Durante algunos años, los «Sophocles» y «Diogenes» pasearon por aguas de Santa Cruz la duplicidad de silueta i N el viejo puerto carbonero, el de los barcos con líneas precisas y precio1 sas, toda una amplia y bien mantenida tradición. Con los vapores con buena siembra de puntales —barcos de casa, huéspedes fijos del Muelle Sur y de los fondeaderos— las goletas de palos y masteleros de mucha guinda, los remolcadores, aljibes flotantes y las negras y panzudas gabarras carboneras. Los viejos vapores empenachados de humo fueron la sai íntima de la vida marinera de üiai Cru% de? Tenerife. Santa riimo cansino de sus sus alterna ai1 uvas. Aquí, a la sombra de Anaga bebían luz y sol en sus estampas marineras y, ahora, con el paso de los años evocamos cuando daban al aire las palas de las hélices, la obra viva de sus lastradas y, a banda y banda, tenían las gabarras y aljibes para hacer consumo y refrescar la aguada. ¿Qué se hizo de la gracia de aquellas arboladuras y la altivez de las chimeneas? ¿Y qué fue de la sencillez de los cascos finos y elegantes, cascos arrufados y con branque recto y popa de bovedilla? Aquellos eran años en que los barcos andaban a vapor, devorando carbón por sus hornos y devolviendo a las nubes negros y airosos penachos de humo que quedaban tendidos sobre la estela. Moliendo espumas, rompiendo mares, los vapores llegaban a Santa Cruz de Tenerife, puerto con tráfico de viejos carboneros fatigados, de trasatlánticos apresurados y,
Santa Cruz de ayer y de hoy
Los últimos «verdinos» de la Aberdeen Line con los correos de la Trasatlántica Española y la Trasmediterránea, los fruteros —con espectaculares cubertadas de huacales de plátanos y al aire las contraseñas de las navieras Yeoward, Fred Olsen, Pinillos, Oldemburguesa y Lloyd Norte Alemán— atracados en el De aquellos barcos de una marina casi romántica —de los que trillaron con monótona constancia la línea de Santa Cruz— nos queda el llanto rojo de las planchas y portillos chorreando herrumbre sobre la obra muerta y, en especial, los sobrenombres que los buenos hombres del carbón y la carga blanca aquí les daban. Pocos los recuerdan ya — «mamarias», «torses», «franceses blancos», «belguillas», «serruchados», «blancas», «cristos», «franceses de los manises», «paquetes alemanes», etc.— pero todos fueron vapores cuyas estelas rompían en la caricia de la ciudad marinera. Todos fueron vapores fieles —muy fieles— a Santa Cruz y, de ellos, bien guardamos sus estampas marineras, la embriaguez de cuando, tanto «de abajo» como «de arriba», con sus bigotes de espuma arribaban rompiendo toda la mar al ritmo de la campana que, en la
atalaya del castillo de San Cristóbal, cantaba el avistamiento. Allá por 1882, comenzó sus escalas en Santa Cruz el vapor «Aberdeen» —de la Aberdeen Line—que, en la línea de pasaje y carga a puertos australianos vía nuestro puerto y Ciudad del Cabo, fue luego sec<Damascus» y «Thermopylae». Aquel «Aberdeen» —de la naviera Aberdeen y casco verde— hizo que, en estas aguas a la sombra de Anaga, se diese el nombre de «verdinos» a todos los buenos vapores que daban al aire la contraseña de la antigua George Thompson, naviera que, con buenos «clippers», en 1825 inició la línea Londres-Sydney. Tras los vapores citados, otros —«moravian», «Salamis», «Miltiades», «Pericles», «Themistocles», etc.— y, ya en 1922, iniciaron sus escalas en Santa Cruz de Tenerife los últimos «verdinos», aquellos finos y elegantes «Sophocles» y «Diogenes» que, pocos años más tarde, pasaron a la Shaw, Savill and Albion, la naviera de los aquí aún bien recordados «mamarias». Finalizada la Primera Guerra Mundial, la Aberdeen Line contrató con los astilleros de la Harland and Wolff, en Belfast,
