Lazarillo de Tormes Anónimo Versión de Jesús Ballaz
6
Presentación Siempre han existido en el mundo personas pobres e ingeniosas. Pero nadie como el autor del Lazarillo, de nombre desconocido, ha narrado la historia de una de ellas de un modo tan genial. Lázaro de Tormes, el muchacho protagonista, va de desgracia en desgracia, sirviendo a diversos amos. Para defenderse de tanta mala suerte, solo tiene un arma: su astucia. Este relato lleno de humor es, además, el mejor modelo de las novelas llamadas “picarescas”: una lección de amor a la vida, a pesar de sus tristezas y dificultades.
J.B.
7
8
Prólogo Yo, Lázaro de Tormes, voy a escribir la historia de mi vida para que pueda ser leída y recordada. Y creo que a muchos les va a gustar, porque no hay libro tan malo que no tenga alguna cosa buena. A otros quizá no les guste, pues ocurre así a menudo: hay quien se mata por conseguir cosas que otros no aprecian en absoluto.
El prólogo es el escrito en el que el autor u otra persona presentan una obra.
No escribo para hacerme rico. Escribir es difícil y da poco dinero.
9
Los que escriben no buscan la recompensa del dinero, sino la fama. Desean sobre todo que sus obras se lean. Espero que quienes lean este libro se diviertan. Verán cuántas desgracias, peligros y dificultades puede sufrir un ser humano. Ya se sabe que, en la vida, hay personas que tienen suerte y otras que no la tienen. Así, los que nacen ricos no tienen mucho mérito. Son más admirables los que nacen pobres y consiguen, con fuerza y maña, salir adelante en la vida.
10
1
Lázaro y el ciego Me llaman Lázaro de Tormes. Soy hijo de Tomé González y de Antonia Pérez, que nacieron en Tejares, pueblo cercano a Salamanca y situado a orillas del río Tormes. Mi padre era molinero. Trabajó más de quince años en su molino, a orillas de ese río.
Un molinero era la persona que trabajaba en un molino, es decir, en un lugar donde se molía el trigo para obtener harina
Los vecinos de Tejares y de otros pueblos le llevaban sacos de trigo y de otros cereales que él molía para fabricar harina. Y en ese molino nací yo.
11
Por eso yo siempre decía que casi había nacido dentro del río. Cuando yo tenía ocho años, acusaron a mi padre de robar grano de los sacos que le daban para moler. Le llevaron preso y, como confesó que había robado, le metieron en la cárcel. Entonces había muchas batallas contra los moros, en las costas del norte de África. Mientras mi padre estaba en la cárcel, se preparaba una nueva batalla. Iba a tener lugar en la isla de Gelves, frente a la costa de Túnez. Se necesitaban muchos hombres y el rey anunció que liberaría a los presos que se ofrecieran como voluntarios para ir a la guerra. Mi padre pensó que era mejor ir a la guerra que estar en la cárcel y se ofreció como voluntario. Quedó, pues, libre y se puso al servicio de un caballero, pero los dos murieron en aquella batalla. Mi madre, viuda, se fue a vivir a Salamanca. Allí alquiló una casita y tuvo que trabajar para ganarse la vida.
12
Hacía la comida para algunos estudiantes y lavaba la ropa de los mozos que servían al comendador. Conoció entonces a Zaide, uno de aquellos mozos. Zaide era negro, y, al principio, me daba miedo. Pero después comprobé que, cuando él venía, la comida era mejor. Nos traía pan y carne, y leña para calentarnos. Cada vez le quería más.
La palabra mozo, además de a un joven, puede referirse a una persona que realiza tareas domésticas o de poca importancia.
Pasados unos meses, mi madre tuvo un hijo. Era negrito como mi padrastro. Un comendador Pero, al cabo de cierto tiempo, era un caballero los demás mozos empezaron a vigilarle. que ejercía el poder Sospechaban que robaba en un territorio y pronto vieron que era cierto. por orden del rey. Zaide robaba la mitad de la cebada destinada a los animales. También robaba leña, mantas..., todo lo que podía, para venderlo y darle el dinero a mi madre. Incluso les había quitado las herraduras a los caballos para venderlas. La cebada
A mí me preguntaron si sabía algo de todo aquello.
es un cereal parecido al trigo que se emplea como pienso para animales o para fabricar bebidas, especialmente cerveza.
13
Como tenía mucho miedo, les dije todo lo que sabía: que Zaide nos traía dinero comida y leña. También les conté que mi madre me había mandado a vender herraduras a un herrero. Mi padrastro y mi madre fueron azotados. A él le prohibieron que volviera a casa de mi madre. A ella la obligaron a dejar la casa donde vivíamos. Entonces mi madre encontró trabajo en un mesón, donde crecimos mi hermano y yo. Tuvo que trabajar mucho para criamos. Cuando estuve lo bastante crecido para ayudarla, me mandaba a buscar vino para los huéspedes.
Un mesón es un establecimiento en el que se sirven comidas y bebidas.
Un día, un ciego llegó al mesón. Necesitaba un muchacho para que le guiara y le ayudara, y le pidió a mi madre que me dejara ir con él. Ella aceptó y le pidió que me tratase bien y que me cuidara, porque era huérfano. —Es hijo de un buen hombre, que murió luchando contra los moros —le dijo. Él respondió que así lo haría.
14
Prometió que me trataría como a un hijo, no como a un criado. Y así comencé a servir al ciego, mi primer amo. Estuvimos en Salamanca unos días, pero al ciego le pareció que allí la gente no era generosa dando limosna y decidió marcharse a otro lugar. Antes de irme, fui a ver a mi madre. Los dos lloramos. Ella me dio su bendición y me dijo:
La limosna es la cosa (especialmente el dinero) que se da a las personas necesitadas
—Hijo, ya sé que no te veré más. Procura ser bueno. Que Dios te guíe. Te he criado y te he dado un buen amo. Ahora debes aprender a valerte por ti mismo. Volví con mi amo, que ya me estaba esperando, y salimos de Salamanca por el puente que cruza el río Tormes. Allí hay una estatua de piedra en forma de toro. El ciego me ordenó que me acercase al animal: —Lázaro, acerca la oreja a ese toro. Oirás ruido dentro. Me acerqué creyendo que era verdad. Cuando tuve la cabeza junto a la piedra, el ciego me empujó con fuerza contra ella.
15
Entonces dijo, burlándose de mí: —Aprende, tonto! El mozo de un ciego ha de saber más que el diablo. El dolor que me produjo el golpe contra la piedra me duró más de tres días. Pasado ese tiempo, reaccioné. Me dije que era demasiado inocente y que nunca más debía fiarme de nadie. «Estoy solo y debo saber cómo defenderme», pensé. Comenzamos nuestro camino y el ciego me decía: —No te podré dar oro ni plata. Pero te daré muchos consejos para la vida. Y así fue, sin duda. Después de Dios, el ciego fue quien mejor me enseñó a vivir. Él conocía muy bien su oficio, que consistía en pedir limosna Devoto significa que manifiesta y rezar oraciones para quien se lo encargaba, un gran amor a cambio de dinero. y respeto hacia lo religioso No he conocido a nadie más listo que él. Se sabía cientos de oraciones de memoria. Las rezaba en voz alta, con rostro humilde y devoto.
16
Su voz era fuerte y hacía resonar la iglesia donde rezaba. Además, conseguía dinero de muchas otras maneras. Rezaba oraciones por diferentes motivos: para las mujeres que no podían tener hijos, para las que estaban a punto de parir o para las que querían recuperar el amor de su marido. A las embarazadas les decía si iban a tener un hijo o una hija. También sabía mucho sobre el dolor de muelas o los desmayos. Era capaz de dar un consejo sobre cualquier dolencia. —Haced eso o lo otro; tomad esa hierba o esa raíz —decía a quienes le pedían consejo. Muchos confiaban en él, sobre todo las mujeres. Creían todo lo que les decía. Y así, conseguía que le dieran dinero. Ganaba más en un mes que cien ciegos en un año. Aunque ganaba mucho, nunca vi a hombre tan avaro. Casi no me daba de comer Una persona Si yo no hubiera sido astuto, astuta es la que tiene habilidad me habría muerto de hambre. e ingenio para Así que, para poder vivir, tenía que engañarle. lograr lo que
se propone, incluso utilizando engaños o disimulos.
