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Los sobrinos de Capuana
B
erto tiene ocho años y es la desesperación de sus padres. Alegre, terco, caprichoso; cuando se le mete algo en la cabeza no para hasta que se sale con la suya.
Últimamente, se dedica a fastidiar a su papá con curiosas preguntas:
—Papá, ¿por qué no hay perros rojos, verdes o azules?
—Porque no los hay, no puede haberlos.
—Los pájaros tienen las plumas de muchos colores, pero los perros solo son blancos, negros, grises, rosados, moteados, con el pelo corto o largo… ¡Pero ni verdes, ni rojos, ni azules!
—Quizás estarían feos con esos colores y, por eso, la Naturaleza no los ha hecho así.
—¿Quién es la Naturaleza?
—El Señor. Se dice también así; es la misma cosa.
—El maestro suele decir que es necesario corregir a la Naturaleza.
—Lo que en realidad quiere decir es que cuando hay un niño pesado, caprichoso, travieso —yo conozco uno—, es preciso hacer con él lo mismo que haríamos con un arbolito que crece torcido: enderezarlo. ¿Comprendes?
—Y si nuestro caniche Tom, en vez de blanco, fuese rojo brillante…
—¡Cállate! No digas tonterías. No las dijo, pero las hizo. * * *
Un día, Berto se encerró en su cuarto con Tom, su diversión preferida. Cuando hubo llegado la hora de comer, Berto entró en la cocina con aire distraído.
—¿Has terminado los deberes?
—Casi.
—¡Veremos qué chapuza!
Se oyó a Tom ladrar y aullar. El señor Ressi, que quería mucho al caniche, se levantó de la mesa y fue corriendo a la habitación de Berto.
Cuando abrió la puerta, dio un respingo al ver que Tom era un adefesio3: el hermoso pelo blanco pintado de rojo con barniz; las cejas y los bigotes teñidos de violeta con el tintero y las patas cubiertas de betún negro parecían una especie de botines.
Repuesto del asombro inicial, el señor Ressi no pudo contener una carcajada; el propio Tom también se sentía ridículo disfrazado de esa manera; lo miraba meneando el rabo y no se atrevía a saltar a su lado, como hacía habitualmente. Ante la tardanza del marido, la madre preguntó a Berto: —¿Qué ha pasado?
Berto hizo un gesto vago y siguió comiendo la menestra cabizbajo y con la nariz en el plato.
El señor Ressi volvió a la cocina enfadado.
—¡Aquí tenemos la tarea del señorito! —dijo a la mujer señalando con el dedo a Tom, que venía detrás.
—¡Oh, Dios! —exclamó la señora. Y alejó con la mano al perro ante el temor de que sus bigotes, aún húmedos, mancharan su bata blanca.
Berto, que se esperaba algún pescozón, tuvo el descaro de decir: —¿No es más bonito así? 3Feo, ridículo.
La colleja que recibió fue suave porque el papá, viendo mondarse de risa a su mujer, no pudo contenerse.
Berto, protegiéndose con las manos de otro golpe más fuerte, hacía esfuerzos por no alegrarse de su fechoría.
Tom estaba aturdido y daba vueltas en torno a la mesa, como si pidiese perdón por aquella extraña transformación.
—¡Pobre Tom! —exclamó Marietta, la asistenta, mientras traía el cordero en la bandeja—. ¿Quién le ha hecho eso?
—No se pregunta. ¡Y márchese! —añadió el señor Ressi, cogiendo a Berto del brazo y sacándolo de la cocina.
Berto, hambriento, echó una mirada golosa a la bandeja humeante y permaneció detrás de la puerta de la cocina, esperando que su madre, conmovida, lo llamase. Sin embargo, vio salir a Marietta, que sacaba por una oreja a Tom.
—¡Ahora me toca enjabonarlo! ¡Bonita cosa!
—¡Tú cállate! ¡Qué sabrás!
Pero esta vez Berto esperó en vano; se quedó con las ganas de comer cordero y esto fue un gran castigo para él. * * *
Unos días después, cuando Tom, a fuerza de jabón y cepillo, recuperó su blancura original, Berto, cabezón, respondió a su madre que le regañaba:
—¡Era más bonito antes!
Su terquedad se reflejaba en todo lo que hacía.
—¿No te avergüenzas de ser el último de la clase? —le dijo el papá.
—¡Con ese maestro!
—¿Qué le pasa al maestro?
—Es feo; tiene una nariz como un pimiento.