la construcción de dos trasatlánticos de 12.300 toneladas brutas, 150 metros de eslora y 19 de manga. El equipo propulsor estaba compuesto por cuatro grupos de turbinas que, sobre dos líneas de ejes, les daban 13,5 nudos de media. Fajo el restallar alegre y muíticolor de la empavesada, el 22 de septiembre de 1921 resbaló por la grada el «Sophocles» y, el 2 de marzo del año siguiente, lo hizo el «Diogenes». Barcos de mucha bodega —en especial para productos congelados— tenían acomodación para 130 pasajeros en primera clase y 420 en tercera. Trasatlánticos elegantes, durante años pasearon por aguas de Santa Cruz la duplicidad de silueta. Palos y posteleros en caída fina —al son de la chimenea— y buena siembra de botes salvavidas, en doble bancada los de la toldilla. Fueron los últimos «verdinos» §ero, ya en 1926, ambos fueron etados por la Shaw, Savill and Albion que, respectivamente, los rebautizó «Tamaroa» y «Mataroa» para la línea a Nueva Zelanda. Pocos viajes con escala en Santa Cruz y, luego, por el Canal de Panamá se fueron los últimos «verdinos», herederos de aquel «Aberdeen» que, con máquina y aparejo de
bergantín-goleta de tres palos, en 1882 recaló por vez primera por Santa Cruz de Tenerife. Los «Sophocles» y «Diogenes» —ya «Tamaroa» y «Mataroa»— fueron luego modernizados. Por 70.000 libras esterlinas, cada uno quedó listo para quemar combustible líaumentó la marcha a 15 nudos— y con capacidad para 130 pasajeros en clase única. Lejos quedó desde entonces la isla del Teide y, por el Atlántico, Panamá y el Pacífico, ambos trasatlánticos siguieron navegando a Nueva Zelanda y Australia hasta que llegaron los días tristes de la Segunda Guerra Mundial. Los «Tamaroa» y «Mataroa» —ex «Sophocles» y «Diogenes»— vistieron el sayal gris de la guerra y, artillados para defenderse de los «U-boats» germanos, siguieron en la mar como transportes de tropas. El primero de ellos era el barco insignia del comodoro del convoy que, el 25 de diciembre de 1940, en aguas del Atlántico fue atacado por el crucero «Admiral Hipper», de la Marina de Guerra alemana y, posteriormente, participó en los desembarcos en el Norte de África. Por lo que respecta al «Mataroa», en aquellos años de
guerra llevó tropas a Ciudad del Cabo —de donde eran trasbordadas para la campaña de Oriente Medio, aquella entre Rommel y Montgomery— y, de vuelta al Reino Unido, recalaba por Montevideo y Buenos Aires, puertos donde cargaba carne y harina con destino a Liverpool. Cuando en 1945 llegaron los días alegres de la paz en el mundo, los dos trasatlánticos fueron modernizados de quilla a perilla. Con acomodación para 370 pasajeros en clase única, volvieron a su antigua línea —siempre por el Canal de febrero de 1957, el «Mataroa» arribó a Londres con pasajeros y carga y, un mes después, el «Tamaroa» dio fondo en Liverpool. Una vez finalizaron las operaciones de descarga, los dos trasatlánticos —ya «mamarias», que no «verdinos»— fueron vendidos a la British Iron and Steel Company, empresa que, respectivamente, los desguazó en Faslane y Blyth. En su obra «British passenger liners of the Five Oceans», C.R. Vernon Gibbs bien recuerda a aquellos «verdinos», barcos elegantes y marineros, «the Aberdeen liners touched at Teneriffe and Capetown on passage to Australia and also homeward». Nos queda la memoria de los vapores de antaño — «blancas», «cristos», «paquetes», «franceses blancos», etc.— y, en especial, la de los «verdinos» que, de casco verde y estampa fina y muy marinera, fondeaban a la buena sombra de Anaga.— Juan A. Padrón Albornoz.
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