EL VIEJO Y BUEN BARRIO DEL TOSCAL

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£1 barranco, enfermo de largo viajé, cruzaba el barrio y moría en la playa al abrigo del Muelle Sur

Santa Cruz de ayer y de hoy

El viejo y buen barrio del Tosca! En las antiguas y buenas calles del barrio del Toscal siempre volvemos al alma blanca y fresca de la infancia. Allí —calles de la Rosa, Santiago, San Martín, San Miguel, Saludo, Señor de las Tribulaciones y tantas otras— hemos buscado y siempre encontrado en el corazón del corazón la eternidad del dulce pasado, pues sólo lo que pasa queda para siempre. Lo eterno no es el porvenir; lo eterno es el siempre risueño pasado. Somos muchos los que estamos atados, bien unidos al pasado del viejo y buen barrio del Toscal, aquel que en nuestros años ñiños tenía patios que eran verdaderos corazones de sol y fresca sombra verde, aquel que tenía —y bien mantiene— toda la bondad del pan en la mesa. El tiempo ha pasado con días y noches —con años y décadas— y ha ido borrando mucho de lo que bien sumó un nudo más al hilo de nuestras vidas. En aquel tiempo de luz nuestros cabellos no eran blancos todavía, había música en los árboles —en los laureles de Indias y algarroberos de El Blanco— y el aire estaba lleno de sonrisas. Hoy, en la lluvia del tiempo volvemos a las playas del pasado —allí donde las olas mantenían su buena canción— y a las locomotoras humeantes que, vistas desde el mirador de «la muralla», nos hacían soñar trenes. Venían desde la cantera —o pedrera, si se prefiere— de La Jurada y, con buena piedra de primera, iban hacia el Muelle Sur; allí, la grúa Titán -la

misma que luce su estampa azul y metálica en la Dársena Comercial— se encargaba de ir cimentando el brazo de piedra que, día a día, remansaba un buen espacio del Atlántico isleño. Como el dolor a la herida, somos muchos los que estamos atados al viejo barrio que, por paradoja, es siempre nuevo, Entonces, las olas, la luz y el humo de los vapores estaban en nuestros corazones. Eran toda una experiencia salobre en los corazones que, niños aún, ya vivían la temblorosa pulsación de todos los caminos de la mar. Ya se ha ido el «mirador de la Marina» pero, como siempre, desde la Avenida de Anaga el barrio tiene la mar pintada de barcos, la policromía de las banderas y toda la pureza de las olas de frescura. También han muerto los surcos de tierra luciente y fresca, pero no la bravura del sol ni la tranquilidad de unas calles en que todavía reina paz y tranquilidad. Hemos vuelto a los tiempos

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en que el sol doraba las playas de callaos —San Antonio, Los Melones y La Peñita— que se abrían a la mar; allí, la luz daba diamantes a las olas y, con el viento, hacía un canto de oro y risa por las heladuras de las oletas y balandras —«Joven an Blas», «Francisca Ortega», «La Niña», «Carlota», «San José», etc.— que sesteaban frente al fuerte de Almeida, frente a los varaderos que ya no son en la costa de Santa Cruz. De aquellos años idos para siempre, no vemos, no recordamos la precisión periódica del tiempo, pero sí el trueno marino, el oleaje que, como una conmoción, entraba en nuestras vidas. Hoy, las calles cargadas de años, de buena y sencilla historia, nos llegan con la muda voz de su silencio. Todo el barrio del Toscal es un libro de nostalgias y recuerdos que, allá por El Blanco, tenía tierra sonora —como bien refleja la imagen— envuelta en sombra y aroma de algarroberos, tierra en la que casi se oía todo un silencio de altura, de ladera solitaria. Allí, en El Toscal, hemos vuelto a encontrar una antigua sonrisa infantil —también una terrible ausencia— pero, más que nada, evocamos toda una multitud infantilmente curiosa, la fiesta auténtica de todos los que teníamos un corazón abierto e inquieto. Con inmensa emoción recordamos figuras que lo üuminaban todo: con don Francisco Martínez Viera/ buen alcalde de Santa Cruz que compartía su vida entre la calle de San Martín y su librería «La Prensa», los hermanos Pisaca —don Agustín, mi médico en años niños, y su hermano, que como arquitecto dejó buena estela en la historia isleña— también el señor Aguiar que, funcionario de Hamilton y Compañía, desde muy joven, con don Cristóbal González Sentó, ambos enamorados de la mar, llenó de barcas mis años de niñez y pequenez. El Toscal es el barrio santacrucero que tiene y bien mantiene generosa y noble bondad, barrio en el que las calles conservan—tan humana es su calma— todo un ensueño y un corazón. Allí todo parece sumido en un sueño nostálgico, sueño en el que se encuentra presa toda el alma de la infancia. Una y otra vez hemos vuelto al barrio por cuyas calles corrieron nuestras vidas. Allí quedan árboles —pocos— con sombra verde sobre los claros de las calles pero, de aquel pa-

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sado, conservamos todo el olor y el temblor en la memoria. Todos vamos pasando —y el Tiempo con nosotros— pero allí vivimos la etapa de los hombres sencillos que, todos de-corazón derecho, nos enseñaron que la vicia se va en nuestras manos, no en las estrellas. Cerca de Almeida —junto a la ya olvidada Cuesta de los Melones— estaba el barranco que, enfermo del largo viaje desde el centro de la isla, moría en la playa sosegada al abrigo del Muelle Sur. Al otro lado —allá por la «pjacita»— la calle del Saludo, sencilla y con casas terreras, hacía honor a su nombre. Abierta a la mar alta y libre, sobre la playa de San Antonio y el varadero de Hamilton, en la explanada cercana estaban los dos cañones de campaña que tenían a su cargo el disparo de las salvas de saludo a los buques de guerra que llegaban a Santa Cruz y, también, el que —en solitario— señalaba las doce del mediodía. Recordamos los saludos a buques que ya son historia —«Graf Spee», «Deutschland», «Exeter», «Presidente Sarmiento», «Amphion», «Resolution», «Royal Sovereing», etc.— que, desde cerca de la «placita», los dos sencillos cañones hacían al final de la calle tescalera, la del Saludo, que bien merece su nombre. Por aquella zona, el barrio del Toscal era el mirador de Santa Cruz de Tenerife. Abajo, las playas de La Peñita, San Antonio y Los Melones, los varaderos de Hamilton y Compañía y Eider Dempster —más al Norte el de la Junta de Obras del Puerto— y, frente, las negras y panzudas gabarras carboneras qué, con buen festón de defensas, en sus hondas calas guardaban el negro y humilde tesoro del Cardiff, el carbón de mucha fuerza y poco humo que preferían los capitanes de antaño. En las calles del barrio del Toscal, en alto nuestros corazones y nuestros recuerdos, todo un amplio camino de luz en el cielo y, también, todo un semillero de nostalgias. Allí, por la calle de La Marina, sentimos hondo el río de los años y una dulzura en el corazón. Allí nos vivimos, somos y seguimos y, de todas las cosas que hemos visto, al viejo y buen barrio del Toscal queremos seguir viendo y viviendo. Para él, sus calles y vivencias —para toda la buena ciudad de Santa Cruz de Tenerife— queremos intacto el corazón, nuestro amor invulnerable.— Juan A. Padrón Alborno*


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