58 ENTREVISTA: JUANA MOLINA
A la que te criaste Mientras comparte una gira con la solista canadiense Feist, Juana Molina habla de su último disco, de su familia, de sus referentes musicales y de la poeta uruguaya Marosa di Giorgio, de la que se asume fanática. Nacida y criada en la música, si bien coqueteó con la actuación sigue fiel y enamorada de su destino. T/ Florencia Rivas F/ Alejandro Ros
Con astucia femenina jugó un papel muy importante en la televisión de los ´90, recreando contenidos inteligentes en el género humorístico latinoamericano. Fue única detrás de su álter ego y en Juana y sus hermanas se descubrió inventada en situaciones divertidas, de surrealismo absoluto. Humor, arte y estilo envolvían a Juana Molina Villafañe, que en la cumbre de su carrera decidió ausentarse de la actriz para dedicarse a su verdadera pasión: la música. En ese momento el cambio fue inoportuno, sin embargo Juana fue un espiral. La paciencia y “el qué dirán” midieron su talento. Su inconstancia dejó vibrar en cada uno de sus discos canciones somníferas. El sonido fue único; y su actuación en vivo un objeto de deseo. Hasta ahora. Así lo demuestra su último material discográfico, Un día, donde emergen melodías infinitas que deambulan detrás de la poeta uruguaya Marosa di Giorgio, dentro de un pentagrama espiritual aleatorio. Para Juana, el disco “es el principio detrás del fin” y “una excusa de los nuevos sonidos para seguir adelante con su autenticidad”. Un día es conceptualmente diferente de tus trabajos anteriores. ¿Sentís que es un cierre y un principio? Puede ser que sí. ¿Por qué? Porque se fraguó la manera de cantar en vivo. Ahora es todo más desinhibido, más decidido. Lo primero que se me ocurre decir de este disco es que es más “a la que te criaste”. Tiene errores que fui dejando como parte del disco. Y estos mismo errores fueron quedando por encima de los otros. Antes quizá me molestaba cuando las cosas se oían mal, ahora está todo bien. En tu música parece importante la influencia del músico uruguayo Eduardo Mateo. ¿Desde cuándo conocés su trabajo y qué es lo que te nutrió de su música en tu formación artística? Admiro a Mateo. Recuerdo que su música me despertó. Lo conocí de pequeña, por mi papá. Admiro su fuerza y la decisión con la que trasmite su arte. Tuvo una conexión conmigo sin pensamiento.
“Por lo general no escribo letras, voy siguiendo la melodía como si fuera un dibujo; trato de trasmitirlo desde ese lugar, dibujando los sonidos con las palabras”. Tu padre, Horacio Molina, y Mateo tenían una estrecha relación musical, de hecho tu padre colaboró en uno de sus mejores discos, Mateo solo bien se lame… Mi papá era músico y siempre tenía contacto con otros músicos. Lo que sucedía era que estaba de novio con Vera Serna (reconocida cantante uruguaya), y en las idas a Montevideo conoció a Mateo. ¿Cómo fue tu infancia en el Río de la Plata y la adolescencia en París? Fue un periodo bastante difícil, porque la ida a Europa con mi madre (la actriz Chunchuna Villafañe) y su marido fue por el exilio. Fue duro porque no me encontraba. Siempre en la adolescencia necesitás reconocer tus espacios y tus cosas, no encontrás quién sos y no terminás de reconocerte. Tu hija está en plena adolescencia, ¿cómo siente tu música? No escucha nada, tiene 15 años y está con toda esa onda muy Britney. ¡Qué le voy a hacer! No me preocupa, mientras sea pasajero. Empezaste actuando por una necesidad económica y luego te dedicaste a la música. En ese periodo de adaptación, ¿sentiste que la música sobrepasaba la carrera actoral por una necesidad vocacional? Sí, es cierto. Pero en realidad siempre quise ser música. Estaba muy en contacto con eso, quería tocar, no cantaba canciones de otros. Sabía que eso era lo que quería ser. De niña fui a clases y aprendí de manera autodidacta. Era muy tímida y vivía la música desde ese lugar, desde la intimidad.
52 DIANE ARBUS
“Los freaks se vinculan de algún modo con las leyendas. Como los personajes en los cuentos de hadas que te paran y te piden que resuelvas un acertijo. La mayoría de la gente va por la vida temiendo vivir una experiencia traumática. Los freaks nacieron con su trauma. Ellos ya pasaron su prueba en la vida. Son aristócratas”.
