2020 S.O.S Relatos ganadores

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2020-S0S RELATOS GANADORES


Convocatoria Concurso de relatos 2020-S0S

Desconcertados, abrumados, confundidos, aterrados, quienes convivimos con la literatura percibimos más que nunca un alud de referencias y señales. Cómo vibran nuestras cabecitas alocadas, cuantas emociones nos embargan. Llegó la hora de liberarnos, demos rienda suelta a lo que no nos atrevemos a decir en público, escribamos el relato del momento: duro, tierno, humorístico, sarcástico, de ciencia ficción, de anticipación, de amor o desesperación…

Te esperamos.

17 de marzo de 2020

Foto de portada: Miami Airport, 8 de mayo 2020. B. Strepponi

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Veredicto Con mucho gusto informamos que de los 144 relatos recibidos de diversas partes del mundo para participar en el concurso 2020-S0S, hemos escogido 24 de ellos con el fin de publicarlos en un libro digital que próximamente pondremos a disposición de todos. Queremos destacar asimismo que en los textos seleccionados encontramos no solo interés y verdadera preocupación por los momentos actuales de la humanidad, sino diferentes perspectivas, reflexiones profundas y mucha originalidad al momento de hacerlos ficción. A continuación anunciamos los relatos escogidos:

Tiempo ausente, de Silvina Acosta El tiempo es oro, de Miguel Ángel Acquesta La última turista de Cali, de Alberto Bejarano El apartamento de arriba, de Oleñka Carrasco Un tipo de hombre, de Yubany Checo Todas las tardes íbamos a volar al río, de Araceli Cobos Reina La teoría del ego, de Evaly Contreras Kadish, de Fanny Díaz Anémona de balcón, de Luis José Glod Sánchez Desde el ático, de Javier Domínguez Lotería del fin del mundo, de Luis Guillermo Franquiz Borrón, de Richard Jiménez El llanto del pangolín, de Viviana Jiménez Una bolsa verde llena de viento Valery Katzuba Agorafobia, de Leonardo Laverde Botero Insomnia, de Lorena Oliva El sabor fugaz de la fresa, de Nuria Ortiz Toma de medidas, de José Luis Palacios Los zombies obsesivos, de Julio César Pérez Una pandemia de mosquitos, de Quim Ramos Cambio de turno, de Jairo Alfonso Ramos Jiménez Manuel, no salgas de casa, de Yaina Melissa Rodríguez “We dream—it is good we are dreaming”, de Octavio Vinces A la altura de los demás, de Leonardo Damián Zeitune

El jurado: Silda Cordoliani, Blanca Strepponi y Juan Carlos Chirinos 30 de abril de 2020

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Notas de edición 1.

Los relatos han sido organizados por el orden alfabético de los apellidos de los autores.

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Las fichas biográficas fueron hechas por los propios autores.

3.

Algunos relatos están ilustrados con imágenes enviadas por los autores. Todas ellas son de sus respectivas autorías, a excepción de la que ilustra el relato “We dream—it is good we are dreaming”, cuya autora es Mónica DuBois.

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Tiempo ausente Silvina Acosta

HabĂ­a cruzado el lobby del edificio, cuando los vio. Se apresurĂł para alcanzarlos, pero le cerraron las puertas de tijera del ascensor en sus narices y sin

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pestañar. No se preocupó por el desplante. Solo suspiró. No era la primera vez que la evadían. Ni los únicos en hacerlo. Era ya un modus vivendi. Decidió usar de nuevo las escaleras para esquivar cualquier contacto. A cuestas con el peso del mercado, subió los escalones sin prisa. No la había realmente, y hacía mucho tiempo de ello. Ya había perdido su tiempo. A veces llegaba hasta el 13, último piso del edificio, para no tener que ir al departamento. Con cada paso, con cada escalón que subía, ella realmente sentía que bajaba. ¿Había tocado fondo?, se preguntaba. Ya nada volvería a ser como antes. Todo había cambiado. Cabizbaja se percataba de los ruidos difusos y conversaciones lejanas que procedían de algunos departamentos, mientras emprendía la cuesta por la escalera y ascendía en sus pensamientos. Buscaba el silencio que estaba afuera pero no tenía adentro. Hilvanaba con cada escalón, una especie de monólogo curativo. Una suerte de cardio introspección en subida. Un total de 280 escalones para seguir detenida. Hacía mucho tiempo que no salía realmente. Que no salía de sí misma, se repetía cuando había alcanzado el segundo piso. Uno que otro domingo, le tocaba abastecer la alacena. No le quedaba otra. Sin embargo, había terminado de asumir a la reclusión como una forma sin vida. “Estoy en modo avión: desconectada del mundo exterior, pero con suficiente tiempo para nada”, pensó cuando escuchó el ladrido de algún perro de algún vecino.

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Su existencia se había resumido a la estrechez de un departamento monoambiente; a la agobiante relación con sus padres octogenarios; y al escape narcótico de Internet. Meses atrás nunca hubiera imaginado que a sus 50 años estaría en caída libre desenfrenada en momentos de crisis simultáneas. “No creo ser la única, pero ya no hay tiempo”, dijo cambiando la bolsa de mano ente el cuarto y quinto piso. Su padre había heredado un diminuto departamento en pleno centro de la ciudad. En él habitaban ella y sus progenitores pensionados como podían desde hacía dos años. Tuvo que superar las fobias por los baños y el color rosa para poder convertir el “fucking rose-room” en su refugio antiaéreo. En ese espacio de 1,50 x 1,25 metros, huía de la habitual histeria materna, y el tiempo suspendido recobraba algo de sentido con una que otra llamada telefónica de largo aliento. También cuando deslizaba la puerta corrediza del baño, se sumergía en agua para lavar sus angustias y refrescar sus pensamientos. Recuperaba cierta normalidad y entusiasmo para aguantar la carga y fragilidad del momento. Su rutina era demasiado previsible, como la de muchos. Al levantarse, y después de su habitual chequeo informativo por celular, constataba el humor familiar matutino para coordinar las tareas domésticas. La cocina requería mucha creatividad para asegurar una comida fornida con pocos ingredientes y sus padres no estaban siempre dispuestos a asumir la responsabilidad. Por cierto,

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recordó que no había podido comprar la carne que le había pedido su padre cuando el departamento 602 le olió a bistec. Sin empleo fijo, no alcanzaba a llegar al mes. Nunca había podido desencriptar la maraña de interconexiones casi incestuosas de la cultura laboral de su país de origen, y más en sus áreas de experticias. Privativas e impenetrables eran las pocas opciones laborales, como también impredecibles y inconstantes las relaciones interpersonales. Prefería ni asomarse a la ventana. Ni siquiera saludar en caso de tropezarse con alguien en las escaleras. Recordó con nostalgia a sus amigos y conocidos en tierras lejanas, y también agitadas. Había ya dejado de dar una mano, besos y abrazos tiempo atrás cuando comprendió, a pocos escasos meses de arribar como migrante repatriada, que no se las darían a ella y en ningún ámbito, en especial el consanguíneo y profesional. Prefería la invisibilidad. Ya le habían advertido: “Son muy cerrados, poco empáticos y no saben de solidaridad”. Ella agregó en voz alta en el séptimo piso: “Tóxicos. Muy tóxicos”. Más allá de las muchas puertas cerradas, estaban todos siempre muy ocupados en sobrevivir y mantener cercada cualquier real posibilidad de acercamiento con propios y extraños. Internet era su única distracción y en alguna ocasión podría redondearse escasos ingresos por traducciones en días de trabajos remotos. Por cierto, ese domingo estaba ansiosa por comenzar a ver “Tell me what you see”, un nuevo drama de la colección de dramas coreanos que gratis por streaming le entretenían sus noches y hasta madrugadas enteras. Jamás imaginó que unas series

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televisivas del país asiático la ayudarían a desentenderse más aún del entorno afligido. Después del insomnio, repasaba algunas noticias y los emails o mensajes de voz de WhatsApp que solo le respondían, y a destiempo, los más cercanos en afectos, pero no en geografía. La distancia afectiva la apaciguaba con conversaciones simultáneas por Zoom cada sábado con sus más allegados que también atravesaban complicaciones existenciales del momento. Sonrió, mientras seguía subiendo las escaleras, cuando recordó a su amigo Juancho que justamente 17 horas antes le había confiado virtualmente su reciente adicción por los videos tutoriales de origami, kusudama y kirigami. A veces también revisaba muy por encima los posts y tuits de las redes sociales. Usualmente entraba en cólera casi de inmediato al leer en 140 caracteres, los arrebatos descabellados y sin sentido común de la gente que se aprovecha de cualquier circunstancia para viralizarse más. Afuera del mundo virtual, quedaba poco que hacer. Por no decir nada. En la ciudad, cada vez más ausente e inmóvil, quedaban distantes parientes, supuestos amigos, y algunos conocidos, en su mayoría bastante venenosos que le devolvían indiferencia, desconfianza y soberbia demasiado contaminadas. Extrañaba mucho aquellos domingos de viaje al Mercado Central con sus únicos verdaderos aliados, un ecologista desempleado y un dueño de una sexy shop que no solo comparten cama y vida, sino un Fiat 500 Dolce Vita. Era el momento de mayor socialización, al cual aspiraba ella en todo el mes y

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con una cerveza helada en mano. Ahora, sin la “Dolce Vita”, se tenía que conformar con compras nerviosas en los mercados más caros y cercanos a su domicilio. Ese domingo y a punto de llegar a destino en el piso 11, ya le costaba respirar y su cuerpo se resentía por el peso de la bolsa y los años. Volvió a pensar en su edad, su peor enemigo en el nuevo territorio de residencia. Laboralmente, era la excusa y el prejuicio para no ser contratada; sexualmente, el ostracismo por el mismo distanciamiento social que ya había admitido por su salud y bienestar mental. Al llegar al departamento 109 ese domingo 26 de enero de 2020, le esperaban sus padres más agitados que de costumbre. Se sacó los zapatos en la entrada; dejó la bolsa con los víveres y se encerró en el baño. Mientras se lavaba sus manos, escuchaba a su padre quejándose por la “huida” inesperada de WIFI y el Extra Noticioso a todo volumen. “Las autoridades gubernamentales italianas anunciaron la cuarentena total del norte de Italia. Con esta medida de confinamiento social se busca prevenir la propagación del virus”, anunciaba el locutor del noticiero televiso. –¿Cuarentena? ¡Imposible! –dijo la madre de origen italiano, agregando: –Espero que ese virus no llegue acá. ¿Te imaginas? ¡Lo que nos faltaba! ¿Más encierro?

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Silvina Acosta, nació el 29 de febrero de 1980 en Malmö, Suecia, de padre italiano, y madre española. Arquitecta de profesión egresada de la Universidad Nacional de Singapur, estudió ciencias náuticas en la Universidad Noruega de Ciencia y Tecnología. Escribe en sueco, inglés, español e italiano. La navegación es su pasión. Su velero Catalina 22, su hogar. Su mayor desafío: perseguir un tsunami.

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El tiempo es oro Miguel Ángel Acquesta

En 2018 hubo algo más de 120.000 vuelos comerciales que transportaron 12 millones de personas en todo el mundo, un año después los vuelos llegaron a 124.000 y los pasajeros diarios a 12.4 millones. El 60% de esos vuelos en virtud de los husos horarios que atraviesan implican cambio de horarios entre el punto de salida y el destino. Esos cambios pueden oscilar entre una y doce horas según los casos. Tomando como promedio seis horas por vuelo y el número de pasajeros se pierden 44.640.000 horas por día, lo que hace un total de 1 billón seiscientos veintinueve mil horas de vida humana al año. Si cada año de vida de una persona representa aproximadamente 8.640 horas, y tomando en cuenta el promedio de vida podría calcularse que las horas vida de un sujeto oscilan las 605.000, cuesta imaginar la cantidad de vidas que se pierden cada año en los vuelos comerciales. Y sin que nadie se dé cuenta, ni lo valore. Cada uno viaja, pierde un par de horas de su vida y cree que las recuperará al volver. Más allá de que no todos los pasajeros que viajan vuelven por la misma ruta y en las mismas condiciones horarias, es elemental que el tiempo de vida no es un objeto que uno deja en un lugar un día y lo pasa a buscar una semana

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después y está allí esperándonos. Esas horas perdidas, se perdieron definitivamente, están en la inaccesible dimensión temporal de la existencia y no en el aeropuerto de vuelta. Basados en la premisa económica histórica de que Time is money, una empresa subsidiaria de The Walt Disney Company radicada en las afueras de San Francisco, California, más precisamente en El Cerrito CA, en unión con un grupo de neurocientíficos del UCSF Health, vienen estudiando este tema desde 2016. El objetivo de este grupo de investigadores y médicos es desarrollar un modelo que les permita apropiarse de esas horas de vida humana, para luego poder recuperarlas y darles utilidad económica o de otro tipo. Durante 2019 los progresos efectuados fueron precipitándose al extremo que, para mitad de ese año, ya habían logrado alargar la vida de pequeños organismos pluricelulares en un cien por ciento. Dichos avances como el mismo proyecto se mantenían en rigurosa reserva ya que existían sospechas de que otros grupos científicos en el mundo, especialmente en China, Francia e India, estaban trabajando en desarrollos similares, si bien en forma incipiente. En los últimos meses del año se hicieron ensayos con pacientes terminales de uno de los hospitales de la Universidad de San Francisco ubicado en las cercanías de Cole Valley, logrando extender su tiempo de vida de acuerdo al número de horas que se les suministraba. El grupo económico estaba diagramando una estrategia amplia de lanzamiento al mercado del producto para comienzos de 2020. Venderían módulos de horas de vida con financiación de las propias entidades

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y a un precio relativamente bajo ya que, si bien tendría una demanda muy fuerte (¿quién no quiere vivir un poco más?), la producción anual de un billón y medio de horas sería muy difícil de colocar si los precios no resultaran accesibles. De ese modo, no solo les quedaría un gran remanente de producción cada año, sino que dejarían insatisfecho un mercado muy grande para los competidores, en especial los chinos que a la corta o a la larga también llegarían a desarrollar el sistema y lo venderían a precios bajos según su modelo de negocios. Todo parecía encaminarse a un éxito comercial sin precedentes, basado en un descubrimiento científico que alteraría el campo de la medicina y que prometía algo parecido a la eternidad para quienes quisieran pagarla. No contaban con que uno de los colaboradores de T&M, tal era el nombre de la subsidiaria de Walt Disney Company, el brillante matemático Dr. Chong Lee, un coreano que había dirigido mayoritariamente el modelo matemático del proceso, y que era a la vez agente del gobierno chino, cooptado cuando era estudiante en el California Institute of Technology y que venía infiltrándose y pasando información de diversas empresas de Silicon Valley a los chinos desde esa época, veinte años atrás. Esta no fue la excepción, todo lo contrario, el gobierno chino sabía desde 2017 de los avances que venía produciendo este grupo de trabajo y tuvo la noticia anticipada de que en enero de 2020 sería lanzado al mercado el procedimiento. Los investigadores chinos no avanzaban tan rápidamente y no se preveía que lograran modelos similares al menos en un trienio. Ante tal situación, se desbalanceaba en favor de EEUU el delicado

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equilibrio bélico-comercial que marcaba en ese momento el estado de la guerra comercial desde la asunción como presidente de Trump, en USA. El gobierno chino, que no requería de procedimientos parlamentarios para llevar a cabo una acción de cualquier tipo dado su carácter dictatorial, ordenó el comienzo de una guerra química limitada. En uno de sus centros de armas químicas en la provincia de Wuhan simplemente echaron a correr un virus de laboratorio, denominado ARN monocatenario positivo. Al costo de más de 8000 muertos en la población de esa zona, tras diseminarlo por Europa y de allí al resto del mundo, lograron desencadenar una pandemia sin precedentes en el siglo XXI, ante la falta de vacunas y de medicamentos para su cura. Todo hace pensar que al menos por un año la situación se mantendrá igual cobrando miles de vidas en todos los países. Los mismos chinos cuentan ya con la vacuna para este tipo de neumonía y esperan el momento apropiado para ponerla a la venta, luego de causar un medido daño a sus competidores. Mientras tanto, el grupo empresario estadounidense tuvo que posponer el lanzamiento de su plataforma de recuperación de horas perdidas ML, hasta mejor oportunidad ya que nadie compraría en estas circunstancias horas de una vida que no se sabía cuándo podía terminar abruptamente en manos del virus chino de diseño, cuyo origen se ocultaba bajo el nombre políticamente correcto de Covid 19. No estaban sin embargo muy preocupados ya que cuando los chinos lanzaran la vacuna ellos a su vez presentarían el ML y también harían un negocio multimillonario. La guerra comercial continuaría en un marco de un cierto equilibrio.

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Mientras tanto la economía mundial se derrumbaba y los seres humanos morían sin remedio por miles cada día. 一寸光阴,一寸金。 (Una pulgada de tiempo es una pulgada de oro.)

Miguel Ángel Acquesta. Nacido el 2 de junio de 1949 en Núñez, Capital Federal, Argentina. Licenciado en Psicología por la UBA. Se destacó en la actividad forense, la docencia y la gestión universitaria. Publicó seis libros sobre Psicología del Desarrollo y Forense y numerosos artículos en revistas científicas. Publicó cinco cuentos. Ganó una beca del Fondo Nacional de las Artes, en desarrollo; obtuvo algunas menciones y premios en concursos literarios en la categoría cuento. Perdió la mayoría de ellos lo cual no impide que continúe escribiendo.

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La última turista en Cali Alberto Bejarano

Empezaban las pesadillas, la que parecía hasta hace una semana, una más, una ronda más del tour de la salsa, de la gozadera, del zaperoco, del tin tin deo, de la matraca, de la caldera, de la topa, del mamut, de baré, de la mala maña, todos los bares que intensamente había vivido durante una larga eterna semana… Cali, poblada apretadamente de seres sin nombre y turistas apurados, se tornaba ahora un acuario de sombras y desdichas, caras largas desde los balcones, parlantes sonando hacia dentro, pájaros liberados, pingüinos curiosos y leones moribundos. El último turista, o mejor, la última, era una francesa de 38 años que había decidido quedarse sola en Cali, llevándole la contraria a su grupo de amigas. Ya se corría la voz que se confinaría a los extranjeros en sus hoteles y que pronto se expulsarían del país, pero Magalie B., o no lo creyó o pensó que encontraría una forma de escabullirse bien fuera hacia algún hostal del litoral o en alguna casa de algún conocido en el sur de la ciudad. Esos nuevos verbos, decía, no la asustarían: “confinar / expulsar / aislar / apartar / contagiar / expandir / contener / evacuar… expirar…”. Así era ella, decía estar más allá de todo impedimento, se sentía libre de ir por el mundo a su ritmo, a su medida, y desde que había aprendido español y se había hecho devota de la

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santería y de la salsa, había soñado por más de diez años venir a Cali y pasar la mejor temporada de su vida. Había ahorrado con mucho esfuerzo una pequeña fortuna para vivir un año sin apuros, dedicada solo a la noche y al baile. Justo había llegado de Marsella a Cali apenas una semana atrás, había logrado convidar a tres amigas a acompañarla durante diez días (noches) y luego seguiría sola su deambular. Ahora estaba sola. En los noticieros anunciaban que a la noche los extranjeros debían irse del país. En el hotel colonial le dijeron que no podrían alojarla más y por más que ella intentó negociar, proponiéndoles pagar por adelantado un mes o incluso más, no aceptaron. Divagó y divagó en su cabeza y salió a caminar por el bulevar del río; serían las tres de la tarde. Poca gente había. Pensó que no le sería tan difícil encontrar un hostal o una pensión más o menos caleta (una palabra de jerga local que le llamó la atención desde su llegada)… caminó por las calles laterales del centro y en todas partes le cerraron la puerta a sus ojos verdes, a su pelo rubio, a su falda corta descaderada, a sus largas piernas, a su piel casi albina, a su sonrisa desbordante. El look que antes le abría todos los caminos ahora le pasaba factura. Así fue pasando la tarde y a punto estaba de iniciar el toque de queda para todos. Se le ocurrió ir al bar Mala Maña donde la había pasado bomba las noches anteriores, quizá si estuviera abierto, alguien la ayudaría. El local estaba cerrado, pero sonaba música adentro. En su novela favorita, Los reyes del mambo tocan canciones de amor de Oscar Hijuelos, había prendido un mantra que recitó una y otra vez como una súplica a Iemanya, diosa del mar: “en el nombre del mambo, de la rumba y del cha cha chá”. Se animó a golpear y se paró la música, por una ventanita alguien le preguntó qué quería, ella solo

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atinó a decir: “bailar”; como si fuera un santo y seña o una mágica contra santera, la puerta se abrió y al bajar las escaleras del sótano, vio a un hombre solo, muy mayor, como de cien años, bailando lentamente un bolero en la pista vacía. De lejos, le sirvió un trago de viche y brindaron en la distancia. Le señaló un cuarto al fondo de la barra, al que se accedía tras una mini puerta que hacía parte del espejo. Para ella los espejos siempre habían sido ventanas y las ventanas espejos. Le dijo que allí podría pasar la cuarentena, tenía comida no perecedera, un botellón de agua, diez canastas de cerveza y veinte botellas de viche curado. El viejo se despidió como un espectro más y ella se acercó al tocadiscos para poner el disco que había quedado suspendido cuando ella tocó la puerta. El tema era “Candela”* de la Orquesta La Conspiración: “Ay Candela si la tocas te quema…”. Lo bailó en la punta del pie acompasada alargadamente como en un bautizo de fuego. Se sintió ya no la última turista sino la primera sonámbula.

