Las palabras como cantos rodados, de Ignacio Bosque

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Premio Internacional Alfonso Reyes 1973 Jorge Luis Borges 1974 Marcel Bataillon 1975 Alejo Carpentier 1976 André Malraux 1977 Jorge Guillén 1978 James W. Robb 1979 Carlos Fuentes 1980 Ernesto Mejía Sánchez 1981 Jacques Soustelle 1982 José Luis Martínez 1983 Paulette Patout 1984 Rubén Bonifaz Nuño 1985 Octavio Paz 1986 Alí Chumacero 1987 Gutierre Tibón 1988 Ramón Xirau 1989 Laurette Sejourné 1990 Adolfo Bioy Casares 1991 Andrés Henestrosa 1992 Arnaldo Orfila Reynal 1993 Joaquín Diez-Canedo 1994 Germán Arciniegas 1995 Juan José Arreola 2000 Arturo Uslar Pietri 2001 Miguel León-Portilla 2002 Rafael Gutiérrez Girardot 2003 Harold Bloom 2004 José Emilio Pacheco 2005 António Cândido 2006 Margit Frenk 2007 George Steiner 2008 Ernesto de la Peña 2009 Alfonso Rangel Guerra 2010 Mario Vargas Llosa 2011 Eduardo Lizalde


Esta versión electrónica ha sido preparada por la Coordinación Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes de México para promover el Premio Internacional Alfonso Reyes en su edición de 2012, concedido a Ignacio Bosque. Esta publicación no tiene fines de lucro. Cualquier uso ajeno al aquí expresado está sancionado por las leyes internacionales de protección a los derechos de autor. No olvides incluir los siguientes datos al citarla: Bosque, Ignacio, Las palabras como cantos rodados, Monterrey, Nuevo León: Conaculta-inba/Conarte/sai/itesm/ uanl/udem/Universidad Regiomontana, 2013 [versión electrónica disponible en httpp://literatura.bellasartes. gob.mx/acervos].



Ignacio Bosque

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Las palabras como cantos rodados


dewey: 865.64 lc: pq6652 Bosque, Ignacio, 1951-. Las palabras como cantos rodados / Ignacio Bosque. -- Monterrey, Nuevo León : Consejo Nacional para la Cultura y las Artes : Instituto Nacional de Bellas Artes : Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León : Sociedad Alfonsina Internacional : Instituto Tecnológico de Monterrey : Universidad Autónoma de Nuevo León : Universidad de Monterrey : Universidad Regiomontana, 2013. 30 p. 1. DISCURSOS ESPAÑOLES - SIGLO XXI

descarga gratuita prohibida su venta D. R. ©Ignacio Bosque, 2013 Coedición autorizada expresamente por el autor para el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, el Instituto Nacional de Bellas Artes, el Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León, la Sociedad Alfonsina Internacional, el Instituto Tecnológico de Monterrey, la Universidad Autónoma de Nuevo León, la Universidad de Monterrey y la Universidad Regiomontana. Queda prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, sin autorización de los titulares de los derechos de autor. Impreso y hecho en México Printed and made in Mexico


Ignacio

Bosque Las palabras como cantos rodados

Premio Internacional Alfonso Reyes edici贸n 2012 Monterrey, Nuevo Le贸n


Ignacio Bosque, Madrid, 2012 | Archivo personal


Ignacio Bosque: Semblanza

Nació en Hellín, España, en 1951. Es catedrático de Lengua Española en la Universidad Complutense de Madrid (ucm) desde 1982. En 1973 se licenció en Filología Hispánica en la Universidad Autónoma de Madrid (uam). Ese mismo año obtuvo una beca de la Fundación Juan March que le permitió ampliar estudios en el Departamento de Lingüística de la Universidad de California en Berkeley. Desde 1975 a 1978 fue profesor en la uam, en la que se doctoró con una tesis sobre la gramática de la negación, dirigida por Fernando Lázaro Carreter. Pasó luego a la ucm, en la que ha sido profesor de Lingüística General y de Gramática Española. Bosque pertenece al reducido grupo de lingüistas españoles que en los años setenta abogaban por incorporar al estudio del español las nuevas teorías sobre la gramática formal que surgían en Estados Unidos. Desde finales de los años setenta realizó una intensa labor en la ucm. Ha dirigido en ella veinte tesis doctorales, casi todas sobre sintaxis y semántica del español, pero algunas también sobre