La fotógrafa norteamericana Diane Arbus encajó perfectamente en aquel modelo de artista tan en boga allá por los años sesenta: atormentada, talentosa, romántica, trágica y transgresora. Estas cualidades le brindaron atención, sobre todo en su momento, pero lo valioso es que ese halo llega hasta nuestros días a través de sus perturbadoras fotos que, en última instancia, son imágenes de ella misma. T/ Cecilia Navesnik F/ Gentileza de Photography-now.net
En Fur: An imaginary portrait of Diane Arbus Nicole Kidman la interpreta. Pero no es ésta una película biográfica, sino un homenaje lleno de poesía que intenta contar el mundo según Arbus a través de una historia de amor con uno de sus retratados.
Travestis, enanos, gigantes, prostitutas, niños deformes, adolescentes desafiantes, personajes de circo, internos de asilos e instituciones mentales o simples ciudadanos y trabajadores en poses, situaciones o escenarios no convencionales. Una foto de Diane Arbus puede despertar rechazo, interés e incluso fascinación. Pero aun en estos últimos casos -los más felices-, Diane resulta controvertida. Y para hablar de la obra de esta fotógrafa norteamericana hay que pensar principalmente en dos cosas: en su predilección por los retratos y en su casi obsesiva atracción por las personas ubicadas en los márgenes. Nació en 1923, en Nueva York, en medio de la familia Nemerov, unos judíos cuyos negocios iban muy bien. Su padre dirigía una enorme tienda de pieles de la Quinta Avenida, que había pertenecido a sus abuelos maternos. Vivió su infancia con la sensación de ser inmune, de estar exenta de circunstancias adversas. Pero su conciencia de esta situación hizo que ella misma se convirtiera en un problema, sintiéndose presa en una atmósfera de irrealidad. La riqueza de su familia se acrecentaba a la par que aumentaba también la actitud distante de sus progenitores: su padre estaba agobiado por el trabajo, y su madre, por la depresión. Así, a pesar del cariño que sí recibió, Diane vivía con la certeza de que su familia no la conocía, de que su verdadera esencia era invisible y que debía sostener otra, una identidad vacía que agradara a los demás. Esto se convertiría en una perturbación que, tarde o temprano, necesitaría encontrar un reflejo. A los 14 años Diane conoció a Allan Arbus, que trabajaba en el área de publicidad de la tienda de su padre. Y, a pesar del descontento de su familia, se casaron poco después de que ella cumpliera 18 años. El se preparaba para ser fotógrafo del ejército estadounidense y
compartía lo que aprendía con su mujer. Poco después, el padre de Diane les hizo algunos encargos de fotografía publicitaria para su tienda y, a partir de ahí, comenzaron a trabajar juntos. Allan se ocupaba de la cámara y Diane del vestuario y el arte. Como equipo alcanzaron considerable éxito en el mundo de la moda y conformaban una sociedad equitativa, donde los dos tenían voz y participación. Incluso compartían la autoría de las fotos que publicaban. Fue Allan, también, el que le regaló a Diane su primera cámara. En 1955 una foto de ellos fue incluida en la muestra Family of Man, del curador Edward Steichen, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA). Un año después, Allan apoyó la decisión de Diane de dejarlo a él a cargo del negocio para dedicarse por completo a una búsqueda más personal. Y entre 1955 y 1957 tomó clases con Lisette Model en The New School, en Nueva York. Lisette, una fotógrafa e inmigrante europea, confió siempre en su ojo incisivo y en su capacidad como documentalista. No solo la incentivó para que desarrollara su interés en temas poco ortodoxos, sino también para que, en consonancia con estos, hiciera apuestas alejadas de la técnica fotográfica convencional. Más tarde, Arbus estudió con Alexey Brodovitch y Richard Avedon, que se convirtió en su amigo. Diane y Allan tuvieron dos hijas: Amy Arbus (hoy fotógrafa) y Doon Arbus (escritora y directora de arte). Finalmente, en 1959, se separaron. A partir de allí ella se dedicó a documentar, develando los costados más endebles de sus máscaras públicas, a quienes protagonizarían gran parte de su obra: personajes en el límite de la aceptación social. Ellos, y su forma particular de mostrarlos, marcarían su estilo como artista. Experimentó también con el uso de flash durante el día y en la calle, recurso que sería muy utilizado
