LA SOMBRA DE LA ALAMEDA DE BRANCIFORTE

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DÍA

del domingo

La sombra de la Alameda de Branciforte truir el paseo que recibió su nombre. «Pequeña la Alameda de la Marina, mal situado el Paseo de la Concordia —escribió el señor Martínez Viera— se impuso la necesidad de construir una plaza que llenara las aspiraciones de la ciudad y fuera digna del auge que ésta iba adquiriendo. Y la idea cristalizó, inaugurándose la plaza del Príncipe el día 8 de diciembre de 1857, la «plaza bonita», como la llamara el infante don Fernando de Baviera, cuando estuvo aquí por segunda vez y pidió que lo llevaran a verla». Prácticamente hermanada con la Alameda del Muelle estuvo durante años y años la rambla de Ravenet que, allá por 1860, llevó a cabo el gobernador civil de Canarias y militar de la plaza, Hace unos días —muy pocos don Joaquín Ravenet y Morentes. días— en estas páginas el doctor Bien supo emprender el señor don Juan Pedro López Samblás, Ravenet la amplia reforma de la hijo del inolvidable don Diego entrada de Santa Cruz. Previo López Daute, el médico que cui- acuerdo con la Corporación y el dó toda nuestra niñez y peque- entonces capitán general de Canez, mucho y bien trató sobre la narias, don Narciso de Atmeller, figura de don Francisco Martí- se llevó a cabo la urbanización nez Viera, buen alcalde que fue del sector, lo cual permitió la rede nuestra ciudad. Ahora, cuan- ducción del recinto del castillo do lo evocamos en su librería «La de San Cristóbal que, de esta maPrensa» —en la calle del Casti- nera, facilitaba la comunicación llo y esquina a la de Suárez de la ciudad con su puerto. Guerra— tenemos que volver al Las obras realizadas fueron valibro del señor Martínez Viera rias pero, con su amplio entupues, con su prosa sencilla y siasmo y el del Ayuntamiento, muy sentida, el buen santacruce- cooperaba el de don Narciso de ro mucho y bien nos enseñó. Atmeller. De él escribió el señor En su «El antiguo Santa Martínez Viera que, cuando se Cruz», el señor Martínez Viera fue de Tenerife, declaró a un peescribió: «Diez años del ataque riódico de Tenerife «que se llede la escuadra del almirante Nel- vaba con él el corazón de los cason, en 1787, fue construida la narios». Rara la prolongación de la AlaAlameda de la Marina por inimeda del Muelle —del marqués ciativa del marqués de Branciforte, que era comandante general de Branciforte o de la Marina, si de estas islas. Y «costeada por la se prefiere— se intentó la comgenerosidad de las personas dis- pra de la Comandancia de Ingetinguidas de este vecindario, mo- nieros pero, ante el precio de vidas del buen gusto y deseos de 40.000 reales, el Ayuntamiento reunir su sociedad en tan propio no pudo, por falta de medios recreo», como decía la lápida económicos, llevar a cabo la adque ostentaba en su desapareci- quisición. Pasaron años y, en un antaño da fachada. Este pequeño jardín que fue lugar de reunión y de re- casi reciente, se adquirió el ancreo de «nuestras bellas» duran- tiguo edificio de la ya entonces te muchos años, el primero que Comandancia de Obras y Fortien nuestra ciudad se construyó ficaciones que, al caer, permitió cuando no era ni siquiera villa, la ampliación de la Alameda en estaba cercado con muros con la que, en su día, se pensó —y verjas de madera y por una ar- se piensa— como lugar para altística fachada de tres elevados zar el monumento a los que tanarcos que remataban un escudo to y bien lucharon, españoles y de piedra y dos estatuas de már- franceses, aquel histórico 25 de mol, una de las cuales decora el julio de 1797. Durante aquellas obras bien liParque Municipal». gadas a la memoria de don JoaCon el paso de los años, la quín Ravenet y Morentes, la CorAlameda del Muelle —también poración Municipal de Santa de la Marina o del marqués de Cruz de Tenerife y don Narciso Branciforte— se hizo pequeña de Atmeller, «se niveló y pavipara la ciudad que crecía y cre- mentó todo el tramo de la Maricía. Y fue entonces otro coman- na desde la Rambla del General dante general de Canarias, el Gutiérrez hasta la calle de San marqués de la Concordia, el que, Felipe Neri, hoy de Emilio Calal final de la calle de la Noria zadilla. Construyó los muros y —sobre la margen izquierda del las verjas de hierro que separabarranco de Santos— hizo cons- ban la nueva calle de la parte que ON buena y larga siembra de «jardineras», guaguas y taxis —unos cerrados y otros descapotables-— la antigua estampa de la rambla de Sol y Ortega. A la derecha de la antigua y buena estampa, parte de la playa de Ruiz, el arranque del «muellito de la frescura» y el cuartel del Grupo de Ingenieros, que se alzó sobre la antigua batería de San Pedro, que intervino mucho y muy bien en la defensa de Santa Cruz contra las fuerzas de Horacio Nelson en julio de 1797. A la izquierda, la alameda del Muelle, también denominada de la Marina o de Branciforte, nombre que por rigor histórico bien merece.