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diversos aspectos de la gramática de otras lenguas. Muchos de sus antiguos alumnos en los años ochenta y noventa son hoy profesores en varias universidades europeas y norteamericanas. En 1987 y 1988 dirigió el Curso Superior de Filología Española de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, y posteriormente fue profesor invitado en las universidades de Minnesota (1992) y Ohio State (1997). A lo largo de estos últimos treinta años ha dictado cursos en las Universidades de Lovaina, Utrecht, La República (Uruguay), El Comahue (Argentina), El Colegio de México y Sophia (Tokio), entre otras. Su labor investigadora se ha centrado en muy diversos ámbitos de la gramática y el léxico, así como de la relación que se establece entre ambas materias. En estos trabajos ha conjugado siempre descripción y teoría, y en un gran número de ellos ha relacionado las aportaciones clásicas con las modernas. Ha dedicado otros estudios a analizar la necesaria renovación de métodos y contenidos en la enseñanza de la lengua en la Escuela Secundaria, el Bachillerato y la Universidad. Fruto también de estas reflexiones son los dos libros de ejercicios gramaticales de los que es autor, en los que defiende la conveniencia de

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aplicar nuevas estrategias didácticas en las aulas, y de desarrollar simultáneamente la capacidad de observar y la de abstraer. Junto a numerosos estudios sobre aspectos específicos de la morfología o la sintaxis —algunos de ellos sobre variantes dialectales de gran interés para la teoría gramatical—, Bosque ha publicado varios volúmenes en los que ha compilado trabajos de diversos autores sobre el modo verbal (Indicativo y subjuntivo, 1990), el tiempo (Tiempo y aspecto, 1990) y el grupo nominal (El sustantivo sin determinación, 1996). Ha dedicado varios trabajos al estudio de los modos verbales, el último en el reciente Handbook of Hispanic Linguistics (2012), y ha editado una parte de la obra del gramático español Salvador Fernández Ramírez (El verbo y la oración, 1986; La derivación nominal, 1986). En los años noventa dirigió, junto con Violeta Demonte, la Gramática descriptiva de la lengua española (tres vols., 1999), en la que participaron más de setenta especialistas. A lo largo de once años (1998-2009) coordinó la Nueva gramática de la lengua española (dos vols., 2009), publicada en tres versiones por la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española. Esta obra in-

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tegró la labor de numerosos equipos de trabajo en el mundo hispanohablante. Entre sus libros figuran Las categorías gramaticales (1990) y Fundamentos de sintaxis formal (2009, junto con Javier Gutiérrez-Rexach). Entre 2000 y 2004 dirigió el diccionario combinatorio Redes (2004), obra que constituyó una importante novedad entre lexicólogos y lexicógrafos, ya que establecía bases conceptuales en la combinatoria que nunca habían sido tenidas en cuenta en las descripciones del léxico. Dirigió un segundo diccionario combinatorio (Práctico, 2006) y ha publicado varios estudios sobre los fundamentos semánticos de las colocaciones y otras relaciones léxicas restrictivas. Ignacio Bosque es miembro de la Real Academia Española desde 1997 y de la Academy of Europe desde 2011. Ha recibido el Premio Nacional de Investigación Ramón Menéndez Pidal (2010) y posee asimismo cuatro doctorados honoris causa.