*https://www.youtube.com/watch?v=3sGephFkons&list=PLozejCghwbDc5p0ht1ROConaAkPPXM7LR&index=130&t=0s

Alberto Bejarano. Poeta, bailador de salsa, nómada y saltimbanqui. Vive entre Cali, Brasil y Bogotá. Profesor de literatura comparada y artes.

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El apartamento de arriba Oleñka Carrasco

De un sobresalto en la cama me desperté el seis de abril. El grito y los golpes secos fueron quizás la causa. Tuve la sensación de que todas esas voces atormentadas, todo ese ruido de vidrios rotos, portazos innumerables, objetos contundentes saltando por los aires, todo ese barullo se había colado en los intersticios de madera falsa de mi cama y me había hecho saltar.

Eran las seis, era el día seis, solo puedo estar segura de la fecha, de la hora, el nombre de los días ya no significa nada, es como si viviéramos un ciclo monótono y demasiado cotidiano desde que sale el sol hasta que se acuesta, casi como autómatas.

A las seis y cinco los gritos aumentaban, me restriego bruscamente los ojos, veo borroso, necesito mis anteojos, identifico en ese momento el lugar desde el que todo proviene, el techo. Hace años que abro los ojos y veo este mismo techo, pero desde el día en que nos encerraron sueño con abrir los ojos y estar a cielo raso, una fantasía extraña, ¿cuántas veces en la vida he dormido contemplando el cielo?

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Seis y diez. No entiendo la lengua en la que discuten, pero, me levanto y recorro mi apartamento guiada por esa pelea que vivo a ciegas. Ahora salen de la habitación, se escucha un aullido en el pasillo. Me pego a los muros y empiezo a seguir ese recorrido macabro.

Seis y trece. Al llegar al salón caigo al suelo como el golpe de esa porcelana que viene de estrellarse, me arrastro a la cocina y todo parece explotar por los aires, imagino cubiertos, vasos. Observo, atentamente, el imán de mi pared en el que cuchillos de todos tamaños se exponen, orgullosos de ellos mismos y de la mano que los utiliza con esmero. Vuelvo en mí. Mi cuerpo tiembla. El techo sigue vibrando, los gritos aumentan.

Son apenas las seis y cuarto y siento que ya he vivido todo el día. Recuerdo que no puedo acercarme a la puerta, que tendría que ponerme el atuendo de tocar el exterior, guantes, máscara, camiseta, zapatos, abrigo, no puedo tocar las paredes, ni el botón del ascensor. Renuncio a la idea de subir las escaleras, se sabe que en la planta de arriba todas las puertas pertenecen a personas que tosen. Marco los dígitos del número de la policía en mi teléfono. No me lo llevo a la oreja completamente, lo sostengo apenas cuando pienso en que no lo he limpiado desde ayer con alcohol, como marcan las recomendaciones.

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Abro la boca, me explico.

Son las 6 y diecisiete. Escucho al fondo de la línea como se comunican por radio. Los gritos aumentan. –Sí, para entrar tendrá que marcar usted el código 0000 en la reja, posteriormente el código 1111 en la puerta de vidrio, al llegar al ascensor un nuevo código será necesario, el A2222B, vaya al décimo piso, es la puerta K, saliendo a la derecha la puerta más a la derecha de entre las diez del pasillo. Respiro, me digo que nuestro edificio no está preparado para que alguien venga a prestar ayuda con urgencia. Estamos encerrados y somos inaccesibles. A razón de todos los botones que tendrían que tocar, estoy segura de que ningún organismo pondría en peligro la vida de sus valerosos funcionarios para intervenir en algo que parece ser una simple disputa familiar.

Seis y veinte Me veo a mí misma, intentando esconderme del ruido, a sabiendas de que no puedo franquear el límite de mi puerta blindada.

Seis y veinticinco. Me quedo rumiando en el pequeño muro al lado de mi puerta.

Seis y veintisiete. Escucho cuatro golpes firmes. Llaman a la puerta. Diez minutos desde mi llamada. ¡Cuánta rapidez! Nuevamente, cuatro golpes, siento la vibración

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de la puerta en el techo que llega a mi puerta, a mi pequeño muro en el que intento mantenerme en pie. De un lado de la puerta, pasos de al menos cuatro o cinco funcionarios, los escucho ir y venir, escucho sus radios. Del otro lado de la puerta, un silencio infame se ha instalado. Nadie responde, nadie abre. Me concentro, escucho como deslizan un objeto pesado desde la puerta hacia el pequeño pasillo, sigo el paso de procesión que me marcan desde el techo, nos detenemos en el baño, abren la llave del grifo, el agua corre, la siento caer aquí mismo, en mis manos.

Son las seis y treinta y cinco, vuelvo a la puerta y ya no escucho a nadie fuera. Menos de diez minutos y los funcionarios se han marchado. Me acerco al sofá. Me sostengo difícilmente en pie.

A las seis y cuarenta, lo escucho a él, gritando una lengua que yo no comprendo, la escucho a ella respondiendo, y escucho a otros tantos. Los portazos vuelven a comenzar, eso que parecen insultos en una lengua que yo no comprendo recrudecen, la porcelana se quiebra, los gritos...

Son las seis y cuarenta y cinco. Respiro sin hacer ruido, me quedo inmóvil, recorro con mis ojos el techo desde detrás de mi cabeza hasta llegar a la ventana. Me quedo quieta, a lo

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lejos el sol se levanta, pero la ciudad parece inerte, su silueta va desapareciendo poco a poco, al mismo tiempo en el que se cierran mis párpados cansados. Creo que hoy es lunes.

Oleñka Carrasco (1980) es una escritora, fotógrafa y artista nacida en Venezuela que vive y trabaja en París. Es la autora de: La Latitud de los Pasos (Madrid: Ediciones Casiopea, 2018) y junto a la poeta Julieta Valero de La Nostalgia es una Revuelta (Madrid: Ediciones Tigres de Papel, 2017). Sus trabajos fotográficos y artísticos: La ristra de nombres, El Cementerio de los vivos, Cartas de París y La multiplicidad de la Autofragmentación se han expuesto en España, Francia e Italia. Licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela, Máster Europeo en Humanidades por la Universidad Carlos III de Madrid, realiza estudios de Fotografía artística y Bellas Artes en París, Francia.

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Un tipo de hombre Yubany Checo

Tengo días viendo el letrero: “Te amo Adela.” Le pregunto a la enfermera si sabe quién es Adela pero ella no sabe. Tampoco quién es el hombre que lo sostiene en alto. La entiendo. Hemos perdido la cuenta. En estos momentos un nombre no es el detalle más importante. Puedo verlo desde aquí. Ahora está sentado en una silla plegable. De lejos tiene un parecido a mi papá y un recuerdo se me escurre por la memoria. La gota del suero también baja hasta metérsele por las venas al niño de la habitación 37. Lleno la planilla sin detenerme a leer. Papá llega con la toga sobre los hombros. Cara cansada que bien pude heredar de él. Me aferro a sus piernas. Él se deja caer sobre el sofá, cerca del mapamundi. Lo giro con la promesa de no abrir los ojos. Eso es trampa, según hemos definido las reglas de nuestro juego. Apunto con mi índice y escojo un país. Papá busca el país en el libro, el libro que tiene todas las respuestas. Me siento cerca y él empieza a leer hasta que me duermo. Llevo semanas viendo las mismas noticias. Distanciamiento social, dicen. El hombre sigue del otro lado de la calle. Le noto las barbas. Reviso mi

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planilla. Recorro rápido los nombres. Mis ojos se detienen en Adela. Lo pronuncio lentamente para asegurarme. Por fin la conoceré. La televisión en el pasillo repite las advertencias. La curva del virus sube, también el miedo de todos. La comida ahora es importante y por más el papel de baño. Los policías oran antes de hacer cumplir el toque de queda. El hombre camina de un lado a otro. Son más de las cinco. Lo sigo por unos segundos a través del cristal. No estará cansado, donde comerá, me pregunto. Adela está en la sala de ventiladores. La policía le advierte al hombre que debe irse a su casa. Toque de queda. Imagino que le explica que su mujer está aquí. No quiere dejarla sola pero ya está sola. Apunta su índice varias veces en esta dirección y por alguna razón siento que me señala a mí. Corre y la policía le sale detrás. Miro afuera y el hombre ya no está. Una vez papá me preguntó si me gustaría conocer esos países sobre los que me leía. No supe que responderle. –Debes tener un buen trabajo –dijo. Era mi primer día de vacaciones. Le pedí que me llevara a conocer su trabajo. Me senté en uno de los últimos bancos de aquel salón. Lo escuché hablar como nunca. Voz fuerte. Si no lo hubiese conocido diría que ese no era mi papá. Su tono de voz alto, por momentos bajaba para hacer algunas pausas. Quizás porque así quien lo escuchara tenía tiempo para pensar. Papá convencía, de eso no tengo dudas.

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Me arreglo los guantes y la mascarilla antes de entrar a la sala. La última paciente de la línea es una señora. Sigue viva, me comenta la enfermera. Leo su nombre. Ella es la esposa del hombre que pasa todo el día del otro lado de la calle, agrega hasta que asegura la perilla del suero. Trato de no mostrarme sorprendido. Las fuerzas para sostener el lapicero se han ido. Adela lucha y yo bajo la mirada. De repente me parece escuchar a papá en aquel salón. La voz retumba, su toga negra parece el atuendo de un espadachín. Pide la muerte de un hombre. Lo escuché tan claro que me hizo ruido en el corazón, un ruido que me retumba hasta hoy. Ese día el mapamundi dejó de girar. Cómo se lo diré al hombre que espera afuera. Pienso que su letrero ahora debe decir: “Te espero Adela”. Y ella sigue con sus sibilancias y algo se me retuerce en el pecho. Tiene los ojos tragados por sus cuencas. Los pulmones, sus venas son las raíces de un árbol y la fiebre la acecha como una chismosa. Le aplico la misma dosis. Miro a través del cristal y el hombre está ahí con el letrero sobre las piernas. Quisiera decirle que ella no lo mira, que no lo lee, que ya no lo intente. Papá se pasea frente al hombre que esta sentado en el primer banco. Es un tipo pequeño, regordete, que se encorvaba con cada palabra salida de la boca de papá como un látigo. La respiración busca por donde salirle. Espero. Dentro de poco necesitaré un ventilador. Salgo al pasillo y le pregunto a la enfermera por uno. No

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se por qué siento que el hombre en el otro lado de la calle me mira. Talvez mira a cualquier lado y mi cerebro hace creer que es a mí. Por ejemplo, la enfermera puede tener la mirada fija en la luz del pasillo y no necesariamente me mira mientras espero su respuesta. Está cansada. Todos lo estamos. Muchas promesas y arengas. Y yo mismo me respondo antes que ella lo haga: “todos los ventiladores están ocupados”. Deberé esperar aunque eso sea sinónimo de muerte. Salimos y nos montamos en el carro. Papá me pregunta qué me ha parecido su trabajo. Le digo que bien sin abundar en detalles. Quería preguntarle por el hombre que iba a morir, pero prefiero pegar mi rostro al cristal de la puerta y ver las luces. El carro va rápido, cortando los postes de la avenida. Luces y sombras se alternan. Yo con los ojos cerrados pienso en el tipo de hombre que quería ser. –Hay hombres que no merecen vivir. Se han equivocado tantas veces, su vida es como jugar a la suerte, usan el regalo de Dios para hacer daño. –Eso dijo papá años después. Quizás era una forma de confesión antes de morir, quizás esperaba que lo entendiera en ese justo momento. Una forma de advertencia. Pero no. Yo había cerrado mis oídos a ese episodio. Cualquier explicación no me haría cambiar de parecer. El niño de la 37 no lo logró. Lo cubren. Entonces me debato entre justicia divina y selección natural. Al menos tengo seguro el ventilador para Adela.

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Quiero salir y decirle al hombre que su mujer lleva dos días mejorando. Pero a decir verdad tengo más días sin verlo parado en la otra acera. Hasta ahora me doy cuenta. Le pregunto a la enfermera. Me dicen que lo han recluido en la otra sala. Se pasaba el día afuera, sin mascarillas, comenta. –No creo que lo logre –agrega ella. Entonces pienso en Adela. Y algo frío se desliza por mi espalda hasta llegarme a las zapatillas. Salgo al pasillo. En el fondo, donde las luces se pierden, dos colegas están en la habitación de descanso. Vuelvo a pensar que sería amor si dentro de unos días es Adela quien levanta en alto el letrero del otro lado de la acera. Cruzo la calle, recojo el pedazo de cartón y se lo guardo.

Yubany Checo. Nací en Santiago de los Caballeros. Graduado de Ingeniería Telemática en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, de electrónica en Hesston College y con maestría en administración de Sistemas de Información en el Steven Institute of Technology. He tomado cursos de escritura académica en la Universidad de Duke y talleres de escritura creativa en el Taller Literario Narradores de Santo Domingo del cual es un miembro activo.

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Todas las tardes íbamos a volar al río Araceli Cobos Reina

Solo hacía tres días que habíamos ido al cine. Lo recuerdo con tanta claridad, a pesar de los años que han pasado, porque era la primera vez que íbamos todos juntos. Ludwig, Moritz y Emilio vivían cerca de los cines Cadillac. Yo podía ir en bicicleta, era cuestión de quince minutos, pero mamá no me dejó porque la película acababa a las siete de la tarde y como aún tenía once años, y a esas horas ya habría oscurecido, pensó que no estaría atento a los semáforos. Vio el peligro que suelen ver las madres y los niños no, así es que fuimos en el metro, los dos juntos, con la condición de que me dejaría en la misma boca de salida para así yo cruzar la plaza Arabella y ya, en solitario, entrar con mis compañeros de Gymnasium a ver la película. Mamá solía dejarme coger todas las líneas de metro solo, pero únicamente las que ya conocía. Cada martes y viernes iba a mis entrenamientos de balonmano. Tomaba la línea tres hasta Scheidplatz y allí me bajaba para coger la línea dos hasta el barrio de Milbertshofen. Puedo asegurar que este camino era bastante más largo, pero mamá sabía que lo tenía bien estudiado, como ella decía “bajo control”, por tanto no suponía ningún peligro para mí.

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El viernes de esa misma semana, sin embargo, ya no pude ir al entrenamiento. El Gymnasium cerró y comenzó la cuarentena. El virus que había surgido en China, como nos había explicado Herr Baumann, nuestro profesor de biología, y que pensábamos que allí se quedaría, se iba extendiendo por el mundo entero. Las restricciones ya habían comenzado en febrero, después de las vacaciones de Carnaval. Al principio, solo obligaron a quedarse en casa a los niños que habían pasado esos días en Italia, más concretamente en Lombardía. Por suerte, yo había estado con papá en el Tirol, así es que pude seguir mis clases hasta ese viernes. Todos los alemanes del sur aprovechaban esos días festivos para ir a esquiar a los Alpes y enseguida corrió la noticia de que las estaciones de esquí estaban totalmente infectadas por el Covid 19, el Coronavirus, por esa razón algunos compañeros se habían quedado en casa ya desde entonces. Nuestras caras eran de felicidad absoluta aquel viernes porque creíamos estar de vacaciones. Dos semanas antes de lo previsto estábamos libres de estudios, eso pensábamos, ingenuos de nosotros, con el añadido de que esos quince días de asueto se unirían a las dos semanas de Osterferien que teníamos en Baviera cada año. Estaba esperando esas vacaciones con mucha ilusión. Vería a mis amigos españoles de nuevo, y tendría mucho que contarles. Pero al volver a casa, apenas hube dejado la cartera en el pasillo de la entrada, mamá me dijo que ese año no podríamos volar a España en Pascua. Yo, que ya había marcado en color rojo aquellos días en mi calendario, no

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podía creer lo que me decía. Pero, al de un par de horas, papá llegó de la Universidad y me explicó que los vuelos se habían cancelado, que la situación en España era de alto riesgo y que lo más conveniente era quedarse en casa. Como vi a mamá tan triste, intenté comprender y enseguida le expliqué que entendía que ella podría estar más triste que yo por no poder ir a ver al abuelo. El caso es que nada, a partir de aquel día, sucedió como yo había imaginado. El fin de semana nos dejaron descansar, como no podría haber sido de otra manera, pero el lunes comenzaron a llegar correos electrónicos con tareas de este y de aquel profesor, con ejercicios de repaso, con entradas nuevas de latín, de inglés, de matemáticas… de todo, y aquello nos desbordó un poco. Pronto, mamá, que era muy organizada, estableció una rutina, y fue cuestión de dos días comprobar que una nueva máquina se había puesto en marcha. Papá, cada mañana después del desayuno, se metía en el cuarto de estudio para dar clases en línea a sus alumnos, mamá abandonó todos sus quehaceres y se convirtió en mi maestra de todas las asignaturas. Pacientemente leía los correos y me organizaba las tareas diarias. A veces, discutíamos, cuando me entraba la pereza, pero enseguida hacíamos las paces. Confeccionamos murales de la democracia en la antigua Grecia, de la Electra de Eurípides, de la reproducción de las ranas… ¡qué se yo!, de todo. A las dos comíamos los tres juntos y después salíamos a la calle, porque al contrario que en España, aquí el gobierno no había decretado el confinamiento. Creo que esa fue la salvación de aquellas semanas. Lo mismo que mamá estableció el plan matutino, papá

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confeccionó el plan de las tardes cuando ya estaba liberado de mis deberes. Los tres paseábamos por el Jardín Inglés, respetando la distancia entre las personas de metro y medio tal y como se había establecido. Pero esto, al de dos días, dejó de parecernos interesante, así es que a papá se le ocurrió que podríamos pasar las tardes en el Isar. Allí, al lado del río, respiraríamos aire fresco y nos daría el sol sin tener que preocuparnos por ir esquivando a las personas a nuestro paso. Papá conocía lugares secretos del río que casi nadie conocía. Así es que enseguida seguimos el patrón que habíamos diseñado y lo repetimos durante una semana. Atravesábamos el parque, cruzábamos el puente John Fitzgerald Kennedy, y después caminábamos por el sendero de arena que daba al rincón secreto. Era muy bonito aquel lugar. Había patos y cisnes y a mamá le encantaba verlos volar. A veces soltando un suspiro decía: “Ellos si son afortunados. Ellos si pueden volar donde quieran. Nosotros no tenemos alas”. Aquella obviedad tenía un sentido más bien trágico en aquellas circunstancias pero es que mamá podía ser tan trágica como divertida. Formaba parte de su personalidad. Yo, aprovechando aquel paraje solitario, me volví un poco más salvaje. A comienzos de año, el huracán Sabine, había tumbado muchos árboles, árboles con grandes raíces incluso, que ahora descansaban muertos en el río, aún aferrándose a la tierra con algo de corteza, como si de abuelos enfermos se tratara que aún albergaran la esperanza de poder ponerse en pie después de una convalecencia. Aquel garabato de troncos me sirvió para construirme mi

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propio lugar de descanso. Cogí maderos de aquí y de allá, ramas secas, hojas…, cuerdas… y pronto, con la ayuda de papá y la atenta mirada de mamá, logré acomodar una pequeña cabaña, muy rudimentaria pero de la que me sentía muy orgulloso. Allí pasé las tardes de aquella semana intentando leer mis comics de Tintín, y digo intentando porque a mamá siempre se le ocurría comentarme alguna cosa. Entonces, para escucharla, cerraba el comic y me ponía a trabajar un tronco de madera. Papá estaba haciéndome una espada y yo quería corresponderle haciéndole una a él. Y mientras nosotros intentábamos educar el trozo de madera, rebelde por naturaleza, mamá nos leía haikus de Matsúo Baso, o las aventuras de Simbad el Marino. Mamá se llevaba a todas partes, y siempre, montones de libros, a sabiendas de que solo le daría tiempo de leer un par de páginas de uno de todos aquellos. Pero esto le daba seguridad. A mamá los libros le daban seguridad. Los colocaba por todos los rincones de casa y se los llevaba a todas partes. “Nido del águila: / amores que no alcanzan / los oleajes.” De este haiku aún me acuerdo. Y de este otro: “Es primavera: / la colina sin nombre/ entre la niebla.”. De los demás no me acuerdo, pero la recuerdo a ella leyéndolos. Mamá parecía muy joven siempre, más joven que las demás madres de mis amigos. Era pequeña y delgada y tenía un pelo muy largo que casi siempre llevaba suelto. Quizás por todo esto y porque aquellas tardes en el río llevaba camisetas blancas y pantalones vaqueros con alpargatas, me parecía más joven aún.

