a desperezarse, entreabriendo los ojos a ratos. Al abrirlos del todo, el susto fue tremendo: ¡veía su cama! Sus alas se habían despertado antes que ella y volvía a estar flotando en el techo. Titania escuchó su clamor y voló hacia su habitación. —No te preocupes, cariño, es cuestión de tiempo —dijo ayudándole a descender—. Pronto te harás con ellas, te lo prometo. —Eso espero, mamá —dijo Lucy—. ¡Uhm! ¡Huele a… bizcocho! —exclamó entusiasmada, y sus alas se agitaron como 18
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si aplaudieran, entendían su emoción. Empezaba a existir una trabazón entre Lucy y sus alas. Una hora después Titania llamó a Florence, le anunció la nueva y pronto corrió el rumor por todo St. Catherine de que Lucy era un hada. Ivy y Mary Jane la esperaban emocionadas junto al resto de la pandilla en el árbol de la vida, su cuartel general. El señor Hati y la señora Mani gozaban de su compañía. Pero la paz y tranquilidad poco iban a durar. El viento del este volvió a soplar y esta vez espiraba con fuerza. El señor Heimball bajó precipitadamente la escalera hasta la casita de los osos y abrió con gran estruendo la puerta. —¡Heimball! —gritó la señora Mani llevándose la mano al pecho por el sobresalto—. ¿Ocurre algo? —dijo preocupada al verle entrar tan agitado. —¡El árbol! —chilló eufórico. —¿Qué quieres decir, Heimball? —preguntó el señor Hati levantándose de la mecedora. —¡Hay otro camino! ¡El cuarto elegido tiene que estar en la academia! —bramó Heimball con entusiasmo. —Mi hermana —susurró Ivy. —¿Mary? —dijo Adam. —Mary no —dijo Ivy pensativa—. Me refiero a Lucy, es un hada como mamá. —¡Puede que sea Primavera! —espetó Evelyn enclavijando los dedos y suplicando al cielo. —Saldremos de dudas en unos minutos —dijo Jacke y, aguzando el oído, le pareció escuchar el rumor casi imperceptible de un motor—. Oigo un coche a un par de millas. —¡Están en Keswick! —dijo Ivy con gran emoción. Al atravesar la planicie de raigones observaron atónitos 19
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la luz que salía proyectada del camino de Adam. No era usual. —Adam, creo que has de entrar, el árbol de la vida así lo desea —insistió el señor Heimball. Los chicos intercambiaron miradas de expectación y Evelyn no pudo aguantarse más. —Pero ¿a qué estás esperando? ¡Entra ya! —inquirió empujándole levemente. —Evelyn, ¡no seas tan impaciente! —le regañó el señor Heimball. Adam decidió acudir a la llamada y avanzó por el camino mirando a su alrededor, observando los relieves de las paredes con gran atención. A primera vista le pareció ver escenas de futuras batallas a bordo de un barco. Según avanzaba, la luz se hacía más intensa, derramando su flotante sombra a uno y otro lado. Adam devoraba con los ojos las escenas futuras, sentía una extraña emoción, como si alguien le observara desde lo más profundo del camino. Entonces una claridad fulgurante le hizo reaccionar y sus ojos quedaron fijos en la pared del fondo. La escena era sorprendente: una espada medio enterrada en una gran roca parecía ser su destino. De pronto, la luz se intensificó, le sumergió en un raudal de luz que hacía daño a la vista y alzó una mano sobre sus ojos. —¡Adam, tu destino está escrito! —pronunció la voz con solemnidad—. La espada del guerrero está destinada a ti. ¡Solo tú eres digno de portarla! —gritó a bocajarro sobre Adam. —¿Yo? —preguntó incrédulo. —Sí, tú —insistió la voz—. Pero has de saber que los enemigos de la isla van tras ella, ansían su poder y no cejarán en sus intenciones por hacerse con ella. ¡Has de ir a la Atlántida de 20
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inmediato! —tronó la voz con vehemencia, y Adam se estremeció por un instante. La voz cesó y con ella, la luz. Adam salió corriendo con los rasgos de la cara contraídos por la emoción, estaba anhelante por contar todo lo ocurrido. —Chicos, es hora de hacer las maletas, ¡nos vamos a la Atlántida! —exclamó con el corazón palpitante. —¿A la Atlántida? —dijo Jacke. —¡Adam, explícate! —dijo Ivy con tono interrogativo. —Estoy destinado a portar la espada del guerrero —explicó algo emocionado—. Se encuentra en la montaña de Lepanto, en el reino de Gea. —¡Enhorabuena, Adam! —gritaron todos conmovidos por la noticia. —Gracias, chicos —dijo Adam—. Pero también… me ha dicho que los enemigos de la isla van tras ella y que debo partir de inmediato. —No te preocupes, Adam, nosotros te ayudaremos —dijo Jacke con tono tranquilizador.
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De la esquina del infierno se ha escapado Cordelia, la malvada hermana de Poseidón. La operación Barbarroja se ha puesto en marcha y la Atlántida corre un grave peligro. La anunciada guerra es inminente, todos deben partir hacia la isla mítica. La salvación depende de Ivy y sus amigos, que emprenderán un fascinante viaje a través de los cuatro reinos por el maravilloso puente de Breda, donde conocerán a nuevos amigos. Consciente de lo mucho que está en juego, Ivy deberá romper su crisálida para encontrar la fuerza necesaria y convertirse en Némesis.
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Una aventura llena de piratas, tifones, sirenas, amazonas, dragones y mucho más! ISBN 978-84-18911-09-5
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