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ANTA Cruz de Tenerife, ciudad de espíritu inquebrantable, tiene rincones en los que el Tiempo —así, con mayúscula— parece dormido. Son rincones —muy pocos ya— en los que, hasta un antaño reciente, los callaos que empedraban las calles parecía guardaban aún el color y el hervor de la playa que fueron. Con su sencillo y profundo anacronismo, aquellos callaos acentuaban y daban carácter a los lugares que, sin duda alguna, tenían espíritu propio, innegable, espíritu lleno de sonrisas y piedades. En algunos barrios de Santa Cruz, viejas, centenarias casas —viejos, centenarios patios que antes eran corazones de sol y verdor— se asoman a las calles que nos hacen evocar juegos y sonrisas infantiles. Allí revivimos —en el recordar que es volver a vivir— los mismos juegos y risas infantiles que disfrutramos en nuestra pequenez y que, por imperativos del tiempo que avanza inexorable, hoy están vedados a las nuevas generaciones. Aquellos antiguos rincones —aquellas antiguas calles y plazas— son de muchos años antes de que fuésemos llamados a la vida. En ellos vivimos los inocentes placeres de la niñez, las fogosas alegrías de la juventud y, ahora, las serenas alegrías de la edad madura.
S
La vida, hecha de sombra y luz —de alegría y dolor— nos ha hecho comprender que la juventud es imaginación, fuego, espontaneidad creadora. Y todo esto lo entendemos cuando llegamos al sereno ocaso después de jornadas —muchas jornadas— de horas infinitas y plenas. En la actualidad, cuando el recuerdo del pasado no es más que un soplo de brisa sobre la sombra de los ocasos, aún muestra antigua y buena ciudad tiene rincones que conservan todo el ambiente de antaño. Por la playa de Añaza —allí, donde el Eterno fijo su voluntad de callaos— nació y creció Santa Cruz de Tenerife. Al filo de la ola —a la misma vera de la mar— creció y creció y, así, en pocos años el caserío fue como un relámpago de claridad en un cielo de luz serena. Entre las calles con tráfico angustiado y angustiante, rincones que, pese a sus años, dan la sensación de cosa bien hecha, de aquellas que antaño se hacían concienzudamente, para que de verdad durasen. En tales rincones —pocos, por desgracia— nos vienen a la mente evocaciones de una ciudad de Santa Cruz que no vivimos, ciudad de la que sí mucho oímos de los que nos precedieron por el camino de la vida. En aquellos rincones, los landos y coches de punto, con sus estampas clásicas pasaban y paseaban con calmas que, entre los adoquines y los callaos, dejaban ver el verde intenso y extenso de la hierba. Aquellas calles, llenas de dulce añoranza —vanas sombras de un pasado— hoy resultan insuficientes para dar salida, cabida y acomodo, a los vehículos relucientes que bien guardan en su interior, trepidantes y simbólicos, a los caballos de antaño. Aquellas calles y plazas —todas— estaban hechas para el sonoro, tranquilo y acompasado trotar de los corceles que fueron y que, en la actualidad, nos vuelven en las antiguas estampas de Santa Cruz. Eran calles para las firmas y férreas herraduras que bien marcaban con parsimonia todo el ritmo y latir de la ciudad. Frente a la mar alta y libre, la centenaria Alameda del Muelle —o de la Marina, que también así se la llamaba— en poco recuerda su primitivo pasado, pero sí conserva su aire de antaño. Su historia comenzó cuando, en el reinado de Carlos III, el entonces comandante general del Archipiélago, marqués de Branciforte, sugirió
La calle de San Francisco —o del Doctor Comenge, si se prefiere— una de las que bien conserva la sencillez y gracia de antaño
Volvemos a la antigua y entrañable ciudad
