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[New] Dos libros de caballerías

En búsqueda del origen

Atrás quedaron aquellos años en los que nunca nos separábamos del niño Juan Bosco. Las líneas de nuestras páginas fueron los primeros senderos por los que transitó su fantasía. Leía cada renglón. Ensayaba. Repetía una y otra vez en alta voz. Luego, proclamaba cada aventura impresa sobre nuestro cuerpo de papel ante sus convecinos. Pero los años pasan. Aquel niño se hizo mayor. Ordenado sacerdote, comprometió su vida con los chicos pobres de Turín. Nos relegó a una estantería de su escritorio.

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Pero nuestras hojas amarillentas añoraban aquellos ojos que dieron vida a los personajes de nuestro interior. Temíamos que la soledad oxidara sus armaduras. Porque somos dos libros de caballerías: «Carlomagno y los pares de Francia» y «Guerín, el Mezquino».

Nunca olvidaremos aquel acontecimiento que nos despertó del letargo. Don Bosco nos tomó al amanecer. Nos envolvió con varias capas de papel de estraza. Nos depositó en su bolsa de viaje. Emprendió camino.

En el silencio oscuro de la bolsa de viaje tan sólo escuchábamos el rumor de los pasos de Don Bosco que cruzaban por campos y bosques. ¿A dónde se dirigía?

Ya entrada la tarde, escuchamos el sonido profundo y amenazante del trueno. Viento huracanado. Relámpagos. Nuestra alegría se tornó en terror ante las primeras gotas de lluvia. El agua de la tormenta deterioraría irremisiblemente nuestros pliegos. Don Bosco nos protegía bajo su sotana mientras buscaba refugio. Fueron horas de gran angustia y zozobra.

Al fin, un caserío. Sus campesinos nos recibieron armados con horcas y afiladas hoces… Temían a los bandoleros que merodeaban por la contornada. Al ver la sotana empapada de nuestro dueño, y escuchar sus palabras de bondad, nos acogieron amablemente. Se alejó el pánico a convertirnos en un amasijo informe de hojas con borrones ilegibles de tinta.

A la mañana siguiente retomamos el camino. Brillaba un sol otoñal. Arribamos a Pozano, el pueblo que era la meta del viaje. Nos recibió un anciano sacerdote que había sido el primer maestro que tuvo Juanito Bosco. Se iluminó su rostro. Conversaron largamente.

A un momento, el anciano le recordó aquellos libros que regaló a Juan Bosco cuando era un niño y frecuentaba su escuela. Fue entonces cuando él nos sacó del bolso. Deshizo lentamente el envoltorio. Nos depositó sobre la mesa… Creció un silencio cargado de nostalgia.

Así fue cómo tomamos conciencia de nuestro origen.

Desde entonces, cada vez que Don Bosco cuenta una historia, nos embarga una honda satisfacción. Gracias a nosotros, dos viejos libros de caballerías, el sacerdote de los jóvenes aprendió a abrir ventanas a la fantasía de los chicos del Oratorio.

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