17
A continuación, contaré varias de mis aventuras y de las burlas que le hice. En algunas, por cierto, no salí bien parado. El ciego llevaba el pan y todas sus cosas en una bolsa de tela. Esta se cerraba por arriba con una argolla de hierro, un candado y su llave. El ciego la cerraba tan bien Una argolla es que nadie podía quitarle ni una migaja de pan. un aro grueso de metal que sirve Pero, a veces, descuidaba un poco la vigilancia. para sujetar algo. Entonces yo descosía la bolsa por un lado, sacaba pan, longaniza y otros alimentos, y la volvía a coser. Así le robaba lo que podía, pero el ciego notaba que algo pasaba y se quejaba a menudo: —Qué diablos pasa? —me decía. Desde que estás conmigo, sólo me dan monedas pequeñas. Tú debes de ser la causa de esta desgracia. Y es que, en cuanto podía, yo le cambiaba las monedas grandes por otras de menor valor que conseguía robarle cuando nos daban limosna.
18
A veces, el ciego no decía las oraciones por las que le habían pagado. Si se iba el que se las había pedido, yo debía tirarle de la ropa para avisarle de que podía parar de rezar. Al instante volvía a gritar en busca de nuevos clientes: —Qué oración deseáis que rece? Cuando nos sentábamos a comer, ponía el jarro de vino a su lado. Yo tomaba dos tragos en silencio y rápidamente volvía a dejar el jarro en su sitio. Pero pronto se dio cuenta y, por eso, lo cogía por el asa y no lo soltaba. Entonces tuve una idea para no quedarme sin vino: cogía una paja larga de centeno, la metía en el jarro y sorbía el vino, apartándome lo más posible del ciego.
El centeno es otro tipo de cereal, como el trigo o la cebada. Con su tallo, Lázaro se construye una paja para sorber el vino.
El ciego, que era muy astuto, notó lo que yo hacía. Para evitarlo, se colocaba el jarro entre las piernas y lo tapaba con una mano. Pero a mí llegó a gustarme tanto el vino que me moría de ganas de tomar un trago.
19
Así que hice un agujerito en el jarro y lo tapé con cera. A la hora de comer, me sentaba entre las piernas del ciego y quitaba la cera. De aquel agujero, salía un chorrito de vino como si fuera una fuentecilla, y yo no perdía ni una gota. Cuando el pobre ciego iba a beber, no le quedaba vino. Entonces me maldecía y mandaba al diablo el jarro y el vino. Yo le decía para defenderme: —No me diréis que me lo bebo yo. Vos nunca dejáis el jarro. El ciego palpaba el jarro intentando descubrir por qué se vaciaba tan deprisa. Finalmente, encontró el agujero que yo había hecho. Pero disimuló y no me dijo nada. Esperaba la ocasión de vengarse de mí.
Palpar algo es tocarlo con las manos para examinarlo o reconocerlo.
Un día estaba yo sentado entre sus piernas, bebiendo el dulce vino que salía del agujerito del jarro. Me gustaba tanto y estaba tan confiado en mi astucia, que bebía con los ojos medio cerrados.
20
Entonces el ciego supo que había llegado el momento de su venganza. Levantó el jarro y lo dejó caer sobre mi boca con toda su fuerza. Yo, que no me lo esperaba, sentí como si el cielo me hubiera caído encima. Aquel fuerte golpe me dejó sin sentido, con la cara herida por los pedazos de jarro y con los dientes rotos para siempre. El ciego me lavó las heridas con vino y me dijo: —¿Qué te parece, Lázaro? El vino que te ha puesto enfermo te devuelve la salud. A mí no me gustó la broma, y desde entonces odié al ciego por la crueldad de su castigo. En cuanto me curé, pensé en vengarme. No podía perdonarle porque, desde aquel día, cada vez me trataba peor. Me daba golpes y me hería sin motivo. A los que le preguntaban por qué me trataba tan mal les contaba la historia del jarro y el vino, y les decía: —¿Pensáis que mi mozo es inocente? ¡Ni el demonio es tan malo!
21
Los que le oían contar la historia del vino decían: —¿Quién podía imaginar que un niño tan pequeño pudiera ser tan malo? Y se reían mucho de mi truco y le decían al ciego: — Castigadle, castigadle, que Dios os lo agradecerá. Y eso era lo que el ciego hacía. Yo, para hacerle daño, le llevaba por las piedras y el barro de los peores caminos. A él le decía que no encontraba un camino mejor. Naturalmente, no me creía. Y para que se vea la astucia del ciego, contaré otro caso de los muchos que me pasaron con él. Cuando salimos de Salamanca, nos dirigimos a Toledo. Él decía que la gente de esa ciudad era más rica. Durante el viaje, parábamos donde nos acogían. Si no ganábamos nada, nos marchábamos. Un día llegamos a un lugar llamado Almorox.
22
Era la época de la vendimia y un vendimiador le dio al ciego un racimo de uvas. Las uvas estaban muy maduras y se caían. Por eso, el ciego decidió que era mejor comerlas allí mismo en vez de guardarlas en la bolsa.
La vendimia es la recogida de la uva.
Aquel día, el ciego me había dado muchos golpes. Para compensarme, quiso compartir el racimo de uvas conmigo. Nos sentamos en una valla y me dijo: —Vamos a comer este racimo entre los dos. Comeremos la mitad cada uno, a partes iguales. Tú tomarás una uva cada vez, y yo otra. Tienes que prometerme que no cogerás más de una. Yo haré lo mismo y así no habrá engaño. Comenzamos bien, pero el traidor cambió de idea y empezó a coger las uvas de dos en dos. Yo hice lo mismo; es más, no me contenté con eso: si podía, me las comía de tres en tres. Cuando se acabó el racimo, el ciego meneó la cabeza y me dijo: —Lázaro, me has engañado. Has comido las uvas de tres en tres.
23
—No —respondí yo—, ¿por qué sospecháis eso? —Sé que comías de tres en tres —respondió el sagaz ciego—, porque yo comía de dos en dos y no protestabas.
Sagaz es lo mismo que ‘astuto’
Para no alargar mi relato, no contaré otras muchas cosas graciosas que me sucedieron con este ciego que fue mi primer amo. Solo narraré la última. Estando en un mesón de Escalona, el ciego me dio un pedazo de longaniza para que lo asara. Después sacó un maravedí de su bolsa y me mandó a comprar vino a la taberna. El ciego y yo estábamos solos. «La ocasión hace al ladrón», suele decirse. El olor de la longaniza me abrió el apetito y, mientras él sacaba el dinero de su bolsa, yo quité la longaniza del asador y puse un nabo en su lugar.
Un maravedí es una antigua moneda española.
El asador es una varilla puntiaguda donde se clava y se pone al fuego lo que se quiere asar.
Mi amo comenzó a darle vueltas al nabo en el fuego mientras yo, camino de la taberna, me comí la longaniza.
24
Cuando regresé, el ciego tenía el nabo entre dos rebanadas de pan y estaba a punto de comérselo. Al morderlo, se dio cuenta de que no era la longaniza, sino un simple nabo. — ¿Qué es esto, Lázaro? —dijo enfadado. — ¿Y por qué me lo preguntáis a mí? —respondí—. Mientras he ido a comprar el vino, alguien ha entrado aquí y ha hecho eso para burlarse de vos. —No, no -dijo—. No es posible. ¡Yo no he soltado el asador de mis manos! Le juré que yo no tenía nada que ver con aquello, pero de poco me sirvió. El astuto y maldito ciego se daba cuenta de todo. Se levantó, me agarró por la cabeza y empezó a olerme. Enseguida debió de oler la longaniza, así que me abrió la boca con las manos y metió dentro su nariz, larga y afilada. Con el enfado, parecía que se le había alargado más, de modo que tocó con ella el fondo de mi garganta.
25
Yo me asusté mucho. Además, hacía poco que me había comido la longaniza y esta aún no se me había asentado bien en el estómago. Por si fuera poco, el ciego me ahogaba con su nariz, así que sentí ganas de vomitar y, enseguida, nariz y longaniza salieron juntos de mi boca. Más me hubiera valido estar enterrado. Muerto de miedo ya lo estaba. El perverso ciego se enfadó tanto que, si no me libran de él, muero en sus manos. Me arrancó los pocos pelos que aún me quedaban en la cabeza y me dejó la cara y el cuello llenos de arañazos. El ciego gritaba diciendo a todos que yo era un desastre. La gente se acercaba a ver qué pasaba, y entonces él les contaba las historias del jarro de vino, del racimo y del nabo. Todos se reían mucho; yo, en cambio, estaba lloroso. Pero el ciego lo contaba todo con tanta gracia que me parecía una injusticia no reírme. Después recordaba lo que había pasado, y maldecía mi cobardía. Podía haberle dejado sin nariz y no lo había hecho.
