La Venta by F. Carreto Chapa

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Fernando Carreto Chapa Cover and layout by

Blair Frame


Tomó varios, se sentó en el suelo al pie del viejo estante, hizo una torre con ellos, y uno por uno comenzó a hojearlos, ojeándolos. Vio títulos, autores, leyó algunos fragmentos, incluso olfateó las portadas y las hojas, luego los colocó junto a la torre que iba perdiendo altura al tiempo que edificaba una nueva con aquellos ejemplares que compraría. —¿No tienes más libros?—pregunta, sosteniendo con ambas manos la mercancía. —No—miento. Salvo el hueco de algunos centímetros que acababa de gestar Emiliano, todos los compartimentos del estante están a retacar de libros de diversas temáticas, géneros, idiomas y épocas: libros de finales del siglo XIX y principios del XX, poesías, cuentos, novelas, obras de teatro, algunos en inglés y francés, hasta un par en latín; thrillers policiacos, dramas, ensayos filosóficos, los más eran de teología cristiana y católica (cortesía de la difunta abuela) y también libros de dibujo para niños. Todo un compilado, ahora clasificado en secciones, con las aportaciones de cada generación familiar a la biblioteca de los abuelos.

C a p ít u lo 1

Emiliano llegó a la venta de garaje como a eso de las diez de la mañana. Lo vi entrar justo cuando terminaba de negociar el precio ganga de una bufanda y una bolsa con unas señoras. Llevaba en la mano una bolsa con varios litros de leche. Venía en fachas: shorts de deportes, sudadera negra y chanclas en los pies; sin rasurar, con el pelo enmarañado de alguien que acaba de levantarse de la cama, pero la mirada de alguien que fue levantado a la fuerza. Cabizbajo, entró por los portones sin decir nada, atravesó la jungla de trajes para caballero, corbatas y bolsas, y fue directo hacia el estante de libros. Era la primera persona en dos días de venta que se interesaba por los libros viejos de los abuelos.


Antes de poner todo ese arsenal literario en venta, yo realicé el mismo ritual que Emiliano. Bueno, sin la olfateada. Ver, tocar, leer unas líneas, una torre y a mi mochila; Fromm, Paz, Marx, Nietszche, un tal Batallion y un Saint-Lu que llamaron mi atención, y otros más se irían conmigo a casa, el resto que circule por los vecinos de la colonia y hasta el fin del mundo si llegan más lejos. —Tal vez más tarde me traigan otros, o mañana—le digo. Esta vez no mentí. De hecho había toda una ciudad de libros “en inventario”, es decir, en un pequeño cuarto adentro de la casa. Todos en espera de ser ojeados por primera vez en años y habiéndose ya tornado amarillos. Pero el comerciante, avaro y colmilludo, que en ese momento se apoderaba de mi cuerpo, mis valores y pensamientos, descubrió en Emiliano una posible mina de oro. Analicemos: el tipo es obeso y viene hecho un trapo, como cuando uno es arrancado de la almohada muy temprano para asistir al bautizo de una prima segunda después de haber ido a chupar hasta la muerte con amigos; viene a pata, garantía de que no vive lejos y está dispuesto a cargar más de veinte libros sobre sus manos, y luego volverse en chanclas, sobre empedrado, para su casa. Y todavía me pregunta ¿tienes más? Tenía que hacerlo regresar. —Si quieres date un vuelta más tarde—le digo para engancharlo. —Sí. Más tarde entonces. ¿Cuánto sería por estos? —colocó los libros sobre una de las mesas frente a mí, su mirada vagaba por el resto de los objetos en oferta. —Serían doscientos cincuenta, te daría una bolsa si tuviera, disculpa—me excuso.


