El amor en la literatura

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Diez historias de amor y una canci贸n desesperada


Índice Reflexiones……………………….. …...pag. 3 Agradable me es ahora la soledad…..pag. 6 El largo esperado encuentro…………pag. 9 Un inesperado encuentro…………….pag.12 Después de la caída, el amor………...pag. 15 La esposa del Cantar…………………pag. 18 Gestos y detalles de amor……………pag. 20 Una belleza oculta…………………… pag. 23 En la ventana que da al jardín……… pag. 26 Protestas y confesión de amor……… pag. 30 La canción desesperada…………….. .pag. 34

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1. Reflexiones Eva es muy joven, una niña toda curiosidad y entusiasmo. Para ella, el mundo es un encanto, una alegría, un misterio. Se queda muda de placer cuando encuentra una nueva flor, el cielo azul o las perlas, el rocío, la sombra púrpura de las montañas, las islas de oro que flotan en el esplendor del atardecer, la pálida luna que navega a través de las nubes desgarradas, las chispeantes estrellas. Todas esas cosas no tienen ningún valor práctico, pero como tienen color y majestad, Eva pasa el tiempo admirándolas y contemplándolas. ¡Si pudiera quedarse quieta sólo un par de minutos…! Eva es esbelta, ágil, elegante. Sus formas tienen una graciosa armonía. La vi en una ocasión en que estaba de pie sobre una roca. Tenía la cabeza erguida, protegiéndose los ojos con una mano, seguía el vuelo de un

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pájaro por el espacio. En aquel momento me di cuenta de que era hermosa. Recuerdo que un día entró en el Paraíso un brontosaurio. Yo lo consideré un desastre, pero decidió domesticarlo. Me apresuré a decirle que un animal de compañía, de siete metros de largo y treinta de longitud resultaría un tanto engorroso, sobre todo si uno quería colocarlo sobre sus rodillas para acariciarlo. Todo fue inútil. Eva se había empeñado en domesticar al monstruo. Es más, como era hembra, quiso ordeñarlo y me pidió que le ayudara. Me negué. Se le ocurrió también enseñarle a mantenerse sobre sus patas, e incluso utilizarlo como puente para cruzar el riachuelo que cruza el Paraíso. Lo consiguió a medias, porque como ya estaba domesticado, el brontosaurio le seguía a Eva por todas partes, y cuando ella se retiraba, habiendo dejado al monstruo en posición de puente sobre el río, el animal corría detrás de ella, con

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lo que nunca pudo cruzar el riachuelo. Todos la seguían como esclavos, todos sin excepción. Y yo, Adán, también. ¡Es tan hermosa, tan encantadora, tan nueva que yo no podría ya prescindir de ella! Pero todavía no le he dicho: “Eva, te quiero”, ni ella me lo ha preguntado nunca. Seguramente no sabe lo que es eso del amor. Yo lo descubrí cuando me la encontré al lado tras aquel largo sueño. (Marck Twain, El diario de Adán)

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2. Agradable me es ahora la soledad ¡Oh mi Señora y mi vida! Jamás pensé, en tu ausencia, ofenderte! No quiero tener ya con la tristeza, amistad. ¡Oh bien sin comparación; oh, insaciable contentamiento! De día estaré en mis aposentos, y de noche en aquel paraíso dulce, en aquel alegre vergel, entre aquellas suaves plantas. ¡Oh noche de mi descanso! Ya me parece haber pasado un año sin que haya visto aquel suave refrigerio, aquel deleitoso descanso de mis trabajos. Y tú, espacioso reloj, ¿qué esperas? Si esperases lo que yo, cuando das las horas, correrías más sin riendas. Pero…¡qué pido, loco de mí…? Todo se rige con un freno igual, todo se mueve con igual espuela. ¿Qué me aprovecha a mí que den las doce horas el reloj de hierro si no las ha dado el del cielo? Pues por mucho que madrugue no amanece más temprano. Pero tú,

