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X EL PRIMER CHISTE Y OTROS ASUNTOS

elefantes) se achicaron un poco. Muchos animales se pararon en sus patas traseras. La mayoría ladeó la cabeza, como si tratasen con todas sus fuerzas de comprender. El León abrió la boca, pero de ella no salió sonido alguno; estaba exhalando su aliento, un aliento prolongado, cálido, que parecía mecer a todas las bestias, así como el viento mece una hilera de árboles. Muy, muy arriba, desde más allá del velo del cielo azul que las ocultaba, las estrellas empezaron a cantar nuevamente: una música pura, fresca, muy difícil. Entonces hubo un veloz destello, como de fuego (pero no quemó a nadie) que podría haber surgido del cielo o del mismo León, y cada gota de sangre se estremeció dentro del cuerpo de los niños, y la voz más profunda y salvaje que hubiesen escuchado jamás, dijo: —Narnia, Narnia, Narnia, despierta. Ama. Piensa. Habla. Sed árboles que caminan. Sed bestias que hablan. Sed aguas divinas.

X EL PRIMER CHISTE Y OTROS ASUNTOS

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Era, claro está, la voz del León. Hacía tiempo que los niños estaban seguros de que podía hablar, pero, de todos modos, fue una impresión deliciosa y terrible cuando lo hizo. Saliendo de los árboles, avanzó un grupo de gente estrambótica; eran dioses y diosas de los bosques y con ellos venían faunos y sátiros y enanos. Del río emergió el dios de los ríos con sus hijas, las náyades. Y todos ellos y todas las bestias y las aves con sus diferentes voces, bajas o altas, veladas o claras, respondieron: —Salve, Aslan. Escuchamos y obedecemos. Estamos despiertos. Amamos. Pensamos. Hablamos. Sabemos. —Pero, por favor, todavía no sabemos demasiado —dijo entre resoplidos una voz cargada de curiosidad. Y eso sí que hizo a los niños dar un respingo, pues era el caballo del coche quien había hablado. —El querido Fresón —dijo Polly—. Me alegro tanto de que haya sido de los escogidos para ser Bestias que Hablan. Y el Cochero, que se encontraba ahora de pie al lado de los niños, dijo: —¡Que me zurzan! Siempre dije que ese caballo tenía montón de juicio, claro que sí. —Criaturas, les doy su propio ser —dijo la voz fuerte y alegre de Aslan—. Les doy para siempre esta tierra de Narnia. Les doy los bosques, las frutas, los ríos. Les doy las estrellas y les doy a mí mismo. También las Bestias Mudas, a quienes no he escogido, son de ustedes. Trátenlas con ternura y quiéranlas, pero no vuelvan a adoptar sus hábitos o en castigo dejarán de ser Bestias que Hablan. Pues de ellas provienen ustedes y a ellas pueden retornar. No lo hagan. —No, Aslan, no lo haremos, no lo haremos —dijeron todos. Mas una vivaz Corneja agregó en voz alta: —¡Ni tontos! Y como todos habían terminado su frase justo antes de que ella lo dijera, sus palabras se escucharon con suma claridad en medio del silencio sepulcral; y tal vez tú ya has experimentado lo atroz que puede ser algo así, si te ha pasado, por ejemplo, en una fiesta. La Corneja se sintió muy confundida y escondió la cabeza bajo sus alas como si fuera a ponerse a dormir. Y todos los demás animales comenzaron a hacer diversos ruidos muy curiosos, que son su manera de reír y que, por supuesto, nadie ha escuchado jamás en nuestro mundo. Al principio trataron de reprimirse, pero Aslan dijo:

