del domingo
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UANDO los buques de la agrupación naval al mando del almirante Luis Gómez Carreño arribaron a Santa Cruz de Tenerife, ya tenían larga e interesante historia tras sí. Cuando aquí fondearon, compartieron —como luego veremos— la sombra fresca de las montañas de Anaga con otros que, también, destacaron en los días tristes de la Primera Guerra Mundial.Argentina, Brasil y Chile —las naciones A, B y C de Hispanoamérica— siempre estuvieron, en especial a finales del pasado siglo y comienzos del actual, en rivalidad por lo que se refería a sus «capital ships», a los acorazados que entonces eran signos de potencia en la mar. En 1910, cuando la Armada brasileña recibió los «Minas Geraes» y «Sao Paulo», la argentina contrató con astilleros estadounidenses los «Rivadavia» y «Moreno»; al mismo tiempo, Chile encargó en astilleros británicos la construcción de los que iban a llevar los nombres de «Valparaíso» y «Almirante Cochrane». Estos buques contratados por la Marina chilena tendrían 32.000 toneladas, 190 metros de eslora entre perpendiculares —201 total— por 31,4 de manga y 8,7 de calado. La artillería que se asignó a estas unidades era de diez piezas de 356 milímetros, repartidas en cinco torres dobles; dieciséis de 152, en casamatas y a banda y banda, varias de 76 —todas de tiro rápido— y cuatro tubos lanzatorpedos de 533 mm. y bajo la flotación. Estos buques confiaban su protección vertical a una coraza con espesor máximo de 254 milímetros, y la horizontal a dos cubiertas de 38, con una intermedia de 102. La torre de mando estaba protegida por un blindaje de 280 milímetros —similar al de las torres y barbetas— y las casamatas con otro, más ligero, de 152. La protección submarina de estos buques estaba compuesta por mamparos de 51 mm. de espesor a la altura de los pañoles de municiones y, por lo que respecta al equipo propulsor era a base de cuatro grupos de turbinas Parsons que, tomando vapor de 22 calderas Yarrow a carbón, desarrollaban 37.000 HP sobre cuatro hélices. Según contrato, la máxima sería de 22,75 nudos, pero en las pruebas de mar —ya con bandera inglesa y rebautizado «Canda»— el «Almirante Latorre», que tal nombre había tomado el «Valparaíso» después de la botadura, superó ampliamente dicha velocidad sin esfuerzo en máquinas y calderas. La quilla del «Valparaíso» se arboló en noviembre de 1911 en los astilleros de la Armstrongs Whitwor, en el Tyne, y fue botado en el mismo mes de 1913. Como antes indicamos, cambió de nombre en período de armamento y, cuando en 1914 se iniciaron las hostilidades —la triste y célebre Primera Guerra Mundial— tanto el «Almirante Latorre» como el «Almirante Cochrane» fueron requisados por la Royal Navy. El primero se integró, con el nombre de «Canadá», en la Cuarta Escuadra de
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En los primeros días de diciembre de 1920, así era la estampa del puerto de la capital tinerfeña. En fondeo, los buques de la Escuadra chilena del almirante Gómez Carreño y, a la izquierda —al redoso del Muelle Sur— la goleta española «Joselito» y, desarbolada, la fragata holandesa «John Davies»
Estelas en la costa de la ciudad marinera Combate. Mientras, su gemelo —más atrasado en las obras de construcción— recibió el nombre de «Eagle» y, transformado en portaviones, se integró posteriormente en la Marina. En la batalla de Jutlandia, el «Canadá» intervino con las unidades de la tercera división de la citada Cuarta Escuadra, en la que navegaba el acorazado «Iron Duke», buque insignia del almirante John R. Jellicoe, comandante en jefe de la Gran Flota. En dicho combate naval —que tuvo lugar el 31 de mayo de 1916 y noche del 1 de junio— la Royal Navy perdió tres cruceros de combate, otros tantos cruceros acorazados y ocho destructores, uno de ellos el «Tipperary», gemelo de los que acompañaban al «Almirante Latorre» cuando recaló por nuestro puerto. Las bajas humanas ascendieron a 6.097 muertos, 510 heridos y 177 