—¿Me los puedo llevar y pagarte cuando regrese por otros? —me pregunta, ahora sí, mirándome directamente a los ojos, como niño regañado. Sus ojos son redondos y pequeños—Usé todo el dinero que tenía para la leche—alzó la bolsa para dar prueba de sus palabras. Dudé. Suspicaz de su capacidad física para sostener tantos libros y litros de leche al mismo tiempo. Quizá este güey sea más colmilludo que yo y no lo vuelva a ver en mucho tiempo, y suponiendo que me lo tope ¿qué le diría?: “Me debes doscientos cincuenta pesos en libros cabrón, ahora es el doble por los intereses y por no pagar a tiempo”. Ridículo. Ya de por sí estaba reprimiendo mi culpa por negociar con libros ajenos y generar míseras utilidades. O, tal vez aplique la de revendérselos al ropavejero, es lo que yo haría. De hecho, es lo que pensaba hacer si mañana después del cierre la ciudad de los libros siguiera existiendo.

Orquestaría el apocalipsis perfecto, al mayoreo, dinero fácil y rápido, aunque mucho menos cuantioso que si lograra despecharle a Emiliano cada pieza individualmente. —Sí, no hay problema—cedí, tal vez dice la verdad, imposible saber. Lo importante era conservar al cliente. —Va, vengo al rato—dijo y a pasos torpes se alejó por el empedrado hasta desaparecer. Imaginé verlo tropezar y caer, toda la calle siendo inundada por un tsunami de palabras olvidadas y leche entera, y me quedé con dos posibles escenarios en la cabeza: en uno los transeúntes, transformados en zombis hambrientos de literatura, se abalanzan sobre él y lo despedazaban para recuperarlas; en el otro, Emiliano se incorporaba y se escurría la leche de la ropa, cogía los libros y continuaba solo su camino por el empedrado.


En una venta de garaje, los libros de segunda mano son algo inasible en términos monetarios. Nadie está realmente seguro de cuánto valen, cuánto pagar o cobrar por ellos, y una vez establecida la cifra no se sabe con qué criterio se llegó ahí. Es como en terapia. Ni terapeuta ni paciente pueden explicar cómo o por qué llegaron a ese punto de encuentro, pero es probable que para el primero sea una hora muy aburrida, pero rentable, y para el segundo una de las más caras de su existencia. El paciente es el sujeto, un libro de segunda mano. Es también narrador y lector, a la vez, de su propia vida. El terapeuta es el maestro de primaria que te pone a hacer mil planas y te enseña a repetir el abecedario, más que a leer; es la omnipresencia que abre las solapas y da vuelta a la página, un asistente en el proceso de lectura con una suerte de omnisciencia si presta la suficiente atención y hace las preguntas correctas.

Ca pí tu lo 2

El costo por “analizar la psique”, así como la lectura, pertenece al ámbito de lo impagable. No tiene precio. Los cincuenta, doscientos u ochocientos pesos no son más que algo siniestro, un símbolo que encapsula misterio y ambigüedad. Que alguien por favor le de terapia al psicoanálisis, pro bono. Y yo, mientras tanto, pego mini etiquetas de diez y quince pesos sobre las pastas de todo un reino de libros. Creo que mi cliente estrella, Emiliano, no se percató de ese detalle, o simplemente no le importó.


C a p ít u lo 3 Al cabo de pocas horas regresa. Mismos pasos, mismo aspecto. No nos saludamos. Me extiende el dinero al tiempo que le señalo el nuevo montón de libros: —En la mesa junto a los adornos—le indico sin apartar los ojos del cuaderno con la lista de ventas, mi gobierno de papel cuyo dominio se extiende hasta los confines del tamaño carta. —Ya está—me dice al poco rato desde el estante. De reojo veo que se aproxima, torpe y lento. Se detiene a mi costado sin moverse. Me pone nervioso que esté tan quieto. Le hago señas para que espere y comienzo a hacer cuentas en voz alta, más nervioso: —El microondas se fue con descuento para la señora de Galeana, en trescientos; los albañiles se llevaron los jeans por cuarenta cada uno, y fueron cinco; Don Polo ya nunca vino por sus discos, pero sí me dio los cien, más los dos mil que me debe el jardinero por el teclado. Que no se me olviden las sillas de Jorge, me trajo ocho y vendí cinco; las primeras tres se las llevó el tipo del bar en cuatro-ochenta, las otras dos a la señora que las quiere para su cocina en tres-cincuenta… —el recital de artículos se prolonga por unos minutos. Después doblo la lista, abro el cierre de la cangurera, la introduzco en lo más profundo, lo cierro y con dos palmadas la bendigo —¿Cuáles te llevas ahora?

