(MAS DEL SÉPTIMO DÍA
En el antiguo Puerto de la Cruz, la estampa sencilla de las antiguas casonas y, a tope, la contraseña de la naviera Yeoward
Temas isleños
El Puerto de la Cruz y la naviera Yeoward A imagen tiene el poder inmenso de las evocaciones. Ahí está el Puerto de la Cruz de ayer —también de hoy y de siempre— que, ciudad nacida al filo de la ola, al calor y color de todo el Atlántico, tiene música en los árboles y el aire lleno de sonrisas. En la entonces ciudad con surcos de tierra luciente, la sencillez de la arquitectura de Canarias, la blancura de la antigua casa de la Yeoward Brothers que, a tope, luce la contraseña que, con la Y. B., hermanaba los colores españoles, los mismos que, hasta el «Alca», lucieron todos los barcos de la naviera. Bueyes de paso cansino tiraban de los carros y, al fondo, con juegos de sombra verde y sol los laureles de Indias de la plaza del Charco. En la imagen, la estampa parcial de la ciudad que, como un vuelo blanco de gaviotas, se ha extendido por la costa y a todos ha dado el ejemplo —muy buen ejemplo— del bien hacer. Laureles, ramazón verdosa y, a un lado, una contraseña bien ligada al Puerto de la Cruz, a la isla de Tenerife —a todas las Canarias— en el amplio mundo de la exportación frutera. La empresa Yeoward Brothers nos vuelve en su bandera junto a la arboleda gris y verde de la Plaza del Charco, junto a los bueyes de paso cansino, junto a los recios botes caleteros, junto a los finos que, de dos proas —al decir de la gente que fue— ponían su buen hacer en las duras faenas de la pesca. Fue en 1894 cuando los hermanos Richard Joseph y Lewis Herbert Yeoward se
establecieron en Liverpool como importadores de frutas canaria. Durante los primeros años de la empresa, los huacales de plátanos isleños se exportaban a Inglaterra en los barcos de paso, en especial los «paquetes de la Eider Dempster, los de las Unión Castle, en los «verdinos» de la Aberdeen Line y los «mamarias» de la Shaw, Savill and Albion. Desde el Puerto de la Cruz que bien muestra la imagen, la fruta era transportada a Santa Cruz en los pequeños vapores del tráfico de cabotaje. Eran los «Águila de Oro», «Ariadne», «Sancho», «Guanche» y «Tenerife» los que, con su chimenea humeante, al ritmo de las alternativas iban y venían con aquellas espectaculares cubertadas de huacales de plátanos. En las chimeneas espigadas, unas contraseñas — Hamilton, Miller, Wolfson, Marítima Canaria, etc.— que bien decían de los que, procedentes de otras naciones, en la isla se habían asentado y, ejemplarmente, habían dado un paso en su desarrollo económico. En 1900, los hermanos Yeoward adquirieron su primer barco, el «Avocet», adquirido a la Cork Steamship Co., que, con sus 1.219 toneladas comenzó a navegar en la noria de la carga general en los viajes a Canarias y en la fruta en los de vuelta. Posteriormente, otros dos vapores de la citada Cork, los «Fulmar» y «Egret», arbolaron la contraseña de la Yeoward, contraseña compuesta por los colores de España y, sobre el gualda, la Y en negro. Estos dos vapores, con los nuevos nombres de
«Ardeola» y «Avetoro», comenzaron sus viajes al Puerto de la Cruz, Santa Cruz y Las Palmas. En todos los puertos de las islas, los vapores de la Yeoward, con sus tres palos y chimenea en caída, eran espectáculo para la multitud infantilmente curiosa. Empenachados de humo, los vapores de la Yeoward eran de líneas precisas y preciosas, eran barcos de casa, huéspedes fijos del Muelle Sur y de las aguas abiertas del Puerto de la Cruz, aguas en las que, durante años, fue práctico el señor Brunetto, el buen marino que en aquellas aguas pilotó al «Cap Polonio», el trasatlántico que, al mando del comodoro Rolin, no pudo atracar en Santa Cruz debido al temporal. Los vapores de la Yeo ward eran la sal íntima de la vida marinera del Puerto de la Cruz. Sus propios escobenes —sus ojos— miraron la estampa del Teide que bien refleja la imagen. Hoy nos quedan nombres y más nombres —«Ardeola», «Avoceta», «Andorinha», «Águila», «Alondra», «Alca», etc.— que, durante años y más años, fueron capítulos del desarrollo agrícola de Canarias. Hoy, el recuerdo de los años idos, el de los vapores que con monótona constancia trillaron la línea de Canarias. Todos fueron fieles —muy fieles— al Puerto de la Cruz y a Santa Cruz pues, durante años y años, rompieron sus estelas en las caricias de las dos ciudades marineras.
Juan A. Padrón Albornoz