Pequeño escritor 12 años
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Tengo 12 años y vivo en Londres. Yo creo que eso vale de presentación, ¿no? Em pecemos otra vez. Hola, me llamo Peter. No os creáis que soy un superhéroe ni un agente secreto, no, soy un niño muy pero que muy normal. Soy un niño normal con un pelo pelirrojo normal y unas pedazo de gafas de culo de botella, que yo diría que no son muy normales. Vivo con mi abuela en una pequeña casa en el centro de Lon dres. Las paredes están tan viejas que parecía que se iban a caer, y los muebles están empapados por la humedad.
Mi abuela, Emma, es una mujer alta, de pelo canoso y despeinado, con unos gran des ojos y siempre con una sonrisa. Siempre va vestida con un traje de lana rosa y unas sandalias de playa.
Toda esta historia empezó en un día cualquiera que empezaba como todos, tomando mi desayuno matutino de cereales y leche, cuando sonó ese famoso sonido que todos conocemos, el timbre. Mi abue la abrió la puerta y en ella se encontraba una mujer de pelo largo y rubio y una cha queta amarilla en la que ponía Correos, nada misterioso. La mujer le entregó un paquete en el que solo se distinguían unas pequeñas letras, en la que se encontraba el destinatario de aquel envoltorio. Mi abue la observó las frases y en un acto rápido me miró sorprendida.
—Es para ti —dijo extrañada. Eso sí que me resultaba raro. Lo cogí y lo abrí. En él se encontraba un pequeño mapa con la dirección de mi casa, pero justamente la dirección era del desván. Creo que ese era el único sitio de la casa en el que
no había entrado nunca. Es ese sitio tene broso y lleno de telarañas que siempre trae problemas, pero sobre todo es el sitio en el que se esconde todo. Claro, no podía ser yo la única persona que cuando le dicen que algo se esconde en el desván, no vaya. Cogí la escalera de mano y entré. Al parecer, era el único sitio de la casa que estaba en buenas condiciones, ya que no se escuchaban gote ras. Lo único que se veía era la oscuridad. Bueno, no era lo único, justo debajo de un haz de luz se encontraba un pequeño baúl. No, no voy a hacer como en las películas que preguntan qué habrá dentro, todo el mundo lo sabe. Así que como era de esperar, abrí el baúl y en él no había oro, ni joyas, solo una carta. Una carta en la que ponía: «A mí querido Peter: Cuando leas esto, seguramente no sepas quién soy, porque cuando me conociste eras demasiado pequeño, y seguramente no te lo pueda contar en persona, así que te mando esta carta. Soy uno de los siete hermanos de tu bisabuelo, y a diferencia de ellos, yo no nací en Londres, nací en Lyon.
Soy demasiado mayor como para hacerme cargo de todo, por eso, ya que tú eres mi único descendiente joven, te voy a dejar lo único que tengo; el negocio familiar.
Para que lo entiendas mejor, necesito que emprendas un gran viaje hacía Lyon. En mi casa, “La Mansión Moreau”, que ahora es tuya, lo entenderás todo mejor. Detrás del paquete se encuentra la dirección».
Ahora mismo solo entendía una cosa, por qué mi segundo apellido era Moreau, Peter Jackson Moreau.
Un mes para decidir irnos, y dos meses más para poder marcharnos. El único pun to débil de la abuela era tomar decisiones, y esta le estaba costando mucho más. Co gimos el primer vuelo que había y empe zamos el viaje que, según la abuela, iba a ser el viaje más importante de mi vida. Dos horas y media sin sumar la media hora de taxi. Y por fin llegamos a Lyon. Pero ahora había que encontrar la casa. La dirección era «Rue de Montauban, 26». Otra hora para encontrarla, hasta que por fin dimos con ella. A primera vista, si
te digo la verdad, parecía una cárcel. Te nía grandes muros de piedra, coronados por pequeñas estatuas de animales, en la mitad de aquel muro se encontraba un gran portón de gruesos barrotes de me tal; era de color negro y estaba decorado por formas geométricas y el nombre Moreau en el centro. Saqué de mi bolsillo el paquete que nos entregó aquella mujer, y dentro de él también había una pequeña llave oxidada. La introduje y abrí ese gran y, sobre todo, pesado portón. Detrás ha bía un enorme jardín que, a primera vista, parecía muy bien cuidado. Al final estaba lo que yo llevaba esperando ver durante todo este tiempo: la casa. Tenía una gran fachada recién pintada, y justo debajo del balcón principal, se encontraba otra puer ta; sin embargo esta era de madera y más pequeña. Para decorarla había bonitas fi guras talladas en ella. Saqué la llave, pero no duró mucho en mis manos porque la abuela me la quitó bruscamente. —¿Estás seguro de esto, Peter? —dijo con un tono muy asustado.
Volví a coger la llave y la metí en la ce rradura, creando un gran escándalo, por que al girarla sonaron los engranajes que se abrían de arriba abajo, haciendo que la puerta y el suelo vibraran. Sin embargo, lo único que yo notaba era mi corazón latir a toda velocidad. Ahora mismo tenía muchas preguntas que nadie quería respon derme, pero lo que sí sabía era que iban a tardar poco en resolverse.
Esta puerta se abrió con facilidad, pero, en cambio, detrás de ella no se veía nada, estaba todo oscuro y lo único que se es cuchaba era el sonido de miles de goteras que caían al suelo creando grandes charcos. Esto no duró mucho porque todas las luces de la casa se encendieron antes de que pudiera hacer nada. Entonces se respondieron solas todas mis preguntas y la más importante, una pre gunta que llevaba haciéndome toda la vida.
Yo sabía que mis padres me habían de jado con mi abuela con tan solo dos años porque no se podían hacer cargo de mí, pero nadie me había hablado nunca de mi
abuelo Daniel, lo conocí demasiado pe queño para acordarme, lo único que tenía de él era una foto de su cara en blanco y negro que tenía en mi mesita de noche. La miraba todas las noches y la reconocería fácilmente. Así fue. Mi abuelo estaba sen tado en un lujoso sillón de cuero, y justo al lado de él, una mujer sentada en un largo sofá. La casa estaba en muy buenas condiciones, y lo que a mí me parecieron goteras, era el sonido de la lluvia que había empezado a caer fuera.
Lo que más me extrañó fue la reacción de mi abuela. Lo normal sería que fuese corriendo a darle un abrazo y a decirle que le echaba de menos, pero actuó como si se viesen todos los días.
—Por fin llegáis, os estábamos esperan do —dijo mi abuelo lo más alto que pudo. Ahora mismo sí que no entendía nada de lo que estaba ocurriendo.
Nuestros chanquetes, esos locos bajitos, vienen pisando fuerte...
Esta delicada colección está compuesta por “pequeñas obras maestras” escritas por niños que tienen la ilusión de convertirse, algún día, en «grandes escritores», pues realmente son «talentos prometedores». Muchos de ellos, si no desisten en el intento, lo conseguirán.