de ahí en más. Así evitaba, por un lado, generar imágenes donde los rostros de los protagonistas se vieran oscuros sobre un fondo mucho más iluminado y, por el otro, hacer que sus sujetos recibieran con incomodidad la luz directa del sol, con sus consecuentes sombras insalvables. El brillo los hacía ver desaliñados y hasta grotescos, y dotaba a las imágenes de un aspecto ficticio y una aparente intencionalidad de confrontación. Desde 1960 trabajó intensamente como fotoreportera. Sus producciones de retratos para Esquire, The New York Times Magazine, Harper´s Bazaar y Sunday Times comenzaron a tener un aspecto distintivo, reconocible e innovador. A pesar de tratarse en su mayoría de temáticas y personajes tradicionales (actores, escritores, activistas) se vislumbraba en ellos una impronta un tanto perturbadora. A la hora de trabajar, su objetivo era conseguir que las personas retratadas hicieran a un lado su faceta pública. Pasaba mucho tiempo con ellas, las seguía en sus rutinas habituales, visitaba sus casas, les hablaba y las escuchaba mucho, y algún momento lograba desarmarlas. Aunque Diane comenzó trabajando con una cámara de 35mm, en los años ´60 adoptó una Rolleiflex de formato medio con visor a la altura de la cintura. Esto le permitía conectarse con los sujetos retratados de maneras muy diferentes a las que ofrecía una cámara con visor standard a la altura de los ojos. Acertijos Con sus fotos más personales la forma de trabajo no difería demasiado. Siempre conseguía hacer de la toma un proceso muy íntimo. Gracias a eso, en sus imágenes los sujetos se ven
dispuestos a revelarse frente a la lente, o incluso piden a gritos la posibilidad de hacerlo. Percibían el interés personal y verdadero que Diane sentía por ellos, así como aquello que fotógrafa y retratados parecían compartir: su condición de indefensión, de vulnerabilidad. Todo esto abría un espacio a la libertad con que mostraban sus secretos y miserias frente a ella. Así, si bien sus imágenes parecen siempre una confrontación, carecen de toda resistencia. La confrontación se da, pero está vinculada con la forma: los sujetos miran directo a cámara y en la mayoría de los casos están iluminados por flash directo o por una luz frontal. La confrontación en Arbus existe, pero es solo la apariencia de la imagen, la primera de las capas que se revela. Diane sentía una especial atracción por los freaks. En el libro Diane Arbus: An Aperture Monograph, ella misma dice: “Los freaks se vinculan de algún modo con las leyendas. Como los personajes en los cuentos de hadas que te paran y te piden que resuelvas un acertijo. La mayoría de la gente va por la vida temiendo vivir una experiencia traumática. Los freaks nacieron con su trauma. Ellos ya pasaron su prueba en la vida. Son aristócratas”. No encontraba ningún interés en retratar personajes famosos o conocidos, o incluso temas muy tratados. Le fascinaba todo aquello de lo que sabía o había escuchado poco, pero una vez que eso se volvía público o se popularizaba sentía no tener nada más que decir. Quizá fue así que llegó a interesarse por los campos nudistas. Arbus confesó haber querido ir a uno desde siempre, pero nunca haberse animado a decírselo a nadie. Visitó algunos en un período de varios años. El primero, hacia 1963. Pasó allí una semana, Le resultó una experiencia emocionante, aunque por momentos difícil. Lo extraño fue enfrentarse con la vulnerabilidad que el desnudo
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¿Cuántas huidas en busca de uno mismo habrá inspirado Danny Boyle con su película The beach? Aquí va un ejemplo: una viajera que hizo de la banda sonora de este film el soundtrack de su vida; y, como Leonardo Di Caprio, armó la mochila y se fue a Tailandia a encontrarse consigo misma.
“Las Petronas –durante un tiempo los edificios más altos del mundo, diseñados por el arquitecto argentino César Pelli–, y su séquito de hormigón armado y hierro definen, estoicas, el avance del país junto a establecimientos precarios, donde la ropa se seca en sogas raídas mientras se tejen sueños de progreso”.
Desde que vi The beach, el tema Voices (Dario G y Vanessa Quinones) pasó a formar parte del soundtrack de mi vida. A partir de ahí, pero sin tanta poesía, estuve –y aún sigo– navegando mares para encontrar la llave perdida; el perfecto estribillo que le da sentido a esa melodía que llamamos vivir. Nueva York, Italia, Irlanda y casi todos los puntos obligados de Europa desfilaron frente a mí como grandes maestros, enseñándome lo mejor de sí, revelándome sus secretos y, lo más importante, haciéndome partícipe de sus pulsos cardinales. Viajes fugaces o estadías que se prolongaron hasta convertirse en la vida misma (trabajos, casa, amigos y nuevas familias urbanas), cada destino me preparó para el gran periplo: Tailandia. ¿Influencia de Hollywood, curiosidad o un mero capricho? No hay respuesta, solo sé que el impulso le ganó la mano a la razón. Yo tenía que llegar ahí. El 2008 nació con una noticia. The First Man –el proyecto de mi hermano– iba a subirse al Transiberiano para dejar Europa atrás y recorrer Asia. Instantáneamente se detonó en mí la sólida decisión de sumarme a su trayecto tailandés. Luego de negociar las fechas, comprar el pasaje y estudiar muy por encima el mapa y las Rough Guides del país en cuestión, preparé mi mochila y mi mp3 (claro, sin olvidar de incluir Voices). Una película alemana, El Amante, de Duras –elección para nada casual– y extensos intervalos de sueño me ayudaron a sobrellevar los cuatro tramos del viaje con sus 22 interminables horas. Hasta que por fin pisé la capital, Bangkok, cansada, sucia, pero muy entusiasmada. The First Man me esperaba en el aeropuerto. “Bienvenida a Asia”, me dijo. Asia… ¡joder!