—Sólo éste —dice. Sólo uno. Decepción total. Me muestra un pequeño librucho color morado con los bordes doblados y la pasta desgastada; el separador integrado estaba agujerado y a punto de rasgarse por completo. —¿Tienes más? —me pregunta. Lo miro, seguro de que se estaba burlando de mí, pero tenía la misma cara tímida y redonda de siempre. Hablaba en serio. —¿Y sí lees todos? —Sí—responde y se da vuelta, camina hacia la esquina del garaje, ahí donde la carpa ya no cubre la casa de la vista de los curiosos. Coge una de las sillas de plástico, la arrastra y toma asiento frente a mí. No supe qué decir.


Por largo rato, Emiliano se quedó sentado sin pronunciar palabra, entreteniéndose con los artículos en venta, viendo entrar y salir a la gente, ser atendida por mí y, cuando había suerte, irse con nuevas adquisiciones. Se limitó a ser ignorado por todos, igual que los libros del estante, y a escuchar la música que venía de la grabadora, puesta a un volumen decente para atraer más clientes y promocionar el acervo musical saqueado de la casa. Sonaba una pieza de jazz acompañando la voz de una fémina, en un portugués grave y lento marcaba el ritmo de la atmósfera, y nota a nota se llevaba a un Emiliano inerte a otro lado en otro tiempo de sus pensamientos, en el que se encontró fantaseando con la idea de ya no estar aquí. Comenzó a estrujar el libro que tenía en las manos, lo único que mantenía su cuerpo en este momento, presionándolo con fuerza contra su barriga. Se aferró al objeto, y al hacerlo sintió que se aferraba a él mismo


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—¿Ya fuiste a votar?—le digo. Mi pregunta lo trajo de vuelta al presente. Parpadeó un par de veces y vio que estaba de vuelta en mi asiento, contando el botín de medio día sobre la mesa. —No, me sigo topando con excusas que me impiden ir—responde. —Comprar leche y procrastinar con libros en una venta de garaje. Que original saliste—comento. —Leo. Me gusta— —Y si antes de votar vas leído con algo como…— inclino la cabeza hacia abajo para ver el título del libro en sus manos—La Locura Lo Cura, de un tal Guillermo Borja, podrás elegir con mejor criterio a los políticos en las urnas, ¿cierto? —Habiendo leído un poco, antes de ir y votar, el criterio de elección podría ser no hacerlo. —“Habiendo leído un poco…”—repito al aire las primeras palabras de su frase, como si citara a un nobel de literatura en tono solemne. —Sólo un poco. En general pues, aunque no estoy seguro si cualquier cosa en general. No es lo mismo. —O a cualquiera. —Claro, siempre se puede votar por “Memonio” para diputado local—me dice levantando el libro y señalando el pseudónimo del autor. Debajo de éste resalta un elemento que no pertenece al diseño de la carátula. Alguno de los tíos o primas grandes debió haberlo pegado tiempo atrás: una calcomanía redonda con la imagen de Mickey Mouse, sonriendo y extendiendo sus manos enguantadas hacia los lados, como si invitase al lector o a quien lo viese a, en efecto, curarse con locura—Y sin haberlo leído. En estos días no habría mucha diferencia porque cuando hablamos de política la gente lee el nombre y no al hombre.


—Eso rimó. Como tu libro. —Lee a la mujer, y no al ser—prosigue. —Fuiste aún más profundo—le reconozco y sugiero—Podrías votar por ti, muchos seguro harán lo mismo. —Sí, hoy soy opción válida. —No, no me refiero a eso, sino que lo harán por ellos también—le aclaro, pero no parece darle importancia y prosigue: —No estoy nada peleado con esa idea, era uno de mis sueños cuando era más joven, ser presidente de este país. El emilianismo es la ideología de mi vida y sería también la base de mi gobierno. —¿Zapata?—le pregunto. —No, yo soy Emiliano. —Oh, ya—le digo. Era cierto, hasta ese momento nadie había dicho su nombre. Dos extraños en una venta de garaje, inmersos en el fluir de una conversación acerca de libros. Sin identidades complejas ni compromisos, sólo roles bien definidos; yo vendedor y él comprador, en un justo intercambio de ideas tras una transacción. La espontaneidad nos trajo más lejos que las formalidades de una presentación, el anonimato nos puso más cerca uno de otro. Quizá demasiado. Y sin previo aviso, como por inercia del encuentro, sale su nombre, así, de escupitajo al suelo, casi sin importancia.