26
Con solo apretar los dientes, hubiera quedado dentro de mi boca. Quizás mi estómago la hubiera aceptado mejor que a la longaniza. La dueña del mesón y los huéspedes, que se habían hecho amigos nuestros, trajeron vino y me lavaron la cara y el cuello. —Con el vino que gasta este mozo en un año para lavarse, yo podría beber dos años —decía el ciego, riéndose aún.
Refunfuñar es decir palabras confusas como muestra de enfado.
Los que me lavaban también se reían mucho. Mientras, yo refunfuñaba. Y, dirigiéndose a mí, el ciego añadió: —Si alguien ha de ser feliz en su vida con el vino, ese serás tú, Lázaro. Y no estaba equivocado. Lo que me dijo aquel día se ha cumplido, como después se verá. Ahora lamento haberle causado tantos disgustos. Pero ya no podía aguantarle tantas burlas y decidí dejarle.
27
Un día salimos por la villa de Escalona a pedir limosna. Había llovido mucho la noche anterior. Durante el día siguió lloviendo y él rezaba las oraciones bajo los portales para no mojarse. Se acercaba la noche y no dejaba de llover. —Lázaro —me dijo—, no para de llover. Cuanto más oscurece, más agua cae. Vamos al mesón. Para llegar, debíamos pasar por un arroyo que llevaba mucha agua. —El arroyo va muy lleno —le aseguré—. Voy a ver por dónde podemos pasar sin mojarnos. Creo que hay un sitio en el que es más estrecho. El consejo le pareció bien al ciego, que dijo:
Discreto significa aquí ‘sensato’, ‘prudente’.
—Eres discreto, Lázaro. Por eso te aprecio. Llévame a ese lugar donde es más fácil pasar. En invierno, no es agradable meter los pies en el agua. El ciego había creído mis palabras. Seguramente, Dios le había hecho perder el entendimiento para que yo pudiera vengarme de él.
Llamamos entendimiento a la inteligencia, la capacidad de comprender las cosas.
28
Por fin, vi que mis deseos se iban a cumplir. Conduje al ciego ante un poste de piedra y le dije: —Aquí está el paso más estrecho. —Salta tú primero —me ordenó. Di un salto y me coloqué detrás del poste. Después le dije: —Saltad todo lo que podáis para no mojaros. El ciego dio un paso atrás y se lanzó con todas sus fuerzas. Al saltar, se dio tal golpe contra el poste que cayó medio muerto, con una gran herida en la cabeza. — ¿Cómo es eso? ¿Olisteis la longaniza y no habéis olido el poste? —le grité, burlándome de él. Y allí le dejé, en manos de la gente que acudió a socorrerle. Salí corriendo de la villa y me fui a Torrijos. Ya no supe qué hizo Dios de aquel ciego. Ni quise saberlo.
29
Notas
30
Notas
31
32
Capítulo 2 Lázaro y el clérigo de Maqueda
2
Lázaro y el clérigo de Maqueda Poco tiempo después me fui a un pueblo llamado Maqueda, algo más alejado de Toledo, donde pensé que estaría seguro.
Un clérigo es un sacerdote.
Allí me encontré con un clérigo que me preguntó si sabía ayudar a misa. Le dije que sí. Y era verdad. El ciego me había maltratado, pero también me había enseñado cosas buenas, como la de ayudar a misa. Así, el clérigo de Maqueda decidió tomarme a su servicio.
31
Pronto pude comprobar que mi situación había empeorado. Si el ciego era avaro, este era mucho peor. Todo a su alrededor demostraba la gran miseria en la que vivía. Tenía un arcón viejo cerrado con llave en el que guardaba los panecillos que le regalaban. En su casa no había nada de lo que suele haber en casi todas, por muy pobres que sean: tocino, algún queso, algún pedazo de pan... Seguro que me habría prohibido comerlos, pero al menos me hubiera consolado viéndolos.
Un arcón es una caja grande de madera con una o más cerraduras
Solo había cebollas, pero incluso estas las tenía en una habitación cerrada con llave en la parte alta de la casa. Me daba una cada cuatro días. Solo una. Además, las tenía contadas. Si me hubiera comido una de más, me habría castigado. Así pues, yo me moría de hambre. El clérigo era poco caritativo conmigo, pero él se cuidaba mejor Todos los días compraba carne para comer y cenar.
32
A mí me daba un poquito de caldo. De carne nada. Ni olerla. Los sábados, era costumbre comer cabezas de carnero. Cada semana, el clérigo me enviaba a comprar una. Le costaba tres maravedíes. Después de cocerla, se comía los ojos, la lengua, los sesos y la carne. A mí me daba los huesos. Me los entregaba en el plato diciendo: —Toma, come y disfruta. El mundo es tuyo. ¡Vives mejor que el Papa! «Ojalá su vida fuera como la mía!», pensaba yo. A las tres semanas de vivir con el clérigo, me quedé muy flaco. Las piernas no me sostenían. Me veía ya muerto y enterrado. Durante la misa, yo pasaba a recoger en una bandeja el dinero que los fieles daban. Mientras, él me vigilaba. Tenía un ojo en la gente y el otro en mis manos. No perdía detalle: contaba todas las monedas que echaban.
33
Cuando acababa, me quitaba la bandeja de las manos y la ponía sobre el altar. En todo el tiempo que estuve a su servicio, Mezquino significa “avaro”, no pude quedarme ni una moneda. “tacaño”.
Con el clérigo, más que vivir, moría. Nunca fui a comprar vino de la taberna para él. El que le daban para la iglesia le duraba toda la semana. Y para que no viera lo avaro que era, me decía: —Mira, mozo, los sacerdotes han de comer y beber poco. Pero era un mentiroso: en los entierros y otros actos religiosos en los que iba a rezar, comía como un lobo y bebía muchísimo. El muy mezquino aprovechaba que pagaban otros...
Jamamos extremaunción un sacramento (como el bautismo, el matrimonio…) que consiste en dar ánimo y consuelo a una persona que está a punto de morir.
En los entierros yo también comía hasta hartarme. Por eso, deseaba e incluso pedía a Dios —espero que me haya perdonado— que cada día muriese alguien. Cuando acompañaba al clérigo a dar la extremaunción a un enfermo, le pedía a Dios que se lo llevase de este mundo.
34
Si no moría, lo maldecía; si moría, me alegraba. Durante los seis meses que estuve con el clérigo, solo murieron veinte personas. Creo que las maté yo. Mejor dicho, murieron porque yo lo pedí. Viendo el Señor que me moría de hambre, creo que los mataba para que yo viviera. Los días que no moría nadie yo volvía a pasar hambre. Deseaba la muerte para los demás, y a veces también para mí mismo. Muchas veces pensé en huir de aquel amo mezquino, pero dos cosas me impedían marcharme. La primera era que no me atrevía a causa de mis piernas, pues el hambre me las había dejado muy débiles; la segunda era este pensamiento: «He tenido dos amos; el primero me mataba de hambre; este, el segundo, me tiene ya casi muerto. Si le dejo y caigo en manos de otro peor, ¿no me llevará directo a la muerte?». Por todo esto no me atrevía a marcharme de su casa. Temía que me iría todavía peor y estaba muy triste y desesperado.
35
Un día en que mi amo se había ido, llegó a la puerta de nuestra casa un calderero. Me preguntó si necesitaba arreglar algo.
Un calderero era una persona que vendía o reparaba sartenes, ollas...
—Ojalá que me arreglarais a mí —le dije, y añadí—: he perdido la llave del arcón que hay en la casa. Temo que mi señor me castigue. A ver si tenéis alguna que me vaya bien. El calderero comenzó a probarlas todas. Yo sólo podía ayudarle con mis oraciones. Por fin, abrió el arcón. —No tengo dinero para pagaros la llave —le dije. Cobrad lo que vale cogiendo algo de lo que hay ahí dentro. Cogió unos panecillos de los que le regalaban al clérigo y se fue contento. Yo me quedé mucho más contento aún. De momento no toqué nada de lo que había en el arcón. No quería que mi amo notara que faltaba algo. Por suerte, cuando volvió no se dio cuenta de que faltaban algunos panecillos.