You had me at hello Si existe un jet lag, mi primer día en Bangkok lo confirmó. No recuerdo casi nada, solo puedo hilar sucesos viendo las fotos. Lo que sí evoco, casi visceralmente, es la pesadez del ambiente, una humedad que ni los porteños podemos imaginar. También los olores, los ruidos, el smog y el zumbido de pequeños tailandeses caminando frenéticamente por las calles. Hoy me resulta un cuadro tan agobiante… pero allí estuve a gusto enseguida, y la seguridad con la que se manejaba mi hermano me sacó la sensación de ser una extranjera. Bangkok es la ciudad más vertiginosa que recorrí en mi vida. Los autos, los colectivos y los coloridos taxis se disputan las calles con los aún más brillantes y ubicuos tuk tuks (motos de tres ruedas con asientos para dos pasajeros). En las veredas los comerciantes intentaban vender cuanto producto o manjar propusiera su puestito
28 Detrás
Santa Evita
o la puta del coronel Entre los aniversarios de su nacimiento y de su muerte, pensamos que había llegado el momento de hablar de una de las mujeres más emblemáticas de la Argentina: Evita. Devenida en mito, la pueblerina que llegó a primera dama -porque no la dejaron seguirsigue inspirando tanto amor como odio. Porque nos basta con el asombro, en estas páginas solo intentaremos un acercamiento a su vida. T / Agustina Fernandez I / Celina Hilbert F / Gentileza del Museo Evita Agradecimientos / Santiago Regolo
“Confieso que tengo una ambición, una sola y gran ambición personal: quisiera que el nombre de Evita figurase alguna vez en la historia de mi Patria. Quisiera que de ella se diga, aunque no fuese más que en una pequeña nota, al pie del capítulo maravilloso que la historia ciertamente dedicará a Perón, algo que fuese más o menos esto: ‘Hubo, al lado de Perón, una mujer que se dedicó a llevarle al Presidente las esperanzas del pueblo, que luego Perón convertía en realidades’. Y me sentiría debidamente, sobradamente compensada si la nota terminase de esta manera: ‘De aquella mujer solo sabemos que el pueblo la llamaba, cariñosamente, EVITA’”. Eva Perón, La razón de mi vida Ella misma dijo que era vista como una puta por sus enemigos. También se la trató de trepadora, bastarda e hija ilegítima. Además era actriz. Estaba cansada de no tener derecho a nada, resentida. Y nunca le bastó que el otro bando, el suyo, sus “grasitas”, la viesen como a una santa. Porque cuando alcanzó el poder -que tanto anhelaba- su misión ya había terminado. Fue el instrumento de Perón hasta que éste se dio cuenta de que podría superarlo. Y luego se murió. Eva Ibarguren, Eva Duarte, Eva Perón -o simplemente Evita-; fue una mujer polémica. Tanto que aún, a casi sesenta años de su muerte, sigue generando controversias. Su figura exige, desde siempre, una toma de postura. No solo para su análisis, sino también para el relato de su vida. Porque hay dos versiones de su biografía: una peronista y otra antiperonista. Aquí intentaremos liberarnos de esas antigüedades para descubrir a la mujer que vivió entre tanta política, mitos y vestidos. Nos interesan su esencia, sus gestos, su discurso, la construcción de su imagen… su vida. Queremos tenerle bronca porque abusó de su poder, admirarla por su ayuda a los pobres y compadecerla por su condición de instrumento de Perón. Queremos, en síntesis, imprimirla en las páginas
de Gata Flora con una mirada contemporánea y pidió ver al difunto. Dicen que una hija natural fresca, libre de opiniones partidarias y plena de no la dejó entrar, pero lo cierto es que sí lo imágenes asombrosas. hizo y así Evita vio a su padre, muerto. Fue una nena sufrida, una cajita que acumuló resentimiento para desembocar en un profundo odio a las clases altas. En el colegio, Nació en Los Toldos, un pueblito de la a sus compañeras no las dejaban jugar con ella provincia de Buenos Aires, el 7 de mayo de por ser ilegítima y en el pueblo se rumoreaban 1919, aunque su partida de nacimiento indique varios amores de su madre. que fue en 1922. Ocurre que, para casarse con Un día de reyes, Evita quería una muñeca Perón, Evita cambió el año y agregó a Juan grande. Y, a pesar de su pobreza, Juana nunca Duarte, su padre, junto al único nombre que pensó en no comprársela. Por eso corrió a la figuraba como progenitor: Juana Ibarguren, tienda y encontró una gran muñeca con una su madre. Fue hija ilegítima y adulterina, pierna quebrada, que sí podía pagar por el puesto que la esposa de Duarte vivó hasta defecto. “Pobrecita, se cayó del camello, necesita 1922. Entonces creyó que si modificaba afecto”, le dijo a Evita aquel día de