2 minute read

Cosas de Don Bosco LA CUADRA

Next Article
Familia agradecida

Familia agradecida

Nota

Chieri 1833. Año de sufrimientos para el joven estudiante Juan Bosco. Compartió con un borrico el rincón de una cuadra, propiedad del señor Cavalli. Gracias a las gestiones del herrero Ceppi, Juan «mejoró» su alojamiento: le acogieron en el Café Pianta, donde pudo dormir en el hueco de su escalera. (MBe I, 242-243).

La cuadra

Tiempo de sufrimiento

Me construyeron junto a la vivienda del señor Cavalli, campesino de la ciudad de Chieri. Aunque yo era una simple cuadra, siempre deseé asemejarme a las personas y tener corazón. Tal vez por eso, ansiaba cada tarde la llegada de mi único morador: un viejo borrico. Paso cansino. Rebuzno quejumbroso. Pelaje gris.

Apoyado en una de mis paredes se hallaba el pesebre. Mi dueño depositaba en su interior el escaso alimento con el que sustentaba al asno: paja, heno y algún que otro puñado de avena. Era un labriego cicatero y mezquino. En raras ocasiones limpiaba el estiércol maloliente que manchaba mi suelo.

Recuerdo aquel día. Mi amo entró portando una escoba y un balde con agua. Se dirigió a uno de mis rincones. Apartó varios cedazos. Desplazó dos calderos de cobre llenos de cardenillo y una soga. Regó el suelo. Barrió.

Me entusiasmé. Tal vez fuera a colocar allí gallinas, codornices, conejos… Algún que otro animal que mitigara mi tedio.

Regresó varios días después. Le acompañaba un joven. Cabello ensortijado. Mirada serena. Sonrisa leve. Portaba un hatillo.

Mi amo le indicó el rincón que había adecentado. Por toda despedida le gritó: «¡No lo olvides, Juan: debes cuidar del borrico!».

Marchó. Mi puerta gimió al girar sobre sus goznes. Juan deshizo su hatillo. Extendió una manta raída. Sacó una palmatoria y encendió su vela. Se sentó. Contempló con mirada perdida al borrico. Mi fiel compañero le correspondió con un leve rebuzno.

Mientras él añoraba su familia, yo pensé en las pulgas; imperceptibles y molestos seres que ya debían estar dirigiéndose desde mi estiércol hacia su rincón…

Sacó un libro. Comenzó a leerlo a la luz de la vela ¡¿Qué interés movía a aquel muchacho a leer a pesar de hallarse en el rincón de una cuadra hedionda?!

Desde aquella noche, todo cambió. Juan limpió el estiércol que me afeaba. Baldeó mi ajado cuerpo. Cepilló al borrico. Me encariñé de la rutina de su vela encendida y libro abierto.

Pero la felicidad es efímera. Semanas después, llegó mi dueño. Le acompañaba el herrero de la ciudad. Discutieron. Por sus expresiones deduje que el herrero estaba abriendo los barrotes invisibles de la jaula en la que yo me había convertido.

Y así fue. Al día siguiente, Juan marchó. Le dio unas palmadas al borrico sobre el lomo… Tenía en sus labios la misma sonrisa con la que llegó.

Con los años me convertí en una cuadra inservible. Decidieron derruirme. Mientras mis paredes caían entre una nube de polvo, recordé aquella pregunta para la que nunca hallé respuesta: ¿Qué interés movía a aquel muchacho a leer y estudiar cada noche en uno de mis rincones? Jamás lo supe.

José J. Gómez Palacios, sdb sdb

This article is from: