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La misteriosa casa TORREÓN del
1 LA EXCURSIÓN
E sa mañana, mientras que se lavaba la cara, se cepillaba los dientes y se peinaba mirándose en el espejo, Héctor se observó durante un rato en el espejo y se dio cuenta de que ya no era un niño pequeño, de que ya no necesitaba que su mamá o su papá tuvieran que lavarle la cara o que tuvieran que peinarle, ahora se daba cuenta de que estaba creciendo y que estaba tomando el tamaño de un niño grande, que es el tamaño que se tiene cuando se cumplen unos diez años, más o menos, es
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decir, que con esa edad son todavía niños, pero medianitos, así que Héctor era pues un niño medianito, aunque en algunos pocos años más, ya estaría convirtiéndose en mayorcito, y dentro de poco sería hasta preadolescente, que son los jovencitos que van a los últimos cursos de la escuela y que ya van a comenzar a estudiar en el Instituto.
Héctor observó que le habían crecido las piernas y que también le habían crecido los brazos y todo el cuerpo en general, y además tenía una buena mata de pelo en la cabeza, una hermosa cabellera de color castaño, que cuando no se peinaba era como una enredadera de pelos al aire cuando soplaba el viento. Héctor se vestía perfectamente solo, y se ponía los calcetines solo, ¡con lo difícil que es ponerse los calcetines con tantos dedos que hay en los pies!, y hacía tiempo que sabía hacer el nudo de los zapatos, también el lazo, aunque algunas veces el lazo se le complicaba
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porque no había manera de ver por donde tenía que meter el cordón entre tantas vueltas y vueltas que hay que darles a los cordones de los zapatos.
Además, hacía su cama, ordenaba su habitación, ponía en su lugar los juguetes, los libros en la estantería, y ¡cómo no!, ponía en orden todos los trofeos y las medallas que había ganado en campeonatos de judo o en competiciones de carreras, en los que casi siempre quedaba el primero o casi el primero, porque Héctor era un gran deportista.
También ayudaba a sus papás a poner la mesa y a recoger los platos cuando se hubiera terminado de comer, y a veces ayudaba a preparar la comida limpiando y partiendo los tomates, los pepinos o la lechuga para la ensalada.
Y cuando acompañaba a su mamá al supermercado, en el momento de pagar ya sabía cuánto había que pagar, calculando el valor de las monedas, y cuánto tenían que devolverle según los billetes que hubiera entregado a la cajera.
En la escuela había aprendido a leer y a escribir con mucha soltura, y le encantaba leer libros de aventuras, de piratas, de exploradores, de intrigas y de misterios, que le llevaban a viajar con la imaginación a mundos y continentes lejanos. Tanto le gustaban esos libros, que se había puesto a escribir un cuento de aventuras y le había pedido ayuda a su abuelo para que colaborara con él a escribir una historia que fuera algo fantástico y emocionante, y entonces entre los dos inventaron un cuento al que le pusieron el título de La estatuilla perdida de los Incas. Y en este cuento narraban que un explorador había viajado a un remoto país del continente sudamericano para encontrar una figurilla de oro de una civilización ya desaparecida, pero había otro explorador que le tenía envidia, así que cuando encontraron la estatuilla, el envidioso se la robó, pero después de una serie de aventuras, consiguieron recuperarla y llevarla a un museo para que todo el mundo pudiera admirarla.
Héctor vivía con su mamá y su papá en una casita en el campo, rodeada por otras casas, las cuales estaban separadas unas de otras por pequeñas parcelas de campos en las que crecían de manera salvaje toda clase de plantas, de maleza y de matorrales que nadie se preocupaba ni de limpiar ni de cortar ni de arreglar, sino que crecían y crecían como una selva, así que era una auténtica selva, pero sin los animales salvajes que hay en la jungla, y todo eso formaba parte del paisaje.
Además, formaban parte de la familia sus dos hermanitas, un poco más pequeñas que él, pero de edad parecida, también de tamaño medianitas, que se llamaban Mandy y Nory. Héctor era por lo tanto el hermano mayor y cuidaba de ellas porque lo acompañaban a todas partes y disfrutaban con él de todas las aventuras que a él se le ocurría.
Vivían todos en una casita blanca, de una sola planta, con un tejado de tejas rojas, con
una chimenea por la que salía el humo de la cocina, con ventanas alegres alrededor de toda la fachada de la casa, rodeada de grandes macetas y de un pequeño jardín en el que crecían limoneros, naranjos, ciruelos, y una gran higuera que en verano perfumaba toda la casa y daba unos higos muy sabrosos que Héctor y sus hermanitas arrancaban del árbol y se los llevaban a su mamá para que los pusiera de fruta para el postre, antes de que los pájaros los picoteasen y se los comieran, aunque como había tantos higos en la higuera, los pájaros terminaban por darse un buen banquete con esos higos tan sabrosos.