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“A mí me gustaría hacer con vosotros el segundo viaje de Simbad”, nos decía. Y añadía: “Simbad se encuentra con un huevo de ruj. En algunas islas existe este pájaro. Es un gran pájaro. A las crías se las ceba con elefantes. ¡Imaginad!”. El caso es que Simbad se quitaba su turbante, si mal no recuerdo. Lo retorcía hasta formar con él una cuerda, se liaba con él y se ataba fuertemente por la cintura sujetándose a las patas del ave. Así era capaz de volar. No sé si era casualidad o mamá lo planeaba, pero todo, aquellas tardes, tenía que ver con aves y vuelos lejanos. A veces papá, que era mucho más pragmático, la interrumpía para hablar de nuevos datos sobre el coronavirus y mantenernos informados sobre los nuevos casos, los muertos, o incluso lo que estaba ocurriendo en Reino Unido o Estados Unidos. A mamá esto al enfadaba porque no quería saber nada de estas cosas cuando estaba en el río. “Deja los datos para cuando estemos en casa cenando, por favor”, le decía algo enfadada.

Araceli Cobos Reina (Barakaldo, Vizcaya, 1976). Licenciada en Periodismo por la Universidad del País Vasco (UPV/ EHU), Máster de Periodismo Grupo Correo. He trabajado para diferentes medios de comunicación españoles como el periódico El Mundo, El Diario Vasco o la Agencia EFE. Desde 2005 resido en Múnich, Alemania. En 2009 creo el blog de literatura Un libro abierto. Diploma de acreditación docente por el Instituto Cervantes.

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La teoría del ego Evaly Contreras

Espiando los livings del edificio de enfrente desde la ventana de la cocina, sentada yo sobre el lavarropas y vos sobre la mesada, fumando lentamente los últimos puchos que nos quedan, con la luz apagada y un silencio ambiental completamente inusual: –Che, ¿será que a la gente le entusiasma en cierto grado la idea del fin del mundo? Exhalo y te miro sin sorpresa, pero te complazco con un gesto de interés. La luz difusa de la noche te ilumina un solo ojo, en el que brilla una chispa casi imperceptible de excitación. –¿Por qué decís? –Como si sintieran un alivio morboso en la posibilidad de que el mundo termine antes que ellos. O con ellos. Podría ser mejor que la certeza de ser olvidado y reemplazado por alguna novedad; de que todo va a seguir su curso como si nada. –¿Es más grande el ego de la gente que sus ganas de sobrevivir? ¿Eso pensás?

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–Sí, puede ser. Como que la idea de una muerte colectiva es más llevadera que la de la muerte propia... Vos seguís hablando, elaborando tus teorías inútiles con una soltura admirable. Siempre fuiste vos el parlanchín. Yo, que casi siempre te sigo atenta, no puedo evitar dispersarme esta noche entre tus palabras y el humo. Estoy pensando en lo frágil y efímeros que suelen ser los momentos perfectos. Siempre vienen con un poquito de tensión, como una torre de jenga alta y simétrica que se puede derrumbar si la movemos mucho. También estoy pensando en el futuro próximo: cuando el mundo no se acabe, cuando levanten la cuarentena y reanuden los vuelos, vos te vas a ir. Vos te vas a ir y yo me voy a quedar. Yo me voy a quedar y me voy a sentar sola en esta misma ventana, recordando los días de una pandemia, de un encierro forzado y un romance por elección; días de bailar borrachos en el living y charlar desnudos hasta tarde; vos te vas a ir y yo voy a estar poniendo mi vida en pausa constantemente para poder ocuparme de recordar, recordarte así, íntimo y mío; y mientras pase el tiempo voy a tener que luchar para retener el sonido de tu carcajada suelta, la forma de tus dedos al sostener el cigarrillo, cómo te quitás el pelo de la cara cuando estás pensando qué decir - ah porque vos siempre tenés que decir algo-, el cuenquito que se te forma al comienzo de la nariz entre las dos cejas. Y cuando pierda esa lucha contra el tiempo voy a tener que usar la

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imaginación para rellenar los huecos, y te voy a inventar mil matices si es necesario con tal de no soltarte. ¿Todo mal si quiero perpetuar el caos para poder tenerte aquí? Un poquito sí tenés razón en tu teoría del ego. Pero no te lo voy a decir. En cambio te arrincono con un beso y vos me pellizcás la panza: “qué hacés, ¡pará! ¡distanciamiento social!” y nos reímos como tontos. Ya fue, que se acabe.

Evaly Contreras. Periodista y traductora residente en Buenos Aires; actualmente escribo y genero contenido dentro y fuera del género literario para diferentes empresas y revistas a nivel internacional, especialmente en las áreas de turismo, cultura y gastronomía.

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Kadish Fanny Díaz

Pronto vendrán a buscarme. Me he estado preparando semanas para este momento. Hace tanto que sueño con alejarme de mi casa por un rato, sentir el aire libre, estirarme hasta que el cuerpo se rebele. Quizás me lo permitan, solo por esta vez. Quizás me toque un agente compasivo. Quizás…

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Ponerse la ropa de protección puede tomar horas cuando tienes que hacerlo solo, y al regreso hay que desinfectar cada pieza, bañarse, recordar dónde has tocado, reportarse. Salir de casa es una aventura que hace mucho ya casi nadie intenta. Solo los muchachos circulan sin miedo, dueños del mundo. Cuentan que los más viejos y los enfermos de antes –preexistentes los llaman– han muerto. Las ciudades están en manos de los más jóvenes, inmunes a la enfermedad, por ahora; sin futuro. La gente entre 30 y 45 es en su mayoría resistente al virus, aunque no inmune; es solo cosa de tiempo que los toque. Los demás hemos sobrevivido; los fuertes, en todo caso. El Estado nos ha protegido hasta ahora, pero ha llegado el momento de tomar decisiones. Los mayores de 50 hemos sido elegidos para probar la vacuna. Aquellos que no puedan crear anticuerpos morirán en el intento. Nos llaman “voluntarios”. Técnicamente lo somos, no tenía sentido negarnos. Apenas la liga antivacunas ha seguido luchando, no sé con qué esperanza. El ministro dice que es nuestra responsabilidad con los que vendrán, con nuestros nietos. No tengo hijos, ni mucho menos nietos, pensé, pero el ministro conoce la respuesta. No es un asunto biológico; abuelo es un concepto. Después de esto quedará un mundo de fuertes. Un mundo perfecto en el que Darwin y Malthus habrían dado cualquier cosa por vivir. Un agente me acompañará a la sesión y luego me devolverá a casa. El muchacho que viene a buscarme, al que he llamado agente por pura

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costumbre, me aclara que ellos no son agentes sino acompañantes. Cada joven recibió un número de personas a las que custodiar. Les dieron cierta libertad para escoger. Cada acompañante deberá ser responsable de su grupo de voluntarios como lo sería de su familia. Todos somos familia, somos uno, dice el ministro. La ciudad luce lúgubre. La luz me pega en los ojos y entiendo que mis sueños de estar afuera son inútiles. Solo se ven los grupos antivacunas. Las manifestaciones nunca han sido suspendidas. Somos un país democrático. Uno podría creer que un mundo en el que los menores de 30 estén a cargo de todo sería un mundo feliz. La idea me hace recordar un episodio de Star Trek en el que el capitán Kirk llega a un planeta habitado por niños. Los adultos habían muerto a causa de un virus. Mientras vamos hacia el laboratorio necesito hacer preguntas, despejar dudas. Después de todo, quizás esta sea la última vez que hable con un ser humano. He escuchado de cadáveres dejados en la calle, en países remotos. No en el nuestro, claro. Por alguna razón siempre parece que las cosas terribles suceden en otros lugares. Ese pensamiento reconforta. Los voluntarios somos la última esperanza. Eso dicen las noticias. Eso dicen los muchachos. Por eso cada uno de ellos debe ser responsable. Abuelo es un concepto, dicen, una y otra vez. Morirán muchos, pero esta vez estamos preparados.

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–¿Nos tirarán en fosas comunes? –pregunto. –¿Qué clase de monstruos crees que somos? Todos recibirán una sepultura decente. En esta tierra hay espacio para todos. ¿Qué te da miedo? Quiero saberlo para hacer bien mi trabajo. –Nunca nadie ha podido experimentar su propia muerte, leí por ahí. Una sola cosa me molesta de la muerte: que no haya nadie que diga kadish por mí. ¿Dirán kadish por nosotros? –No entiendo, ¿qué importa si ya estuvieses muerta? –Me preguntaste por un miedo y te respondo. No sé por qué, lo único que siempre me ha molestado de no haber tenido hijos es que no haya nadie que diga kadish por mí. –Te escogí porque naciste el mismo día que mi madre. Estaba muy pequeño cuando murió, en un atentado terrorista. Nunca pude decir kadish por ella. Te prometo que lo diré por ti. Pero no te preocupes, sé que sobrevivirás. Quiero creer que ella hubiera sobrevivido. –No me importa mucho la vida, a decir verdad. Siempre pensé que moriría joven. Por eso nunca quise tener hijos. Todos estos años han sido lo que podríamos llamar un bonus track. Reímos con la imagen. –¿Tienes hijos? –No, no tengo. Mi novia y yo hemos planeado tener uno cuando todo esto pase.

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–¿Pasará? –Sí, claro… esto también pasará. Entonces, efectivamente, todavía no sería abuela. La sensación de oportunidad me anima. Al llegar al laboratorio todo está dispuesto para que cada voluntario vaya a su lugar lo más rápidamente posible y regrese a su casa sin tener contacto con nadie más, excepto con el acompañante. Todo es silencio. Todo está dicho. O casi todo. Me pregunto en qué pensaría Sócrates momentos antes de tomar la cicuta, si pensó en algo. Siento las gotas correr por el cuerpo o lo imagino. Lo mismo da. No duele, claro. El Estado también se ha ocupado de eso. Creo que tengo que decir nuestra última oración para sentir que todavía soy yo. “No hay que rezar nada –dice la enfermera cuando me ve moviendo los labios–. Por lo menos no ahora. Sabremos el resultado en dos semanas”. He escuchado que la muerte es rápida y casi indolora. Falta el aire y en pocas horas todo acaba. Muchos morirán, pero ahora no nos tomará desprevenidos, han dicho. El acompañante y un equipo vendrán a casa y nos llevarán al lugar dispuesto para ello. No hay nada que temer. Después de todo, ya estaremos muertos. ¿Qué más da? El Estado se ocupará de cada detalle. Cierro los ojos. Ahora solo queda esperar. Que venga si quiere venir. Ya no importa nada. El hijo que nunca tuve dirá kadish por mí.

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Fanny Díaz (Valle Guanape, Venezuela) es egresada de la Escuela de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela. En 1998 crea la webzine literaria fannydades.com, que más tarde se transforma en un blog personal, y en 2010 crea viejacasanueva.net para compartir su experiencia de vivir en Israel. Fue columnista de la revista Sambil de Caracas. Realizó estudios de ediciones en Holanda y ha trabajado en importantes instituciones venezolanas como coordinadora editorial. Desde 2010 vive en Israel.

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Anémona de balcón Luis José Glod Sánchez

A Maga y a Pi por la premisa y el temor.

Comparto con ustedes estás páginas sueltas que conseguí mientras recogía las pertenencias de una persona muy importante para mí. Transcribo lo que encontré escrito de su puño y letra:

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“…antes de entrar en cuarentena Rafael me regaló un bulbo de anémonas coronarias. Él dice que tener una planta me hará sentir mejor. Lo sembré, pero… yo no quiero sentirme mejor. Solo quiero dejar de sentir. Esta planta es otro peldaño suelto para mi ansiedad. Ahora estoy diariamente detrás de un matero, regando mi esperanza en una supuesta tierra fértil, dando chance a que allí florezcan mis ganas de vivir. ¿Cuándo las perdí? ¿Dónde las encuentro? ¿Alguna vez las tuve? Necesito un árbol de tranquilidad creciendo en mi jardín de balcón.

Martes 31 de marzo Otra vez escribo a oscuras. Las horas de electricidad son tan limitadas como mis impulsos creativos. La gente corre en la calle por miedo al virus. Todos llevan tapabocas, no saben que nuestros destinos no aceptan ningún tipo de protección. Si los astros sellaron tu camino, ni siquiera la vacuna va a dibujarte atajos. Podría asegurar que soy el único ser pensante que no le teme a la muerte. He jugado con ella tantas veces que ya me preparé lo suficiente para cuando pierda definitivamente. Las cuchillas de afeitar de papá, las pastillas rojas de la abuela, el lazo verde que colgaba del portón del edificio, en ninguno de esos intentos pude atravesar el suelo, siempre hubo alguien tomándome la mano para impedirlo.

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Lunes 13 de abril No he podido detener el ruido que hace mi cabeza rodando por todo el apartamento. Es muy difícil no pensar en la muerte cuando vives en un piso dieciocho. Mucho menos ahora que todo se resume en cifras millonarias de decesos. Yo quiero ser un número más. Los abismos se han convertido en una tentación. Mis pensamientos no dejan dormir ni a mi gato ni a mis vecinos. La oscuridad se carga de silencio y yo me atiborro de tantas cosas que se me hace imposible no hacer ruido. Mis tripas cantan un aria. Los huesos rechinan bajo las pocas palabras que digo para moverme. El escándalo de mi cuerpo apenas me permitió regar las plantas ¿Cómo Rafael pretende que me aferre a la vida si ni siquiera puedo hacer florecer un bulbo de anémonas?

Viernes 24 de abril Hoy tuve todas las ganas del mundo de no hacer nada. De morirme, específicamente. Mientras levantaba mi torso de la cama repetía a modo de mantra: Voy a atraer la muerte, y si no llega, la haré venir por mis propios medios. Rafa se mantiene presente con mensajes, pero yo lo aparto, creo que esta cuarentena produjo que me brotaran espinas. Las anemonas siguen sucumbidas bajo la tierra. No hay ni siquiera una muestra de esperanza en el matero.

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Martes 05 de mayo. Miércoles 06 de mayo Los miércoles huelen a tierra mojada. Tienen el mismo sabor que queda en la lengua después de lamer una piedra. Anoche quería escribir, pero mis manos temblaban tanto que no fue posible organizar mis pensamientos. El maldito matero estaba ahí saludándome, solo para recordarme que aún no tenía anemonas. En plena madrugada recobré la consciencia con el pijama embarrado, ascendiendo a mi apartamento en un maldito aparato que parece una caja fuerte. El vigilante del edificio me tomaba por el brazo del mismo modo que me devolvían a la cama en los centros mentales, cubriendo el límite superior entre el bíceps y el codo. Yo lo llamo la zona de crisis, la que pertenece a médicos y enfermeras. Me dio un vaso con agua para sumergirse en una pregunta inocente –¿Eres sonámbula? –. Sonreí por primera vez en días, quizá en meses. Esa pregunta era más bien una palabra de aliento. Ni siquiera Rafa la hubiese hecho. El señor vigilante no me creía loca, solo veía mis impulsos de destrucción como un trastorno del sueño. Tampoco venía a darme una pastilla.

Lunes 15 de junio Este podría ser el diario de una persona que no cambió el mundo. Pero yo no escribo todos los días así que deja de ser un diario. Esto solo son los escritos de una loca depresiva cansada de escuchar a sus vecinas lamentar las

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muertes por la peste. ¿Por qué mierdas dicen que cuando morimos nos encontramos con otras personas en el cielo? ¡Estúpidas! ¡Malditas! ¡Come mierda! La muerte debe ser oscura, no debe tener nada, debe ser como deshabitarte.

Sábado 22 de agosto Desde hace meses olvidé por completo las plantas, ni yo me había bañado ¿con que ánimos iba a regar un montón de tierra? El vecino del 1804 se murió por el virus. Yo ni siquiera tengo tos, aún me mantengo sana. No sé para que sigo escribiendo esto. Ya no me río ni de mis intentos fallidos por parecerme a Anna Frank. Entendí que solo coincidimos en ser mujeres y en la convicción de escribir mierda. Pero esto no lo va a publicar nadie, no tengo quince años ni hago metáforas tan maravillosas. Todo lo contrario, escribo como una maldita porquería.

Domingo 13 de septiembre Soñé de nuevo con Navarro. No soporto este tipo de pesadillas. Ni siquiera durmiendo encuentro razones para vivir. Quiero salir corriendo sobre nubes que me permitan el abismo. Una caída libre infinita. Eso quiero. Pero si me lo propongo todo va a terminar como la última vez que quise hacer algo bueno por mi cabeza: sorprendida por el vigilante que me creía sonámbula mientras cavaba mi propia tumba en el jardín del edificio. Ese día pensaba

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descubrir por qué las anémonas no querían florecer. Sentí la necesidad enterrarme, como esos bulbos. Esperando que alguien me regara, que alguien todos los días pensara en mí, en mi encierro, y pasara para regalarme unas lágrimas, al menos a llorar sobre mí, dándome el puesto que merezco en la sociedad: una tumba.

Martes 15 de septiembre Los martes me siento mejor. Hoy me arriesgaré a subir a la azotea. Desde hace cuatro días que no tomo medicación, ya no podemos salir de casa. La vecina del 1702 murió ayer, hoy la del 1404. Yo sigo sola en el 1801. Voy a subir contra todo pronóstico, sin permiso, sin tapabocas, desprotegida. Hay un caos en mi jardín de balcón. El abono está esparcido por el piso y las paredes, así deben ser las tumbas. Hasta mi gato escapó, no lo he escuchado en días. El matero con los bulbos en el suelo. Y yo sola maldita sea. Fingiendo que me siento mejor, porque no me siento bien una mierda. Ni siquiera me siento. Rafael me dijo que todo el mundo le teme a la muerte, eso puede ser verdad, pero yo no soy parte del mundo. Espero que por fin nadie pueda oponerse”.

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Todo el mundo dentro de sus casas cumplía con la cuarentena. Protegiéndose y protegiendo a los otros. Temiéndole a los estragos del virus. Esta vez nada pudo oponerse. Vuelvo a asegurar que nadie, nunca, dejará de temer a la muerte. Quizá Magdalena descubrió su miedo demasiado tarde, cuando ya no había manera de construir un freno en el aire. Fui a su apartamento para recoger las pertenecías y el gato aún no había vuelto, al parecer los animales presienten la muerte. El tiempo de la peste se llevó a mi amiga, ahora es una flor de pétalos blancos y corazón negro que crece en mi jardín de balcón.

Luis José Glod Sánchez (San Cristóbal - Venezuela, 1994). Escritor y realizador escénico. Autor de los libros; Sobre El Ojo Azul (Premio Nacional de Poesía Juan Páez Ávila, 2018) y Fábula Tropical (Ganador del III Concurso de Poesía Joven Descubriendo Poetas, 2019). Finalista del III Concurso Nacional de Poesía Joven Rafael Cadenas. Guionista de los cortometrajes Centenario (2015), Turpial (2016) y Nuestra Carne (en post-producción). Ha trabajado en diversas producciones teatrales como actor y director a nivel nacional e internacional.