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Las palabras como cantos rodados discurso leĂ­do al recibir el

Premio Internacional Alfonso Reyes



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unque lo intentara, no sabría yo poner orden en el conjunto de factores que pesan en mi ánimo y confluyen armoniosamente en la enorme gratitud que siento hacia todos ustedes por el gran honor que me han hecho al concederme el Premio Internacional Alfonso Reyes. El primero es el prestigio mismo del premio y de todas las instituciones que lo otorgan conjuntamente; el segundo es la lista de premiados, en la que aparecen algunos de los nombres más representativos de la literatura contemporánea escrita en español, y de la crítica literaria escrita en cualquier idioma. Se han arriesgado ustedes mucho al añadir a esa relación de ilustres escritores el nombre de un simple lingüista que escribe áridos estudios sobre la morfología, la sintaxis o el léxico de nuestra lengua. El tercer factor es la figura misma de Alfonso Reyes y la importancia de su legado. Aunque solo estoy familiarizado con una parte de su inmensa obra, he disfrutado enormemente todos los ensayos salidos de su pluma que hasta el momento he podido leer, así como buena parte de la correspondencia que mantuvo con

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insignes escritores y filólogos, en la que también he tenido oportunidad de sumergirme. Alfonso Reyes no era solo, como lo calificó Borges, “el más fino estilista de la prosa española de nuestro siglo”, sino también uno de los más hondos y agudos pensadores que han escrito nunca en español. El cuarto y último factor es el hecho de que este premio me une más a México y a su cultura; me permite vincularme más a este país, en el que tengo tantos amigos y colegas, en el que tan a gusto me he sentido siempre y al que tanto les agradezco que me hayan permitido regresar. Muchas, muchísimas gracias a todos.

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lfonso Reyes escribió en 1941 un brillante ensayo sobre el folclore, que tituló “Marsyas o del tema popular” y que incluyó luego en su espléndido libro La experiencia literaria. En ese ensayo, Reyes alude a la literatura popular creada artificialmente por los poetas cultos. En sus palabras, esta forma de creación “consiste en fabricar cantos rodados en el taller”. Lo que más me atrae de esta preciosa imagen es que se puede aplicar a un gran número de ámbitos. La comparación opone con elegante plasticidad dos mundos permanentemente antagónicos en nuestra existencia: por un lado, el mundo de lo natural y de lo espontáneo, el que es fruto de la historia, de la sociedad y de nuestra propia naturaleza humana; por el otro, el mundo de lo reglado y lo estipulado, el que resulta de normas, códigos, leyes, planes, disposiciones y reglamentos. Todos convivimos con los dos, pero por lo general nos sentimos atraídos por uno de ellos mucho más que por el otro. Sé muy bien que la confrontación a la que me refiero constituye un terreno largamente abonado en ciertas ramas de la sociología,

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la antropología, la psicología social y la filosofía del derecho. Tampoco voy a ocultar que el concepto mismo de ley pertenece con igual legitimidad al mundo de la naturaleza y al de la sociedad. En realidad, la distinción entre lo natural o espontáneo y lo previsto o programado, como se dice ahora, se aplica, de una forma o de otra, a casi a todos los campos. Las ciudades grandes y antiguas de Europa suelen poseer un centro histórico de callejas entreveradas que seguramente nunca fueron dibujadas en ningún plano. Alguien trazó un camino desde esta posada hasta aquella tahona, y allí sigue, ahora asfaltado. En cierto montículo se plantó la iglesia, y las casas crecieron espontáneamente a su alrededor. Pero, como sabemos, esas mismas ciudades cuentan a la vez con un ensanche cuadriculado, fruto de la cuidadosa planificación urbana. También aquí podemos entrever, en efecto, que —como diría Reyes— unos cantos se moldean en el río, y otros se labran en el taller. Me parece que la distinción a que nos lleva la sugerente imagen de Alfonso Reyes tiene particular interés si se intenta aplicarla al mundo del lenguaje, sobre todo porque la dicotomía

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misma no se mostraba con entera claridad en la tradición. No exagero al afirmar que en nuestras gramáticas tradicionales se marcan solo indirectamente las líneas que separan la estructura misma del idioma, la que obedece a su naturaleza histórica o formal, y las convenciones que se eligen en función de criterios sociales variables. El lector atento, y quizá algo experimentado, puede adivinar, al examinar esas obras, qué aspectos del sistema lingüístico que en ellas se le muestra aluden a propiedades inherentes o fundamentales de nuestra lengua, y cuáles otros responden más bien a elecciones entre variantes, solo a veces suficientemente justificadas. En la actualidad, la distinción se nos presenta, afortunadamente, mucho más diáfana. Mi colega y amigo don José Moreno de Alba, insigne lingüista mexicano con el que trabajé codo con codo durante mucho tiempo en la preparación de la Nueva gramática de la Asociación de Academias de la Lengua Española, suele decir que no siempre asociamos el sustantivo norma con el adjetivo normal. Si lo hiciéramos, descubriríamos que la pauta a la que el primero hace