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La Alameda de Branciforte —también denominada del Muelle, de la Marina y del Duque de Santa Elena— con la Rambla de Sol y Ortega repleta de taxis, guaguas y jardineras casi a la vera de las playas de Ruiz y «la frescura»

quedaba con la antigua rasante, donde desembocaba en la calle del Tigre, y por último plantó numerosos naranjos a ambos lados de la nueva Rambla, que enlazaban con los plátanos del Líbano del Paseo de Daóiz y Velarde (de San Felipe Neri al castillo de San Pedro) para lo que hizo venir al experto jardinero del Jardín Botánico, Mr. Hermán Wildpret». En la imagen, de los años 20, la Alameda de la Marina, la entonces ya Rambla de Sol y Ortega, la citada Comandancia de Ingenieros y, al fondo y a la izquierda, edificios que aún se alzan frente a los azules de la mar y el cielo. A la derecha, la playa de Ruiz, el «muellito del carbón» -—o de «la frescura»— y el cuartel del Grupo de Ingenieros de Canarias, que antes fue batería de San Pedro, también destacada cuando, en julio de 1797, Santa Cruz defendió a las Canarias contra la fuerza naval de Horacio Nelson. ENTRE LA MAR Y LA TIERRA En la imagen, taxis, guaguas y «jardineras», vehículos que en la imagen ocupaban la línea de las locomotoras que, desde la cantera de La Jurada, traían buena piedra de primera, bloques y escollera para la obra del Muelle Sur. Da la impresión de que el día en que se tomó la fotografía que ilustra estas líneas se preparaba en el Muelle Sur una expedición turística; de que había atracado un trasatlántico con numerosos pasajeros que, a la sombra verde y fresca de los laureles de Indias de la Alameda, tomarían luego los vehículos que los llevarían tierra adentro. En la playa, que bien se aprecia a la derecha, el tranquilo batir de la mar al redoso del Muelle Sur y casi a la sombra de los almacenes de Ruiz de Arteaga. Luego, el murallón y, justo a la vera del cuartel de Ingenieros, otra playa que, corta, por también por corto muelle se adentraba hasta casi las gabarras, remolcadores y aljibes flotantes siempre en fondeo. Con estas embarcaciones, las goletas y balandras del cabotaje, las del «salpreso» y el «vivero» —«Carlota», «Telemaco», «Francisco Ortega», «La Niña», «Angustias», «Paula», «Joven San Blas», etc.— cuyos nombres ya se van olvidando, si bien algunas cruzaron la mar e hicieron historia en la etapa de la emigración a Venezuela. Con tales embarcaciones, los