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Desde el ático Javier Domínguez

Liliana escuchó el ruido del riachuelo entre los árboles y se acercó a él. Salió de la arboleda y se puso de rodillas frente a la corriente. Destapó la cantimplora y la sumergió en el agua; cuando dejaron de brotar las burbujas la sacó y tomó un trago largo y lento. Volvió a sumergirla en el río y luego se sentó a la sombra de un árbol. Miró algunos pájaros en las copas. Éstos volaban de uno a otro, tomaban alguna ramita y regresaban a su lugar original. «Seguro están haciendo un nido». Recordó cuando ella y Ezequiel hacían cosas así, como esas aves, en la época en la que existían los propósitos, cuando las aspiraciones superaban, o al menos eran distintas, a la de sobrevivir otro día. Miró una sombra moverse entre los árboles en la otra orilla del río. Se quedó quieta, alerta, volvió a ver la sombra. Un venado caminaba y olisqueaba la corteza de los árboles. El animal se movía con tranquilidad a unos treinta metros. Nunca había visto uno tan de cerca. El animal la vio y siguió su camino como si nada, la reconocía como parte del paisaje. A Ezequiel le habría gustado mucho ver a un venado así de cerca. Aún en las circunstancias que les tocó vivir, él sabía encontrar el goce en los

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pequeños detalles como ese, incluso en la ciudad se deleitaba en los detalles nimios. Se preguntó por la hora. Miró el sol. Estimó que eran como las dos de la tarde. Sería bueno regresar. La búsqueda no tuvo resultados, ya probaría mañana. Ezequiel no podía estar lejos. Si no lo encontraba vivo, al menos aspiraba hallar su cuerpo y enterrarlo al pie de un árbol tal y como él le dijo alguna vez. Se levantó y decidió lavarse la cara antes de seguir. Mientras se enjugaba el rostro, el reflejo del sol del agua le hizo pensar de nuevo en la hora. “Como las dos de la tarde”. En la ciudad siempre había relojes cerca, incluso, se podía conocer la hora exacta en otras partes del mundo. La ciudad, ambos disfrutaban caminar por los bulevares, sentarse a tomar un café. a esa hora en particular, a Ezequiel le gustaba tomar uno. A esa hora, se dio su primera cita. Un sábado, en un café cerca de su casa. A las dos de la tarde conversaron por primera vez sobre cosas distintas al trabajo. Con una luz como la de ahora brillando sobre sus cabezas, se tomaron un café, comieron dulces y al final de la tarde, tomaron una bebida fría. Entre las cosas de las que hablaron conversaron sobre el disfrute de las actividades al aire libre, de ahí vino la idea de él de subir juntos el cerro. Liliana aceptó. Se vieron al día siguiente. En esa oportunidad, él tomó su mano por primera vez para ayudarla a remontar una cuesta. A Liliana le gustó sentir su mano cálida y envolvente. Después vino la seguidilla de sucesos que los llevaría a ser pareja,

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a mudarse juntos, a casarse. Innumerables paseos por cafés, fines de semana acampando en el bosque, la playa, la montaña. Ella leía sus poemas en voz alta cuando se quedaban en la casa de campo de los padres de Ezequiel, allí no había TV ni Internet. En esa casa decidieron refugiarse después de la mutación del virus. Nunca se supo de dónde provino con exactitud, si fue creado en un laboratorio o si fue un proceso natural. Al principio incluso la tasa de mortalidad era baja, la principal preocupación estuvo en su alta tasa de contagio. No había un tratamiento y el problema que preocupaba a algunos científicos era que el virus mutara y se convirtiera en algo más peligroso. Cuando empezó la pandemia, la única solución a mano consistió en evitar el contagio. Entonces vino la cuarentena. Incluso divertida al principio. Ambos podían trabajar desde la casa, así que no hubo muchos cambios, excepto por el café. El paquete de un kilogramo que tenían en la alacena solía durar entre diez y doce días. Cuando se instalaron los dos en la casa, apenas rendía cuatro. Aumentaron las compras, nada excepcional, pero después de dos meses de cuarentena, empezó a hacerse más difícil reponer el café porque se hizo escaso ya que los trabajadores no podían ir a las plantas procesadoras, el tráfico marino y aéreo prácticamente se había detenido. La tasa de contagio disminuía a veces y luego repuntaba. No se llegaba a un tratamiento definitivo. La cuarentena se extendió mucho más de lo que se esperaba y entonces el virus mutó. El primer caso afectado por la mutación del virus ocurrió en

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Italia y desde ahí se propagó con rapidez. Luego vino España, Francia, Alemania. A pesar de todas las medidas aislamiento, se propagó a América. A Ezequiel y a Liliana les preocupó el asunto, pero él se mostraba estable, eso la tranquilizaba. El nuevo virus no solo causaba los mismos síntomas del anterior, sino que pasada cierta etapa causaba en el infectado una especie de estado rabioso, éste perdía el conocimiento y agredía a quien no estuviese infectado. De alguna forma, los infectados podían reconocerse entre sí y no se agredían, pero atacaban a quien no lo fuera, no dio tiempo de saber cómo era que reconocían a sus semejantes. La infección se salió de control antes de eso. El ejército salió a la calle, pero no pudo hacer gran cosa. El virus marchaba a una rapidez inesperada. El primer servicio en caer fue el de la internet, luego el resto de las telecomunicaciones. Cuando cayó el servicio eléctrico la civilización pareció borrarse. Ya no se sabía sobre el avance de la enfermedad. Se escuchaban a lo lejos disparos ocasionales, tal vez alguna persona infectada y muerta a quemarropa. Ezequiel le propuso a Liliana irse a la casa de campo, allá estarían más seguros, ya en la ciudad no solo había que temer al virus y los infectados, sino también al resto de las personas. Ya casi no se conseguían alimentos y la gente podía matar por una lata de atún. En el campo podrían cultivar un huerto, quizás, hasta criar gallinas. Liliana estuvo de acuerdo y se marcharon. La gasolina que quedaba en el auto se consumió por completo en el viaje de ida. El auto

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se apagó a unos quinientos metros de la casa y ahí se quedó. La maleza del bosque lo cubrió rápidamente y a las semanas se convirtió en un bulto verde a un lado del camino. Lo limpiaron una vez, pensando que les serviría para regresar a la ciudad algún día, pero cuando se dedicaron a sembrar las plantas del huerto y a convertir el ático de la casa en un refugio, comprendieron que ya no valía la pena engañarse creyendo en una temporalidad que no cesaba de prolongarse. Los enlatados que se trajeron de la ciudad fueron todos al ático que convirtieron en un último escondite en caso de una emergencia. Pasaron las semanas y el huerto dio sus primeros frutos, ajíes. Lo de las gallinas no se dio, pero Ezequiel había aprendido con los Boys Scout a hacer trampas para conejos y así tenían carne para comer. Al principio, los conejos cayeron de vez en cuando, pero luego se hizo frecuente, tal vez porque no había mucha gente alrededor y la población de conejos aumentó. Ezequiel lidiaba luego con las presas, a Liliana le desagradaba todo el proceso posterior de despellejar, limpiar, sacar las entrañas de los animales, cocinarlos. Él se ocupaba de todo eso. Lograron reactivar el aljibe en el patio y así obtenían agua limpia. En las tardes, cuando el ajetreo de las actividades terminaba, se sentaban en el porche en el frente de la casa y miraban el sol ponerse entre las montañas. En ese momento, ambos extrañaban el café. Reían recordando conversaciones en antiguos cafés cuyos ventanales –seguramente, ahora rotos– permitían ver la

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calle, las plazas, los niños correteando. Y recordaban la timidez de sus primeros encuentros y de cuánto se tardaron en darse su primer beso. Eran los tiempos en los que podía uno darse el lujo de pensar en el después. Pero ese compás fue el suficiente para que hirviera el agua de ese otro café que ahora los unía, que les permitió tomar la decisión de vivir juntos, de casarse, de sobrevivir la primera etapa de la crisis y luego de irse al bosque, siempre juntos, siempre los dos, ellos sabían que su sobrevivencia dependía de eso, gracias a ese lazo hoy compartían los alimentos, cazaban y cocinaban. Ese vínculo les dio tranquilidad suficiente como para salir a la huerta y cuidarla, con la misma paciencia que tuvieron para su primer beso y tal vez, se confiaron o tal vez solo fue un asunto de azar; y por eso no advirtieron el grupo de infectados que se acercaron a la casa y que se precipitaron sobre ellos. Ambos corrieron hacia la casa, Liliana entró y Ezequiel cerró la puerta tras ella, le dijo que se escondiera en el ático mientras él desviaba a los infectados, que volvería en cuanto pudiera, pero que se escondiera en el ático. Liliana no dijo nada, solo corrió a esconderse como él le dijo. Corrió al segundo piso, en el pasillo bajó la escalerilla y subió al ático. Cerró todo y se acercó a la ventanilla que quedaba en un extremo de la buhardilla y desde ahí vio a Ezequiel correr hacia el bosque, aplaudiendo y dando gritos para llamar la atención de los infectados. Éstos le siguieron y se alejaron de la casa. Llegó la noche, Ezequiel no regresó.

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Dos días después, Liliana no vio peligro y decidió bajar. En efecto, los infectados nunca entraron a la casa y ella pudo ver en el huerto las cosas que dejaron tiradas al momento de la huida. Esa mañana, Liliana decidió salir a buscar a Ezequiel. Salió, se adentró en el bosque, no vio nada. Así pasó toda la mañana hasta que llegó al río. Tomó agua de la cantimplora una vez más. Miró al bosque. No entendía por qué sucedía todo eso, no entendía aquel silencio sin su esposo. –¡Ezequiel! –gritó, contraviniendo todas las previsiones que ambos habían aprendido desde que el coronavirus mutó. Liliana cayó de rodillas, sollozaba. Con Ezequiel nunca sintió el desamparo que ahora la embargaba. Pero pensó que debía aceptar que probablemente no volvería a verlo. Así que se levantó y se dispuso a regresar cuando vio, al otro lado del río, una sombra tambaleándose entre los árboles. Pudo ser otro venado, entonces, vio otra silueta, un poco más lejos, sin duda una figura humana que se aproximaba. «Infectados», pensó Liliana y corrió hacia la casa. Ellos solían moverse en manadas, por lo que el grupo no tardaría en llegar. Entró, cerró todo y se ocultó en el ático. Menos de una hora tardó en llegar el grupo de infectados a la casa, ella se asomó por la ventanita oval en una pared de la buhardilla. Entraron. Ella pudo escucharlos tirar las cosas en la sala, el pasillo. Llegó la noche. Hubo silencio, amaneció.

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Liliana decidió bajar. Destrabó la escalerilla y apenas la movió, una mano haló una de las patas, desplegó la escalera y un infectado empezó a subir. Liliana se fue hasta el fondo de la habitación y cuando el infectado terminó de subir, Liliana se dio cuenta de que era Ezequiel, pero él no la conocía, se abalanzó sobre ella e intentó morderla. Forcejearon, pero él estaba débil y Liliana pudo quitárselo de encima. Dio una zancada hacia la salida, pero en ese momento, Ezequiel la sujetó por el tobillo y ella se cayó. La halaba y al mismo tiempo se arrastraba hacia ella, en el desespero por zafarse, Liliana le mordió en la mano, cuando soltó su tobillo ella fue hasta la escalerilla, bajó y la subió de nuevo para que Ezequiel no pudiera bajar. Parece que no había más infectados en la casa, ella se escondió en el clóset de uno de los cuartos y se quedó ahí hasta el otro día. A la mañana siguiente salió del cuarto, revisó la casa, no había infectados. Volvió al pasillo. Se escuchaban golpes en el techo. Recorrió el pasillo hasta llegar a la escalerilla desplegable en el techo. Se armó con un palo de madera que había en la cocina y bajó la escalera. Se quedó abajo esperando que Ezequiel asomara la cabeza, pero no fue así, entonces se aventuró a subir los peldaños. Cuando se asomó en el ático vio al fondo el cuerpo de Ezequiel. Bocabajo, casi en la misma posición que lo había dejado cuando huyó, lo oyó quejarse. Subió por completo y se acercó al cuerpo, Ezequiel no la atacó. Escuchó balbuceos. se acercó. Escuchó mejor:

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–¿Lili?... ¿Lil?... agua… –Sí, soy yo… ya la traigo –dijo Liliana entre lágrimas, mientras pasaba su mano por su cabello hirsuto.

Javier Domínguez, 1977, Valencia, Venezuela. Narrador, ha participado en talleres literarios con Laura Antillano e Igor Delgado Senior. Actualmente coordina el taller #cuentosderemanso en San Diego, Edo. Carabobo. Obras publicadas: libros de cuentos "El camino de los hilos" 2004, "Mundos Diagonales" 2015 y la novela "Crónicas del triunfo" 2019.

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Lotería del Fin del Mundo Luis Guillermo Franquiz

La fila para entrar al banco se alarga con rapidez. Me sigue impresionando observar todos los negocios y las tiendas cerrados. Hay pocos transeúntes y algunos vehículos. Parece una ciudad vaciada de golpe, evacuada, casi desierta. A la sucursal del banco solo pueden entrar personas con mascarillas y guantes, y de dos en dos cada vez que se abre la puerta. Espero alrededor de una media hora antes de poder ingresar. Hay mucho silencio dentro del banco y todos hablan en voz baja, como si temieran despertar a alguien que no debemos perturbar. Poco a poco me va invadiendo una extraña sensación de incomodidad. Me siento ajeno, distinto, como si yo no fuese yo. Muevo los dedos dentro de los guantes. Cierro los ojos. Es como si otra persona se hubiese sentado encima de mi pecho. Y hay mucho frío, además. Una muchacha me recibe al entrar y pregunta a qué vengo. Se lo digo. Nos hablamos en un débil susurro. Ella manipula el tablero digital y me pide que tome el papel blanco que la máquina expulsa. Pienso que tal vez me falta un poco de azúcar, porque me siento ligeramente mareado. Escucho su voz pidiéndome que vaya hasta los largos asientos frente a las taquillas. Me quedo allí, con el papel entre mis dedos de goma. Mientras estoy sentado, recuerdo

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la escena de una vieja película. Un virus infeccioso contagia a los pasajeros de un tren europeo, y todos los países se niegan a recibirlos; más adelante, en un puesto fronterizo, un personal sanitario y militar sella el tren, colocan planchas de metal sobre las ventanillas. La escena en la que no puedo dejar de pensar muestra a una mujer que sale de su compartimiento y golpea el cristal de la ventana. Es una toma desde el exterior y solo podemos ver el grito mudo de la mujer, su angustia, su desesperación, mientras golpea impotente el cristal de la ventana. Los oídos me pitan y noto que me cuesta respirar. Me molesta la mascarilla. Me hormiguea la piel. En algún momento posterior, noto que el hombre sentado en el siguiente asiento me mira y la mascarilla sobre su rostro se mueve, aunque no logro escuchar lo que dice. No oigo nada, salvo el fuerte pitido en mis orejas. Veo que el hombre se levanta y viene hacia mí. Acerca su rostro, aunque no mucho. Alcanzo a escuchar una pregunta. Él quiere saber si estoy bien. Con un ligero movimiento de la cabeza digo que no, sin que pueda evitarlo. La figura masculina se voltea y gesticula y dice algo más. Otro hombre se acerca con prontitud y se acuclilla frente a mí. Esta vez oigo bien que repite la pregunta del primer hombre. Me mira con atención. –No puedo respirar –digo con pena. –Baje un poco su mascarilla –dice él–, y respire por la nariz. Poco a poco.

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Lo hago. Cierro los ojos. Temo desmayarme. No quiero hacer el ridículo. Me concentro en las inspiraciones largas que voy haciendo. –¿Quiere agua? –dice él–. ¿Cómo se llama usted? Muevo la cabeza en un gesto negativo. Le digo mi nombre. El pitido en mis oídos desaparece con lentitud. La oficina del banco se ajusta a mi alrededor, como si moviera el objetivo de una cámara fotográfica y enfocara mejor la imagen. Sí, noto que sigo sintiendo mucho frío, pero ya puedo respirar mejor. Me disculpo con el hombre acuclillado frente a mí. Él también ha bajado la mascarilla que cubría su boca y su nariz. –No sé qué me pasó… Nunca me había ocurrido esto. Qué pena… El hombre sonríe a medias sin dejar de mirarme. –A ninguno de nosotros le había pasado esto antes. No se preocupe. Hago una última inspiración profunda antes de agradecerle de nuevo. –No se preocupe… Quédese sentado. Creo que tuvo un pequeño ataque de pánico… Lo miro con incredulidad. –No lo sé –digo–. Nunca me había pasado algo así. Me sentí desorientado. –Usted no es el primero, y no creo que vaya a ser el último. A otras personas les ha pasado lo mismo, aquí en el banco. –Ya me siento mejor. Muchísimas gracias. El hombre se incorpora, sin apartar la mirada de mi rostro.

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–Quédese sentado un rato. Respire lento… Son tiempos difíciles. Usted no es el único… No piense más en eso. Trago saliva y le agradezco de nuevo por su amabilidad. Mi vergüenza es mayúscula. –¿Puedo colaborarle con algo más? dice él. Muevo otra vez la cabeza para indicarle que no. Me da pena mirarlo. Sé lo que es un ataque de pánico y sé que les sucede a otras personas, pero jamás imaginé que pudiera ocurrirme a mí. Imagino que lo mismo pasa con el coronavirus: siempre creemos que se trata de algo lejano, algo que afecta a otros, nunca a nosotros, jamás a nosotros. Nos creemos a salvo, hasta que nos toca el número en esa lotería tan desagradable.

Luis Guillermo Franquiz (San Juan de los Morros, 1974). Obtuvo mención honorífica en el I Concurso de Cuentos Salvador Garmendia (2016), auspiciado por la FILUC. Forma parte de las antologías 7 sellos: crónicas de la Venezuela revolucionaria, publicada en España por Ediciones Kalathos (2018); Exilios y otros desarraigos (Editorial Letralia, 2018) y Escribir en crisis (Editorial Letralia, 2019). En 2019 publicó su primer libro de crónicas, El país de las luciérnagas, con El Taller Blanco Ediciones, en Bogotá, Colombia.

