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Cosas de Don Bosco EL ELEFANTE
Nota
6 de enero de 1863. Don Bosco cuenta a sus muchachos el sueño de «el elefante»; siniestro animal que encarna al demonio. Aparecen también muchachos buenos y malos, el manto protector de la Virgen… Y la preocupante ausencia de educadores en el patio (MBe VII, 308-311).
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El elefante
Aprendiendo de los sueños
No nací en las sabanas de África ni en los bosques de Asia. Deambulé únicamente por el onírico paisaje de los sueños de Don Bosco. Soy un elefante imaginario; habitante inmaterial de una quimera. Recuerdo aquella noche de invierno. Fui convocado para llenar de maldad una visión de aquel sacerdote. Los inicios fueron fáciles: retozar mansamente entre los chicos; permitir que acariciaran mis majestuosas orejas y mi flexible trompa… convertirme en su atracción.
Me hice enseguida el dueño del patio. Los muchachos correteaban sin la presencia de maestros ni educadores. Tan sólo Don Bosco me contemplaba con preocupación.
Sonó una campanilla. Cesaron los juegos. Se adentraron en el templo. Quise acompañarlos. Una fuerza interior me lo impidió. No podía acercarme a lugar sagrado. Yo simbolizaba el mal.
Poco después retornaron los chicos. Reanudaron sus juegos… Fue entonces cuando un impulso letal e incontrolado me ordenó: ¡Destroza, hiere, mutila…! Presa de un furor satánico, comencé a pisotear a los muchachos. Recuerdo el crujido de sus huesos al quebrarse bajo el peso de mis patas. Con mi potente trompa los levantaba en vilo y los arrojaba contra el suelo… Mis largos colmillos blandían el aire buscando presas que despedazar. Brotaron gritos desgarradores. El patio se pobló de ayes. Se tiñó el suelo de sangre.
Varios jóvenes se unieron a mis siniestros propósitos. Empuñando afiladas espadas secundaban mis sanguinarias intenciones. Creció el sufrimiento. Los pequeños malheridos sufrían en soledad sin la ayuda de sus educadores. Tan sólo Don Bosco se desvivía por protegerlos.
Cuando mi victoria era segura, llegaron ellos para trastocar el signo de la batalla: un grupo de valientes jóvenes me hizo frente. Provistos de gruesos bastones, comenzaron a golpearme con furia. Arrancaban a los pequeños malheridos de entre mis patas. Los trasladaban al pórtico. Los colocaban bajo el manto de la Virgen que se ensanchaba milagrosamente. Ella acogía y sanaba a los heridos.
El combate fue largo y sangriento. Al final, fui derrotado. El suelo se abrió. Brotó una densa humareda. Un abismo telúrico engulló mi cuerpo.
Días después Don Bosco rememoró mi historia en las “buenas noches”. Al conjuro de sus palabras retornó mi imagen espectral. Concluyó su narración. Me dispuse a desvanecerme definitivamente. Mientras me desdibujaba, me asaltó una duda: ¿Don Bosco había contado mi historia para prevenir a sus jóvenes de la maldad? ¿O me utilizó para avisar a sus educadores de lo pernicioso que es abandonar a los muchachos sin una presencia afectuosa y educadora?
Nunca lo supe. Tan sólo fui un elefante transitando por los sueños de Don Bosco.
José J. Gómez Palacios, sdb