36
Pasé hambre unos días más y entonces decidí abrir el arcón. Los panecillos que contenía me parecieron el alimento más sabroso que pudiera imaginar. Cogí uno y desapareció entre mis dientes en un santiamén. Aquel día barrí la casa muy contento. Pensé que, por fin, se había acabado la tristeza de mi vida. Pero mi suerte no iba a durar mucho. Al tercer día, ocurrió el desastre: vi a mi amo mirando el interior del arcón. Contaba los panecillos y los volvía a contar. Yo disimulaba y me decía a mí mismo: «Ojalá se quede ciego!».
La expresión en un santiaméi significa ‘enseguida’, ‘en poco tiempo’.
—Es extraño. Creo que me faltan panecillos —dijo por fin—. Pero yo no he dejado a nadie la llave del arcón. Vigilaré mejor. Ahora quedan nueve panecillos enteros y un pedazo de otro. «Malas noticias», pensé. Mi estómago comenzó a sufrir, acordándose del hambre que había pasado. ¡Ya me veía otra vez a dieta!
37
Poco después, el clérigo salió de casa. Yo abrí el arcón y vi los panecillos que quedaban. ¡Me los hubiera comido todos! Los conté por sí el clérigo se había equivocado. Pero no, los había contado bien. Les di mil besos y me llevé un trocito del que ya estaba partido. Y así pasé aquel día, no tan alegre como los días anteriores. El hambre aumentaba y mi estómago sufría mucho. Yo abría y cerraba el arcón para consolarme viendo los panecillos. Entonces Dios, que ayuda a los que sufren, hizo que se me ocurriera una solución. Me dije: «Este arcón es viejo. Está roto y tiene agujeros. Mí amo podría creer que los ratones entran por ellos y se comen los panecillos. No puedo llevarme uno entero, pero sí algunos trozos...». Así comencé a quitar un poquito de un panecillo y un poquito de otro. Después me comí lo que había quitado a tres o cuatro de ellos. Eso me consoló.
38
Cuando mi amo vino a comer al mediodía, abrió el arcón y vio que faltaban trozos de los panecillos. Yo lo había hecho tan bien que realmente parecía que habían sido los ratones. Y así lo creyó el clérigo. Miró el arcón por todos los lados, vio que tenía agujeros y sospechó que los animalitos habían entrado por allí. Entonces me llamó y me dijo: —Lázaro, mira, esta noche se han comido nuestro pan. Yo le pregunté quién había sido, poniendo cara de extrañado. — ¿Quién va a ser? —dijo él—. ¡Ratones! ¡Esos bichos se lo comen todo! Finalmente, nos pusimos a comer. Esta vez, por suerte, me tocó más pan que otros días. El clérigo separaba con el cuchillo lo que creía mordido por los ratones y me lo daba, diciendo: —Cómete esto. Los ratones son animales limpios.
39
Con esto y con lo que había conseguido antes, aquel día comí algo más. Pero luego me llevé un susto terrible: el clérigo estaba quitando clavos de las paredes y buscando tablillas, que fue clavando en el arcón para tapar los agujeros. « ¡Oh, Señor mío! —me dije entonces—, ¡cuánta miseria tengo que sufrir! ¡qué poco duran los placeres! Cuando pensaba que iban a terminar mis penas, mi amo cierra los agujeros del arcón y me condena otra vez a sufrir hambre». Mientras yo me lamentaba, él clavaba las tablas y decía: —A partir de ahora, traidores ratones, no vais a comer nada más en esta casa. Cuando se fue, corrí a ver el resultado. No había dejado ni un solo agujero en el viejo arcón. Allí no podía entrar ni un mosquito. Lo abrí con mi llave, aunque no esperaba poder coger nada. Vi dos o tres panecillos comenzados, los que mi amo creyó mordidos por los ratones.
40
Conseguí arrancar alguna miga usando el ingenio que, según dicen, da el hambre. Pasé toda aquella noche sin dormir, pensando qué podría hacer para sobrevivir. Y como la necesidad es una gran maestra, tuve otra idea. Mi amo dormía, roncando como de costumbre. Me levanté sin hacer ruido y cogí un cuchillo que había dejado cerca del arcón, pensando que en algún momento podría necesitarlo. Lo clavé donde la madera parecía menos resistente, haciéndolo girar para abrir un agujero. La madera era blanda y estaba carcomida, así que no me costó agujerearla. Esa fue mi salvación. Abrí el arcón y cogí un panecillo partido. Volví con él a mi cama de paja un poco más contento. Allí me dormí y descansé un poco, aunque en aquella época no dormía bien, cosa que achacaba al hambre. Al día siguiente, mi amo vio el agujero que yo había abierto en el arcón.
Un objeto está carcomido cuando un insecto llamado “carcoma”, que ataca la madera, lo ha desgastado.
Achacar es echar la culpa, considerar a algo o a alguien responsable de lo sucedido,
41
También notó que faltaba el panecillo y comenzó a acusar de nuevo a los ratones. —Hasta ahora nunca había habido ratones en esta casa —dijo. Y debía de ser verdad, pues donde no hay qué comer no suele haber ratones. Volvió a buscar clavos por todas las paredes de la casa, y también tablas para tapar el agujero. Y así pasó en adelante: de día, él tapaba agujeros y yo, al llegar la noche, los volvía a abrir. En pocos días y pocas noches, el arcón tenía tablas clavadas por todos los lados. Al final, el clérigo vio que no había solución y dijo: —El arcón está muy estropeado. Además, está hecho de una madera tan vieja que cualquier ratón puede agujerearla. Lo mejor será combatir los ratones desde dentro. Consiguió una ratonera prestada, puso dentro cortezas de queso que pidió a sus vecinos, y las dejó en el interior del arcón.
42
Yo me alegré muchísimo: ahora podía coger el pan y también el queso de la ratonera. Así, cada día, el clérigo encontraba el queso comido y el pan mordido. Extrañado, preguntó a los vecinos cómo podía ser que los ratones se comieran el queso y no cayeran en la trampa. Los vecinos le respondieron que no podía ser un ratón el que se comía el queso. Habría caído en la trampa alguna vez. —En vuestra casa solía haber una culebra —le comentó un vecino-. Sin duda es ella la que se lleva el queso. Es tan larga que puede escaparse de la trampa. Desde entonces, mi amo ya no dormía tranquilo. Si oía un ruido, pensaba que lo había hecho la culebra. Se levantaba, cogía el garrote que tenía cerca de la cama y se iba a darle garrotazos al arcón. Creía que así espantaba a la culebra. Pero, con tanto ruido, despertaba a los vecinos y a mí no me dejaba dormir.
43
Iba a la paja donde yo estaba echado y empezaba a removerla. Le habían dicho que las culebras buscan el calor y que de noche se esconden en las camas de los niños y les muerden. Yo casi siempre me hacía el dormido y fingía que no me daba cuenta de nada. — ¿No has oído nada esta noche? —me decía por la mañana—. Estuve persiguiendo a la culebra. Creo que se escondió en tu cama. —Dios quiera que no me muerda —decía yo—. ¡Qué miedo! Estando así la situación, yo no me atrevía a hacer nada en toda la noche. Pero, durante el día, mientras él estaba en la iglesia o en otro lugar, yo continuaba robándole el pan. Al ver que no podía solucionar sus problemas, el clérigo se enfurecía y andaba toda la noche como un loco. Yo tenía miedo de que encontrara mi llave, que tenía escondida entre la paja de mi cama.
44
Por eso decidí metérmela en la boca por la noche. Desde que vivía con el ciego, estaba acostumbrado a guardarme monedas en ella y la tenía tan grande como una bolsa. Llegué a guardarme doce o quince maravedíes y con ellos en la boca aún conseguía comer. Pero pronto me iba a ocurrir una nueva desgracia... Una noche, mientras yo dormía con la boca abierta, el aire de mi respiración salía por el hueco de la llave y producía un silbido muy fuerte. El clérigo lo oyó y se sobresaltó. Creyendo que era la culebra, se levantó y cogió el garrote. Siguió atentamente el silbido y llegó hasta mí sin hacer ruido. Pensando que la culebra estaría entre las pajas de mi cama, el clérigo levantó el garrote y me pegó un golpe tan fuerte que me dejó sin sentido. Cuando vio que me había dado a mí, me llamó a gritos, me tocó y notó que me salía mucha sangre.
45
Muy asustado, fue corriendo a buscar una vela para ver qué me había ocurrido. Cuando él volvió, yo aún me quejaba. Entonces vio que de mi boca sobresalía la mitad de la llave y no entendía de dónde había salido. La sacó y vio que era como la suya. Fue a probarla al arcón y, al ver que la llave entraba, debió de pensar: «Ya he encontrado el ratón y la culebra que tanto me molestaban». Estuve sin sentido tres días. Después supe lo que había pasado, al oírselo contar a mi amo. Cuando desperté, me encontré echado en la paja, con la cabeza llena de ungüentos y vendas. — ¿Qué ha pasado? —dije asustado. —Ya he cazado los ratones y las culebras que me quitaban lo mío —respondió el cruel sacerdote.
