La sombra CHARO CAMPRUBÍ
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La noche era helada. Noche negra, sin luna. Noche de invierno. Sobre el palacio caía una lluvia fina desde hacía varias horas y el silencio era sepulcral. Todos dormían, hasta los conejos dormían, salvo la hija de ocho años de la cocinera que tenía los ojos abiertos como platos. Gertrudis se levantó tiritando de la cama y se puso unas zapatillas de felpa y una bata de franela que anudó a la cintura con un gran lazo. Luego encendió una vela para que iluminara sus pasos hasta el lavabo más cercano que estaba a unos cinco minutos a pie de su dormitorio. Respiró hondo para armarse de valor porque caminar por los interminables pasillos de la zona norte del palacio no le daba miedo, sino pavor. ¡Eran estrechos, lúgubres, tenebrosos!
Estaba a medio camino cuando, de pronto, escuchó ruidos de pasos: ¡eran los pasos de una mujer! El sonido de los tacones en el mármol era inconfundible. Las manos de Gertrudis comenzaron a temblar del susto y la vela se apagó. Entonces, se escondió detrás de la columna más cercana y lo que vio, gracias a la luz de la luna que se filtraba por los ventanales, fue la sombra de una mujer vestida con gasas negras de los pies a la cabeza. Llevaba puestos unos zapatos de tacón rojos y sus ojos irradiaban una luz plateada, tan intensa, que le servían de linterna.
La sombra pasó a su lado y siguió de frente. Gertrudis decidió seguirla de lejos para ver qué tramaba dejándose guiar por la luz de sus ojos. Avanzó en dirección sur hasta llegar a la habitación donde dormía la princesita recién nacida, entró sigilosamente, y se acercó a la cuna. Gertrudis también entró y se escondió detrás de unas cortinas de terciopelo azul. Azuzó el oído y la escuchó decir, con voz metálica: «Ya te tengo».
Gertrudis se aterró. Pensó que raptaría a la princesa, pero no fue así. «Soy el Hada de las Tinieblas —le dijo—. Vine a la Tierra para casarme con tu abuelo. Para enamorarlo, me hice pasar por una princesa rusa y me inventé un nombre precioso: Natasha. Me vestí con sedas que brillaban más que la luz del sol; me peiné con moños de bucles y aprendí todos los bailes de salón. Hice todo lo que pude para conquistarlo, pero apenas tu abuela apareció en el horizonte con su carita angelical y sus aires de colegiala despistada, ¡me lo robó!».
Gertrudis escuchó un fuerte resoplido. Luego la sombra estiró el brazo derecho y mostrando una mano huesuda con un anillo de oro en forma de serpiente en el anular, lanzó un terrible maleficio: «Princesita de Candela, serás una desgraciada porque nunca te podrás enamorar. ¡NUNCA! Tu abuela me quitó el amor y ahora yo te lo quitaré a ti. ¡Esa será mi venganza!». En ese mismo instante,
La sombra con zapatos rojos de su anillo saltaron chispas. Una de ellas quemó a la princesita en el cuero cabelludo y las otras quemaron el ribete de gasa de la cuna. La princesita empezó a llorar y Natasha, riéndose a carcajadas, le dijo: «Llora, princesa, llora, porque romper este maleficio no va a ser difícil, sino imposible. Se tendría que enamorar de ti un hombre sin saber quién eres, pero como a una princesa la conoce todo el mundo eso no sucederá jamás. Además, también tendrías que serle útil a la humanidad. Ja, ja, ja, ¡estás condenada a vivir sin amor!».
Gertrudis se quedó escondida detrás de las cortinas, incapaz de reaccionar. Lo que había visto la dejó tan traumatizada que a partir de ese instante se volvió tartamuda. Por esa razón, no le pudo contar a nadie la historia del maleficio de Natasha. Cada vez que quería hablar, la lengua se le trababa, y tardaba tanto en decir una palabra que se acostumbró a hablar con monosílabos: solo decía: «sí, no y ajá».