y espesos penachos y, por el amplio balcón de Santa Cruz sobre la mar, toda una paz y serenidad que sólo rompían los gualdrapazos de los foques y cangrejas y, también, los escapes de las maquinillas cuando viraban anclas. En la década de los años 20, Santa Cruz de Tenerife era ciudad con casas terreras que rompía su monotonía —muy grata monotonía— cuando, alguna de dos pisos, se alzaba con legítimo y sencillo orgullo y, desde alto y solitario mirador, por sus ventanales siempre iluminados por el sol, tanto desde el naciente como el poniente se presenciaba el espectáculo gratuito de la mar pintada de barcos. Por todas las calles de Santa Cruz, un silencio amplio y profundo. Por todas ellas —Castillo, San Francisco, del Norte, del Sol, Candelaria, Marina, Cruz Verde, San José, etc. — la ciudad del sosegado vivir y el sosegado sentir. Aquella nuestra ciudad hizo que Eduardo Zamacois, el eterno andariego, aquí sintiese por un momento —tras el encuentro emotivo con Samburgo, bien recogido por don Leoncio Rodríguez— aquí quiso acabar sus días. Y, desde la lejana ciudad de Buenos Aires, hasta el fin de sus días por Santa Cruz suspiraba —«ciudad blanca y callada, repleta de sol y de luz»— en el libro con el que se despidió del mundo el hombre que ya sentía el peso de los años. BLASONES DE LA CIUDAD
ha tenido paz casera y dormida, la misma que se refleja en los lugares —repito que pocos ya— señalados por el paso del Tiempo. A la sombra de la centenaria torre de la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción —siempre la paz de antaño, ahora presidida por el busto que bien nos recuerda al bueno del Padre Luis Eguiraun. Allí se alzaron —ya sólo en parte— caserones señalados por los años, caserones que, toaos, cu lo alto tenían miradores abiertos y orientados hacia la mar alta y libre. En la plaza tranquila, laureles de Indias y, casi en la esquina con la calle de Santo Domingo, la flecha vegetal de la araucaria, hermana gemela de la que se alzaba en la plaza del Príncipe. Ambas murieron pero, en nuestros recuerdos de niñez y pequenez, aún les tenemos bien presentes, lo mismo que a la que, en el jardín del Hospital Militar, hasta hace poco lució estampa elegante y cargada de años. Por la plaza de la Iglesia, callaos de playa que empedraban el recinto que bien comunicaba con la calle de la Caleta y el callejón de la Cruz, tan bien recordado recientemente por Carlos Díaz y Díaz en su historia sobre las calles de Santa Cruz. Ya remozada, la plaza de la Iglesia vuelve a nosotros con olor a tabaco, tanto del suave habano —en fardos envueltos en yaguas— como del oloroso y fuerte que, en bocoyes, llegaba desde Virginia. Otros tabacos —Brasil, Java, Sumatra, etc.— compartían su aroma con el que, desde la isla hermana de La Palma, llegaba a las industrias de Santa Cruz. En la plaza de la Iglesia, las fábricas de don Manuel Herrera, los hermanos Padrón Elizmendi y don Fernando Franquet que, con la de doña Amparo Hernández —en la calle de la Noria— y la de Benítez, en la de Santo Domingo, mucho y bien trabajaban en la exportación de labores canarias en los tiempos de la Tabacalera. En la entonces plaza tranquila —con verdadera placidez de alma— los antiguos caserones que, todos, tenían patios interiores que eran verdaderos corazones de sol. En las azoteas, gallos que inventaban amaneceres y, sobre los callaos, el resonar de las llantas de acero de los carros y «carros canarios» que atendían las necesidades de los almacenes de don Luis Hernández. En ellos, que daban al LA ANTIGUA PAZ callejón de la Cruz —la oscuridad Santa Cruz de Tenerife siempre
tal construcción que, aceptada, luego se llevó a la práctica. En sus «Apuntes para la historia de Santa Cruz de Tenerife», don José Desiré Dugour definió al marqués de Branciforte —que luego fue virrey de México— como persona «educada en la escuela de los hombres nobles que ilustraron el remado de Carlos III, era el verdadero tipo del gran señor, del caballero urbano y siempre obs^ quioso, al par que valiente militar y entendido administrador, y empezó a señalar su advenimiento a la Comandancia de las islas por muchas mejoras notables». Mucho ha cambiado la antigua alameda del Muelle que, pese a todo —pese a la pérdida de su elegante fachada aún conserva la fuente de mármol que, desde siempre, con su dedo de agua apunta a las estrellas. Innumerables fueron las disposiciones que el marqués de Branciforte tomó en beneficio de Santa Cruz de Tenerife. En 1785 llevó a cabo obras decisivas e importantes de carácter benéfico —Hospital Civil, Hospicio, etc.