Un ungüento es una sustancia líquida o pastosa que se aplica sobre la piel o las heridas.
Enseguida comprendí cuál era mi mal: el garrotazo que mi amo me había dado en la cabeza.
46
Al cabo de un rato, entraron una vieja curandera y algunos vecinos. Comenzaron a quitarme las vendas y a curarme las heridas. —Ha vuelto en sí. Dios quiera que no sea nada -dijeron. Entonces volvieron a contar mis desventuras y a reírse de ellas. Y yo a llorar. Sin embargo, me dieron de comer, pues vieron que estaba hambriento. Poco a poco, fui mejorando y en quince días pude levantarme. Ya estaba fuera de peligro, pero aún pasaba hambre. Días después, mi amo me sacó a la puerta de la calle y me dijo: —Lázaro, desde hoy ya eres tuyo, no mío. Busca amo y vete con Dios. No quiero tener un servidor como tú. Seguro que has sido mozo de ciego. Y santiguándose, como si yo llevara el demonio dentro, entró en la casa y cerró la puerta.
Santiguarse es hacer la señal de la cruz tocando con los dedos de la mano derecha, primero la frente y el pecho, y luego el hombro izquierdo y el hombro derecho.
47
CapĂtulo 3 LĂĄzaro se pone al servicio de un escudero
3
Lázaro se pone al servicio de un escudero Cuando me vi solo, decidí echar a andar. Ayudado por las buenas gentes que encontraba por el camino, llegué a la ciudad de Toledo. Al ver la herida que tenía en la cabeza, me daban alguna limosna. Pero a los quince días ya estaba curado y, al verme sano, me decían:
Un escudero era un hombre que se dedicaba a atender a un caballero, llevando su escudo y sus armas.
— ¡Eres un vago; busca un amo al que servir! — ¿Y dónde puedo encontrarlo? —respondía yo.
49
Iba de puerta en puerta ofreciendo mis servicios, hasta que un día me encontré en la calle con un escudero. Iba bien vestido y bien peinado. Nos miramos, y él me dijo: —Muchacho, ¿buscas amo? —Sí, señor —le contesté. —Pues ven a mi servicio —me respondió—. Dios te ha hecho el regalo de encontrarte conmigo. Por su aspecto me pareció que era el amo que yo necesitaba. Le seguí, dando gracias a Dios. Recorrimos casi toda la ciudad, pasando por plazas donde vendían pan y otros alimentos. Casualmente, era la hora de comprar. Yo pensaba que el escudero iría comprando y que me cargaría con las provisiones. Pero él pasaba deprisa, sin comprar nada. Anduvimos hasta que dieron las once. Entonces entró en una iglesia para oír misa. Cuando terminó, salimos.
50
Finalmente, comenzamos a caminar calle abajo. No habíamos comprado nada, pero yo estaba contento porque pensaba que la comida estaría ya preparada en casa del escudero. El reloj dio la una y llegamos a la puerta de una casa. Mi nuevo amo sacó una llave, abrió y entramos en ella. Tenía una entrada tan oscura que daba miedo. Pero dentro había un pequeño patio y unas habitaciones que estaban bien. Ya en casa, me preguntó si tenía las manos limpias. Se quitó la capa, y la doblamos. Entonces se sentó y me preguntó de dónde era y cómo había llegado a aquella ciudad. A mí me parecía que era hora de poner la mesa y servir la comida, pero contesté a todas sus preguntas. Sobre mi vida le mentí lo mejor que supe: le conté lo bueno y me callé todo lo demás. Pero noté algo que no me gustó: eran casi las dos y el escudero no daba señales de querer comer. En eso se comportaba como un muerto.
51
La puerta de la calle estaba cerrada con llave. No se oían pasos por la casa. En ella solo había visto paredes; no había sillas ni mesas ni siquiera un arcón. Parecía una casa encantada. — ¿Has comido? —me preguntó. —No, señor —respondí—. Aún no eran las ocho cuando me encontré con vos. —A aquella hora, yo ya había desayunado. No tomaré nada hasta la noche. Ahora pasa como puedas; después cenaremos. Al oír aquellas palabras, estuve a punto de desmayarme. Y no por hambre, sino al ver la mala suerte que volvía a tener. Me puse a llorar y recordé los pensamientos que tenía cuando pensaba en dejar al clérigo: aquel era avaro, pero aún podía encontrar otro peor. Sin embargo, disimulé lo mejor que pude y dije:
Alabar a alguien es darle muestras de admiración
—Señor, soy vuestro servidor. No me preocupa mucho el comer. Por eso todos los amos que he tenido me han alabado.
52
—Eso es una virtud —respondió él—. Por eso te querré más. El hartarse es de cerdos. Las buenas personas comen con moderación. «¿Qué verán de bueno en el hambre todos mis amos?», pensé preocupado. Y, a continuación, saqué unos pedazos de pan que me habían dado de limosna. — ¿Qué comes, mozo? —me preguntó enseguida el escudero. Me acerqué a él y le mostré el pan. De los tres pedazos que tenía, tomó uno, el mejor y más grande, y me dijo: —Este pan parece bueno. — ¿Sí? —Sí —dijo él—. ¿Dónde lo conseguiste? ¿Lo han amasado manos limpias? —Eso no lo sé -le dije-. Pero su sabor no me da asco.
53
Entonces él se llevó a la boca el pedazo de pan que me había quitado y comenzó a darle grandes mordiscos. Yo hice lo mismo con los míos. —Este pan está muy sabroso —dijo. Al ver cómo comía el escudero, me di prisa. Si acababa antes que yo, me pediría más, así que acabamos casi al mismo tiempo. Cuando terminó, se sacudió las migajas que le habían quedado en el pecho. Luego entró en un cuarto y sacó un jarro no muy lleno. Bebió y después me invitó a mí. Yo dije, para hacerme el inocente: —Señor, no bebo vino. —Es agua -me respondió— Puedes beber. Entonces tomé el jarro y bebí, pero no mucho. La sed no era lo que me hacía sufrir. Estuvimos hablando hasta la noche. Él me hacía preguntas y yo contestaba.
54
Finalmente me hizo entrar en la habitación donde tenía el jarro y me dijo: —Ahora haremos la cama. Así sabrás hacerla tú solo de aquí en adelante. Me puse en un extremo y él en otro. En realidad, no había gran cosa que hacer, porque la cama consistía en un armazón de cañas, un colchón muy duro que no pudimos ablandar y un montón de ropa muy sucia.
Un armazón es una pieza o conjunto de piezas unidas que sostienen algo
Cuando llegó la noche, el escudero me dijo: —Lázaro, estos días he almorzado fuera, así que no tengo comida. Pero la plaza está lejos y de noche andan muchos ladrones sueltos. Pasemos como podamos y mañana Dios dirá. A partir de ahora lo haremos de otra manera. —Señor -dije yo-, soy capaz de pasar sin comer una noche, y más si hace falta. —Vivirás más y más sano —respondió—. No hay nada mejor para vivir mucho que comer poco.
55
«Si es por eso —dije para mí—, no me moriré nunca. Siempre he cumplido esa regla a la fuerza. Para mi desgracia, tengo miedo de cumplirla toda la vida». Y el escudero se acostó, poniendo su ropa por almohada. Me ordenó que me echara a sus pies y lo hice. Pero no pude dormir. Las cañas de la cama me lastimaban los huesos, que tenía muy salidos por lo flaco que estaba. Además, en todo el día no había comido casi nada. Rabiaba de hambre. Y el hambre y el sueño no son amigos. Me maldije mil veces y maldije mi mala suerte. Además, no me atrevía a darme la vuelta para no despertarlo. Aquella noche, pedí a Dios la muerte muchas veces. A la mañana siguiente, nos levantamos. Le di las calzas y el jubón, que se puso con calma. Luego le eché agua a las manos y se peinó. Mientras se colocaba la espada, me dijo: —Si supieras lo que vale esta espada... No la cambiaría por nada del mundo.
Las calzas y el jubón eran prendas de vestir. Las calzas cubrían el muslo y la pierna, y el jubón se ceñía desde los hombros hasta la cintura.