—Rían sin temor, criaturas. Ahora que ya no son más mudas ni necias, no necesitan estar serias todo el tiempo. Pues los chistes, así como la justicia, aparecen con el lenguaje. Entonces todos se sintieron en confianza. Y fueron tales las risas que la Corneja se armó otra vez de valor y, encaramada encima de la cabeza del caballo del coche, en medio de sus orejas, batió sus alas y dijo: —¡Aslan, Aslan! ¿He sido yo quien ha hecho el primer chiste? ¿Le contarán siempre a todo el mundo que yo hice el primer chiste? —No, amiguita —repuso el León—. Tú no has hecho el primer chiste; tú sólo has sido el primer chiste. Entonces todos se pusieron a reír a carcajadas; pero a la Corneja no le molestó y rió tan fuerte como ellos hasta que el caballo sacudió la cabeza y la Corneja perdió el equilibrio y cayó, pero alcanzó a acordarse de sus alas (que todavía no había estrenado) antes de llegar al suelo. —Y ahora —dijo Aslan—, Narnia ha sido fundada. De ahora en adelante debemos preocuparnos de protegerla. Llamaré a algunos de ustedes a formar parte de mi Consejo. Acérquense a mí, tú el jefe de los Enanos, y tú el dios del Río, y ustedes el Roble y el Búho, y los dos Cuervos y el Elefante macho. Debemos conversar. Porque aunque el mundo no tiene ni cinco horas de edad, ya el mal ha entrado en él. Las criaturas que había nombrado se adelantaron y él se volvió y se dirigió hacia el este con ellos. Todos los demás comenzaron a hablar, diciendo cosas como: “¿Qué dijo él que había entrado en el mundo?... Un Elmal... ¿Qué es un Elmal? ... No, él no dijo un Elmal, dijo un Yalmal... Bueno, ¿y qué es eso?” —Mira, Polly —le dijo Dígory—, tengo que ir donde está él..., Aslan, quiero decir, el León. Debo hablar con él. —¿Crees que podemos? —preguntó Polly—. Yo no me atrevería. —Yo tengo que hacerlo —replicó Dígory—. Es por mi madre. Si hay alguien que pudiera darme algo que le haga bien a ella, sería él. —Yo iré contigo —dijo el Cochero—. El me cae muy requete bien. Y no creo que a estas otras bestias les gustemos mucho. Y quiero decirle una palabrita al viejo Fresón. Y entonces los tres se encaminaron rápidamente y con audacia —o por lo menos con toda la audacia de que fueron capaces— hacia la asamblea de animales. Las criaturas estaban tan ocupadas hablando una con otra y trabando amistad que ni se fijaron en los tres humanos hasta que éstos estuvieron muy cerca; ni tampoco oyeron al tío Andrés, que se quedó parado a buena distancia, temblando en sus botas bien abrochadas, y que gritaba (pero de ninguna manera al máximo de su voz):

—¡Dígory! ¡Regresa! Regresa de inmediato cuando se te dice. Te prohíbo ir un paso más lejos. Cuando por fin estuvieron en medio de los animales, los animales cesaron sus conversaciones y les clavaron la vista. —¿Y qué es esto? —dijo el Castor, finalmente—. En nombre de Aslan, ¿quiénes son estos? —Por favor —empezó a decir Dígory, casi sin aliento, cuando un Conejo dijo: —Son una especie de inmensas lechugas, pienso yo. —No, no lo somos, palabra que no —replicó Polly, apresuradamente—. No somos nada exquisito para comer. —¡Vaya! —exclamó el Topo—. Pueden hablar. ¿Quién oyó decir alguna vez que una lechuga hablara? —Quizás son el Segundo Chiste —sugirió la Corneja. Una Pantera, que había estado lavándose la cara, se detuvo un momento para decir: —Bueno, si lo son, no es tan bueno como fue el primero. Por lo menos, yo no veo nada divertido en ellos —Bostezó y continuó con su lavado. —¡Oh!, por favor —rogó Dígory—. Estoy muy apurado. Quiero ver al León. Durante todo ese rato el Cochero había estado tratando de que Fresón lo viera. Ahora lo logró. —Bien, Fresón, viejo querido —dijo—. Tú sabes quien soy. No te vas a quedar parado ahí y decir que no me conoces. —¿De qué habla la Cosa, Caballo? —preguntaron varias voces. —Bueno —respondió Fresón muy lentamente—, no lo sé con exactitud. Creo que ninguno de nosotros sabe mucho acerca de cualquier cosa, todavía. Pero tengo una vaga idea de haber visto una cosa parecida a ésta antes. Tengo la sensación de haber vivido en algún otro lugar... o alguna otra cosa... antes de que Aslan nos despertara hace unos pocos minutos. Está todo muy confuso. Como un sueño. Pero había cosas como estas tres en el sueño. —¿Qué? —exclamó el Cochero—. ¿No me reconoces? ¿Yo que siempre te traía una mazamorra caliente en las tardes cuando no te sentías bien? ¿Yo que te cepillaba lo mejor posible? ¿Yo que nunca olvidé ponerte la capa cuando estabas al frío? No lo hubiera creído de ti, Fresón. —Algo vuelve —dijo el Caballo, pensativamente—. Sí. Déjame pensar, déjame pensar. Sí, tú acostumbrabas a amarrarme una horrible cosa negra por atrás y luego me golpeabas para hacerme correr, y por muy lejos que corriera esa cosa negra siempre seguía tracata-tracata detrás de mí. —Teníamos que ganarnos la vida, ¿entiendes? —repuso el Cochero—. La