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Borrón Richard Jiménez

Le había dado casi todo lo que podría necesitar, lo que alguien normal desea para ser feliz. Él, aún su dios, tenía el rostro iluminado por la pantalla del computador. Rodeado de trastos, ropa sucia, papeles, preocupaciones y a pesar del confinamiento, aún se sentía capaz de tomar prestado de su propio contexto aquello que le podría servir como base para crear una historia digna. Le hizo nacer en un hogar amoroso repleto de comodidades; un padre dueño de su propio estudio jurídico, una madre odontóloga y unos abuelos sobrevivientes de la guerra. Pensó que sería buena idea colocarle en una vivienda amplia, con un jardín de árboles frutales, ubicada en un barrio seguro y residencial. Una calle larga, bien pavimentada y de nombre extranjero. Un parque con su propia fuente de los deseos y un espacio con interesantes juegos infantiles. Amigos a su entera disposición. Guardianía privada a toda hora y ubicación céntrica. Le hizo muy vivaz y consentido, le pagó los mejores estudios en una universidad de renombre. ¿Por qué no darle una profesión que le permita vanagloriarse y conseguir fácil un trabajo? Concederle la mujer de sus sueños, que la conozca casi por accidente y vivan un romance novelesco. ¿Un hijo con las mejillas sonrosadas? Bueno. ¿La casa ideal, la de contraportada de revista de

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peluquería? Excelente. ¿Un perro y unos periquitos australianos? No veo por qué no. Le entregó una rutina apretada pero ansiada y reconfortante. Quiso dejarlo en espera, acomodado dentro de su zona de confort y cobijado en un lecho de rosas. Él, como un dios, quiso ver si descansaba el séptimo día. Carcajeó en sus adentros, era de las pocas cosas buenas que aún conservaba. Pausó la historia, quedó atizado por la pantalla del computador, la canción que se reproducía y el cursor de texto titilante en su miseria. Levantó su humanidad de dios venido a menos y se dirigió a la ventana. Se acercó al cristal como si diera un beso, exhaló su aliento almizclado. Formó una capa de vaho y se vio cuando niño detrás de su madre regañona. Con la yema del dedo meñique dibujó una cara feliz, la borró de inmediato con el codo. La creación que ahora a él le habían otorgado se le presentó a manera de una visión terrorífica: un cielo mugroso con ganas de despejarse, nubes alienígenas procedentes de Centauri, la calle difunta, los rumores aún en su necia persistencia de reclamar por días mejores, los dientes de león apoderándose de las grietas en el pavimento, el cableado público como venas de algún primordial invisible, los cantos de los cuervos agoreros… Regresó al puesto con los ojos pálidos, con un hilo de baba escapándose por la comisura. Movió el mouse con enojo, nunca le gustaron los protectores de pantalla. Le subió la agrura de la inconformidad –mejor sentarse–. La vida no es un lecho de rosas –pensó–, no existen las zonas de confort; prima el caos y la arrogancia, las sonrisas de Hiroshima de Ken Currie. Quiso redimirse

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como dios y hacer su buena acción del día. Faltaban los conflictos en la historia, faltaba agitar el avispero y desbaratarlo todo, soplar el castillo de naipes, darse una cachetada. Volvió a levantarse, caminó hacia el anaquel donde tenía acomodados sus libros, los tomó de a dos, de a tres, los arrojó, arrancó las hojas de algunos, mordisqueó las tapas de otros. Buscó en los bolsillos una fosforera, no la encontró, se quedó como feto tirado en el piso. Una sandalia pretendió hablarle. Hiperventiló. Recordó encierros, reclusiones y apocalipsis: Atahualpa prisionero en Cajamarca, la cuarentena destinada a los viajeros y tripulantes que llegaban a Dubrovnik, los internos del hospital psiquiátrico de isla Poveglia, los judíos de Praga debajo de los graneros, Mauricio Rosencof en un calabozo uruguayo. Borrón y cuenta nueva -pensó. Si él, cual dios, le había dado todo, él tenía legítimo derecho de quitarle todo para que viva el mismo vacío, miedo y desolación que estaba experimentando en carne viva durante el encierro. Lo volvería Job. Retornó al escritorio, se sentó, movió el mouse, se enojó con el protector de pantalla. Necesitó sentirse un poco holgado, empujó con el brazo los trastos, la ropa y los papeles. Puso el cursor al inicio de la página, oprimió el botón Delete. No hubo más el hogar amoroso repleto de comodidades; el padre murió de un derrame, la madre cayó presa del Alzheimer y los abuelos se hicieron polvo enamorado. Continuó el avance del cursor, llevándose todo a su paso. La vivienda fue demolida, los árboles frutales dejaron de ser hogar de los animales. La calle

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cambió de nombre y el parque fue reemplazado por un estacionamiento público. Sigue el cursor. Los amigos desaparecieron, se volvieron ajenos y le viraron el rostro. La profesión quedó como un cartón roído por las ratas. La mujer de sus sueños le abandonó sin siquiera llegar a conocerla. El dedo no dejaba de apretar el botón. El hijo no nacido, la casa sin chimenea humeante ni balcón. El perro envenenado, los periquitos devorados por un gato montés. Avanzaba el cursor. La rutina poco reconfortante, asfixiante y monótona. El dedo se alzó y dejó de apretar. Ahora era un dios derrotado, vuelto un insignificante humano, se daba cuenta de su maledicencia, de su fragilidad y vulnerabilidad. Uno de los últimos habitantes del planeta. Ante sí una pantalla y una hoja virtual en blanco. Se fijó que se hacía aún más blanca, se aclaraba, tal vez lo más blanco que haya visto hasta ese momento; como esa luz al final del túnel que balbucean los agonizantes. Se levantó por última vez, su cuerpo pesaba una tonelada, comprobó que la puerta no podía ser abierta. De nuevo junto a la ventana, alimentándose de la ansiedad. Vio otra vez aquellas nubes alienígenas, demasiado cerca. Una sola dirigiéndose a todos ellos; quizás esos seres de la muerte se aburrieron de ser sus dioses y decidieron ir a borrarlos sin piedad ni miramientos.

(Terminado el 22 de marzo de 2020, sexto día de cuarentena en Ecuador, cuarto domingo de Cuaresma.)

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Richard Jiménez <<Neal Moriarty>> (Quito, 1988). Licenciado en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y Máster en Estudios de la Cultura por la Universidad Andina Simón Bolívar. Fundador de la Revista Matapalo y Revista Heptaedro. Ha participado en talleres literarios precedidos por Huilo Ruales, Juan Carlos Cucalón y Raúl Serrano. Redactor en Revista Súper Pandilla (suplemento para niños) y documentalista en diario El Comercio de Ecuador. Ha publicado una biografía novelada sobre el poeta Gastón Hidalgo, dentro del libro ‘Los 7 que fueron cinco, y viceversa’ (Efecto Alquimia, 2017).

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El llanto del pangolín Viviana Jiménez

Me he convertido en un animal domesticado. Un animal que mide su vida en soles y lunas que percibe desde la ventana o el tejado. Un animal que rumia sus recuerdos de día y sale de noche a explorar las formas nocturnas entre oscuros y estrechos muros. ¡Ah! La noche, ese espacio en donde todo pierde su nombre y solo es identificable por palpaciones. Ese espacio en donde las manos recobran el habla y tienen el derecho a otorgar la existencia a las cosas. Y de repente, por enésima vez anuncian por altavoz: ¡Cuidado! está prohibido tocar. No recuerdo cuándo fue domingo por última vez. Sé que los instrumentos de medida del tiempo comenzaron a perder valor hace algunos soles. Antes, los ojos observaban detenidamente los anuncios publicitarios, las piernas corrían hacia las tiendas y ponían sus manos sobre los prototipos tocados antes por cientos de manos cuando nuevos objetos de medida del tiempo salían a la venta. Los ricos fabricantes sonreían en las publicidades prometiendo objetos mejorados para olvidar o acelerar el paso del tiempo. Objetos con una mejor resolución o con más colores o con más parámetros modificables con comandos táctiles o vocales. Hoy, los cuerpos ya no pueden tocar los prototipos de

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exhibición y los fabricantes no pueden hacer que otros cuerpos fabriquen sus objetos. Medir el tiempo no es necesario. Tocar está prohibido. No recuerdo cuándo fue la última vez que toqué algo, algo que no estuviera dentro del perímetro permitido. Dentro del área autorizada. Dentro de la zona desinfectada. Todo cuerpo extranjero a mi área debe ser identificado y limpiado según el protocolo establecido y con las soluciones químicas recomendadas ricas en cloro y sodio. Todo cuerpo que salga de mi área debe informar la razón de su salida y su hora de vuelta al perímetro de seguridad. No sé por qué sigo soñando en las noches con que éramos cuerpos libres en el pasado. Libres de juntar sus pieles y caminar largas distancias expuestos al sol o a la lluvia. Libres de reír a carcajadas en presencia de otros cuerpos mientras nos embriagamos con bebidas alcoholizadas. Libres de bailar, de besar, de abrazar, de saludar. Libres de tocar. Esos sueños como vagos recuerdos de algo que realmente existió. Me despierto, me duele la cabeza, respiro mal, tengo fiebre. Tengo vagos recuerdos de cómo comenzó todo esto. Sé que llegaron historias de lejanos países de oriente en donde las orgías y los besos estaban permitidos. Besos y amores entre las más extrañas criaturas. Sé que los encuentros prohibidos y fortuitos florecieron y dieron frutos invisibles que provocaban la locura en quienes los tocaban. Sé que muchos cuerpos tocaron esos frutos viajeros. Esos frutos que se dejaban llevar por las nubes y el viento y que decidían de vez en cuando vivir en los bolsillos y en los dedos de los

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cuerpos aventureros. Por eso está prohibido tocar. Sé que esos frutos tenían efectos nefastos en quienes habían visto ya muchas lunas sobre los templos y soles en los desiertos. Sé que, cuando esas historias llegaron a oídos occidentales, inmediatamente la corporación al mando desplegó un plan de acción anti-frutal de confinamiento de los cuerpos y el cubrimiento de las bocas y las manos. Los objetivos eran enunciados cada luna en la máquina del olvido del tiempo de la siguiente manera: Con este plan de acción se espera reducir equis por ciento el contacto interespecies y reducir los niveles de encuentros fortuitos entre animales extraños y conocidos a niveles de seguridad necesarios. Se espera también bajar los índices de locura en los amantes de la primavera. El objetivo final y principal es aumentar el sentimiento de seguridad en las zonas menos modestas de la población. “¡Es un plan infalible!” decía abiertamente la corporación al mando. “Pero solo infalible para aquellos cuerpos que pueden pedir a domicilio manjares para alimentarse, pero no para aquellos que deben cocinarlos y venderlos” se decían secretamente entre los integrantes de esa misma corporación. La verdad es que no anticiparon la llegada de una invasión frutal sobre la población corporal y estaban tan asustados como cualquier cuerpo confinado en la oscuridad, sin poder besar, ni tocar. De esta manera, frente a lo aleatorio de lo orgánico, cualquier plan daba igual, siempre y cuando el objetivo principal siguiera siendo el mismo: ignorar los verdaderos problemas.

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Hoy en la máquina de olvido del tiempo, recordaron otra vez que está prohibido tocar, dijeron que pondrían un altavoz en cada esquina para recordarlo y que la población corporal pagaría, y luego celebraron con frases de cajón la grandeza política del infalible plan anti-frutal. Ayer fue un día caluroso y muchos cuerpos no pudieron impedirse salir a tocar. Salir a tocar el aire con la punta de sus narices para llenar sus pulmones, salir a tocar el viento cálido y los rayos del sol con su piel, salir a tocar con sus ojos los colores de todo lo que vive fuera del perímetro de confinamiento. Fuera del perímetro los colores y sabores son intensos. Dentro del perímetro perfectamente angular todo es blanco y huele a hipoclorito de sodio. ¡Ah!, salir, esa libertad de ser testigo de todos los amores primaverales de lo orgánico. Los altavoces repitieron tantas veces la consigna: ¡Cuidado!, está prohibido tocar, hasta que los rayos del sol los fundió y cayeron al suelo. Salir, fuera del perímetro de seguridad, de la zona desinfectada, del área autorizada. Permiso para salir, no autorizado. Permiso para salir tomado por la fuerza. Creo que al día de hoy he contado más de 30 soles y aquellos que vieron muchas lunas sobre los templos y muchos soles en el desierto siguen muriendo de locura y se cuentan por miles. A veces tocan los frutos sin darse cuenta y su organismo se vuelve loco, como si escucharan un llanto agudo de un pangolín que se enrolla en sí mismo y libera sus escamas como agujas dentro de sus cuerpos. Es un llanto tan hermoso y fino que solo los oídos experimentados pueden escucharlo y terminan perdiéndose en él.

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Dicen que el llanto era algo así como escuchar una de las más bellas composiciones del mundo, como el ruido del goteo de una estalactita en las fosas de las Marianas, como el canto de un ave extinguida hace trescientos años en el monte Fuji, como el graznido de un oso polar en la última banquisa, como el silbido del viento furioso en el bosque australiano en llamas, como el aleteo de una tortuga dentro de una bolsa plástica en las islas Galápagos, como el sonido de una ballena encallando en una playa en el Pacífico, como el ruido del correr de una gacela en las llanuras africanas para evitar ser cazada por algún turista occidental con poca autoestima y en búsqueda de exotismo, como la lluvia en los páramos bañando a los frailejones sedientos. Dicen que ese llanto solo podía ser mortal para los ancianos porque solo ellos lograban entender el ritmo de la melodía que era como una lluvia de agujas en su corazón. Porque solo ellos habían visto muchas lunas sobre los templos, muchos soles sobre el desierto. Solo ellos habían escuchado muchas palabras vacías, sido testigos de muchas promesas incumplidas y muchos cambios catastróficos. Los ancianos cuentan que antes los llantos no eran tan fuertes ni agudos y que, aunque algunos morían de ello, el llanto era controlado rápida y silenciosamente. Hoy las máquinas de olvido del tiempo muestran demasiado, se han convertido en instrumentos de tortura y pánico, en instrumentos generadores de climas de ansiedad y miedo. Minuto a minuto las cifras de los muertos de locura frutal y llanto de pangolín agudo llegan de un punto del hemisferio planetario al otro en tan solo unos minutos y al alcance de su mano. “¡La

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cobertura es total!”, se felicitan sonriendo los productores de las cadenas de transmisión informacional por ondas, mientras que recuerdan las consignas del plan anti-frutal sobre qué hacer en caso de sufrir de locura frutal y de escuchar el llanto del pangolín. En el plan anti-frutal se precisa que, en caso de sufrir de locura frutal, la persona debe entrar en un perímetro de seguridad, una zona desinfectada, un área autorizada. Y en caso de muerte por locura frutal y llanto de pangolín agudo, el cuerpo debe ser quemado por muchos soles sin que nadie pueda verlo por última vez. Ese procedimiento tiene como objetivo reducir el riesgo de transmisión de locura y difusión del llanto a gran escala. Y sobre todo el riesgo de comprensión de la melodía en el llanto, lo que haría llover miles de agujas en los corazones de la población corporal. Aquellos que pierden a sus allegados por locura frutal, pierden el sueño por no poder hacer el duelo, por no poder decir adiós frente a frente y aceptar su desaparición. La vida se les va entre alegorías contra la corporación y sus pobres medidas y la petrificación. Ellos se quedan viviendo en un momento fijo del tiempo, como las gárgolas petrificadas de Notre-Dame, como la armada de terracota del primer emperador chino, como tantas fotos tomadas con sus ancianos moribundos, ellos quisieran vivir en una de esas fotos. Se quedan como buscando algo que ha desaparecido y que es esencial para que la vida siga su curso. Cuentan que siguen buscando ese algo, mientras se convierten en animales domesticados.

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Viviana Jiménez. Colombo-Francesa. Nací en 1989 en Bogotá-Colombia. Crecí dentro de la burbuja bogotana en medio de un país convulsionado por la violencia. Crecí viendo a mi abuela escribir novelas sobre coroneles y sus esposas y a mi abuelo leyendo el periódico. A los 19 años emprendo mi viaje a Francia y comienzo a estudiar Filosofía en la Sorbona en París. Luego de descubrir la sociología y la ética decido ser filósofa de terreno, y trabajar en desarrollo sostenible. Escribo como terapia catártica.

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Una bolsa verde llena de viento Valery Katsuba

Después de tres semanas de cuarentena, Madrid se mostraba ayer sensiblemente más alegre. Habían pasado los días de lluvia y brillaba el sol.

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La jornada comenzó cuando Kostas, un rumano, llegó con la bombona de butano. Es un chico muy agradable. Trae el gas a mi comunidad y parece que disfruta educándome, como si fuera mi hermano mayor. Dice, por ejemplo, que me entregará el gas de once a una y, por lo general, no aparece en este intervalo. Si le llamo cuando casi es la una él me responde que tengo que aprender a tener paciencia. Y así es como esto se ha convertido en una tradición para nosotros, la formación dura ya dos años. Sin embargo, ayer, Kostas llamó al interfono exactamente a las once en punto. Yo todavía estaba en la cama. Me levanté rápidamente, me vestí y me apresuré a sacar de la cocina la bombona vacía que debía ser reemplazada por una llena. De repente recordé que el día anterior no había comprado guantes. “No causaré una buena impresión en mi maestro” –pensé. Recorrí el apartamento tratando de encontrar una solución al problema, y vi sobre el escritorio unos guantes blancos de algodón de los que uso para trabajar con los negativos. Me los puse sin perder un momento y arrastré la bombona vacía hasta la entrada. Abrí la puerta justo cuando Kostas llegaba con su carga al hombro. Vestía su uniforme, guantes y una mascarilla. A juzgar por la expresión de sus ojos mientras subía las escaleras, él también pensaba en la impresión que me causaría. Estaba claramente orgulloso de sí mismo. Alabé su apariencia y le pedí permiso para hacerle una fotografía. Kostas posó con placer. A mediodía bajé a comprar pescado. El mercado estaba bastante animado, aunque los clientes intentaban mantener la distancia. Los vendedores

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de pescado estaban detrás de sus puestos elevados, alejados de los clientes, y no llevaban mascarilla. Su aspecto y su actitud eran las de unos hombres de negocios seguros y confiados, inspiraban calma diciendo, por su comportamiento que, a pesar de todo, la vida continuaba y la paciencia y el trabajo estaban dando su fruto. Durante tres semanas de cuarentena, me he dado cuenta de dos cosas: tengo que salir de casa al menos dos veces al día para comprar pescado o ir al banco, o para comprar fruta y tal vez ir a la farmacia, la segunda es que necesito trabajar la respiración. Así que por la tarde, cuando la noche comenzaba a caer sobre Madrid, cogí una bolsa de tela verde y fui a comprar naranjas. Mientras caminaba por la calle pensaba en la propuesta que un periodista me había hecho unos días atrás: se había ofrecido a entrevistarme y, al mismo tiempo, promocionarme como artista. Se suponía que la entrevista trataría sobre la cuarentena en Madrid y sobre la difícil situación que se vivía en la ciudad. Todo tenía que parecer muy dramático. Yo no veía mucho drama en mi confinamiento en casa ni en los paseos a las tiendas, y no quería hablar de algo que no estaba viviendo. El periodista perdió interés en mí y no volvió a llamar. Recorrí el Paseo de Extremadura en dirección al río Manzanares y al puente de Segovia, desde donde puede verse el Palacio Real. En aquella ocasión me detuve cerca del puente para tomar una foto de la vista, antes de

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continuar hacia la frutería que está al lado, para comprar naranjas. Así lo hice: fotografié la vista y fui a la tienda, pero estaba cerrada. Entonces me di cuenta de que de vez en cuando unos coches de policía pasaban por el Paseo de Extremadura. Y yo estaba deambulando por la calle con la bolsa vacía, sin una sola naranja (para nosotros los madrileños pasear por la calle sin un motivo justificado todavía no está permitido). En ese momento se levantó el viento y sopló de tal modo que llenó mi bolsa verde. Parecía un pequeño paracaídas. Daba la impresión de que yo había intentado hacer la compra, pero sin encontrar el producto correcto. De ese modo llegué a casa con una bolsa llena de viento. En cuanto entré recibí la llamada de una periodista que trabaja en una reputada agencia internacional de noticias, para proponerme hablar sobre la situación en Madrid y, al parecer, dispuesta a darme un honorario por este trabajo. Yo le dije que todo lo que podía contar era cómo estaba viviendo la cuarentena yo. Cómo la estaba llevando a cabo un artista conocido / poco conocido / muy conocido (cualquiera de las opciones era buena) en Madrid. –¿Sobre qué podrías hablar, por ejemplo? –preguntó la periodista. –Por ejemplo, sobre una bolsa verde llena de viento –respondí. –Esto no es suficiente –replicó la periodista–, ¡necesitamos intensificar las circunstancias! –¿Por qué hay que intensificar?

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–¡No publicarán la entrevista si solo hay una bolsa verde con viento y sin nervios! –sonaba decepcionada. –Hmm, bueno, piensa en ello y vuelve a llamar si lo consideras conveniente –le respondí. –Sí, pensaremos en ello, –me dijo. Pero en su voz ya no había ningún interés en mí.

4 de abril 2020, Madrid

Valery Katsuba (Bielorrusia, 1965), artista y escritor. Se graduó en la escuela secundaria en Bielorrusia, donde la profesora de literatura, Valentina Lukyanchik, prestaba gran atención al desarrollo de sus habilidades de escritura. Trasladó su residencia a Leningrado en 1982, para estudiar en la Universidad de Flota Marina. Después de graduarse en la Universidad, comienza a escribir ensayos literarios y se dedica a la fotografía. Hasta la fecha, sus obras fotográficas se encuentran en las colecciones del Centro Pompidou (París), el Museo Ruso (San Petersburgo), el Museo de la Real Academia de San Fernando (Madrid) y en otras colecciones. Actualmente vive en Madrid y está preparando un libro de relatos, “Historia en una fotografía”, que combina la narrativa y las artes visuales.

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Agorafobia Leonardo Laverde Botero

Andreína aspiró con fuerza a través de la tela, abrió la puerta con ímpetu y salió a la calle, suicida a la intemperie. Casi enseguida la golpeó el silencio. Por un instante pensó en retroceder, regresar, pero no podía hacerlo. Además de la mascarilla y los guantes llevaba consigo una responsabilidad: debía comprar algo para almorzar, los precios y los productos no iban a esperarla. Así que dejó atrás las miradas de sus vecinos, que imaginaba numerosos e invisibles detrás de sus ventanas, y comenzó a caminar en dirección al centro. Para Andreína no había nada más aterrador que ver esas calles –de ordinario tan concurridas–, vacías. Sin embargo, al doblar la esquina del mercado, el miedo la paralizó. Era el gentío de siempre, la misma gritería y tumulto, pero Andreína solo vio bocas descubiertas gritando, escupiendo y tosiendo; manos sucias sacando mocos, rascando caras, manoseando las hortalizas; una que otra mascarilla improvisada y mal puesta, no menos sucia por dentro que por fuera; el enemigo invisible deseoso de acompañarla a casa.