— pero «no se contentó el activo general con éstas mejoras. Dispuso la plantación de una alameda en la Marina y en el sitio que aún ocupa, a cuyo embellecimiento hizo contribuir a sus amigos y contentulios. Ordenó también la formación de una plataforma al extremo del muelle, suficiente para colocar en ella artillería y aprovechar aquella excelente posición para aumentar las defensas de la bahía». Dos lápidas de mármol daban fe y paso a la Historia: «Ha sido costeada por la generosidad de las personas distinguidas de este vecindario, movidas del buen gusto y deseo de reunir su sociedad en tan propio recreo. Y estimuladas de la eficacia con que se dedica y contribuye el citado comandante general a la hermosura, adelantamiento y mejora de la Plaza y Población». Por la antigua Alameda, ya ampliada, todo el espíritu marinero de la ciudad que por sus aguas vio cruzar a los marinos y descubridores —Magallanes, Elcano, Cook, Dumont D'Urville, D'Entrecasteaux, Fitroy, Laperouse, etc.— que iban en búsqueda de islas nuevas, de tierras nuevas, de nuevos continentes. Fueron los que, con escala en este puerto a la sombra del macizo de Anaga, mudaron la figura e imagen de la Tierra.
la rompía alguna que otra charaboya— todo el vasto bregar y vasto ganar: carros de muías en faenas de carga y descarga y, con ellos, los borriqueros se encargaban del transporte a las ventas de las cargas «al menudeo» que, por entonces, eran vitales para el desarrollo del comercio en los barrios. De aquellos años, allí recuerdo a don Luis, siempre atareado, a ,»_ i2-.:i:^ WArnández. eme era el encargado, y al carrero —cuyo nombre no recuerdo, pero creo era también Emilio— con su buen cuidado tipo de muías siempre lustrosas. Por la calle de la Caleta, a la plaza de la Iglesia —siempre tranquila— llegaban de cuando en cuando los camiones de entonces, aquellos «Thornycroft» y «Mack» que, con sus ruedas macizas, vencieron a los carros que, hasta poco antes, monopolizaban el transporte. Aquellos camiones eran ruidosos, antiestéticos para nuestros ojos de hoy —chatos radiadores, volante casi vertical y el «chain drive» al eje trasero —pero mantuviéronse constante servicio durante años y décadas. Durante los últimos años —ya ninguno se conserva— suavizaron sus líneas con la adopción del neumático moderno. Carros y camiones por las calles de Santa Cruz. Taxis de las ya inexistentes paradas, guaguas «perreras» de blanco y azul, tranvías, eléctricos y, con los «carritos», la antes citada humildad de los burros, siempre sencillos y pacientes, ante los comercios y ventas de la ciudad. Por sus antiguas plazas, Santa Cruz de Tenerife mantiene el sosiego que invita al paseo, al diálogo inútil con un amigo que no tenga prisa. En años idos —cuando cerca se alzaban las casonas de prosapia, mansiones de antaño, nobles casas de fachadas sencillas, historiados aleros —gárgolas como gatos petrificados, anchas y guarnecidas portaladas. En los almacenes cercanos —largos y oscuros— los peones rezaban la inacabable letanía del esfuerzo y, a todos los barrios, afluía paz de vida. Abierta a todos los soles y todas las brisas, Santa Cruz tenía y bien mantenía calles, plazas y jardines bendecidas por la sonrisa del sol. Por el viejo y buen Toscal aún encontramos calles —de la Rosa, Santiago, San Miguel, etc.— que, pese a los años, son siempre nueva luz de llama nueva. Día a día salen a la viva alegría del sol y, en