reyes. Elisa, esos numeritos no sería tan mal vista por la su hermana, le hizo un vestido largo para tapar sociedad que frecuentaría a partir de su unión la falla y la familia entera exageró el juego. con el militar Juan Domingo Perón. La vergüenza y la carencia nunca frenaron Vivió su infancia viendo coser a su mamá los sueños de su madre, tampoco los suyos. Juana para mantener a sus cuatro hijos: Elisa, Entonces, escapando de la mirada de los otros Blanca, Erminda, Juan y ella, la más chica. -y de varias deudas- la familia se mudó a Junín. Su familia fue un matriarcado, y el carácter Doña Juana empezó a cocinar en su casa para que desarrolló con el tiempo, mucho tendría señores solos y hasta Borges dijo que tenía un que ver con la figura de esa madre pobre, prostíbulo en Junín (imagen que ha puesto tan obsesionada con el mejor destino para sus locos a los peronistas como a sus enemigos). hijos; una mujer que el día del velorio de Juan Pero lo cierto es que la madre de Evita alojaba a Duarte se presentó de la mano de sus nenes y algún estudiante y cocinaba para sus hijos y tres
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T/ MarĂa Eugenia Maurello F/ Guchy
Travnik Juan, Claromec贸, 2006 #7.
Travnik Juan, Claromec贸, 2003 #3.
Travnik Juan, Claromec贸, 2005 #6.
Tota Topete, la maest
ra.
Annie Leibovitz (American, b. 1949). Susan Sontag, Mexico, 1989. Gelatin silver print Photograph © Annie Leibovitz. From Annie Leibovitz: A Photographer’s Life, 1990 – 2005.
34 CRONICAS
NEOYORQUINAS
Cenas machas El cronista neoyorquino tiene especial curiosidad por los compatriotas con que se cruza en aquella “ciudad tan de paso”, como él llama a Nueva York. Y esta vez dedica su columna a un adorable grupo de argentinos con los que comparte mucho más que una cena al mes en Chinatown. T+F / Matías Maciel (Desde Nueva York) matias@revistagataflora.com / entretanto.wordpress.com
Uno o dos viernes al mes, un grupo de argentinos varones –en promedio treintañeros– nos juntamos a cenar en Manhattan. La cita es a eso de las ocho de la noche en un restaurante vietnamita en el corazón de Chinatown, el Nha Trang, en el 87 de la calle Baxter. Dentro del grupo –formado hace unos tres o cuatro años– hay al menos media docena de arquitectos, un par de diseñadores gráficos, un escenógrafo, un economista y dos sociólogos. Además de ser la más reciente incorporación, creo ser uno de los últimos en haber llegado a Nueva York. Debo admitirlo, colegas cenadores (así, con c de cenar), dudé un poco cuando fui invitado por el más veterano de los sociólogos. Es que me había dicho que era “un grupo de argentinos, la mayoría arquitectos”. Y figúrense. Uno –que es tan malpensado– no podía imaginar otra cosa que una peña de autoexiliados nostálgicos, con camisas cuadrillé, pantalones pinzados en la gama del beige, botitas de gamuza, marcadores de punta microfina asomados desde el bolsillo frontal de la camisa y una cinta métrica sujeta al
cinturón, de esas que tienen un botoncito para auto-enroscarse y volver a la posición original. Pero también me había dicho, es cierto, que los arquitectos –que esos arquitectos– eran un “cago de risa”, así que fui. Y no resultaron ser la especie de compatriotas que uno preferiría evitar a la distancia, de los que ya hablaremos, pero en otra ocasión. Ni unos nostálgicos de la yerba mate y el dulce de leche. A decir verdad, es improbable que alguien pueda extrañar el mate o los alfajores a esta altura de la historia y en Nueva York, donde hasta el más haragán y distraído consigue dulce de batata, amargo serrano o Blancaflor para tortafritas, haciéndose apenas una escapada a Queens, lo que no debería tomarle mucho más de una hora en subte desde el punto más distante de la ciudad. Pero sigamos con estos machos argentinos, como algún día comenzaron a llamarse a sí mismos, sin la menor pretensión machista ni con el propósito de ensalzar al retrógrado personaje creado por el monocromático Coco Silly (recordemos que –para bien o para mal– la
mayoría ya fue re-educada en la corrección política de la cotidianidad neoyorquina). Los encuentros devienen, entonces, en las típicas cenas de solo-varones que la muchachada argentina acostumbra a tener entresemana, por lo general cuando cruza la barrera de los veintipocos: con los del colegio, con los del club, los del barrio o los del fútbol. Es exactamente igual: el mismo ritual, los mismos temas de conversación, las mismas cargadas. Solo difieren los recuerdos. Porque eso sí que cambia. Cada grupo tiene los suyos, los que a partir de circunstancias y momentos compartidos dan forma al relato de su propia historia, que consiste en típicas anécdotas o chistes que en cualquier otro contexto no tienen la menor gracia (una razón por demás válida que ahora mismo me exime de dar un buen ejemplo). También tengo que decir –y que admitirlo– que prefería que nos encontrásemos en alguna parrilla a comer asado. Incluso me animé a insinuarlo cuando gané un poco de confianza.