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referencia puede no tener otro fundamento que la costumbre o el paso del tiempo (para nuestro propósito de ahora, el agua del río). Otro sentido de la misma voz nos sugiere, en cambio, la intervención humana; es precisamente el sentido que tan familiar resulta a los juristas, y a menudo tan molesto a los sufridos ciudadanos. ¿Cuál de los sentidos de la palabra norma es entonces el relevante en el trabajo de los lingüistas? No todos coinciden en la respuesta. Algunos hubieran preferido que la Nueva gramática, a la que me acabo de referir, contuviera más cantos rodados fabricados en el taller, y quizá unos cuantos menos recogidos en el río, pero lo cierto es contiene muchos más de estos últimos que de los primeros. Y no solo de un río. El numeroso equipo de profesionales que tuve el honor de coordinar a lo largo de once años los buscó y los recogió en todos los ríos de los países hispanohablantes a ambos lados del Atlántico. Uno a uno fueron analizados, unas veces a simple vista y otras al microscopio. Fueron asimismo clasificados y descritos, pero no sometidos, desde luego, al efecto de la broca ni al del cincel.

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¿Descartamos algunos? Procuramos no hacerlo. En su lugar, procedimos a etiquetarlos adecuadamente. Las recomendaciones normativas de la Asociación de Academias se fundamentan en el prestigio o el desprestigio social de las variantes lingüísticas, juicio que los sociolingüistas establecen sobre los usos verbales existan o no existan las Academias de la Lengua. En este criterio radica precisamente la explicación natural de la aparente paradoja que a veces se lanza a las Academias como arma arrojadiza: ¿No pretenden ustedes —se nos dice— ejercer a la vez de jueces y de notarios? ¿En qué quedamos?: ¿dictan ustedes normas o describen usos?; ¿promulgan leyes sobre la conducta verbal o analizan asépticamente las formas de hablar? Continuando con la metáfora, ¿recogen ustedes los cantos rodados del río o los labran en su taller? La respuesta es sencilla: no hay tal paradoja. Las Academias no se apoyan en su autoridad para recomendar unos usos en lugar de otros. Se apoyan en la estimación social que los propios usos merecen a los hablantes cultos, donde culto no significa otra cosa que “escolarizado”,

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es decir, dotado de “cultura e instrucción”, como dice nuestro diccionario. No está de más recordar que el buen manejo del idioma es, en este tiempo, casi un requisito para el ascenso laboral y profesional en todos los ámbitos en los que se garantiza la igualdad de oportunidades. Las recomendaciones de las Academias no son, por tanto, ni leyes creadas por legisladores ni normas impuestas arbitrariamente a ningún colectivo social. Los diccionarios y las gramáticas que la Asociación de Academias elabora pretenden mostrar la lengua tal como es. A la vez, esas descripciones contienen numerosos juicios de valor, pero —como he señalado— estos juicios no aspiran a tener más base que la estimación social que los usos lingüísticos merecen a los propios hablantes. La Nueva gramática de la lengua española es quizá el proyecto colectivo de las Academias en el que más claramente se percibe el afán de todas ellas por mostrar, por un lado, cómo es la lengua que compartimos; y, por otro, qué aspectos particulares distinguen cada una de nuestras formas de hablar. Como es lógico, una empresa de estas características nunca está completa.