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Avanzó de un puesto de mercado al otro, esquivando contactos, comparando precios, sintiendo su lista de compra desmigajarse con cada uno. ¿Qué iba a hacer? El viejo no estaba produciendo, lo que le habían pagado a ella no era suficiente, las proteínas que necesitaban y los cítricos para subir las defensas estaban escasos y la gente abusaba. –¡Andreína! –¡Johnny! Se alegró sinceramente de verlo, pero sus manos se detuvieron antes de consumar el abrazo. Él hizo un gesto de comprensión. –Pensé que estabas todavía fuera del país –dijo ella. –¡No, chica! –respondió él, con los ojos sonrientes–. Llevó acá como dos semanas. Y menos mal. La vaina está heavy allá afuera. ¿Te imaginas yo allá, solo, pelando y con esta situación? Permanecieron unos instantes así, sin saber qué decirse. “Me tengo que ir. Te estoy llamando”, se despidió ella. “Seguro, princesa”, respondió él, “me gustó verte”. Ella se alejó ansiosa, pero no por el miedo esta vez. Era cerca del mediodía cuando regresó con bolsas pesadas en las manos. No había completado la lista, pero algo había podido hacer. Claro que nada sería suficiente para el viejo. Ya le parecía oírlo: “¡Cómo se te ocurre comprar eso, a ese precio, en ese lugar! ¡Ah, tenía que haber ido yo!”. Lo decía sinceramente. Al viejo le molestaba depender de ella, depender de nadie; tener que permanecer encerrado –él, acostumbrado a recorrer largas distancias todos los

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días. Pero tenía que ser así. Tenía que ser ella, desde el principio lo sabían, la que saliera a trabajar y hacer las compras. Él estaba en edad de riesgo y tenía antecedentes respiratorios. Al abrir la puerta encontró al viejo de pie, la espalda apoyada contra una pared. –¿Por qué te demoraste tanto? –dijo. –Comparaba precios –respondió ella–. Además, había demasiada gente. –Seguro que te quedaste hablando con alguien –dijo él–. Eres una inconsciente. ¿Es que no sabes el peligro que hay en la calle? Ya me iba a poner los zapatos para ir a ver qué te había pasado. Ella no contestó. Soltó la bolsa de la compra, se cambió los zapatos por unas sandalias, ya dispuestas sobre la alfombra, y caminó rápidamente hacia el baño, donde se quitó los guantes y se desvistió. Desde la ducha siguió escuchando los refunfuños del viejo. Estaba insoportable últimamente. Cuando no peleaba por algo, pasaba horas frente al televisor, devorando noticias sobre el virus, comparando los síntomas con sus propios padecimientos y terrores. Una hora después estaban sentados a la mesa. El ambiente ya estaba más relajado. Ella contó lo que vio en la calle como si narrara una película de zombis. Él contó un chiste viejo y ella se rio. Siguieron comiendo. De pronto él tosió. Dos veces. Ambos dejaron de comer, apoyaron los cubiertos sobre la mesa y se miraron con los ojos desorbitados. –Me atoré –explicó él. Ella no hizo ningún comentario.

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Al rato volvieron a sonar los cubiertos.

Leonardo Laverde Botero (Caracas, 1980). Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela (UCV). Docente en la Escuela de Idiomas Modernos de la misma universidad y encargado de sala en la Fundación La Poeteca de Caracas. Mención honorífica en el II Concurso de Cuentos de la Policlínica Metropolitana (2008). Ha publicado relatos y artículos educativos en varios portales web.

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Insomnia Lorena Oliva

Son las 4.00 am abro mi libreta. Hago el ejercicio de observarme como si yo fuera otra. Yo. La que le cuesta abrir el ojo izquierdo del todo al despertarse, la que busca entre las sábanas las duras tapas del libro y huele su olor a humedad tres veces antes de dormir. Yo, la que se menea mucho entre sábanas y gira en la cama en forma de espiral, dando saltos y patadas al aire, como si estuviera poseída de poesía o de metáforas huérfanas sin escribir. Yo, que nunca ronco, porque no tengo a quien roncarle y no tiene ningún sentido roncar sin nadie, despertarse uno mismo con sus ronquidos, con su propio aire atragantado en las fosas nasales –roncar es cosa de hombres, decía mi papá cuándo nos quejábamos de sus ruidos nocturnos. Nunca duermo sola, yo me acuesto con todos los párrafos al pie de página, me abrazo a un epílogo y me entrego a Morfeo por unos siete minutos solamente, que suelen ser una eternidad. No sufro de insomnio, el insomnio me sufre a mí, en medio de la noche me sobresalto y caigo sobre él aplastándolo y dejándolo sin aire.

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Evoco tu nombre, Julio, y cierro los ojos queriendo atrapar el aroma gastado de tu perfume y siento paz. No sé por qué no te pregunté jamás cuál era el nombre de esa colonia favorita, quizás por pudor, las mujeres no preguntamos esas cosas sin mentir, sin decir que deseamos regalársela a un compañero de trabajo o al tío que cumple años. Me duermo sin dormir, me abrazo a al libro, en donde me busco y siempre me encuentro perdida sin encontrarme... Abro y leo lo primero que aparece ante mis ojos: “Sé que un día llegué a París, sé que estuve un tiempo viviendo de prestado, haciendo lo que otros hacen y viendo lo que otros ven”.

Julio: Son las 7.33 de la mañana, estoy en la cama aún, debo salir a comprar una libreta nueva ya que a esta le queda una sola hoja en blanco. Anoche soñé que se me desprendió un diente, cayó debajo de la cama, para poder buscarlo mejor me desperté, porque sé que en sueños nunca he logrado encontrar nada, conoces mi manía, suelo pensar que si no logro encontrar lo que se cayó en menos de un minuto algo fatal pasará, no a mí, sino a alguien que amo y cuyo nombre empieza con la letra del objeto perdido, me tranquiliza pensar que no conozco a nadie cuyo nombre comience con D.

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Cuánto hace que no me metía debajo de la cama, hay un mundo oculto allá abajo. Creo que la hija del portero se llama Dalmira, no sé si al pasar hoy por su lado al salir a hacer las compras le dejé un mensaje de advertencia. Creo que para que no reconozca mi caligrafía cortaré letras de la revista y le dejaré una nota anónima. La hija del portero.

8.00 am Voy al baño, abro la boca y busco el diente, ahí está, hay sueños que no se atreven a pasarse de la raya. Tenía tiempo que no acercaba tanto mi rostro al espejo. Me miro... no voy a caer en el cliché de decirte que no me reconozco. Toco mi boca, con un dedo toco el borde de mi boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez mi boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano dibuja. Abro la ducha, espero que el agua se caliente, me desnudo lentamente y me sumerjo en el vapor como queriendo desaparecer en el.

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Son las 8.30 de la mañana. ¿Quieres azúcar o te lo beberás amargo? Desde hace 22 años pongo dos tazas de café a la hora del desayuno, nuestro primer café se enfrió y eso fue un mal presagio, lo presentí al beberme el primer trago y tener deseo de escupirlo con fuerza, pero lo tragué. Ese día tenías un abrigo azul cielo que aclaraban aún más tus ojos, por primera vez pude verlos con detenimiento ya que se te metió una pajita en el ojo y me acerqué a soplar, con miedo a tener mal aliento lo hice rápido y siempre pensé que ese día debí haberte besado. Pero hablábamos de dinosaurios y nadie se besa al hablar de saurisquios y ornitisquios.

Podés creer Julio, son las 11 de la mañana, se acabaron las libretas de tapa dura en la librería del barrio. Abro el periódico. Oye... “Coincidiendo con el centenario del nacimiento de Cortázar, “El London” reabrió hoy sus puertas después de un año cerrado, para ofrecer café y medialunas a los centenares de transeúntes que cada día pasan por el cruce entre la calle Perú y la avenida de Mayo, en pleno corazón de la capital argentina. Aunque Cortázar ya no se sentará en ella, “El London”, inaugurado en 1954, conserva una mesa con un cenicero en homenaje al escritor y en las

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paredes, citas de sus obras homenajean al hombre que inmortalizó el establecimiento con su literatura universal. La mesa y el asiento Cortázar están ubicados en una esquina del café, retirados y pegados a la ventana, de espaldas a la Casa Rosada que se levanta a pocos metros más allá, en la Plaza de Mayo, aunque los responsables del café afirman que no se sabe exactamente el lugar en el que estaban colocados en la época del escritor”

No puedo escribir ya que no tengo dónde hacerlo y se me amontonan las frases en el pecho, siento que el corazón se me acelera si no pongo urgente en un papel Querido Julio, dos puntos. Me siento en un rincón de la habitación a recordar tu voz, pero me llega la voz del portero y me lo imagino recibiendo una llamada en la que le anuncian que su hija sufrió un accidente que yo provoqué en sueños. Tu voz Julio, se me perdió otra vez. Me llega la voz asmática y degenerada de mi profesor de literatura, de un mochilero que amé antes de conocer, de un vendedor de muebles, de un cura dando la extremaunción, me llega el sonido de los niños en el parque y no me llega tu voz Julio. Debo salir a buscar otra libreta, pero no soporto la idea de salir a la calle a buscar otra libreta. Quiero poner la mente en blanco y no puedo.

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Oigo mis vísceras, la sangre recorriendo mis venas, el latido de mi corazón acelerado por la ansiedad de no saber qué más tendré que oír. Oigo mi respiración la que trato de controlar, la abdominal, la políticamente correcta. Oigo el aire apagado justo antes de comenzar el ejercicio. La bachata que como una filtración gotea en la sala. La calle, los motores, las bocinas. Las fichas de dominó. El ronquido del vecino, que es mi amante y duerme siesta sin mí. La pelota en el parqueo. El pincel que recrea la luna. Pero tu voz Julio, tu voz se me escapa y necesito encontrarla para guardarla en el frasco de tapa roja y ponerla en la mesa de noche junto al retrato de tu gato que me mira con sorna y burla.

5.15 pm Necesito tener todo en orden pero, cuál es el orden, qué debe ir primero, el insomnio, tu perfume, el café London, el beso, los dinosaurios. Beso, dinosaurio, diente, café. Café, beso, perfume...

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Tu voz Julio se me escapó al abrir la ventana y debe estar deambulando por la ciudad, buscando a la Maga que busca una libreta o debe estar entrando al museo a observar el cuadro. Porque tú sí eres de los que sale a la calle a meterse en un museo a observar el cuadro. Yo, yo no salgo a la calle, ni soy el cuadro. Se me acabó el alcohol.

Lorena Oliva. Actriz, directora, dramaturga, narradora oral y pedagoga teatral argentina. Es autora de obras como La Odisea, Cuentos a la carta, Cyrano de Bergerac, petit format, Mujeres de Shakespeare y Secreto a voces, montajes que pertenecen actualmente a su repertorio. La obra teatral La Ley del silencio: Bullying, fue ganadora del Primer Lugar del Festival Internacional de Teatro Aficionado Emilio Aparicio y ha sido publicada en el 2019 por Editorial Loqueleo. Santillana.

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El sabor fugaz de la fresa Nuria Ortiz

Cuando el 23 de abril de 2020 el Queen Aleid atracó en el puerto de Southampton, un aluvión de ambulancias, policías y periodistas estaban esperándolo ya. Tras cuarenta y ocho días sin noticias, la petición del radiotelegrafista para atracar fue recibida con una mezcla de estupor y alivio, al haber desaparecido en mitad de su travesía.

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El Queen Aleid zarpó del puerto de Barcelona el 29 de febrero de 2020 con 1068 pasajeros y 655 tripulantes a bordo, para realizar un crucero por el Mediterráneo, con retorno el 14 de marzo. Sin embargo, al quinto día de su partida el barco se desvaneció. No hubo resultados positivos cuando rastrearon la ruta prevista. Al abrirse las puertas, los pasajeros, bronceados y sonrientes caminaron entre la multitud como si desfilasen por una pasarela. Solo regresaron 481. Y 315 tripulantes. Los exámenes médicos oficiales arrojaron una salud de hierro en todos ellos. Las sospechas de haber naufragado como causa del Covid-19 a bordo resultaron infundadas. Por lo tanto, faltaban 712 pasajeros y 340 tripulantes. El 24 de abril de 2020 el capitán Cornelius Lambert prestaba declaración dentro del mismo hospital. “Partimos de Barcelona sin novedades. Al tercer día recibimos un comunicado de origen. Se había declarado un brote de coronavirus en la ciudad. Nos describieron los síntomas y recomendaron que tomásemos medidas dentro del barco. Esa misma tarde reuní a la tripulación y les tomamos a todos la temperatura. Negativo. Al día siguiente convocamos a todo el pasaje tomándoles la temperatura y el resultado también fue negativo. Aunque las órdenes fueron atracar en el primer puerto del recorrido, no

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las consideré pertinentes. Llevaba a bordo a más de mil viajeros y casi setecientos tripulantes sanos y me pedían que atracase en ciudades donde el Apocalipsis se había instaurado. La decisión fue fácil: di media vuelta rumbo al Atlántico. Pasaríamos la cuarentena aislados. Tras reunirme con todo el equipo, concluimos que no superaríamos los catorce días previstos de crucero sin aprovisionarnos. Así que tendríamos que hacer algunos ajustes. Acordamos apagar los motores y dejarnos llevar por las corrientes marinas, encendiéndolos solo si la ocasión lo requería. Nuestro radiotelegrafista estaría al tanto del desarrollo de los acontecimientos para ver cuándo y en qué zona podríamos atracar de forma segura. Creo que ustedes no saben que este... es un crucero de lujo. El servicio ofrecido aquí es impecable. Hay mayordomo, obras de arte por valor de cien mil dólares... y tanto la tripulación como los clientes saben estar a la altura de las circunstancias. Era un viaje de placer y una inoportuna pandemia no debía alterar estos hechos. Volvimos a reunir a todo el pasaje. No tenían que preocuparse ni preguntarse nada. acatarían unas normas sencillas para garantizar la convivencia, como tomarse la temperatura tres veces al día y llevar un control... y poco más... Todos reaccionaron colaborando desde el primer momento... también

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es verdad que, si les garantizas que, pase lo que pase, tendrán sus vacaciones ideales, la cosa se simplifica mucho... Puesto que las provisiones escasearían, era fácil que hubiera motines. Así que nos anticipamos a ello. Prohibimos las bebidas alcohólicas en todo el crucero. En un primer momento, se entendió; pero al segundo día empezó a haber gente que no sabía divertirse sin alcohol y comenzó a fastidiar a los demás. Así que los reciclamos... Una vez nos deshicimos de los malhumorados, implantamos una hora de ejercicio para que todos mantuviesen su forma física... aquellos desidiosos que no cumplían con esta actividad fueron también reciclados. Antes de cada cena cada persona tomaba un mojito con zumo de limón congelado, para prevenir el escorbuto. Los invitados cenaban con sus mejores galas. Era aconsejable que no repitieran traje. Para ello tenían nuestra boutique y sastrería. Si pese a todo tenían el mal gusto de no renovar su vestuario, eran reciclados. Mientras tanto, nuestro radiotelegrafista recibía cada vez peores noticias de tierra firme. La situación se alargaba. Se recomendaron los baños de sol para afianzar la vitamina D en el cuerpo. Era común ver las tumbonas llenas... Pese a los esfuerzos de nuestros animadores, el ánimo empezó a decaer.

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Tuvimos que tomar una decisión drástica...” Tras una larga pausa, el capitán prosiguió, no sin antes sonrojarse. “Impusimos las relaciones sexuales diarias entre los pasajeros. En principio, con la pareja legal; pero aquello no funcionó... tuvimos que... sugerir que mantuvieran relaciones con otros viajeros... Por supuesto, hubo quien no quiso compartir a su marido o mujer, sin entender que era un esfuerzo por el bien común y esos egoístas también fueron reciclados. Al principio, la gente se escondía para mantener esos encuentros; pero al cabo de unos días fueron desinhibiéndose y terminaron citándose todos alrededor de la piscina... sin importar el sexo ni la edad.... Durante este período todo el mundo se comportó con gran presencia de ánimo, deseoso de integrarse en la rutina. Solo una vez hubo un altercado con un caballero que tuvo un pico de fiebre y quiso ocultárselo a los demás... otro hombre, al ver tan poca solidaridad, lo levantó en vilo y lo arrojó por la borda. El resto le aplaudió. “La única excepción fueron los Van Aken, amigos íntimos de los armadores del crucero; personas discretas y juiciosas, que solicitaron permanecer en sus aposentos sin ser perturbados salvo por la tripulación, para asear sus estancias y llevarles la comida. La tripulación también tuvo sus bajas... personas nerviosas, sin mucho temple. Descuidadas en su aspecto. Enfermos crónicos...

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El 20 de abril, nuestro radiotelegrafista captó que la pandemia había pasado ya, con algunos focos dispersos; sin embargo, Europa estaba limpia. Nos dirigimos al puerto más cercano. Aquí doy por cumplida mi misión. Los viajeros en tierra están en perfecto estado de salud física y mental y han disfrutado de unas vacaciones dignas de su rango.” ¿A qué se refiere usted con “se les recicló”? El capitán le miró de forma burlona y preguntó a su vez: “¿Cómo cree que pudimos dar de comer a tanta gente sin apenas víveres?”

Nuria Ortiz (Madrid, 1974). Escritora de cuentos y relatos; nunca de novelas. Ha publicado en la revista digital Marabunta, en su edición especial en homenaje a Juan Rulfo y en la revista digital Espora, número 20 dedicado a la escritura no creativa.