—¡No tiene que enseñarte con la nariz! Es demasiado bueno, no te castiga lo suficiente.
—Si le miro la nariz, olvido la lección.
—No la aprendes y buscas excusas.
—Cuando cambie de maestro, verás.
—Ya, tienen que hacerte un maestro solo para ti. ¿Y qué pasa con tus compañeros?
—La mayoría son tontos.
—Tontos serían si fueran ignorantes como tú. Terminaré por mandarte al campo, a cavar la tierra. ¡Bien sabes que cuando digo una cosa… la hago!
De hecho, el señor Ressi no le perdonaba una; le llevaba la contraria en todo para domarlo, pero parecía que esto solo servía para incitarle a comportarse peor.
La mamá usaba el método opuesto: intentaba educarlo por las buenas.
—Así lo malcrías —decía el marido.
Y era verdad. ¿Cómo debían comportarse?
—¡Déjale hacer lo que quiera! —aconsejó el tío, que había venido a pasar algunos meses a casa de su hermano, tras recuperarse de una grave enfermedad.
Berto quería a su tío no solo por los juguetes que le regalaba, sino también porque no le echaba la bronca desde que entendió el carácter caprichoso y testarudo del sobrino.
—Probaremos —respondieron a la vez marido y mujer. Desde aquel día fingieron no darse cuenta de la presencia de Berto en casa. Si no quería ir a clase, el papá y la mamá no le decían nada. Berto, por fastidiar, se encerraba en su cuarto y hacía los deberes con esmero y estudiaba las lecciones de memoria.
—Papá, mira lo que he escrito… y la aritmética.
—Lo revisará el maestro.
—Mamá, ¿quieres comprobar que sé la lección de memoria?
—Lo hará el maestro.
Al volver de clase con buenas notas, Berto las mostraba, orgulloso, al papá.
—¡He sacado un siete, un ocho, un diez!
—¡Ah!
Y el papá ni siquiera las miraba.
—Tío, míralas tú.
—¿Están ahí escritas? Nadie te las va a quitar.
Entonces, ¿no le creían? ¿No querían convencerse de que ahora estudiaba de verdad y ya no era el último de la clase?
Berto rabiaba por la indiferencia. Pensaba que sería una hermosa revancha pasar de curso sin hacer ningún examen de recuperación, como los mejores de la clase.
Pero cuando todo presuntuoso llegó a casa con la gran noticia, el papá, la mamá y el tío la recibieron con indiferencia: —¡Ah! —¿No me crees, papá? Pregúntaselo al maestro. —¿A ese con la nariz como un pimiento? Se habrá equivocado. * * *
Berto sufría ante el desinterés de sus padres. Pero estaba próxima la fiesta de fin de curso en la que se darían los premios académicos. Cuando vieran al director del colegio ponerle la medalla de plata, ya no tendrían dudas.
Sin embargo, nadie lo acompañó aquel día; el papá con un pretexto, la mamá con otro y el tío se excusó diciendo que no se encontraba bien.
Berto se sintió ofendido. Todos los demás compañeros de la escuela estaban con sus padres, hermanos o hermanas. ¡Era el único que estaba solo! Había conseguido una medalla, pero no sentía ninguna satisfacción. No había estudiado por convicción, siguiendo los amorosos consejos de sus padres, que al final lo habían dejado por imposible cansados de no ser escuchados. En realidad, había estudiado por despecho: sentía su orgullo herido; creía que sus padres pensaban que era un tonto incapaz de aprender, de alcanzar a los demás de su clase.
Ahora comprendía que debería haberse comportado de otra manera y que sus padres estaban justamente disgustados por verle hacer, por capricho, lo que tendría que haber hecho siguiendo sus buenos consejos.
Y observando la alegría de los familiares de los compañeros que también fueron distinguidos con medallas, se entristeció pensando que su malicia le había privado de este momento de felicidad.
Debería haber pedido perdón al papá y a la mamá desde el primer día en que le habían tratado con indiferencia, sin ocuparse de él, sin reprenderle siquiera cuando cometía alguna trastada o se empecinaba con cualquier cosa. También el tío lo había tratado de la misma forma.
Se estaba emocionando cuando, desde el escenario, le llamó el secretario del colegio:
—Roberto Ressi.
Al verlo llegar muy serio, el director le preguntó: —¿No estás contento con la medalla de plata?
No pudo responder; tenía un nudo en la garganta.
—¡El próximo año ganarás otra! —añadió el director, poniéndole la medalla con un alfiler en el pecho.