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imaginación dulce, tú puedes traer a mi fantasía la presencia angélica de aquella imagen luciente; devuelve a mis oídos el suave son de sus palabras, aquel decirme suyo: “Apártate, mi señor, y no os lleguéis tanto a mí…”, o aquel otro decir, “…no seáis descortés…”, que con sus rubicundos labios me dirigía. O cuando me decía: “…No quieras mi perdición…” que de rato en rato me proponía. ¡Oh, aquellos amorosos abrazos, entre palabras y palabras; aquel soltarse y asirse, o aquel huir y allegarse…! ¡Aquellos azucarados besos, y aquella salutación final con que se me despidió…, con cuánta pena salió de su boca…! ¡con cuántas lágrimas, que parecían perlas que sin sentir se le caían de aquellos claros y resplandecientes ojos…! Pero, ¿qué digo…? ¿con quién hablo…? ¿estoy en mi seso? ¿Qué es ésto, Calisto? ¿Soñaba…, dormía…? ¡Oh mezquino yo…! ¡Cuán agradable me es ahora la soledad, el

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silencio y la oscuridad! Me vino a la memoria la traición que a mí mismo me hice en despedirme de mi señora, que tanto amo. Esta herida es la que siento, ahora que se ha enfriado, ahora que está helada la sangre que ayer hervía…¡Oh mísera suavidad de esta brevísima vida! ¡Oh, breve deleite mundano, cuán poco duran, y cuánto cuestan tus dulzores…!

( Fernando de Rojas, La Celestina, Acto XIV)

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3. El largo esperado encuentro Penélope sintió desfallecer sus rodillas y su corazón al reconocer las señales que Ulises daba. Corrió a su encuentro derramando lágrimas; le echó los brazos alrededor del cuello, lo besó en la cabeza y le dijo: - “No te enojes conmigo, Ulises, ya que eres el más circunspecto de los hombres y las deidades nos enviaron la desgracia de que no gozásemos juntos de la mocedad ni de que juntos llegáramos al umbral de la vejez. No te enfades conmigo, ni te irrites si no te abracé, como ahora, tan pronto como estuviste ante mi presencia. Mi ánimo, aquí dentro del pecho, estaba horrorizado ante la posibilidad de que viniese algún hombre a engañarme con sus palabras. (…) Ahora, ya que has sido capaz de detallarme las señales y particularidades de nuestro lecho, al que nadie nunca llegó sino tú, has logrado convencerme de quién eres…”.

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(…) Mientras conversaban, el ama aderezaba el lecho con blandas ropas, alumbrando con antorchas encendidas. En acabando de hacer la cama los condujo al lecho, retirándose enseguida. Ulises y Penélope llegaron muy alegres al lugar de su antigua alcoba. (…) La divina Penélope refirió cuánto había sufrido al contemplar la multitud de los pretendientes, y Ulises contó cuántos males había inferido a otros hombres y cuántas fatigas había arrostrado en sus viajes e infortunios. Y Penélope se holgaba de escucharlo, y el sueño no le rindió hasta que Ulises terminó su relato (…) Se levantó Ulises del blando lecho y dirigió a su esposa las siguientes palabras: - “Mujer, los dos hemos sufrido mucho. Tú, aquí, llorando por mi vuelta, y yo sufriendo los infortunios que me enviaron los dioses para detenerme, lejos de la patria, cuando lo que yo deseaba era volver a vosotros, a ella. Mas ya que nos hemos

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reunido nuevamente en este deseado lecho, tú, mujer, escucha lo que te encomiendo: como al salir el sol se divulgará la noticia de que maté en palacio a los pretendientes que te asediaban, vete a lo alto de la casa con tus siervas y quédate allí sin mirar a nadie ni preguntar cosa alguna…”. Cubrió sus hombros con la magnífica armadura y haciendo levantar a su hijo Telémaco le mandó que tomase las armas de guerra, se armaron todos con el bronce, abrieron la puerta y salieron de la casa. Ya la luz se esparcía por la tierra. ( Homero, La Odisea)