Carolina fue una vez más al lago de los Lirios, el más lindo de todo Candela. Su forma asimétrica le daba un aire misterioso que le encantaba y disfrutaba contemplando la belleza de sus aguas azul verdosas, límpidas como el cristal. Solía ir a la hora de la puesta del sol, cuando el brillo penetrante de la tarde empieza a difuminarse y una tenue luz rojiza tiñe el firmamento. En el lago flotaban al vaivén del viento, los nenúfares. Eran lirios de pétalos delicados que se abrían con la luz del sol y se cerraban al caer de la noche. Carolina los contemplaba, embelesada. El lago era su lugar preferido para relajarse, aunque, últimamente, iba a llorar a solas su desgracia: ¡estaba desesperada porque era incapaz de enamorarse!
Todas sus amigas vivían un romance, ¡todas menos ella! Ella era la única que nunca había sentido la chispa del amor. Ella era la única que tenía el corazón seco, áspero, rocoso, como los pedruscos que los niños patean mientras caminan por la calle. No
entendía por qué podía querer tanto a su gatita, Gigi, y a su yegua, Macarena, pero no a un hombre de carne y hueso.
Una vez más, el lago no le pudo dar la respuesta. Y pasaron los días y los meses y los años sin que Carolina encontrase el amor. Finalmente, su madre consideró que había llegado el momento de tomar cartas en el asunto. Decidió organizar una gran fiesta a la que invitaría a los muchachos más brillantes del reino para ver si alguno de ellos conseguía enamorar a su hija. Cuando le dio la noticia a Carolina, ella ni se inmutó. Tan solo le dijo con tono cansino:
—Ya he estado en un montón de fiestas, mamá, y nunca me he enamorado de nadie.
—Esta vez será distinto porque he invitado a los BIRDS —contestó la reina.
¿Los BIRDS? ¿Ahora hablas inglés? BIRDS en inglés significa pájaros, mamá, y que yo sepa los pájaros no van a las fiestas.
La reina se rio y le dijo: ¿Cómo te puedes imaginar que voy a invitar a pájaros? ¡Ni que estuviera loca! BIRDS son las siglas que yo me he inventado para los muchachos que viven en nuestro reino y que son conocidos por ser: los más bellos (la B); los más inteligentes (la I); los más ricos (la R); los mejores deportistas (la D) y los más sensibles (la S). Vendrá el mejor de cada categoría. Son tan fantásticos que estoy segura de que alguno de ellos conquistará tu corazón.
—Conquistar mi corazón, ¡es más difícil que escalar el Himalaya!
—Por lo menos, déjame intentarlo. ¡Vamos, anímate! Piensa que con la llegada de los BIRDS tu vida va a cambiar.
La escalinata para bajar al salón donde la esperaban sus invitados era muy empinada y en forma de caracol. ¿Y si se caía justo en la fiesta en la que estarían presentes los BIRDS? A Carolina le dieron escalofríos solo de pensarlo porque, aunque no lo quería reconocer, estaba esperanzada. Se había hecho a la idea de que quizás esa noche encontraría el amor.
Cuando llegó la hora de la fiesta, cogió el bajo de su vestido con la mano izquierda y con el mentón en alto, la mirada en el vacío y una sonrisa difusa en los labios bajó, lentamente, por la temible escalinata. Los invitados vieron a una joven delicada que peinaba la bella mata de sus oscuros cabellos hacia un costado y llevaba carmín rosa en los labios. Un maquillaje casi imperceptible realzaba sus altos pómulos y sus ojos, también oscuros y rasgados.
Carolina llegó a la pista de baile en el preciso instante en que sonaron los primeros acordes de la música. El maestro de ceremo-
nias dio inicio al baile y el primero en acercarse a ella, haciendo una elegante reverencia, fue la B: el muchacho más bello del reino. Sus maneras eran impecables lo que le añadía aún más belleza a la que ya tenía. Se llamaba Enrique, venía del norte, y entre vuelta y vuelta le contó los avatares por los que había tenido que pasar durante el viaje a la capital. Al principio, Carolina lo escuchaba sin prestar mayor atención a sus palabras ya que no podía quitarle los ojos de encima. Estaba fascinada por su nariz respingona, sus inmensos ojos azules y su mentón partido. Pero, de pronto, la fascinación dio paso al hastío: ¡Enrique era tan perfecto que resultaba empalagoso! Y se dio cuenta de que cuando veía su imagen reflejada en uno de los gigantescos espejos del palacio, se miraba. Bailaba, giraba y se miraba. «Este chico no podrá nunca amar a una mujer porque se ama a sí mismo. Es un vanidoso insufrible», pensó Carolina. Y lo descartó en el acto.