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Habrá nuevas ediciones que ampliarán y revisarán los contenidos actuales, pero los que las emprendan partirán del resultado de nuestro esfuerzo de estos años, una etapa de estrecha, ilusionada y fructífera colaboración de veintidós instituciones a las que une el mismo amor por la misma lengua. La comparación entre el efecto del agua del río y el del trabajo consciente del artesano se pone de manifiesto en otros aspectos de nuestra relación con las palabras. Desde hace años llegan peticiones a la Real Academia Española para que suprimamos del diccionario sustantivos como judiada, adjetivos como jesuítico (en su acepción segunda) o locuciones como trabajar como un negro. Los que nos formulan tales peticiones parecen entender que, al suprimir del diccionario esas voces, o las acepciones correspondientes de ellas, habrán dejado de existir. Si una persona las usara en algún texto a partir de ese momento, las habría inventado, ya que su ausencia del diccionario pondría de manifiesto que no existen (acaso de manera parecida a como algunos políticos entienden que lo que la legislación no prevé expresamente tampoco

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existe en la realidad). La actitud de los peticionarios trasluce bien a las claras lo que piensan de nuestra labor: el diccionario viene a ser para ellos una especie de código de derecho civil, mercantil o de tránsito; una suerte de reglamento de la conducta verbal o de manual de higiene lingüística. Cualquier ciudadano sabe distinguir perfectamente entre las recomendaciones que puede hacernos el Ministerio de Sanidad o de Salud Pública y las limitaciones de nuestro organismo que podría describir un profesor de medicina. Ese mismo ciudadano sabe deslindar con igual nitidez lo legal y lo real en múltiples aspectos de la vida cotidiana. Pues bien, ese ciudadano, que nunca confundiría a un sociólogo con un juez ni con un legislador, tiende a veces a pensar que las Academias de la Lengua crean las leyes del idioma de manera parecida a como los parlamentos democráticos dictan las leyes que regulan nuestra convivencia. En cierto sentido, es casi como pensar que los cantos rodados se labran artesanalmente en los talleres. Cuando las Academias marcan en el diccionario una expresión como “desusada” o como

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“poco usada”, siempre que posean la documentación suficiente para hacerlo, establecen un juicio de valor sobre ella. No quieren decir que esa voz “deba usarse poco” en la acepción que se identifica, sino que acreditan sencillamente que “se usa poco” en dicha interpretación. Algunos pensamos que las marcas cronológicas del Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) deberían actualizarse. En el prólogo de la última edición (2001) se dice la que marca poco usado (“p. us.”) se asigna a expresiones “todavía empleadas después de 1900, pero cuyo uso actual es difícil o imposible de documentar”. Si es “difícil o imposible de documentar”, parecería más adecuado decir “hoy en desuso” o emplear alguna expresión equivalente. Otra opción es que las marcas que establecen juicios de valor de carácter social, como despectivo (despect. en el DRAE), se extiendan a algunas de las voces que hoy no las llevan. En la última edición aparece esta marca en camastro, chupatintas, latinajo, pajarraco o pequeñoburgués, entre otras muchas palabras, pero podría añadirse a otras, a la vez que suprimirse en algunas de las que hoy la muestran.

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No sé exactamente cuántas de estas marcas se añadirán o se modificarán en la edición que aparecerá el año próximo. Lo que ahora me interesa resaltar no es tanto qué marca particular se elija para caracterizar con precisión el uso actual de determinada expresión, sino más bien el hecho de que nuestros críticos parecen preferir que las Academias de la Lengua actúen de forma opuesta a como lo hacen. Da a veces la impresión de que les gustaría que se convirtieran en verdaderas factorías de fabricación de cantos rodados, que habrían de lanzar masivamente al río. El argumento toma, más o menos, la siguiente forma: “A nadie le interesa que el código que regula la circulación de automóviles describa la manera en que los conductores manejan habitualmente su coche (o su carro o su auto, según la parte del mundo hispanohablante en la que vivan). De igual modo —continúa el peculiar razonamiento—, tampoco queremos un diccionario y una gramática que nos muestren la lengua como es, por muy fino que se intente hilar al presentarla en todas sus variantes.” Nuestros críticos más acérrimos nos piden, por consiguiente, obras que nos digan única-