56
La sacó de la vaina, la tocó con los dedos y dijo: —Está tan afilada que podría cortar un copo de lana.
La vaina es la funda.
Entonces pensé: «Y yo con mis dientes, que no son de acero, cortaría un pan entero». La volvió a meter en la vaina y se la ató a la cintura. Al salir, me dijo: —Lázaro, limpia la casa mientras voy a misa. Haz la cama y vete a buscar agua al río. Cierra la puerta con llave, que no nos roben.
Y empezó a andar calle arriba, tranquilo, orgulloso, con rostro alegre y moviendo la capa con elegancia. El que no le conociera podría pensar que era pariente de condes o marqueses. « ¡Bendito seas, Dios mío —me quedé diciendo—, que das la enfermedad y después concedes el remedio! Al verle tan contento, ¿quién no pensará que anoche cenó muy bien y durmió en buena cama? ¿Quién diría que ayer solo comió el mendrugo de pan que le llevó su criado Lázaro?».
57
Me quedé en la puerta pensando en estas cosas y mirando cómo se alejaba mi amo, hasta que se fue por otra calle. Después volví a entrar en la casa. La recorrí toda y no encontré nada que ordenar. Hice la cama, tomé el jarro y me fui al río por agua. En una huerta, vi a mi amo entre dos mujeres. Muchas tenían la costumbre de ir por la mañana, en verano, a refrescarse y a desayunar cerca del río. Él les decía palabras amables. Entonces ellas se atrevieron a pedirle que las invitara a desayunar. Pero él tenía el bolsillo vacío y empezó a poner excusas. Ellas, que eran listas, le dejaron solo. Yo desayuné hojas de berzas que encontré por el camino. Después volví a casa sin que mi amo me viera.
Una berza es una col
Quise barrer, pero no encontré escoba. Entonces decidí esperar hasta después del mediodía, a ver si mi amo traía algo que comer. Pero llegaron las dos y no venía. El hambre me atacaba, y no podía esperar más.
58
Dejé la llave donde él me había dicho y salí de nuevo a pedir limosna, como había hecho tantas veces. Con voz enferma, empecé a mendigar por las casas, oficio que había aprendido de mi gran maestro: el ciego. Yo había sido un buen alumno: el pueblo no era muy caritativo y el año no era bueno, pero antes de las cuatro ya había podido comer cuatro panecillos y tenía otros dos guardados en las mangas y el pecho. En el camino de regreso a casa, entré en un comercio, donde me dieron una uña de vaca y unas pocas tripas cocidas. Cuando llegué a casa, mi amo ya había vuelto. Había doblado la capa y se paseaba por el patio. Al verme, vino hacia mí. Pensé que quería reñirme por la tardanza. Me preguntó de dónde venía, y le respondí: —Estuve aquí hasta las dos. Al ver que no veníais fui a la ciudad a pedir limosna. Las buenas gentes me han dado esto.
59
Le mostré el pan y las tripas. Lo miró todo con interés y dijo: —Pues te he esperado, pero, al ver que no venías, he comido. Tú te has portado bien: más vale pedir que robar. Solo te pido que la gente no sepa que vives conmigo. Eso podría perjudicar mi honra. —No temáis, señor —le dije—. No diré nada. —Come, come. Si Dios quiere, pronto saldremos de apuros. Aunque en esta casa nunca me ha ido bien. Hay casas que están construidas en mal suelo, y traen mala suerte a los que viven en ellas, como ocurre en esta. Te prometo que, al final de mes, ya no viviré aquí. Ni que me la regalen.
La honra es la buena opinión que los demás tienen de una persona.
Para que no pensara que era un comilón, no merendé. A la hora de cenar, saqué de nuevo el pan y las tripas. Miré disimuladamente a mi amo, y vi que no dejaba de observar lo que yo comía con ojos de hambriento. No sabía si invitarle o no. Como decía que ya había comido, podría ofenderse. Pero, en aquel momento, se acercó a mí y me dijo:
60
—Lázaro, comes con tanto apetito que despiertas el hambre hasta a quien no la tiene, como yo. «No hace falta que te abra el apetito, que tú ya tienes bastante», pensé para mí. —Este pan está sabrosísimo y la uña de vaca está muy bien cocida. Esto le apetece a cualquiera —le dije. — ¿Es uña de vaca? —Sí, señor. —Es el mejor bocado del mundo. Ni el faisán me sabría mejor. —Probad, señor, y veréis cómo está. Le di uña de vaca y tres o cuatro pedazos de pan blanco mientras me sentaba a su lado. Empezó a comer como si no tuviera hambre, pero roía los huesecillos mejor que un perro. —Por Dios que me ha sabido como si hoy no hubiera comido nada.
61
«Ojalá sea tan cierto que seré rico como que hoy este hombre no había probado bocado», pensé. Me pidió el jarro de agua y se lo di. Bebimos y nos fuimos a dormir muy contentos. Así estuvimos unos días: él saliendo a pasear y yo pidiendo limosna. Muchas veces pensaba en mi desgracia: había escapado de dos amos ruines, y ahora vivía con uno que no solo no me daba de comer, sino que yo mismo tenía que alimentar.
Una persona ruin es avara y despreciable
A pesar de todo, a este nuevo amo le apreciaba. Me daba tanta lástima que a veces yo lo pasaba mal para conseguirle algo de comer. Una mañana, mientras él hacía sus necesidades, le registré el jubón y las calzas. Encontré una bolsa muy arrugada. No había en ella ni una sola moneda. «Este es pobre —me dije—, y nadie da lo que no tiene. Pero el avaro ciego y el mezquino clérigo, a los que Dios había dado mucho, me mataban de hambre».
62
A este le servía más a gusto que a aquellos dos. Solo estaba descontento de una cosa: de su presunción. Las personas como el escudero, cuanto más pobres son, más esfuerzos hacen por parecer ricos. Prefieren morirse de hambre antes que reconocer su pobreza y hacer algo para remediarla.
Una persona actúa con presunción cuando presume continuamente de lo que es o de lo que tiene.
Así pues, la mala suerte me perseguía. Aquel año la cosecha fue mala y no había pan. Para resolver el problema, el ayuntamiento decidió que todos los pobres forasteros se fueran de allí. A los que no lo hicieran, los azotarían. El pregonero anunció la orden y, cuatro días después, vi una multitud de pobres abandonando la ciudad. Me asusté tanto que no me atrevía a mendigar. Así, mi amo y yo pasamos dos o tres días sin probar bocado y en silencio. A mí me ayudaron un poco unas vecinas, pero mi amo me daba mucha pena. En ocho días no comió nada. Al menos en casa no le vi comer en todo ese tiempo.
El pregonero era quien se encargaba de decir en voz alta las noticias, órdenes, etc. que afectaban a una población.
63
Fuera, no sé si comió, porque tampoco sabía por dónde andaba. Para salvar su honra, se escarbaba los dientes con una paja haciendo como si se los limpiase, aunque los tenía bien limpios de no comer nada. Y así salía a la puerta de la calle diciendo: —Qué triste y oscura es esta casa. Mientras estemos aquí, nos tocará sufrir. Estoy deseando acabar este mes para salir de ella. Un día, mi amo consiguió, no sé cómo, una moneda. Llegó a casa tan contento como si tuviera un tesoro. Me la dio con gesto alegre y me dijo: —Toma, Lázaro. Dios va abriendo su mano. Vete a la plaza y compra pan, vino y carne. Y para que estés contento, te diré que he alquilado otra casa. Aquí solo estaremos hasta final de este mes. ¡Maldito sea el que puso en ella la primera teja! Desde que vivimos aquí, no hemos comido bien. Pero ven pronto, que hoy vamos a comer como condes. Tomé la moneda y el jarro, y empecé a subir hacia la plaza.
64
Iba contento y ligero, pero ¡ay!, ninguna alegría viene sin penas... Y así fue: yendo calle arriba, se cruzó en mi camino un muerto. Lo llevaban en andas muchos clérigos y mucha gente.
Llevar en andas un cadáver es transportarlo en un ataúd o en una caja con varas de madera hasta el lugar donde va a ser enterrado.
Me arrimé a la pared para dejarlo pasar. Detrás del difunto iba una que debía de ser su mujer. Vestía de luto y lloraba a gritos diciendo: — ¿Adónde te llevan, marido mío? ¡A la casa triste, a la casa oscura donde nunca comen ni beben! — ¡Infeliz de mí! ¡Llevan el muerto a mi casa! —grité al oírla. Volví a casa corriendo para avisar a mi amo. Entré, cerré la puerta a toda prisa y le pedí que me ayudara a impedir el paso. — ¿Qué haces? ¿Por qué gritas? —me preguntó—. ¿Por qué cierras la puerta con tanta furia? —Señor ¡nos traen un muerto! —Qué dices? ¿Estás loco? —preguntó él.