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Toma de medidas José Luis Palacios

Al sacarlas de sus bolsas plásticas, las batas tienen el tacto áspero y el olor a desinfectante propios de los objetos desechables de cualquier hospital. Deben meterse con la abertura hacia atrás, como nos lo repiten las asistentes, para después amarrarse en la espalda con dos pares de tiritas blancas, uno a nivel del cuello y otro en la cintura. A medida que nos vamos encontrando en la sala de espera, después de cambiarnos, comparamos las habilidades variables de la gente para llevar el atuendo con algún atisbo de dignidad: algunos se rinden ante la imposibilidad de hacer nudos en la espalda y se conforman con caminar con una mano atrás, crispada sobre las esquinas huidizas de la tela, hasta que alguna asistente se apiada y lleva a cabo velozmente la tarea de atar con propiedad los cabos sueltos. Los más hábiles del grupo exhiben sendos lazos, bien apretados, que casi impiden ver resquicios de piel usualmente tapada por la ropa interior. Con todo, abundan las visiones fugaces de piernas y nalgas excesivamente gruesas, flebíticas, con deformidades como las de ciertos tubérculos tropicales que únicamente pueden medrar bajo tierra, lejos de la radiación solar. Algunos pechos y algunas barrigas marcan su opulencia contra el basto tejido del mínimo atuendo, pero en general la amplitud de la talla

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única hace desaparecer las formas humanas excepto por las cabezas, por lo regular bien peinadas y maquilladas. Los muchachos chiquitos son los que salen peor parados, arrastran tras de sí buena parte de sus batas y se tropiezan cada pocos pasos. Las cholas azules con el logotipo de la compañía, también talla única, no ayudan mucho en el desplazamiento de los pies más diminutos, y poco hacen para aliviar en las plantas de los demás el frío de los pisos de granito. Una vez congregados en la sala de espera, nos formamos en una sola fila para dirigirnos ordenadamente a la sala de escaneo. Los más veteranos tratamos de enfrentar la situación con calma y resignación, como si fuera otra rutina más de la vida moderna, no muy distinta a la de una campaña global de inoculación contra algún virus zoonótico, o a la obtención de un pasaporte. Se barrunta, sin embargo, el nerviosismo de los novicios y los más jóvenes. Las asistentes se manejan con profesionalismo y nos guían en todos los pasos del proceso. Uno a uno pasamos al interior del pequeño cilindro de acero y plexiglás para ser traspasados por haces de microondas. Debemos permanecer inmóviles, en posición vertical y con las manos arriba, como si nos estuvieran atracando. Algunos del grupo son llevados aparte para indagaciones ulteriores, producto posiblemente de alguna imagen difusa en los monitores o de alguna sombra sospechosa. Según vamos saliendo de la zona de escaneo, nos amarran unas pulseras plásticas irrompibles impresas con un código de barra y algunos caracteres alfanuméricos. El verdadero diezmo del grupo se da con la inspección de nariz, garganta y oídos. Los llantos infantiles dominan la escena,

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contrapunteados con los sollozos de frustración de algunas madres al enterarse de un diagnóstico sorpresivo, algún microorganismo inoportuno multiplicándose en las mucosas indefensas y enrojecidas. Los más afortunados pasamos el examen sin contratiempos y con orgullo presentamos nuestras muñecas bajo una lectora óptica que emite el glorioso pitido final del proceso de admisión. Atrás dejamos un rastro de depresores linguales y cubiertas cónicas de otoscopios. El ingreso a la cabina mejora el humor de los presentes. A todos nos reconfortan el olor a café y las conversaciones desenfadadas entre los tripulantes y los oficiales de vigilancia. El aire acondicionado escasamente se siente, posiblemente regulado a unos veintitrés o veinticuatro grados Celsius, lo cual es una bendición a la luz de nuestra escasa indumentaria. Así también se ahorra combustible. En la puerta nos reparten cobijas y almohadas, todas con el conocido logotipo color celeste. Los asientos son fáciles de seleccionar, al coincidir sus ubicaciones con las inscripciones que llevamos en las batas, impresas sobre la pechera en caracteres negros de unas tres pulgadas de altura. Al lado de ellos se pueden sentir en altorrelieve los puntitos característicos del alfabeto Braille, con la misma información detallada para facilitar la ubicación de los invidentes. Sin equipajes que llevar a bordo, la compañía ha optado por eliminar los compartimentos encima de las cabezas. Se agradece el espacio extra, sobre todo para los más altos. A los pocos minutos ya todos estamos sentados y amarrados, muchos con los ojos cerrados, tratando de conciliar el

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sueño o agarrotados por pánicos indefinidos. Otros, sobre todo los menores, juegan con las mesitas plegables y tratan inútilmente de arrancarse las pulseras que, como es bien conocido, solo pueden cortarse al término del viaje. La mayoría de nosotros nos entretenemos leyendo el material impreso ubicado en los asientos frente a los nuestros: folletos explicativos de la aeronave y sus posibles emergencias, revistas más o menos añejas con múltiples ofertas de perfumes y licores, artículos de gastronomías exóticas y sudokus a medio rellenar con tachaduras y cifras anónimas. Miramos con fascinación a las aeromozas, ataviadas de punta en blanco, y envidiamos sus buenas formas, embutidas en toda la corsetería imaginable y en los elegantes trajes suministrados por la compañía. Sin duda, mientras nos dan la reglamentaria demostración con salvavidas y máscaras de oxígeno, ya todos estamos pensando en la larga ordalía al llegar a nuestro destino, en un terminal laberíntico lleno de escaleras mecánicas, oficiales de inmigración, carruseles y cubículos, donde podremos conseguir nuestras maletas, concienzudamente olisqueadas por la unidad canina, y nos devolverán las prendas de las que nos despojamos a la salida: zapatos, correas, ropa interior, pantalones, faldas, camisas, vestidos, cachuchas y chaquetas, ahora como sus dueños, todas rigurosamente certificadas cien por ciento libres de amenazas biológicas, drogas y detonantes. Los que sabemos de estas cosas nos reímos para nuestros adentros de todos los operativos y todas las precauciones. Nada más falso que esa sensación de seguridad alimentada por los exámenes, los perros, nuestra desnudez

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y la caterva de asistentes y vigilantes uniformados con chapas relucientes y cartucheras abultadas. Una vez que en la patria grande nos quedamos sin posibilidades de desarrollar nuestra embrionaria agencia de energía nuclear, comenzamos a trabajar con otras armas más sutiles. Neurotoxinas de naturaleza inorgánica, explosivos organometálicos de composición molecular invisible a los detectores, y sobre todo, una colección de arbovirus, norovirus y coronavirus de estructuras estables. Es fácil ser portador asintomático de estos virus y no ser detectado por las pruebas tradicionales de los aeropuertos, soy un buen ejemplo de ello. Aquí estoy, impoluto y certificado, con una cápsula de gelatina repleta de agentes infecciosos que se disuelve poco a poco en mi intestino. En el futuro quizás hablarán de mí como el paciente cero y con el favor de Dios sobreviviré la enfermedad. Mi sistema inmune está reforzado después de haber sido sometido a una cornucopia de asaltos virales, no soy un buen huésped, más bien un raro fenómeno de selección natural, un valor atípico de la curva. Soy también la vanguardia, el globo de ensayo, la cabeza de playa de los ataques por venir. Allá en nuestros laboratorios tenemos almacenadas masas críticas de patógenos suficientes como para desatar epidemias de fiebres hemorrágicas y neumonías devastadoras en las mayores concentraciones urbanas de las repúblicas y reinos paganos. El éxito de nuestras invasiones estará garantizado por las altas tasas de contagio, a través de saliva, sudoración, semen o secreciones vaginales. Todo lo que necesitaremos será una mínima legión conformada por jóvenes virtuosos de ambos sexos, de miradas

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inocentes y cuerpos inconspicuos, con pieles lozanas, sin erupciones ni marcas sospechosas y, sobre todo, con la convicción irreversible de ir gustosamente al martirio. Pequeños pelotones de tres a cinco legionarios, como yo, albergarán en sus sistemas digestivos las cápsulas indetectables que los mantendrán asintomáticos las primeras horas, o quizás días, durante los abordajes, los registros y las inspecciones. Pasarán todos los escrutinios con tranquilidad, envueltos en sus baticas azules y sus cholas desinfectadas. Los períodos de incubación, en promedio, serán extremadamente cortos. Al llegar a sus destinos comenzarán a propagar los virus y contagiarán a agentes de inmigración, taxistas, empleados de los hoteles, mesoneros, cajeras de automercados, parejas de encuentros casuales, mendigos, y a todos aquellos que se les acerquen. La epidemia crecerá como un árbol con ramificaciones ilimitadas. De ojos, narices, orejas, bocas y entrepiernas manarán sangramientos indetenibles, mientras que de las pieles mortecinas brotarán pústulas nunca antes vistas. Los enfermos morirán en los pasillos de los hospitales, en medio de delirios febriles, ahogados en un mar rojo y espumoso de sus propias secreciones, a la espera de un ventilador que nunca llegará a tiempo. Médicos y familiares intercambiarán miradas estupefactas, abrumados por los sufrimientos agónicos de los enfermos que harán ver como compasivos nuestros métodos explosivos y brutales de tiempos pasados. La falta de respuesta de los gobiernos y la ineficacia de los sistemas de salud sembrarán el terror en las poblaciones, que se moverán erráticamente sin

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liderazgo. Se interrumpirán los suministros energéticos y, sin ellos, escasearán los alimentos y el agua. Unos se recluirán en sus hogares, otros se sublevarán y se enfrentarán a las fuerzas de seguridad en los inevitables saqueos motivados por el hambre y la falta de medicinas. Doblegaremos así la supuesta superioridad y la determinación de los infieles, sus esquemas comerciales y sus rutinas diarias. Las instituciones colapsarán. Doctores, enfermeros, bomberos, policías, miembros de las fuerzas armadas, jóvenes y ancianos, mujeres y hombres, todos se contagiarán. Los sistemas defensivos quedarán sin soldados que los atiendan. Los organismos de inteligencia sin espías. Nuestros ejércitos, centurias de guerreros protegidos con equipos invulnerables a los virus exterminadores, ocuparán los territorios enemigos sin gran oposición, y solamente harán uso de armamento convencional en casos aislados y extremos para no envenenar el ambiente. Tal como aprendimos de niños, de sus templos no quedará piedra sobre piedra. En los valles de las tinieblas aniquilaremos culturas y costumbres, industrias y universidades, y procrearemos con las escasas mujeres sobrevivientes, para fortalecer nuestra raza y criar nuevas generaciones de creyentes. Solo adoraremos al Señor nuestro Dios, alabado sea su nombre, y aborreceremos a los becerros de oro y a todos aquellos que quemen incienso frente a falsos ídolos. Porque uno solo es el Padre, misericordioso y lleno de bondad, a cuya voluntad nos sometemos. Y todos juntos compartiremos su vida sin principio ni fin y cantaremos sus alabanzas. Y en medio de la paz y de infinitas bendiciones se establecerá el reino de nuestro Señor en la tierra,

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para llenarla de su poder y su gloria, tal como fue anunciado por los profetas y recogido por los escribas, hasta el final de los tiempos, por los siglos de los siglos, por toda la eternidad.

José Luis Palacios. Caraqueño (1954). Licenciado (USB, 1976) y Doctor (UC Berkeley, 1982) en Matemáticas. Fue Vicerrector Académico de la USB (2001-2005). Desde 1988 sus relatos han aparecido en algunos libros y antologías ("La Vasta Brevedad" Alfaguara 2010). Uno de ellos, "Invertebrados", ganó el concurso de El Nacional (1995). Desde 2013 se mudó con la familia a Albuquerque, New Mexico, y trabaja en el departamento de Ingeniería Eléctrica y de Computación de UNM haciendo lo mismo de siempre: cuentas y, a veces, cuentos.

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Los zombies obsesivos (una distopía coronovirulenta y políticamente incorrecta) Julio César Pérez

Corría el año 2052. Vemos a la humanidad saliendo recién de una pandemia que comenzó en el año 2020. Todo es diferente, la economía mundial había caído en una profunda depresión qué duro más de 10 años, apareciendo, posteriormente, economías disruptivas, las cuales se convirtieron en la base de la civilización sobreviviente (solo ¼ de la humanidad sobrevivió). Así, en los países desarrollados sobrevivieron solo aquellos ciudadanos que presentaban tres condiciones: los hipocondríacos, los que presentaban trastornos obsesivos compulsivos (TOC) y algunos fóbicos. De forma darwiniana, estas condiciones degenerantes se convirtieron en la principal ventaja evolutiva de la humanidad; los hipocondriacos, con su atención casi exclusiva a sus enfermedades, sus auto confinamientos y el excesivo consumo de todo tipo de vitamina, sobre todo la C, los TOC´s con su compulsiva necesidad de lavarse las manos cada 10 minutos, los agorafóbicos y enoclofóbicos con el terror a las multitudes y a salir de casa, se convirtieron en la nueva clase dominante del nuevo mundo. Se convirtieron en los grandes capitanes de

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empresa: la industria de la higiene y la limpieza desplazó a los tradicionales motores de la economía mundial, desinfectantes de todo tipo, el cloro, la creolina, el alcohol, son ahora commodities, se habla de barriles de desinfectantes, en vez de barriles de petróleo, en Wall Street se creó el DesIndex, conformado por las acciones de las principales empresas de limpieza, en el Chicago Exchange of Board surgieron futuros de jugo de naranja, limones, limas, grapefruit, y la Industria farmacéutica, duramente atacada durante la crisis, perfeccionó el mercado de placebos. En efecto, en rueda de prensa, el director general de la Federación Internacional de la Industria del Medicamento confesó que los medicamentos contra el coronavirus y otros 150 tipos de enfermedades eran en realidad simples placebos, por lo cual, la industria solo competía para colocar el color más bonito de pastillas en el mercado. El petróleo y las energías alternativas frenaron su desarrollo e investigación… a los nuevos amos del mundo no les gustaba mucho salir de casa, de hecho, los servicios de delivery se convirtieron en el segundo motor de la economía de los antiguos países industrializados, con tecnología 10G, todo se compraba en línea, el teletrabajo, los drones de repartición, y los robots que hacían el trabajo manual que necesariamente se debe desempeñar fuera del hogar. En consecuencia, la pizza se convirtió en el principal alimento de esos países, algunos de los cuales, en sus congresos, hicieron propuestas para cambiar los emblemas de sus escudos de armas y banderas y colocar un slide o una pizza 14´´.

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La población de estos países se hizo gorda y perezosa a pesar del auge que tuvo en principio todo tipo de adminículos para el deporte en casa: los fabricantes de caminadoras, bicicletas fijas, pesas, barras, ligas, escaladoras, hicieron su agosto en un principio, pero terminaron siendo los percheros de los hogares de los HIFOTOCOS (acrónimo de hipocondriaco, fóbico y toc). Dentro de las familias se impuso el matriarcado, dado que se acusó a los hombres de haber creado el virus y, además, las mujeres siempre han sido las reinas del hogar, ese golpe de estado familiar se trasladó al resto de la sociedad, en particular en Europa, en donde los primeros partidos feminazis hicieron aparición y algunos incluso ganaron las magistraturas, limitando la participación política de los hombres mayores de 20 años a los cuales se les dio la calificación de “entredichos”. De hecho, las asambleas nacionales desaparecieron en la mayor parte de los países del mundo, dado que no había necesidad de representación como consecuencia del voto en línea y la consolidación del la “dictadura del matriarcado”. No todo era malo, sin embargo. El aire y las aguas se aclararon, los ríos y mares más contaminados del mundo como el río Ganges y el Guaire se poblaron con especies autóctonas de peces, los cuales prontamente se incorporaron a las gastronomías tradicionales de estos países. China colapsó en la crisis. La construcción inmobiliaria, principal motor de su economía se frenó en seco, ya no había habitantes que ocuparan las

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construcciones residenciales, ni empresas que ocuparan las oficinas, provocando la versión asiática de la crisis de la subprime. China debilitada fue incorporada como la provincia número once de Corea del Norte, la cual, por cierto, también absorbió a su hermana del sur, conformando el más grande, pobre e inofensivo imperio moderno jamás conocido, siendo el segundo caso documentado en la historia en que un país comunista, aislado, pequeño y pobre, invade a otro país grande y rico, y sin echar un tiro. La tradición gastronómica también cambió. Después de algunos años existe evidencia de que el origen del Covid 19 y sus mutaciones proviene del cruce de una lagartija con una gallina contaminada que al tener relaciones sexuales con un mono capuchino, cuyo padre, un pangolín gigante, había participado en una orgía gore en la que fue violado por 35 murciélagos negros sádicos, ergo, la lagartija fue comida por un perro que mordió al cocinero que pretendía cocinarlo vivo; siendo este original chef, el llamado paciente cero; todo esto en el mercado de Wuhan. Al enterarse la humanidad de semejante cochinada, la mayor parte decidió incorporarse al Movimiento Vegano Radical MVR, el cual en principio fueron declarado como una organización terrorista por el Departamento de Estado, pero luego legalizados al ganar Sander las elecciones en Estados Unidos. Con el apoyo del MVR, del Partido Comunista Norteamericano y lo que queda del Demócrata, la ahora presidenta

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Bernarda Sander prolonga su estadía en la Casa Blanca hasta el “dos mil siempre” con el adicional apoyo del Partidx Radical LGBTI Pan Sexual (PRLGBTIPS). En ese momento comenzó el ataque…

Julio César Pérez, nací el 16 enero 1968, economista y abogado (UCV), Magister en Finanzas y Negocios MBA (IESA) y Especialista en Moneda y Banca (UCV). Además, el diplomado Programa de Estudios Avanzados en Economía y Riesgos Financieros (UCAB); Programación Macroeconómica (Instituto del FMI); Programa de Estudios Avanzados en Legitimación de Capitales y Financiamiento al Terrorismo (ONA) y Auditoría Interna (Ideprocop). He desempeñado diversos cargos en la administración pública y el sector privado tales como Intendente de Inspección en Sudeban; Vicepresidente de Planificación y Presupuesto (BANDES); Gerente de Planificación (BAV); Director de Planificación Económica de Corto Plazo (MPPP); Gerente General (Hidropetrol) entre otros. Actualmente cursa el 8VO semestre de Contaduría (UCV) y la Especialización en Auditoría UCV y me desempeño como asesor en materia de riesgos y prevención de Legitimación de Capitales FT PADM y auditor externo.

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Una pandemia de mosquitos Quim Ramos

Dice el refrán que no hay mal que por bien no venga, ni bien que su mal no traiga. Vaya chorrada. Quien se inventó este refrán estaba drogado o no conocía la Ley de Murphy. Lo malo siempre atrae a lo malo. Lo malo siempre viene en promoción de dos por uno. Si algo va mal muy probablemente irá el doble de mal. La realidad ha demostrado la veracidad de esta formula que podría resumirse con la siguiente ecuación: lm*lm= lm². Yo no soy de matemáticas, así que me perdonan. Yo soy de letras y odio a los mosquitos. Y resulta que no solo los bellos animales que a todos nos endulzan el corazón cuando los vemos (cervatillos, blancos conejos, hermosos pájaros de colores), toman las calles que hemos abandonado los humanos. También aparecen los malvados mosquitos que, parece evidente, solo viven para transmitir enfermedades y sabotearnos las noches de sueño, condenándonos al insomnio y a la rascadera incontrolable. Y a diferencia de los bellos animales que se quedan en la calle y no se les ocurriría ir más allá y meterse en las madrigueras o refugios humanos, los mosquitos nos invaden en oleadas sucesivas y toman posesión de nuestros hogares, de nuestra piel y de nuestra sangre.

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He perdido la noción del tiempo y ya no se cuánto llevamos encerrados en casa cuando mi atenta Rosa Inés me pregunta: –¿Escuchas eso Jordi? Es verano. Eso sí lo sé. Los niños llevan unos cuantos días sumidos en una extraña calma y eso a mí me huele mal. Lo único seguro en mi vida es que he subido de peso y ahora rondo los ciento treinta kilos, que estoy encerrado entre estas cuatro paredes, que la peste no se ha ensañado con mis células y que lo más probable es que muera de un infarto antes que expulsando los pulmones por la boca. –¿Qué cosa mi vida? –Ese zumbido. Estamos asomados en la ventana en un vano intento de refrescarnos con algún golpe fortuito de brisa. Aguzo el oído como suele decirse. –No escucho nada mi amor. –¿Hace cuanto tiempo que no te limpias los oídos? –Sabes muy bien, adorada mía, que no me gusta meterme nada en los oídos. –Seguro que tienes un tapón de cera del tamaño de una pelota de golf. –Muy posiblemente, pero algo que no voy a permitirte nunca más, lo único rosa de mi corazón, lo juro, es que vuelvas a meterme un maldito clip en mis conductos auditivos. Ya sabes lo que pasó la última vez.

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–Vale, vale –dice mi fastidiada otorrinolaringóloga mientras escudriña concienzudamente mis dos oídos. –Me parece que el oído derecho está en mejores condiciones –sentencia. Así que giro la cabeza hacia la izquierda, aguzo solo mi oído derecho, pongo la mano a modo de trompetilla alrededor de la oreja e inclino el cuerpo por encima del marco de la ventana como si esos pocos centímetros ganados al aire fueran a permitirme escuchar mejor. No tengo la menor idea si alguna de estas maniobras surte efecto o si se trata de que simplemente el zumbido está más cerca o que sus ondas se han ajustado con mis ondas cerebrales, pero el caso es que efectivamente comienzo a escuchar el dichoso zumbido. –Lo escucho mi amor. ¿Qué crees que sea? Me encantaría comenzar este párrafo con la frase no hizo falta que mi amada Rosa Inés me contestara porque en ese preciso instante en el horizonte se recortó..., pero la verdad es que estamos rodeados de edificios horrorosos típicos de una zona semi industrial y el único horizonte al que tenemos acceso es el de los pequeños balcones de nuestros vecinos y el de azoteas impermeabilizadas en la que hacen vida decenas de gatos ociosos que toman el sol, se pelean ruidosamente y follan encarnizadamente. Pero lo cierto es que el zumbido va en aumento y el aire a nuestro alrededor se va oscureciendo. –¿Qué vaina es esa Jordi, el fin del mundo? –Peor aún amada esposa, son mosquitos.