vapores del cabotaje que, siempre empenachados de humo —«San Juan», «Sancho», «Adeje», «Isora», «Alca», «Seagull», «Águila de Oro», «Boheme», etc.— mantenían las líneas regulares desde los tenederos isleños del Sur y del Norte con Santa Cruz. Aquella zona portuaria, frente a «los platillos» —la actual y entrañable marquesina se alzó en 1913— siempre veleros y vapores sencillos y elegantes y, también siempre, la silueta gris del cañonero de apostadero. Fino, con proa de espolón incipiente, el «Laya» —o los «Lauria», «Recalde» y «Bonifaz»— lanzaban al aire sus palos finos, rematados por masteleros con mastelerillos calados a bayoneta y, entre ellos, la chimenea con elegante sombrerete, el «bell top» de los ingleses. Atracadas en la marquesina, las falúas del Servicio de Prácticos que, ya a motor —que no a remos y boga arrancada— bien atendían, como siempre, a las entradas y salidas de barcos. De casco blanco y caseta amarilla, estas embarcaciones —en amuras la P en negro— eran, y son, muy marineras. A la vista de un barco arrumbado a la bocana del puerto, la falúa —sobre la caseta la bandera azul con la P en blanco— se hacía a la mar para, cuando el recién llegado maniobraba para darle redoso, abarloarse al pie de la escala de gato y el siempre buen práctico, todos verdaderos expertos, subiese a su bordo. La imagen es de cuando buen número de trasatlánticos —«Ranchi», «Oceana», «Arcadian», «Lancastria», «Lützow», «Stuggart», etc.— retornaron a Santa Cruz luciendo el alegre multicolor de las empavesadas al viento. Tras ellos, otros muchos —«Asturias», «Oxford», «Brazza», «Duchess of Richmond», en el cual llegó Sir Robert Badén Powell, etc.— continuaron la etapa que, ya en los años 30, significó el despegue que había iniciado, años antes, el «Cap Polonio» con su capitán Ernest Rolín, y el apoyo decidido del señor Arroyo, al servicio regular de la naviera Hamburg-Sudamerikanische, ligada a nuestro puerto desde su fundación. A la altura del cuartel del Grupo de Ingenieros, la Rambla de Sol y Ortega continuaba hacia San Andrés —nuestra antigua y entrañable carretera llena de historia— mientras que la de la Marina seguía hacia la zona alta, hacia los almacenes de la Compañía Escandinava, siempre con

el olor grato de la madera, la casa de los Clavijo y la familia Pisaca y, abajo, las playas y el varadero de Hamilton. Al fondo y a la izquierda, dos edificios que, llenos de gracia y sencillez, aún ponen sus estampas graciosas frente a la mar. Los demás ya cayeron para, de nuevo, lucir elegancia frente a la lámina azul del Atlántico. Más allá, edificios que quedaron a medio construir cuando, en 1936, en España, se quebró el frágil cristal de la paz. Allí, por vez primera se instaló el servicio de Parques y Talleres del Grupo de Automovilismo que, posteriormente, cambió de lugar. En la parte alta, inacabada y que daba a la calle de la Marina, se instaló un taller para la reparación de redes y, también, de cabullería, que antes había estado a la altura de la explanada que la carretera de San Andrés había dejado frente a los varaderos de Hamilton. Por allí, olor a brea, a toda una época en la que, con los veleros isleños del vivero y el salpreso, llegaron los «Caperochipis», los modernísimos «Don Quijote» y «Sancho Panza», los de Gestoso, Armada y

Barreiro, arrastreros todos que para siempre han dejado en la Isla larga y buena tradición. En la imagen, la Alameda sosegada que invitaba —aún lo hace— al diálogo inútil con amigo con calma, mucha calma y sin prisa, bajo las altas arboledas. Así era la ciudad con paz antigua y dormida, la que tenía y bien mantenía frente a ella toda la mar, flor extendida del reposo, que bien dijo y escribió Pablo Neruda. En la quietud de esta Rambla de Osly y Ortega, llena de dulce añoranza, volvemos al ancho sendero del Atlántico, a las olas sacudidas por la soledad del viento. Pero, por aquí, ya lejos retumba la queja azul de la mar y, también lejos, quedan los atardeceres de la infancia y juventud. En el lindero acerado de la mar lejana, blancura de velas y altos y negros penachos de vapores y, por la Alameda de Branciforte —del Muelle o de la Marina— los laureles de Indias que echan en la luz su clara sombra verde y fresca.

Juan A. Padrón Albornoz

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