tuya igual que la mía. Y si no hubiera trabajo ni látigo no habría tampoco establo, ni heno, ni mazamorra, ni avena. Porque te quedaron gustando las avenas cuando pude pagártelas, nadie lo puede negar. —¿Avena? —dijo el Caballo, levantando las orejas—. Sí, algo recuerdo de eso. Sí. Estoy recordando más y más. Tú siempre ibas sentado un poco más atrás, y yo siempre iba corriendo adelante, tirándote a ti y a la cosa negra. Yo sé que yo hacía todo el trabajo. —En verano, te lo acepto —dijo el Cochero—. Trabajo al calor para ti y un asiento fresco para mí. Pero ¿qué me dices del invierno, mi viejo, cuando tú estabas calentito y yo sentado allá arriba con los pies como hielo y el viento que me arrancaba la nariz, y las manos entumecidas que apenas podían afirmar las riendas? —Era un país duro, cruel —comentó Fresón—. No había pasto. Sólo piedras duras. —¡Cierto, compañero, muy cierto! —asintió el Cochero—. Era un mundo harto duro. Siempre dije que esas piedras de pavimento no eran buenas ni para un caballo. Así era Londres, así no más. A mí me gustaba tan poco como a ti. Tú eras un caballo de campo y yo era un hombre de campo. Yo cantaba en el coro, palabra, allá en mi pueblo. Pero allá no había en qué ganarse la vida. —¡Oh!, por favor, por favor —insistió Dígory—. ¿No podríamos avanzar? El León se está alejando cada vez más. Y yo necesito con una tremenda urgencia hablar con él. —Mira, Fresón —dijo el Cochero—. A este joven caballero se le ha puesto que tiene que hablar con el León; ese que ustedes le dicen Aslan. ¿Qué te parece si lo dejas montarte (que lo va a hacer con mucho cuidado) y te vas trotando a donde está el León? Y yo y la niñita los vamos a ir siguiendo. —¿Montar? —preguntó Fresón—. ¡Ah!, ya me acuerdo. Quiere decir sentarse en mi lomo. Me acuerdo que había uno de los de dos patas como tú, pero más chico que solía hacer eso largo tiempo atrás. Siempre andaba con unos terroncitos, duros y cuadrados, de una cosa blanca, y me los daba. Tenían gusto a..., ¡oh!, a algo maravilloso, más dulce que el pasto. —¡Ah!, debe haber sido azúcar —dijo el Cochero. —Por favor, Fresón — imploró Dígory—, déjame, déjame subirme y llévame donde Aslan. —Bueno, no me importa —dijo el Caballo—. No por una vez, como sea. Súbete. —Mi buen Fresón —dijo el Cochero—. Anda, jovencito, te voy a echar una mano. Dígory se encontró pronto sobre el lomo de Fresón, y muy cómodo, ya que había montado antes en pelo en su propio mampato.