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mente cómo debería ser el español; un corpus de aséptica legislación que nos dicte lo que deberían significar las palabras, en lugar de lo que significan, y que estipule lo que deberíamos hacer con ellas, en lugar de mostrarnos lo que hacemos, aun cuando la descripción vaya acompañada, como sucede en la actualidad, de tantos juicios de valor como permiten las variables sociolingüísticas, y de tantas recomendaciones como de ellas se pueden deducir. Pertenezco a una generación de lingüistas hispanohablantes que trabaja desde hace años para profundizar en el misterio del idioma que compartimos. Respetamos profundamente la tradición, pero usamos a la vez instrumentos de análisis nuevos —incluso refinados, queremos pensar—, que la bibliografía contemporánea pone a nuestra disposición. Algunos de nosotros no nos limitamos a recoger y clasificar cantos rodados, sino que nos preguntamos por qué los cantos rodados que encontramos en el río son como son; cómo es que han llegado a tener la forma que tienen, a menudo tan sorprendentemente perfecta. Les aplicamos reactivos y los miramos con lupa, pero, como sus pro-

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piedades nunca dejan de sorprendernos, trabajamos en proyectos léxicos y gramaticales innovadores que nos permiten ir sacándolas poco a poco a la luz. Si he de referirme a mi caso particular, diré que los dos diccionarios combinatorios del español que dirigí hace unos años eran intentos de extraer ciertas propiedades de las palabras relativas a sus contextos de uso habitual. Lo cierto es que, por objetivas que esas propiedades fueran, no quedaban reflejadas en los diccionarios de nuestra lengua. No se dice en ellos que los adverbios contundentemente, miméticamente, sustancialmente o profundamente no se combinan con cualquier adjetivo o con cualquier verbo que nos venga a la cabeza; que los adjetivos abrupto, certero, férreo o vívido no lo hacen con cualquier sustantivo, como tampoco lo hacen los verbos concitar, conjurar, difundir o planear, entre muchos más. El proyecto pretendía ir un poco más allá de lo que suele abarcar el concepto lexicográfico de colocación, ya que se trataba de acotar los rasgos semánticos que nos permiten construir los paradigmas restrictivos que regulan la forma en que combinamos

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las palabras, en lugar de establecer largas listas de combinaciones binarias que supuestamente habrían de ser memorizadas una a una. La investigación estaba basada en la observación atenta de las combinaciones obtenidas de un corpus suficientemente amplio, pero también en la reacción natural de los hablantes ante ellas, puesto que, como sabemos, no todo lo que se encuentra en los textos es igualmente representativo. En este y otros estudios sobre la morfología, la sintaxis o el léxico de nuestra lengua, siempre he procurado —como hacen mis colegas— ahondar en las propiedades de las palabras y de las construcciones que forman, pero ni a mí ni a ellos se nos ha ocurrido nunca intentar postular las características que no tienen y que tal vez deberían tener. A muchas personas les parece extraño que un lingüista pueda ser otra cosa que un policía de la lengua. Les sorprende quizá la idea misma de indagar en el propio idioma, en el sistema lingüístico que llevamos puesto y que usamos de manera tan inconsciente y espontánea como respiramos o caminamos. “Si ya hablo español —parecen pensar algunos—, ¿por qué darle más

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vueltas?; ¿qué nuevas cosas voy a descubrir en el idioma que ya sé usar?” Ciertamente, las personas que consideran naturales estas reacciones tan comunes no verían nada raro en preguntarse qué ocurre exactamente en nuestro organismo cada vez que mantenemos el equilibrio en una escalera. Mi impresión es que a algunos parece extrañarles el que no tengamos únicamente ante la lengua la actitud del mecánico que repara coches en el taller, ni la del conductor que se limita a conocer el código de la circulación y que evita, siempre que puede, levantar el capó de su vehículo, puesto que considera, no sin razón, que el vehículo no tiene mucho que ver con él mismo. Como es obvio, la principal diferencia radica en que, en nuestro caso, el motor no es algo ajeno a nosotros, sino una parte esencial de nuestra naturaleza. Es, pues, enteramente lógico que nuestra actitud se parezca más a la del que intenta entender cómo funciona un motor de combustión, especialmente si no tiene idea de cómo pudo haber sido diseñado. Quizá lo más sorprendente de todo es que, al levantar el capó