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4. Un inesperado encuentro Dido, la Reina, presa hacía tiempo de graves cuidados, abriga en sus venas heridas de amor, y se consume en su oculto fuego. Recuerda una y otra vez las palabras y la imagen del marido muerto, y la ansiedad y no le deja conciliar el apacible sueño. Amanece, y le habla así a su hermana. – “Ana, ¿qué desvelos son éstos… ¿quién es el huésped que ha entrado en nuestra morada…? ¡Qué gallarda presencia, y cuán valiente y esforzado parece! Si no llevase yo en mi ánimo la firme resolución de no unirme a hombre alguno desde que la muerte dejó burlado mi corazón y si no me inspirase un enorme hastío el tálamo conyugal, tal vez sucumbiría ahora a esta flaqueza. Reconozco, y veo los vestigios de aquel antiguo fuego agitando en mi sangre las banderolas de la pasión…”. A lo que

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contestó su hermana: - “Hermana, ¿acaso has de consumir tu juventud en soledad y tristeza? ¿No habrás de conocer nunca la dulzura de los favores de Venus? ¿Crees, acaso, que las cenizas de un muerto exigen tales sacrificios? Hermana, piensa; discurre cómo retener, con los cuidados de la hospitalidad, a este huésped que hoy nos honró con su llegada…”. Con éstas palabras inflamó Ana aquel corazón ya abrasado por el amor, y dio esperanzas a aquel ánimo indeciso, acallando la voz del pudor. Y Dido, alzando una copa en la diestra, consultó los agüeros, y exclamó luego: - “¿De qué sirven las promesas que esclavizan a la mujer, y la atan a un doloroso recuerdo, cuando arde en amor? Mientras una invoca a los dioses, la dulce llama consume sus huesos y vive en su pecho la oculta herida de amor. Ardo en pasiones, y como la cierva herida recorro la ciudad con la flecha que dejó el cazador en mi costado. Y cuando cae la tarde y

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me retiro veo el lecho solitario y gimo en la oscuridad. Busca la mano adónde asirse, y todo se le torna el cuerpo del amado, estrechando una almohada en su regazo. Así se engañan los insensatos”. Así se pasaba la vida, mientras el amor se hacía a la mar, y se alejaba de las playas donde Dido quedaba con su antiguo amor, muerto, y su nueva ilusión desvanecida.

(Virgilio, La Eneida, libro IV)

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5. Después de la caída, el amor Cuando miro al Pasado, el Paraíso se me aparece como un sueño. Era un lugar de sorprendente belleza, y ahora lo he perdido y nunca volveré a verlo. Pero he encontrado otro Paraíso: Adán. El Paraíso es él. Soy feliz. Me ama con todas sus fuerzas, y yo lo amo a él con toda mi naturaleza apasionada. No sé por qué lo amo. No me preocupa saberlo. Tengo la impresión de que se trata de un sentimiento fatal. ¿Por qué lo amo? Sencillamente, porque soy una mujer y él es un hombre. Tiene buen corazón. Es fuerte, es guapo, pero podría amarle si no lo fuera. Le admiro, y estoy orgullosa de él, pero aunque no le admirase le amaría igual. Si fuera débil, trabajaría con gusto para él, le serviría, y velaría a la cabecera de su cama hasta mi muerte. Le quiero. Es mío. No hay otro motivo. Esta clase de amor no es producto del razonamiento. Es un

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sentimiento espontáneo y natural. No hay que explicarlo. Digo las cosas tal como las pienso, pero no soy más que una niña, una mujerniña, la primera que ha examinado estos problemas: Eva. Es posible que por ignorancia y debido a mi inexperiencia esté equivocada. Amo a algunos pájaros por su canto, pero no amo a Adán por eso; al contrario, cuanto más canta más me enfurezco con él. Sin embargo le pido que cante, pues quiero interesarme por todo lo que a él le gusta. Al principio no podía soportar su modo de cantar, y ahora lo soporto. Cada vez que canta se quema la leche, pero no me importa. Me he acostumbrado a beber leche quemada. Tampoco lo amo por su inteligencia. Si no la tiene no es culpa suya. Él no se ha hecho a sí mismo. Lo ha hecho Dios, y Dios tendría sus motivos. De todos modos, con el tiempo, su inteligencia se desarrollará. Entretanto, a mí me gusta tal como es. Tampoco lo amo por su finura o modales.

