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Con el Cabildo Insular aún en obrasf edificios y jardines que fueron hito en la transición de la vieja y bien querida ciudad La evocación es un espejo que refleja imágenes, episodios, paisajes lejanos, muy lejanos en la distancia y en el tiempo. Es —no lo dudemos— la resurrección de todo lo muerto y de todos los muertos que llevamos muy hondo en el corazón del corazón, en el alma del alma, Gracias a ese gran milagro no hay hombre de edad que lo sea de modo absoluto -porque añorando se rejuvenece— ni'soledad que, por dilatada, no se acompañe con la fuente de los buenos y hondos recuerdos. Ante el documento gráfico que acompaña estas líneas, evocaciones que, una vez más, sacan niñez y pequenez a flor de alma. Había desaparecido el centenario castillo de San Cristóbal y, por la nueva Avenida Marítima, Santa Cruz se lanzaba a la conquista de la zona Sur, hacia la santa soledad de las playas y campos cercanos al Cabo y Los Llanos.
Santa Cruz de ayer y de hoy
La fachada marítima de la ciudad En la imagen —procedente del archivo de José Delgado Sala. zar- el palacio del Cabildo Insular en construcción que, con su modernidad, ponía contraste con otras edificaciones cercanas. La obra de José Enrique Mañero Regalado da sombra a la centenaria Real Aduana que, a la entrada de la calle de la Caleta —aquella con callaos de playa que parecía conservaban todo el calor y color de la mar— bien se aprecia en el documento gráfico. Frente al Cabildo, las palmeras de la pequeña plaza que se construyó sobre el solar donde, durante siglos, el Castillo de
San Cristóbal vigiló las aguas de Santa Cruz de Tenerife y defendió la españolidad de Tenerife. Los taxis de ayer y, a la izquierda, parcialmente se muestra el antiguo edificio de la Comandancia de Marina con aquella su sencilla y graciosa arquitectura que bien llegó a nuestros años niños. Frente a la antigua Comandancia de Marina, los jardines que ocuparon el lugar donde, durante años y décadas, los almacenes de Ruiz y la sala de baños «Las Delicias» fueron característica de la ciudad y su puerto, verdadero hito en su
desarrollo. Allá por 1939 —con cretamente en las fiestas de la Virgen del Carmen— vivimos y vimos el incendio que en esta zona portuaria y playera provocaron los fuegos de artificio durante el desembarco de la imagen por la marquesina. Rambla de Sol y Ortega. Un solitario taxi en ella y, con las escaleras de la Alameda del Muelle —que desaparecieron cuando se inició la Avenida de Anaga— el murállón, los elegantes postes del alumbrado y, abajo, los rnuy pocos callaos que quedaban de la playa de
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Ruiz y que, luego, daban paso a la del «muellito de la frescura», aquella que se abría a la mar bajo el cuartel del Grupo de Ingenieros— el que fue antes castillo de San Pedro y que bien se ñaló su presencia el 25 de julio de 1779 en la defensa de la españolidad de la isla y las islas —y que, ante su sencillez, tenía gabarras carboneras, aljibes flotantes, remolcadores empenachados, los «viveros» y, también, la estampa gris y gallarda del cañonero de apostadero. Allá por 1920, el periódico «La Prensa» —fundado y dirigido por don Leoncio Rodríguezmucho y bien trató este tema del desarrollo de la ciudad hacia el Sur. «La gran avenida, decía, viene a solucionar el problema de la sanidad de un barrio que, por.la situación de que disfruta, está llamado a ser el mejor y el más salubre una vez realizado el proyecto». En el documento gráfico, la ciudad que ya sabía, la que ya tenía apuntada hacia el Sur aquella Avenida Marítima que mucho significaba para su salvación y engrandecimiento: la cinta asfaltada a la misma vera de la mar -la que termind con el muellito carbonero de Cory Hermanos— ya avanzaba hacia El Cabo-Llanos. Con los laureles de Indias con color de campana, una estampa de la ciudad que fue, de la que es y, por suerte, seguirá siendo. Su deseo de ser era tan intenso, tan tenaz, que ningún fracaso logró cambiarlo en desesperación. Y así sigue adelante por el recto camino del buen hacer, del bien hacer, la ciudad de corazón derecho y sencillo. Aquí, la imagen de la ciudad cuya suave sombra protegió mucha niñez y pequenez en los años en que tenía silencio de altura. casi de las cumbres altas de todo el macizo de Anaga. Esta es la zona desde la que, apoyada en la baranda de cemento la multitud infantilmente curiosa asistía, una vez terminadas las clases, a las operaciones de carboneo y refresco de la aguada que realizaban los vapores —Unión-Castle Line, Rennie, los
«lirios» de la Lamport and Holt, etc.— que, amarrados a las boyas frente a las playas y al resguardo del Muelle Sur, embarcaban las ya olvidadas cubertadas de huacales de plátanos y cestos de tomates. Frente de esta no tan vieja estampa de Santa Cruz, la marquesina que, entrañable, aún vive —lo hará siempre— sí bien cerca de donde, allá por 1913, alzó su arquitectura de hierro con aire de kiosco pueblerino y musical. Esta es una imagen de la ciudad —nuestra vieja y muy querida ciudad— donde, como siempre, ha cantado el sol, la sal, toda la mar. Esta es la ciu dad que cambiaba bajo la desgranada brisa de la mar y a la que, para clavar el viento, se alzaba una nueva torre —la del Cabildo— que ya competía con las de las parroquias de la Concepción y San Francisco. A ella, a la ciudad que fue y es, volvemos desovillando los recuerdos. Como en aquellos años, pronto —eso esperamos todos— a la sombra de los lau relés de la Alameda del Muelle llorará la fuente de mármol un llanto trémulo y casi eterno y, desde la torres del Cabildo, sobre Santa Cruz se derramarán» como siempre, las lágrimas sonoras del carillón que canta, y bien, el tajaraste entrañable. Esta es la ciudad de ojos azules, la que, con vapores empenachados de humo, aún tenía en sus aguas goletas y balandras que, blancas de velas abiertas, navegaban con la buena y sencilla limosna de la brisa. Bajo los dardos del sol y los besos de la lluvia, Santa Cruz siempre marchó como un cauce de aguas tranquilas. Aquí nos vuelve con risa de oro, con voz de cristal, la ciudad que en la costa tenía destellos de sal violenta y, por los viejos barrios -El Toscal, Los Llanos, El Cabol, El Blanco, Salamanca, Duggi, etc.— mantenía, como corazones de sol y verdor, antiguos patios en silencio, zonas sosegadas, verdadera tranquilidad de siesta. Ante la imagen, pensamos que al pasado hay que amarlo y respetarlo como tal pasado y no deseando que fuese todavía presente. Pero uno no puede menos de exceptuar de este criterio el pasado personal, el propio tiempo niño.— Juan A. Padrón Albornoz.