El segundo en sacarla a bailar fue la I: el chico más inteligente del reino. Alberto era un pésimo bailarín. La pisó varias veces y se excusó con efusión. Era alto, flaco, paliducho y con dientes de ratón. Su voz aguda y su fuerte acento sureño, tampoco le gustaron. Se decía que Alberto era un ajedrecista capaz de batir récords mundiales y que tenía un cociente intelectual superior a 160. Carolina no lo ponía en duda, aunque constató que escucharlo hablar de ajedrez no le interesaba en lo más mínimo. Sin duda alguna se trataba de un juego muy respetable, pero saber cómo la reina se come al rey no era algo que la entusiasmara. El sesudo pretendiente quedó pues, eliminado.
El tercero en bailar con ella fue la R de rico: Carlos era un pelirrojo, pecoso y narigón, cuyo padre tenía una fortuna superior a la de la propia reina. Carolina se dio cuenta de que tanta riqueza lo había convertido en un ser pretencioso y engreído, defectos que le resultaron muy irritantes. No tenía nada de qué hablar, salvo de la
sombra con zapatos rojos fortuna de su familia, y escucharlo contar cómo su padre se había hecho rico con la trata de esclavos le dio asco. Pensó que comerciar con otros seres humanos no era algo de lo que uno debería de vanagloriarse y se lo dijo a la cara. Sus palabras causaron un profundo malestar en un muchacho acostumbrado a que lo adularan y se picó tanto con Carolina, que dio por terminado el baile antes de que llegara a su fin.
El cuarto en bailar con ella fue la D de deportista. Las maneras de Ricardo eran toscas, como también lo eran sus manos y su rostro dotado de una quijada cuadrada, una frente estrecha y una nariz ancha. Sin que se le pudiera calificar de feo, desde luego no era su tipo. A pesar de estar vestido de etiqueta se veía a la legua que tenía el cuerpo robusto de los atletas. Notó que los botones de su chaleco estaban a punto de estallar bajo la presión de su ancho tórax y que las costuras de sus pantalones corrían el riesgo de rasgarse por la presión de sus pantorrillas. Su rechazo frontal a esa forma de cuerpo fue casi instantáneo y no le importó un comino que, gracias a él, Raúl hubiera cosechado grandes éxitos deportivos. ¡Estaba claro que ella no podía enamorarse de un saco de músculos!
El quinto en bailar con ella fue la S de sensible. Bajo ese apartado su madre catalogaba a los artistas en general y a los músicos en particular. Estanislao era un pianista de manos largas y finas, cuerpo esbelto y rostro expresivo. Sin ser guapo, tenía encanto. Aunque su nombre no le gustaba y pensó que llamarlo «Estanis» tampoco le gustaría, lo vio con buenos ojos porque ambos tenían algo en común: el piano. Ella también era pianista, aunque solo aficionada.
Con la esperanza en haber encontrado a su alma gemela en este concertista venido del este del país, Carolina decidió dedicarle el resto de la noche. Incluso le sugirió abandonar la fiesta unos minutos para que pudiera tocarle su partitura preferida y lo
llevó al salón donde estaba el mejor piano de cola de todo el reino. Estanislao abrió la tapa del piano; luego se sentó en la banqueta y la acercó al piano hasta que sus pies alcanzaron los pedales. Contempló el teclado en silencio y dejó pasar unos segundos hasta que, finalmente, empezó a tocar una sonata de Chopin que ella adoraba. Apenas escuchó los primeros acordes, Carolina comprendió que Estanislao era un pianista mediocre y que su música no le llegaría jamás al corazón. ¡La S de sensible había resultado ser un fraude!
Una sombra con zapatos rojos camina por los pasillos del Palacio Real. Es el Hada de las Tinieblas con sed de venganza. Con su anillo de serpiente lanza un terrible maleficio a la princesita de Candela: ¡Carolina nunca se podrá enamorar!, salvo que logre romper el maleficio cumpliendo con dos condiciones que parecen insuperables. Pero cuando conoce a Eduardo, un príncipe rebelde que no quiere ir al ejército ni hacer la guerra, sino salvar a la humanidad del hambre con una fórmula mata plagas, la esperanza renace en su corazón. Ambos luchan contra viento y marea para que la fórmula llegue a su destino y abra la puerta a un mundo mejor. Este arduo combate los une profundamente, pero ¿será suficiente para vencer el maleficio?