Berto, de repente, rompió a llorar.
—¿Por qué? —le preguntó el maestro, que vino corriendo.
—Porque… el papá y la mamá… —balbuceaba Berto, entre lágrimas—no han… querido… acompañarme.
—Habrás sido malo.
—¡No!
—Te llevaré a casa. No llores, ¡venga!
—Y, terminada la ceremonia, el maestro, que lo había sentado a su lado, lo cogió de la mano y le dijo:
—Vamos. * * *
Berto, que el año antes de ponerse a estudiar se las había hecho pasar moradas al maestro y se había burlado
de su nariz de pimiento, estaba conmovido de su bondad, como si hubiera sido la primera demostración de afecto que le prodigaba durante aquel año, en el que lo había sorprendido por el inesperado cambio: de bribón incorregible a muchacho bueno y estudioso.
—¿No habrás hecho alguna de las… antiguas tuyas? —le preguntó por la calle el maestro.
—No he hecho nada. Solo…
—¿Solo? —replicó el maestro—. A mí me lo puedes decir. Tus padres te quieren.
—¡Ya no me quieren! —respondió Berto con un hilo de voz.
—Es imposible. Los padres quieren siempre a sus hijos, aunque sean traviesos. Si los riñen, si los castigan, es por afecto.
—Ya no me regañan ni me castigan desde hace mucho tiempo.
—¿Y te lamentas de eso?
El maestro no comprendía, no podía entender, le parecía extraño todo lo que decía Berto.
Cuando llamó a la puerta era ya la hora de comer.
—¡Oh! Usted, señor maestro.
—He querido acompañar… al premiado y, de paso, oír algunas explicaciones...
Pero no fueron necesarias. El salón estaba decorado con hermosas flores y muchos juguetes esperaban al pequeño
triunfador, abrazado y besado con ternura por el papá, la mamá y el tío. Berto, que no se lo esperaba, estaba tan fascinado que no sabía qué decir.
—Verdaderamente —dijo el tío— este señorito merecía ser tratado de manera diferente; se ha convertido en bueno y estudioso por fastidiar. Pero dado que, según el proverbio, todos los caminos que van a Roma son iguales, aunque uno sea más largo, otro más corto, uno derecho y otro torcido, no se le tiene en cuenta cómo y por qué ha obrado bien, siempre que a partir de ahora estudie y sea bueno por amor y respeto a sus padres, al maestro y a la escuela. De lo contrario…
—¡No, tío!
—Muchas veces has dicho: ¡No, papá! ¡No, mamá!, y después has vuelto a ser caprichoso, testarudo, impertinente…
—Ha estudiado, ha estudiado mucho; ha recuperado el tiempo perdido, ha sido un modelo para los compañeros.
—Usted, señor maestro, no sabe…
—¡Oh, papá!
Berto se había puesto rojo como un tomate ante el temor de que le contase la grosera comparación de su nariz con un pimiento.
El papá lo tranquilizó sonriendo y moviendo la cabeza.
—Quédese a comer con nosotros —dijo el señor Ressi—, así la fiesta será completa. Un poco de cordero…
—¡Ah! —dijo Berto—. ¡Cordero! ¡Me gusta mucho!
Y después de quitarse la medalla se la dio a su mamá.
—¡Esta es vuestra! —dijo, señalando también a su papá. —¿Y a mí, nada?
—A ti, tío —respondió Berto. Buscó en los bolsillos para darle una cosa—. Tenía una chocolatina, pero me la he comido sin darme cuenta. Te daré un beso.
Este libro es una antología de dieciocho entrañables y sapienciales cuentos de Luigi Capuana, inéditos en lengua castellana, que «presentan observaciones de psicología infantil, que pueden interesar también a los adultos». No son cuentos para niños, sino de niños. El estilo de Capuana no es sensiblero para halagar a los jóvenes lectores apoyando sus caprichos o justificando sus fechorías, sino que tiene un objetivo moralizante y aleccionador. El lenguaje, por su parte, no se mueve en el monocorde registro infantil, sino que se modula en función de la edad, de la identidad de los protagonistas y de los probables destinatarios de cada cuento.
Valores implícitos:
Esta selección de cuentos pretende divertir y entretener a grandes y pequeños, así como enseñar valores cívicos fundamentales, como son el respeto y la obediencia a los padres, la responsabilidad por los actos propios, la sinceridad en las relaciones humanas, la generosidad como amor al prójimo y el afecto por los animales.
ISBN 978-84-19602-52-7 9 788419 602527