la nueva ciudad, ponen e imponen su impronta antigua y plena de alegría. Por los antiguos Toscales —por la zona de Cabo-Llanos, Duggi, Salamanca, Perú, etc.— toda una gracia y sencillez de años idos para siempre. Y es que Santa Cruz de Tenerife —nuestra antigua y buena ciudad— tuvo, tiene y siempre tendrá, hombres que supii ber v &ab»»M uü< - ! 'feui ^uin y alegría todo el trabajo encaminado nacía ei futuro de la ciudad que nació al filo de la ola. Las calles de la Marina, San Francisco, La Rosa, Santiago y San Miguel, apuntan —como siempre— al buen y antiguo barrio del Toscaí. Eran —son— vías tradicionales a las que, luego, desde la de San Martín se unió la prolongación de la de Méndez Núñez. Esta, amplia, terminó con el célebre campo del Iberia F.C. y, también, con el que a nivel inferior —el del Pirata— era para el entrenamiento de los jugadores que surgían y prometían. Cerca, la casa terrera en la que se alquilaban bicicletas por un cubano que allí tenía un taller de reparaciones. Por allí, en la calle de San Isidro, las ventas de don Lázaro Dorta, don Paco y doña Clara, la de doña Peregrina y, en la esquina de la del Saludo con la de Santiago, don Juan y doña Celia con su comercio. Luego, por San Martín —bajando a la derecha— estaba el de don Pepe «el cubano», en una casa terrena, con el sencillo tocado de tejas canarias, que aún se conserva. Por aquel antiguo barrio del Toscal, la «muralla» de la calle de la Marina era el balcón sobre la carretera de San Andrés —el camino de las locomotoras empenachadas y traqueteantes— y las playas de La Peñita, San Antonio y Los Melones. Abajo, sobre el reposo húmedo de los callaos, las embarcaciones de la pesca de bajura y, en los varaderos de la Hamilton y la Eider Dempster, goletas, remolcadores, gabarras carboneras y los aljibes flotantes rematados por chimeneas grotescas y en candela. Con los veleros que fueron —«La Paula», «Progreso», «Juanita», «Joven San Blas», «Felicia», «Joven María Candelaria», «El Mocho», etc.— los fruteros del cabotaje que, en sus chimeneas, lucían las contraseñas de Rodríguez López, Padrón Saavedra, Peña Hermanos y Canaria de Vapores. Había una hermandad de velas abiertas y blancas con los negros
Santa Cruz de Tenerife supo, a través de su Corporación Municipal, pagar una deuda de gratitud y, desde hace unos años, la ciudad luce en una de sus calles el nombre del hombre que, para siempre, dejó hambre de recuerdos en el corazón de todos los hombres. torre de San Francisco eleva su sencilla estampa clásica que, con la de la Concepción, es verdadero blasón de la ciudad de ayer y de hoy, de siempre. La ciudad reciente —blanco, verde y amarülo— resonante como una mar nueva se dilata en recta ansia hasta el recio macizo de Anaga bajo un azul extendido con, de cuando en cuando, el susurro verde la primavera. La mirada navega sobre la tranquila perspectiva de azoteas. De cuando en cuando, la rojez de la humilde y elegante teja canaria rompe la monotonía del paisaje. Santa Cruz, ciudad abierta y cordial, está aquí —en clara y antigua perspectiva— en ese su suave declive en busca de la mar donde nació. Parece mediodía. Soledad alta y silencio humano por la antigua calle que, día a día, recibe la bendición sonora de las altas campanas de bronce. Y es ahora cuando alma, cansada de años, se va en su barco de paz a todos los sueños jóvenes. Y es ahora cuando vive largamente, en una tarde, en las tierras bellas y siempre lejanas que, por paradoja, tan cercanas son a todas sus atrevidas fantasías, a las que fueron sueño en los años de niñez y pequenez que refleja la antigua estampa de la ciudad. Amarrada a la costa, como una clara nave, Santa Cruz de Tenerife —con un puerto que es un regalo azul, un azul pintado de barcos —vuelve, día a día, al trueno de los mares, al cantar y encantar de las olas. Todo se recoge y suma un nudo más al hilo de la vida y, con la injusta manía de los olvidos, la justa manía de los recuerdos. Volvemos a la antigua y entrañable ciudad, a las calles de la mar, calles con olor y mar desnuda. Y es que el ayer es un árbol de larga y reseca ramazón a cuya sombra nos tendemos para recordar, para el volver a vivir de don Miguel de Unamuno.
Juan A. Padrón Albornoz