Saco mi celular. No había vibrado ni sonado, fue sólo de reflejo, para marcar una distancia simbólica con mi ya no tan desconocido interlocutor. Pulso los cuatro dígitos de la contraseña. Hay correos y mensajes pendientes desde ayer. Los ignoro, de nuevo, y comienzo el ritual de scrolleo por una de esas aplicaciones con millones de imágenes de comida y videos de quince segundos que se despliegan por la eternidad digital. En el español antiguo de hace cinco años se le decía “desplazamiento”. En un doble reflejo él saca el suyo del bolsillo y se dedica a hacer lo mismo. Así estuvimos por un tiempo. Emiliano guarda el aparato, abre el libro y comienza a hojearlo. Para en una página cualquiera, examina el texto: varias frases están subrayadas con tinta negra, en los márgenes hay taches y rayones con intención de ser asteriscos, flechas y notas de atención, inteligibles sólo para un observador muy minucioso, la palabra OJO es el único garabato que se logra descifrar. Está regada en varias hojas: un OJO aquí y un OJO allá; ojo con esta palabra; con esta idea; con esta frase. Repasa uno de los párrafos siguiendo la sintaxis con la punta de su dedo medio, se chupa la punta y pasa la página, luego otra, otra más. Aparecen nuevos rayados y subrayones en tinta roja y verde fosforescente. Va de una a una sin saltarse ninguna, cada vez más rápido, el rasgueo del papel se vuelve intermitente y más intenso, hasta detenerse en una línea al azar, subrayada con doble línea y encapsulada en un par de llaves de plumón amarillo.

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La lee y relee varias veces en silencio, su boca produce una risa quebrada: —¿Puedes creerlo?—me pregunta con tono de incredulidad en la voz, negando con la cabeza. Lo noto. Lo marcó demasiado, y era su intención, que su indignación me provocara, o que al menos me tocara alguna fibra para reaccionar. —¿Qué?—fue lo único que le di, sin dejar de ver el celular. —Este libro—aclara. —¿Qué tiene?— —¿De quién era este libro? —insiste. —¿Qué se yo? De mi abuelo, abuela, algún tío, no estoy seguro. —¡Ojo! Está todo rayado—dice. Ahora sí, lo consigue. Bajo el celular y lo miro fijamente, invadido por una sensación de ironía. Sentí impulsos divergentes formándose en mi estómago. No sabía si reírme de él primero y luego descargar mi ira, o al revés. Nada más falta que a este gordo de mierda se le ocurra quejarse por el estado de unos libros viejos en reventa. Le costó diez (quince a lo mucho) míseros pesos cada uno, que no mame. ¿Qué quiere? ¿Un reembolso? ¿Otro descuento? Es más, hasta le salió barato. Debí habérselos cobrado como antigüedades finísimas para que sepa apreciar lo que realmente valen. ¿Y cuánto valen? ¡Pues lo que diga yo que valen! ¡Aquí y ahora! ¡En la venta de garaje y en un día de votación electoral! Me reservo ese derecho, ¡No! ¡Qué digo derecho, ni que esto fuera una democracia! ¡Es mi legítimo poder como rey de este reino! Y nadie más tiene dicho sobre ello. ¡Nadie!


—Escucha esto…—continúa Emiliano. Alza una de sus manos y apunta con su dedo índice hacia el techo, cortando por la mitad semejante proclamación monárquica; en algún nivel incognoscible del inconsciente, detectó las vociferaciones de mi blasfemia mental y, con el fin de restablecer el balance cósmico del encuentro y ser escuchado sin restricciones energéticas, utilizóv la autoridad de su ademán para anularla por completo—…“Mientras nos escudemos en algo o en alguien, interno o externo, que nos brinde la ocasión de no asumir lo que somos, será imposible alcanzar nuestro propio bienestar.” [1], no me la creo ¿sabes? —¿Qué no crees? Parece algo bastante razonable, el planteamiento es claro: un intento por rescatar la autenticidad de uno mismo, ¿qué hay de malo en eso? —le digo.