65
—Lo encontré ahí arriba y su mujer iba diciendo: «Adónde os llevan, marido mío? A la casa triste, a la casa oscura donde nunca comen ni beben». Señor, nos lo traen aquí! Al oír esto, mi amo empezó a reírse tanto que estuvo un rato sin poder hablar. Yo apoyaba el hombro en la puerta haciendo fuerza para que nadie pudiera abrirla. En aquel momento, pasó por la calle la gente con el muerto. Mi amo, más harto de reír que de comer; me dijo: —Tuviste razón en suponer que traerían aquí el muerto, pero, como ves, pasan de largo. Sal y vete a buscar comida. —Esperemos que acaben de pasar -dije yo. Yo seguía muerto de miedo, pero el escudero me animó a salir. Aquel día comimos bien. Sin embargo, yo estaba tan nervioso y atemorizado que no disfruté de la comida.
66
En tres días no volví a recuperar el color de la cara, del susto que me había llevado. Mi amo, en cambio, se reía como loco cada vez que recordaba lo sucedido. Yo deseaba saber los planes del escudero, porque él era forastero en aquella tierra. Era evidente, por lo poco que la conocía y el poco trato que tenía con la gente. Al fin conseguí averiguarlo. Un día que habíamos comido bastante bien, me habló de su vida y me contó que era de Castilla la Vieja. Había dejado su tierra solo para no tener que saludar a un caballero vecino suyo. Se sentía ofendido porque aquel caballero casi nunca se quitaba el sombrero para saludarle antes de que mi amo lo hiciera. Yo le dije que aquello no me parecía tan importante, pero él me explicó que era una ofensa grave. —Eres mozo —me dijo— y no entiendes de honra. Yo soy solo un escudero, pero a mí no me falta al respeto ni un conde. Un hidalgo, si es honrado, solo tiene por encima de él a Dios y al rey.
Un hidalgo era una persona de clase noble y distinguida.
67
Y continuó contándome sus grandezas: —No soy tan pobre como parece. Tengo en mi tierra casas y fincas, que si estuvieran en pie y bien cuidadas, valdrían más de doscientos mil maravedíes. Y tengo un palomar que, si no estuviera derribado, daría más de doscientas palomas. Vine a esta ciudad pensando que aquí estaría bien, pero no me ha ido como pensé. Encuentro muchos clérigos, pero son muy avaros. También encuentro caballeros, pero servirles es muy pesado. Y a la hora de pagar tu trabajo, no te dan ni una mala capa. Además, me explicó lo siguiente: —Uno pasa sus miserias incluso si sirve a un señor importante. Pero yo sabría hacerlo muy bien: le reiría sus chistes, aunque no fueran los mejores del mundo; no le diría nada que le molestara; y sería muy diligente en sus asuntos, pero no me mataría por hacer bien lo que él no hubiera de ver.
Una persona diligente es aquella que realiza su trabajo con rapidez y cuidado
68
Y, finalmente, añadió: — Reñiría a la gente de servicio para que viera que me intereso por él; hablaría bien de lo que a él le gustara, me burlaría de los que le fueran antipáticos, y le contaría secretos de las vidas de otras personas, como se hace en palacio y entre los nobles. A los poderosos no les gusta la gente honrada; al contrario, la aborrecen y se ríen de ella. Mi amo se lamentaba así de su mala suerte. Estábamos hablando cuando entraron un hombre y una vieja. El hombre pidió al escudero el dinero del alquiler de la casa y la vieja, el de la cama. Mi amo debía dos meses de alquiler, doce o trece reales en total. Les dio una buena respuesta: que salía a buscar cambio y que volvieran después a cobrar.
Aborrecer es sentir un rechazo muy fuerte hacia algo o hacia alguien.
Pero él ya no volvió. Cuando ellos regresaron, ya era tarde. Yo les dije que mi amo no había vuelto todavía. Llegada la noche, tuve miedo de quedarme solo en aquella casa.
69
Fui a casa de las vecinas, les conté todo y me quedé a dormir allí. Los acreedores volvieron por la mañana a cobrar. —Aquí está su mozo y la llave de la puerta —les dijeron las mujeres. Me preguntaron por mi señor y les dije que no había vuelto. Añadí que no sabía dónde estaba, pero que pensaba que se había escapado. Al oír esto, fueron a buscar a un alguacil y un escribano. Al poco tiempo regresaron con algunos testigos. Abrieron la puerta de la casa para llevarse las propiedades de mi amo y así cobrarse sus deudas. Pero en la casa no había absolutamente nada. — ¿Dónde están los tapices y las joyas? —me preguntaron.
Un acreedor es una persona a la que se le debe una cierta cantidad de dinero
Un alguacil era un representante de la justicia
Un escribano era una persona encargada de dar autenticidad a los documentos, como los notarios actuales
—No lo sé —respondí. —Esta noche se los habrán llevado a alguna parte —dijeron—. ¡Detened a este mozo, alguacil, él sabe dónde están!
70
El alguacil me agarró del cuello y me dijo: —Si no nos muestras los bienes de tu amo, estás preso.
Bienes es sinónimo de “propiedades”
Me asusté y le prometí que contestaría lo que me preguntara. —Está bien —dijo el escribano sentándose en el banco para anotar la lista de los bienes de mi amo. —Señores —les dije—, mi amo me contó que tiene algunas tierras y un palomar derribado. —Bueno, por poco que eso valga, podrá pagar la deuda. ¿En que parte de la ciudad lo tiene? —En su tierra —les respondí. —Muy bien —dijeron ellos—. ¿Y cuál es su tierra? —Me dijo que era de Castilla la Vieja. El alguacil y el escribano se echaron a reír. —Tendréis que ir lejos para cobrar la deuda! —dijeron, sin parar de reír.
71
Las vecinas, que estaban presentes, me defendieron: —Señores, este muchacho es inocente. Hace pocos días que está con ese escudero. Nosotras le damos de comer lo que podemos y por la noche duerme en esa casa. Vieron que era inocente y me dejaron libre. Entonces el alguacil y el escribano pidieron su sueldo al hombre y a la vieja que los habían llamado. Estos contestaron que no estaban obligados a pagar porque no habían cobrado la deuda. Aquellos se quejaron de que habían dejado de ir a otro lugar en que les hubieran pagado. Y finalmente, se marcharon todos gritando. Y así acabó mi estancia con mi tercer amo. En lugar de abandonarle yo a él, como es normal entre amos y mozos, fue él quien me abandonó y huyó de mí.
72
Notas
CapĂtulos 4, 5, 6 y 7
4
Lázaro y el fraile de la Merced Mi cuarto amo fue un fraile. Las vecinas de que he hablado antes me pusieron en contacto con él. Ellas lo llamaban pariente. A aquel fraile no le gustaba ni rezar ni comer en el convento. Prefería andar suelto de un lado a otro. Creo que gastaba más zapatos él solo que todos los monjes del convento juntos.
En este caso, la palabra pariente se refiere a alguien con quien se tienen relaciones sexuales
Él me dio los primeros zapatos que tuve en mi vida, pero no me duraron ni ocho días
4
Ni siquiera yo pude seguirle mucho tiempo. Por eso, y por otras cosillas que no cuento, le abandonĂŠ.
74
5
Lázaro y el buldero Mi quinto amo fue un buldero. Era el mayor sinvergüenza que he visto en mi vida. Se las ingeniaba para vender las bulas cuando la gente se resistía a comprarlas. En un pueblo de la comarca de la Sagra de Toledo, aquel hombre había predicado dos o tres días y no había conseguido vender ni una bula.
Un buldero o bulero era quien vendía bulas, es decir, documentos con el sello del Papa que perdonaban los pecados de quien los compraba.
Decidido ya a marcharse de allí, invitó a todo el pueblo a asistir al último sermón que daría al día siguiente.