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de nuestro coche, nos damos cuenta de que en realidad es bastante poco lo que sabemos sobre el complejo mecanismo del ingenio que lo hace funcionar. Existe en la actualidad un gran número de proyectos que toman la lengua española como objeto de investigación. Esas empresas ponen de manifiesto una forma de mirar el idioma que puede parece extraña a muchos. Seguramente a aquellos para los que la lengua es algo tan accesorio como el sobre en el que introducimos la carta que enviamos; tan poco misterioso como la bufanda con la que nos abrigamos; tan poco sorprendente como nuestra rutina cotidiana. Para los que pensamos, por el contrario, que la lengua constituye una parte esencial de nuestra naturaleza humana, el idioma se convierte en un apasionante objeto de investigación; una puerta hacia el interior de nosotros mismos, a la vez que una ventana abierta al mundo que nos rodea. No solo no inventamos las palabras ni sus propiedades, sino que son más bien ellas las que nos inventan a nosotros. Son las palabras las que nos llevan a pensar y sentir lo que pen-

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samos y sentimos; las que nos proporcionan ladrillos para que construyamos el armazón de nuestro pensamiento libre. Algunas existen porque cristalizan aspectos de la cultura en la que han vivido generaciones de hablantes; otras nacen, mueren o se adaptan a la realidad en función de nuestras necesidades o de los cambios sociales o tecnológicos; otras muchas —las que menos suelen llamar la atención de los hablantes y más interesan a los gramáticos—, ponen de manifiesto un sistema intrincado, a la vez que flexible, formado por rasgos abstractos que se entrelazan con maravillosa precisión. Los lingüistas no moldeamos cantos rodados en el taller. Más bien nos preguntamos cómo han podido llegar hasta nuestro laboratorio. De hecho, a menudo nos asombramos de que lo ocupen por completo sin que seamos siquiera conscientes de haber viajado hasta el río para recogerlos. Universidad Complutense, Madrid, febrero de 2013

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consejo nacional para la cultura y las artes Rafael Tovar y de Teresa, presidente instituto nacional de bellas artes María Cristina García Cepeda, directora general sociedad alfonsina internacional Jaime Labastida, presidente gobierno del estado de nuevo león Rodrigo Medina de la Cruz, gobernador constitucional consejo para la cultura y las artes de nuevo león Carmen Junco, presidenta instituto tecnológico de monterrey David Noel Ramírez Padilla, rector universidad autónoma de nuevo león Jesús Ancer Rodríguez, rector universidad de monterrey Antonio Dieck Assad, rector universidad regiomontana Ángel Casán Marcos, rector


Las palabras como cantos rodados, de Ignacio Bosque se termin贸 de imprimir en marzo de 2013 en la Universidad Regiomontana. El tiraje consta de 3 000 ejemplares y en su composici贸n se emplearon fuentes tipogr谩ficas de las familias Hightower e Ibarra en distintos tama帽os. Estuvo bajo el cuidado editorial del autor y de Gerardo de la Cruz. 13 de marzo de 2013


Premio Internacional Alfonso Reyes El Premio Internacional Alfonso Reyes fue creado en 1972 por iniciativa del crítico literario Francisco Zendejas, como un reconocimiento al legado del escritor regiomontano. En los primeros años era requisito que el autor fuese universalmente reconocido por su obra, creativa o de investigación, y que tuviera un significativo interés por la historia y las letras de México; asimismo, se consideraban los vínculos personales o intelectuales con Alfonso Reyes. El carácter del Premio se ha modificado al paso de los años. Actualmente distingue a aquellas personalidades que cuentan con una amplia trayectoria humanística, cuyo talento se ha enfocado, como el de don Alfonso Reyes, a difundir nuestra cultura —de México, del mundo— mediante la palabra escrita. En 2012, las instituciones que auspician el Premio, decidieron otorgárselo a Ignacio Bosque “por sus aportaciones al estudio de nuestra lengua” y su renovadora visión de la enseñanza del33 español.


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