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Desde esos puntos de vista tiene aún muchas debilidades. Ni le amo por su habilidad e ingenio, que nunca pone de manifiesto. No le amo tampoco por su educación y galantería. Él cree que es por eso, y se equivoca. El hombre tiene la particularidad de creerse amable. Dirijo al cielo esta plegaria: Que podamos abandonar juntos, Adán y yo, esta existencia. Esta súplica durará mientras dure el mundo, y se perpetuará en el corazón de las mujeres enamoradas. Pero si uno de nosotros debe morir primero, ruego al cielo que sea yo. Yo soy débil. Le soy menos útil a él que él a mí. Mi existencia sin él no sería ya existencia. No podía soportarla. Y cuando muera, Adán pondrá sobre mi tumba: “DONDE EVA ESTABA, ALLÍ ESTABA EL PARAÍSO”.

(Marck Twain, El diario de Eva)

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6. La Esposa del Cantar Venga a mí mi amado, a su huerto y coma del fruto. Y he aquí que mi amado llama y dice: - “Ábreme, paloma mía, porque están llenos del relente de la noche mis cabellos”. Y mi Amado metió su mano y abrió, y se conmovió mi corazón. Mi alma había quedado desmayada al eco de su voz. Mi amado es escogido entre millares. Sus cabellos largos y espesos como renuevos de palmera; sus ojos, como los de las palomas; sus labios, lirios rosados que destilan mirra purísima; su pecho y si vientre como un vaso de marfil, y sus piernas son columnas de mármol. Su aspecto, majestuoso, y suavísimo el eco de su voz. A mi huerto hubo de bajar mi Amado, al plantío de las yerbas aromáticas. Yo soy toda de mi Amado, y mi Amado es todo mío. Yo soy dichosa porque soy toda de mi Amado y

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su corazón está siempre inclinado hacia mí. Por eso le digo: Ven, querido Esposo, salgamos al campo, moremos en él. Levantémonos de mañana y miremos si están en cierne las vides. Allí te abriré con más libertad mi corazón. Allí tenemos a nuestro alcance toda suerte de frutas exquisitas. Las nuevas y las añejas: todas las he guardado para ti, ¡oh Amado mío!. (Cantar de los Cantares, de la Biblia)

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7. Gestos y detalles de amor ¿Cómo es el primer gesto de desabrimiento en el amor…? Todo es fallecedero y nada es eterno. Se han disipado ese ímpetu, ese ardimiento, esa perseverancia de los primeros días, minuto por minuto se quiere gozar del ser amado. Todo vive por él y para él: la luz, las formas, las cosas, el planeta, los mundos en el espacio. En todo se ve al ser amado. Una ebriedad dulce, deliciosa, llena el espíritu. A todas horas el ser querido hinche nuestros sentidos. La espera del momento de verlo nos lleva ansiosamente de un instante a otro. ¡Deliciosa espera! ¡Dulce ansiedad! Todo converge…hacia este momento en que dirigimos nuestros pasos hacia la mansión de la amada. Y luego, en su presencia, el aire que respiramos es más suave, vivo y penetrante. Las cosas son más ligeras. Lo que nos desplacía antes, ahora merece nuestra

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indulgencia. No queremos ni cóleras ni gritos. Todo es azul y flotante. Lo disculpamos todo…La corriente del tiempo desaparece: este instante que bebemos con ansia, locamente, va a ser eterno…Cerramos los ojos a las lágrimas y al dolor. No existe más que nuestra dicha en el planeta…Y poco a poco, con lentitud, el ardor va decreciendo…Comenzamos a ver que muchos de los actos realizados en la plenitud de la pasión eran un poco ridículos. Sonreímos. El amor verdadero –nos decimoses serenidad, reposo; el ardimiento exaltado no puede perdurar…Y comenzamos a encontrar justificantes para una ausencia, para el retardo en contestar una carta…Y entonces, dolorosamente, asoma la primera lágrima a los ojos de la amada…No ha querido ver el primer gesto de cansancio en el amado. En la mujer que ama –y que ama en la declinación de la vida- no hay horror semejante al de sentir el desabrimiento del amado envuelto en

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palabras corteses que se esfuerzan, violentamente, por parecer cordiales.

