¿Y si comenzamos a plantar árboles en vez de escribir poemas? ¿Y si nos vamos a vivir a una casa de quincha a leer en la paz y el silencio del campo? ¿Y si damos a las palabras el respeto de aprenderlas de memoria y guiarnos a través de ellas? ¿Y si un día decidimos acompañar a los pájaros a desplegar su vuelo? ¿Y si un día miramos el río y vemos pasar nuestra vida en sus aguas? ¿Y si un día conocemos a un poeta que plantó árboles, que vive en una casa de barro y caña; si lo vemos recitar a Quevedo con tanta pasión, o notamos su silueta comprimida de su sombrero negando el sol? ¿Qué haríamos? Creo que escucharlo, sentarse con él, entrever lo que ha conseguido en ese tiempo que ha regalado a la contemplación y al misterio. Sí, estaríamos frente a un creador, ante alguien extraño a la cotidianidad, incluso de la misma poesía. Ese poeta, sin duda alguna, sería distinto de los otros poetas tan ligados al amor a sí mismos, al fasto de la verborrea de largos poemas que no dicen nada. Alberto Benavides Ganoza.