Pero recibí una rotunda negativa como respuesta: porque el Nha Trang es la sede de la embajada macha, y eso es algo que ya (casi) no se discute. Una de las explicaciones –y que nutre al mito fundacional del grupo– es que el vietnamita sirvió de refugio y palió el hambre de uno de los machos de la primera hora, a donde fue a parar directo cuando abandonó su San Juan natal, hace ya una década y sin haber probado nunca antes los sabores de la cocina del margen oriental de la península indochina. En aquel tiempo, recuerda el decano sanjuanino, el local largo y finito de la calle Baxter tenía todas sus paredes y columnas revestidas en madera y espejos de modesta calidad: un metro de madera a partir del zócalo, un metro y medio de espejos a continuación y otro medio metro de madera hasta llegar al techo. Y muchas luces, de las dicroicas y embutidas en el techo, multiplicadas hasta el infinito por el juego interminable de paredes y columnas espejadas. Los pisos de cerámica blanca, clásicas sillas de madera (dignas de un viejo bar porteño) y mesas enteramente cubiertas por manteles satinados, coronadas por una plancha de vidrio. En una época, cuenta siempre Charly, el Nha Trang estuvo cerrado por reformas. Sin embargo, cuando reabrió sus puertas, el interior del local estaba exactamente igual que antes: los mismos revestimientos, pisos, mesas, sillas, las mismas luces e idéntica mantelería, solo que todo renovado: “Lo único que hicieron fue reemplazarlo todo por una versión nueva de lo que ya tenían”, remata cada vez que relata la historia el rubio arquitecto, iluminado por el brillo berreta de la entrañable sede macha. Además, la elección del vietnamita se explica a partir de sus precios, calidad, ubicación conveniente y el hecho casi innegociable de
comer en una mesa redonda; una conjunción imposible para cualquiera de las diez o doce parrillas argentinas que debe haber en los cinco condados. En lugar de tira de asado, vacío, chorizos, chinchulines, molleja y riñones, nos
desquitamos y compartimos las delicias de la casa: todas creadas a partir de una combinación infinita de grupos de tres sílabas, casi todas inertes en el universo de nuestro habla,como pho, bac, tom, tai, chin, xao, nam, vang, ga, tet, ot, ech. Hace un instante, mientras terminaba el párrafo anterior, escuché la campanita que me anuncia la llegada de un nuevo mensaje de
correo. Era uno de los machos que anunciaba que mañana a las 9 y media de la mañana jura para convertirse en un estadounidense más. Un trámite que seguro le simplificará la vida en un montón de aspectos después de unos quince años en Nueva York, la ciudad que ya considera su casa. Hace algunas semanas nos decía que el triunfo de Obama lo alegraba de manera especial porque le parecía que no era lo mismo hacer el juramento con este presidente que con el anterior. Hay otro macho ya nacionalizado que hasta tuvo tiempo de votar en la última elección y vivió con especial emoción el día de la asunción de Obama. Así nos escribió aquella tarde, mientras disfrutaba de una de sus escapadas a Córdoba, otra de sus patrias: “Frente a una pequeña TV posada sobre una mesa con mantel bordado blanco, matando empanadas con una Pritty limón, sentí que me atragantaba de emoción cuando juraba el negro, y me di cuenta de que ya era un americano... Sin dejar de lado mi acento sanabirón, le pregunté a un guaso sentado a mi lado qué pensaba del morocho. Y me dijo: ‘Vo sabé que lo negro somo todo lindo’”. No conozco en persona a todos estos buenos tipos que son los machos, porque varía el número de estables. Los más nuevos llegamos cuando algunos de sus mentores –los machos vitalicios, porque nunca se deja de serlo– ya habían abandonado la ciudad. Sin embargo, en este lugar tan de paso, algunos ya eligieron quedarse para siempre. Y, seguro que por esa razón, son los mismos que más hacen por la continuidad macha; son los que convocan, organizan y nunca faltan. Los que después de algunas copas te abrazan y te dicen “porque vos no sabés cuánto espero que lleguen estos viernes”. Los que te dicen que tienen otros amigos y otras relaciones, pero que siempre necesitan de una dosis macha.