prisioneros. Pbr parte alemana, fueron hundidos los acorazados «Lützow» y «Pommern», tres cruceros ligeros y cinco destructores y, en cuanto a bajas, murieron 2.551 hombres y 507 resultaron heridos. Los destructores que acompañaban al «Almirante Latorre» —aquellos «Williams», «Urbie» y «Riveros», de cuatro chimeneas y estampa marinera fina y muy estilizada— eran buques que también llegaron a Santa Cruz con los ecos de Jutlandia, de la terrible batalla naval donde se perdió —bajo bandera inglesa— uno de sus gemelos. En 1912, los astüleros de la White, en Cowes, botaron para la Marina chilena los destructores «Almirante Lynch» —el buque que honraba el nombre del ma-
rino de ascendencia tinerfeña, según el almirante Gómez Carreño y cuyos restos mortales estuvieron sepultados en Santa Cruz— y «Almirante Condell». Eran buques de 1.730 toneladas, 97 metros de eslora, artillería de 102 milímetros y seis lanzatorpedos de 533» Tan efectivos fueron que, seguidamente, con los citados astüleros se contrató la construcción de los «Williams», «Uribe», «Riveros» y «Simpson» que, el 14 de octubre de 1914, ftieron adquiridos por la Royal Navy. Estos buques, con la misma estampa marinera que los anteriores —cuatro chimeneas, de mayor guinda la proel, con lo que se conseguía una silueta similar a la que años más tarde tuvieron nuestros «Velasco»— eran de 1.724 toneladas y 101 metros de eslora. Estaban artillados con dos piezas de 120 milímetros y 45 calibres, otras tantas de 102 y cuatro lanzatorpedos de 533 repartidos en dos montajes sencillos, a banda y banda, y uno doble a crujía. El equipo propulsor de estos «destroyers», según la terminología naval de entonces, estaba compuesto por turbinas Parsons que —tomando vapor de calderas White-Forster de combustión mixta— desarrollaban 30.000 HP y les daban máxima de 29 nudos. Con 400 toneladas de carbón y 80 de combustible líquido, el radio de acción de estos buques era de 2.700 millas a 15 nudos. En la Marina inglesa, estos destructores chilenos tomaron los nuevos nombres de «Botha», «Broke», «Faulknor» y «Hpperary» y, los cuatro, intervinieron
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tructores —o «destroyers», si se prefiere— que le acompañaban en el viaje de entrega. En primer término, las embarcaciones del «tren de lanchas», remolcadores, aljibes flotantes y goletas del cabotaje, el «vivero* y el «salpreso». A la izquierda, la goleta española «Joselito» —que había llegado de Ayamonte el 26 de noviembre— que, por babor, tiene, desarbolada, a la fragata holandesa «John Davies». Esta había dado fondo, tras sufrir un muy duro temporal, el 18 de febrero de 1920; llegó con los masteleros y mastelerillos por la borda y, en fondeo, tal y como nos la muestra la antigua imagen, permaneció hasta el 21 de julio de 1923, día en que zarpó a remolque del «Seine», que la llevó a Rotterdam, donde fue desguazada. Durante los días en que la Escuadra del almirante Gómez Carreño permaneció en Santa Cruz de Tenerife, muchos y buenos barcos a la sombra de Anaga. En el antiguo documento gráfico, en el Muelle Sur se encuentran los «Visigoth», inglés —en viaje de Liverpool a Dakar—, el frutero noruego «Juan», que muchos años más tarde terminó su vida marinera como el cablero español «Castillo Olmedo» y que, por su popa, tiene al «Ardeola», uno de los «tres palos» de la Yeoward. Este —construido en 1912 y superviviente de la Primera Guerra Mundial— fue apresado el 9 de noviembre de 1942 por una patrullero francés y, llevado a Bizerta, allí pasó meses más tarde a bandera alemana. Rebautizado «Aderno», el 27 de julio del año siguiente fue torpedea-
Juan A. Padrón Albornoz
