LA HUERTA DEL CONVENTO DE SAN PEDRO ALCANTARA

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Una vez más, José B. González Falcón ha captado un viejo rincón de la ciudad, la Plaza del Príncipe, antes huerta del convento franciscano Hasta 1857, al actual Plaza del Príncipe fue la huerta del antiguo convento franciscano de San Pedro Alcántara. Allí, donde bien cantaba una fuente, los surcos de tierra luciente tenían y mantenían bondad activa bajo el sol, bajo la lluvia caliente, impulsiva, que caía con prisa y dejaba el cielo azul. En la huerta franciscana — aquella que tenía por lecho la tierra y por dosel el cielo— la alegre claridad del campo y, ahora, evocar «la Plaza bonita» del infante don Enrique María Fernando de Borbón que, el 21 de noviembre de 1864, llegó a Santa Cruz de Tenerife en el vapor «Isabel II», de la Marina de Guerra española. Venía don Enrique residenciado por el Gobierno de Narváez y, en un edificio de la calle de San Francisco, vivió hasta que, a finales de enero del año siguiente, se autorizó su regreso a la Península. Don Enrique se llevó el buen recuerdo de la Plaza que, con su arte —con toda su ciencia y paciencia— José Bernardo González Falcón ha plasmado con maestría, con su bien hacer, con ardiente y paciente pasión. Ahí, la antigua huerta franciscana en que, antaño, el arado hería la tierra para, luego, entre los surcos echar la semi-

Santa Cruz de ayer y de hoy

La huerta del convento de San Pedro Alcántara lia acompañada de una oración. De ella escribió don Francisco Martínez Viera que todo se sabe. «Todo se hizo constar en la historia de la plaza. ¡Hasta los 610 reales de vellón que costó el refresco con que fueron obsequiadas las autoridades, el día de la toma de posesión de la huerta franciscana, y el importe de los mazos de «cigarros Virginios», con que se obsequiaba a los soldados que trabajaban en la plaza!». Don José Luis de Miranda, alcalde de Santa Cruz allá por 1856, inició los trámites para adquirir la huerta del antiguo convento franciscano, huerta que, ya de propiedad particular, se compró al año siguiente por la Corporación Municipal presidida por don Bernabé Rodríguez. «La huerta —dice el señor

Martínez Viera en su «El antiguo Santa Cruz»— cuyas dimensiones eran de 92.247 pies cuadrados, con estanque y cañerías, fue adquirida. Convenido el precio (90.000 rv.) abrióse seguidamente una Fuscripción pública, que encabezaba el alcalde con 4.000, aportación la más grande que se hizo para la Plaza del Príncipe. Don Bernabé hizo además varios anticipos, a medida que la obra se iba realizando, anticipos que jamás reclamaría. A esta suscripción contribuyeron las más destacadas personas pero, ¡oh, mísero Santa Cruz de aquella hora, cuyos presupuestos municipales apenas si llegaban a los cuatrocientos mil reales, para atender a todos los servicios públicos!, la suscripción no dio suficiente para cerrar la cifra que se necesitaba, pues sólo alcanzó la suma de 41.236 rv».-

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Dada la situación económica de la Corporación, don Bernabé Rodríguez solicitó un préstamo de 12.000 reales vellón que, sin interés alguno, hicieron don Ramón Mandillo, don Agustín Guimerá y don José García-Ramos y, así, comezaron las obras, primero a cargo de penados y, más tarde, de soldados de la guarnición, que cobraban de dos a cuatro reales por jornada. En el buen trabajo de Falcón, nuevo y viejo Santa Cruz, un rincón de la antigua ciudad que, cercada por la nueva que crece y crece, siempre se ha resistido a dejar de ser, a morir y pasar a la historia. En el buen trabajo de Falcón, todo parece sumido en un sueño nostálgico. Ahí está el corazón y, también ahí, volvemos al claro de la tierra, a claros atardeceres de lejana infancia, a los laureles de Indias que, con sus combras, protegieron niñez y pequenez. De aquellos años no vemos, no recordamos la precisión periódica del tiempo, pero sí la plaza que, con tierra sonora, estaba envuelta en sombra y aroma. Con la muda voz de su elocuente silencio, la Plaza del Príncipe era —es y será— lugar sosegado que, tras las obras, volverá a ser como un símbolo de Santa Cruz. Aquí se nos muestra con fondo de mansiones de prosapia, de aquellas de antaño que, de generosa y noble bondad, tenían patios que eran corno verdaderos corazones de sol. «El día de la Concepción del año 1857 —dice don Francisco Martínez Viera— la compañía de bomberos, que se acababa de organizar, al mando del ci-

