cinco días antes de Los
Navidad
Yolanda López-Muñiz
Ilustrado por Elena
F. Vázquez
Nunca nieva en diciembre
El árbol de Navidad de Carolina olía a Na-
vidad. Era una mezcla entre olor a mazapán y castañas calentitas, de esas que te calientan las manos en las frías tardes de invierno. Cada diciembre, cuando tocaba poner los adornos, lo primero que hacía, desde bien pequeña, era acercar su diminuta nariz a las ramas de su querido abeto y aspirar la alegría de los días que estaban por venir. Claro que, este año, la Navidad de Carolina iba a ser muy diferente… 3
—¿Alguien por aquí que me eche una mano con estas luces? —preguntó Moira, su madre, mientras intentaba rodear con ellas el árbol—. ¡Carolina! Me tomaré todo el chocolate caliente si no vienes. —¡Ya estoy, ya estoy! —dijo, acudiendo como un rayo al salón—. Mientras, su flequillo castaño, que casi le llegaba a las cejas, iba de un lado a otro, saltarín. La verdad es que no había nada más en el mundo que gustase tanto a Carolina como los dulces, con excepción de la Navidad, por supuesto. Sin embargo, tan solo hacía una semana que las dos se habían mudado a Ventisbel, y habían pasado apenas ocho meses desde que se despidieran del padre de la pequeña, Daniel, tras haber permanecido enfermo durante mucho tiempo, por lo que este año no tenía grandes esperanzas en que fuese la mejor ni la más feliz. 4
—Mamá, ¿por qué hemos tenido que mudarnos? —insistió en saber Carolina, mientras colocaba con cuidado el cable de luz entre los adornos del abeto. —Ya lo sabes, cacahuete. —Así la llamaba su madre en tono cariñoso, por lo salada que era—. Necesitaban a una profesora para el semestre que viene, cielo. —Entiendo… —dijo con resignación Carolina—. ¡Ah! —añadió, cambiando de tema—, ¿crees que nevará esta Navidad, mamá? Nunca he visto caer un solo copo de nieve durante la Navidad, ni siquiera en diciembre, y sería tan bonito… —Todo es posible en estas fechas, hija, pero venga, vamos a terminar de decorar todo esto. ¡Me muero de hambre y el chocolate sí que se va a quedar más helado que esos copos que tanto quieres ver! Era 20 de diciembre, y lo cierto es que el pueblo de Ventisbel era de lo más pintoresco. 5
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Ya casi de noche, sus acogedoras calles empedradas quedaban tranquilas y las luces de cada tiendecita iban apagándose una a una. Todas, excepto la del final de la calle, que parecía una antigua librería. Carolina se acurrucó en el asiento de debajo de la ventana y la observó curiosa, en silencio, mientras untaba los primeros bizcochos en el chocolate.
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Si no lo crees, no lo ves
La mañana del 21 de diciembre había lle-
gado fría y expectante para Carolina, que no había dejado de pensar en ese lugar tan misterioso que había permanecido encendido hasta bien entrada la noche oscura. Hoy estaba de suerte, Moira debía ir al colegio para conocer al resto de profesores y hacer el papeleo como futura maestra en Ventisbel, así que la pequeña tendría toda la casa para estar tranquila (o eso creía su madre). 9
—¿Me prometes que te portarás bien? —preguntó Moira, mientras se colocaba apresuradamente la bufanda alrededor del cuello y apartándose, con un soplido, el rizo que le caía por encima del ojo derecho—. Solo serán un par de horas. Sabía que a Carolina le encantaba explorar, algo normal en una niña de nueve años, a la que le gustaba leer y crear sus propias aventuras. —Venga, mamá, ¡que llegas tarde! —contestó Carolina, dándole a su madre el bolso—, además, alguna que otra vez me he quedado sola, y ya sabes que soy suuuperbuena, ¿a que sí? «Pero qué morro tiene esta niña», pensó Moira. Le dio un beso y dejó puesta su película favorita, La Historia Interminable. Claro que, Carolina, tenía otros planes y, una vez vio a su madre desde la ventana desaparecer tras la esquina de casa, cogió su abrigo amarillo 10
y partió rumbo a la que sería su primera aventura en Ventisbel. El edificio misterioso de la noche pasada tenía tres pisos, era estrecho y de ladrillo antiguo, con guirnaldas de luces cálidas que colgaban alrededor de los blancos ventanales. Al lado de la entrada, un cartel decía: En esta librería, nadie entra sin cantar un villancico primero. ¡No es broma, pequeños saltamontes!