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en la citada batalla de Jutlandia. En ella, el «Tlpperary» estaba al mando del capitán de navio Wintour y navegaba corno conductor de la 4a Flotilla de la Royal Navy. Chocó con los cruceros ligeros del contralmirante Bodicker y, navegando de vuelta encontrada, fue acribillado por los «Pillau», «Frankñirt» y «Elbuig», que escoltaban a la Primera Escuadra alemana. Envuelto en llamas y al garete, el «Tipperary» —el destructor que nunca llegó a ser chileno-— continuó a flote hasta que, de madrugada, se hundió con 185 de sus hombres. A finales de la década de los años 30 fueron dados de baja los destructores que recalaron por Santa Cruz y, modernizado en 1929, el «Almirante Latorre» lo fue en los años 60, cuando con su nombre pasé a la Marina chilena al crucero «Gota Lejon», adquirido a la Armada sueca. Sin embargo, parte —sólo parte— del «Almirante Latorre» permanece en el «Mikasa», el buque insignia del amirante Togo en la batalla naval de Tushima. Conservado por los japoneses como reliquia, fue alcanzado en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial por los bombarderos aliados. Desmantelado permaneció durante años y años y, cuando el desguace del acorazado chileno, varios de sus equipos fueron cedidos e instalados en el antiguo crucero acorazado japonés que, empotrado en cemento, volvía a su antiguo esplendor. En la antigua imagen del puerto de Santa Cruz de Tenerife, el «Almirante Latorre» fondeado en la dársena con los tres des-
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do y hundido a longo de las costas italianas. Atracado por la popa del «Ardeola», el «La Palma», el buen y viejo correíllo que en Nuvasa espera el momento de volver a lucir con toda la elegancia que ya no es la mar. En aquellos días, con las líneas esbeltas del «Infanta Isabel de Borbón», de la Trasatlántica Española, viejos carboneros con las bodegas abarrotadas del gales de poco humo y mucha fuerza; eran los «Oria» y «Giesson», de bandera inglesa, y el español «España n° 3», el que fue alemán «Roma» y terminó sus días con el nombre de «Castillo Figueras» y hermanado con el antes citado «Castillo Olmedo». Con el «Matina», de la Eider and Fyffes, los franceses «Amiral Duperré» y «Amiral Sallendrouze de Lamornaix» —de la Chargeus Reunis, cuyos barcos eran aquí conocidos por «los de las cinco estrellas» y «franceses blancos»— el ya veterano «Dunvegan Castle», que fue desguazado un año más tarde, y los americanos «Eastern Km» y «Western Chief», ambos de Río de Janeiro con carga en tránsito para Genova. Eran aquellos los días del «tramp» rentable y, al mando del capitán Ugalde, de Buenos Aires y Montevideo arribó el «Aritz Mendi», carguero español de la Sota y Aznar que, de mucha bodega, hizo consumo fondeado cerca de los destructores chilenos y, más tarde, fue despachado para Amberes. Rebautizado «Monte Navajo» en 1939, siguió sus escalas tinerfeñas hasta que, en 1964, se le corrió soplete. Con los habituales «paquetes» de la Eider Dempster, los «Oníihsa» y «Pralisu», los fruteros del cabotaje y los correos de la Península con el gallardetón de la Trasmediterránea, en aquellos días los «Atlante», el antiguo «New Londoner» inglés, el «Reina Victoria» que, rebautizado «Ciudad de Melilla», pasó sus últimos años de mar —fue desguazado en 1959— en el servicio interinsular de Canarias. Así era el puerto de Santa Cruz en los primeros días de diciembre de 1920. En sus aguas, bar» eos con buena siembra de puntales —barcos en lo que todo era aventura y desventura— que, casi todos, eran de casa, huéspedes fijos del Muelle Sur. Con las estampas grises de los buques de guerra chilenos, los cargueros que daban al aire las obras vivas de sus lastradas, el trasiego de viejos carboneros fatigados, los trasatlánticos apresurados y, con los correos de las Trasmediterránea y Trasatlántica Española, los fruteros que daban al aire las contraseñas de las navieras que, en muchos casos, siguen ligadas a la Isla. La estampa es de cuando los barcos andaban a vapor, devorando carbón por sus hornos y devolviendo a las nubes negros y airosos penachos que quedaban tendidos sobre las estelas de espumas blancas y rotas. Así era Santa Cruz cuando los barcos, de todo tipo y bandera, rompían sus estelas en la caricia de la ciudad marinera.
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