42 MODA
Concepto y fotos / Marcel Antelo (marcelantelo.com) y Vera Rosemberg (verarosemberg.com) Producción y estilismo / Karen Bodenheimer (mundochicle.com.ar) Make up / Jazmín Calcarami (jazmincalcarami.com.ar) Pelo / Lucho Trani con productos Redken (luchotrani.com.ar) Modelos / Aylén (Lux) y Vanessa (Therese) para Prémula (premulamodelsmanagement.com), Anita (Bonnie) para Hype (hypemanagement.net), Malén (Cecilia) y Tuti (Mary) Escenografías y producción / Manuela Fernandez y Agostina Geya Arte / Celina Hilbert Textos / Jeffrey Eugenides, Las vírgenes suicidas, Anagrama. Agradecimientos / A todos los que trabajaron antes, durante y después de esta producción. Vera y Marcel, Karen y Jazmín, Lucho, Manu y Agos, Clau, Patri, Mechi, a las agencias y a las modelos.
Las hermanas hermanas Lisbon Lisbon tenían tenían trece trece años años (Cecilia), (Cecilia), catorce catorce (Lux), (Lux), quince quince (Bonnie), (Bonnie), dieciséis dieciséis (Mary) (Mary) Las diecisiete (Therese). (Therese). Eran Eran bajas, bajas, de de nalgas nalgas rotundas rotundas bajo bajo el el tejido tejido de de algodón algodón yy con con unas unas mejillas mejillas yy diecisiete redondas (…) (…) A A primera primera vista, vista, sus sus rostros rostros parecían parecían impúdicos, impúdicos, como como si si quien quien las las contemplaba contemplaba tuviese tuviese redondas la costumbre costumbre de de ver ver mujeres mujeres cubiertas cubiertas con con velo. velo. Nadie Nadie entendía entendía que que el el señor señor yy la la señora señora Lisbon Lisbon la hubiesen engendrado engendrado unas unas hijas hijas tan tan guapas. guapas. hubiesen
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Sin tetas no hay paraíso El cine clase B erótico no llega a ser porno porque no hay sexo explícito, pero por ahí le anda. Su obscenidad radica en la obviedad del planteo, en sus estereotipados personajes (esas mujeres abusadas, esos hombres-animales) y en su estética kitsch, que hoy lo rescata como un cine cool, retro. T/ Daniel Castelo I/ Pedro Franz
La escena transcurre en la habitación de un hotel, iluminada por una luz tenue, casi tenebrosa. La sufrida Ester de El silencio (1963) llora, padece y se masturba en total armonía con su karma mientras la cámara del director suizo la recorre con timidez, como ahorrándole la humillación de lo expuesto, el escarnio del espectador Big Brother. Al mismo tiempo, en su reverso, Armando Bo, desde este lado del fin del mundo, observa, disfruta, escruta y le saca hasta la última gota de jugo a una tal Hilda Isabel Gorrindo Sarli. A lo largo de más de veinte años, el hombre de apellido monosilábico apuntó a la ninfa argentina por antonomasia con su cámara indiscreta, voyeur, cómplice de esos millones de hombres que función tras función concurrían a la ceremonia onanista más popular de la historia argentina. Influencia El lugar legitimador que con los años adquirió toda acción cinematográfica emprendida por Bergman incluye, entre otras cosas, el hecho de haber extendido sus links de recursos al cine underground de los Estados Unidos, que no sólo miraba a la psicodelia (hoy ya una referencia obvia de la época) sino también a lo que se hacía en el viejo continente. Así es que un señor conocido como Russ Meyer, nacido en California en
106 MIRA NDA JULY
Dirige y actúa sus propias películas. Compone canciones que luego decora con videoclips espontáneos que cuelga en YouTube. Escribe cuentos que edita en libros con tapas de distintos colores para que el lector combine con su ropa. Actriz, escritora, directora, guionista, música; la norteamericana Miranda July es el paradigma de la artista visual posmoderna. T/ Belén Iannuzzi F/ Gentileza de Miranda July Press
