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La cazuelita de barro El alimento nuestro de cada día

El señor Bruno era un excelente alfarero. Cazuelas y pucheros de contrastada calidad nacíamos de sus hábiles manos. Vi la primera luz en su taller de alfarería.

Todavía recuerdo el esmero con el que amasó mi arcilla. Luego, ayudado por los giros del torno, dio forma a mi cuerpo rojizo. Aplicó esmalte sobre mi piel. Me introdujo en el horno. Me abrumaba el calor que despedían los ladrillos refractarios. Por fin, me dejó enfriar. Surgí fuerte y robusta de aquel infierno. Satisfecha de mi piel vidriada y brillante, me lancé a la vida.

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La máxima complacencia de las cazuelas es contener ricas viandas. Tal vez por ello, se resquebrajó mi entusiasmo al conocer el destino que me aguardaba: recibir las comidas de un chico del Oratorio de Don Bosco, el sacerdote que acogía a los chicos de la calle.

Cuando el muchacho me tomó entre sus manos, maldije mi arcilla. Me imaginé recibiendo escuetos cazos de sopa aguada, verduras de insípido sabor, guisos de patatas viudas de carne… Estaba condenada a reflejar la tez pálida del hambre.

Recuerdo el primer día. Mi joven dueño me sostenía con su mano. Hacía cola para recibir la comida. Varias decenas de compañeros reían y se arremolinaban junto a él… En cualquier momento podía sobrevenir un empujón que provocara mi caída. Me invadió temor y desasosiego.

La fila avanzó. De pronto, me vi frente a Mamá Margarita y Don Bosco. Sonreían mientras servían la comida. Vertieron en mi interior una suculenta ración de castañas cocidas con harina de maíz y sabrosos tropiezos de salchicha. Mi propietario comió con avidez. Al concluir, volvió a hacer cola... ¡Increíble! Me vi colmada por un delicioso arroz condimentado con cebolla, mantequilla y queso parmesano.

Así transcurrieron los cuatro primeros años de mi existencia. Fui feliz hasta que me sustituyeron por un plato de loza blanca. Protesté. Nadie me escuchó.

Me trasladaron a un incipiente proyecto de Don Bosco: un taller de zapatería para aprendices. Llenaron mi interior con cientos de tachuelas de cabeza ancha para clavar medias suelas y tacones. Nunca me resigné a estar crucificada con tachuelas sobre la cruz del olvido.

Un fatídico día, un aprendiz empujó a un zapato. El zapato me desplazó. Caí. Sentí un golpe seco y ¡craaaash!... Me convertí en pequeños cascotes esparcidos por el suelo del taller. Exhalé mi último adiós musitando palabras de nostalgia. Porque siempre conservé en mi memoria aquellos años en los que mi cuerpo de arcilla era una prolongación de las manos de Don Bosco, unas manos que ofrecían a sus chicos el alimento nuestro de cada día.

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