Carolina miró ese cartel, horrorizada. Era bastante tímida y esas palabras le hicieron pensar dos veces si entrar o no en aquel lugar, pero parecía tan encantador… Además, le gustaba desafiarse a sí misma. «¡No seas cobardica!», se dijo. Abrió la puerta y empezó, muy poco a poco, casi ti11
tubeando, a entonar: No…noche de Paz, no… che de amor… —¡Más alto, chiquilla! En Escrivenders no mordemos a nadie —dijo un señor bajito, de pelo blanco que le asomaba bajo su bombín, traje granate, y gafas redondas como canicas. —¡Noche de paz, noche de amor, claro sol brilla ya! —bramó Carolina, deseando que pasara de largo y para siempre aquella escena. —¡Bravo! ¡Excelente! ¡Maravilloso! —espetó el hombrecillo—, ¿a que ahora se siente usted mucho mejor? Carolina no contestó, todavía continuaba sonrojada por ese momento tan raro. Se limitó a alzar la vista. Lo cierto es que aquel era un lugar impresionante. Había libros por todas partes, incluso el techo estaba cubierto de ellos. A la derecha de la puerta de entrada, un piano blanco hacía esquina junto a uno de los ventanales, formando un rincón de lo más 12
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acogedor; en el centro, había dos sillones de lectura junto a una mesita de madera, que sostenía una jarra de café recién hecho y una bandeja con galletas de jengibre. —Soy Bruno, el dueño de toda esta locura —insistió en hablar el señor. —Y yo Carolina —dijo, dándole la mano—, disculpe, pero ¿por qué hay que cantar canciones de Navidad al entrar en su librería? ¿Es así siempre? —Por supuesto —afirmó, rotundo y orgulloso—. Como decía Dickens, el gran maestro: «Honraré la Navidad en mi corazón y procuraré conservarla durante todo el año». Ahora, si me disculpa, pequeña saltamontes, iré a buscar un libro especialmente para usted, me ha caído bien. Mientras, Carolina cogió una galleta y fue a sentarse en uno de los sillones cuando, de repente, «¡Shhum!», algo le arre14
bató el muñeco de jengibre de las manos. Lo único que pudo ver, de manera fugaz y casi imperceptible, fue lo que parecía ser un diminuto zapato picudo de rayas verdes y blancas, escondiéndose dentro de la caja de aquel piano blanco. Sin pensarlo dos veces, corrió hacia allí tan rápido como pudo, pero llegó tarde; fuera lo que fuese, había desaparecido por completo. —¡Oiga! ¡Oiga! ¡Señor Bruno! —gritó Carolina—. ¡Deje de esconder sus zapatos, sé que ha sido un truco! —¿¡Truco!? ¿¡Zapatos!? ¿¡Señor Bruno!? Está usted peor que yo, señorita liliputiense—, dijo sorprendido, mientras bajaba corriendo tropezosamente la escalera de caracol de detrás del mostrador—. No tengo la menor idea de lo que dice, pero tome, le dejo este ejemplar, quizás aclare sus ideas. —Pero es que he vis… 15
Tras perder a su papá, este será el primer invierno que Carolina pase en su nuevo hogar en Ventisbel, un pueblo encantador, pero donde muchos de los adultos han dejado de creer en la magia de la Navidad. No parece que vayan a ser las vacaciones más felices, pero todo cambia cuando ella y otros trece niños reciben una invitación para asistir a una misteriosa cata de dulces de una tal Srta. Cleyton. ¿Conseguirán ella y sus nuevos amigos recuperar el espíritu de las fiestas? A partir de aquí, ¡la Navidad está servida!
ISBN 978-84-18911-35-4
A partir de 8 años 9 788418
911354
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