tado señor Oráa, que era su jefe principal, al regresar de la función religiosa de la iglesia matriz, sé dirigió a la huerta del ex-convento, procediendo a derribar la parte del muro que daba frente a la calle del Norte, penetrando en ella las autoridades y el numeroso público que se había congregado. El gobernador civil, que presidía al M.I. Ayuntamiento, después de pronunciar breves palabras en explicación del acto que se celebraba, propuso que, en atención a la coincidencia de haber llegado a este puerto, tres días antes, la fragata de guerra española «Berenguela», portando la noticia del natalicio del príncipe de Asturias, que luego había de ser rey Alfonso XII, se diera a la incipiente plaza el nombre del príncipe. Aceptada unánimemente la propuesta, el gobernador colocó en uno de los arbustos una tablilla con una inscripción que decía: «Plaza del Príncipe de Asturias». Diciembre de 1857», quedando así designada, hasta el triunfo de la revolución de septiembre, en que, por acuerdo municipal, fue denominada Alameda de la Libertad. El sencillo y emotivo acto, al que asistieron el capitán general y todos los jefes y oficiales francos de servicios y el elemento civil, fue amenizado por la banda de música del batallón provisional. Dos años después de esta ceremonia, la sonriente villa recibía el título de ciudad, segura de haberlo merecido y de que había que merecerlo aún mas...». Años y décadas pasaron y, poco a poco, la Plaza del Príncipe siguió con su quietud soleada. Hoy —¿verdad amigo Ju-

lián?— nos trae visiones, evocaciones que nos sacan la niñez a flor de alma. Ahí está el buen trabajo de Falcón —el hombre del arte, de la ciencia y paciencia— que a todos llega con evocaciones fecundas, de las que vienen envueltas en poesía viva. En la magnífica obra de José Bernardo González Falcón, la ciudad de la paz casera y dormida, en la que sólo turbaba la paz una campana o, en las plazas tranquilas, los brazos de agua de la fuentes que apuntaban el blanco lejano délas estrellas. Aquí buscamos cada memoria del pasado y, una vez más, recordamos cuando, allá por 1866, en el bergantín retondo «El Guanche» —de la navierea Hamilton— de La Habana entonces española llegaron los plantones de laureles de Indias que, luego, en y toda la isla pusieron su color y temblor de campana, toda la cofradía del verdor perenne. Nuestra centenaria Plaza del Príncipe fue inaugurada el 29 de octubre de 1860, fecha que coincidió con la onomástica de don Narcico Atmeller y Cabrera, entonces capitán general de Canarias y persona muy interesada en las obras que realizaban. «La plaza —dice don Francisco Martínez Viera— había sido engalanada con banderas y ramajes e iluminada con profusión de farolillos. En el centro del paseo habíase levantado un pabellón de banderas y en él figuraba un tarjetón que decía, Paseo de Atmeller». En 1871 fue colocada la fuente de hierro que, de Londres, trajo la Junta de Ornato. Luego... ¿para qué seguir? Allí continúan los laureles de Indias que echan en la luz el claro verde; allí bien comprendemos que todos vamos pasando y el Tiempo con nosotros — que se va la vida no en las estrellas, sí en nuestras manos— pero, a la vista de la obra de Falcón, sentimos hondo el río de ios años y, también, una dulzura honda en el corazón — Juan Antonio Padrón Albornoz


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