75
Por la noche se puso a jugar a las cartas con el alguacil. Excitados por el juego, riñeron y se insultaron. El alguacil le llamó ladrón, y él al alguacil, mentiroso. El buldero tomó una lanza que encontró por allí y el alguacil sacó su espada. Al oír tanto ruido los vecinos llegaron para ver qué pasaba. Se siguieron insultando, pero la gente impidió que se mataran. El alguacil le acusaba de que las bulas que vendía eran falsas. Por fin, aquella gente se llevó al alguacil a otra parte y nosotros nos fuimos a dormir. A la mañana siguiente, mi amo fue a la iglesia y mandó tocar las campanas. El pueblo se reunió para oírle; sin embargo, muchos murmuraban contra él. Decían lo mismo que el alguacil: que las bulas eran falsas. Mi amo comenzó el sermón, animando a la gente a comprar las bulas que reducían las penas por sus pecados. Pero, en lo mejor del sermón, entró el alguacil. Rezó un momento tranquilamente; después, se puso en pie y en voz alta y pausada, dijo:
76
—Escuchadme, buena gente, y después creed a quien os dé la gana. Ese que os predica me engañó y me pidió que le ayudara en su negocio. Me prometió que después repartiría las ganancias conmigo. Me arrepiento de haberle escuchado. ¡No le creáis! ¡Sus bulas son falsas! Algunos hombres quisieron expulsarle de la iglesia para evitar alborotos. Pero mi amo les ordenó que le dejaran hablar. El alguacil dijo que estaba harto de mentiras y después se calló. Entonces mi amo se puso de rodillas, miró al cielo y dijo: —Señor Dios, vos conocéis la verdad y sabéis que soy tratado injustamente. Si es cierto lo que dice ese hombre, que este púlpito se hunda ahora mismo. De repente, cuando mi amo acabó de hablar, el alguacil se desplomó. Empezó a gritar, a echar espuma por la boca y a revolverse en el suelo.
El púlpito es una plataforma elevada desde la cual predicaban los sacerdotes en las iglesias.
Desplomarse es caerse al suelo sin conocimiento.
77
La gente chillaba y no se oían unos a otros. Algunos estaban muy asustados. — ¡Que el Señor le ayude! —decían unos. —Se lo merece, por decir mentiras —replicaban otros. Algunos hombres se acercaron al alguacil, que seguía gritando como loco. Unos intentaban atarle los brazos; otros querían sujetarle las piernas, pero él daba coces como una mula. Eran más de quince y casi no podían con él. Mientras tanto, mi amo permanecía en el púlpito, de rodillas, con las manos extendidas hacia lo alto y los ojos mirando al cielo. Algunos le pidieron que ayudara a aquel hombre, que se estaba muriendo. Le rogaron que le perdonara Lodo lo que le hubiera hecho, porque el pobre hombre ya estaba pagando por ello. Mi amo los miró a todos (también al alguacil) como quien despierta de un sueño y dijo: —No deberíais rogar por un hombre
78
a quien Dios castiga de manera tan clara. Pero, ya que Dios nos manda ser piadosos, recemos para que Él perdone a este pecador. Entonces se pusieron todos de rodillas y rezaron en voz baja para que Dios expulsara al demonio del cuerpo del alguacil y le perdonara sus pecados. Mientras, mi amo, mirando al cielo, empezó a rezar una oración con tanta fe que hizo llorar a todo el mundo. Finalmente, mandó traer una de sus bulas y se la puso en la cabeza al alguacil. Poco a poco, este comenzó a sentirse mejor. Se echó a los pies de mi amo, le pidió perdón y confesó que había hecho todo aquello para vengarse de él y porque el demonio se lo había ordenado. Mi amo le perdonó e hicieron las paces. Entonces todos, convencidos del poder divino de las bulas, corrieron a comprarlas. Nadie se quedó sin una de ellas.
79
La noticia de lo sucedido se supo por toda la comarca. Cuando llegaba a un pueblo, mi amo ya no necesitaba predicar el sermón en la iglesia. Todos corrían al lugar donde se hospedaba a comprar las bulas. En los diez o doce pueblos a los que fuimos, vendió más de mil bulas sin decir un solo sermón. Confieso que lo sucedido en la iglesia me asustó como a todo el mundo, y también me lo creí todo. Pero después, vi a mi amo y al alguacil juntos riéndose como locos y burlándose de aquella pobre gente. Así comprendí que todo había sido un engaño preparado entre los dos para repartirse luego el dinero de la venta de las bulas. Estuve con mi quinto amo cerca de cuatro meses. También con él tuve problemas, aunque me daba bien de comer; a costa de los curas con los que iba a predicar.
80
6
Lázaro se pone al servicio de un capellán Después de esto, me fui a servir a un hombre que pintaba panderos. Yo me encargaba de prepararle los colores. También con él sufrí muchos males. Un día entré en una iglesia y un capellán me acogió como empleado. Me dio un asno, cuatro cántaros y un látigo, y comencé a vender agua por la ciudad. Por primera vez pude ganar algún dinero que me permitió vivir mejor.
Un pandero es un instrumento musical parecido a una pandereta.
Un cántaro es un recipiente, normalmente de barro, con una o dos asas.
81
Todos los días le daba a mi amo los treinta maravedíes que ganaba. Lo que ganaba el sábado era para mí. Este oficio me fue muy bien, porque tenía buena voz para anunciar el agua que iba vendiendo. Con lo que ahorré en cuatro años, pude vestirme bien, aunque con ropa vieja. Después me compré una capa y una espada. Cuando me vi tan bien vestido, le dije a mi amo que se quedara su asno. Ya no quise seguir con aquel oficio.
82
7
Lázaro, pregonero y casado Después de dejar al capellán, me puse al servicio de un alguacil. Con él viví muy poco tiempo porque su oficio me pareció peligroso. Una noche nos persiguieron a los dos a palos y pedradas. A mí no me pegaron, pero mi amo lo pasó mal. Yo, con aquella experiencia, ya tuve bastante y abandoné al alguacil.
Por entonces ya era un muchacho y empecé a pensar en vivir un poco más tranquilo y ganar algo de dinero para la vejez.
83
Mis trabajos anteriores me fueron útiles y conseguí un buen oficio del que vivo todavía hoy. Me encargo de dar a conocer los vinos que se venden en la ciudad de Toledo y de decir en público los delitos de los condenados mientras son ajusticiados. En otras palabras, soy pregonero. Un día que ahorcábamos a un ladrón, me acordé de lo mucho que me enseñó el ciego. Después de Dios, él me mostró lo necesario para llegar adonde ahora me encuentro.
Ajusticiado significa “ejecutado”.
Soy el pregonero más apreciado de la ciudad. Cuando alguien quiere vender sus vinos, me llama a mí, Lázaro de Tormes, para que los pregone. Al ver mi habilidad, un arcipreste cuyos vinos me encargaba de vender quiso casarme con una criada suya. Cuando conocí a la muchacha, comprendí que de ella solo podía esperar cosas buenas. Me casé con ella y aún no me he arrepentido de haberlo hecho.
El arcipreste era el sacerdote más importante de un lugar
84
Mi mujer es trabajadora y servicial. El arcipreste la aprecia mucho y le hace numerosos regalos: trigo, carne, pan y ropa vieja que él ya no se pone. Además, nos ha alquilado una casa cerca de la suya. Las malas lenguas, que no faltan, dicen que mi mujer le hace la comida y que, además, calienta su cama. Y la verdad es que ya he tenido alguna sospecha: algunas noches, ella no vuelve hasta la madrugada. Un día, el arcipreste me dijo en su presencia: —Lázaro de Tormes, no hagas caso a las malas lenguas. Así nunca progresarás. Piensa que tu mujer es honrada. Lo que a ti te importa son tus intereses. —Señor —le dije—, yo he decidido relacionarme con la gente que me interesa para vivir bien. Aunque es verdad que mis amigos me han dicho que, antes de casarse conmigo, mi mujer ya había tenido tres hijos. Al oír estas palabras, mi mujer empezó a gritar y a llorar con tanta fuerza que pensé que la casa se iba a hundir.
85
Juraba que todo era falso y maldecía al que la había casado conmigo. Cuando el arcipreste y yo conseguimos calmarla, le juré que no volvería a mencionar el asunto y que le permitiría entrar y salir cuando quisiera. Así quedamos los tres satisfechos. Y cuando alguien quiere decirme algo sobre ella, le corto y le digo: —Mira, si eres amigo mío, no me digas nada que me moleste. En especial si es algo malo sobre mi mujer que es lo que más quiero y de quien recibo mucho bien. De esta manera no me cuentan nada y yo tengo la casa en paz. Todo esto ocurrió el año en que nuestro emperador entró en esta célebre ciudad de Toledo, celebró aquí las Cortes y hubo grandes fiestas. Por fin las cosas me iban bien y era afortunado. Lo que me ocurra de aquí en adelante, lo iré contando puntualmente en el futuro...
86