(Azorín, Doña Inés)

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8. Una belleza oculta De regreso a Altamira, Santos volvió a encontrarse con la campesina. Estaba tendida junto a él, los codos hundidos en la arena, la cara entre las manos, soñadora la mirada. Santos se detuvo a contemplarla. Bajo los delgados harapos que se adherían al cuerpo, la curva de la espada y las líneas de las caderas y de los muslos eran de una belleza estatuaria. Santos la sacó de su abstracción al advertir ella su presencia, y se hizo un ovillo para ocultar la desnudez de sus piernas. Luego rompió a reír, de bruces sobre el arenal. Santos preguntó: “¿Eres tú Marisela?”; ella respondió azorada: “Sí”. El contestó: “¿No te da miedo andar por estos lugares desiertos? Ya es tiempo de que regreses a tu casa”. Ella repuso: “Y a usted, ¿qué le importa?”. Santos le contestó que si no le habían enseñado a

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hablar con la gente, y ella le insinuó que la enseñara él…, quien le dijo: “Te enseñaré, pero tienes que pagarme por adelantado mostrándome la cara que tanto te empeñas en ocultar. He venido a conocerte, porque me han dicho que eres muy fea…”. Y sin que Santos insistiera, levantó y bajó enseguida la cabeza, pero con los ojos cerrados y apretando la boca para que no se le escapara la risa, entre coqueta y azorada. Tendría unos quince años, y aunque el desaliño le marchitaba la juventud, bajo aquella miseria se adivinaba un rostro de facciones perfectas. Bastó un breve instante para que los ojos de Santos apresaran la revelación de su belleza. Y exclamó: “¡Qué bonita eres…!”, y tras esto se quedó contemplando mientras ella, humanizada por el primer destello de emoción que aquella exclamación le había producido le decía con voz dulce y suplicante: “Váyase…”. Santos

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contestó. “No, todavía falta. No me has mostrado tus ojos. Déjame verlos…” Y ella, animosa, abrió los hermosos ojos y se quedó mirándole sin pestañear, mientras él volvía a exclamar. “Eres preciosa”. Y ella replicó: “Váyase, váyase, pues…”. Decía esto con rubor, pero sin dejar de mirarle.

( Rómulo Gallegos, Doña Bárbara)

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9. En la ventana que da al jardín Ya se pone Julieta a la ventana como el sol saliendo por los balcones del Oriente. Es mi vida la que aparece. ¿Cómo podría yo decirle que es señora de mi alma? Ella nada me dijo hasta ahora, pero sus ojos hablarán. Ahora pone su mano en la mejilla…¡Quién pudiera tocarla como el guante que la cubre…! Me ha visto… - ¡Romeo, Romeo…! ¿Eres tú…? No eres tú mi enemigo, sino el nombre que llevas de Montesco. ¿Por qué no tomas otro nombre? La rosa no dejaría de ser rosa, ni de esparcir su aroma, aunque se llamase de otro modo. Deja tu nombre, y en cambio toma toda mi alma, Romeo. - Julieta, si yo pudiera lo arrancaría de mi pecho. - ¿Cómo has llegado hasta aquí, Romeo? Los muros son altos y difíciles de escalar.