Y también cultivaban un huerto en el que cuando llegaba la primavera plantaban lechugas, tomates, pepinos, y otras hortalizas, y tanto a Héctor como a sus hermanas les gustaba ayudar al papá que era el que se encargaba del huerto, aunque lo que más les gustaban era cuando había que regar las semillas que habían plantado, a veces con una manguera, y
otras veces con una gran regadera que antes había que llenarla de agua y pesaba mucho.
Tenían un perrito que les seguía a todas partes moviendo el rabo, porque le encantaba acompañar a los niños cuando salían a pasear al campo, pero cuando se iban a la escuela se ponía triste, gemía y el rabito ya no se movía porque no podía acompañarlos, y se pasaba todo el día esperando que Héctor y sus hermanas volvieran de la escuela para dar saltos de alegría. Le habían puesto de nombre Fede porque tenía unos enormes bigotes que eran iguales a los bigotes del tío Federico, por eso le habían puesto el nombre del tío, aunque el tío no lo sabía, pero se lo imaginaba.
También tenían un gatito que se dejaba acariciar, pero luego desaparecía el resto del día o se le veía subido a los árboles, subido al tejado o corriendo por el jardín detrás de algún ratoncillo que quería cazar.
Héctor se había levantado esa mañana contento y de muy buen humor, porque como él y sus hermanitas se habían portado muy bien durante la semana, tanto en la casa como en la escuela, sus papás habían invitado a merendar a sus amigos Antón y Pablo, que también vivían en una de las casitas cercanas y también iban al mismo colegio que Héctor, Mandy y Nory.
Así que por las mañanas se encontraban tempranito todos ellos camino de la escuela arrastrando sus pesadas mochilas las cuales tenían unas ruedecitas que les facilitaba llevarlas rodando por el suelo sin que tuvieran que cargarlas en la espalda.
En las mochilas llevaban los libros con los que iban a estudiar esa mañana, los cuadernos, los lápices, y cómo no, una fiambrera en la que llevaban un trozo de pan con jamón, queso, y una fruta para que almorzaran a mediodía.
Héctor y sus hermanitas recibieron muy contentos a sus amigos Antón y Pablo en la
puerta de la casa, y a continuación pasaron al jardín para tomar la merienda que sus papás les habían preparado con mucho cariño, así que tomaron un buen vaso de leche con cacao, y comieron pasteles, frutas, además de los sabrosos higos que esa misma mañana habían recogido de la higuera Héctor y Nory subiéndose al árbol mientras que Mandy se dedicaba a espantar a los pájaros que habían acudido a comerse los higos.
Durante la merienda, los cinco amigos estuvieron comentando sobre qué es lo que iban a hacer después de comer, pues a todos ellos les gustaba pasearse por los campos que rodean las casitas para recoger florecillas multicolores que luego les llevaban a sus mamás, o animalillos que saltaban por el campo, como los saltamontes, las mariquitas, o a algún pajarillo que se había caído del nido, y entonces lo llevaban a la casa para cuidarlo hasta que ya supiera volar.
Terminada la merienda salieron al campo los cinco amigos seguidos de Fede el perri-
Héctor, junto con sus hermanas Mandy y Nory, y sus amigos Antón y Pablo, forman una pandilla a la que le gusta salir al campo a explorar y a buscar tesoros. Viven en el campo en unas casitas rodeadas de otras casitas, y de parcelas en las que crecen matorrales y maleza como si estuvieran en una selva. Salen al campo a investigar, pero al llegar a la última casa, apartada y solitaria, se dan cuenta de que está deshabitada. Es una casa misteriosa con un extraño torreón. Entonces los niños, picados por la curiosidad, deciden investigar, por lo que tratan de entrar en la casa, pero de pronto se llevan un susto descomunal y la mayor sorpresa de sus vidas.
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VALORES IMPLÍCITOS:
Los cinco pequeños amigos exploradores comparten aventuras, intriga, misterio, compañerismo y emoción, además de saber manejar las sorpresas que se encuentra uno en la vida, y más cuando la gran sorpresa es intentar investigar sobre la misteriosa casa del torreón. Por otro lado, nos transmiten el amor por la naturaleza y el conocimiento de las cosas que nos rodean; y además, el respeto a los padres, a las personas mayores y el ayudarnos mutuamente. Un recorrido por las siete maravillas del mundo, donde la historia se mezcla con las aventuras que viven los protagonistas para superar siete pruebas, pero para lograrlo, deberán emplear siete valores indispensables: amistad, compromiso, colaboración, respeto, lealtad, libertad y tolerancia.
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