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La nube negra ya se debate y zumba frente a nosotros. Y se acerca peligrosamente, alevosamente, metafísicamente. Y a mí, como la magdalena a Proust, magdalena en este caso podrida de negra y sedienta de sangre, me trae recuerdos aterradores que creí superados desde que nos habíamos trasladado con todos nuestros bártulos a estas tierras templadas en la que los mosquitos solo se ven en las ilustraciones de los gruesos volúmenes de entomología. Tanto nadar para morir en la orilla, pienso mientras cierro la ventana en un vano esfuerzo por cortarles el paso. Una cortina negra se va formando sobre el cristal de la ventana. El apartamento se oscurece. Los niños aparecen en la sala. Sus caritas horrorizadas. Rosa Inés y yo sentados en el piso con las espaldas apoyadas en la pared debajo de la ventana. El vidrio vibra. –¿Y ya está? ¿Eso es todo? –dice mi abatida esposa. –Eso deberías preguntárselo a Aníbal. O a Atila que era mucho más bruto y eso no evitó que pusiera pies en polvorosa rascándose hasta la raja del culo –digo. –Jordi, por favor, que los niños te escuchan. Miro a los niños parados muy firmes frente a nosotros como esperando órdenes y me doy cuenta de que he sido un comandante nefasto, algo así como un Maximilian Schell ordenando ataques absurdos y suicidas a un pelotón de agotados y frustrados soldados dirigidos por James Coburn en esa pésima película, que a mí, sin embargo, me gustó siempre, sobre la segunda guerra

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mundial dirigida por Sam Peckinpah. Me doy cuenta también que mi película es francamente peor que la del viejo Sam y, desde luego, empieza a gustarme mucho menos. Y viendo a mis pequeños hijos parados frente a mí firmes, pero temblando y a mí nunca demasiado amada Rosa Inés sentada a mi lado como si fuéramos Butch Cassidy y Sundance Kid rodeados de mexicanos (malditas referencias cinematográficas. Eso es culpa de mi papá), me da por recordar otro ventanal, casi ilusorio ya, lleno de sol y lleno, también, del vuelo de pequeñas y audaces golondrinas, y no puedo evitar que mis labios se curven en una melancólica sonrisa.

Quim Ramos. Caracas 1965. Escritor y fotógrafo. Ha trabajado como fotoperiodista en medios de comunicación como el Grupo Últimas Noticias y The New York Times y agencias de noticias como Reuters, EFE y Anadolu. En el 2015 publicó la novela corta Los rayos también terminan en el abismo con la editorial Lector Cómplice. También ha publicado cuentos y poesía en revistas digitales como Letralia Tierra de Letras, Andarte, El Fisgón Magazine, Mentekupa y Publicarte. En el 2016 fue tercer finalista del concurso fotográfico sobre Cambio Climático INTALENT 2016. Desde el 2015 reside en Barcelona, España.

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Cambio de turno Jairo Alfonso Ramos Jiménez

Abrí los ojos. El chillido del despertador me perforó los oídos anunciándome que debía de levantarme para ir a trabajar. Realmente no tenía ganas; sin embargo, no podía quedarme en la cama puesto que me comprometí con un compañero a reemplazarlo en el turno de hoy domingo. Esos son los gajes del oficio de médico. Ante de iniciar el turno, el personal asignado nos reunimos en la coordinación de urgencias para realizar el macabro sorteo, al cual día tras día nos toca someternos desde hace casi dos meses. La pandemia del coronavirus ha agotado los equipos de protección personal y nuestra institución no es ajena al problema. Hoy somos cinco médicos laborando; pero solo hay disponibles dos equipos completos de protección personal –EPP. La tensión reina en el recinto. El coordinador tomó la palabra y nos agradeció por nuestro compromiso, nuestra vocación al servicio sin importar las condiciones adversas a las que nos enfrentemos y por nuestro apego al juramento hipocrático. Continuó su charla diciendo que lamentaba mucho tener que realizar este sorteo; pero alude que no tiene más alternativa. El gobierno solo envía dos EPP diarios.

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Dejó de hablar. Tomó cinco papelitos y en dos de ellos anoto EPP, los dobló meticulosamente y los depositó en una bolsa negra, la cual agitó con fuerza. Luego, se dirigió a cada uno de nosotros, nos pidió que sacáramos un papelito; pero que no lo abriéramos. –¡Que Dios ilumine su futuro! – dijo Ahora, cada médico tenía en sus manos una opción de protegerse o enfrentarse al cruel destino con las únicas armas disponibles: un par de guantes y un tapabocas. –¡Ábranlo! Dos rostros se iluminaron, tres se entristecieron. –¡Que Dios los bendiga y los proteja! La urgencia del hospital estaba repleta. Docenas de enfermos pedían, casi a gritos, que los atendieran. Todos, sin excepción, pensaban que estaban infectados por el coronavirus, el maldito y terrible virus Covid 19 que llegó desde las lejanas tierras de Oriente convirtiéndose en el enemigo número uno de la humanidad. Un arma perfecta: invisible y letal. Anudado a la desobediencia civil de mantener un distanciamiento social y una cuarentena prolongada. Tengo miedo. Por primera vez no soy afortunado en el sorteo. No tengo EPP. Camino con cautela entre las camillas de la sala de urgencias. Mi corazón late

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desaforrado, las gotas de sudor corren por mi frente. No lo puedo negar, estoy asustado y temo que al final del turno pueda salir contaminado. Me santiguo, me encomiendo a Dios e inicio mi labor. Reviso muchos pacientes, con precaución. Por fortuna, ninguno encaja en el perfil de alto riesgo respiratorio. De repente, una joven no mayor de veinte años, ingresa a la urgencia agitada, iracunda, tumbando todo lo que encuentra a su paso, dice que el diablo se le ha metido en el cuerpo. Es difícil controlarla. Forcejeamos por algunos segundos, tiempo suficiente para que me arranque el tapabocas y un escupitajo caiga en mi cara al tiempo que grita que sufre de Covid 19. Quedo atónito. La paciente suelta una risotada diabólica al ver mi cara de terror. Corro al baño a la lavarme la cara con agua y jabón. Una y otra vez. Trato de que el virus no entre en mi cuerpo. Cuando vuelvo a la sala de urgencias, todos mis compañeros y los pacientes se apartan, me discriminan. La razón la escucho de la voz del coordinador. –¡La prueba rápida salió positiva! El mundo se me vino encima. La joven no mentía. Realmente estaba infectada por el coronavirus; por lo tanto, las posibilidades de que yo estuviera contagiado eran inmensas.

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Abandono el hospital. Camino bajo la tenue llovizna pensando que la vida se me puede acabar por el simple hecho de haber cambiado un turno una mañana de domingo.

Jairo Alfonso Ramos Jiménez, nace en San Juan Nepomuceno, Bolívar, Colombia. Es médico cirujano especialista en Ginecología y Obstetricia. Su prosa abarca varias temáticas desde los hechos cotidianos, la problemática social, hasta lo irreal y lo fantástico. Ha concursado en diferentes certámenes literarios en los cuales ha obtenido varias distinciones en países como España, México, Bolivia y Colombia.

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Manuel, no salgas de casa Yaina Melissa Rodríguez

Otra vez esa frase en tu cabeza, Manuel, no salgas de casa. Vuelve de cuando en cuando a tu mente como una canción irritante. Ya te comprometiste con Tony y no puedes quedarle mal. No podrías, es el único que te ha ofrecido algo en esta cuarentena. Los demás solo te ignoran, solo pasan cargando sus bolsas del supermercado con disimulo, solo te dicen Manuel, no salgas de casa. Manuel, que cada día hay más muertos. Que es una pandemia que cobra más vidas con cada minuto. Que los que se mueren de eso los tiran en fosas comunes y no dejan que nadie los vele. Se mueren solos como perros. Pero es que si no te mata el virus te mata el hambre. Ya empeñaste casi todos los electrodomésticos. Hasta el televisor de 40 pulgadas que te dolió casi tanto como si lo hubieses pagado tú. Ya te comprometiste con Tony a hacer ese trabajo, que en honor a la verdad, no es lo que se llame un trabajo honrado pero de algo hay que vivir. Que la cosa está muy mala. Que no hay empleo en ninguna parte. Que nadie te acepta y todas las demás cosas que te dices para poderte seguir mirando al espejo. Es así desde que tienes uso de razón. Le buscabas defectos a tus compañeritos de escuela para justificar que le robaras los juguetes. Te decías que

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las señoras del barrio eran tacañas para hurtarles el dinero de los monederos. Justificar tus robos te hacía sentir mejor. Te sentías como un Robin Hood moderno que robabas para tu pobre favorito, que eras tú. Luego, cuando comenzaste atracar pensabas “qué hacía ella en ese callejón oscuro” o “quién lo manda a andar con el celular en la mano” o “por descuidados es que les pasa”. Con los años se te fue haciendo tan cotidiano que ya no necesitabas autoredimirte. Simplemente no pensabas en eso. Te quitabas la capucha y dejabas en ella la culpa. Pero estos días contigo mismo no han sido fáciles. Has tenido que vender el Xbox y empeñar el televisor. Y esa voz en tu cabeza que no se calla. Que te recuerda cosas que es mejor mantenerlas en el cajón del olvido, que te repite hasta el cansancio Manuel, no salgas de casa. El trabajo es sencillo. Mendoza sale todos los días a las 3:45 del negocio. Como los bancos a esa hora ya están cerrados por la cuarentena, lleva el dinero consigo. Se sube en su yipeta y conduce las tres cuadras que lo distancian de su casa. La vuelta es agarrarlo en el parqueo antes de que se suba al vehículo y quitarle todo el dinero. Es un trabajo simple, tanto que ya lo han atracado dos veces. Ya te dijo Tony que es un señor mayor y para que le respeten la vida entrega rápido y sin complicaciones. Y como nota personal te dices que es un usurero, que se está haciendo rico vendiéndole caro a los pobres, que se está aprovechando de la pandemia para subir los precios de los productos, que se merece lo que le va a pasar.

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Manuel, no salgas de casa, te recalca la conciencia al cerrar la puerta tras de ti. Te subes en la moto y te dices en voz baja que todo estará bien. Tienes tu mascarilla y guantes. El cuchillo lo tiene Tony, tú tienes una 45 mm sin balas que sirve para engañar. Tienes la experiencia de años que te indica que la vuelta será fácil. Que todo saldrá bien. Manuel, no debiste salir de casa, te recrimina la conciencia en el hospital. El sonido intermitente de la máquina a la que estás conectado no te deja dormir. Tampoco te gusta la forma como te miran aquí. Las enfermeras te tratan con pena, como si te quedara poco tiempo. El doctor disimula menos. Te dice las cosas francamente. Tal vez no tiene ninguna consideración porque sabe a lo que te dedicas. Pero no eres tan malo, Manuel, te dices, porque cuando el viejo Mendoza se puso a toser trataste de ayudarlo, y te impresionó la rapidez con que sacó ese revolver de la nada. Sentiste el golpe frío de la bala en el pecho y pudiste ver a Tony encender el motor e irse. No debiste salir de casa, Manuel. Otra vez truena tu conciencia. Pero la parte buena, si es que la hay, es que a ti no te matará el virus.

Yaina Melissa Rodríguez nació en San Cristóbal, República Dominicana. Ha realizado estudios de publicidad y marketing. Es autora del libro de cuentos Insomnio (Editora Nacional, 2012). Ha sido galardonada en más de 14 certámenes literarios que incluyen 5 primeros lugares, en concursos como Premio de Cuento Casa de Teatro, Concurso de Cuentos El Sur visita el Sur, Concurso de Cuentos Camino Real, entre otros.

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“We dream—it is good we are dreaming” Octavio Vinces A Mónica Du Bois

Tuvo el presagio de que ese día comenzaría lo realmente terrible. El televisor seguía apagado a pesar de su reiterada presión sobre el control remoto; el celular, conectado al cargador durante toda la noche, estaba a punto de morir. Abrió la aplicación del WhatsApp, como siempre hacia al despertarse, para

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revisar si Mónica le había enviado algo. Escribió él –no importaba quien lo hiciera primero, darse los buenos días era uno de sus más ansiados rituales–, y le bastaron unos segundos para cerciorarse de que su mensaje no podía ser recibido. En sus grupos tenía varios otros sobre el apagón que se había iniciado casi a las doce de la noche y estaba afectando a todo el país; pero él, que desde su adolescencia había sido un noctámbulo pertinaz, recién se estaba enterando; la cuarentena estaba cambiando sus hábitos, ahora dedicaba horas enteras a cocinarse y mantener el orden y la limpieza, y eso lo tenía abrumado sobremanera. Sobre la cama buscó la laptop que había pasado la noche a su lado para conectarle el cable y cargar el celular; no se trataba sin embargo de una fuente de energía ilimitada, además solo le quedaba treinta y dos por ciento de batería y él tenía la certeza de que la electricidad ya no iba a volver. La idea de estar incomunicado le resultaba insoportable, sin el contacto con Mónica el confinamiento iba a serle mucho más duro. Maldijo una vez más el no haber adelantado su vuelo y se sintió muy apesadumbrado, como un niño sumido en la soledad y el abandono. Pero entonces Diego Alonso, su schnauzer miniatura, bostezó y sacudió su cuerpo compacto y plateado antes de acercársele reclamando el cariño matutino de rigor. Había despertado presa de la misma angustia recóndita y angulosa, su mano ahora reposaba sobre la cabeza de Diego Alonso; desde que se vino de Caracas la padecía casi todas las mañanas, en especial las de los lunes, y tal vez por eso no se le ocurrió achacársela a la pesadilla que estaba a punto de olvidar. Tomó el celular de su mesa de noche;

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Mónica le había dejado un mensaje de voz dándole los buenos días y contándole que había soñado con él. Él también había tenido un sueño en el que caminaba en dirección a Cusco llevando a Diego Alonso de su correa, lo recordaba con total claridad. Llamó a Mónica para contárselo, pero primero ella hablaría del suyo: “Isa y yo nos estábamos yendo a Lima, ¿puedes creerlo, Vinces? Me dijiste que avanzáramos en el carro todo lo que pudiéramos y que luego siguiéramos a pie, y que en algún punto íbamos a terminar encontrándonos. Qué loco todo, ¿no?”. Se dijo que nada podía ser tan loco en el inesperado momento que les estaba tocando vivir, ni siquiera las distopías más agrestes o las teorías conspirativas más fantasiosas. Por fin le contó el suyo; Mónica lo celebró con alegría y ternura, y él supo así que también era correspondido en sus sueños y que eso probaba, nuevamente, que eran perfectos el uno para el otro. Pensó en decírselo, y lo iba a hacer, pero antes ella le recitaría el verso de Emily Dickinson: We dream—it is good we are dreaming.

Octavio Vinces (Lima, 1968), de nacionalidades venezolana y peruana, estudió derecho en la Universidad de Carabobo (Venezuela), la Universidad de Cornell (Nueva York, Estados Unidos) y la Universidad Católica del Perú. Ha publicado la novela Las fugas paralelas (Alfaguara, México, 2004), Premio Primera Novela UNAM-Alfaguara, y el poemario La distancia (Tranvías Editores, Lima, 2011). Textos suyos han sido incluidos en diversas compilaciones. Es también colaborador de varios medios.

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A la altura de los demás Leonardo Damián Zeitune

A mi padre, Héctor. Soy la cura eterna de mis heridas

Quien viera los mensajes y las imágenes que mi padre me manda, pensaría que el viejo sabe disfrutar la vida. Y sería ese un pensamiento acertado, incluso en este marzo de 2020 que nos encuentra en cuarentena, a causa de un inesperado virus llamado Corona. La semana pasada me llegó una foto en la que sostenía una tapa de asado en una mano y una tira en la otra, el mensaje decía: Domingo de pandemia, asadito y chorizo de cerdo. El chorizo no lo vi, pero le creo, el viejo deja la mentira para cosas más serias. Ayer me mandó una clásica. La típica botella de tinto en la mano derecha; el contenido, o lo que sostiene con la izquierda, se acopla según la ocasión, en esta se trataba de una colita de cuadril. Se leía: Colita de cuadril y vino tinto. ¡Viva la chupa!! Algunas de las fotos que me manda no las comparto ni con mi esposa, mucho menos él con la suya…

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A pesar de que los años le brindaron un estilo de vida provechoso, mi padre supo conservar la humildad y seguir fiel a sus amigos y a su gente. Ya pisa los 80 el viejo, y sufrió dos paros cardíacos. Sabe mejor que nadie que el tiempo es lo único que no vuelve y creo que fue su fe la moneda con la que pagó la fianza en ambas oportunidades. Hoy, al igual que cada mañana, me levanté a las seis. Cuarentena o no, trato de llevar cierto orden en mi vida; al mismo le atribuyo lo logrado, incluso, en tiempos difíciles como este. Después de apagar el despertador, fui directamente a ver el cronograma del día, que es provisional; durará lo que dure la restricción impuesta y su consecuente aislamiento. Mientras se calentaba la pava, leí los mensajes en mi teléfono. En el grupo hermanos, mi hermana nos comunicaba la preocupación de Carmen, la esposa de mi padre; había llamado para informarle que nuestro progenitor sale todos los días a la mañana a un comedor de ancianos para preparar viandas. Mi hermana concluía el mensaje pidiéndonos por favor que uno de los dos lo llamáramos, y agregaba: Es un negligente, porque se va a terminar muriendo si no la corta. La pandemia se lleva gente -pensé- ¿podrá también arrebatar los valores de las personas?

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Le escribí a mi hermana que se quedara tranquila, que el viejo estaba haciendo mitzvot* y agregué un smile. Finalicé mi mensaje prometiendo que lo llamaría hoy mismo. Luego del almuerzo, calculando la diferencia horaria entre Argentina e Israel, mientras comía un yogur de postre, marqué el número del móvil de mi padre. A la tercera vez que sonó, atendió. ¿Ya te llamó Daniela a romper las bolas?, me contestó a mi pregunta sobre cómo estaba. Le dije que esta situación era cosa seria, que no podía salir demasiado a la calle. Cuando le pregunté si se cuidaba me respondió con cierta ironía: Sí, a la tarde. Ambos reímos. Mi padre tomó la palabra (con ímpetu): Le estamos dando de comer a 150 viejitos. Cuánta empatía, me dije. Me describió lo que preparaban con tanto afán que desistí de mi misión de disuadir la suya, sin duda mucho más valiente. Aparte, continuó, a mí el Corona me pica y se muere. Su ignorancia en ciertos temas era tan profunda como la bondad de su corazón. La conversación duró pocos minutos, y mientras reflexionaba acerca de que si esta situación se prolongara más de lo esperado existía una posibilidad real de no volver a verlo, animé la charla con un chiste: ¿Sabés que el mejor barbijo es una bombacha, no? Se rio y se despidió alegando que tenía que seguir trabajando, no sin antes añadir: Sabes qué pasa hijo, hay que ponerse a

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la altura de los demás y ayudar. No puede ser todo para uno mismo. Si no, no haría falta un virus, ya estaríamos muertos.

* Mitzvot (Religión judía). Una buena acción o acto meritorio.

Leonardo Damián Zeitune, nació en Buenos Aires el 16 de febrero de 1983. En el año 2007 emigró a Israel, en donde reside actualmente con su esposa e hijas. Escribir es una forma de reflejar sus experiencias y sentimientos, a la vez que un espacio anónimo en donde límites y ataduras quedan ausentes. Una prolongada necesidad de expresarse en su lengua materna, lo llevó a formar parte del taller de escritura creativa que brinda el Instituto Cervantes de Tel Aviv a cargo de la escritora Andrea Bauab. Es la primera vez que publica uno de sus relatos.

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Índice

Tiempo ausente, de Silvina Acosta El tiempo es oro, de Miguel Ángel Acquesta La última turista de Cali, de Alberto Bejarano El apartamento de arriba, de Oleñka Carrasco Un tipo de hombre, de Yubany Checo Todas las tardes íbamos a volar al río, de Araceli Cobos Reina La teoría del ego, de Evaly Contreras Kadish, de Fanny Díaz Anémona de balcón, de Luis José Glod Sánchez Desde el ático, de Javier Domínguez Lotería del fin del mundo, de Luis Guillermo Franquiz Borrón, de Richard Jiménez El llanto del pangolín, de Viviana Jiménez Una bolsa verde llena de viento Valery Katzuba Agorafobia, de Leonardo Laverde Botero Insomnia, de Lorena Oliva El sabor fugaz de la fresa, de Nuria Ortiz Toma de medidas, de José Luis Palacios Los zombies obsesivos, de Julio César Pérez Una pandemia de mosquitos, de Quim Ramos Cambio de turno, de Jairo Alfonso Ramos Jiménez Manuel, no salgas de casa, de Yaina Melissa Rodríguez “We dream—it is good we are dreaming”, de Octavio Vinces A la altura de los demás, de Leonardo Damián Zeitune

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