—Y ahora, arre, Fresón —dijo. —¿No tendrás por acaso un poquito de esa cosa blanca, un poquito que sea? —preguntó el Caballo. —No, me temo que no —repuso Dígory. —Bueno, qué le vamos a hacer —suspiró Fresón, y partieron. En ese momento un inmenso perro dogo, que había estado olfateando y mirando con mucha atención, dijo: —Miren. ¿No hay allí otra de estas criaturas raras... allá, al lado del río, debajo de los árboles? Entonces todos los animales miraron y vieron al tío Andrés, parado muy quieto entre los rododendros, con la esperanza de que no repararan en él. —¡Vamos! —dijeron numerosas voces—. Vamos y lo averiguaremos. De modo que, mientras Fresón trotaba con gran agilidad llevando a Dígory hacia una dirección (y Polly y el Cochero los seguían a pie), la mayor parte de las criaturas corrían hacia el tío Andrés con rugidos, ladridos, gruñidos y varios ruidos que denotaban un vivo interés. Ahora debemos volver atrás un poco y explicar lo que había sido la escena mirada desde el punto de vista del tío Andrés. No hizo en absoluto la misma impresión en él que en el Cochero y los niños. Porque lo que tú ves y oyes depende en buena medida de tu situación; también depende de qué clase de persona eres. Desde que los animales comenzaron a aparecer, el tío Andrés había ido retrocediendo cada vez más, adentrándose en los matorrales. Los vigilaba atentamente, claro está, pero no se interesaba mayormente en lo que estaban haciendo, sino en ver si iban a abalanzarse sobre él. Como la Bruja, era espantosamente práctico. Simplemente no se dio cuenta de que Aslan estaba escogiendo una pareja de cada especie de animal. Todo lo que vio, o pensó ver, fue una cantidad de peligrosos animales salvajes paseándose distraídamente. Y se asombraba de que los otros animales no huyeran del enorme León. Cuando llegó el gran momento y las Bestias hablaron, se perdió lo principal; y por una razón bastante interesante. Cuando, tiempo atrás, el León comenzó a cantar por primera vez, en esa etapa en que todavía todo era oscuridad, se había dado cuenta de que el ruido era una canción. Y le desagradó muchísimo tal canción. Lo hacía pensar y sentir cosas que no quería pensar ni sentir. Luego, cuando salió el sol y vio que el cantante era un león (sólo un león —se dijo—) hizo el mayor esfuerzo para convencerse de que no existía ninguna canción y que jamás había habido ninguna canción..., sólo rugidos como hace cualquier león en un zoológico en nuestro mundo. “Por supuesto que no puede haber estado realmente cantando”, pensó, “debo haberlo imaginado. Me he dejado llevar por los nervios. ¿Cuándo se dijo que un león cantara?” Y mientras más prolongado y hermoso era el canto del León, más esfuerzos hacía el tío Andrés para tratar de convencerse de

que no oía nada más que rugidos. Y bien, el problema de tratar de hacerte más estúpido de lo que en verdad eres es que, por lo general, lo logras. El tío Andrés lo logró. Pronto oyó nada más que rugidos en el canto de Aslan. Pronto no habría podido escuchar otra cosa, aunque hubiese querido. Y cuando por fin el León habló y dijo: “Narnia, despierta”, él no escuchó las palabras: sólo escuchó un gruñido. Y cuando las Bestias hablaron respondiéndole sólo escuchó ladridos, gruñidos, aullidos y berridos. Y cuando rieron..., bueno, ya puedes imaginártelo. Eso fue lo peor de todo lo que había sucedido para el tío Andrés. Un estrépito tan horrible y sanguinario de fieras hambrientas y rabiosas como no había oído en toda su vida. Después, para colmo de su ira y horror, vio que los otros tres humanos salían en ese momento a campo abierto para reunirse con los animales. —¡Los estúpidos! —se dijo—. Ahora esas fieras se comerán los Anillos junto con los niños y yo no podré nunca más volver a casa. ¡Qué chiquillo tan egoísta es ese Dígory! Y los demás son igualmente malos. Si ellos quieren sacrificar inútilmente sus vidas, esa es cosa de ellos. Pero ¿y yo? Parece que no piensan en eso. Nadie piensa en mí. Finalmente, cuando toda una multitud de animales se le vino encima, se dio media vuelta y corrió hecho un loco. Y entonces se pudo comprobar que el aire de aquel mundo joven estaba haciéndole mucho bien al anciano caballero. En Londres era excesivamente viejo como para correr: aquí, corría con una celeridad que seguramente le habría hecho ganar la carrera de los cien metros en cualquier colegio de educación básica en Inglaterra. Los faldones de su levita ondeando detrás de él era algo digno de verse. Pero claro que no le sirvió de nada. Muchos de los animales que lo perseguían eran muy veloces; era la primera carrera que corrían en sus vidas y todos estaban ansiosos por usar sus nuevos músculos. —¡Síganlo! ¡Síganlo! —gritaban—. ¡A lo mejor ése es Elmal! ¡Hala! ¡A toda velocidad! ¡Rodéenlo! ¡Acorrálenlo! ¡Animo! ¡Viva!

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