Hace tres años o uno más, en ese mar de películas de culto, buenas, inolvidables y también algunas malas que es el Bafici, se corrió el rumor de una medio freak escrita, dirigida y protagonizada por una artista indie norteamericana. El film no podía describirse a partir de las categorías anteriores. O mejor, era todas esas categorías en simultáneo: de culto, bueno, inolvidable y, tal vez, malo. Solo se sabía que la chica se llamaba Miranda July, que había nacido en el ´74 en Vermont, Estados Unidos, y que se dedicaba a hacer performances y obras conceptuales. Que sus padres, una pareja de escritores cancherísimos que fundaron una pequeña editorial, le rogaban que tuviera un trabajo “en serio” (ocurre que Miranda no tiene un trabajo formal desde los 23 años), que terminara la universidad y que quedaba feo eso de que uno de los personajes de su opera prima dijera que tener sexo anal era “como hacer caca pero al revés”. Si su película Me and you and everyone we know (Vos yo y todos lo que conocemos) fuera de un color, sería rosa chicle. Si fuera una canción, sería alguna del último disco de Yoko Ono pero cantada por Joni Mitchell en japonés. Si fuera un lugar, sería un suburbio estadounidense, completamente indeterminado. Si fuera una fotografía, sería una de Diane Arbus, por supuesto. Y si fuera un objeto sería un auto, una pava, una almohada o un cepillo de dientes. En Me and you…, Miranda interpreta a Christine Jesperson, una artista audiovisual tímida, solitaria y triste que se gana la vida manejando una especie de “taxi para gente de la tercera edad”. En uno de esos viajes de trabajo, cuando acompaña a un viejito a una zapatería, Christine se enamora de un empleado de la tienda, un hombre con dos hijos varones adictos a los chats cuasi porno, que está recién separado y que, abiertamente, no le da ni la hora. Pero, atención mujer argentina, ella no se rinde: Ella: Hola, ¿tenés pegamento? El: Tenemos pegamento para zapatos. Ella: Podría servir… El: Hay que tenerlo apretado uno o dos minutos. Ella: ¿Cómo va la separación?, ¿o era temporal?, ¿o momentánea? El: No, estamos separados. Pero tenemos dos hijos. Ella: ¿De qué edad? El: Esto es un manicomio. Es por las rebajas. Ella: Andá si tenés que irte... ¿cómo te hiciste eso? El: ¿La versión larga o la corta? Ella: La larga. El: Intenté salvar mi vida y no funcionó. Ella: ¿Cómo es la corta? El: Me quemé. Ella: ¿Cuándo te sacan eso? El: No lo sé. Cuando deje de doler. Ella: Dejémoslo otros quince segundos. ¿Querés sentarte conmigo?... Un día... a tomar café…
“Miranda July retrata a personas ordinarias con retazos de vidas extraordinarias. De un momento a otro, la monotonía de lo cotidiano se quiebra y así lo inesperado abre las puertas a nuevas formas y posibilidades”.
La película, un cadáver exquisito sobre las relaciones humanas que incomodó a la crítica y fue premiado en los festivales de Cannes y Sundance con la Cámara de Oro y el Premio Especial del Jurado, respectivamente, oscila entre lo freak y lo delicado, entre la ingenuidad de la niñez y los enconos del mundo adulto, como una nota errada en una canción de cuna ejecutada con banjo, pero qué agradable suena. La obra de July se caracteriza por un particular y destacado uso de la narrativa que parece en un principio fragmentado -o no lineal- pero que luego se unifica en una especie de patchwork de situaciones y personajes tan vulnerables como entrañables, y que en su simpleza o costumbrismo generan un sutil relato con miguitas de psicodelia. Así, los temas que atraviesan la mirada de Miranda son la tristeza, la soledad, el sexo, la infancia, las ausencias, la incomunicación, el amor que no llega, las emociones errantes, los impulsos secretos. En ese sentido considera que sus trabajos artísticos -expuso sus performances en video en el Guggenheim y el MoMA, de Nueva York, en Tokio y en el Reina Sofía de Madrid, entre otros lugares-