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- Julieta, los muros salté con las alas que me dio el amor. El amor me guió hasta aquí. - ¡Ay, Romeo…, si el manto de la noche no me cubriera, el rubor de virgen subiría a mis mejillas. ¿Me amas…? Sí, sé que me dirás que sí, y yo lo creeré, Romeo. Pero no jures, amor. No jures por la luna, pues en su rápido movimiento cambia de aspecto cada mes. Jura por ti mismo, por tu persona, que es el dios que adoro, y en quien he de creer. No quiero esta noche oír promesas. Son como el rayo que se extingue apenas aparece. Aléjate ahora. ¿Qué digo? ¿Marcharte tú…? No te vayas. Oh sí…, vete, Romeo. ¡Noche deliciosa…Temo que todo pase en un sueño, Romeo! - Debo irme, Julieta… - ¿Tan pronto te vas, Romeo? Aún tarda el día. Es el canto del ruiseñor, no el de la alondra, el que se oye. Todas las noches se

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posa a cantar en aquel granado. Es el ruiseñor, amado mío. - Julieta, no: es la alondra que anuncia el alba. Mira, amada mía, cómo se van tiñendo las nubes de Oriente con los colores de la aurora. Ya se apagan las antorchas de la noche. Ya avanza el día con rápido paso sobre las húmedas cimas de los montes. Tengo que partir, Julieta, si no, aquí me espera la muerte. - Romeo, quédate. ¿Por qué te vas tan pronto, amor? Pero, ¿qué digo? ¡Vete! ¿Te vas, mi señor, mi dulce sueño? Dame nuevas de ti todos los días. Tan pesados corren que temo envejecer antes de tornar al verte, mi Romeo. - Adiós, Julieta: te mandaré noticias, y mi bendición por cuantos medios alcance. Pasará el tiempo y en dulces coloquios de amor recordaremos un día nuestra angustia ahora.

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(W. Shakespeare, Romeo y Julieta)

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10. Protestas y confesión de Amor Niza, 10 Germinal, año IV. A la Ciudadana Bonaparte. No he pasado un día sin amarte. No he pasado una noche sin estrecharte entre mis brazos. No he tomado, Josefina, una taza de té sin maldecir la gloria y la ambición que me tienen alejado de ti, que eres alma de mi vida. En medio de los asuntos militares, a la cabeza de mis tropas, recorriendo los campamentos, sólo tú, mi adorable Josefina, estás en mi corazón. Ocupas mi espíritu por completo, y absorbes mis pensamientos. Si me alejo de ti, lo hago con la esperanza y determinación de volver a ti como el río al mar. Si en medio de la noche me levanto para trabajar, lo hago porque ello puede adelantar la hora de mi regreso a ti, y me parece que gano tiempo al día, y acelero tu llegada, dulce amiga. ¿Por qué

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me tratas de “Vos” en tu carta del 26 del Ventoso? ¡Tú, a mí…, tratándome de “vos”! ¡Qué duro es de sufrir tales palabras! ¿Y cómo has podido escribir una carta tan fría…? ¿Y cómo dilatas tanto el tiempo de la dulce comunicación con tu marido…? ¡Ah mi Josefina: ese “vos” con el que a mi te diriges no deja de atormentarme. Por ello está triste mi alma, y mi corazón se siente esclavo, y me asustan las cosas que imagino en tu ausencia…, de ti, de mí, de nuestro amor. Un día dejarás de amarme, Josefina. Por eso te pido que me lo confirmes ahora, cuando aún dices que me amas. Así prepararé el corazón para los días de angustia, de soledad y desdicha. Adiós, mujer, tormento, dicha y esperanza de mi vida, a quien amo y a quien a la vez temo. Tú me inspiras sentimientos tiernos que evocan en mi la plácida naturaleza…, pero también despiertas los movimientos

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impetuosos del volcán y del trueno. No te pido ni amor eterno, ni siquiera fidelidad…, sino tan sólo…verdad y franqueza sin límites. El día que me digas. “Te quiero menos…”, ese día, Josefina, será el último de mi vida. Acuérdate, Josefina, de lo que tantas veces te he dicho: La Naturaleza ha hecho mi alma fuerte y decidida, y a ti te ha formado de encajes y gasas. ¿Has dejado ya de amarme…? Mi corazón, eternamente ocupado por ti, tiene temores que lo hacen desdichado. Adiós, y recuerda que quien llega a querer menos…, es porque nunca quiso mucho. Deseo vivamente abrazarte. Estas noches, aquí solo, son tan largas… Adiós, adiós, amiga mía. Todo tuyo: Napoleón.