—Mi jefa hacía exactamente lo mismo con los libros que leyó cuando era joven e ingenua, como nosotros— responde Emiliano, con la mirada clavada en la frase citada—Siempre subrayar y subrayar. Marcar esas frases que crispan la piel del intelecto joven al zambullirse en el mar de la lectura. Cuando se posee esa implacable energía que permite a uno sacar un bolígrafo cada dos oraciones (a veces, cada dos enunciados) y alumbrar con tinta esos fragmentos que arañan las neuronas, que hacen revolver el estómago con ideas fecundas y fantasías audaces; esas ideas que echan a andar el motor de la vida en las nuevas generaciones y las hace renegar con las andanzas de las viejas. La flama de la lectura deviene en sobrescritura, y sobrescribir en las páginas de un libro es un acto de rebeldía en sí mismo. Una liberación brutal del propio espíritu que se desboca sin dirección clara, como un caballo en estampida sobre la grava. Desenfreno puro en el que se apremia y desafía, a la vez, las nociones que otro reprodujo con sus palabras—el ‘con sus palabras’ lo acompaña con un par de ves áreas en los dedos, flexionándolas abajo y arriba, abajo, arriba—y que hoy, nosotros, leemos con las nuestra—repite la seña sobre el ‘con las nuestras’, más lento esta vez, enfatizando las flexiones.


Emiliano se calla un momento. Ambos miramos hacia fuera, donde un hombre y su hijo caminan empedrado arriba tomados de la mano. Al pasar frente a nosotros, el mocoso, de unos ocho años según mis cálculos, comienza a retorcerse intensamente junto a su padre. Al inicio de la venta, ver la impotencia desbordada en los ojos de un niño ante la imposibilidad de conseguir un modelo eléctrico del Rayo McQueen, tamaño “original” y convertible, tenía su encanto. Era una interacción que me provocaba una mezcla de lástima y fascinación, pero en ese momento, sentado junto a Emiliano, me pareció algo ligeramente molesto.

El cochecito no era más que una estrategia de mercado. Su color rojo intenso hacia voltear las cabezas de los peatones y conductores hacia mi reino. Se detenían, los automovidos bajaban sus vidrios, y preguntaban: ¿A cuánto el carro? Nadie llegaba a la cifra que yo (im)ponía. Esa era la idea. Y funcionaba. Tarde o temprano regresaban a regatear. Sin éxito. Pero sí salían con nuevas bolsas y camisas...usadas.


Ya tenía planes para él: sería despachado a muy buen precio en un bazar de la Narvarte Poniente. Pero nadie conocía ese secreto. Al verlo estacionado los chamacos reaccionaban siempre igual y, con ciertas variaciones, recibían la misma negativa por parte de su progenitor: —¡Papá! ¡Mira! ¡Es el Rayo McQueen!—grita emocionado mientras intenta desesperadamente liberarse del agarre de su padre—¡Lo quiero! ¿Me lo compras? ¡Por favor! ¡Ándale! —Hoy no—dice el padre sin subir la voz. —Pero, ¿¡por qué no papá!? ¡Por favor! ¡No es justo!—se queja el niño. —Te dije que no, además tú ya tienes muchos juguetes—responde el padre, tirando al niño con más firmeza. —¡No se vale! ¡A mi amigo su papá ya le dio uno!—chilla más alto—¡No es justo! Esta vez el padre siguió caminando sin decir nada, actuando como si el juguete soñado fuera un espejismo en la mente sedienta de su vástago. Las suplicas iban en crescendo, tornándose en chillidos y finalmente en un llanto desconsolado. Su rostro se endureció. Lo observamos transitar en silencio hacia la ciclopista, arrastrando a su alborotado pequeño sin mayor dificultad, resistiéndose con todas sus fuerzas a enfrentar la mirada seductora de McQueen, cuyos ojos lo siguieron hasta perderse de vista.



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