(Napoleón Bonaparte, Carta de Napoleón a Josefina)

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Eros / Cupido

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La canción desesperada Emerge tu recuerdo de la noche en que estoy. El río anuda al mar su lamento obstinado. Abandonado como los muelles en el alba. Es la hora de partir, oh abandonado! Sobre mi corazón llueven frías corolas. Oh sentina de escombros, feroz cueva de náufragos! En ti se acumularon las guerras y los vuelos. De ti alzaron las alas los pájaros del canto. Todo te lo tragaste, como la lejanía. Como el mar, como el tiempo. Todo en ti fue naufragio! Era la alegre hora del asalto y el beso. La hora del estupor que ardía como un faro.

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Ansiedad de piloto, furia de buzo ciego, turbia embriaguez de amor, todo en ti fue naufragio! En la infancia de niebla mi alma alada y herida. Descubridor perdido, todo en ti fue naufragio! Te ceñiste al dolor, te agarraste al deseo. Te tumbó la tristeza, todo en ti fue naufragio!

Hice retroceder la muralla de sombra, anduve más allá del deseo y del acto. Oh carne, carne mía, mujer que amé y perdí, a ti en esta hora húmeda, evoco y hago canto. Como un vaso albergaste la infinita ternura, y el infinito olvido te trizó como a un vaso.

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Era la negra, negra soledad de las islas, y allí, mujer de amor, me acogieron tus brazos. Era la sed y el hambre, y tú fuiste la fruta. Era el duelo y las ruinas, y tú fuiste el milagro. Ah mujer, no sé cómo pudiste contenerme en la tierra de tu alma, y en la cruz de tus brazos! Mi deseo de ti fue el más terrible y corto, el más revuelto y ebrio, el más tirante y ávido. Cementerio de besos, aún hay fuego en tus tumbas, aún los racimos arden picoteados de pájaros. Oh la boca mordida, oh los besados miembros, oh los hambrientos dientes, oh los cuerpos

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trenzados. Oh la cópula loca de esperanza y esfuerzo en que nos anudamos y nos desesperamos. Y la ternura, leve como el agua y la harina. Y la palabra apenas comenzada en los labios. Ése fue mi destino y en él viajó mi anhelo, y en él cayó mi anhelo, todo en ti fue naufragio! Oh sentina de escombros, en ti todo caía, qué dolor no exprimiste, qué olas no te ahogaron. De tumbo en tumbo aún llameaste y cantaste de pie como un marino en la proa de un barco. Aún floreciste en cantos, aún rompiste en corrientes.

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Oh sentina de escombros, pozo abierto y amargo. Pálido buzo ciego, desventurado hondero, descubridor perdido, todo en ti fue naufragio! Es la hora de partir, la dura y fría hora que la noche sujeta a todo horario. El cinturón ruidoso del mar ciñe la costa. Surgen frías estrellas, emigran negros pájaros. Abandonado como los muelles en el alba. Sólo la sombra trémula se retuerce en mis manos. Ah más allá de todo. Ah más allá de todo. Es la hora de partir. Oh abandonado (Pablo Neruda, Veinte poemas de amor y una canción desesperada)

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Frases célebres sobre el amor Amar es encontrar en la felicidad de otro la propia felicidad de amar (G. Papini) El amor es la poesía de los sentidos (Balzac) Son muchísimos los que aman; poquísimos los que saben amar (Stefan Zweig) Un niño es un amor que se ha hecho visible (Novalis) Amarse a sí mismo es el comienzo de una aventura que dura toda la vida (O. Wilde) El verdadero amor es la fruta madura de toda una vida (Lamartine) ¿Qué es el bien? No es más que amor. (Tolstoi)

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